N. en Arona (Estado de Milán) el 2 oct. 1538; m. en Milán el 3 nov. 1584.
Card. nepote de Pío IV, arzobispo de Milán y el típico representante del
prelado santo y reformador de la época postridentina.
Formación y secretario de Estado. Segundogénito del conde Gilbertp
Borromeo y de Margarita de Médicis, hermana de Pío IV. A los ocho años de
edad (15 oct. 1545), recibió la tonsura clerical y poco más tarde fue
enviado a Milán para cursar los estudios humanísticos con el preceptor
Bonaventura Castiglioni. En el otoño de 1552 se matriculó en la Facultad
de Derecho de la Univ. de Pavía, donde el 6 dic. 1559 obtuvo el doctorado
in utroque jure. El 25 del mismo mes fue elegido Papa su tío, el card.
Juan Ángel de Médicis, que tomó el nombre de Pío IV (v.). Este hecho fue
decisivo en la vida del joven C. El nuevo Papa, al día siguiente de su
exaltación, lo mandó venir a Roma y lo colmó de honores y dignidades:
protonotario apostólico y referendario de la Signatura (13 en. 1560); Card.
diácono con el título de los S. VIto y Modesto (31 en. 1560), que más
tarde cambió por el de S. Práxedes (17 nov. 1564); administrador de la
diócesis de Milán (7 feb. 1560); administrador de las legaciones de
Bolonia y de Romaña (26 ab. 1560), etc. Pero el cargo más importante que
le dio fue el de la administración de los Estados de la Iglesia y el de la
Secretaría de Estado. Contaba entonces C. B. 21 años. Por primera vez el
nepotismo pontificio del Renacimiento daba a la Iglesia un Cardenal santo.
En él halló Pío IV el más fiel y abnegado colaborador de su pontificado.
Era de estatura algo más que mediana, grandes ojos azules, cabello
negro, nariz larga y tez pálida. Llevó barba corta y desaliñada hasta que
en 1574 mandó al clero que se la cortase precediendo él con el ejemplo. La
impresión que producía en los embajadores era de timidez y modestia, hasta
el punto de tenerle algunos por poco apto para los cargos. Un defecto de
la lengua que lo hacía precipitarse al hablar, reforzaba todavía la
impresión desfavorable. Pero la práctica en el oficio, la energía de su
carácter y su espíritu sobrenatural le fueron dando mayor destreza en el
desempeño de sus funciones, hasta quedar patente su extraordinario talento
de gobierno. «Es hombre de frutos, no de flores; de hechos y no de
palabras», dirá de él algo más tarde desde Trento el card. Seripando. El
trabajo de la correspondencia diplomática era imponente, pero le secundaba
eficacísimamente Tolomeo Gallio, antiguo secretario del card. de Médicis y
luego Cardenal. Con él acudía todas las mañanas a su tío para presentarle
los resúmenes de la correspondencia recibida y tomar nota de las
respuestas que había que dar. ¿Fue C. B. el principal responsable de los
actos de su tío? Se ha exagerado en ambos sentidos. Al adquirir con la
experiencia un sentido más expeditivo en el despacho de los negocios, fue
teniendo también más libertad de movimientos. Pero siempre se mostró fiel
intérprete del pensamiento y del gusto del Pontífice, aun en cosas
contrarias a su propia opinión. Al mismo tiempo, el Papa acogía gustoso
las sugerencias del sobrino que poco a poco tuvieron un mayor influjo
sobre él. El Cardenal nepote respondió plenamente a las esperanzas de Pío
IV.
Una fecha divisoria en la vida interior de C. B. fue la de su
ordenación sacerdotal (17 jul. 1563). Su anterior vida como Cardenal no
era licenciosa, pero tampoco era la del asceta de los años posteriores.
Amaba extraordinariamente la caza y a ella se dedicaba, según algunos, con
mayor entusiasmo del que convenía a su dignidad. Jugaba al ajedrez y se
divertía con la música. Él mismo tocaba el laúd y el violoncelo. Le
gustaba la pompa y la fastuosidad. Le atraían grandemente las veladas
literarias y para ello fundó una academia con el nombre de Noches
Vaticanas.
