PAPA
HISTORIA DEL PAPADO
Voz sinónima a Pontificado Romano, que nos indica la institución
permanente, erigida por Jesucristo en la persona de Pedro y, mediante él, en la
de sus legítimos sucesores, con el fin de presidir y de gobernar con plena y
suprema autoridad la Iglesia, por El mismo instituida (V. PAPA).
Se deriva el nombre de «papa», obispo de Roma y cabeza visible de la
Iglesia. En Occidente, vemos por primera vez el título de «papa» aplicado al
Romano Pontífice en la inscripción del diácono Severo (296-304), encontrada en
la catacumba de S. Calixto, donde se lee: «iussu p(a) p(ae) su¡ Marcellini». Se
deriva de la palabra griega papas, pappas (padre), empleándose en un principio
indistintamente para indicar a obispos y aun a meros sacerdotes, como todavía se
usa hacer en algunas partes de Oriente. Sin embargo, ya a finales del s. Iv, se
fue tomando como título específico y singular del obispo de Roma. Aunque algunas
veces se continúa aplicando el vocablo a otros obispos hasta el s. VII, el papa
Gregorio VII (1073-85) lo restringe definitivamente al sucesor de S. Pedro y
Pontífice Romano, a tenor de la proposición 11 de sus famosos Dictatus Papae
(1075), en donde se dice: «quod hoc unicum est nomen in mundo». Hasta el S. XII
no se generaliza, con todo, la palabra misma de P.
1. El Papado en el Nuevo Testamento. La historia del P. va unida siempre a
la historia de la Iglesia. Nace con ella y con ella seguirá desarrollándose
hasta el fin de los tiempos. Cuando Cristo prepara su nueva comunidad, esa
futura Iglesia, escoge a un grupo de doce, que ocuparán un puesto aparte entre
sus seguidores (lo 20,21; V. APÓSTOLES). Reciben el nombre de apóstoles,
enviados. A los doce les otorga el poder sacerdotal, para que continúen sus
funciones de sumo sacerdote en la nueva comunidad (lo 17,19; Mt 20,28; V.
JERARQUÍA ECLESIÁSTICA). Y de entre los doce, Jesús escoge a Pedro (v.) para que
sea el fundamento, la roca, sobre la que ha de levantar su nueva construcción,
como lo vemos expresado, primero cuando promete a Pedro el primado y luego
cuando más tarde se lo confirma. «Encontró (Andrés), leemos en el Evangelio, a
su hermano Simón y le dijo: Hemos encontrado al Mesías, que quiere decir el
Cristo. Le condujo a Jesús, que fijando en él la vista, dijo: Tú eres Simón, el
hijo de Juan; tú serás llamado Cefas, que quiere decir Pedro» (lo 1,41-42).
Cefas en arameo, como Pedro en griego, significa piedra. Jesús, al cambiarle de
nombre, hace hincapié en su significado, dando a entender con ello la misión
especial a que destinaba a Pedro: la de ser piedra, base o fundamento de algo
permanente e inconmovible.
Por tierras de Cesarea de Filipos, el Maestro le renuevaaquella promesa,
según leemos en el conocido pasaje de S. Mateo (16,15-19): «Y El les dijo: ¿Y
vosotros, quién decís que soy yo? Tomando la palabra Simón Pedro, dijo: Tú eres
el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y Jesús, respondiendo, dijo: Bienaventurado tú,
Simón Bar lona, porque no es la carne ni la sangre quien eso te ha revelado,
sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no
prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos y cuanto
atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra
será desatado en los cielos». De nuevo le vuelve a significar el sentido de
Pedro, que es piedra, base de la nueva edificación, su Iglesia. A Pedro así
mismo le hace llavero del reino de los cielos. Atar y desatar equivalen a
prohibir y permitir, con lo que indica que todo lo deja en sus manos en señal
suprema de potestad. Las puertas, o sea, todo el poder del infierno o de las
fuerzas del mal no podrán nunca contra esa roca, cimiento y base de la nueva
fundación.
Más tarde Jesús distingue de nuevo al apóstol, rogando especialmente por
él: «para que no desfallezca tu fe», le dice, pues Satanás busca ocasión para
perderos y de esta manera, le añade, «una vez convertido, confirma a tus
hermanos» (Lc 22,32). En el pasaje de S. Juan (21, 15-17) vemos la confirmación
de este primado al responder Jesús a las protestas de amor que le manifiesta
Pedro. Le dice ante los demás discípulos: «Apacienta mis corderos», «Apacienta
mis ovelas». En este momento Cristo delega en el apóstol su propio oficio de
«buen pastor». Apacienta, en la filología de los pueblos antiguos significa
regir o gobernar. Se trata, pues, de la colación de una primacía delegada sobre
todos los fieles, corderos y ovejas, de esa Iglesia a la que ÉI mismo llama
otras veces rebaño (ovile) (lo 10,16). De todo ello se deduce, pues, que a Pedro
se le confiere un verdadero primado de jurisdicción, de sacerdocio y de
magisterio, base en adelante del Papado, como lo ratificaría después el Concilio
Vaticano I (1870; v.): «Si alguno dijere que S. Pedro no fue constituido por
Cristo Nuestro Señor en príncipe de todos los apóstoles y cabeza visible de la
Iglesia militante, o que del mismo Jesucristo Nuestro Señor no recibió directa e
inmediatamente el Primado de propia y. verdadera jurisdicción, sino únicamente
el de honor, sea anatema» (Denz. 1823) (v. t. PRIMADO DE SAN PEDRO Y DEL ROMANO
PONTÍFICE).
