Su nombre de pila era Gabriel Condulmer. N. en Venecia en 1383 y recibió
su formación espiritual en la misma ciudad, en el monasterio de agustinos
de S. Jorge in Alga. Su tío Gregorio XII le hizo obispo de Siena (1407) y
cardenal más tarde (1408). Como legado en Ancona (1420), dio pruebas de
autoridad y decisión. Tras un rápido cónclave, ascendió al trono
pontificio el 3 mar. 1431. Contaba 48 años de edad y era extra
*Ordinariamente austero, frugal, piadoso y caritativo. Bajo la tiara
continuó siendo un monje observante, pero falto de habilidad, prudencia y
experiencia, inconstante y versátil.
Los tiempos eran difíciles. El movimiento conciliarista, que
proclamaba que el concilio era superior al papa, se hallaba en su apogeo.
La insuficiencia de las reformas intentadas por el concilio de Constanza
(v.) y Martín (v.), su antecesor, habían aumentado el malestar y la
insatisfacción. Los hussitas (v.) se mostraban victoriosos e
irreductibles. Muchos esperaban la solución de estos males del Conc. de
Basilea (v.), convocado por Martín V poco antes de su muerte. E. miró el
concilio con desconfianza, pero no se atrevió a dejarlo sin efecto. Desde
el primero hasta el último día de su pontificado tuvo frente a sí un
Concilio antipapal. El conflicto era inevitable. El papa lo provocó tal
vez intencionadamente para dar la batalla al conciliarismo (v.), esperando
salir victorioso. Tal vez no calculó bien la fuerza del adversario, o
quizá le faltó una clara visión de las cosas. Tras una prolongada y
dramática lucha, obtuvo finalmente la victoria. El Concilio de Florencia
(v.) proclamó el primado universal del Romano Pontífice. Los teólogos (Torquemada),
los humanistas (Eneas Silvio Piccolomini, el futuro Pío II) (v.) y los
cardenales más insignes (Cesarini, Nicolás de Cusa, Capránica) acabaron
por ponerse a su lado. Mientras luchaba contra la teoría conciliar, logró,
aunque efímeramente, la reunión de casi todo el Oriente a la Iglesia
romana, con lo que obtuvo un nuevo apoyo para el poder pontificio.
E. prestó menos atención a la reforma que al concilio. Una reforma
general de la Iglesia parecía irrealizable. A juicio de su coetáneo Juan
Nider, O. P., sólo eran posibles reformas particulares en muchos estados y
órdenes. Éste es el camino que siguió E., restaurando la disciplina en el
clero romano y en los monasterios de Florencia y sus alrededores,
protegiendo las congregaciones de benedictinos reformados de S. Justina de
Padua y S. Benito de Valladolid, y secundando las reformas de los
dominicos, franciscanos y agustinos. Se rodeó de santos: S. Francisca
Romana (v.), S. Antonio de Florencia (v.) y S. Juan de Capistrano (v.).
Se esforzó en oponer un dique a la expansión de los turcos en Europa
y en asegurar la permanencia del imperio bizantino, que no era más que la
capital sin territorio. El papa se propuso organizar una expedición por
mar y tierra para arrojar a los turcos de los Balcanes. A fines de 1443
partió el ejército cruzado; pero, después de algunos éxitos iniciales,
sufrió una aniquiladora derrota, en la que pereció el legado pontificio,
Cesarini (10 nov. 1443). La situación de la isla de Rodas se agravó,
motivando un patético llamamiento de cruzada del papa, que no produjo
ningún resultado positivo.
E. fue uno de los primeros impulsores del movimiento renacentista.
Llamó junto a sí a los artistas más ilustres de Italia y aun del
extranjero. Fra Angélico, Pisanello, Foucquet, Donatello y Ghiberti (v.
voces correspondientes). Su corte se pobló de letrados, a los que facilitó
sus estudios e investigaciones por medio de pensiones; ayudó y provocó la
reconstitución de la Biblioteca Pontificia y la restauración de la Univ.
romana (1431).
E. fomentó la Reconquista española. Acogió con entusiasmo el
proyecto de Juan 11 de Castilla de combatir a los musulmanes hasta
terminar con su enclave en España. A juicio del papa, no había en toda la
Cristiandad ninguna afrenta mayor que el reino sarraceno de Granada, entre
los reinos cristianos de España. Deseando, pues, borrar un baldón tan
grande y reducir dicho reino al culto de la verdadera fe, nombró legado
pontificio al card. Alfonso Carrillo, encargándole que predicase la
cruzada en Castilla y exigiese de los eclesiásticos un subsidio de cien
mil florines con destino a la conquista de Granada. En 1433 Juan II rompió
las hostilidades. E. impuso al clero castellano otro subsidio idéntico y
otorgó diversas gracias a favor de la guerra santa española. Cuatro años
más tarde confió al Card. Jordán la predicación de una nueva cruzada en
los estados. castellanos y regiones circunvecinas.
La corte de E. IV se llenó de españoles. Unos acudían con la
esperanza de obtener algún beneficio eclesiástico o resolver algún
litigio. Otros residían de una manera estable, a servicio del pontífice.
Los había literatos, como Alfonso Martínez de Toledo (V. ARCIPRESTE DE
TALAVERA), Juan de Mena (v.), Juan de Flores y Juan de Lucena; otros eran
teólogos, canonistas o diplomáticos, como Torquemada (v.), Rodrigo Sánchez
de Arévalo, El Tostado (v.), Juan de Carvajal y Juan Díaz de Coca; otros
auditores de la Rota Romana, p. ej., Pedro Martínez de Covarrubias,
Alfonso de Segura y Sancho Romero.
E. IV murió de una manera edificante el 23 feb. 1447. Tiene el
innegable mérito de haber infligido al conciliarismo (v.) un golpe del que
ya no se repuso. Por eso parece acertado el juicio de P. Moncelle: «Un
papa a quien la historia puede contar entre los más grandes» (DTC,
V,1496).
BIBL.: Además de la citada en los
artículos BASILEA y FLORENCIA, cfr. J. GILL, Eugenius IV, Westminster-Maryland
1961; Fliche-Martin, XIV,229-290; Pastor, 1,423-429; J. GuIRAUD, L'Église
romaine et les origines de la Renaissance, París 1921, 117-170; P.
PASCHINI, Roma nel Rinascimento, Bolonia 1940, 120-165; J. GoÑi GAZTAMBIDE,
Historia de la Bula de la Cruzada, Vitoria 1958, 343-349; V. BELTRÁN DE
HEREDIA, Bulario de la universidad de Salamanca (1219-1549), I, Salamanca
1966, 130-141; R. GARCIA VILLOSLADA, Historia de la Iglesia Católica, 111,
2 ed. Madrid 1967, 307-335.
J. GOÑI GAZTAMBIDE.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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