KERIGMA
Significado y portadores del kerigma. Etimológicamente procede de keryx,
heraldo. El sustantivo k. puede designar el contenido del anuncio del heraldo o
el acto realizado por él al comunicar una noticia, una orden o decreto y
especialmente la proclamación del vencedor. En el N. T. designa la predicación
de lonás (Mt 12,41 par.), de Jesucristo (Rom 16,25), y de los Apóstoles, como
acto (1 Cor 2,4; Tit 1,3) y como mensaje proclamado (1 Cor 1,21; 15,14; 2 Tim
4,17). Mucho más frecuente es el verbo correspondiente keryssein que significa
la acción que realiza el heraldo. Aparece 65 veces en el N. T. e indica la gran
importancia que adquiere la acción de predicar. En general k. puede
identificarse con predicación, pero entre los otros muchos términos con que esta
actividad se nombra en el N. T. (angellein, anunciar; euangellein, evangelizar;
didaskein, enseñar; homilein, conversar; martyrein, testimoniar..., etc.) el
matiz propio del k. y de keryssein está en designar la proclamación primera, el
anuncio hecho a quienes todavía no se han percatado de la proximidad del reino
de Dios, o no han oído hablar de Cristo. Con k. se designa normalmente la
predicación apostólica primera.
Portadores del k. en el A. T. son Juan Bautista, que, antes de aparecer en
público Jesucristo, anuncia la proximidad del reino de Dios (Mt 3,1) e invita a
la conversión por un bautismo de penitencia (Me 1,4; Le 3,3) como anticipación (cfr.
Act 13,24) a la llegada inminente del Mesías (Me 1,7; lo 1,27). Su misión es
anunciar el reino de Dios y a Cristo, pues para ello ha nacido y ha sido llenado
del Espíritu Santo (Le 1,15-17; lo 1,8.20).
Jesucristo, quien comienza su vida pública proclamando la realidad
presente del Reino de Dios (v.), el Evangelio (Mt 4,23; 9,35; Me 1,14), predicho
en la S. E. y cumplido en su persona (Le 4,18-21). Lo proclama con toda
autoridad, pues para eso ha sido enviado (Me 1,38), y ha recibido del Padre todo
lo que Él dice (lo 12,48-50; 14,24). Respondiendo a su misión, Jesucristo,
predica el Evangelio del Reino recorriendo los pueblos y aldeas, y entrando en
las sinagogas (Mt 9,35; 11,1; Me 5,20; Le 8,1). Los enfermos que Él había curado
milagrosamente anunciaban también lo que Jesús había hecho con ellos, algunas
veces habiéndoselo prohibido (Me 7,36), otras porque Él mismo se lo ordenaba (Le
8,39). Jesucristo siente la necesidad de que el Evangelio sea predicado a todos
los pueblos, para que se cumpla el designio salvador de Dios sobre la historia
al final de ella (Me 13,10; Mt 24,14). Después de su muerte, incluso, lo anuncia
a las generaciones anteriores que no lo han conocido (1 Pet 3,19). Con la misma
finalidad, en su vida pública, Jesús elige a los Apóstoles, para que estando con
Él fueran testigos, y para enviarlos a predicar. Esta misión la llevan a cabo ya
en la misma vida histórica de Jesús, y predican con el poder recibido de Él de
arrojar los demonios y curar las enfermedades (Me 3,14; 6,12; Le 9,2). Después
de la resurrección, Jesucristo confirma este mandato a los Once, enviándoles
nuevamente a predicar el Evangelio a toda criatura (Me 16,15); a todos los
pueblos, comenzando por Jerusalén (Le 24,47). La misión por parte de Jesús y el
anuncio que habrán de realizar los enviados pertenecen al plan salvador de Dios,
de forma parecida a como pertenece a ese plan la muerte y resurrección de
Cristo, ya que todo ello «estaba escrito» (Le 24,47). En el anuncio de los
Apóstoles obra al mismo tiempo Jesucristo resucitado (Me 16,20).
Los Apóstoles, después de la Ascensión del Señor, cumplen su mandato de
ser portadores del k., sintiéndose elegidos como testigos y encargados de
predicar al pueblo lo ocurrido y la salvación en Cristo (Act 10,42; 1 lo 1,1-3).
Así lo realizan Felipe (Act 8,5), Pedro (Act 2,14 ss.), Juan (lo 19,35), Pablo (Act
9,20). Pero quien predica realmente con autoridad es todo el grupo de los
testigos -la Iglesia apostólica-, ante quienes el mismo S. Pablo expone el
Evangelio que lleva él a los gentiles (Gal 2,2), y a quienes se refiere, lo
mismo que S. Juan, cuando habla algunas veces en plural (Rom 10,8; 1 Cor 1,23;
15,11; 1 lo 1,5; 4,1; lo 3,11). S. Pablo no predica sino la tradición que ha
recibido en la Iglesia, y lo mismo manda hacer a Timoteo y a Tito (1 Tim 4,6; 2
Tim 4,2 ss.; Tit 2,1). S. Juan enseña las mismas palabras pronunciadas por
Jesucristo, si bien comprendidas con la profundidad que le hace descubrir la luz
del Espíritu Santo (cfr. lo 2,22; 7,39; etc.). Para S. Juan es el mismo Espíritu
Santo quien anuncia y enseña a los cristianos la verdad completa sobre Cristo
(lo 14,26; 1 lo 2,27). La predicación apostólica se lleva a cabo, por tanto,
cooperando el Espíritu Santo, que es presentado por S. Juan como el portador de
la predicación.
