ESPÍRITU
Religión No Cristiana
1. Los espíritus de las cosas,
démones, cte. Uno de los elementos que primeramente aparecen entre los
humanos es el temor a los e., manes, daimones, etc. Aislada de su
contexto, esta creencia se asemeja a una autosugestión del miedo; puede
parecer una especie de pesadilla engendrada por la psique popular y
jamás se la admitiría como componente de u'.a religiosidad seria; los
entes así engendrados son como imágenes burlescas de una fantasía
enferma, aquejada de delirio persecutorio. Pero hay que tener en cuenta
que ninguna forma religiosa, si exceptuamos el cristianismo, religión
revelada, perfecta. Como algo íntimamente humano, el contenido pleno de
una religiosidad está además sujeto a evolución y perfeccionamiento; se
va desarrollando poco a poco y por estímulos que se insertan uno tras
otro a larga distancia. Así, mientras en algunas religiones primitivas
(v. PRIMITIVOS, PUEBLOS) encontramos un conocimiento muy claro de Dios,
en otras parece darse sólo la creencia en un principio impersonal,
aunque trascendente, estilo Mana (v. MANISMO).
Como una derivación del manismo, unas veces, por razones diversas,
otras (p. ej., la conciencia de lo sagrado, v.; las teofanías, v.; el
culto a los muertos; cte.), lo cierto es que algunos primitivos ven al
mundo entero como lleno de espíritus. El mar, las fuentes, las cavernas,
los árboles y las casas y el pueblo; el aire, el cielo y el mundo
subterráneo están dominados por ellos. Confieren a todos estos elementos
una especie de vida, que se compone de figura y voluntad; ven en ellos
una fuerza que se manifiesta en la potencia que esconden. El primitivo
no define qué sean esos seres; simplemente evoca la sensación que ha
vivido. A veces estos elementos aparecen arbitrarios, perezosos,
irascibles; en otras ocasiones, bajo una acción profética o gracias a
estímulos religiosos y éticos, se convertirán en seres provistos de
voluntad más razonable, de índole más personal y moral. En este último
caso actúan movidos por leyes interiores; pero, mientras no se haya
desarrollado todo el conjunto o si sólo se ve aisladamente un aspecto
del todo, estos elementos parciales e iniciales tienen un carácter
extraño, incomprensible y, a veces, hasta grotesco. Todo ello por lo
demás reviste muy diversas formas, y sufre desarrollos muy complejos a
lo largo de la historia: en algunos momentos los e. parecen ser
considerados como meras fuerzas impersonales difíciles de controlar; en
otros son vistos como seres claramente personales a los que el hombre
puede dirigirse con el fin de conseguir que le sean propicios, etc.; a
veces son considerados como seres semidivinos con autoridad en ciertos
campos de la vida.
En líneas generales, estos e. ordenan la conducta de los humanos.
Quizá, en el fondo, exista el miedo a los seresobjetos que rodean al
hombre, consciente éste de su propia debilidad ante lo fortuito, lo
incomprensible, lo inesperado. Quizá haya sido el tremendo aislamiento
de aquellos grupos humanos la causa de dar forma a las cosas dotándolas
de figura y voluntad. Personificándolos, estos objetos se hacen
análizables, capaces de un diálogo, de un reconocimiento, de bendición o
maldición y, en última instancia, se convierten en vehículos de
revelación.
Hay una profunda interrelación entre estos e. de las cosas o
espíritus-que-animan-la-naturaleza y las almas de los muertos. El hombre
desconoce o malcomprende qué hay de por medio, pero difícilmente se
pueden separar ambos aspectos de la realidad. Así, en el megálito, los
hombres construyen sus sepulcros al lado de fuentes o ríos. Es común
entre los sedentarios -que generalmente inhuman sus cadáveres- la idea
de que los manes, que habitan debajo de la tierra, son los que hacen
brotar las aguas y germinar las plantas (v. INMORTALIDAD). Esos manes lo
mismo son identificados con las almas de los muertos que con los e. que
animan la naturaleza. Algo tienen en común: actúan caprichosamente. Su
poder se hace sentir de improviso e igualmente desaparece. Son daimones,
figuras de una potencia que aparece momentáneamente y es inestable (v.
ANIMISMO; MANISMO; TEURGIA; PREANIMISMO; CHAMANISMO; DIFUNTOS I).
