MODERNA, EDAD II. HISTORIA DE LA IGLESIA
1. Siglo XVI. Según se desprende de fuentes de la más diversa procedencia, al
comenzar el s. XVI la cristiandad sufría una profunda crisis religiosa; pero, al
mismo tiempo latían en su seno vivos fermentos de renovación espiritual. La
decadencia puede resumirse en la disminución de la autoridad pontificia. El
prestigio papal había sufrido una caída progresiva como consecuencia de diversos
factores negativos: el periodo de Aviñón (v.), el cisma de Occidente (v. CISMA
III), el conciliarismo (v.), la exagerada presión fiscal de la curia. A estos
motivos de decadencia se añadió el influjo del Renacimiento (v.). Los Papas
abrieron sus puertas a los artistas, los cuales, por una parte daban prestigio a
la Santa Sede con el esplendor de la cultura, mientras que, al mismo tiempo,
introducían en el sacro recinto Vaticano gérmenes de la mentalidad paganizante.
Los Papas de comienzos de siglo (Alejandro VI, Julio II, León X; v.) fueron
personalidades de gran talla en cuanto a dotes humanas, diplomáticas, militares
y políticas. No parecían poseer, en cambio, una conciencia precisa de su misión
espiritual y sobrenatural; Roma se convirtió más en centro de mecenazgo y de
vida política que de actividad pastoral en pro de la salus animarum. La presión
fiscal de la curia, que había comenzado en Aviñón, se agravó por exigencias del
mecenazgo, de la cruzada antiturca y del aumento del personal de curia; como
consecuencia se oían, cada vez más frecuentes, acusaciones y protestas contra la
«rapacidad» romana. Por otro lado, en el terreno del pensamiento, el nominalismo
(v.) de la escolástica decadente había empobrecido el vigor de la Teología en
los siglos XIV y XV, que fue recuperándose en gran parte en el s. XVI, como se
mostraría en los teólogos que intervinieron en Trento.
Pero presentar las cosas como un panorama puramente negativo sería falsear
la realidad, siempre más compleja que las precipitadas simplificaciones. Los
historiadores actuales, de cualquier tendencia, coinciden en poner de relieve
que, anterior y contemporáneamente a Lutero (v.), estaba llevándose a la
práctica una prerreforma católica dirigida por personajes santos -S. Francisco
de Paula (v.), fundador de los mínimos (v.)-, celosos obispos -Talavera (v.) y
Cisneros (v.) en España, S. Antonio (v.) y Barozzi en Italia-, fervorosas
mujeres -Laura Quinzani, S. Ángela de Merici (v.), fundadora de las ursulinas
(v.)-, asociaciones de sacerdotes seculares y laicos -los Oratorios del Divino
Amor (v. ITALIA VI)-, movimientos de renovación en las órdenes religiosas
-congregaciones de la Observancia, capuchinos (v.), clérigos regulares como los
barnabitas (v.) y teatinos (v.)-, etc. R. García Villoslada sostiene que,
gracias a esa multiplicidad de fermentos renovadores, la Iglesia católica poseía
las energías vitales que la hubieran llevado al Conc. de Trento
independientemente de la aparición del fenómeno protestante. Sea como fuere, es
innegable que estos diversos filones de iniciativas desde abajo prepararon el
terreno y suministraron los hombres para llevar a cabo la reforma católica,
aunque también es cierto que vieron limitada su eficacia al ser fenómenos
periféricos y con frecuencia aislados unos de otros.
Esa debilidad se superó con ayuda de los Papas que hicieran suyas las
iniciativas de la periferia; se suele colocar el momento principal bajo el
pontificado de Paulo III (v.). Éste renovó el colegio cardenalicio introduciendo
en él las corrientes y las personas partidarias de la reforma (Contarini, Pole,
Carafa, Morone); acogió el lema programático «reformatio in capite et in membris»,
constituyendo en 1535 una comisión que publicó un valiente programa, el
Consilium delectorum cardinalium de emendanda ecclesia, en la cual se reconocía
que el origen de muchos males era la descomposición en la cabeza y una
concepción demasiado amplia del poder central; por último, aprobó a los jesuitas
(1540; v.), que serían las tropas selectas en la renovación católica, y ratificó
la creación de la Inquisición romana (1542), cuyo objetivo era la lucha contra
la herejía. Paulo III, por una parte, acoge los ideales de la prerreforma y de
la reforma católica, dirigidos a renovar la Iglesia mediante la reflexión sobre
el Evangelio, sobre los Padres y sobre el ejemplo de los santos; por otra,
acepta también las instancias de la Contrarreforma (v.), o sea, de la lucha
contra el protestantismo (inquisición, teología de controversia). De la
confluencia fecunda de ambas líneas es exponente máximo el Conc. de Trento (v.),
el retraso de cuya convocación es imputable no tanto al papado cuanto al clima
político general: junto a la actitud indecisa de Clemente VII (v.) no hay que
olvidar las guerras entre Carlos V y Francisco I ni el temor papal ante las
teorías conciliaristas y la apelación protestante a un concilio «libre,
cristiano, germánico».
