Providencia. Teología
La p. divina -análogamente a lo que sucede con la existencia de Dios- es una
verdad conocible naturalmente por la razón (v. II), aunque dada la condición del
hombre y las limitaciones de su entendimiento es difícil que, sin ayuda de la
Revelación (v.), consiga conocerla con certeza y sin mezcla de errores. La
Revelación divina aporta en este caso la seguridad de la fe, corrige posibles
desorientaciones, y amplía el horizonte dándonos a conocer la p. divina como
designio salvífico sobrenatural y revelándonos el camino por el que el hombre es
conducido a la bienaventuranza celeste.
El estudio teológico considera a la p. divina desde esa amplia perspectiva. Es
decir, la estudia no sólo de acuerdo con lo que sobre ella pueda decirnos la
razón natural (v. I-II), sino según todo lo que de hecho nos dice la fe. La p.
divina está relacionada con toda la historia de la salvación (v.), de la que
constituye el fundamento. Tiene por eso un matiz soteriológico, cuyo centro y
cima es Cristo. Cabe señalar al respecto una diferencia de acento entre la
teología de las épocas que nos ha precedido -y especialmente la manualística- y
la actual. En la primera, aun reconociendo las perspectivas soteriológicas
señaladas, se estudiaba la p. sobre todo como atributo divino, como plan y acto
de Dios -subsecuente al acto creador- fruto armonioso de su inteligencia y
voluntad; no se desarrollaban, sin embargo, las perspectivas histórico-salvíficas.
En la actualidad se tiende en cambio a subrayar este segundo aspecto, lo que
metodológicamente trae consigo que mientras la teología precedente consideraba
el tema de la p. en el tratado de Dios uno, la actual tiende a integrarlo en el
tratado sobre Dios creador. Esta nueva orientación aún no ha dado lugar a una
elaboración estructurada y desarrollada, ni ha sufrido la prueba de la historia.
En cualquier caso, hay que evitar caer en la posición, adoptada por algunos, de
suprimirpor entero la consideración especulativa de la p. como acto divino, con
el consiguiente riesgo de superficialidad de pensamiento, carencia de una
perspectiva unitaria, etc.
Estudiaremos el tema primero en la S. E., después en la Tradición viva de la
Iglesia y en el Magisterio, para concluir con una visión de síntesis.
1. La providencia divina en las Sagradas Escrituras.
No hay en la Biblia un vocablo específico para designar la realidad de la p.,
sino que se la describe con expresiones diversas: cuidado paternal de Dios,
planes de Dios, designio de salvación, conservación, amor, alianza, elección,
etc. El Libro de la Sabiduría utiliza dos veces el griego provoia (14,3; 17,2),
derivado de provoéo: tener cuidado de una cosa. Dos veces también aparece en el
N. T.: Act 24,2; Rom 13,14, con la misma significación general de cuidado de
algo.
El tema de la p. presenta matices distintos en el A. y en el N. T. En el A. T.
prevalece la idea de p. cósmica y la de p. particular, que tiene como objeto -en
una orientación salvífica- al pueblo de Israel. En el N. T. se dilatan las
perspectivas. Gracias a la revelación de Jesús en la plenitud de los tiempos y
al conocimiento de su misión de Salvador universal, realizador del designio
amoroso de Dios, aparece con mayor relieve el aspecto de Dios Padre de los
elegidos, que quiere la salvación de todos los hombres y que provee a todos de
los medios para su consecución. El plan salvífico de la p. se universaliza tanto
como la Redención (v.) de Jesús, sin límites de espacio ni tiempo.
a) Antiguo Testamento. El pueblo de Israel (v.) experimentó vivencialmente la p.
divina. Dios mismo le dio a conocer que era la comunidad elegida por Él. Y el
pueblo tuvo conciencia del cuidado amoroso de Dios para con él. Por eso se
consideró como el predilecto de Yahwéh, porción y propiedad suya, dando origen a
muchas expresiones que reflejan, por una parte, la actitud de Dios para con su
pueblo, y, de otra, la conducta del pueblo para con su Dios.