2. Reconocimiento y ejercicio del primado en la Iglesia primitiva. La
Iglesia de los primeros tiempos reconoce desde un principio a Pedro la
prerrogativa de primado; le sigue llamando Cefas (1 Cor 3,22; 9,5; 1,12; 15,5;
Gal 2,14) y siempre le concede el primer lugar una vez que Cristo ha subido a
los cielos (cfr. Act 1,15-26; 2,38-40; 4,8-12; 10; 15,7-11; 13-20; Gal 1,18). Y
a la vez, lo mismo que a Pedro, se lo va reconociendo a sus sucesores en el
episcopado de Roma.
Se ha querido a veces dudar del Papado poniendo en duda, tanto el hecho de
que S. Pedro viviera y muriera en Roma, como el de que los obispos que le fueron
sucediendo en la sede hubieran heredado de él la máxima prerrogativa dentro de
la Iglesia. Aun admitiendo que el haber estado en Roma no ofrece hoy tanta
importancia teológica para admitir el primado, es un hecho histórico comprobado
que S. Pedro estuvo allí y en ella sufrió el martirio y fue enterrado. Eruditos
como Harnack, Weizácker, Lightfoot, De Rossi, Vieillard, Lietzmann, etc., así lo
han entendido y demostrado. Sus conclusiones se basan tanto en el testimonio de
la historia como en los argumentos que ofrece la misma arqueología cristiana.
Vemos que desde un principio, contra la reciente opinión del profesor K.
Heussi (1955), existe una tradición local anterior al s. III, que unida a otros
diversos testimonios, logra llenar el tan discutido vacío de los dos primeros
siglos. Quizá el testimonio más antiguo sea el pasaje de la primera carta de S.
Pedro en la que dice: «Os saluda la iglesia de Babilonia y Marcos, mi hijo» (1
Pet 1,5). Todos admiten que Babilonia se refiere a Roma y no a la antigua ciudad
de Mesopotamia. De otro lado, como lo demuestran ya Papías (Kirch 48) y Eusebio
(Historia Eclesiástica, 11, 15) sabemos que Marcos había sido intérprete de
Pedro en Roma al tiempo que escribía su Evangelio. En el de S. Juan (21,19) se
alude asimismo al martirio de Pedro, lo que nos dice que ya por el a. 100, o a
principios del s. ii, se hablaba del martirio de Pedro como de algo conocido.
Unos años antes, S. Clemente Romano, en la carta que escribe desde Roma a los de
Corinto (ca. 96) habla de «cosas que han ocurrido en nuestro tiempo» y «entre
nosotros», entre ellas del «glorioso testimonio» de Pedro (Kirch 10). Asimismo,
S. Ignacio de Antioquía, a principios del s. n (m. 117) dice a los romanos: «Yo
os mando como Pedro y Pablo» (Kirch 26); la misma expresión emplea al dirigirse
a los efesios y tralenses, pero sin hacer alusión a los dos apóstoles, lo que
supone que conocía la íntima relación que estos dos tenían con Roma. A mitad del
mismo siglo el Canon Muratoriano habla también de la Passio Petri como de cosa
conocida. Luego, los testimonios abundan: en Oriente, del obispo Dionisio de
Corinto (Eusebio, HE II,25,8); en Occidente, de S. Ireneo (Adversus haereses,
1,3) y en África de Tertuliano (De baptismo, 4,4), todos ellos en el s. ni. De
comienzos de este siglo, hacia el a. 200, conocemos el testimonio de un clérigo
romano, Cayo, el cual se ofrece a mostrar al herético Proclo los trofeos de
Pedro y de Pablo en Roma: «Yo puedo mostrarte los trofeos; porque si quieres
venir al Vaticano o a la vía que va a Ostia, allí encontrarás los trofeos de los
que fundaron esta iglesia». Eusebio (HE II,25), a quien debemos este dato,
entiende por trofeos los gloriosos sepulcros de los dos apóstoles.
Parecida prueba nos la ofrecen los Catálogos de los papas, desde el que
sabemos escribió Hegesipo (s. II) hasta los más conocidos y numerosos del s. IV.
Leemos, p. ej., en el más antiguo que se conserva, el de S. Ireneo (s. II;
Adversus haereses 3,3): «Después que los santos apóstoles (Pedro y Pablo)
hubieron fundado y constituido la Iglesia, pasaron a Lino el oficio del
episcopado. Éste es aquel Lino que menciona Pablo en su epístola a Timoteo. Le
sucedió Anacleto y tras éste recibió el oficio episcopal, en tercer lugar
después de los apóstoles, Clemente...». Sigue luego indicando los siguientes
pontífices hasta su contemporáneo Eleuterio (175-189). Notemos que el catálogo
está hecho unos 110 años después de la muerte del apóstol, periodo no muy largo
para poder guardar memoria de hechos tan importantes.