El Conc. de Trento no pudo desarrollar un programa orgánico por la
excesiva duración (en 18 años de sesiones y suspensiones, casi todo el elemento
episcopal se renovó, cambiaron cinco Papas y se alternaron hasta 13 legados
papales). Sin embargo, los resultados del concilio constituyen una respuesta
completa a la provocación de Lutero, el cual había identificado el punctum
stantis atque cadentis ecclesiae en la sola fides sine operióus. Los padres
conciliares replicaron al exclusivismo de la postura luterana subrayando en el
decreto sobre la justificación (v.) que, si bien la gracia (v.) conserva la
primacía, también las obras y la colaboración de la voluntad humana entran en la
economía de la salvación. Si fueron puntuales las precisiones tridentinas sobre
el tema central de la justificación, faltó en cambio la elaboración de la
eclesiología. Tal carencia se explica tanto por la insuficiente maduración en
este punto de los estudios teológicos, como por el hecho de que Lutero, a quien
el Concilio quería hacer frente, no había partido de preocupaciones
eclesiológicas, sino del problema de la salvación individual.
Junto a las definiciones doctrinales, el concilio emanó un rico material
de reforma que renovó la fisonomía de la Iglesia. En síntesis se puede afirmar
que la Iglesia puso en primer lugar la cura de almas. La responsabilidad
pastoral se hace recaer de modo principal sobre los obispos, a quienes compete
el deber de residencia, la predicación, la visita pastoral, la convocación de
sínodos, la fundación de los seminarios, el control de obras pías y cofradías,
la guía de los monasterios femeninos. Cada prelado, teniendo como modelo al Buen
Pastor, se convierte en primer actor de la pastoral diocesana: y ésta es la gran
novedad con respecto a la situación precedente, cuando el obispo encontraba
multitud de obstáculos que le impedían ejercitar su función.
Pío I V (v.), con la colaboración de su sobrino S. Carlos Borromeo (v.),
primero secretario de Estado y luego arzobispo de Milán, ratificó inmediatamente
los decretos conciliares e impulsó su ejecución. La aplicación de los postulados
tridentinos fue obra conjunta de Papas, obispos y reyes católicos.
S. Pío V (v.) renovó el episcopado eligiendo más de 300 nuevos obispos en
base a la santidad de vida y al nivel doctrinal. La autoridad civil, en general,
apoyó la renovación tridentina, aunque alguna nación opuso ciertas reservas a la
aceptación del Concilio. Pero fue sobre todo la acción propulsora y unificante
de la Santa Sede, la que empujó a la renovación de las diócesis. Para evitar
interpretaciones desviadas se creó la Congregación del Concilio (1564), a la que
estaba reservada la interpretación oficial de los decretos conciliares. La Santa
Sede quiso salvaguardar la unidad doctrinal y litúrgica publicando valiosos
libros: el Catecismo romano, el Breviario, el Misal y el Ritual. La fiel
ejecución de las directivas superiores se sometió al control de visitadores
apostólicos, instituidos por S. Pío V y aumentados por Gregorio XIII (v.),
mientras la conexión entre el centro y la periferia se garantizó no sólo con las
nunciaturas sino, además, con la visita ad limina y el envío de la Relación
sobre el estado de la diócesis que cada obispo debía efectuar con cierta
periodicidad, según bula de Sixto V (v.).
Un papel de primerísima importancia fue desempeñado por S. Carlos Borromeo,
a quien se considera el obispo ideal de la reforma tridentina, dando al
episcopado el ejemplo de una dedicación heroica y una amplísima legislación, las
Acta ecclesiae mediolanensis, cuyo contenido constituyó un punto de referencia
para muchos obispos.
