INTRODUCCIÓN
1. La obediencia a la Palabra
Hay un párrafo de las Homilías origenistas que es sumamente indicativo de la forma de leer la Escritura que tenía Origenes, es decir, según él mismo declaraba, de cómo practicaba la ascesis verdadera: «Quien no combate en la lucha y no es moderado con respecto a todas las cosas, y no quiere ejercitarse en la Palabra de Dios y meditar día y noche en la Ley del Señor, aunque se le pueda llamar hombre, no puede, sin embargo, decirse de él que es un hombre virtuoso» (In Num. Hom. XXV, 5). El vocablo latino exerceri traduce aquí, con sentido preciso, el griego askesis, en el que se equiparan dos elementos fundamentales y complementarios: el estudio de la Escritura y la práctica constante de la virtud. Así lo afirma en este pasaje del Contra Celsum: BI/ESTUDIO: «Para quien se dispone a leer (la Escritura), está claro que muchas cosas pueden tener un sentido más profundo de lo que parece a primera vista, y este sentido se manifiesta a aquellos que se aplican al examen de la Palabra en proporción al tiempo que se dedica a ella y en proporción a la entrega en su estudio (ascesis)» (VII, 60). De un modo semejante a Origenes, Eusebio habla de «ascesis» con referencia a los discursos divinos y, «en lo que respecta a las enseñanzas divinas», y justamente refiriéndose a Origenes, dice que éste «practicaba la ascesis» con respecto a la Palabra (cf. Hist. Eccl. VI, III 8-9). Con fondo y expresiones parecidas al pasaje de la Homilía sobre el libro de los Números, antes citada, Melodio de Olimpo veía la participación en la fiesta de los tabernáculos es decir, en la «alegría del Señor», como fruto de la fe y de la «ascesis y meditación de la Escritura» (El Banquete, IX, 4). HO/SERMON: Uno de los inconfundibles aspectos de esta ascesis global de la Palabra, que condiciona a los demás, es la obediencia a la Palabra en cuanto tal. Si ésta es la característica de toda la lectura origenista de la Escritura, en las Homilias lo es de una manera programática. Un comentario bíblico, por su naturaleza, puede ser utilizado para hacer un sermón con tesis, mientras que la homilía, explicación eclesial que obedece a una exposición continua y unitaria de la Palabra, renuncia, de antemano, a cualquier intento de elaboración «teológica» para exponer el puro proyecto divino que resulta de las páginas bíblicas. ¿Cuáles son las características de esta obediencia a la Palabra? Ante todo, hay un dato de Iglesia, al que Orígenes se somete, y que, más bien, es el suyo por excelencia: la lectura constante de la Palabra. La Iglesia anuncia pero no selecciona la Palabra, como si en ella hubiese puntos más o menos válidos. Precisamente porque es una semilla, la Palabra es asumida en su totalidad: «...así sucede también con esta Palabra de los libros divinos que se nos ha proclamado si encuentra un experto y diligente cultivador; aunque al primer contacto parezca menuda y breve, en cuanto comienza a ser cultivada y tratada con arte espiritual, crece como un árbol...» (In Ex. Hom. 1, 1).
La Palabra es una trompeta de guerra, que excita a la lucha (cf. In Ex. Hom. lll, 3) y por ello debe plantearse en toda su plenitud, para poder disfrutar de su pujanza victoriosa (cf. In Ex. Hom. IV, 9). La lectura continua permite, además, seguir la línea de la historia de la salvación en la continuidad que, desde la Ley, conduce a las fuentes del Nuevo Testamento: «...encontramos el orden de la fe. El pueblo es conducido primero a la letra de la Ley; mientras permanece en su amargura, no puede alejarse de ella; pero cuando ha sido transformada en dulce por el árbol de la vida (cf. Pr. 3,18) y ha comenzado a ser espiritualmente comprendida, entonces del Antiguo Testamento se pasa al Nuevo, y se llega a las doce fuentes apostólicas» (In Ex. Hom. Vil, 3).
Es hermoso descubrir esta frase: el orden de la fe. Una vez establecida la primacía ontológica de Cristo, y, por tanto, del cristianismo, es posible recorrer de nuevo en su pleno sentido los acontecimientos de la historia bíblica, penetrando en ellos. Si éste es un tema común a toda la exégesis origenista, en las Homilías sobre el Éxodo alcanza pasajes de extraordinaria inspiración, como en el célebre de la Homilía II, en el que la Ley se contempla como los pañales deslucidos y rústicos que envuelven a Moisés, niño bellísimo, de los cuales lo desata y libera la Iglesia, la hija del Faraón, venida de entre los gentiles. «Tengamos un Moisés grande y fuerte, no pensemos de él nada pequeño, nada mezquino, sino todo magnffico, egregio, hermoso... y oremos a nuestro Señor Jesucristo, para que Él nos revele y nos muestre cuán grande (cf. Ex. 11, 3) y cuán sublime es Moisés» (11, 4).
Esta lectura fiel, que no pretende apartarse de la más mínima frase de la Escritura, permite captar una dimensión ulterior: en la primera alianza se contiene, como en un fecundo capullo de promesas, toda la maravillosa floración de la Nueva Alianza. Pensemos en Moisés, que recibe el consejo de su suegro Jetró, sacerdote de Madián, es decir, un gentil:
«Moisés, que era un hombre manso, más que todos los demás (Num 12, 3), acepta el consejo de un inferior para proporcionar a los jefes de los pueblos un modelo de humildad y para indicar la imagen del misterio futuro. Sabía que había de llegar el tiempo en que los paganos daríaun un buen consejo a Moisés, ofreciendo una inteligencia buena y espiritual de la Ley de Dios; y sabía que la Ley los escucharía y que haría todo lo que ellos dijeran» (In Ex. Hom. Xl, 6).
2. El Nuevo Testamento, exégesis del Antiguo
Nos apremia, ante todo, concretar la relación de Orígenes con San Pablo. En estas Homilías, Origenes se refiere a Pablo muchas veces; cuando se trata de profundizar en el misterio de los patriarcas, se expresa en estos términos: «Así pues, si alguno puede explicar estas cosas en sentido espiritual y seguir la interpretación del Apóstol. . . » (In Ex. Hom. 1, 2); y en el comienzo de la Homilía V, al recordar la interpretación auténtica, sacramental, del Éxodo, dice: «Doctor de los pueblos en la fe y en la verdad (cf. I Tm 2, 7), el apóstol Pablo ha transmitido a la Iglesia cómo deben ser usados los libros de la Ley, que fueron recibidos por otros y que eran desconocidos y muy extraños para ella. . . » (V, 1), y concluye: «Por tanto, cultivemos las semillas de la inteligencia espiritual recibidas del santo apóstol Pablo, en la medida en que se digna iluminarnos el Señor gracias a vuestras oraciones» (V, 1). Cuando se trata de acoger con humilde verdad las luces que vienen de los gentiles en orden a las cosas de Dios, todavía el Apóstol nos advierte: «La Escritura dice: Escuchó Moisés la voz de su suegro e hizo todo lo que le habia dicho (Ex. 18, 24). «También nosotros, si alguna vez por casualidad encontramos algo sabiamente dicho por los paganos, no debemos despreciar las palabras junto con el nombre de su autor, ni conviene, por el hecho de poseer la Ley dada por Dios, hincharnos de soberbia y despreciar las palabras de los prudentes, sino como dice el Apóstol: Probándolo todo, retened lo bueno (1 Ts 5, 21)» (In Ex. Hom. XI, 6).
