MUERTE. PSICOLOGIA
Muerte y dolor. El hecho de la m. y la experiencia de la libertad representan,
sin duda, las máximas coordenadas del drama de la vida humana. Por ello se han
contemplado desde todas las facetas imaginables. Entre la mera fenomenología
biológica y su suprema significación religiosa, la m. ha sido, desde siempre,
motivo de reflexión personal y de consecuencias sociológicas recogidas en el
dispositivo jurídico de todos los tiempos y todos los grupos humanos. En su
génesis, el problema de la m. aparece unido, desde el alborear de la Historia,
con el del dolor (v.) y el sufrimiento. El sentimiento que suscita la idea de la
m. es, como en las experiencias dolorosas, de malestar y repugnancia. Sin
embargo, entre unas y otras se impone una clara distinción: mientras el dolor,
el sufrimiento y la enfermedad son experiencias que hemps tenido y que podemos
comunicar; la experiencia de lo que es el morir es intrasmisible: hablamos de
ella en cuanto futura y sin haberla experimentado. Junto a esta distinción,
otra: en tanto se admite que el término absoluto de la vida es la m., la
posibilidad de evitar el dolor y las enfermedades sigue pareciendo, teóricamente
al menos, como un ideal al alcance de la mano. No puede dudarse que buena parte
del esfuerzo humano se viene canalizando cada vez más en este sentido, hasta el
punto de que para el ciudadano del s. XX resulte tan imperativa como
característica la correlación civilizaciónsalud.
En cualquier caso, la m., como el dolor y el sufrimiento, escapan a
cualquier intento de comprensión racional exhaustiva y constituyen como un reto
frente a la radical y constitutiva condición del ser psíquico que es el hombre.
Ese reto encuentra su respuesta sólo en una perspectiva religiosa y acabadamente
en la visión de la m. como «postrimería» teológica dentro de la Fe cristiana, es
decir, presuponiendo las ideas de creación, pecado y Redención. Sin
introducirnos en esas perspectivas (v. IV, V, VI), señalemos que la m., como
hecho de cotidiana realización y acaecimiento ajeno, contiene un simbolismo
antropológico que la Psicología de inspiración analítico-existencial (v.
PSICOLOCíA ANALíTICA) trata de esclarecer. Es esto lo que vamos a estudiar.
Consideración de la muerte biológica. Ya este aspecto ofrece conclusiones
muy significativas: La primera, que los organismos elementales que se reproducen
por división mitosis (v.), o partición celular 1 X 2, X 2, X 2, etc., no están
obligatoriamente sujetos al proceso de senescencia y m. Pueden perecer, y
efectivamente lo hacen en cantidades incalculables, pero ello no es un hecho
necesario, sino un fenómeno accidental. Cierto que el individuo desaparece en su
singular entidad a la vez que asegura la pervivencia del organismo.
La segunda, que el decaimiento senil y la m. orgánica son hechos
correlativos de la capacidad de diferenciación de los seres vivos; de suerte
que, a medida que el universo vital se amplía de acuerdo con dicha capacidad,
tales procesos de senescencia y m. se van configurando morfológicamente de
manera más precisa. En el hombre la referida correlación es máxima. Pero, en
todo caso, las hipótesis del evolucionismo (v.) que consideran la m. como el
resultado forzoso de esa diferenciación, o del exceso o falta de adaptación al
medio, no son verificables con validez absoluta. El hecho categórico es que la
vida resulta ser un proceso ininterrumpido, en tanto que, sin excepción, los
seres vivos singulares dejan de existir.
La tercera conclusión, conforme a lo establecido por A. Weissmann (v.), es
que cuando la vida se trasmite por el concurso de dos individuos (caso general),
o de elementos diferenciados de un solo individuo (vegetales con órganos
hermafroditas), se ha de distinguir el cuerpo o soma de los elementos
germinales. Y, mientras las células somáticas mueren, las germinales sólo
perecen por accidente. De este modo, el carácter instintivo de los fenómenos
biológicos en general, aun el de aquellos cuyoagente reside en órganos o
funciones no germinales, se cualifican por su finalidad de conservar la vida (v.