La arqueología, por su parte, confirma las anteriores pruebas. Según las
últimas excavaciones realizadas desde 1940 a 1949 en la basílica de S. Pedro de
Roma, se da por seguro la existencia en su subsuelo del sepulcro del apóstol. La
aparición del trofeo citado por Cayo, las señales evidentes de culto y los
grafitos en este mismo sentido encontrados bajo la basílica de S. Sebastián,
donde estuvieron por algún tiempo sus reliquias, evidencian sobradamente la
continuidad de una creencia extendida a través de los dos primeros siglos.
En cuanto a lo segundo, o sea, que los sucesores de Pedro en el episcopado
le hayan sucedido también en su prerrogativa primacal, los argumentos son de
igualmanera numerosos y fehacientes. Por el s. IV era un hecho admitido por
todos, como lo demuestran estas palabras de Optato de Mileve: «No puedes negar
que la primera sede episcopal en Roma fue conferida a Pedro. Sobre esta sede
descansa la unidad de todos» (Contra Parmen. Donatisi. 2,2). Y cuando habla del
Papa de su tiempo, S. Siricio, dice de él: «Este es hoy mi colega; a través de
él, el orbe entero está concorde conmigo, gracias al sistema de las cartas de
paz, en una única sociedad de comunión». Lo mismo ocurre en los siglos
anteriores. Por el a. 96 S. Clemente papa, escribe a los de Corinto con plena
autoridad y jurisdicción, como asimismo lo hace S. Víctor I a finales del s. II,
llegando hasta a amenazar con la excomunión a los que contradigan sus
disposiciones acerca de la Pascua. El mismo Harnack reconoce que por este tiempo
el obispo de Roma ejercía de hecho las funciones de primado. Pocas décadas más
tarde Sabelio era expulsado de la comunión eclesiástica por el papa S. Calixto
(217-222). S. Esteban I (254-257) actúa en el caso de los obispos españoles,
Basílides y Marcial, así como en el de Marciano, obispo de Arlés. Cuando se
discute la cuestión acerca del bautismo administrado por los herejes, se deja la
última palabra a los papas Cornelio y Esteban I. Hasta los mismos herejes, tales
como Valentín, Cerdón, Marción, los montanistas de Frigia, Práxeas de Asia,
etc., acuden a Roma para que los obispos de ésta les reconozcan. Así hacen
también, en el s. ni, Fortunato y Félix, depuestos por S. Cipriano, y de Oriente
vienen los presbíteros de Dionisio, obispo de Alejandría, a querellarse ante su
homónimo, Dionisio de Roma (259-268), quien condena, por su parte, las herejías
subordinacionistas y sabelianas.
En toda la literatura patrística de este tiempo encontramos claras
afirmaciones del primado: Ignacio de Antioquía habla en su carta citada de «la
iglesia de Roma, que ha enseñado a otros», pues está «puesta al frente de la
caridad» (paz o comunión). S. Ireneo (a. 180) anota la «preeminencia» especial
de Roma, con la que han de convenir las demás iglesias, dado que «fue fundada y
edificada por los gloriosos apóstoles Pedro y Pablo» (Adv. haer. 3,3). Por esta
razón, sigue diciendo, los que quieran la verdad han de buscarla en Roma y con
ella rebatir a los fundadores de las sectas gnósticas. En el siglo siguiente (a.
251) S. Cipriano (De eccl. unit. 4 ss.) llama a la iglesia romana «la silla de
Pedro y la iglesia principal, de donde procede la unidad de los obispos». En
otros lugares habla de ella como de «la tierra madre y raíz de las iglesias»,
«el lugar de Pedro», etc. También hace una clara referencia cuando escribe: «El
que abandona la cátedra de Pedro sobre la que está fundada la Iglesia, ¿cree aún
estar dentro de la Iglesia?... Ciertamente los otros eran también lo que era
Pedro, pero el primado se le ha dado a Pedro y así se muestra y demuestra una
sola Iglesia y una sola cátedra».
Hasta los paganos reconocían, de alguna manera, el primado romano. A
finales del s. ii, bajo el emperador Cómodo, el papa Víctor I fue citado a
comparecer en el palacio imperial a fin de que transmitiera al procurador de
Cerdeña unas letras de perdón para un sacerdote que había sido condenado a las
minas. Y el emperador Aurelio decide que la iglesia episcopal de Antioquía, que
no quería dejar el obispo hereje Pablo de Samosata, había de ser entregada a
«aquel a quien envían cartas los prelados de la religión cristiana en Italia y
el obispo de Roma» (Eusebio de Cesarea, HE: PG 20,682). Las cartas de paz eran
símbolo de comunión, de la que Roma se consideraba siempre como centro. Ella era
la Iglesia, como se indicaba ya al simbolizar la barca de Pedro, un uso que se
estaba extendiendo por entonces.
