PERSONALIDAD II. FORMACIÓN DE LA PERSONALIDAD
Acepciones del término. El término p., como tantos otros del vocabulario
psicológico, es de un amplio polisemantismo; para nuestro particular propósito
podemos partir de una definición amplia y general: por p. entendemos el conjunto
existencial y dinámico de rasgos que hacen de un individuo un ser único,
original y aparte de todos los demás.
Pero la p. así entendida admite, y a menudo suele tomarse en dos
acepciones diferentes. Desde los tiempos de W. James los psicólogos vienen
hablando de un «ego empírico», objetivo, material o «mí», y de un «ego puro»,
subjetivo y formal. En España Ortega y Gasset llamó ya la atención sobre la
necesidad de tomar en consideración dicha distinción: «El psicólogo -decía-
tiene, a mi juicio, que distinguir entre el «yo» y el «mí». El dolor de muelas
me duele a mí, y, por lo mismo, él no es yo. Si fueramos dolor de muelas, no nos
dolería: doleríamos, más bien, a otro, e ir a casa del dentista equivaldría a un
suicidio, pues, como dice Hebbel, «cuando alguienes pura herida, curarlo es
matarlo» (Vitalidad, alma y espíritu, «Rev. de Occidente» Madrid 1927, 139).
El yo objetivo o «mí» abarca y comprende todo aquello que escapa al no-yo.
Es el universo interno de nuestra intimidad personal: el yo soy. Los límites y
fronteras de este yo no se limitan a la superficie del cuerpo; por eso, muy
junto al «yo soy», hay que situar al «yo tengo», como elemento estructurarte de
la p. objetiva. Mis libros y mis zapatos, mis amigos y mis hermanos vienen a ser
como una prolongación de mi mismidad, en ellos me reconozco a mí mismo y si, por
cualquier circunstancia, una de estas cosas o personas que llamo mías se
extravía o muere tengo la impresión que se ha perdido o muerto «un pedazo de mí
mismo». El «yo puro», él «real me» (de W. (ames) designa, en cambio, al «yo» que
posee, conoce, unifica e integra el primero. Si en el primer sentido solemos
hablar de personalidades ricas o pobres, bien o mal dotadas, en este segundo, en
cambio, acostumbramos a referirnos a personalidades bien o mal integradas,
acabadas, maduras.
Entre las notas más sobresalientes que caracterizan y definen este «yo» o
p. formal cabe destacar estas tres: a) La integración: En ella, los múltiples y
variados aspectos que la constituyen se integran en un todo compacto, y este
todo funciona como una unidad. Podemos equiparar la p. bien integrada a una
auténtica «com-posición», y en una «com-posición» no hay nota que disuene; b) El
autocontrol: El yo integrado y maduro se pertenece a sí mismo, se posee a sí
mismo («Est securus su¡ possessor», Séneca), distinto y superior a todos y a
cada uno de sus elementos. La libertad «terminal», interior y espiritual es la
mejor y más alta expresión de la p. subjetiva y formal; c) La adaptación: La p.
integrada y señora de sí misma es una p. que está en condiciones de vivir en
santa paz, armonía y comunión, en primer lugar, consigo misma y después con todo
el resto del mundo.
La personalidad como empresa de la vida. La p. así entendida ya no se nos
da como punto de partida. «Es un germen en el niño -se nos dice- que sólo se
desarrolla paulatinamente por y en la vida» (C. G. Jung, La realidad del alma,
Buenos Aires 1957, 143). Viene a ser el resultado de un largo, lento y
complicado proceso de maduración, aprendizaje, educación, aculturación y -ésta
es una verdad que debería recordarse a menudo a los adolescentes- fruto de un
laborioso, cotidiano y personal esfuerzo. La edificación de la propia p.
constituye la empresa más importante de la vida, la tarea más hermosa que
traemos entre manos. Este quehacer caracteriza y define, a juicio de Zubiri, la
vida humana, en cuanto humana: «E1 hombre existe ya como persona en el sentido
de ser un ente cuya entidad consiste en tener que realizarse como persona, tener
que elaborar su personalidad en la vida» (X. Zubiri, Naturaleza, Historia, Dios,
Madrid 1951, 336).