Al Apóstol es referida, también, la ley exegética fundamental, la conversión. Es éste el gran tema de la Homilia XII: Y cuando nos convertimos al Señor se arranca el velo: «Como dice el Apóstol, está puesto un velo en la lectura del Antiguo Testamento (2 Co 3, 14), y habla ahora Moisés con el rostro glorificado, pero nosotros no podemos contemplar la gloria que está en su rostro... Pero cuando uno se convierta al Señor, el velo será removido (2 Co 3, 16)» (XII, 1).
Es evidente que, al asumir el Apóstol la clave exegética, cuando uno se convierta al Señor el velo será removido, Origenes se refiere a Pablo, no tanto en cuanto a un maestro extraño, sino que va más allá: recurre a la lectura paulina de la Escritura como fuente de vida en sí misma. Es decir, Origenes reencuentro a Pablo en la comunión de los santos y acepta el magisterio sobre la Escritura como un dato revelado.
En lo que respecta a la Iglesia como intérprete de la Escritura en su ser comunión de los santos, ¡deberíamos citar gran parte de las Homilías sobre el Éxodo para recoger todo el pensamiento de Orígenes! Por lo menos, citaremos un fragmento que precisa perfectamente la fe contenida en la interpretación bíblica de la Iglesia: «No creo que puedan ser explicadas las divergencias y diferencias de estos inmensos acontecimientos, si no las explica el mismo Espíritu por quien fueron realizados, porque dice el apóstol Pablo: El Espiritu de los profetas está sometido a los profetas (I Co 14, 32). Por tanto, no se dice que los dichos de los profetas estén sometidos—para explicarlos—a cualquiera, sino a los profetas. Pero puesto que el mismo santo Apóstol nos manda hacernos imitadores de esta gracia, es decir, del don profético, como si al menos, en parte, estuviese a nuestro alcance, cuando dice: Aspirad a los bienes mejores, pero sobre todo a la profecía) (cf. 1 Co 14, I y 12, 31)... Por tanto, no nos entreguemos al silencio por desesperación, ya que eso ciertamente no edifica a la Iglesia de Dios» (IV, 5).
Y todavía en la Homilía V, al comentar la lectura del Éxodo, hecha en (I Co 10, 1-4): « Ya veis cuánto se distingue la lectura histórica de la interpretación de Pablo: lo que los judíos piensan que es el paso del mar, Pablo lo llama bautismo; lo que ellos consideran nube, Pablo lo presenta como el Espíriitu Santo... Aún más, el maná, que los judíos consideran como alimento del vientre y saciedad de la garganta, Pablo lo llama alimento espiritual (cf. 1 Co 10, 3)... En cuanto a la roca que les seguía, dice abiertamente Pablo: la roca era Cristo (I Co 10, 4). ¿Qué haremos, pues, nosotros que hemos recibido de Pablo, maestro de la Iglesia, tales reglas de interpretación? ¿Acaso no es justo que observemos en diversos casos esta regla que nos ha transmitido en un ejemplo similar?» (V, 1).
AT/INTERPRETACION: Este interrogante de Origenes expresa bien la fe. Para él, Pablo está en una situación especial, así como los demás autores del Nuevo Testamento: la inspiración que les hace autores del Nuevo Testamento, les convierte en los verdaderos intérpretes del Antiguo. Es éste un dato hermenéutico fundamental, que Origenes entrega a la Iglesia: la interpretación que el Nuevo Testamento nos da del Antiguo proviene desde el interior, es decir, de la autoridad del Espíritu Santo.
Según tales interpretaciones, el espíritu de la carta es Cristo mismo (cf. Giovanni Scoto, In Joann, fr. 2, PL 122, 331 B), porque «el don profético hacia el cual tiende el sentido de toda la profecía es Cristo» (cf. también Origenes, Selecta in Thren, PG 13, 659-660 C). Las Homilías sobre el Éxodo contienen un bellísimo símbolo, que tendrá un gran alcance en la tradición exegética posterior; en la Homilía VII, al comentar el pasaje: no podían beber agua de Mará, porque era amarga... y el Señor le mostró una vara; la introdujo en el agua y el agua se volvió dulce (Ex 15, 23, 25), Origenes dice: «Yo creo que la Ley, si es interpretada literalmente, es muy amarga y es lo que representa Mará... Pero si Dios muestra la vara que ha introducido en esta amargura para que se vuelva dulce el agua de la Ley, entonces puede beber de ella... Si, pues, la vara de la sabiduría de Cristo fuese introducida en la Ley... entonces se volvería dulce el agua de Mará, la amargura de la letra de la Ley sería convertida en la dulzura de la inteligencia espiritual y entonces podría beber el pueblo de Dios» (VII, 1).
CZ/ENDULZA-AMARGO: Esta imagen será ampliamente recogida: «la amargura de la Ley, vencida por la amargura de la cruz» (Bruno di Segni, In Ex., PL 164, 267 B); «El leño, sumergido en el agua amarga, la endulza» (Abelardo, Hymni, In resto Inv. Sanctae Crucis, Ad Laudes et Vesperas, PL 178, 1797); «Amarga es la letra de la Ley, sin el misterio de la cruz, y de ella dice el Apóstol: la letra mata (2 Co 3, 6)» (Ps.Ambr., Sermo XIX, 5, PL 17, 663 B); «Para los gentiles que llegan a la fe de Cristo, la amargura de la Ley se convierte en dulzura por la pasión y la resurrección de Cristo, ya que ellos la entienden espiritualmente, no carnalmente» (Berengaudio, In ap. 3, PL 17, 909 D).