3. Evolución posterior del Papado. Con la paz que da a la Iglesia
Constantino en el a. 313, el Papado va cobrando más importancia. En este tiempo
S. Silvestre preside por medio de sus legados el I Conc. ecuménico de Nicea
(325), donde se condena la herejía de Arrio. Los papas S. Julio y Liberio luchan
contra arrianos y semiarrianos, condenan los sínodos de Sirmio (351), Arlés
(353), Milán (355), Rímini-Seleucia (359), etc., que defendían más o menos esas
doctrinas, y hacen que se acepte la ortodoxia católica. A finales del s. iv el
emperador Teodosio declaraba a la religión cristiana como religión oficial del
Estado, anotando que «era su voluntad que todos los pueblos sometidos a su cetro
abrazasen la fe que la Iglesia romana había recibido de S. Pedro y que enseñaban
entonces el papa Dámaso y Pedro de Alejandría» (Edicto «De Fide Cattolica» (380)
en Sócrates, HE: PG 67,1445). Con ello el obispo de Roma llega a su máximo
prestigio, convirtiéndose en adelante en árbitro indiscutible de la cristiandad.
Sus legados presiden los concilios siguientes de Éfeso (431) y Calcedonia (451).
El historiador eclesiástico Sozomeno (m. 447) habla de un canon antiguo, en que
se declara inválido cuanto pudiera hacerse sin su consentimiento (Hist. eccl.
3,10). Así, el papa S. Dámaso (366384) condena en sus Anatematismos de 380 a
sabelianos, arrianos y apolinaristas, y S. Inocencio 1 (401-417) ratifica los
decretos dados por los concilios africanos contra Pelagio (v.), quien negaba la
necesidad de la gracia para la salvación. Cuando S. Agustín, en el a. 417,
recibe la respuesta explícita del papa sobre aquellas cuestiones, dirige un
sermón al pueblo en que deja caer aquellas célebres palabras: «Roma ha hablado,
la causa ha terminado. ¡Ojalá que termine también el error!» (S. Agustín, Sermo
130,10: PL 38,579). Al siguiente año S. Zósimo da a conocer su Epistola
tractoria, en la que condena de nuevo a los pelagianos. En Éfeso, un poco más
tarde, el presbítero Felipe, legado del papa, proclama ante toda la asamblea la
primacía del obispo de Roma, como verdad reconocida a lo largo de los siglos,
puesto que «Pedro vive en él y le ha dado sus poderes» (Denz. 112). Y en
Calcedonia, en fin, es leÍDa públicamente la célebre Carta dogmática de S. León
Magno (440-461), en la que se expone la doctrina católica acerca de las dos
naturalezas en Cristo y su unión personal. Al terminar su lectura, todos los
padres reunidos, puestos en pie, prorrumpieron en unánime exclamación: «Ésta es
la fe de los apóstoles. Así lo creemos todos. Pedro ha hablado por boca de León»
(Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Bolonia 1962, 57).
Es verdad que a veces, en las luchas religiosas de Oriente, llegó a
ponerse en litigio el primado romano y aún hubo bastantes que se declararon en
rebeldía, p. ej., con las cuestiones del Henotikón (v.), los Tres Capítulos
(v.), los Iconoclastas (v.), etc. Con todo, también muchos de ellos venían a la
postre a buscar la paz con Roma, aceptando su supremo magisterio. En 519, para
poner fin al cisma de Acacio, suscribían tanto el patriarca de Constantinopla
como el emperador y unos 2.500 obispos la Fórmula del papa Hormisdas en la que
declaraban: «Deseamos seguir en todas las cosas la comunión de la Sede
Apostólica, construida sobre la total -e íntegra roca de la cristiandad, sobre
la que la religión ha sido mantenida inmaculada e intacta» (Denz. 171-172). La
misma idea la fueron expresando los padres en los Concilios ecuménicos (cfr. el
de Constantinopla de 281, can. 3; el de Éfeso de 431; el de Calcedonia de 451,
can. 28; el III constantinopolitano, etc.) y los demásPapas y Padres de la
Iglesia, como lo hacía ya S. Dámaso, según consta en la primera parte del
llamado Decreto Gelasiano: «La Iglesia católica, extendida por toda la tierra,
es la única cámara nupcial de Cristo; pero la iglesia de Roma ejerce
jurisdicción sobre todas las demás, y esto no por decisiones de concilios, sino
por la palabra de nuestro Señor y Salvador en el Evangelio, pues a ella le
concedió la primacía cuando dijo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia» (Mt 15, 18). S. Gregorio Nacianceno llama a la sede de Roma «cátedra
preeminente sobre todas»; Teodoreto de Ciro la denomina «primera cátedra de toda
la tierra conocida» y S. Ambrosio lo resume todo en estas palabras: «Donde está
Pedro, allí está la Iglesia». Esta fórmula toma luego un carácter jurídico, que
más tarde sintetiza el papa Gelasio (492-496). «Lo que la Santa Sede Apostólica
afirma en un sínodo-escribe- esto adquiere valor jurídico; lo que ella ha
rechazado, no tiene fuerza de ley» (Gelas. trat. 4,9). O aquella otra fase del
mismo: «El Papa no pertenece a ningún tribunal y nadie puede ser juez de sus
fallos», que luego entrará en el Derecho canónico con la conocida sentencia de
«prima sedes a nemine iudicatur» (La primera Sede por nadie puede ser juzgada,
CIC can. 1556).
