PADRES DE LA IGLESIA I. ESTUDIO GENERAL.
1. Concepto. En los primeros escritos cristianos se suele llamar «Padre» al
maestro en la fe: «llamamos padres a los que nos han instruido... y todo el que
es instruido es, en cuanto a su dependencia, hijo de su maestro» (Clemente de
Alejandría, Stroniata, I,1,2-2,1; cfr. 1 Cor 4,15). Como el oficio de
enseñarincumbe principalmente al Obispo (v.), el nombre de padre fue utilizado
ya en el s. II para designar a los Obispos (cfr. Martyrium Polycarpi, XII,2;
Acta Cypriani, III,3). Más tarde, en los s. IV y V, se valoró principalmente la
autoridad doctrinal, y el nombre de Padre se hizo extensivo a todos los que
dejando un testimonio escrito de su fe podían ser considerados como
representantes de la Tradición (v.) de la Iglesia. Con lo cual, el título ya no
era exclusivo de los Obispos. S. Agustín cita como testigo de la doctrina
tradicional sobre el pecado original a un escritor eclesiástico, el sacerdote
Jerónimo, y le llama «padre» (Contra Julianum, 1,7,34; 2,36). S. Vicente de
Leríns llama padres a todos los autores eclesiásticos antiguos, sea cual fuere
su grado jerárquico (Commonitorium, 29,1). Es del s. VI el primer catálogo, que
poseemos, de escritores eclesiásticos aprobados o rechazados como P. de la I. (cfr.
Decretum Gelasianum de libris recipiendis el non recipiendis).
Es comúnmente admitido por los teólogos católicos que el título de P. de
la I. sólo puede aplicarse con todo rigor a aquellos escritores que reúnen las
notas siguientes: a) ortodoxia de doctrina; b) santidad de vida; c) aprobación,
al menos tácita, de la Iglesia; d) antigüedad. En la práctica, se considera
también como P. de la I. a otros autores aunque en ellos no se cumplan
íntegramente las tres primeras de las condiciones mencionadas. Así, por ejemplo,
se atribuye a veces dicho título a hombres como Orígenes y Tertuliano, que si
bien no han sido canonizados (el segundo murió fuera de la Iglesia) y en algún
momento de su vida enseñaron una doctrina no ortodoxa, sin embargo, los errores
que sostienen no han contaminado hasta tal punto sus obras que lo bueno no
prevalezca en ellas sobre lo malo y sean, por supuesto, más útiles que dañosas.
Para mayor precisión se suele distinguir entre Padres de la Iglesia en sentido
estricto y escritores eclesiásticos (v.) antiguos (según la expresión acuñada
por S. Jerónimo en su De vir. illustr., proD; dentro de estos últimos entran
aquellos a los que no pueden aplicarse con rigor alguna de las tres primeras
notas señaladas.
La categoría de P. de la I. coincide sólo parcialmente con la de Doctor de
la Iglesia (v.). Doctores de la Iglesia son los que, independientemente de su
antigüedad o no, han sido expresa y oficialmente declarados coiTIo tales por la
suprema autoridad de la Iglesia, por reunir las mismas tres primeras notas que
se exigen para eJ título de P. y una ciencia en grado eminente. Así, son
Doctores algunos P. y otros autores modernos de santidad clara y doctrina
eximia. De entre los P. occidentales se reconocen cuatro grandes doctores: S.
Ambrosio, S. Jerónimo, S. Agustín y S. Gregorio Magno; en la Iglesia griega se
señalan tres grandes doctores ecuménicos: S. Basilio, S. Gregorio Nacianceno y
S. Juan Crisóstomo, a los que se añade el gran doctor S Atanasio.
2. Autoridad. Teniendo en cuenta la definición que algún autor hace de la
patrística (v.) como «el estudio de la literatura grecorromana de confesión
cristiana y de interés cristiano» (cfr. F. Overbeck, Über die Anjdnge der
patristischen Literatur, «Historische Zeitscrift» 48, 1882, 417-472), se podría
pensar que el interés y autoridad de los P. de la 1. radica en el orden
literario o histórico. Y si bien bajo este aspecto son dignos de gran
consideración, no obstante, su verdadera autoridad estriba en el cúmulo
doctrinal que nos han legado a través de sus escritos. Teniendo en cuenta que en
la doctrina de la Iglesia la Tradición (v.) es como fuente, depósito y
testimonio de la fe, los P. deben ser considerados como órganos privilegiados de
esa Tradición.