Según G. Gloege, a quien sigue Muschalek (La providencia, en Mysterium salutis,
II, 1, Madrid 1969, 584 ss.), la idea de p. emerge en el pueblo de Israel de la
idea de creación, como creación continuada y permanente. Para Kóhler, a quien
sigue M. García Cordero (Teología de la Biblia. Antiguo Testamento, Madrid 1970,
361) es anterior a la percepción clara de todas las consecuencias de la verdad
de la creación (v.) y emerge como una experiencia de las situaciones concretas,
vividas por el pueblo elegido, en las que Dios actuó y se manifestó como su
salvador. Este problema tiene interés, porque puede determinar la dimensión
salvífica de la p., desde el punto de vista bíblico. En cualquier caso la p.
divina aparece afirmada en A. T. en todas sus diversas formas: p. general y
particular, y dentro de ésta la p. especial, con relación a los predilectos de
Yahwéh.
a. Providencia general. En múltiples ocasiones aparece en el A. T. la afirmación
según la cual Dios conoce y dispone todas las cosas. Con la fuerza
característica del lenguaje hebreo, que razona por hechos y a base de hechos más
que de principios abstractos, la Biblia expresa esta verdad con firmeza tal que
a veces es difícil distinguir entre la acción de la creatura y la de Dios. A
Dios se le atribuye, como a primera causa, cuanto de bueno hay o se realiza en
la creación. Dios determina el ser y el dinamismo de la naturaleza. Como
creador, ejerce un continuo dominio -creación continuada- sobre los seres. Él
estableció las leyes que rigen la creación (Ier 5,22-4; lob 38,4-41). De Él
dependen la lluvia y el rocío del cielo, que han de fecundar los campos (Gen
27-28; Ps 65,10-14; lob 38,25-30; ler 5,24); Él viste la tierra de hermosura, o
le niega la fertilidad. Así el Salmista da gracias al Dios providente, que cuida
de los campos, los valles y los sembrados (Ps 56,7-14). El señorío de Dios sobre
la creación es p. amorosa para con el hombre y que abarca sus caminos y su
destino (Ps 16,5.8; 37,23 ss.; 65,6-14; 66,10-12; 73,23 ss.; 92; 103; 139,6.24;
145,10-12).
Dos capítulos del libro de Job (38 y 39) nos ofrecen una descripción precisa,
bella y penetrante de la p. divina. Job tiene conciencia de que incluso el mal y
el dolor caen bajo la ordenación providente de Dios (5,1819). Parecida actitud
encontramos en jeremías, ante la desolación en que está sumida la ciudad santa (Lam
3,1-18; 26-39). La misma enseñanza en Isaías, Ezequiel y Daniel, para quienes el
acontecer de la historia, aun contando con las destrucciones y claudicaciones
del pueblo, se desarrolla dentro del plan providencialista de Dios. En las
profecías de Isaías se recalca con especial rigor que Dios conduce la historia
al fin que Él mismo ha señalado. Dios conoce desde el principio las cosas y su
acontecer. Él ha establecido sus planes, que no fallarán (Is 46,9-11). Daniel es
más explícito aún: afirma que los mismos poderes que pretenden oponerse a Dios
están sirviendo a su plan providente y a sus fines ocultos (38,18, ss.), para
que todos reconozcan que Él es el Señor; y alaba a Dios, como, dueño y señor de
la historia, consciente de haber recibido una revelación de lo alto (2,20-22).
Ya el Deuteronomio había interpretado la historia en un sentido
providencialista, particularmente la liberación del pueblo escogido de la
esclavitud de Egipto (Dt 4, 19-20). Algunos acontecimientos importantes de la
historia bíblica (Ps 46) son reconocidos como manifestaciones providencialistas
de Dios: el sacrificio de Abraham (Gem 22), la estancia de José en Egipto (Gen
47; 39-50), la elección de Moisés, la vida de Judit, Esther, cte., e incluso el
reinado de Ciro (ls 45). Los cantos al Dios providente, jalonan constantemente
la historia bíblica.
b. Providencia particular. Al hablar de la visión providencialista de la
historia hemos hecho referencia ya al cuidado, solicitud y amor de Dios para con
su pueblo. Su historia está marcada con un sello de p. especialísima, que en
términos generales, se traduce por elección (v.) y alianza (v.), con todas sus
consecuencias. Dios cuidó de su pueblo, sacándolo de Egipto, para asentarlo en
la tierra de promisión (Ex 3,7-10; los 24; Ps 78; 105; Neh 9; Jdt 5). Él es el
guía y el pastor, quien conduce a su pueblo (Gen 49,24; Ex 15,13; Dt 4,27; Os
4,16; Is 40,11; Ier 31,10; Mich 2,12; Ps 48,14 77,21). Los Patriarcas primitivos
y los caudillos del pueblo (Noé, Abraham, Isaac, Jacob, José, Moisés, David),
así como los profetas, aparecen en el A. T. como una demostración histórica del
cuidado providente de Dios para con los suyos.