Finalmente, hemos de mencionar en este siglo el gran impulso misionero que
tuvo lugar tras los descubrimientos geográficos de portugueses y españoles, con
la creación de los patronatos regios, y que tan abundantes frutos produjo en
América, Asia y África en este siglo y en los siguientes (V. MISIONES; AMÉRICA
V; ÁFRICA VI; ASIA VII).
2. Siglos XVII y XVIII. Si al comienzo del s. XVII no se había fijado el
mapa religioso de Europa, la paz de Westfalia (1648; v.) concluyó con las
guerras de religión y estableció definitivamente los confines de las zonas
confesionales. En la época clásica del absolutismo (v.) la unidad religiosa era
uno de los postulados esenciales del Estado; el pluralismo religioso en el
interior de un mismo Estado era inconcebible, por lo que disposiciones tales
como el edicto de Nantes (1598; V. HUGONOTES) representaban un desequilibrio
inaceptable para los contemporáneos. Los primeros años del s. XVII señalan
también la conclusión del periodo álgido de la Contrarreforma.
El papado de los s. XVII y XVIII no fue encarnado por personalidades de
gran relieve, a excepción del beato Inocencio XI (1676-89; v.) y de Benedicto
XIV (174058; v.), por haberse dejado envolver en incómodas controversias
políticas, militares y dinásticas, que provocaron fastidiosas derrotas
diplomáticas, y por centrar su esfuerzo en la defensa de tradicionales
reivindicaciones como el derecho de asilo, el fuero eclesiástico y otros
privilegios del clero. Las antipáticas controversias jurisdiccionales, de la
segunda mitad del s. XVII, debilitaron el prestigio del papado, de lo que
constituye un exponente la supresión de la Compañía de Jesús (1773; V.
JESUITAS).
Sin embargo, la acción pastoral de la Iglesia no está en línea con esta
decadencia del papado. El episcopado se renovó; mejoró la calidad de la
jerarquía y su dedicación a los intereses espirituales; la comprobación de la
idoneidad de los candidatos se realizó con mayor cuidado, incluso cuando el
nombramiento correspondía a los gobernantes de los diversos Estados. Esta
mejoría del episcopado fue acompañada por la del clero diocesano. La literatura
espiritual se dirigía a exaltar el ideal sacerdotal. La cultura y la preparación
pastoral mejoraron notablemente gracias a los seminarios, al florecer de la
teología pastoral y a los cuidados del obispo. Con todo, quizá el excesivo
número de candidatos al sacerdocio limitó la eficacia de la reforma.
En el ámbito de la vida religiosa, la exaltación del sacerdocio provocó en
el s. XVII el florecimento de sociedades de sacerdotes de vida común:
oratorianos de P. Bérulle (v.), sulpicianos (v.), paúles (v.), eudistas de S.
Juan Eudes (v.); mientras que en el s. XVIII prevalecieron las congregaciones
clericales: monfortianos, pa sionistas (v.), redentoristas (v.). También las
órdenes religiosas más antiguas experimentaron un fuerte aumento numérico (los
franciscanos superaron los 100.000, los capuchinos los 30.000, y los jesuitas,
en el momento de la expulsión eran 24.000); esto motivó, en parte, las duras
críticas de la Ilustración (v.) contra los religiosos. En todo este periodo, el
ideal dominante de la vida religiosa no fue tanto la búsqueda de la propia
perfección alejándose del mundo, como el apostolado. En este cambio de punto de
vista participaron también las religiosas, que intentaron eludir las normas
sobre la clausura, muy severas desde S. Píó V: ursulinas (v.), damas inglesas de
Mary Ward (v. INSTITUTO DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARN), hijas de la caridad
(v.).
Según las ideas en boga sobre el origen del poder civil (Bodin, Bossuet),
el príncipe cristiano era considerado como una de las estructuras importantes de
formación espiritual del pueblo. No pocas veces la formación del príncipe se
encomendaba a obispos o preceptores eminentes; durante el gobierno recibía la
ayuda de un confesor y un consejo de conciencia. Él mismo se sentía investido
del deber de defender la Iglesia, impedir la difusión de la herejía y del error,
eliminar los abusos, favorecer a sus súbditos la observancia de los deberes
cristianos. Por razón del derecho divino de los reyes, los súbditos debían
mostrarse plenamente sumisos: «El respeto, la fidelidad y la obediencia debidos
al rey, por ningún pretexto pueden ser alterados. Los súbditos no pueden oponer
a la violencia del rey otra cosa que un lamento lleno de respeto, deben
abstenerse de murmuraciones y sediciones y, con la oración, pueden impetrar la
conversión del rey» (Bossuet).