Atribuyendo a Pablo la Carta a los Hebreos, al menos en sus lineas espirituales (aunque sea el propio Origenes quien afirma que, en cuanto a la redacción, sólo Dios podría decir quién la ha escrito: cf. Eusebio de Cesarea, Hist. Eccl. VI, 25, 11-14), en la Homilía IX Origenes, por una parte, ve todavía en las palabras de Hb 9, 5: más no es éste el momento de hablar de todo ello en detalle, la imposibilidad de acceder al misterio en su fondo: «por la grandeza de los misterios, todo el tiempo de la vida presente no sería suficiente para explicarlos» (In Ex. Hom. IX, 1). Por otra parte, se ve que la rendija está abierta para todo aquel que quiera penetrar en el tabernáculo admirable hasta la casa de Dios (cf. Sal 42 {411, 4-5):
«Por tanto, si alguno quiere comprender el sentido de Pablo, puede advertir el océano de inteligencia que nos ha abierto por estas pocas palabras el que ha interpretado el tabernáculo interior como la carne de Cristo, el Santo como el cielo o los cielos, el pontífice Cristo el Señor, y dice de él que ha entrado de una vez por todas en el Santo, habiendo obtenido una redención eterna (Hb 9 12)» (In Ex. Hom. IX, 1). Por tanto, de hecho, es como si, al explicar al pueblo la infinita amplitud de este anhelo del tabernáculo admirable, Origenes les condujese a los propios oyentes, arrastrándoles en la magnifica perspectiva de una gran abertura de la Iglesia, revelándoles a ellos mismos el misterio del que forman parte.
La linea es unitaria: el conocimiento del tabernáculo es una cima de la subida espiritual; esto es un misterio en los salmos, en los profetas, en los escritos de los apóstoles, y en el Evangelio. «Es extraordinariamente difícil descubrir talas cosas», escribe Origenes en De Principiis (I V, 11, 2); sin embargo, ese misterio, que la mente es incapaz de explorar, el cristiano está justamente llamado a vivirlo, y penetrará en el conocimiento del tabernáculo a medida que lo construya.
«La razón por la que debía hacerse el tabernáculo, se encuentra indicada un poco antes cuando dice el Señor a Moisés: Me harás un santuario y allí me mostraré a vosotros (Ex 25, 8). Así, pues, Dios quiere que le hagamos un santuario. Y promete que, si le hacemos un santuario, podrá aparecerse a nosotros» (In Ex. Hom. IX, 3).
Para concluir el punto, considerado más en general: Origenes, al ver y al anunciar el misterio de la Iglesia, el hermoso tabernáculo que muestra sus estructuras y conexiones en los apóstoles, profetas y doctores, en los que la virtud lleva la belleza de los colores y de los materiales preciosos, y que Cristo cubre con vestiduras que son Él mismo (cf. Rm 13, 14), da, por un lado, las indicaciones de una exégesis que considera a los apóstoles como los primeros expositores de la Escritura, predicadores del Nuevo Testamento y reveladores del Antiguo (como dice Gregorio, In Ez ll; Hom lll, 17, PL 76, 967 D) y, por otra parte, ve exactamente la función de la predicación eclesial, continuadora de la apostólica, como misterio de verdad y fermento de fe: «en la que verdadera es la fe e íntegro el anuncio de la Palabra de Dios» (Orígenes, In Num. Hom. IX, 1).
¡Qué grandeza tiene este ministerio de la Palabra, así concebido! En él se perpetúa el milagro de Pentecostés: los discípulos quedaron llenos del Espíritu Santo, haciéndose ellos mismos semejantes a un libro escrito por dentro y adornado por fuera: «Por dentro, sus corazones fueron colmados del conocimiento de las Escrituras y por fuera se escuchaban varias lenguas» (Gerhohus, Libellus de ordine donorum, Opera inedita, Roma 1955, 1, p. 127). En las Homilías sobre Josué, Origenes explica la belleza de esta tarea que, desde los apóstoles a los doctores, consiste en remover la superficie de la letra» (In Jos Hom. XX, 5); los cristianos, dice en De Principiis, «entienden el significado de la Escritura según el pensamiento de los apóstoles» (11, Xl, 3) y, en Contra Celsum, dice: «Nosotros, componentes de la Iglesia, no transgredimos la Ley, pero hemos rechazado los argumentos de los judíos y juntos tratamos de llegar a ser doctos y a instruirnos en la mística visión de la Ley y de los profetas» (11, 6).
Esta amorosa acogida a la exégesis apostólica, de Pablo y de todos los escritores del Nuevo Testamento, viene siempre actuada en el interior del mismo cuerpo, del que Cristo es cabeza, y la Iglesia. En esto, Origenes es un maestro. La Homilía Xlll sobre el Éxodo, que vuelve a tratar el tema del tabernáculo al considerar las ofrendas, se detendrá, ya en la esencia del don—Reservad de vuestros bienes una ofrenda para Yahveh (Ex 35, 5)—, ya en cada uno de los dones ofrecidos. Aquí, Orígenes convierte en oración su explicación. Primeramente considera la diferencia entre el Señor y el príncipe de este mundo: cada uno de nosotros, cuando está próximo al pecado, experimenta que apenas el "Maligno " llega a nuestra alma, trata de encontrar allí las malas acciones que son suyas y las reclama; el Señor, por el contrario, al visitar su tabernáculo, busca misericordiosamente aquello que es suyo, para defendernos y llamarnos suyos. El que nos lo ha dado todo, nos pide el oro de la fe en el corazón y la plata de la confesión en los labios (cf. In Ex. Hom. XIII, 2-3; cf. Rm 10, 8-9). De aquí, la súplica: «¡Señor Jesús, concédeme merecer tener algún memorial en tu tabernáculo!» (XIII, 3). Y he aquí como se completa esta visión de la Iglesia: los cristianos son los materiales donados al Cuerpo, elementos pasivos de ofrenda y de holocausto, pero, asumidos por El, se transforman en parte activa y preciosa; pueden ser llamados la boca del Señor (Elinando, Sermo XXI V, PL 212, 679 D), los ojos de la Iglesia, las mejillas, los pechos (cf. Gregorio, In Cant., PL, 79, 485 A), el cuello, los dientes, en definitiva, pueden significar todas las partes que el Cantar contempla en la belleza del Esposo y de la Esposa.
En este sentido, Pablo, el exegeta admirable (egregius explanator; cf. Origenes, In Rom III, 7 PC 14, 942 A), cuanto más contempla, tanto más anuncia y explica y, sobre su modelo, cada uno en la Iglesia tanto más catequiza y predica, cuanto más es.
3. El pueblo de los santos que compone la Iglesia
Esto nos lleva a ver, una vez más, a través de las Homilías sobre el Éxodo, como Orígenes considera a los destinatarios de ellas, ese auditorio que tiene delante, mutable pero incesante en la perpetuidad de la Iglesia, pobre y, sin embargo, rico de la plenitud de los dones del Espíritu.