Esta p., sin embargo, no se limita al pueblo de Israel. Es universal. Se
extiende a todos los hombres y a todos los acontecimientos, a todos los caminos
y los designios del corazón humano, para hacer efectiva la salvación (Gen 20,26;
Ex 2; Jdt 9,5 ss.). Nada puede sustraerse ni a su conocimiento, ni a su imperio,
o influjo. Por eso nadie puede decir con razón: «Me esconderé del Señor; allá en
las alturas, ¿quién se acordará de mí? Entre tantos pasaré inadvertido: ¿qué soy
yo en medio de todos?», ya que todo está patente ante el Señor (Eceli 16,17). No
obstante, la p. de Dios sobre el pueblo deIsrael tiene un matiz de especial
intimidad. Más que un cuidado externo, fue una solicitud paternal, que le
infundió confianza y seguridad. Los relatos de la liberación del pueblo de
Egipto están impregnados de estos sentimientos. Dios mismo manifestó a su pueblo
esa solicitud paternal: «Vosotros habéis visto cómo os he llevado sobre alas de
águila y os he traído aquí» (Ex 19,4). El Salmista, haciéndose eco de los
sentimientos de todo el pueblo, rubrica su fe y su confianza en esa solicitud
providente de Dios, que es perenne y perpetua como Él (Ps 23,1-4).
También los sucesos que podrían parecerle al hombre fortuito y ocasionales: la
inclinación del corazón, o de la voluntad humana están regidos por la
providencia. «Métense las suertes en el regazo, pero de Yahwéh depende toda
decisión» (Prv 16,33; cfr Ex 28,30; Lev 8,8; 1 Sam 10,19-21; los 7,13-18). «El
corazón del hombre traza su camino; pero, es Yahwéh quien dirige sus pasos» (Prv
16,9). «Arroyo de agua, dice otro texto, es el corazón del rey en mano de Yahwéh,
y Él dirige a donde le place» (Prv 21,1; cfr. 16,1; 19,21; 20,24).
En el contexto de la Revelación veterotestamentaria también el mal, los
fracasos, las infidelidades de los hombres caen bajo la órbita de la p. divina,
como castigo o como prueba ordenada a la purificación. Es Dios quien fija el
tiempo de cada acontecimiento (Is 60,22); de la desgracia (Am 5,13; Mich 2,3; Is
32,2; Ez 35,5), de la venganza (Ier 51,6), del castigo y juicio de las naciones
(Ex 30,3; Is 13,6). No hay mal que Dios no disponga o permita (Am 3,6; Is 45,7),
o como castigo del pecado, o como prueba para los escogidos, o como expiación de
faltas ajenas, o como prenda de felicidad futura (cfr. Dt 8,2; lob 1-2; Sap
3,1-3.6; 5,15-16; Is 53,4-10; Ps 16,11; 49,16; Dan 12,2-3; 2 Mach 7,9.11.14.23),
manifestando así el sentido escatológico de la p. divina.
b) Nuevo Testamento. En la literatura neotestamentaria encontramos todos los
matices de la p. de Dios aparecidos ya en la vida del pueblo de Israel, pero se
acentúan algunos aspectos: orientación de la p. hacia la salvación universal en
Jesucristo su sentido escatológico en cuanto que se encamina al establecimiento
del Reino de Dios (v.), es decir, hacia una consumación final; el aspecto
paternal de Dios, que lleva adelante sus planes de salvación, enviando a su
propio Hijo al mundo, y entregándole a la muerte. La doctrina sobre la p.
general de Dios en su proyección universal, es fundamento de la confianza y
seguridad del cristiano; a su vez, la fe en una p. particular y especial
garantiza la creencia en una elección (v.) y predestinación (v.) a la gloria en
Cristo.
a. Providencia general. El texto principal lo encontramos en el Evangelio de S.
Mateo, al recoger las palabras del Sermón de Jesús en la montaña. En la segunda
parte de ese discurso, el Maestro da una serie de consejos a sus discípulos,
para que no estén excesivamente preocupados por las cosas terrenas o del día de
mañana, ya que Dios tiene cuidado de ellos, más que de las flores, de los lirios
del campo y de las aves del cielo (Mt 6,19 ss.; 7,12 ss.; cfr. Mt 10,24-33; Le
12,2-9).
S. Pablo pone de relieve la p. universal en el discurso de Listria, haciendo una
interpretación providencialista de la historia, siguiendo la línea de todo el A.
T. Las mismas persecuciones, caídas, errores y abusos de los gentiles no están
al margen de la sabiduría y de la voluntad divinas, antes bien dan positivamente
testimonio de Dios y de su voluntad salvífica (Act 14,6-17). La misma idea
desarrolla en el discurso a los atenienses (Act 17,26-28), enlazando la p. con
la creación.