Lo mismo que los Apóstoles -unidos al Espíritu Santo- predican enviados
por Jesucristo, y Éste lo hacía enviado por el Padre, así en la Iglesia la
predicación está garantizada por la misión previa (Rom 10,14-15), que constituye
a una persona en ministro de la predicación del Evangelio (Col 1,23). Todos los
portadores del k. -desde S. Juan Bautista a los enviados en la Iglesialo son
auténticariiente por haber sido enviados para ello, y realizan su misión con la
autoridad y fuerza de quien los envía.
Contenido del kerigma. El k. de S. Juan Bautista, de Jesús en los
Sinópticos, y de los Apóstoles enviados durante la vida terrena de Jesús,
anuncia la inminencia y la realidad presente del Reino de Dios (v.) en el
cumplimiento de los tiempos mesiánicos. Pero el contenido del k. -primera
predicación apostólica tras la Ascensión- hay que buscarlo en los discursos de
los Apóstoles que nos trae el libro de los Hechos, en los textos de las
Epístolas que recogen la Tradición, en la enseñanza de los Evangelios, y también
en las confesiones de fe en las que los creyentes hacen suyas las palabras del
kerigma. Es el mismo k. que anunciaba el Bautista y proclamaba Jesucristo, pero
presentado ahora por la Iglesia como realidad actual operante, que ha tenido
comienzo en unos acontecimientos históricos cumplidos en la persona de Jesús y
por los que sabemos que Éste permanece vivo para siempre.
El libro de los Hechos presenta la predicación misionera de las figuras
más relevantes de la Iglesia primitiva a los grupos más representativos: judíos,
prosélitos, gentiles... El primer núcleo y base de esta predicación es la muerte
de Jesús desechado por los judíos (Act 2,23; 3,15; 4,10; 5,30; 10,39; 13,27), y
su glorificación al ser resucitado por Dios de entre los muertos y exaltado a su
derecha con el título de Mesías (Cristo) y Señor (Kyrios) (2,23-36; 3,15;
4,10-11; 5,31; 10,40; 13,27-30). Todo ello según el designio salvador de Dios
atestiguado en las S. E. Este acontecimiento y su proclamación lleva una
exigencia de conversión, penitencia y Bautismo para todo aquel que lo escucha,
colocándole así en el ahora de la salvación (2,38; 3,19-26; 4,12; 5,31; 10,43;
13,38). No es, por tanto, un mero acontecimiento histórico como otro cualquiera,
sino el ofrecimiento de salvación apoyado en la historia y en la realidad de
Cristo vivo. Tampoco es la plasmación de unas ideas religiosas de la época, sino
una persona concreta y un acontecimiento real que ha inaugurado un tiempo nuevo
en el que se coloca el creyente. Este núcleo -acontecimiento pascual-, común a
todos los discursos, se encuentra a veces desarrollado en los hechos que le
precedieron: el anuncio del Bautista y la unción del Jordán (10,37-38;
13,23-25), el paso de Jesús entre los hombres haciendo el bien (2,22; 10,38), y
en los hechos que le siguieron: las apariciones que prueban que resucitó y está
vivo (2,23; 3,15; 5,32; 10,39-42; 13,31), y la efusión del Espiritu Santo
confirmando las promesas divinas (2,33; 5,32). Otras veces, con menor
frecuencia, aparecen su ascendencia davídica (2,30; 13,34); sus sufrimientos
(3,18); su condición de piedra desechada por los constructores y que ha venido a
ser Piedra angular (4,11); su misión de profeta (3,22); su filiación divina
(9,20; 13,33); lo mismo que su resurrección y exaltación, como predichos por
Dios y cumplidos en su persona, todo lo cual orienta con plena confianza al
presente de la efusión del Espíritu (2,17-21), en el que deben participar todos
los hombres (2,39; 3,2), y al futuro de la segunda venida del Señor (3,20).
En las Epístolas, se encuentran también enunciados del k. presentados como
tradición anterior (1 Cor 11,23; 15,3-5), o como referencias ocasionales (1 Thes
1,9-10; Rom 1,3-4). Se afirma que Cristo murió por nuestros pecados (Gal 1,4; 1
Cor 15,3; Rom 4,25; 5,8; Tit 2,14; 1 Pet 2,21 ss.; 3,18; 1 Jo 3,16), que fue
sepultado y resucitó al tercer día (1 Thes 4,14; Rom 8,14; 1 Cor 15,4; 1 Pet
1,21); que está sentado a la derecha de Dios Padre (Eph 1,20; Heb 1,3; 1 Pet
3,22); que es el Señor (Rom 10,9; 1 Cor 12,3) de vivos y muertos (Rom 14,9); que
es el Hijo de Dios (Rom 1,35; Heb 4,4); que ha de volver a juzgar a vivos y
muertos (2 Tim 4,1; Rom 14,9).
