Sacrorum Antistitum
(Motu Proprio)
San
Pío X
ALGUNAS
NORMAS PARA RECHAZAR EL PELIGRO DEL MODERNISMO
Venerables hermanos: Salud y bendición apostólica
El peligro del modernismo subsiste
Nos parece que a ningún Obispo se le oculta que esa
clase de hombres, los modernistas, cuya personalidad fue descrita en la encíclica
Pascendi dominici gregis[i],
no han dejado de maquinar para perturbar la paz de la Iglesia. Tampoco han
cesado de atraerse adeptos, formando un grupo clandestino; sirviéndose de ello
inyectan en las venas de la sociedad cristiana el virus de su doctrina, a base
de editar libros y publicar artículos anónimos o con nombres supuestos. Al
releer Nuestra carta citada y considerarla atentamente, se ve con claridad que
esta deliberada astucia es obra de esos hombres que en ella describíamos,
enemigos tanto más temibles cuanto que están más cercanos; abusan de su
ministerio para ofrecer su alimento envenenado y sorprender a los incautos,
dando una falsa doctrina en la que se encierra el compendio de todos los
errores.
Ante esta peste que se extiende por esa
parcela del campo del Señor, donde deberían esperarse los frutos que más
alegría tendrían que darnos, corresponde a todos los Obispos trabajar en la
defensa de la fe y vigilar con suma diligencia para que la integridad del divino
depósito no sufra detrimento; y a Nos corresponde en el mayor grado cumplir con
el mandato de nuestro Salvador Jesucristo, que le dijo a Pedro -cuyo principado
ostentamos, aunque indignos de ello: Confirma a tus hermanos. Por este motivo,
es decir, para infundir nuevas fuerzas a las almas buenas, en esta batalla que
estamos manteniendo, Nos ha parecido oportuno recordar literalmente las palabras
y las prescripciones de Nuestro referido documento:
«Os rogamos, pues, y os instamos para que en cosa de
tanta importancia no falte vuestra vigilancia, vuestra diligencia, vuestra
fortaleza, ni toleréis en ello lo más mínimo. Y lo que a vosotros os pedimos
y de vosotros esperamos, lo pedimos y lo esperamos de todos los pastores de
almas y de los que enseñan a los jóvenes clérigos, y de modo especial lo
esperamos de los maestros superiores de las Ordenes Religiosas.
Los estudios de filosofía y teología
»I - Por lo que se refiere a los
estudios, queremos y mandamos taxativamente que como fundamento de los estudios
sagrados se ponga la filosofía escolástica.
»Ciertamente que si hay alguna cosa
tratada con excesivas sutilezas o enseñada superficialmente por los doctores
escolásticos; si algo no concuerda con las doctrinas comprobadas
posteriormente, o que incluso de algún modo no es probable, está lejos de
Nuestra intención el proponer que hoy día se siga[ii].
Es importante notar que, al prescribir que se siga la filosofía escolástica.
Nos referimos principalmente a la que enseñó Santo Tomás de Aquino: todo lo
que Nuestro Predecesor decretó acerca de la misma, queremos que siga en vigor
y, por si fuera necesario, lo repetimos y lo confirmamos, y mandamos que se
observe estrictamente por todos. Los Obispos deberán, en el caso de que esto se
hubiese descuidado en los Seminarios, urgir y exigir que de ahora en
adelante se observe. Igual mandamos a los Superiores de las Ordenes Religiosas.
A los profesores advertimos que tengan por seguro que, abandonar al de Aquino,
especialmente en metafísica, da lugar a graves daños. Un pequeño error en
los comienzos, dice el mismo Santo Tomás, se hace grande al final[iii].
»Puestos así los fundamentos filosóficos,
se deberá proceder a levantar con todo cuidado el edificio de la teología.
»Estimulad con todo vuestro esfuerzo
Venerables Hermanos, los estudios teológicos, para conseguir que, al salir del
Seminario, los sacerdotes sepan apreciar esos estudios y los tengan como una de
las ocupaciones más gratas. Nadie ignora que entre las muchas y diversas
materias que se ofrecen a un espíritu ávido de la verdad, la Sagrada Teología
ocupa el primer puesto; ya los sabios antiguos afirmaban que a las demás
ciencias y artes les correspondía el papel de servirle, como si fueran sus
esclavas[iv].
»A esto hay que añadir que son dignos
de elogio quienes ponen su esfuerzo en aportar nuevo lustre a la teología
positiva -siempre con el respeto que se debe a la Tradición, a los Padres y al
magisterio eclesiástico (y esto no se puede decir de todos)- con luces tomadas
de la verdadera historia.
»Ciertamente que hoy hay que tener más
en cuenta que antes la teología positiva, pero sin que la teología escolástica
salga perjudicada; debe llamarse la atención a los que elogien la teología
positiva de tal modo que parezcan despreciar la escolástica, pues así hacen el
juego a los modernistas.
»En lo que se refiere a las ciencias
profanas, basta con remitirnos a lo que sabiamente dijo Nuestro Predecesor:
Trabajad con denuedo en el estudio de las cosas naturales, pues así como
ahora causan admiración los ingeniosos inventos y las empresas llenas de
eficacia de hoy día, más adelante serán objeto de perenne aprobación y
elogio[v].