A ellos cupo el empeño de enseñar, tratar, defender la fe contra los
adversarios, fijar terminología, sistematizar la doctrina revelada subyacente en
la S. E. y en la Tradición. Se: puede afirmar que si la doctrina enseñada por
los P. de la I. goza de máxima autoridad no es tan sólo porque ellos la enseñan,
sino porque dan testimonio de lo que profesaban todos los cristianos y en todas
partes, es decir, de la Revelación y de su transmisión. Así aunque ellos tienen
cierta autoridad, no son una autoridad suficiente en sí mismos. Por supuesto que
ningún P. de la I. es infalible por el hecho de haber sido Padre. Habría que
hacer una excepción en el caso de que alguno de ellos hubiese sido Papa y
hubiese enseñado ex cathedra o también si puntos doctrinales por él enseñados
hubiesen sido ratificados por un Concilio ecuménico. Cuando existe un
consentimiento unánitne de los P. en materia de fe y de costumbres, su doctrina
es entonces la misma doctrina de Iglesia y, por consiguiente, su autoridad es
máxima e incontrastable. La Iglesia tiene como infalible el consentimiento
unánime de los P. cuando éste versa sobre la interpretación de la Escritura
(Concilio Vaticano I, sess. 3, c. 2.).
Distinta es la valoración que la autoridad de los P. merece a los teólogos
protestantes. Admitida la S. E. como único principio, y en consecuencia con sus
errores sobre el concepto de Iglesia (v.), de Tradición (v.) y de Magisterio
(v.), la historia de la Iglesia y los P. debían ser estudiados a la luz del
criterio de la Palabra de Dios y, por consiguiente, ni una ni otros podían tener
autoridad más que en la medida en que la Iglesia primitiva y los P. hubieran
profesado doctrinas de acuerdo con la S. E. Hay que concluir, que la autoridad
de los P. no aparece, en esta perspectiva, como dogmática, sino sólo como
histórica. No quiere decir ello que los protestantes rechacen del todo el pasado
de la Iglesia, sino que no dan valor de fuente de conocimiento de la Revelación
a ese pasado; de ahí, pues, que proceden en un solo sentido: es decir, examinan
ese pasado, y por consiguiente el pensamiento de los P., a la luz de la S. E.,
pero no la S. E. a la luz de la Tradición que ese pasado nos da a conocer.
Para terminar de" precisar la doctrina católica digamos que debe
distinguirse claramente en cualquier P. de la 1. un doble aspecto: el de testigo
de la Tradición y el de doctor privado. Es por lo que respecta al primero como
los P. tienen autoridad; conviene advertir que las expresiones de los P.
constituyendo un punto de referencia básico, no cierran aunque se trate de
materia pertinente a la fe y a la moral, el proceso de la formulación defitiva
de una doctrina: la Tradición continúa después de ellos y la Iglesia puede
progresar en la expresión de una verdad, aunque obviamente siempre en el mismo
sentido y en la misma sentencia. Los P. son en suma un eslabón, pero un eslabón
privilegiado, que asegura que la transmisión de dicha doctrina ha sido desde
siempre y en todas partes. Por su lado, el juicio valorativo que merecerán los
P., como doctores privados, dependerá de su categoría intelectual y, en
definitiva, de las razones que aduzcan para probar sus asertos.