Pero he aquí que su hermano Federico, a quien el Papa acababa de
nombrar capitán general de la Iglesia, murió inesperadamente por un acceso
de fiebre (19 nov. 1562). La muerte del mayorazgo causó hondo dolor al
Pontífice y al nepote. Incluso corrió el rumor de que C. B., ya
subdiácono, sería dispensado del celibato, para continuar el nombre
familiar. Pero Pío IV lo desmintió categóricamente en el consistorio de 3
de junio, en el que lo elevó al orden de Cardenal presbítero. El 17 jul.
1563 fue ordenado sacerdote y el 7 de diciembre del mismo añ. recibió la
consagración episcopal.
Los Ejercicios Espirituales de S. Ignacio jugaron también un papel
muy importante en aquel viraje. Antes de su ordenación sacerdotal se
retiró a la casa profesa de los jesuitas para hacer los Ejercicios bajo la
dirección del P. Juan Bautista Ribera, con quien por razón de su cargo de
procurador general de la Orden había tenido que tratar muchos asuntos de
la Compañía. En adelante fue el P. Ribera su director espiritual. El
cambio obrado en su espíritu comenzó pronto a manifestarse al exterior.
Renunció a sus diversiones preferidas y fue tal la austeridad de su
comportamiento personal que disgustaba a su mismo tío, que llegó a
prohibir a los PP. Ribera y Laínez (v.) pisar en adelante el palacio del
Cardenal. Pero C. no mitigó sus rigores. Su ejemplo, por el contrario, fue
arrastrando a otros, e incluso a su mismo tío. El embajador veneciano P.
Soranzo decía de él que hacía más bien en la corte de Roma que todos los
decretos tridentinos juntos.
Concilio de Trento. Pío IV fue el autor de la tercera convocatoria
del conc. de Trento (v.). También algunos biógrafos han exagerado el papel
que desempeñó el joven Cardenal en aquella asamblea ecuménica. La difícil
reapertura se celebró el 18 en. 1562, aunque la bula de indicción, de 29
nov. 1560, señalaba el 6 abr. 1561. Como secretario de Estado dirigió la
negociación previa y toda la correspondencia entre Roma y Trento. Además
tomó también parte especial en la acción mediadora de Carlos Visconti,
obispo de Ventimilla, en el desacuerdo entre el Card. de Mantua,
presidente del concilio, y el Card. Simonetta, representantes uno y otro
de las dos tendencias conciliares sobre el derecho de residencia de los
obispos.
También logró C. del concilio que la reforma de la curia romana se
reservase a la decisión del papa, con lo que se evitó una cuestión muy
espinosa que hubiera originado serios conflictos. Una comisión
cardenalicia -encargada de la reforma de la música sacra delegó en los
Card. Borromeo y Vitelli esta misión. Ellos encargaron a Palestrina (v.),
maestro de capilla de S. María la Mayor, la composición de tres misas con
arreglo a la norma de hacer una música inteligible.
A partir de 1563 se suavizó la tensión entre Roma y Trento. El
cardenal nepote concentró sus esfuerzos en la terminación del concilio,
cuyos decretos se promulgaron con la bula de 26 en. 1564.
Como arzobispo de Milán, de donde fue preconizado el 12 mayo 1564,
quiso implantar cuanto antes en su diócesis las reformas tridentinas.
Envió como vicario general a Nicolás Ormaneto con el encargo, entre otros,
de abrir un seminario diocesano, cuya dirección y profesores (en número de
30), obtuvo del general de los jesuitas, P. Laínez (v.). Para la reunión
del concilio provincial, prescrito por Trento, solicitó permiso de Pío IV
para ir a celebrarlo personalmente. Hizo la entrada solemne en Milán el 23
sept. 1565. En su viaje de vuelta a Roma, recibió noticias alarmantes
sobre la salud de su tío. Apresuró entonces el paso y a duras penas llegó
a tiempo para administrarle los últimos sacramentos y recibir su postrer
suspiro (9 dic. 1565).