Del conjunto de las Homilías, de las protestas, de los reproches y de las exhortaciones de algunas, se deduce que el auditorio visible de Orígenes era el de siempre: en aquel entonces, una cristianidad joven, ciertamente, y en algunos aspectos ardiente, pero llena de desidia, de costumbres, de sugestiones mundanas, de miradas hacia atrás. Algunos son los cristianos «de los domingos» (cf. In Gen. Hom. X, 3), los hambrientos de indulgencias, absorbidos por dedicaciones y negocios de otra clase (cf. In Gen. Hom. X, C, que regresan, sedientos, «del pozo de agua viva» (cf. In Gen. Hom. XI, 3) aquellos que explícitamente fingen la conversión que la Escritura exige, con la aversión no negada a su ser (cf. In Ex. Hom. XII, 2), aquellos que contradicen al don de la palabra con la locuacidad de su inquieto espíritu (cf. In Ex. Hom. XIII, 3)
Y, sin embargo, es precisamente, de este histórico auditorio, encarnado, del que Origenes no se desespera, sino que más bien lo honra con la riqueza y plenitud de su ministerio. Porque ese auditorio medio, mediocre y pecador, es, también, la Iglesia, es el pueblo de los santos en la posibilidad concreta de perfección, que le es dada por su elección de Cristo.
El Éxodo es, de por si, un texto privilegiado para introducirnos en la comprensión de la vida cristiana, que es por esencia el camino pascual, el itinerario de los tres días: «...Moisés decía al Faraón: Haremos un camino de tres días por el desierto, y allí ofreceremos sacrificios al Señor Dios nuestro (Ex 5, 3). El Faraón no permitía que los hijos de Israel llegasen al lugar de los signos, no les permitía avanzar hasta el punto de poder gozar de los misterios del tercer día... El Apóstol nos enseña con razón que en estas palabras se contienen los misterios del bautismo (cf. 1 Co 10, 2)... Que los que han sido bautizados en Cristo, hayan sido bautizados en su muerte y con Él hayan sido sepultados (cf. Rm 6, 3-4) y con Él, al tercer día, resuciten de entre los muertos... Por tanto, cuando hayas sido recibido en el misterio del tercer día, Dios comenzará a conducirte y Él mismo te mostrará el camino de la salvación» (In Ex. Hom. V, 2; cf. lll, 3).
Este camino nuevo y vivo (cf. Hb 10, 20) es la señal de la era inaugurada por Cristo en su encarnación-pasión-resurrección: la perfección no es un nivel moral que hay que alcanzar, es participar de esta realidad ontológica del ser cristiano. Por ello, el bautismo, por sí mismo, desbarata al mal y es «perfección». Y, ¿si el camino es fatigoso y peligroso, y el paso inestable? La respuesta de Origenes es de aquellas que realmente han marcado el camino espiritual de la Iglesia: «Es mejor morir en el camino buscando una vida perfecta que no partir en búsqueda de la perfección» (In Ex. Hom. V, 4).
Por otra parte, la muerte no es más que una interrupción aparente para quien ha entrado en Cristo: quien muere con Cristo por el bautismo, en verdad resucita con Él, y la muerte no tiene más dominio real sobre él, pero se transforma en fecundidad inagotable, que hace brotar vida; Orígenes, al comentar la muerte de José, dijo al pueblo de Dios: «Murió José... y los hijos de Israel crecieron y se multiplicaron (Ex 1, 6-7)... Antes de que muriese nuestro José, aquel que fue vendido por treinta monedas por uno de sus hermanos, Judas (cf. Mt 26, 15), eran muy pocos los hijos de Israel. Pero cuando por todos gustó la muerte... fue multiplicado el pueblo de los fieles» (In Ex. Hom. 1, 4) Lo que es válido para el sentido místico, lo es también para la interpretación moral, referida al alma individual: la muerte al pecado de los «miembros» (cf. 2 Co 4,10), fructifica en obras de vida: «Pues si son mortificados los sentidos de la carne, crecen los sentidos del espíriitu y cada día, muriendo en ti los vicios, se aumenta el número de las virtudes» (In Ex. Hom, 1,4).
Todaviá más: ya no hay ruptura de la relación con Dios cuando se está injertado en la mediación de Cristo; las caídas, las contradicciones, no tienen fuerza para apagar la voz del Espíritu, que grita más allá de nuestro silencio; esto está expuesto en un pasaje de la Homilía V, con expresiones de arrebatadora belleza: ORA/CLAMOR: «Entre tanto, Moisés clama al Señor. ¿Cómo clama? No se oye la voz de su grito y, sin embargo, Dios le dice: ¿Por qué clamas a mi? (Ex 14,15). Querría yo saber cómo los santos claman a Dios sin usar la voz. El Apóstol enseña: Dios nos ha dado el Espiritu de su Hijo que grita en nuestros corazones: ¡Abba, Padre! (Ga 4,6), y añade: el mismo Espiritu intercede por nosotros con gemidos inefables (Rm 8,26)... El clamor silencioso de los santos se oye en el cielo por la intercesión del Espíriitu Santo» (V,4).
Y también en el Comentario a Juan dice Orígenes: «En cuanto a la voz inteligible de los que oran, (incluso) en el caso de que no sea ni grande ni larga y ellos no aumenten el estrépito y los gritos, Dios escucha a los que oran de esa forma... (Moisés) clamaba estrepitosamente durante su oración, con una voz que sólo podrá ser oída por Dios» (VI, 18).
La catequesis, las exhortaciones y las explicaciones que Origenes transmite en las Homilías, en especial en las que estamos considerando, revelan y descubren, tanto a quien es consciente como a quien se haya olvidado, el poder de la vocación cristiana: el misterio del pueblo nuevo, el puebio de los santos, se ve en su conexión con todo el proyecto salvffico, en relación al primer Israel y a la liberación de Cristo. Es, especialmente, la Homilía VI la que considera este movimiento salvífico, al comentar un párrafo del cántico de la liberación: Los hizo enmudecer como una piedra, hasta que pasó tu pueblo, oh Yahveh, hasta pasar el pueblo que compraste (Ex 15,16).
El endurecimiento parcial que sobrevino a Israel durará hasta que entre la totalidad de los gentiles (cf. Rm 11,25): el Dios Creador no es el endurecedor, como sostiene la herejía marcionita y como repiten las herejías de todos los tiempos, rompiendo el misterio y escogiendo las palabras de la Escritura, según el juicio del momento. Ellos «oyen la palabra: destruiré, pero no oyen la otra: resucitaré; oyen la palabra: golpearé y rehusan citar: sanaré. Se sirven de tales cosas para calumniar al Creador» (cf. Orígenes, In Luc. Hom. XVI,4).
Por tanto, Cristo no es el libertador bueno, que nos ha comprado a un Creador impasible para salvarnos del despotismo de un cielo gnóstico, lleno de seres petrificados, sino que es el Redentor que nos rescata del demonio para conducirnos a la misericordiosa paternidad de Dios: «Así parece que recibe como suyos a los que había creado, y que adquiere como si fuesen extranjeros a los que, al pecar, se habían buscado un dueño extraño» (In Ex.Hom. Vl, 9).
En un relato similar, en el Comentario a Juan, Origenes dice que Cristo unió a sí al hombre; «pero el que ligó a si al hombre, ligó también a sí al (hombre) muerto: Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos» (In Joann. Comm. Vl, 35: cf. Rm. 14,9).