Los escritos neotestamentarios ponen de relieve que toda la historia miraba a
Jesucristo. Dios aseguró esta finalidad, aun a pesar de las deficiencias de los
hombres y de su voluntad adversa. Significativas son las palabras de Caifás, al
condenar a Jesús: «conviene que muera un hombre por todo el pueblo». El espíritu
que puso en su boca esas palabras, las dio un sentido del todo diferente,
utilizándolo como instrumento en orden a la salvación, en uno de sus momentos
más importantes (cfr. lo 11, 49-52). A Jesús se ordenan la creación y los planes
eternos de Dios (Eph 3,9); toda la historia precedente, que ha estado gobernada
por Dios Padre con vistas a los tiempos mesiánicos (Act 17,22-31; 14,15-17).
b. Providencia particular. Las palabras del Sermón de Jesús en la montaña
manifiestan también la existencia de una p. particular de Dios con relación a
todos y cada uno de los hombres. Esta p. está puesta de relieve en aquellos
pasajes que hablan de Dios que hace salir el sol sobre buenos y malos, y caer la
lluvia sobre justos y pecadores (Mt 5,45; cfr. Lc 6,35), y en aquellos otros en
los que se dice que ahí estriba uno de los fundamentos de la confianza y alegría
propias de los hijos de Dios (Mt 6,25-34; lo, 28-31).
La existencia del pecado (v.) y el hecho de la condenación eterna de los
réprobos no proceden de un acto positivo de la voluntad divina ya que Dios no
quiere la condenación del pecador, sino su conversión (v. PREDESTINACIÓN), pero
tampoco se sustraen a su p., pues «Él quiere que todos los hombres se salven y
lleguen al pleno conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4; cfr. 2 Pet 3,9). Por
eso, S. Pablo, establece esta conclusión, universalmente providencialista: «para
los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan al bien», porque todas las cosas
están ordenadas, rígidas y gobernadas por quien eligió y predestinó a los justos
(Rom 8,28-29).
La visión providencialista del N. T., que considera a Cristo como centro de
convergencia de los planes de Dios, culmina en la revelación de su voluntad
salvífica universal, que comprende a judíos y a gentiles: «gran misterio y
sacramento», escondido a las antiguas generaciones y revelado por Dios en la
plenitud de los tiempos. Los hombres no habían conocido los designios divinos;
nadie ha sido consejero de Dios o copartícipe de sus planes; pero É1 lo ordenó y
proveyó todo sabia y providencialmente; porque todas las cosas proceden de Él y
todas existen por Él y para Él (Rom 11,33-36).
2. La Tradición de la Iglesia. La primitiva teología
cristiana enlaza con la enseñanza del N. T. La tesis de la p. adquiere fuerte
resonancia, como enseñanza positiva y como doctrina apologética, que intenta
desvanecer los errores de la filosofía pagana. Los Padres de la Iglesia y los
primeros escritores cristianos impugnan además, y con conciencia clara de la
importancia del tema de la p., las creencias astrales, las afirmaciones de los
fatalistas y de los materialistas, estoicos y maniqueos. Para la recta
comprensión de su doctrina hay que tener en cuenta no sólo los textos que tratan
directamente de la p. sino también sus enseñanzas acerca de la voluntad divina
que actúa sobre el hombre sin anular su libertad (v.); sus afirmaciones sobre la
presencia divina, a la que nada se escapa; sus doctrinas sobre la voluntad
salvífica universal y sobre la predestinación, derivadas de S. Pablo, cuestiones
todas ellas que dicen íntima relación con el plan providente de Dios.
Los escritores de los primeros siglos contribuyeron además a fijar una
terminología específica al respecto. El Pastor de Hermas (s. II) es quien
primero usó el término pronoia (Vis., 1.3.4). S. Ireneo demuestra contra los
herejes la universalidad de la p., ligada a la creación y a la conservación de
la naturaleza (Adv. Naereses, 2,26; 3,25,1: PG 7.800; 2,968). Para Clemente de
Alejandría la p. es una verdad clara que apenas necesita pruebas ni demostración
(Stromata, 5,1; 6,1). S. Atanasio ve en el Logos divino la fuerza de la p. y de
la conservación (Orado contra gentes, 42: PG 25,84 ss.) S. Gregorio Nacianzeno
incluye la p. entre los dogmas de fe, al igual que la creación y las verdades de
la Cristología (Orat. 40-45; 4,18: PG 35,546). S. Gregorio de Nisa deduce de los
atributos divinos la existencia de una p. universal de dimensión cósmica (Orado
Catechetica, 20: PG 45,56). S. Juan Crisóstomo, en su polémica contra los
anomeos, explica la acción de la p. como una creación continuada (De consubst.,
12,4). S. jerónimo distingue entre la p. especial, cuyo objeto es la creatura
racional, de esa otra p. general, que se extiende a toda la naturaleza (Comm. in
Habac., 1,1,14: PL 25,1286).