Podemos afirmar que los hombres perciben el mundo a partir de sus
propias vivencias y también contando con su experiencia. Los e. que el
hombre encuentra en las cosas son expresiones de una vivencia
experimentada por individuos con especial potencialidad religiosa.
Hablando realmente, el hombre, ante la conciencia de su finitud, de su
ser de creatura, al tomar conciencia de un poder extraño a él, ante el
encuentro con una voluntad que le supera, que puede ser benéfica o
acarrearle el mal, ve que debe aceptar o creer en un ser superior a
quien inconscientemente dota de figura. En el fondo existe una verdad
inconcusa para él: todo efecto cuyo origen le sea desconocido o mal
comprendido, es producto de una causa superior o trascendente. Esa vía
conduce al conocimiento de Dios, pero cuando no se eleva hasta Él puede
desembocar en creencias ambiguas en e. daimones (o démones), etc.
El daimón especifica o concreta la potencia que se esconde en los
objetos y que el hombre reconoce en el bosque o en el campo, en la casa
o en las montañas, en las aguas y en los árboles. Son los «actuantes»,
designados sencillamente como «él» o «ella». Es la experiencia vivida de
una potencia concreta, sin distinguir mucho entre la última, o primera,
causa (Dios) y las causas segundas. Ulises arrojado a las costas de los
Feacios, hace esta oración al Daimón del río: «óyeme, soberano, quien
quiera que seas: Vengo a ti, tan deseado, huyendo del mar y de las
amenazas de Poseidón. Es digno de respeto incluso para los inmortales
dioses el hombre que se presenta errabundo, como llego ahora a tu
corriente y a tus rodillas, después de pasar muchos trabajos. ¡Oh rey,
apiádate de mí que me glorío de ser tu suplicante! » (Odisea, raps. V).
En la religión Shinto (v. SINTOíSMO), todas las cosas y todos los
fenómenos de la naturaleza que aparecían como asombrosos a los ojos de
los hombres de aquella época, fueron venerados. Eran Kami: todo cuanto
tiene valor para la vida, como los cereales; lo que es temido como las
serpientes, los lobos; algunos lugares o parajes, como la montaña Fuji, son reverenciados como Kami. Causaban tal
impresión a los japoneses que éstos creían que estaban habitados por e.
que, cuando estaban irritados, podían causar grave daño; para escapar de
su poderío, para protegerse, recurren a ciertos ritos y hechicerías. La
veneración Kami se extiende también en el sintoísmo a diversas clases de
animales, por razones distintas a las antedichas, como, p. ej., a los
zorros relacionados con la diosa de la agricultura, prevaleciendo en el
Japón arcaico -como sustrato animista- la creencia de un Kami en los
varios objetos.
En esta experiencia religiosa, más bien superficial, en que se
afirma la existencia de un e. localizado, se pueden precisar diversos
momentos: un estado negativo: «aquí no estamos seguros». Será en un
lugar desértico o ante una avalancha de agua, o en un cementerio, de
noche en un bosque. Un segundo momento hace exclamar: «Este lugar está
embrujado». Ya fluye el oscuro fundamento conceptual. Comienza la
explicación bajo la forma de una representación, todavía vacilante e
imprecisa, de algo allende el mundo. Tercer momento, se precisa e
identifica esa realidad de carácter numinoso, de potencialidad escondida
que toma la forma de un numen loci, de un e. o daimón local (v.
FETICHISMO). Ya se ha dicho que estos e. pueden hacer el bien o el mal.
Contentos, su amistad es provechosa, dado el poder de que disponen; sin
embargo, en la creencia popular, se manifiestan generalmente como
peligrosos, porque, una vez que la acción benéfica pasó a ser patrimonio
de los grandes dioses, a estos e. solamente les quedó como tarea hacer
el mal a los vivos; son los demonios, personificación de las fuerzas
enemigas del hombre, capaces de herir mortalmente a todos, y perturbar
el orden de las cosas. La creencia popular ha imaginado a algunos de
estos e. con excesiva capacidad de posesionarse de un hombre: algunas
enfermedades (hasta hace poco, la locura en sus varias formas) o
disposiciones más o menos fuera de lo normal o ciertas características
somáticas, eran atribuidas fácilmente a la presencia en el individuo de
estos seres demoniacos (v. POSESOS; ÁNGELES I).