Milán. Celebrado el cónclave del que después de tres semanas salió
elegido Pío V (v.), el 7 en. 1566, trató en seguida de reintegrarse a su
diócesis, a la que efectivamente llegó el 5 abr. 1566. Milán era una de
las diócesis más importantes de Italia y llevaba largo tiempo abandonada
por sus pastores. Comenzó en seguida una reorganización de la diócesis,
dividiéndola en 12 circunscripciones. Creó el puesto de vicario general,
hizo más ágiles los servicios judiciales y cancillerescos, y veló
especialmente por la integridad de los funcionarios y la gratuidad de los
servicios. Urgió el cumplimiento de lo prescrito en el concilio provincial
referente a la redacción de los libros parroquiales (bautismo,
confirmación, matrimonio y sepultura), y al liber status animarum
(enumeración de las casas de la parroquia, con el número y edad de sus
habitantes; inmigrantes y emigrantes, etc.). En 1574 dio normas precisas
sobre el modo de llevar estos libros y ordenó el envío anual de un
ejemplar al arzobispado. En el cuarto concilio provincial mandó que cada
párroco hiciera listas nominales de 35 categorías de cristianos de su
parroquia. Por éstas y parecidas medidas, C. puede ser considerado como un
precursor de la estadística religiosa. Sus colaboradores y familiares
estaban sometidos a una disciplina casi claustral. Inspirándose en los
modelos de S. Ignacio (v.), compuso reglas especiales para cada oficio.
Los actos piadosos del día confiados a la dirección de un prefecto de
espíritu, estaban minuciosamente establecidos. De aquella escuela salieron
hombres notables que luego desempeñaron altos cargos eclesiásticos:
obispos o nuncios.
Pero su principal preocupación fue la formación de un clero capaz y
virtuoso. Por eso dedicó al seminario su atención preferente. También
abrió una casa para vocaciones tardías. Para atender mejor a las
necesidades pastorales de la diócesis, fundó la Congr. de Oblatos de S.
Ambrosio, sacerdotes al servicio del ordinario, pero de vida común y
dispuestos a ir a donde se les enviase. Cuidó también de la educación de
la juventud y fundó el Colegio Helvético para suizos católicos; el Colegio
Borromeo en Pavía; el Colegio de Nobles de Milán; la Univ. de Brera,
confiada a los jesuitas, etc. En el aspecto social, creó obras de
beneficencia y de rehabilitación: asilo de arrepentidas, orfanatos, asilos
nocturnos, etc.
Aunque era de carácter autoritario e intransigente, supo organizar
la acción apostólica de la diócesis utilizando los cuadros de las órdenes
religiosas. Los barnabitas (v.) colaboraron muy estrechamente con él,
hasta el punto de que le consideraban como su segundo fundador. Con los
jesuitas (v.) mantuvo excelentes relaciones, fuera de algún caso aislado.
Pero con los generales de la Compañía de Jesús tuvo cierta tirantez por
negarse éstos a darle todas las personas que él pedía, entre las que
figuraba el P. Roberto Belarmino (v.), futuro cardenal.
Hay un acontecimiento célebre en la vida de C. que define la heroica
abnegación y sentido de responsabilidad de su cargo: la llamada peste de
S. Carlos. Cuando el 11 ag. 1576 hacía su entrada solemne en Milán D. Juan
de Austria (v.), que marchaba camino de Flandes, estalló la espantosa
noticia de que había peste en la ciudad. Aquel mismo día prosiguió D. Juan
su viaje y los milaneses comenzaron a aprestarse para luchar contra el
terrible enemigo. B., que se encontraba fuera de la ciudad, al saber la
noticia aceleró la vuelta para tomar las medidas oportunas. Los lazaretos
rebosaban ya de apestados, a los que faltaban no sólo los auxilios
materiales, sino también los espirituales. El arzobispo comprendió cuál
era su deber. Hizo pedir limosna por la ciudad y de su patrimonio vendió
los objetos preciosos que le quedaban. Incluso cedió las colgaduras de su
palacio para hacer vestidos. Dormía escasamente dos horas para poder
acudir personalmente a todas partes, visitaba todos los barrios alentando
el ánimo de los que desfallecían, administraba él mismo los últimos
sacramentos a los sacerdotes que sucumbían en aquella obra de caridad.