Este k. es el que explican con amplitud los evangelios (v.) al narrar la
historia de Jesús presentando su origen divino, su paso haciendo el bien y sobre
todo su muerte y resurrección. En ellos aparece reflejado expresamente cuando
sus autores dicen la finalidad con que escriben o el contenido de su Evangelio:
que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios (Me 1,1; lo 20,31). Su afirmación está
apoyada en el testimonio de Dios en el Jordán (Mt 3,17 y par.) y en el Tabor (Mt
17,16 y par.), en las palabras de Jesús que llama a Dios Padre (lo 5,18; 10,45;
Mt 11,27), que se manifiesta como Dios (lo 14,7-11), que se dice enviado del
Padre (lo 12,49), que afirma ser Él el Mesías y el Hijo de Dios ante la-pregunta
del Sumo Sacerdote (Mt 26,63 y par.), ante la confesión de Pedro (Mt 16,16 y
par.) y de Marta (lo 11,27), e incluso en el testimonio del Bautista (lo 1,34) y
del centurión (Mt 27,54).
El contenido del k. aparece también en las confesiones de fe, al ser
profesado por aquel que lo ha creído, ante la Iglesia con ocasión del Bautismo (Ac
7,37) o ante quienes lo niegan (1 lo 2,22; 4,2; Rom 10,9). Se proclama que Jesús
es el Señor, el Cristo, el Hijo de Dios. Lo mismo aparece en los himnos, en los
que se alaba a Dios y a Cristo, y se canta la obra de la salvación (Philp
2,6-11; Col 1,15-20; 1 Tim 3,16 y probablemente parte de lo 1,1-18). Éste es,
pues, el mensaje que predican los Apóstoles por todas partes. Con variedad de
presentación se centra en predicar el Evangelio, que es una persona: Jesucristo,
Señor, Hijo de Dios, que resucitando nos ha salvado de la muerte e introduce a
todo el que cree en una nueva vida animada por el Espíritu Santo, que Él ha
enviado.
Importancia del kerigma. Ya desde el principio el k. se propone según unas
expresiones estereotipadas y bastante fijas, aunque su formulación varía debido
al carácter de cada predicador y a las circunstancias en que se encuentra. Son
fórmulas de fe que van fijándose y constituyen ya en los primeros años de la
Iglesia el cuerpo de la buena doctrina (1 Tim 1,10; 2 Tim 4,3; Tit 1,9), la
tradición que hay que conservar (2 Thes 2,15; 1 Cor 12,2), el depósito de la fe
que hay que custodiar (1 Tim 6,20; 2 Tim 1,12.14) y enseñar (2 Tim 2,2.14; 4,5;
Tit 2,1). El k. es la palabra y el mandato de Jesús escuchado desde el principio
(1 lo 2,24; 3,11) en los que se ha de permanecer fieles (lo 8,31; 15,7; 1 lo
2,14) y guardar (lo 8,52; 14,21; 1 lo 2,3.5; 3,23.24), para permanecer en
comunión con Dios y con los hermanos (lo 15,9-10; 1 lo 2,24). Con el k. se forma
la profesión de fe que hace falta mantener firmemente (Heb 4,14; 10,23). Está
hecho de palabras sanas que hay que oponer a las doctrinas desviadas (1 Tim 6,3;
2 Tim 1,13) y que constituyen el modelo de enseñanza, la doctrina normativa (Rom
6,17; 16,7; 2 lo 9,10). Por todo ello el k. no está sujeto a la inteligencia y
discusión humanas, a las que puede parecer una locura y un escándalo (1 Cor
1,18; 23; 2,14); sino que debe aceptarse con la obediencia incondicional de la
fe (Gal 1,8-9; 11; 1 Cor 2,3-5). Con él se adquiere la verdadera sabiduría, la
de Dios, fuera de la cual cualquier otra es una necedad (1 Cor 1,24; 27; 2,6).
Así, el k. en sus formulaciones concretas representa la norma de la fe,
alrededor de la cual.surgen y se organizan los escritos del N. T., sobre la que
se apoya y en la que se contrasta toda predicación posterior, siendo de esta
forma como el núcleo primero y fundamental de la enseñanza dogmática de la
Iglesia.
V. t.: PREDICACIÓN I.
BIBL.: J. A. UBIETA, El kérygma apostólico y los Evangelios, «Estudios Bíblicos» 18 (1959) 21-26; P. BENOiT, Les origines du Symbole des Apótres dans le Nouveau Testament, en Exégése et Théologie, II, París 1961, 193-211; J. KAHMANN, Predicación, en Diccionario de la Biblia, dir. HAAG-AUSElo, Barcelona 1964, 15581562; 1. I. VICENTtNi, El kérygma en el ministerio de la palabra, «Revista Bíblica» 32 (1970) 117-129; J. SCHMITT, Prédication apostolique, DB (Suppl.) VII1,246-273; G. FRIEDRICH, Keryx, Kerysso, kerygma, TWNT 111,683,717.
G. ARANDA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991