Producción. Doctrina Social Cristiana
Principios que deben inspirar la política de
producción. La p. puede ser examinada como un problema técnico, económico o
social, concediendo a cada uno de los aspectos citadosimportancia e inter-relación
suficiente sobre, o con, los otros dos, como para aconsejar el abandono de
determinados proyectos o situaciones, por interesantes que parezcan, teniendo
muy en cuenta que no es lícito reducir todo juicio de valor al resultado del
examen de unos costos unitarios industriales o sociales. Esto último, el examen
de los costos, es condición necesaria, pero no suficiente. Un estudio abstracto
del problema productivo ha de partir de la consideración de los medios
disponibles (todos los que intervengan) y de las necesidades que se han de
satisfacer, ya que entre las necesidades a satisfacer y los medios disponibles
para contentarlas puede existir tensión.
Lo anterior plantea tres cuestiones clave, desde el punto de vista técnico y
moral; son éstas: ¿Quién decide lo que debe producirse?, ¿Cómo debe producirse?,
¿Cuánto ha de producirse? Antes de seguir adelante es conveniente señalar que,
si bien no existe un texto del magisterio de la Iglesia dedicado a tratar
específicamente el problema de la p., es francamente difícil encontrar temas
que, globalmente, hayan recibido mayor cantidad de directrices, teniendo en
cuenta la diversidad de problemas que involucra crecimiento económico (v.
DESARROLLO), planificación (v.), empleo (v.), consumo (v.), etc., es decir, se
trata de algo que está muy claro en el contexto de los documentos del magisterio
eclesiástico.
Así, pues, a la primera pregunta, «¿Quién decide?», las enseñanzas pontificias
parten del supuesto de que ello corresponde, en primer lugar, á las empresas
productoras privadas, pues la actividad económica es, ante todo, algo que
corresponde a la iniciativa privada aunque es necesaria la presencia activa del
poder civil (Mater et Magistra, 51,55,55-58) con unas misiones que se determinan
claramente en lo que sigue. «Fácil es comprobar ciertamente, hasta qué punto los
actuales progresos científicos y los avances de las técnicas de producción
ofrecen hoy día al poder público mayores posibilidades concretas para reducir el
desnivel entre los diversos sectores de la producción, entre las distintas zonas
de un mismo país y entre las diferentes naciones en el plano mundial; para
frenar dentro de ciertos límites las perturbaciones que suelen surgir en el
incierto curso de la economía y para remediar, en fin, con eficacia los
fenómenos de paro masivo...» (54).
A la segunda pregunta, «¿Cómo debe producirse?» la Iglesia contesta rotundamente
que las estructuras económicas deben ajustarse a la dignidad del hombre, como
manifiesta la cita siguiente: «... Si el funcionamiento y las estructuras
económicas de un sistema productivo ponen en peligro la dignidad humana del
trabajador, o debilitan su sentido de la responsabilidad, o le impiden la libre
expresión de su iniciativa propia, hay que afirmar que este orden económico es
injusto, aun en el caso de que, por hipótesis, la riqueza producida en él
alcance un alto nivel y se distribuya según criterios de justicia y equidad» (ib.
(8), cfr. 82,103,123,149).
La contestación a la tercera pregunta: «¿Cuánto ha de producirse?» implica un
profundo sentido de la solidaridad tanto a escala pública como privada ya que,
como se dice en la Const. Gaudium et spes, del Conc. Vaticano II, «Los pueblos
ya desarrollados tienen la obligación gravísima de ayudar a los países en vías
de desarrollo» (86); texto que Paulo VI, en la Enc. Populorum progressio,
comenta así: «Se debe poner en práctica esta enseñanza conciliar. Si bien es
normal que una población sea el primer beneficiario de los dones otorgados por
la Providencia como fruto de su trabajo, no puede ningún pueblo, sin embargo,
pretender reservar sus riquezas para su uso exclusivo. Cada pueblo debe producir
más y mejor, a la vez para dar a sus súbditos un nivel de vida verdaderamente
humano y para contribuir también al desarrollo solidario de la humanidad» (86).