Despreció el peligro de contagio, y ordenó un triduo de oraciones públicas
y procesiones. Pero la peste siguió en aumento durante el otoño y todo el
año siguiente de 1577. Hasta el 20 en. 1578 no se declaró su extinción.
Por su extraordinaria conducta durante la peste, aquella dura prueba se
denominó la peste de S. Carlos.
A los trabajos de la administración central de la diócesis, añadió
las visitas pastorales de los extensos territorios de su jurisdicción, que
abarcaba también parte de los cantones suizos, y otras misiones
pontificias. Intervino activamente en los cónclaves de Pío V y Gregorio
XIII para asegurar una elección digna. En fin, fue un celoso pastor y un
obispo reformado y reformador según el conc. de Trento.
En relación con los gobernadores de Milán, especialmente con el
marqués Antonio de Ayamonte, tuvo serios encuentros de jurisdicción,
motivados por las opuestas tendencias político-eclesiásticas de aquella
época. Pero siempre procedió con pureza de intención en el servicio de la
Iglesia.
Por fin, agotado prematuramente por su trabajo, le acometió una
fuerte calentura en una de sus correrías pastorales. Gravemente enfermo
llegó a Milán el 2 nov. 1584, y al anochecer del día siguiente entregó su
alma a Dios. «Una lumbrera de Israel se ha extinguido», exclamó Gregorio
XIII (v.) al recibir la noticia de su muerte.
L. Pastor resume acertadamente su vida en estas palabras: «El
Cardenal de Milán, con la acerada rectitud de su carácter se presenta a
los ojos de sus contemporáneos y de la posteridad como uno de los grandes
hombres que lo sacrificaron todo para hallarlo todo; que renunciaron al
mundo y precisamente por su renuncia ejercieron un inmenso influjo sobre
él. Fuera del fundador de la Compañía de Jesús, ningún personaje ejerció
tan honda y duradera influencia en la restauración católica como S. Carlos
Borromeo. t;l es un mojón de la historia eclesiástica en la frontera de
dos épocas, el Renacimiento moribundo y la victoriosa Reforma católica»
(Pastor, vol. 19, 116).
Su cuerpo se conserva incorrupto en la cripta de la catedral de
Milán, encerrado en una soberbia caja de plata, regalo de Felipe IV de
España. Fue canonizado el 1 nov. 1610. Su fiesta se celebra el 4 de
noviembre. La iconografía del santo es muy rica. El mejor cuadro es el
pintado por Ambrosio Figini y conservado en la Biblioteca Ambrosiana de
Milán.
BIBL.: S. Carlos Borromeo
escribió mucho, pero se ha publicado poco. Existe Opere complete di S. C.
Borromeo, ed. G. A. SASSI, 5 vol., Milán 1747, 2 vol., ed. Augsburgo 1758;
A. SALA, Documenti circa la vita e le gesta de S. C. B., 3 vol., Milán
185761; Acta Ecclesiae Mediolanensis, ed. A. RATTI (más tarde Pío XI), vol
II y III Milán 1890-92; C. BASCAPÉ, De vita et rebus gestis Caroli card.
S. Praxedis arch. Mediolani, Ingolstadt 1592 (obra capital); Pastor,
Barcelona 1010-61, vol. 15, 117-38, vol. 19; 94-116; DHGE GII,486-534;
Bibl. Sanct. 111,812-50.
QUINTIN ALDEA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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