Queda por considerar todavía alguno de los dones de los que Origenes ve revestido al pueblo del Éxodo, que es aquel mismo pueblo al cual se dirige su anuncio, su homilética: estos dones se expresan fundamentalmente en la libertad y en la cruz. MDTS/LIBERTAD: Ante todo, el cristiano es un hombre libre, porque está liberado, y Orígenes habla de su vinculación a la obediencia a Dios, en la Homilía VIII, con luminosas expresiones sobre el comienzo del Decálogo: los mandamientos son los preceptos de la libertad y son en nosotros como la señal del amor de Dios, que nos ha transferido de la esclavitud de las tinieblas al servicio de su reino. Lejos de ver en la obediencia a la Ley una cadena, es preciso que reconozcamos con gratitud en ella una llamada al amor: «Si antes no has cumplido muchos trabajos, si no has superado muchas pruebas y tentaciones, no merecerás recibir los preceptos de la libertad y escuchar del Señor: Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de la esclavitud (Ex 20,2)» (In Ex. Hom. Vlll, 1).
Con ello, Orígenes no hace otra cosa que explicar el contenido directo de la Escritura; pensemos en lo que afirma el Deuteronomio en tal sentido: Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: ¿qué son estos estatutos, estos preceptos y estas normas que Yahveh nuestro Dios os ha prescrito?, dirás a tu hijo: Éramos exclavos de Faraón en Egipto y Yahveh nos sacó de Egipto con mano fuerte (Dt 6, 20-21); la primera Carta de Juan: En esto sabemos que le conocemos: en que guardamos sus mandamientos (I Jn 2,3); la Carta de Santiago en la que habla de la ley perfecta de la libertad (St 1,25). En esta libertad consiste la perfección ontológica del cristiano, llamado a la compresión de la cruz. A este propósito señalemos un texto ambiguo de las Homilías sobre el Éxodo, en la Homilía Xll, en la que Origenes parece ver un paso, un crecimiento entre el conocimiento de Cristo como crucificado (cf. I Co 2,2) y el conocimiento de Cristo como Sabiduría (cf. I Co 2,6-7): «A los que él había considerado incapaces dice: No he intentado entre vosotros saber otra cosa, sino a Jesucristo y éste crucificado» (I Cor 2,2)... Otros, a los que decía: Hablamos entre los perfectos de la Sabiduria,...de la Sabiduría de Dios escondida en el misterio (I Co 2,6-7), éstos no tenían necesidad de recibir la Palabra de Dios en cuanto hecha carne (Jn 1,14), sino en cuanto Sabiduría escondida en el misterio» (cf. I Co 2,7) (X11,4).
Es preciso prestar atención porque, si aquí el concepto de perfección parece deslizarse hacia la acepción de una gnosis más elevada y esotérica, sin embargo, esto no es el fondo continuo ni último del pensamiento de Origenes. Además, una formulación «intelectual» de la perfección, como ésta, no afecta a la ortodoxia de la fe origenista en la cruz salvffica de Cristo. Veamos el Contra Celsum, en donde Origenes se expresa con precisión: «La muerte (de Cristo) por la humanidad, ha traído la salvación al mundo entero... (Celso), no ha intuido qué profunda sabiduría reveló Pablo al respecto» (11,6). Es cierto que el pasaje de la Homilía Xll sobre el Éxodo refleja el trabajo del pensamiento origenista con respecto al misterio del Logos y de la participación al Logos; cuando Origenes, en el Comentario a Juan, escribe: «Algunos se adornan del Logos en sí mismo; otros, en cambio, de un (Logos) que está cercano (al Logos) y que parece el mismo primer Logos: son aquellos que no reconocen sino a Jesucristo y éste crucificado (I Co 2,2) y solamente ven el Logos (hecho) carne>> (II,3); es evidente que él lee el texto paulino con un sentido paralelo al de conocer a Cristo según la carne (cf. 2 Co 5,16).
Nos parece que algunos de los textos del Comentario al Cantar de los Cantares dan la más clara formulación del pensamiento origenista a este respecto: la encarnación del Verbo ha redimido a la humanidad pecadora y, al mismo tiempo, ha hecho posible que el hombre se acerque a Dios mediante el Logos hecho carne. En tal sentido, el conocimiento «según la carne» es propedéutico y, a medida que el cristiano progresa, puede acercarse siempre más a la divinidad del Logos; pero esto no establece una jerarquLa de cristianos, sino un crecimiento y purificación de los sucesivos estados del alma de cada uno de ellos. A continuación, reproducimos un bellísimo fragmento:
«Perfume derramado es tu nombre, por eso las doncellas te amaron y te atrajeron en pos de sí. Correremos al olor de tus perfumes (Ct/01/03-04)... Por causa de estas almas doncellas y en pleno crecimiento y progreso de la vida, se anonadó (cf. Flp 2,7) aquel que tenía la condición de Dios, a fin de que su nombre se convirtiera en perfume derramado, de modo que el Verbo no siguiera habitando únicamente en una luz inaccesible, ni permaneciera en su condición divina (cf. I Tm 6,16; Flp 2, 7) sino que se hiciera carne (cf. Jn 1,14) para que estas almas doncellas y en pleno crecimiento y progreso no sólo pudieran amarlo, sino también atraerlo hacia sí. Efectivamente, cada alma atrae y toma para sí al Verbo de Dios, según el grado de su capacidad y de su fe. Ahora bien, cuando las almas hayan atraído a sí al Verbo de Dios y lo hayan introducido en sus sentidos y en sus inteligencias y hayan sentido la suavidad de su encanto y de su olor; cuando hayan percibido la fragancia de sus perfumes, a saber: cuando hayan conocido la razón de su venida, las causas de la redención y de la pasión y el amor que movió al inmortal a llegar hasta la muerte de cruz por salvar a todos (Flp 2,8) estimuladas por todo esto como por el olor de un perfume inefable y divino, las doncellas, esto es, las almas llenas de fuerza y de vivo entusiasmo, corren en pos de Él y al olor de su fragancia» (In Cant. Comm. 1, 3-4; cf. también Prefacio; conclusiones de 1, 3-4 y 1, 11-12).
De esta forma la Iglesia, el pueblo del Éxodo, permanece como pueblo de la ciencia de la cruz, el pueblo que se ofrece en el tabernáculo como lienzo de lino doblado, consumido en la abstinencia, en las vigilias, en la fatiga de las meditaciones (cf. In. Ex. Hom. X111,5), que entona el cántico de la libertad con el timbal entre las manos, esto es, con la insignia de la cruz: «Dirás estas palabras mejor y más dignamente si tienes un pandero en tu mano, esto es, si crucificas tu carne con sus vicios y concupiscencias (cf. Ga 5,24) y si mortificas tus miembros terrenos (cf. Col. 3,5)» (In Ex. Hom. Vl,l).