4. El Papado en la Edad Media. Hemos de reconocer que el Papado en los
primeros siglos, si bien fue reconocido en la Iglesia, no llegó a tener la
importancia social que iría adquiriendo en adelante. Más bien se limitaba a
intervenir en los asuntos internos de la misma Iglesia, p. ej., la cuestión de
la Pascua, del Bautismo de herejes, cánones penitenciales, herejías, etc., y de
modo ordinario a regir la diócesis de Roma. Con el tiempo, la efectividad del
primado se fue extendiendo cada vez más, adquiriendo honores de preferencias de
rango y luego, ya desde el s. viii, fue apareciendo con el esplendor de la
soberanía. una vez que los Papas llegaron a ser príncipes territoriales y a
rodearse del aparato intrincado de los negocios administrativos y temporales. El
Papado llega a tener un gran prestigio en la sociedad, prestigio que se fue
extendiendo hasta muy entrada ya la Edad Moderna.
Durante el s. V la sociedad se empieza a regir con una nueva fórmula: la
del binomio Imperio y Pontificado, Estado e Iglesia. Como ya hemos indicado,
Oriente sirve a veces de prueba a esta nueva concepción de las dos potestades lo
que hace que, si no de una manera definitiva, se vaya separando de Roma afectiva
y psicológicamente. Se van sucediendo los cismas particulares, como el ya citado
de Acacio que dura 34 años. Sin embargo, todavía en 842 se celebra allí con
esplendor inusitádo la fiesta de la Ortodoxia, aunque el camino de la separación
quede, por desgracia, abierto. Mientras tanto Roma, que ha venido dependiendo
hasta ahora políticamente de Bizancio, tiende poco a poco a independizarse. De
otro lado, va ampliando sus posesiones con lo que se llega a la creación del
Patrimonio de S. Pedro. Bajo S. Gregorio Magno (590-604) éste se consolida, a la
vez que va aumentando el prestigio de los Papas entre los pueblos bárbaros
recién convertidos a la Iglesia. El Papado busca apoyo entre los occidentales,
concretamente en el pueblo franco. Gregorio II (715-731) instaura el Ducado
Romano y sus sucesores, Zacarías, Esteban III y León III, estrechan más las
relaciones con aquel pueblo, lo que lleva a la restauración del nuevo Imperio
occidental al ser consagrado emperador Carlomagno por este último Papa en la
noche de Navidad del año 800. Desde entonces el Imperio se proclama defensor de
la Iglesia y el Papado, por su parte, ejercerá una influencia preponderante en
los asuntos mismos del Imperio. Se extiende con ello la teoría de las dos
espadas: la espiritual y la temporal, basada en el concepto de Cristiandad a que
se acoge toda la sociedad de entonces, de la que es cabeza el Papa. El
emperador, jefe de lo temporal, queda sometido al pontífice que lo corona y
consagra, señalando a veces cuál sea el más idóneo para el Imperio. El emperador
interviene a su vez en la elección de los Papas, recogiendo el derecho que antes
tenía el pueblo romano, hasta que éste le sea negado cuando Nicolás II en 1059
decida que sean sólo los cardenales los que tengan el voto decisivo en la
elección. A pesar de todo, todavía seguirán presionando en este asunto los
poderes temporales -derecho de veto- hasta principios, como veremos, del S. XX.
La Donación de Constantino, documento falsificado en estos siglos, ayudará
bastante a consolidar esta posición papal. Se crean y se extienden los Estados
Pontificios (v.) que sólo desaparecerán a mediados del S. XIX cuando los
italianos entren en Roma en 1870.
A esta primera época de esplendor sigue en el Papado otra de decadencia,
conocida con el nombre de Edad de Hierro del Papado (S. IX-X). En ella se fragua
la ruptura definitiva de Oriente, debida a los manejos del ambicioso patriarca
Focio (a. 858), consumándose más tarde, en 1054 (v. CISMA II). Esta ruptura, a
pesar de los conatos posteriores de unión (Concilio de Lyon en 1274 y de
Florencia en 1439,) se hará luego definitiva, debida más que a razones
dogmáticas a otras de tipo psicológico y temperamental.