El reverso de la medalla era un control impuesto a la Iglesia que se veía
limitada en su libertad de acción. Si en los soberanos del siglo anterior, como
Carlos I y Felipe II, este control se compensaba con la alta conciencia que los
reyes tenían de la propia misión, desde el s. XVII prevalece la tendencia a
considerar la Iglesia como un elemento esencial en el edificio del absolutismo,
controlando toda manifestación externa de la vida religiosa y dificultando o
impidiendo los contactos con Roma de las Iglesias locales y nacionales. El
regalismo (v.) de España y Portugal, el josefinismo (v.) austriaco, el
galicanismo (v.) francés y el febronianismo (v.) alemán fueron expresión de esta
tendencia, teorizada previamente por P. Sarpi, E. Richer, P. de Marca, M. de
Macanaz, B. van Espen (v.) y otros. La acción de los gobiernos no tuvo, sin
embargo, una inspiración propiamente autorreligiosa. La emperatriz María Teresa
de Austria aconsejaba a su hijo: «Muéstrate buen hijo, devoto del Santo Padre en
todo lo que se refiera a la religión y al dogma, pero recuerda siempre que eres
rey y no consientas ni siquiera la menor interferencia de la corte de Roma en
los negocios del Estado».
Gracias a la confluencia de todos estos factores, desde principios del s.
xvii hasta la Revolución francesa, se dio una práctica casi unánime de la
religión en los países católicos. Esto no quiere decir que el pueblo tuviese una
vitalidad religiosa profunda. Había también conformismo y superstición. La
acción pastoral fue, en ocasiones, preferentemente negativa, dirigida a
contrarrestar los abusos y a impedir la difusión del error, y del libertinaje;
aunque también, a través de la catequesis y la predicación, se realizó un
esfuerzo sincero en pro de la educación de las conciencias. Más incisivas y
eficaces que los ciclos oratorios de los grandes predicadores (V. PREDICACIÓN II),
resultaron las misiones populares de S. Luis María Grignion de Montfort (v.),
Paolo Segneri (v.), b. Diego José de Cádiz (v.), S. Leonardo de Porto Mauricio,
S. Alfonso María de Ligorio (v.), S. Pablo de la Cruz (v.), C. M. Hcfbauer y
otros. El centro de la vida espiritual de los fieles estaba constituido por la
Eucaristía (v.), y especialmente por el reconocimiento y culto de la presencia
real. Se difundió la comunión frecuente, también fuera de la Santa Misa. Otras
devociones muy populares fueron el Vía Crucis (v.), el Sagrado Corazón de Jesús
(v. JESUCRISTO IV), la Inmaculada (v. MARíA II, 2), el Rosario (v.) y la
práctica del mes de mayo en honor de la Virgen.
Un signo evidente de la vitalidad religiosa fue el éxito de la literatura
de tema religioso. Se ha calculado que hacia 1650 el 48% de los libros impresos
en París versaban sobre temas religiosos. Este interés respondía a una auténtica
sed de formación espiritual sólida y a una necesidad de divulgación. En el s.
xvii tuvo lugar unaverdadera «invasión mística» frenada por la polémica del
quietismo (v.). También la Teología experimentó un benéfico despertar. La
renovación iniciada el siglo anterior en Salamanca y Alcalá se extendió al resto
de las universidades y centros de estudios. Francisco Suárez (v.), S. Roberto
Belarmino (v.), Domingo Báñez (v.), por citar sólo algunos nombres, fueron
teólogos dotados de fuerte personalidad con la que enjuiciaron los problemas de
su tiempo a la luz de la fe. R. Simon inició discutidos estudios de crítica
bíblica. En el campo de los estudios históricos y eruditos hay que recordar a
los bolandistas (v.), los maurinos (v. PATRíSTICA II, 3), D. Petau, L. A.
Muratori, M. Gerbert, etc.