Esta condición de la Iglesia está entre las dos glorificaciones de Cristo: la gloria de la cruz y la magnifica gloria del último retorno: «Padre, llega la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique (Jn 17,1). Por tanto para El, la pasión de la cruz era también una gloria;... cuando resplandezca... y después de la primera llegada en humildad, nos muestre su segunda llegada en gloria, entonces no sólo se cubrirá de gloria el Señor, sino que se cubrirá gloriosamente de gloria (cf. Ex 15,1)» (In Ex. Hom. Vl,l).
4. La concepción del Verbo
La lucha espiritual es toda ella reconducible a un nacimiento, al misterio de la encarnación del Verbo en el alma: hoy, cada día (cf. Contra Celsum, IV, 6: el «continuo advenimiento del Verbo»); es preciso que, en cada alma, Cristo sea incesantemente concebido y formado, porque otras tantas veces se renovará la gran alegría que los ángeles anunciaron un día.
Cuando Orígenes dice que expone la Palabra de Dios para la edificación del que escucha (cf. In Ex. Hom. 1,1: «edificación de los oyentes»), se atribuye una función magisterial, que, al mismo tiempo, es mayéutica: no quiere acariciar el oído de los santos con alocuciones pías, sino ayudarlos en la generación del Verbo, con una operación que, ante Dios y ante los hombres, hace preciosos los nombres de las dos comadronas que salvaron de la muerte a los pequeños hebreos (cf. In Ex. Hom. 11,2). «Estas dos comadronas pueden ser figura de ambos Testamentos, y Séfora, que se traduce por ''gorrión'', puede corresponder a la Ley que es espiritual (cf. Rm 7,14), mientras que Pua, "que se ruboriza" o es "vergonzosa", puede designar los Evangelios, que se "ruborizan" por la sangre de Cristo y resplandecen en el mundo entero por la sangre de su pasión».
Después, la obra de la Iglesia se identifica con este «hacer vivir al (niño) varón», que está en nosotros, en el cuidar y fortalecer a este «hombre interior» (cf. In Ex. Hom. 11,2) y después en conducir al alma a descubrir su pequeñez y, al mismo tiempo, la grandeza del Verbo que está llamada a dar a luz. Moisés, que es un gran conocedor de la ciencia de los egipcios, es mudo en lo que respecta a la Sabiduría divina, y «se proclamó mudo cuando comenzó a conocer esta verdadera Palabra que estaba en el principio junto a Dios (cf. Jn 1,1)» (In Ex. Hom. lll,l).
El Verbo viene a nosotros del cielo, es el maná que nunca acaba de nuestro domingo eterno (cf. In Ex. Hom VIl, 5), y en nuestra boca entra el alimento salido de la boca del mismo Dios; y toda nuestra vida es este sexto día: «En este día, por tanto, debemos guardar como reserva tanto que baste también para el día futuro» (In Ex. Hom. VII, 5). El Verbo se ha hecho carne por nosotros en la tarde del mundo y «esta carne del Verbo de Dios no es comida ni por la mañana, ni al mediodía, sino por la tarde» (In Ex. Hom. VII, 8), y sin embargo, ¡nosotros nos encontramos saciados de pan por la mañana! «Porque Él ha encendido para el mundo la nueva luz del conocimiento, porque, de alguna manera, por la mañana Él ha creado su propio día, como Sol de justicia (cf. M14,2) ha producido su propia mañana, y, en esta mañana, se saciarán de pan los que cumplen sus mandamientos» (ibid 8).
En la medida en que este Pan sacia, capacita a los creyentes su asimilación y su conformación con Él, les hace posible concebirlo y engendrarlo: «No sólo en María, a la sombra de El, se ha iniciado su nacimiento, sino también en ti, si eres digno, nace el Verbo de Dios» (In Cant. Hom. 2,ó). Dios habló una vez y su Palabra permanece constante y no cesa de alcanzarnos y de hacerse «generar» por cuantos la acogen: Si hubiese algunos más capaces de acoger al Verbo de Dios... en ellos exulta y salta el Verbo de Dios de la manera más digna, que ha venido a ser en ellos, por la abundancia de doctrina, fuente de agua viva, que salta hasta la vida eterna» (In Cant. 2,8).
Un gran origenista del Medievo, se expresará inequívocamente de esta manera: «Tamar se defendió: Del hombre a quien esto pertenece estoy encinta, ...Examina, por favor, de quién es este sello, este cordón y este bastón (Gn 38,25) ...Escucha a mi alma que dice: Del hombre a quien esto pertenece estoy encinta. En realidad reflexiono sobre cualquier cosa que me haya sucedido sensiblemente, para poder así decir sin vacilación que esta dádiva o don viene de lo alto, y desciende del Padre de las luces». (cf. St 1,17) (Ruperto di Deutz, Super quaedam capitula Regulae S. Benedicti, 1. PL 170, 498 B). Una Homilía completa, la X, comenta el pasaje de /Ex/21/22, que trata de la pena que se debe infligir a quien haya golpeado a una mujer encinta.
«La mujer encinta es el alma que acaba de concebir la Palabra de Dios....Así, cuando los hombres discuten y en su discusión ofrecen motivo de escándalo—lo que suele ocurrir en las discusiones de palabras—este alma, que ahora es llamada "mujer" a causa de su debilidad, es golpeada y escandalizada, de modo que pierde y rechaza la palabra de la fe, que ella había débilmente concebido» X, 3. La Palabra es verdaderamente alimentadas calentada en el seno, y las disputas la matan, porque la expulsan del alma. Que no nos sorprenda, comenta Orígenes, que la Palabra se diga que está ya formada en algunos y no lo está todavía en otros: «Escucha al Apóstol, cuando dice: Hasta que Cristo esté formado en vosotros (/Ga/04/19); Cristo es la Palabra de Dios. Con ello muestra que, en el momento en que escribía, todavía no estaba formada en ellos la Palabra de Dios» (X,3).
Esta Homilía X está considerada como un ejemplo de sutileza, y no es del mejor Origenes; nos parece, sin embargo, que contiene algunas indicaciones de gran delicadeza espiritual: La Iglesia es el lugar donde las almas deben encontrar pacificación y luz al acoger la Palabra y al llevarla en el corazón para dar a luz el fruto vivo. Se plantean las disputas, las disquisiciones que hieren el alma y hacen abortar de ella el fruto divino del Verbo: Pero si ya estuviese formado el niño, entonces pagará vida por vida (Ex 21,23). El niño formado puede ser la Palabra de Dios en el corazón del alma que ha alcanzado la gracia del bautismo, o que concibe, con más evidencia y más claramente la palabra de la fe. Si esta alma, golpeada por una excesiva discusión de los doctores, arrojase la palabra, y se encontrase entre aquellas de las que decía el Apóstol: Ya algunas se han vuelto atrás, detrás de Satanás (I Tm 5,15), entonces pagará vida por vida (cf. Ex 21,23)» (X, 4).