2. El espíritu en el hombre. a) El alma universal. Uno de los
datos fundamentales de la fenomenología religiosa del primitivo es que
no se ha autocomprendido como algo o alguien separado o independiente
del mundo que lo circunda. Algunos mitos arcaicos o más recientes, y el
rito como concreción, afirman cómo el individuo menos evolucionado se ha
visto con frecuencia como una parte integrante de ese cosmos maravilloso
que respetaba amando y temiendo. Acepta la presencia de un mana en los
objetos y en los fenómenos, se comprende como una parte del «todo
animado». El individuo se sabe partícipe de lo sacro que presiente y
confiesa. Él es o contiene una molécula de ese e. universal que invade
el mundo. Lo que se llamaría alma, es un mana individualizado, una
especialización del poder universal que en su persona anima al ser.
Heráclito (v.) y su idea del devenir, pueden ser catalogados en este
apartado. El Uno primordial del que nace lo múltiple, es la energía
viva. Esa fuerza primera, que viene a identificarse con el fuego, se
convierte en e.; también el cuerpo humano es una manifestación del
fuego, que deviene agua y tierra.
Al evolucionar el pensamiento humano, cualquier clase de panteísmo
(v.) cabe perfectamente aquí, pues cuando se afirma que todo contiene
una parte de lo divino, aboca la confesión de un mana o poder cósmico,
fragmentado en corpúsculos visibles que agotan la realidad del Uno y
Universal. Aparte de esta especulación filosófica, los hombres creyeron
también en el e. del grupo o de la tribu. No es extraño encontrar
pueblos que aceptaban como postulado básico la creencia en una misma
fuerza que los animaba a todos, que eran vitalizados por el mismo
espíritu. Ejemplo clásico son los pueblos germanos (v. GERMANIA II;
ESLAVOS Ii). Existe funcionalmente un solo e., un alma colectiva, cuya
potencialidad y fuerza se manifiestan individualmente en cada uno de los
miembros que forman el grupo. Esta creencia en un e. familiar fragua
unos ligámenes tan fuertes, que provocan estructuras sociales y
religiosas que aún hoy perviven en nuestra llamada civilización técnica.
En una línea más avanzada, algunos pensadores admitirán que existe un e.
universal, ya común a todos los hombres. El filósofo Anaxágoras (v.),
asumiendo claramente el dualismo almacuerpo, concebirá a la primera como
una parte de la realidad total, la llamada Alma Universal, del todo
diferente al mundo material, al que pertenece el cuerpo.
b) El alma-potencia. Esta noción de e. como un mana especial e
individualizado, nos equipara a todos los seres vivos. El primitivo ve
algo más: hay en el hombre un algo especial, que lo diferencia de los
animales y que va anejo a la persona: son las facultades (v.) que se
pueden denominar espirituales.
Eminentemente observador, el primitivo percibe una discriminación
frente al reino animal; pero, como vitalista, no sabe comprender el ser
sino en cuanto actúa. De ahí que el primer paso es comprender el e.
humano como una fuerza, una potencialidad que va a desarrollarse o
manifestarse. La noción de alma tiene como base un dato biológico
humano, la fuerza.
Según el pensamiento egipcio, cada hombre encierra un ba (que
significa fuerza, poder, sobre todo en plural, baw). Circula con el
individuo y es libre, tanto si el hombre está vivo como si está muerto.
Sería como un alma exterior. Los primeros filósofos griegos (con ligeras
variantes) aceptan el e. humano (la psique) como la fuerza vital,
inherente a la existencia humana y que se revela en las facultades
específicas de pensar, querer y desear.
Los signos de esta potencia son la sangre o la respiración;
algunos órganos específicos la contienen de modo eminente, el corazón.
Entre los menos evolucionados, el aliento, la respiración es el signo
más claro y evidente de esta potencia animadora. Esta forma de pensar ha
hecho nacer los vocablos más normales y corrientes para designar el
espíritu-alma: Atman, Ruaj, Pneuma, Spiritus. Es la fenomenología del
pecho que sube y baja; los suspiros, el aliento que se va perdiendo, que
llega a desaparecer en el hombre y éste muere. Igualmente ha sido
importante la sangre. Ésta contiene una fuerza, no sólo vital, sino
también mágica: la sangre en los dinteles de la puerta en la noche del
Pésaj, fenómeno religioso parejo al conocido en los aborígenes de Nueva
Zelanda. Los romanos, como los hebreos, creían que en la sangre residía
el alma o la vida de los hombres. En este contexto se comprende el valor
de salvación que encierran los sacrificios (v.) cruentos, generales en
la mayoría de los pueblos. Con el aliento y la sangre, pero en un puesto
muy inferior, se pueden elencar: el sudor, la saliva, los orines, etc.:
cuanto se desprende del cuerpo vivo y nada más.