Los dos fenómenos religiosos centrales de este periodo fueron el
jansenismo (v.) y la «ilustración católica». El jansenismo fue un movimiento que
nació de un debate teológico sobre las relaciones entre gracia (v.) y libertad
(v.), que ya Bayo (v.), Molina (v.) y Báñez habían afrontado, y que se
transformó en un hecho de dimensiones europeas (V. ARNAULD, FAMILIA; SAINT-CYRAN,
ABAD DE; PORT-ROYAL, ABADÍA). El jansenismo, falsa interpretación de las obras
antipelagianas de S. Agustín, fue una teología que amenazó con vaciar de
contenido la libertad humana, enunció una doctrina moral rigorista y soñó con la
restauración de la disciplina de una pretendida «Iglesia primitiva». En la
polémica se mezclaron también motivos políticos, por lo que en el s. xviii se
vio aliado con ambientes galicanos y exponentes del regalismo y josefinismo. El
culmen de la experiencia jansenista tuvo lugar en el sínodo de Pistoya (1786;
v.).
La «ilustración católica», movimiento surgido en Alemania y extendido
después al resto de los países católicos, fue una reacción de corte
aristocrático y erudito contra el cristianismo superficial del pueblo, demasiado
apegado a devociones externas y a prácticas aparatosas. El renovado interés por
la eclesiología puso los cimientos para profundizar en las conexiones entre
Iglesia y Eucaristía, mientras se intentó conducir a los fieles a la
participación en la liturgia, a la lectura de la Biblia, al redescubrimiento del
sentido de la iglesia local, a una pastoral más ilustrada y a una renovación en
la formación del clero.
V. t.: ÁFRICA VI; AMÉRICA V; ASIA VII, 3; EUROPA VII, 4; OCEANÍA VI;
IGLESIA, HISTORIA DE LA; PAPADO, HISTORIA DEL.
BIBL.: Como obras generales: L. PASTOR Historia de los Papas desde fines de la Edad Media, 39 vol. Barcelona 1910-61, y el volumen correspondiente de los diversos manuales. Sobre Alemania y el problema de la reforma: J. LORTZ, Historia de la Reforma, 2 vol. Madrid 1964; sobre la prerreforma católica: P. IMBART DE LA TOUR, Les origines de la réforme, 4 vol. París 1905-35; M. BATAILLON, Erasmo y España, 2 vol. México-Buenos Aires 1950; R. GARCÍA VILLOSLADA, Raíces históricas del luteranismo, Madrid 1969; L. FEBVRE, Au coeur religieux de XVI, siécle, París 1957. Sobre la vida religiosa del s. xvi y sobre el Conc. de Trento: H. JEDIN, Historia del Concilio de Trento, 3 vol. Pamplona 1972 ss.; R. GARCpÍA VILLOSLADA, La Contrarreforma. Su nombre y su concepto histórico, «Miscellanea historiae pontificiae» XXI (1959) 189-242; R. ARCE, San Juan de Ávila y la reforma de la Iglesia en España, Madrid 1970. Sobre el s. xvii en general: L. A. VEIT, Die Kirche im Zeitalter des Individualismus I (1648-1800), Friburgo Br. 1931; L. A. VEIT.L. LENHART, Kirche und Volksfrómmigkeit im Zeitalter des Barocks, Friburgo Br. 1956. Sobre las relaciones Iglesia-Estado: Q. ALDEA, Iglesia y Estado en la España del siglo XVII, Comillas 1961; A. G. MARTIMORT, Le gallicanisme de Bossuet, París 1953; P. BLET, Les clergé de France et la Monarchie, 2 vol. Roma 1959; íD, Les assemblées du clergé et Louis XIV, Roma 1973; F. MAAS, Der Josephinismus, 5 vol. Viena 1951-61. Sobre el jansenismo: 1. ORCIBAL, Les origines du jansénisme, 3 vol. Lovaina-París 1947-48; L. CEYSSENS, Jansenistica, 4 vol. Mecheln 1950-62. Sobre la cultura y la vida pastoral: L. SALA BALUST, Visitas y reforma de los Colegios Mayores de Salamanca en el Reinado de Carlos III, Valladolid 1958; P. BROUTIN, La réforme pastorale en France au XVIIe siécle, 2 vol, París-Tournai 1956.
FRANCO MOLINARI LUIGI MEZZADRI.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991