La teología patrística aborda también el problema del mal (v.), del pecado (v.)
y del dolor (v.). Los Padres muestran las líneas de armonización entre estos
hechos con la p. amorosa divina, desarrollando el estudio de la voluntad
permisiva de Dios, de la libertad humana y del carácter de prueba que tiene la
vida presente dada la orientación escatológica del hombre y del mundo.
Recordemos, finalmente, que diversos escritores redactaron tratados especiales,
sobre la p. divina. Así Lactancio (v.); S. Gregorio de Nisa (v.); Eusebio de
Cesarea (v.); Teodoreto de Ciro (v.); S. Juan Crisóstomo (v.). La obra De
civitate Dei de S. Agustín está toda ella inspirada a la visión de la historia
en cuanto sometida al régimen de la p. divina que la orienta al servicio de sus
planes de salvación. S. Tomás de Aquino trata de la p. en la Suma teológica, 1
gg22 y 103-119 especialmente.
3. El Magisterio eclesiástico. Hay pocos documentos
del Magisterio eclesiástico que expongan de intento la teología de la p.; el
hecho se explica fácilmente: estando esta verdad implicada en toda la visión
cristiana de la historia de la salvación, se la presupone y alude cada vez que
se trata del designio amoroso divino, aun sin necesidad de hablar explícitamente
de ella. Sólo en época reciente, sobre todo frente al naturalismo (v.), el
Magisterio se ha hecho eco más amplio y directo de esta enseñanza, recogiendo
una doctrina tradicionalmente recibida en la Iglesia.
Hacemos a continuación una breve reseña de los documentos magisteriales. El Con.
de Braga (a. 561) condenó las teorías astrales en unos cánones sobre la creación
(Denz.Sch. 458-59). El Conc. Valentiniano (a. 855), en los cánones sobre la
predestinación, enseña la tesis de la p. divina, en conexión con la presciencia
(Denz. Sch. 629). En dos profesiones de fe, una medieval -la redactada para
Durando de Huesca y sus discípulos- y otra del inicio de la época moderna -la
escrita contra Wiclef-, se incluye el artículo acerca de Dios creador,
gobernador y providente (dispensator) de todas las cosas (Denz.Sch.
790,1156,1177).
La afirmación más solemne y precisa de la fe en la p. divina es la del Conc.
Vaticano I, en el can. I de la Const. Dei Filius (a. 1870), hecha en el contexto
de la creación: «Todo lo que Dios creó -dice- lo protege y dirige con su
providencia, abarcándolo vigorosamente de un extremo a otro, y disponiéndolo con
suavidad (Sap 8,1). Todas las cosas están patentes y desnudas a sus ojos (Heb
4,13), incluso las que han de suceder por las acciones libres de la creatura» (Denz.Sch.
3003).
León XIII reafirmó esta doctrina en la Ene. Libertas praestantissirnum (a.
1888), tratando a la vez del problema planteado por la existencia del mal. En
otra de sus Encíclicas comienza con los términos: Providentissimus Deus (a.
1893). Pío XII en la Ene. Humani Generis (a. 1950) considera la p. como una
verdad que la razón humana puede conocer por sí misma, aunque con dificultad (Denz.Sch.
3875).
El Conc. Vaticano II, recogiendo el legado de la S. E. y de la tradición viva de
la Iglesia, reafirma en diversas ocasiones la fe en la p. divina, tanto
universal, como particular, relacionándola con la salvación. En la Declaración
Nostra aetate (n° 1), en la Const. Dei Verbum (n° 3) y en la Decl. Dignitatis
humanae (n° 3) habla directamente de este atributo del ser divino; en la Const.
Gaudium et spes (no 3), refiriéndose al lugar que ocupa la índole comunitaria de
ser humano dentro de los planes de Dios, dice que Éste tiene paternal cuidado de
todos. El Concilio habla en más de una ocasión de una p. especial de Dios: para
con la Virgen María (Lumen gentium, 61); para con las iglesias apostólicas (ib.
23); para con las vocaciones sacerdotales (Optatam Totius, 2); para con la
reconciliación de todos los cristianos en la única Iglesia de Cristo (Unitates
redintegatio, 24), etc.
