Primado de la Iglesia africana desde el a. 392 al 429. La Iglesia
universal celebra su festividad el día 29 de julio. Poco se sabe de su
vida antes de ser ordenado diácono. A partir de este momento se destaca
por su celo hacia el culto que, acreditando la auténtica unidad de su vida
interior, revierte hacia una ardiente caridad para con los pobres y
necesitados de la ciudad de Cartago, de la que había sido nombrado
archidiácono. El 382 fue elegido obispo de ella para suceder al arzobispo
Genetle, permaneciendo al frente de la diócesis por espacio de casi medio
siglo.
Apenas elevado a la sede episcopal se celebró bajo su presidencia el
primer concilio o sínodo de Hipona (393), que fue de carácter
principalmente disciplinar, pero siempre atendiendo a la interioridad de
la Iglesia; este concilio fue el que fijó en 25 los años mínimos
requeridos en las vírgenes cristianas para su consagración definitiva. La
situación especial que atravesaba por aquellos tiempos la Iglesia le hizo
convocar otra serie de sínodos en Cartago en número superior a 20. Todavía
en el a. 411 quedaban resabios de la herejía de Donato aparecida un siglo
antes, y que defendía que el valor de los Sacramentos no depende de ellos
mismos, sino del ministro que los confiere. Aunque ya el conc. de ArIes
(314) la había oportunamente combatido, se hizo preciso que el sínodo
cartaginés del a. 411 hiciera una reafirmación antidonatista de las
conclusiones del conc. arelatense; es la llamada collatio contra los
donatistas.
También en la primera década del s. V cristiano, hace su aparición
en el escenario de la Iglesia el pelagianismo que negaba el pecado
original y la gracia interna. En Cartago, bajo la presidencia de A., se
celebra el primer concilio antipelagiano (418). La intervención de A. en
todos estos concilios debió ser muy eficaz y directa, aunque no se nos han
conservado la totalidad de sus alocuciones. Pero buena muestra del
importante papel que jugó en todo este turbulento acontecer son los
interesantes escritos que han llegado a nuestros días: una carta ad omnes
episcopos per Byzacenam et Arzugitanam provinciam constitutos (a todos los
obispos establecidos en la provincia Arzugitana y de Bizancio) en la que
se transmite una constitución imperial contra el error pelagiano (cfr. PL
20, 1009 ss.), y además diversos discursos en varios sínodos (cfr. Mansi
III, 699-843).
Aparte de las intervenciones colegiales junto con otros miembros del
episcopado africano, A. se distinguió por su tacto al dirigirse a la grey
a él inmediatamente confiada. S. Agustín nos cuenta (Sermón III, 5: PL 38,
1415) que fue A. el primero que desarraigó de Cartago las escandalosas
costumbres populares que estaban en uso con ocasión de las fiestas de los
mártires. y en su tiempo también se destruye en Cartago (421) el templo de
la diosa Celeste. Su instinto doctrinal y de la verdadera fe le llevó a
descubrir fácilmente los errores, incluso en los mismos monasterios y
otros centros de perfección cristiana. Por eso, a ruegos de A. compuso (ca.
400) S. Agustín su tratado De opere monachorum (Sobre el trabajo de los
monjes; cfr. Retractationes XI, 21: PL 32, 638 ss.) contra el ocio de
algunos monjes. Había algunos que condenaban todo. trabajo en los
monasterios por interpretarlo como contrario al espíritu del Evangelio,
que manda no preocuparse por la comida y el vestido. La opinión de A. y la
doctrina de S. Agustín, aunque no llegan a dar completamente con el valor
cristiano del trabajo como tal (el proceso doctrinal valorativo del
trabajo es mucho más reciente: cfr. J. L. Illanes, La santificación del
trabajo, tema de nuestro tiempo. 3 ed. Madrid 1967), establecen la
conveniencia de un trabajo moderado para la vida ascética.
Su intensa actividad hay que interpretarla a la luz de su ardiente
celo pastoral. Las motivaciones concretas de sus intervenciones unas veces
eran de carácter doctrinal, otras de índole disciplinar; pero es su
sincera postura de pastor la que le hizo vivir atento a unas u otras
necesidades. A. se siente más pastor que intelectual, más padre que
reformador de costumbres, aunque una y otra cosa haya de hacerlas en
virtud de su misión pastoral y de su vocación de padre. De no haber sido
así, su doctrina se hubiera trocado en pedantería, sus reformas en
insoportable intervencionismo, y desde luego no hubiera dado lugar a que
los restantes obispos africanos vinieran en llamarle sanctus senex,
sanctus papa Aurelius, ni hubiera motivado el aprecio y estima del propio
pontífice Inocencio I (401-417; cfr. PL 20, 517) y del mayor orador de la
Iglesia griega S. Juan Crisóstomo (cfr. PG 52, 700).
BIBL.: Obras conservadas de A.,
en PL 20, 1009 55. ; Mansi III, col. 699-843; I. BAUDOT, Dictionnaire
d'hagiographie, París 1925, 93; G. CORTI, Aurelio, en Enciclopedia
Cattolica, II, Ciudad del Vaticano 1948, 409.
F. MENDOZA RUIZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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