INSTINTOS). Así, las funciones somáticas parecen estar ordenadas y subordinadas
a la conservación del plasma germinativo y su función procreadora. Y, de ahí, la
real interdependencia entre la vida y la m. que, a nivel biológico resulta ser
como la parábola significativa de una realidad humana del máximo rango: «sin
sacrificios no hay amor».
Muerte y angustia. M. y vida son empíricamente inseparables, aunque el
hombre se resista a ello con natural legitimidad, en virtud de esa repugnancia
que provoca la sola idea, o la amenaza sentida a través de experiencias
dolorosas-mortificantes, del cesar del vivir presente y de la separación del
cuerpo y el alma. Sin embargo, y paradójicamente, la trascendencia cultural del
hecho de la m., en especial fuera del cristianismo, no reside tanto en los
supuestos metafísicos como en determinados modos del vivenciar fundamental,
sobre todo en la angustia (v.). Ciertas corrientes del existencialismo (v.)
filosófico y literario postulan que la angustia surge del hecho de la m. Tal
afirmación es rigurosamente contradictoria. No hay experiencia de la m.; al
menos nadie la ha comunicado. Es más, lo que enseña la clínica médica, induce
más bien a pensar que los sentimientos del moribundo no son precisamente
terroríficos. Aun en el caso de periodos largos de agonía, tanto si hay
trastornos, por debilitamiento de las facultades psíquicas superiores como suele
acontecer de ordinario, como si no, la ausencia de dolores físicos e incluso un
cierto bienestar y euforia, son la regla. Quienes se dedican a la asistencia de
moribundos saben bien de esa «mejoría de la muerte», capaz, a veces, de devolver
el sentido a ciertos enfermos mentales. Si esta euforia premortal es una
verdadera enfermedad física, como pretenden algunos, o si es un efecto de
experiencias religiosas, no hace al caso. Lo cierto es que la serenidad que
comúnmente acompaña a la m. nada tiene que ver con la angustia existencial ni
con la patología.
La angustia frente a la m. es, más bien, angustia frente a lo muerto. Es
la radical significación existencial del cadáver concreto o, simplemente, de los
restos de algo que fue y que se revelan con la amenaza personal de la
posibilidad de lo inoperante y neutro. En el fondo lo que el hombre teme es
poder llegar a convertirse en testigo consciente de su propia disolución. Se
trata de un auténtico presentimiento valorativo: del temor a la pérdida del
autocontrol, del miedo a la enajenación. De hecho la iconografía de la m. no es
más que la proyección plástica de la locura.
Si hay un sentimiento específicamente terrorífico de la m., ha de buscarse
en otra dimensión. Desde la más remota antigüedad existen técnicas de
embalsamamiento. Parece legítimo, psicológicamente, impedir o, al menos,
retardar la descomposición del difunto. Así, el cadáver impresiona menos; es
corriente y consoladora la socorrida expresión de velatorio relativa a «lo
natural que ha quedado fulano»; allí no está fulano, y es seguro de que si la
cosmética y arreglos llegaran a mudar la posición de decúbito tradicional por
otra más acorde con los supuestos de quien murió, los circunstantes estarían tan
incómodos como en la compañía a media luz de las imágenes de un museo de figuras
de cera. Y la prueba reside en que, la reproducción artística de una persona
tiene tanto más valor cuanto menos se ciñe al realismo de las apariencias
físicas. Un retrato es bueno si refleja la continuidad del movimiento interior.
Nada hay más fiel y traicionero a la vez que una reproducción fotográfica.
La figura de la m. expresa la imagen de un momento en el que nadie
quisiera detenerse. Es como la última y definitiva fotografía. Psicológicamente
el problema no tiene solución: el sujeto queda encerrado en una experiencia
anterior, donde lo tendencial resulta anulado en un puro vacío afectivo. Dada la
certidumbre metafísica de la posibilidad de ser de otro modo, el único
pensamiento legítimo es el de que la vida no se acaba, sólo cambia. Lo que en
definitiva expresa el hecho de morir es, precisamente, el carácter irreversible
del cambio.
BIBL.: R. NóVOA SANTOS, Patología General, Madrid 1934; K. JASPERS, Psicopatología General, Buenos Aires 1970.
J. M. POVEDA ARIÑO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991