4. Síntesis final. a) Noción. En términos generales
la p. es parte de la prudencia, con referencia primaria a los medios conducentes
a la consecución de un fin. Tiene su asiento en el entendimiento (pre-cognición),
pero presupone también el acto de la voluntad; antecede al gobierno sobre las
cosas, que viene a coincidir con el ejercicio de la providencia. P. Es acto de
ordenación; y la p. divina es el acto por el que Dios ordena todas las cosas al
fin al que ha destinado la creación.
Aunque la p. divina puede ser considerada como independiente de las cosas
creadas (designio u ordenación eterna existente en Dios), es claro que en su
concepto adecuado implica y presupone dichas realidades temporales, en cuanto
ordenadas al fin. Existen dos momentos en la p.: la ordenación al fin y la
realización de dicha ordenación, o ejecución de la providencia. Ambos momentos
pertenecen por igual, aunque a distinto nivel, al concepto integral del plan
providente de Dios. Las fuentes de la Revelación suponen e incluyen ambos
momentos; podemos así definir la p. divina, como «el plan que Dios tiene desde
la eternidad para todo el mundo y para los individuos particulares, así como su
ejecución temporal, en orden a la consumación en y por Cristo». El fundamento
originario y la fuerza motriz de este plan, en el que está prevista la caída del
hombre y su reparación, es el amor divino.
Hombre (v.), naturaleza (v.) e historia (v.), actuados dentro del círculo de la
p., son realidades íntimamente implicadas. Toda acción del hombre -presupuesta,
más aún creada y actuada su libertad-, todo acontecimiento, el devenir de la
naturaleza y de la historia, constituyen una realidad conjunta, equivalente al
desarrollo del plan providente de Dios. Esta consideración da sentido a la
historia cósmica y humana y es la clave de interpretación e inteligencia
adecuada de todo el acontecer en su dilatada universalidad. La perspectiva
radical desde la que juzgar de la historia es la de la radicación en el designio
salvífico divino. Todo dice una oculta y misteriosa relación a Cristo, centro de
la salvación, y todo será por Cristo y desde Cristo juzgado (v. PARUSÍA).
Tal es la perspectiva bíblica y cristiana del dogma en la providencia. Ésta no
consiste, pues, en una mirada de Dios, externa y superficial sobre el hombre y
lascosas; ni en una actitud expectativa del devenir de la historia. Por parte de
Dios es más bien una actividad permanente e íntima -secreta y misteriosa- sobre
el hombre y el mundo: un cuidado amoroso, activo y operante, que puede
expresarse con la idea de concurso -a la que ha recurrido frecuentemente la
teología- si bien es algo más amplio, dilatado y envolvente que la sola
cooperación de Dios a las acciones del hombre o al desarrollo del cosmos. Además
del concurso, implica la ordenación originaria que da unidad y estabilidad a
todo el plan salvífico, el mantenimiento en el ser, la colación de la capacidad
de actuar, la gracia (v.) que eleva al hombre y le da la posibilidad de hacer el
bien sobrenatural, etc.
La p., en el orden concreto de que nos encontramos, tiene dimensión cristológica.
Jesucristo (v.) da sentido a toda la historia regida y actuada por la
providencia. Él es, como dice el Conc. Vaticano II, «la clave, el centro y el
fin de toda la historia humana» (Gaudium et spes, 10). Con razón, pues, la
historia de la salvación, que mira a Cristo como a su centro, y que tiene en Él
su fuente de vida, es la realización por antonomasia de la p. divina, a la que
queda supeditado todo lo demás.
La p. tiene también un sentido escatológico. En última instancia, la acción
providente de Dios se ordena a la consumación final del hombre y del cosmos. Más
que al mantenimiento de un equilibrio temporal, mira al establecimiento
definitivo del Reino de Dios y de la comunión (v.) de los santos. Esto quiere
decir, que ni el mundo, mirado en su totalidad, ni el hombre, en su realización
temporal, consiguen aquí su forma definitiva. Los efectos de la p. durante la
historia son, desde este ángulo, provisorios, ya que están ordenados a la
plenitud futura (V. CIELO; ESCATOLOGÍA).
b) Divisiones. En la teología católica se han hecho clásicas las siguientes
divisiones de la p.: natural y sobrenatural, individual y colectiva, especial y
especialísima.
a. P. natural es aquella que se ordena al fin natural de la creatura, cuyo
efecto pertenece, por lo mismo, al orden natural; p. sobrenatural es aquella
cuyo efecto pertenece al orden de la gracia y de la salvación eterna del hombre.
Esta distinción debe ser bien entendida para no dar la impresión de que existen
dos fines igualmente últimos, meramente yuxtapuestos. Dada la elevación del
hombre al orden sobrenatural (v.), reafirmada y perfeccionada por la Encarnación
de Jesucristo, la p. divina, por su finalidad y por la estructura misma de todo
el plan salvífico, es, considerada en su conjunto, de orden sobrenatural.