El Papado, que parece aminorarse con estos hechos, conoce pronto una nueva
época de prestigio. Los partidismos de las familias romanas y las intervenciones
de los nuevos emperadores alemanes habían dejado tras sí una época de miseria y
de corrupción en no pocos pontificados. Se inicia la reforma de Cluny, a la vez
que surgen Papas de prestigio espiritual y reformador como Esteban IX, Nicolás
II, Alejandro II y, más que todos, S. Gregorio VII (1073-85). Inste asienta las
bases de la hegemonía posterior del Papado: unidad litúrgica, organización de la
Curia, actuación de los legados pontificios, triunfo moral sobre el Imperio a
consecuencia de la llamada lucha de las Investiduras (v.). La investidura, que
procedía del sistema feudal, era una ceremonia por la que el señor o príncipe
confería a los obispos y abades vasallos suyos los símbolos, no sólo de la
autoridad temporal, sino incluso de la espiritual, con la prestación de parte
del interesado del juramento de fidelidad. Con ello se fue extendiendo la idea
de que el príncipe temporal concedía por derecho propio aquella autoridad que
correspondía al Papa. Gregorio VII se rebela contra todo ello, así como contra
los abusos que llevaba consigo: la simonía y la nada recomendable condición de
los clérigos. Si en lo externo parece que vence el emperador, en definitiva fue
un triunfo de la Iglesia, rubricado por el Concordato de Worms (1122) y por la
renuncia que las demás naciones van haciendo de tales derechos. Con los Papas
siguientes, Víctor III, Urbano II, Pascual II, Calixto II, etc., el Papado cobra
de nuevo altura hasta llegar a su plena hegemonía con el pontificado de
Inocencio III (1198-1216). Ayudan además a ello el movimiento de las Cruzadas
(v.), el florecimiento de la Escolástica (v.). las nuevas Universidades (v.), la
fundación de las órdenes religiosas, la lucha a nivel europeo llevado a cabo por
los Papas contra las recientes herejías, el mismo centralismo romano, etc. Con
todo, la nueva época que se presiente a mediadosya del S. XIII, hace que ideas
modernistas y desintegradoras vayan poniendo en crisis aquellos antiguos
valores. El concepto de Cristiandad se rompe, surgen los nacionalismos y los
individualismos, la filosofía se opone a la teología y las mismas corrientes
espirituales vienen cargadas de crítica contra la Iglesia y contra el Papado, al
que presentan como demasiado temporal e interesado. Bonifacio VIII (1294-1303)
viene a ser el símbolo entre una época que se desgasta y otra nueva que comienza
(litigio con Felipe IV el Hermoso y los legistas laicos). En su bula Unam
Sanctam (1303) se habla de las dos potestades, espiritual y material, de su
mutua independencia y de la teoría del poder indirecto que la Iglesia tiene
respecto del Estado por razones de tipo espiritual, doctrina corroborada más
tarde por León XIII en su encíclica Immortale Dei (1885).
Con los Papas de Aviñón, de Clemente V a Gregorio XI (1309-76), el Papado
conoce un cierto declive debido no sólo a la estancia de los mismos en esta
ciudad francesa, sino también a otra serie de males que fueron perturbando a la
Iglesia. El centralismo papal en beneficios y reservas se fue haciendo cada vez
más abusivo y una acentuada fiscalización, fuente de injusticias, de simonías y
nepotismos, llega a provocar en el clero y en el pueblo un grave descontento. Un
grito de reforma in capite et in membris se levanta por doquier, lo que se
agrava con el deplorable Cisma de Occidente (1378-1410; v. CISMA III), durante
el cual, si no se llega a dudar del Papado, se viene a poner en duda la realidad
práctica del mismo en una persona determinada. Si al fin se soluciona el
conflicto en el Concilio de Constanza (1417) con la elección del nuevo papa
Martín V, queda sembrada, por otra parte, una mala hierba que luego sería
difícil de extirpar: la del conciliarismo (v.) y la del galicanismo (v.)
religioso.
En el concilio se habla también de reforma, y se condenan las nuevas
herejías de Wiclef (v.) y Hus (v.). De reforma se sigue hablando en el siguiente
de BasileaFerrara-Florencia (1431-39; v.), y en él se llega a la tan deseada
pero, por desgracia, infructuosa unión con los griegos (1439). Con los Papas
renacentistas, de Nicolás V a León X (1447-1521) el mal de la Iglesia se
recrudece debido, en parte, al tono paganizante de la época. Cuando la misma
reforma llega a ser un problema, se buscan medios de solución: movimientos de
piedad, reformas particulares, misiones populares, etc., pero tan sólo el
movimiento revolucionario que ha de provocar la predicación de Lutero (v.), hace
que tanto la Iglesia como el Papado se den cuenta en verdad del peligro y traten
de buscar el medio más eficaz de solución.
5. El Papado en la época moderna. A través del concilio de Trento
(1545-63; v.), en el que se reafirman el dogma y la disciplina eclesiásticas, y
con los movimientos espirituales del S. XVI, el Papado alcanza de nuevo una
capital importancia, sobre todo en el ámbito interno de la Iglesia. Es verdad
que se vive en medio de luchas religiosas y que el dominio absolutista de los
príncipes católicos busca poner trabas a la acción de los pontífices, pero, con
todo, la acción reformadora tanto de S. Pío V (v.) como de sus sucesores llega a
todos los ámbitos de la catolicidad. La Iglesia se extiende por medio de las
misiones (v.), se crean colegios católicos y seminarios, se activa la piedad de
los pueblos, se desarrollan las corrientes espirituales.