Los órganos portadores del alma o espíritu están en relación con
la potencia de la que son manifestadores. Así la cabeza: ésta es la
parte del cuerpo más apetecida como botín precisamente porque en ella
reside el espíritu. Le sigue el corazón, el hígado, etc. A la
antropofagia (v.) se le suele asignar este origen: al comerse la parte
donde reside cierta fuerza del difunto, se asimila y apropia la potencia
espiritual del mismo.
A pesar de todo, en ninguna de estas manifestaciones y órganos se
encierra completamente el espíritu. Éste reside en todo el cuerpo o,
mejor, en toda la persona. Al final de este momento lógico, superando y
asumiendo todo el pensamiento anterior, llegan a identificar el e. con
el yo, con el ser verdadero y personal. Aunque a veces el espíritu-alma
sea concebido con cierta materialidad, ello no implica dualismo (v.),
tal como hoy se entiende. El primitivo no distingue un cuerpo material y
un alma espiritual al modo dualístico, sino un todo (hombre) animado;
muchas veces, incluso considera que el e. puede crecer y menguar, sufrir
y gozar, comer y ser comido. Un texto de la Época de las Pirámides
presenta en su arcaísmo al e. del rey faraón penetrando vencedor en el
cielo. Su alimento son los Baw, los e. de los dioses, que se administra
como alimento según la categoría en las comidas de la mañana, del
mediodía y de la tarde. Su vientre espiritual está lleno de los e., de
los dioses. He aquí la mitización del canibalismo: comida de fuerzas
residentes en los individuos.
La misma psique de los griegos es un duplicado de la persona, cuya
existencia ve en sueños, en los ataques nerviosos, en los éxtasis y en
la muerte. Durante el desvanecimiento, p. ej., el e. abandona al hombre;
del mismo orden es la muerte, solamente que en este caso el e. no
vuelve.
El e. del hombre, a veces, tiene figura: de ahí que se la pueda
ver o mejor intuir. La mejor de todas es la imagen o reflejo del mismo
individuo. Los e. del mal no se reflejan: la leyenda de los vampiros nos
enseña que éstos no proyectan su sombra en los espejos, no tienen
imagen. La experiencia de Narciso, que se contempla en el agua, es
esencialmente numinosa: el terror que provoca se basa en el hecho de
encontrarse con su mismo espíritu. También la sombra es figura del
espíritu. La muerte y los difuntos no tienen sombra; son sombras. El
hombre es asimismo figura del e. del hombre; por eso quien conoce el
nombre de uno, su e., lo puede dominar. El nombre es el doble de la
persona en su forma más espiritual y potente.
En otras culturas se percibe a estos e. como seres disminuidos,
especie de enanos, también vivificados, pero llevando una vida sombría,
c) Riqueza y trascendencia del espíritu humano. Este e.
especializado en el hombre y que llamamos alma (v.), al manifestarse
como potencia o facultad, dio pie, en ocasiones, a la afirmación de
diversas almas en el individuo. Cada una de ellas está en función de una
cierta vitalidad concreta. Hoy todavía hay quien habla de alma
vegetativa, animal y racional en el ser humano. En Egipto son los
faraones quienes tienen más espíritus; un proceso posterior los fijó en
14. Esta idea de que el hombre alberga más de un e. representa el paso
entre el alma como totalidad dinámica y el dualismo clásico,
alma-cuerpo. Pone de manifiesto y subraya el potencial cuantitativo de
la persona o ser humano. Otras veces se habla de un doble e. en el
hombre: Uno que le sobrevive a la muerte, otro que acompaña al cuerpo en
la tumba.
En la muerte hay una verdadera disección: a la par que el cuerpo
queda en el mundo verificable, el otro componente se aparta. Todo el
ceremonial de difuntos pretende mágicamente capacitar al individuo a dar
el salto, a pasar de un mundo a otro (v. DIFUNTOS I). Poco a poco el
primitivo concibe en sí la existencia de una potencialidad que le
supera; la conoce y experimenta; pero, al no poderla controlar, la teme.
La divinización de este principio espiritual es, con frecuencia, el
término de un proceso de mitización. Y no puede extrañar el hecho de que
el ser humano haya llegado a divinizar una parta de su mismo yo, puesto
que también llegó a adorar la obra que salió de sus propias manos, los
ídolos.