Sabiamente conjuga las cosas -aun las naturales- para la consecución del fin
supremo: la consumación de todo en y por Cristo. Según la ordenación presente
del mundo, el fin natural del hombre no puede ser separado de su fin
sobrenatural, y toda la creación se ordena a la consecución de ese fin supremo
del hombre (cfr. L. Scheffeczyk, Die Idea der Einheit von Schópfung und Er1bsung
in ihrer theologischen Bedeutung, «Tübingen Theologischer Quartorly» 140, 1960,
19-37). Puede, no obstante, hablarse de una p. natural de Dios, en cuanto que la
p. puede ser conocida por la razón natural y por principios de orden puramente
natural; en cuanto que la elevación no destruye la naturaleza sino que la
respeta; y en cuanto que las fuerzas naturales no son capaces de alcanzar de por
sí el fin sobrenatural, para el cual es necesario la gracia.
b. La p. colectiva tiene por objeto la creación entera, incluyendo todas las
cosas y su acontecer; la individual se refiere a la creatura racional, que
constituye el destino de la misma naturaleza. Esta p. se llama también especial,
y dentro de ella la teología distingue ciertos matices y precisiones. Así se
habla de una p. especialísima, que consiste en el cuidado amoroso que Dios tiene
de los predestinados (v. PREDESTINACIÓN), conduciéndolos por diversos caminos a
la bienaventuranza; más en particular, mira a algunas creaturas, que gozan de
una especial significación en la historia de la salvación: la Virgen María, los
Apóstoles, la Iglesia, etc.
c) Providencia, libertad y mal. La p. como ordenación y realización salvífica,
no anula la libertad, ni «mutila las fuerzas humanas, sino que las despierta»
(M. Schmaus). El hombre, gracias precisamente a la acción universal de Dios que
le da el ser y el obrar, puede realizar cada una de sus acciones bajo el signo
del encuentro y colaboración con El (V. LIBERTAD; GRACIA).
Diversos pensadores ateos (V. ATEÍSMO) se han apoyado en la existencia del mal
en el mundo -físico y moral, pecado y sus consecuencias- como en un dato contra
la p. y la misma existencia de Dios. Maniqueos y fatalistas antiguos buscaron
ahí apoyo para negar la plena autonomía y dominio del primer Ser sobre las
cosas. ¿Compromete el mal la p.? Ya la razón humana nos dice que no, pues, nos
hace entrever que Dios omnipotente puede sacar de los males bienes. La fe, al
darnos a conocer el infinito amor de Dios, nos da la seguridad de que es así, a
la vez que nos revela que Dios se compadece de nuestro dolor y nos da la gracia
que nos permite sacar de él frutos de vida eterna. La Biblia dio solución a este
conflicto y aparente antinomia, situándola en este contexto de fe (Am 3,6; Is
45,7; ler 21,8-9; Eccli 15, 11-20).
Desde el punto de vista racional y desde la cima de la Revelación, la existencia
del mal encuentra su razón de ser en la existencia de la libertad humana: es el
hombre, con su pecado, quien ha introducido el mal en el mundo; Dios permite el
mal uso de la libertad con vistas a obtener mayores bienes; la voluntad de Dios
triunfa sobre el mal estableciendo su Reino presente ya ahora en la gracia y que
brillará en todo su esplendor en la gloria (V. MAL II).
d) Providencia infalible y seguridad humana. La p. divina es universal e
infalible. Una incertidumbre o veleidad destruiría su mismo concepto. Pero,
infalibilidad no es sinónimo de violencia. La p. es suave (disponit omnia
suaviter, Sap 8,1) y condescendiente, en cuanto mueve connaturalmente las
causas, según su propia naturaleza (S. Tomás, Sum. Th., 1 q22 a4).
La fe en la infalibilidad de la p. da una plena seguridad al creyente, tal y
como lo expresan tanto bellos cantos de confianza que se encuentran en la
literatura bíblica y religiosa. Esta seguridad mira más al fin último y
misterioso de la consumación, que a las cosas de este mundo, pues Dios gobierna
la historia, a fin de instaurar definitivamente su Reino.
La seguridad no exime al hombre de realizar su propio esfuerzo, para secundar
los planes de Dios. Consciente de que en todas sus acciones actúa la p., el
hombre debe realizar cada obra como un encuentro con Dios, preludio del
encuentro definitivo en la consumación final. Sólo así podrá lograrse la armonía
y correspondencia entre lo divino y lo humano, lo temporal -el cumplimiento del
plan de Dios- y lo eterno -el designio divino-, lo falible y lo infalible, lo
defectible y lo imperiosamente invariable. Esto es lo que significa p.:
equilibrio y estabilidad, en un devenir incierto -desde el punto de vista
humano- de las cosas.