Con la paz de Westfalia (1648), sin embargo, la hegemonía del Papado
empieza a declinar en Europa, al iniciarse la supremacía del poder civil y al
aflorar una estructura laica, que da lugar posteriormente a una época de
irreligión y de ateísmo. El mismo Papado de nuevo se ve aquejado por el
nepotismo y la Iglesia sufre en medio de otras herejías, como el jansenismo (v.)
y el galicanismo (v.) francés. Llega luego el Despotismo Ilustrado (v.) y el
movimiento racionalista de la Ilustración (v.), sembrándose por doquier el
descrédito del Papado, el cual, por otra parte, se ve preocupado de manera
especial por las necesidades internas de la Iglesia: dignidad del clero, piedad
popular, seminarios, etc. La Revolución francesa lleva consigo la proclamación
de los Derechos del hombre (1789; v.), pretendiendo invadir con ello los
derechos de la Iglesia, como en lo relativo a educación, matrimonios y clero. Se
dan medidas antieclesiásticas y, como si se volviera a los tiempos del
absolutismo regio, se pretende restringir la libertad de la Iglesia para
reducirla a una provincia más dentro del organismo del Estado. El papa Pío VI
(1775-79) sufre persecución y destierro y lo mismo le pasa a su sucesor, Pío VII
(1800-23), bajo la dictadura de Napoleón. Con éste se llega al fin a firmar un
Concordato (1801), que servirá de modelo para los que en adelante se habrían de
firmar con otras naciones.
Durante el S. XIX el Papado nos va ofreciendo unas nuevas características
en consonancia con los nuevos tiempos que se presentan. La monarquía
tradicional, el feudalismo que todavía levantaba cabeza, la misma organización
eclesiástica han quedado en parte destruidas y una revolución sigue a otra en la
primera mitad del siglo. Las ideas de democracia, constitucional ismo,
parlamentarismo y nacionalismo van socavando la antigua moral absolutista y
conservadora de los pueblos y sólo con grandes fatigas el organismo eclesiástico
puede ser reordenado y consolidado otra vez en los países católicos, mediante
una serie de concordatos o arreglos, que se firman entre la Santa Sede y los
Gobiernos.
Hay un lado positivo, sin embargo, en todo ello. Las ideas deístas e
«ilustradas» del S. XVIII van asimismo decayendo, mostrándose un movimiento
nuevo, el Romanticismo (v.), que en parte ayuda al despertar de una conciencia
más espiritual y realista, más católica y romana. El Papado queda libre de la
intromisión de los Gobiernos que todavía se dicen católicos, y la misma idea de
libertad, aplicada a la propia conciencia y a la manifestación de los
sentimientos religiosos, hace que surja una nueva faceta espiritual, más apegada
a la Iglesia y a los Papas. Ante los peligros de las ideas liberales, del
socialismo y del comunismo internacional, los católicos se unen más a sus
pastores, se intensifican las obras de piedad y de apostolado, el trabajo con
los obreros, la acción católica entre los seglares, las nuevas fundaciones
religiosas, obras de caridad, etc. La Iglesia conoce un nuevo esplendor a raíz,
sobre todo, del Concilio Vaticano I (1869-70; v.). En vanguardia va la labor de
los Papas modernos, despojados de sus Estados temporales en 1870, y que se
convierten en auténticos representantes espirituales de toda la humanidad. Con
Pío VII (1800-23), León XII (1823-29) y Pío VIII (1820-30) se tiende a reformar
la disciplina eclesiástica, consolidar el prestigio de la Iglesia en las
diversas naciones, aumentar la fe y la piedad de los pueblos y buscar la mayor
eficacia y dignidad de los clérigos. Gregorio XVI (183146), a la vez que va
condenando los errores modernos, promueve la labor misional, apoya a las
iglesias perseguidas en Alemania, Rusia, España y Francia y dedica sus desvelos
a extender la caridad a todos los pueblos. Pío IX (1846-78), en medio de las
amarguras que le producen los exaltados de uno y otro partido y la
injustaintromisión de los italianos en Roma, da al Papado un sello de dignidad y
de espiritualidad incomparables: definición del dogma de la Inmaculada
Concepción (1854). Concilio Vaticano I, documento Syllabus y Quanta cura (1864),
instauración de la jerarquía en países no católicos, fundación en Roma de
colegios eclesiásticos, su célebre «non possumus» ante la humillante Ley de
Garantías que le propone el Gobierno de Víctor Manuel II de Italia, etc. Su obra
la continúa el sabio León XIII (1878-1903), quien se hace acreedor del aplauso
unánime de los pueblos. En su magisterio supremo caben todos los problemas, que
por entonces angustian a la sociedad: obreros, seglares, educación del clero,
estudios eclesiásticos, interpretación de la S. E., relaciones entre la Iglesia
y el Estado, hermanos disidentes, etc. Asimismo, fomenta entre los católicos el
curso a la Sagrada Familia, al Sagrado Corazón de Jesús, al S. Rosario, a S.
José. Puede decirse que con León XIII el Papado alcanza, no ya sólo en la
Iglesia, sino en el mundo entero, el papel preponderante con que luego ha de
llegar a nuestros días.