PD/CONCEBIR-A-J: La fórmula más hermosa, con la que Orígenes explica la concepción del Verbo en el alma, se encuentra en la Homilia XIII sobre el Éxodo: Concebir en el corazón la Escritura. «No podrás ofrecer a Dios algo de tu pensamiento, o de tu palabra, a no ser que antes hayas concebido en tu corazón la Escritura; a no ser que hayas estado atento y hayas escuchado con diligencia, no puede tu oro ser probado, ni tampoco tu plata; se exige que sean probados...Por tanto, si has concebido en tu corazón la Escritura, tu oro, es decir, tu pensamiento, será probado, y tu plata, que es tu palabra, será probada» (XIII, 2). El alma cristiana vive el misterio de María en quien es única la concepción: del Logos que se hace carne, y de las palabras que ella guardaba en su corazón, porque el Verbo es único: «Dios reunió en el útero de la Virgen toda la universalidad de la Escritura, todo su Verbo» (Ruperto di Dentó, In Is. 31, PL 167, 1362 B).
Verbo abreviado en el niño de Belén, Verbo abreviado en la Escritura diseminada a lo largo de los siglos, que se recoge en Él: la encarnación del Verbo es la apertura del libro, cuya multiplicidad exterior permite divisar ya la única médula de la cual se nutren los fieles. La Palabra se ha vuelto comestible y la Escritura se une en las manos de Jesús, como el pan eucarístico. Este tema, recogido por la exégesis medieval, está muy presente en las Homilías que estamos considerando: «Nadie puede oír la Palabra de Dios, si no es antes santificado...En efecto, poco después ha de entrar a la cena nupcial, ha de comer la carne del Cordero, ha de beber la copa de la salvación» (In Ex. Hom. Xl,7).
PD/CUIDAR-MIGAJAS: «Cuando recibís el Cuerpo del Señor, lo conserváis con toda cautela y veneración, para que no caiga la mínima parte de él, para que no se pierda nada del Don consagrado... Pues, si tenemos tanta cautela para conservar su Cuerpo, y la tenemos con razón, ¿por qué creéis que despreciar la Palabra de Dios es menor sacrilegio que despreciar su Cuerpo? (In Ex. Hom. X111,3). Pan de vida, vid verdadera: Cristo y, en Él, por divina condescendencia, los suyos: «El Logos nos separa de las cosas humanas, nos llena de divino entusiasmo y de una embriaguez, no irracional, sino divina... es, con todo derecho, la vid verdadera; y es verdadera precisamente porque sus racimos contienen la verdad y sus sarmientos contienen a sus discípulos quienes, a imitación de ella, dan origen a su vez a la verdad» (Oríg., In Joann. Comm. 1,30).
5. Actualidad de las Homilías sobre el Éxodo
Los contemporáneos de Origenes que supieron aceptar su genio sin envidias ni prevenciones, captaron todo el valor de las Homilías como enseñanza viva y ayuda concreta para la vida cristiana. Cuando, en el año 215, una insurrección consiguió que Alejandría se alzase contra Caracalla, Orígenes «marchó a Palestina y permaneció en Cesarea. Allí, los obispos del país le pidieron que diese conferencias y explicase las Escrituras divinas a la asamblea de la Iglesia, aunque todavía no había recibido la ordenación sacerdotal» (Eusebio, Hist. Eccl. VI,XIX, 16). Cuando Demetrio de Alejandría protestó contra todo esto, los obispos de Cesarea le contestaron: «Allí donde haya hombres capaces de prestar servicio a los hermanos, ellos serán invitados por los santos obispos a dirigirse al pueblo» (ibíd, XIX, 18). Eusebio continúa informándonos: «En aquellos tiempos brillaba Firmiliano, obispo de Cesarea de Capadocia, y tenía tal afecto por Origenes que le llamó a su país para utilidad de la Iglesia; después, marchó junto a el a Judea y pasó algún tiempo con él para perfeccionarse en las cosas divinas. Además, el pastor de la Iglesia de Jerusalén, Alejandro, y Teoctisto de Cesarea se juntaron a él como al maestro único, y le permitieron ocuparse de todo lo concerniente a la interpretación de las divinas Escrituras y del resto de las enseñanzas eclesiásticas» (Hist. Eccl. VI, XX VB). Hacia el final de las páginas dedicadas a Orígenes, Eusebio recuerda todavía que el maestro, probado por la persecución y por las torturas, próximo ya a su muerte «dejó palabras llenas de utilidad para quienes tuviesen necesidad de ser reconfortados» (Hist. Eccl. XXXIX, 5). Estas palabras de Eusebio exponen una constante: la posibilidad y la gracia concedida a Orígenes de servir a los hermanos, de ser útil a la Iglesia, de confortar; su pasión por la Palabra de Dios le llevó a un deseo ardiente de que las Escrituras fuesen comunicadas a las almas, introduciéndolas en comunión sacramental con la presencia de Dios en el mundo. Todo cuanto él reconoce de don en sí, gratuitamente recibido del Dador de los dones, todo ello lo desea dar: si hay uno que está más adelantado, lo es sólo para combatir en función de los miembros más débiles del cuerpo místico; si uno es más sabio, es decir, si ha estado más iluminado por la sabiduría de Cristo, lo es sólo para transmitir esta luz al hermano menos adelantado.
Origenes tiene una alta conciencia de los deberes que le imponen sus funciones: «Considero necesario que el que está dispuesto a hacerlo con sinceridad de intenciones se alce en defensa de la doctrina de la Iglesia, para confundir a esos manipuladores de lo que falsamente es llamado gnosis, para contraponer a las fantasías de los herejes la sublimidad de la predicación evangélica» (In Joann. Comm. V,8).
VERDAD/TRADICION: A los fieles de Cesarea—que son los que consideramos teniendo presentes las Homilías sobre el Éxodo—Origenes les abrió la riqueza de su inteligencia, la plenitud de su fe, su venerada aceptación de la tradición: «se debe considerar verdad solamente aquella que en ningún punto se aparte de la tradición eclesiástica y apostólica» (De Principiis, Introducción, 2), su amor ardiente para que las almas se salven. Este amor es una fuerza tal que le arrastra casi a lo íntimo del corazón de los oyentes, y es también la fuerza que se dirige hacia nosotros, los lectores que nos beneficiamos de aquellas lejanas palabras: «Os suplico. . . que no os volváis atrás. Que ninguno de vosotros ceda al temor o al miedo. Seguid a Jesús, que camina delante de vosotros. Él os atrae hacia la salvación, os congrega en la Iglesia que hoy es ciertamente terrenal; mas, si lleváis frutos dignos, os reunirá en la Iglesia de los primogénitos inscritos en los cielos (Hb 12,23)» (Orig. In Lc. Hom. V11, 8).