El papel de la familia y la escuela en la formación de la personalidad. En
este largo y complejo proceso de maduración y desarrollo de la p., la familia,
la escuela y, a través de ellas, la sociedad que representan, juegan y tienen en
sus manos la baza más importante y decisiva. La razón psicológica de esta
supremacía es clara y convincente. El niño, un ser constitucionalmente débil e
indefenso, tiende a buscar apoyo y protección en los demás. Esto le lleva
espontáneamente a identificarse con aquellas personas que él de alguna manera
advierte que le aman, defienden y protegen. Normalmente para un niño tales
personas suelen ser sus padres y maestros. «En principio, el padre -advierte a
este respecto M. Richardes para el niño el eje del mundo, el polo que viene a
ordenar la totalidad del mundo... Si el padre desaparece el mundo estalla y
pierde su orden» (Los dominios de la Psicología, II, Madrid 1971, 23 ss.). A
través de la identificación, con la que se asegura el amor y la aceptación, la
seguridad y la protección que precisa, el niño va asimilando, «introyectando»
progresivamente las actitudes básicas y fundamentales, las pautas típicas de
comportamiento, y, en fin, la concepción o imagen que de Dios, el mundo, la
vida, los hombres, la autoridad, la sociedad se han formado esas personas a las
que él tanto ama, teme y admira. Apoyado y sostenido por estas imágenes
interiorizadas, el niño, sacando fuerzas de flaquezas, intentará enfrentarse y
hasta se decidirá por ir postergando las exigencias inmediatas y los impulsos
indisciplinados de su yo instintivo, e iniciará de este modo el aprendizaje del
autocontrol, de la autodisciplina y de la convivencia comunitaria, para acabar
configurando su p. a imagen y semejanza de la de sus padres y maestros, y,,, en
resumidas cuentas, elaborándola de acuerdo con el modelo que la sociedad y la
cultura, a la que ellos pertenecen, propone y aprueba.
De lo que acabamos de decir se desprenden estas dos cosas:a) que la, p.
del niño hunde sus raíces en las p. de sus padres y maestros; y b) que aquellos
niños que, por cualquier motivo o circunstancia, no han tenido en su infancia
una imagen atractiva con la que pudieran identificarse, quedando abandonados a
su propia suerte y al poder de sus impulsos (tal es el caso, entre otros, de los
niños malqueridos, de los niños rechazados, de los niños de padres desavenidos)
están, expuestos a no alcanzar nunca del todo el equilibrio, el autocontrol y la
madurez de su p. Son niños biopsíquicamente débiles y deficientes. Sus
comportamientos y relaciones sociales están marcados por el signo de la
inestabilidad, la ansiedad y la agresividad. Tales han sido las conclusiones a
que han llegado numerosos y recientes estudios experimentales.
La configuración de la-futura p;- depende de las interrelaciones y
primitivas experiencias personales, que son cabalmente las que el niño vive
-sucesivamente en la -familia y en la escuela, pero sobre todo, de las que vive
en la familia. Un autor tan conocido en el campo de la psicología evolutiva como
A. Gessel, comparando la influencia de ambas variables sobre el desarrollo de
la' p. dice que si bien «la escuela es una unidad social más amplia que la casa,
sin embargo, es mucho menos compleja y, en gran medida, menos decisiva en cuanto
a la organización de la personalidad del niño» (The Child from five to ten,
Londres 1946, 333). Por eso, este mismo autor no tiene el menor reparo en
afirmar en otro lugar que la organización básica de la p. «takes place in the
first years of life», está en buena parte decidida en los cinco primeros años de
la vida. Y ésta ha sido y sigue siendo la tesis mantenida por escuelas
psicológicas muy distintas entre sí ya mucho antes que los sociólogos y
psicólogos profesionales, el instinto creador de los grandes educadores había
visto en el niño al sujeto por excelencia de la educación, porque «únicamente es
sólido y estable -decía el gran Comenio- lo que la primera edad asimila... de
tal modo en el hombre las primeras impresiones se fijan que casi es un milagro
que puedan modificarse» (Didáctica magna, Madrid 1922, 70).
V. t.: EDUCACIÓN II y X; FORMACIÓN; PERSONA III.
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JUAN ANTONIO CABEZAS.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991