6. El Papado en el siglo XX. Inicia el periodo el papa S. Pío X (1903-14;
v.), quien, a poco de ser elegido, desliga definitivamente a la Iglesia de todo
influjo de los poderes temporales. En 1904 da a conocer la constitución
Commissum Nobis, por la que se abOUA el derecho al veto, del que todavía se
aprovechaban algunas naciones en la elección del Papa. Pronto sigue la obra de
su antecesor en lo que se refiere a la obra de recristianización de los pueblos.
Condena las ideas modernistas (Decr. Lamentabili y Enc. Pascendi, 1907),
promueve la recta formación del clero, los estudios bíblicos y eclesiásticos, la
música sagrada, el conocimiento del catecismo, etc. De otro lado, reorganiza la
Curia romana (Const. Sapienti Consilio, 1908) e inicia la reforma del Derecho
Canónico. Poco antes de morir había estallado la primera conflagración mundial,
que tantos esfuerzos había de motivar en su sucesor, Benedicto XV (1914-22; v.),
llamado luego «el papa de la paz». En estos momentos difíciles el P. extiende su
mano a todos, beligerantes de una y otra parte y de diversa raza y religión. En
el Vaticano se crea una «Oficina en favor de los prisioneros de guerra». Las
naciones acuden al Papa y ello produce un movimiento de unión con Roma de parte
de cismáticos y protestantes. Mucho ayuda también la gran labor misionera
realizada durante este pontificado: Enc. Maximum Illud (1919) y la nueva S.
Congregación Pro Ecclesia Oriental (1917). En 1917 promulgaba el nuevo Código de
Derecho Canónico.
Con los pontificados siguientes, de Pío XI (1922-39; v.), de Pío XII
(1939-58; v.), de Juan XXIII (1958-63; v.) y de Paulo VI (v.), el prestigio
internacional del Papado va creciendo cada vez más. Bajo el primero se celebran
numerosos concordatos, se soluciona la cuestión italiana (Tratado de Letrán,
1929) y se condena tanto el comunismo internacional como el nacionalsocialismo
en su exagerada visión racial y estatolátrica (1937). En el ámbito interno de la
Iglesia adornan su pontificado una serie de encíclicas de vital importancia:
Casti connubii (1930) sobre el matrimonio cristiano, Quadragesimo anno (1931),
sobre la cuestión social, Ad catholici sacerdotü y Divini illus Magistri (1935)
acerca del sacerdocio, Deus Scienciarum Dominus (1931), sobre los estudios
eclesiásticos, etc.
Al estallido de la II Guerra mundial, el Papado con Pío XII acude de nuevo
al servicio de la humanidad con obras de generosa ayuda y en servicio de la paz.
Roma se convierte en lugar de peregrinaciones mundiales. Se multiplican los
discursos y alocuciones del Papa, que llegan a todos los pueblos de la tierra, y
sus documentos de magisterio se ocupan de los más diversos problemas modernos (cfr.
Enc. y Docum. Humani generis y Menti nostrae, 1950; Divini afflante Spiritu,
1943; Mystici Corporis Christi, 1943; Mediator Dei, 1947; Sacra virginitas,
1954; Sedes Sapientiae, 1956, etc.).
La reforma moderna y la nueva vida de la Iglesia se ha manifestado, sobre
todo, en los recientes pontificados de Juan XXIII y de Paulo VI, a raíz, sobre
todo, del Concilio Vaticano II (1962-65; v.). Se ha buscado y se sigue buscando
una auténtica renovación espiritual, el salvar a la Iglesia y al mundo del
peligro del comunismo (v.) y del materialismo (v.); el valorar los principios
humanos y dignificar a los hombres en todos sus aspectos para hacerlos más aptos
a la vida de Dios. Paulo VI acude a todas partes, la India, Palestina, la ONU,
Fátima, Bogotá; recibe a Jefes de Estado y a diplomáticos de todas las creencias
en un supremo afán de paz y de caridad cristianas. Con él el Papado sigue
mostrando a las gentes del signo de Dios, que vela por su Iglesia y por la
humanidad, en una sucesión ininterrumpida, realización clara de aquellas
palabras que un día Cristo confiara a S. Pedro.
V. t.: IGLESIA, HISTORIA DE LA; PAPA; PRIMADO DE SAN PEDRO Y DEL ROMANO
PONTÍFICE.
BIBL.: Liber Pontilicalis, ed. L. DUCHESNE, 2 vol. 2 ed. París 1907-15; A. CIACCONIUS, vitae et res gestae Pontilicuni Romanorum 4 vol. Roma 1677-87; L. PASTOR, Historia de los Papas, Barcelona 1910 ss.; SABA-CASTIGLIONI, Historia de los Papas, Barcelona 1948; A. MERCATI, Serie dei Sommi Pontitici, Roma 1947; P. BATIFFOL, Papa, Sedes Apostolica..., «Riv. di arch. crist.),, I (1925) 99-103; P. DE LABRIOLLE, Une esquisse de l'histoire du mot «pape),, «Bull. d'ancienne littérature et d'archéologie chrétiennes», I (1911) 215-220; M. WINTER, Saint Peter and the Papes, Baltimore 1960; H. LECLERCQ, Pape, en DACL XIII,1111-1345.
F. MARTIN HERNÁNDEZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991