¡Qué ansia apostólica! ¡Qué deseo salvffico en las predicaciones origenistas! «Suplicamos a la misericordia de Dios...hacer recaer sobre nuestras almas el diluvio de su agua y cancelar en nosotros lo que Él sabe que debe ser cancelado, y vivificar lo que considere que debe ser vivificado» (In Gen. Hom. 11,6).
ORA/LUGAR-J: Origenes sigue a sus hermanos hasta el lugar de la oración: «cuando se reza bien, cualquier lugar es adecuado...Para que se pueda hacer la propia oración con más tranquilidad y sin distracciones, cada uno puede escoger un sitio especial y predispuesto en su habitación privada, si es, por así decirlo, un lugar más santo, y allí rezar» (De orat. XXXI, 4). Y les dice también a sus hermanos que busquen la oración en Jesús, el Lugar por excelencia. Notemos con qué maravillosa ternura se expresa: «Mi Jesús no puede encontrarse en la multitud. Aprende dónde le encuentran los que le buscan..., le encontraron en el templo (/Lc/02/46)... Búscalo en la Iglesia, búscalo cerca de los maestros que están en el templo y no salen... Y, además, si alguno se dice maestro y no posee a Jesús, de maestro sólo tiene el nombre... También ahora Jesús está presente, nos interroga y nos escucha» (In Lc. Hom. XVIII, 2-3).
J/HABLAR-DE-EL: ¿Cómo no volver a escuchar en estas palabras el eco apasionado de la afirmación de Ignacio de Antioquía?: «Haceos sordos cuando alguien os habla, a no ser de Jesucristo» (Ignacio, Trall. 9,1); «Pero si ninguno os habla de Jesucristo, éstos son para mi lápidas y sepulcros de muertos sobre los que sólo hay escritos nombres de hombres» (Ignacio, Philad. 6,1).
Origenes sabe que los maestros, los didaskali, son elegidos por Dios e investidos de un carisma; que no hay allí orgullo, ni privilegio; lo esencial es que todos conozcamos a Dios, que todos alcancemos su luz: «no todos los que ven están iluminados por Cristo de igual manera, sino que cada uno lo está en la medida en que es capaz de recibir la fuerza de la luz>> (In Gen. Hom. I, 7); pero hay una dimensión que nos lleva a la luz más plena, que es la cruz: «Si nos quedamos siempre con Él, en todas sus tribulaciones, entonces, en secreto, El nos explica y nos clarifica las cosas que dijo a las multitudes y nos ilumina mucho más claramente» (ibíd.).
Cada vez más, las Homilías de Origenes son el indicador de una progresiva simplificación del Espíritu: al vivir junto a las almas y viviendo por las almas, él deja caer aquello que inicialmente pudiera suponer un arrebato intelectual de su genio filosófico, aunque sea agudo e importante; cada vez más, reza y nos enseña a rezar. Si bien es cierto que pocos como él conocen las heridas de la Iglesia y las laceraciones de sus pecados, y es cierto que pocos como él han sabido profundizar en las debilidades de la Esposa, también es cierto que él conoce hasta el fondo las admirables ascensiones operadas en el corazón de los fieles, por intervención del Esposo: y esto es lo que él solicita, yendo derecho, como sacerdote que intercede al corazón de Dios.
A este propósito, recordamos las palabras de viva actualidad en el momento en que Orígenes las pronunció, pero, ¿quién se atrevería a no sentirlas nuestras, de hoy? Cuando el Maestro iniciaba sus Homilías sobre los Jueces, se temía una reanudación de la persecución de Maximino (estamos en el 235 d.C.); de esta forma, la exposición del libro de los Jueces, con el relato de las luchas de Israel, asume una realidad palpitante para quien lo escucha.
«Suplicamos al Señor—dice Origenes a sus hermanos—, confesándole nuestra debilidad, que no nos entregue en manos de Madián, que no entregue a las fieras las almas de quienes lo confiesan, que no nos entregue en manos de los poderosos, que dicen: ¿Cuándo llegará el momento en que nos sea dado poder sobre los cristianos, cuándo nos serán entregados los que dicen que poseen y conocen a Dios? Pero, si somos entregados y se adueñan de nosotros, pedimos recibir de Dios la tuerza necesaria para poder soportarlo, para que nuestra fe sea más luminosa en las angustias y en las tribulaciones y, mediante nuestra paciencia, pueda ser vencida su arrogancia y, como dijo el Señor, salvamos nuestras almas con nuestra paciencia (cf. /Lc/21/19), porque la tribulación engendra paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza (Rm/05/03-04)» (Origenes, In Judit. Hom. V11, 2).
Este hombre que anuncia el éxodo como la realidad permanente del primer y segundo Israel, la Iglesia, no es un desencarnado, no es un asocial; bastaría tener entre manos ciertos bellísimos textos del Contra Celsum, en los que se analiza con admirable lucidez las relaciones entre el Estado y la Iglesia, y donde se reconoce al Estado, incluso siendo perseguidor, una ordenación divina. Él sabe que, en la medida en que el cristiano diga sí al Estado, queda anclado al cielo y, en la medida en que tenga que decir no, no rehúsa el orden social, porque todo ello viene de las manos del Padre: «Los cristianos hacen más bien a su patria que el resto de la humanidad al educar a los ciudadanos, al enseñarles la piedad hacia Dios que custodia a la ciudad, al elevar a una ciudad divina y celestial a quienes han vivido bien en las ciudades más pequeñas. A éstos, se les podría decir: Tú has sido fiel en una ciudad pequeñísima; pues bien, ¡entra ahora en la grande! (Contra Celsum, Vlll, 74).
La actualidad de las Homilías sobre el Éxodo estriba en su ayuda para volver a descubrir nuestro camino cristiano como itinerario, status viae, como se decía en el Medievo, al repetirnos que «es mucho mejor morir en este camino, si fuera necesario, que, por permanecer entre los egipcios, ser entregado a la muerte y ser engullido por saladas y amargas olas» (In Ex. Hom. V, 4); al volver al misterio de nuestro sacerdocio bautismal: «el santuario que todos hacemos es quizá la Iglesia» (In Ex. Hom. IX, 3); al repetirnos incesantemente que el hombre está llamado a hacerse a Dios y que sus actos tienen un sentido en la medida en que se pliegan a celebrar el misterio de esta divinización: «en el alma puede ejercer el pontificado la parte más preciosa de todas, que algunos llaman la parte principal del corazón, otros el sentido espiritual o la sustancia intelectual, o de cualquier otro modo que se pueda nombrar entre nosotros esta parte que nos hace capaces de Dios» (In Ex. Hom. IX, 4).
El éxodo es el retorno al Padre, sobre la base de esta esperanza: ¿No está escrito en vuestra Ley: Yo he dicho: dioses sois?...Y no puede fallar la Escritura (Jn 10,34-35; cf. Sal 82[81],6).