Puede, pues, decirse que no se trata de llegar a un binomio producción-consumo
sin límite alguno, cuyo fin sea el proporcionar cada vez mayores beneficios a
determinadas personas, sino que se trata de conseguir una sociedad con cada vez
mayor bienestar y mejor distribuido que, por otra parte, no destruya al hombre
sino que, al contrario, le facilite caminos de promoción propia de acuerdo con
sus aptitudes y esfuerzos y, además, le haga tener presentes sus deberes de
solidaridad para con los demás hombres.
La producción y el desarrollo integral del individuo y de la sociedad. Si no hay
p. suficiente, es inútil pensar en una correcta distribución, pues a lo más que
se llegará, es a un perfecto reparto de la pobreza o, quizá, de la miseria. Es
necesario que se organice la p. de forma que satisfaga las necesidades reales de
la comunidad y que, como consecuencia, ponga a su disposición bienes materiales
y servicios en cantidad suficiente para asegurar su prosperidad y la posibilidad
de ayudar a los que se encuentren en peores condiciones. Pío XII, en su discurso
a los trabajadores italianos de 11 mar. 45 hablaba sobre la necesidad de «que la
economía nacional, mediante su desarrollo regular y pacífico, abra el camino a
la prosperidad material del pueblo todo».
En el lenguaje común, se dice que un pueblo que posee grandes cantidades de
bienes materiales es un pueblo desarrollado y, sin embargo, no es más que un
pueblo rico. Hablando con corrección puede decirse que el haber asegurado,
mediante una adecuada producción, la posesión de bienes materiales en cantidad y
calidad suficiente significa solamente haber recorrido la primera parte del
camino que lleva al desarrollo integral y es, además, la parte del camino que
encierra ciertos peligros muy concretos, todos ellos de tipo materialista, tanto
inindividuales como colectivos, que han sido muy frecuentemente denunciados por
la Iglesia. En este aspecto es muy aleccionador lo que se dice en Populorum
progressio: «Porque todo programa concebido para aumentar la producción, al fin
y al cabo, no tiene otra razón de ser que el servicio de la persona. Si existe
es para reducir las desigualdades, combatir las discriminaciones, librar al
hombre de la esclavitud, hacerle capaz de ser por sí mismo agente responsable de
su mejora material, de su progreso moral y de su desarrollo espiritual. Decir
desarrollo es, efectivamente, preocuparse tanto por el progreso social como por
el crecimiento económico. No basta aumentar la riqueza común para que sea
repartida equitativamente. No basta promover la técnica para que la tierra sea
humanamente más habitable. Economía y técnica no tienen sentido si no es por el
hombre, a quien deben servir. El hombre no es verdaderamente hombre sino en la
medida en que, dueño de sus acciones y juez de la importancia de éstas, se hace
él mismo autor de su progreso, según la naturaleza que le ha sido dada por su
Creador y de la cual asume libremente las posibilidades y las exigencias» (34).
Resumiendo: la producción tiene como fin poner cada vez más medios al servicio
del hombre para ayudarle a resolver todos los problemas, materiales y morales,
que en su vida se le plantean, tanto desde el punto de vista individual como
social.
Jerarquía de valores en los elementos de la producción. Desde un punto de vista
cristiano, esta jerarquía es muy clara: se basa en el principio fundamental de
que los bienes materiales y los servicios son instrumentos al servicio del
hombre (Mater et Magistra, 246) y, como consecuencia, a la hora de producirlos
deberá darse preferencia a aquellos que resuelvan o atenúen los problemas más
graves que la comunidad tenga planteados. Por otra parte, deben explotarse al
máximo aquellas fuentes de riqueza de que la Providencia haya dotado al país
porque, aun en el caso de que ellas no resuelvan directamente los problemas de
la Comunidad, proporcionan medios para adquirir lo necesario (v. a este
respecto, CONSUMO).
V. YSERN DE ARCE.
BIBL.: Además de los textos citados, cfr. J. L.
GUTIÉRREZ GARCÍA, Conceptos fundamentales en la Doctrina social de la Iglesia,
IIl, Madrid 1971, 480-487; P. STEVEN, Moral social, 2 ed. Madrid 1965.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991