De esta alma hablan largamente los pensadores griegos. Sin duda,
lo tomaron de los cultos orgiásticos originales de Tracia. Éstos
conseguían provocar en sus adeptos la locura religiosa del éxtasis,
durante el cual el e. rompía los lazos que le unían al cuerpo, buscaba y
hallaba un nuevo mundo, participaba de una vida distinta, trascendente,
idéntica a la que es permanente de la divinidad. El gusto de la
experiencia se manifestaba claramente cuando, al volver en sí, el humano
se reintegraba al mundo que momentos (o siglos) antes abandonara.
Hesíodo (v.) habla de una cierta vida inmortal del e. humano
conseguida tras la muerte. Una parte del yo se concibe como
independiente del todo, con virtualidad propia, capaz de sobrevivir. Al
parecer es la sobria esquematización de la experiencia mántica de
Tracia. Esta creencia en un alma que sobrevive al cuerpo está en
pensamiento hindú. Según el Brhad Aranyaka (V,IV,42-5), cuando el e.
abandona al hombre, el Prana o aire vital le acompaña. Éste alberga una
especie de consciencia muy concreta y busca un cuerpo de alguna manera
afín a esa misma consciencia. Allí se alberga de nuevo. El e. con un
cierto conocimiento, con las experiencias vividas y con el resultado de
las obras pasadas (karma) se reencarna (v. METEMPSicosis). La llama de
la pira funeraria le sirve de trampolín para alcanzar el aire; de allí
bajará con la lluvia. Ésta es absorbida por las plantas que sirven de
alimento al hombre o a los animales. Entonces, ese e. exterior,
enriquecido, se posesiona de un nuevo cuerpo. Una y otra vez renacen los
individuos hasta lograr su total purificación. El vehículo de unión, el
lazo que de cierta forma ata las diversas existencias y las identifica,
es ese e. o alma exterior supraindividual.
En otros pueblos y culturas la afirmación del e. humano se hace
desde posiciones propias de un dualismo antropológico. En el poema
mítico de Enuma-Elish se afirma que en el hombre hay algo divino, es la
sangre de Kingu, el dios sacrificado, que fue mezclada con arcilla. Toda
la lucha por la inmortalidad (v.) en los mitos de Guilgamesh (v.), Adapa
y Etana es un confesar inconsciente el deseo de poseer ese don o parte
divina que se traduce en vida. El Irán será dualista del todo. El final
del hombre (v. ESCATOLOGíA) lo proclama claramente: el alma tiene un
destino propio, ha sido juzgada individualmente después de los tres días
que han durado los ritos funerarios. El cuerpo es impuro, tanto que no
puede ser inhumado porque profanaría la santidad de la tierra. Por eso
lo exponen en plataformas altas para que las aves rapaces se los coman.
Enterrarlos o quemarlos sería ofender la pureza de la tierra o del fuego
(v. DUALISMO I y II).
Muchos pueblos han reconocido en el hombre una parte divina: el
mismo Ka egipicio lo es, porque concede la posibilidad de una vida
perdurable; en el orfismo (v.), el mito alcanza matices trágicos: en el
tiempo primordial, los Titanes devoraron a Dioniso (v.). Zeus (v.) los
castigó destruyéndolos y de sus cenizas nacieron los humanos. Ese Uno
divino que fue Dioniso se encuentra hoy repartido en la pluralidad de
las criaturas. Todo hombre es, por una parte, «titánico» en su cuerpo,
que, como materia, es malo; y, por otra, dionisiaco por su alma, que es
divina y buena. Platón purificaría filosóficamente el mito. Por encima
de lo contingente, están las ideas que son eternas y que el hombre hace
suyas por el conocimiento. Éste eleva al alma humana sobre lo sensible
hasta lo inteligible, que es el Ser. El e. no es una idea, pero sí se le
asemeja porque es incorpórea, inmaterial y eterna. En la vida, se
encuentra encadenada al cuerpo, al que anima; pero es un extraño, un
desterrado lejos de su medio. Tras la muerte y la purificación no se
pierde en el universo, conserva su personalidad.
3. Dios, ser espiritual: v. DIOS II.
V. t.: ALMA; ANIMISMO; DIFUNTOS I; ESPIRITISMO; INMORTALIDAD;
HOMBRE II y III; RELIGIÓN.
J. GUILLÉN TORRALBA.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991