La p., aunque puede ser un hecho experimentable en su sentido positivo, no lo es
en cuanto a todas sus implicaciones y sus razones últimas. Es válida por lo
mismo la reflexión de Guardini: Hablar de p. no significa que quitemos al mundo
su dureza, al hombre su autonomía, a la historia su dirección. El mundo
permanece siendo lo que es. Significa más bien que el mundo, junto con sus
hechos y fatalidades naturales, sirve a un poder y a un plan que son superiores
a él, los planes de Dios, la mayor parte de las veces misteriosos para nosotros.
La seguridad del creyente es una seguridad en la fe y el amor.
e) Providencia, Redención y Escatología. Un suceso histórico y la realidad que
en él comienza es el centro que da unidad al plan providente de Dios: la
Encarnación (v.) del Verbo. La historia de la humanidad desde la creación y la
promesa de salvación hecha a Adán, y la de Israel pasando por los patriarcas y
los profetas, mira y se orienta hacia Jesucristo. Sólo a su luz cobran brillo
pleno los pasajes del A. T.; y sólo a través de ese prisma podemos establecer
una norma exegéticamente válida, desde el punto de vista teológico; porque
Jesucristo ocupa el centro de la historia en todo el sentido de la palabra:
centro de atracción y de expansión. La previsión y la permisión del pecado en el
mundo tienen sentido, en los planes de la p. divina, mirando al Salvador. Las
alternativas y vicisitudes del pueblo de Israel cobran valor de historia
religiosa y trascendente en su ordenación preparatoria del misterio de la
Encarnación. Jesucristo es la salvación. El establece el Reino de Dios en el
mundo, fin y meta del quehacer del Dios providente.
La encarnación redentora es al mismo tiempo realidad temporal y misterio
trascendente, hecho histórico y signo escatológico. La misión de Jesús, lo
realizado en su Muerte y su Resurrección, no se consuman dentro de los límites
del tiempo, sino en la plenitud final y eterna. Esta orientación da sentido a la
historia del nuevo Israel, la Iglesia. Ella ilumina sus vicisitudes y
alternativas, sus fidelidades y deficiencias. Así la p. gobierna una historia de
salvación, en marcha hacia' la consumación final: el encuentro definitivo de la
creación entera con Dios su creador.
V. t.: Dios IV, 13 y 14; CREACIÓN III; PREDESTINACIÓN Y REPROBACIÓN; REINO DE
Dios; ALIANZA (Religión); ELECCIÓN DIVINA; FILIACIÓN DIVINA II; MAL II;
ESCATOLOGÍA III; CRISTIANISMO, 3.
E. LLAMAS MARTINEZ.
BIBL.: La citada en el texto y además J PADRO, Providencia, en Enciclopedia de la Biblia, V,1321-1324; P. F. CEUPPENS, Theologia bíblica, !: De Deo Uno, Roma 1938, 237-254; M. MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento, Madrid 1962, 313-320; F. MARDUEL, La Providente, París 1955; F. GAETANI, La Providenta, Roma 1943; H. LENNERZ, De Deo Uno, Roma 1955, 262-267; F. M. GENUYT, El misterio de Dios, Barcelona 1968; M. SCHMAUS, Teología Dogmática, II: Dios Creador, 2 ed. Madrid 1961, 156-184; D. LEMONNYER, H. D. SIMONIN, A. RASCOL y R. GARRIGOU-LAGRANGE, Providente, en DTC 13,935-1022; R. GARRIGOU-LAGRANGE, La providente et la conliance en Dieu, París 1932; A. DALES, Providence et libre arbitre, París 1927; R. GARCÍA DE HARO, La conciencia cristiana, Madrid 1971; A. LEHMKUHL, Die góttliche Vorsehung, Colonia 1928; M. E. MENGSTENBERG, Von der góttliche Vorsehung, 3 ed. Miinster 1947; J. LIPSKI, Extensio Providentiae divinae et applicatio spiritualis secundum S. Thomam Aquinatem, Tournai 1957; R. VELASCO, Providencia y Predestinación, «Rev. Española de Teología» 21 (1961) 125-151 y 249-287; R. BAEZ, La Providencia de Dios en sus relaciones con las creaturas, «Unitas» (1959). V. t. la parte correspondiente al tema de la p. en los tratados generales sobre Dios y sobre la Creación en las bibl. de Dios IV, 1 y de CREACIÓN III.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991