3. La lengua de los Padres. Conocida la extensión de la cultura y
literatura helénicas, el griego koiné (v. GRECIA XII-XIII) es la lengua en que
escribieron los primeros P. de la I. Su uso prevalece hasta el s. III no sólo en
Roma, sino también en África del Norte y en las Galias. A partir del a. 200, en
Oriente es sustituido en parte por el armenio, copto y siriaco, y totalmente por
el latín en Occidente. Dicho latín eclesiástico, según confirman los últimos
estudios, tuvo su cuna en Roma y no en Áfricadel Norte como se creía hasta hace
poco (v. LATINA, LENGUA Y LITERATURA).
4. Época patrística. Comúnmente ha prevalecido la sentencia de que la edad
patrística termina en Occidente con la muerte de S. Isidoro de Sevilla (a. 636)
mientras que en Oriente con la de S. Juan Damasceno (ca. 750). Se suele
distinguir tres periodos: a) el que abarca desde el principio hasta el Conc. de
Nicea; b) el denominado edad de oro y que comprende desde el a. 325 hasta la
muerte de S. Agustín (a. 431); y c) el que va desde el 431 hasta el final de la
era patrística.
a) Entre otros, pertenecen a este primer periodo: los P. Apostólicos (v.
II), los P. Apologetas (v. III), S. Ireneo (v.). Clemente de Alejandría (v.) y
Orígenes (v.). Como afirma A. Orbe, «la literatura de los siglos primeros
esconde infinidad de tesoros, que lejos de responder a incógnitas de hoy, o a
planteamientos clásicos, aguardan un espíritu paciente que los revele... En
general, la vecindad de los tiempos neotestamentarios garantiza un mensaje más
denso, afín al de los autores canónicos, más espontáneo y libre de esquemas. La
tónica general prenicena denuncia, sin embargo, por lo común, gran riqueza y
libertad de planteamientos; indecisión quizá en algunas soluciones, juntamente
con una extraña madurez global. Se puede afirmar que en este tiempo no abundan
los meros repetidores. Los enemigos apremian con dificultades obvias y fuertes.
Podría decirse que las soluciones se aferran al texto sacro, buscando por
instinto teológico la postura que mejor armonice -con arreglo a la analogía de
la fe- con la tradición oral eclesiástica» (La Patrística y el Progreso de la
Teología, «Gregorianum» 50, 1969, 49-50).
b) Edad de oro. De Oriente sobresalen entre otros: S. Atanasio (v.), los
tres grandes Capadocios (v.) y S. Juan Crisóstomo (v.); mientras que de
Occidente hay que enumerar a S. Jerónimo (v.), S. Ambrosio (v.) y a S. Agustín
(v.). Es el tiempo en que florecen las herejías arriana y pelagiana. Ellos
contribuyeron como nadie a la sistematización de la Teología.
c) Finalmente, en el periodo último sobresalen principalmente S. Juan
Damasceno (v.) y S. Gregorio Magno (v.). No se puede olvidar como factor de
importancia en ese tiempo, ni las invasiones de los pueblos bárbaros (v.) en
Occidente ni el absolutismo de los emperadores orientales. No obstante, los P.
de este periodo son los que sirvieron de lazo de unión entre el saber teológico
primitivo y la civilización de la Edad Media (v.).
V. t.: TRADICIÓN; ESCRITORES ECLESIÁSTICOS PRIMITIVOS; DOCTOR DE LA
IGLESIA.
BIBL.: E. AMMAN, Péres de I'Église, en DTC 12,1192-1215; TH. CAMELOT, Les Péres et les Docteurs de l'Église, en Iniciación Teológica, I, Barcelona 1957; J. QUASTEN, Patrología, I, 2 ed. Madrid 1968, 11 ss.; B. ALTANER, Patrología, 5 ed. Madrid 1962, 32 ss.; A. HAMMAN, Guía práctica de los Padres de la Iglesia, Bilbao 1969; J. VIVES, Los Padres de la Iglesia, Barcelona 1971.
I. IBÁÑEZ IBÁÑEZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991