Pero todo esto sin detrimento alguno de los estudios sagrados; ya lo advierte
también nuestro Predecesor, con estas serias palabras: Si se investigan con
detenimiento las causas de estos errores, se advierte que consisten
principalmente en que hoy, cuanto con mayor intensidad se cultivan las ciencias
naturales, tanto más se marchitan las disciplinas fundamentales y superiores;
algunas de ellas incluso han caído en el olvido, otras se tratan de un modo
superficial e insuficiente y, lo que ya es indignante, se les arrebata el
esplendor de su dignidad, manchándolas con enseñanzas perversas y con
doctrinas monstruosas[vi].
Mandamos, pues, que en los Seminarios las ciencias naturales se cultiven
teniendo en cuenta estos extremos.
Selección de profesores
»II.-Es necesario tener
presentes estas disposiciones Nuestras y de Nuestros Predecesores, a la hora de
escoger los Superiores y los profesores de los Seminarios y de las Universidades
Católicas.
»Todo aquel que de cualquier modo
estuviese tocado por el modernismo, sin ninguna consideración deberá ser
apartado de los puestos de gobierno y de la enseñanza; si ya los ocupa, habrá
que sustituirlo. Igual hay que hacer con quienes de modo encubierto o
abiertamente alienten el modernismo, alabando a los modernistas y disculpándolos,
criticando la Escolástica, los Padres y el magisterio eclesiástico, haciendo
de menos a la obediencia a la potestad eclesiástica en quienquiera que la
ostente; y también hay que obrar así con quienes se aficionen á las novedades
en materia de historia, de arqueología o de estudios bíblicos; y con quienes
dan de lado a las disciplinas sagradas, o les anteponen las profanas.
»En esto, Venerables
Hermanos, sobre todo en la elección de profesores, nunca será demasiada la
vigilancia y la constancia; los discípulos saldrán a los maestros. Por estos
motivos, con conciencia clara de cuál es vuestro oficio, actuad en ello con
prudencia y con fortaleza.
»Con La misma vigilancia y exigencia
se deberá conocer y seleccionar a quienes deseen ser ordenados. ¡Lejos, lejos
de las Sagradas Ordenes el amor a las novedades! Dios aborrece los espíritus
soberbios y contumaces.
»Nadie podrá obtener de ahora en
adelante el doctorado en Teología y en Derecho Canónico, si no ha cursado
antes los estudios de filosofía escolástica. Y, si lo obtiene, será inválido.
»Decretamos que se extienda a todas
las naciones lo que la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares determinó
en 1896 con respecto a los clérigos seculares y regulares de Italia.
»Los clérigos y sacerdotes que se
inscriban en una Universidad o en un Instituto católico, no deberán estudiar
en ninguna Universidad civil las disciplinas de las que ya haya cátedra en
aquellos. Si en algún sitio se hubiese permitido esto, mandamos que no se
vuelva a hacer.
»Los Obispos que estén al frente de
estas Universidades o Institutos, cuiden con toda diligencia de que se observe
en todo momento lo que hemos mandado.
La prohibición de libros
»III.-Igualmente los
Obispos tienen la obligación de velar para que no se lean los escritos
modernistas, o que tienen sabor a modernismo o le hacen propaganda; si estos
escritos no están editados, deberán prohibir que se editen.
»No se deberá permitir que los
alumnos de Seminarios y Universidades tengan acceso a esta clase de libros, periódicos
y revistas, pues no son menos dañinos que los contrarios a las buenas
costumbres; incluso hacen más daño, porque corroen los fundamentos de la vida
cristiana.
»El. mismo juicio merecen las publicaciones de
algunos escritores católicos -por lo demás, bien intencionados-, que,
poco formados en teología y contagiados de filosofía moderna, se dedican a
armonizar esta filosofía con la fe y hasta pretenden, según dicen, que la fe
saque provecho de ello. Precisamente porque estos escritos se leen sin recelo,
dado el buen nombre de sus autores, es por lo que representan un mayor peligro
para ir paulatinamente deslizándose hacia el modernismo.
»En materia tan importante como ésta,
Venerables Hermanos, procurad desterrar con energía todo libro pernicioso que
circule en vuestras diócesis, por medio incluso de una prohibición solemne.
Por más que la Apostólica Sede se esfuerce en eliminar esta clase de escritos,
son ya tan abundantes, que faltan las fuerzas para localizarlos a todos. Así,
puede suceder que se eche mano de la medicina cuando la enfermedad se ha
contraído hace tiempo. Queremos, pues, que los Obispos cumplan con su
obligación sin miedo, sin prudencia de la carne, sin escuchar clamores de
protesta, con suavidad, ciertamente, pero imperturbablemente; recuerden lo que
prescribía León XIII en la Constitución apostólica Officiorum ac munerum:
Los Ordinarios, incluso actuando como delegados de la Apostólica Sede,
deben proscribir y alejar del alcance de los fieles los libros y los escritos
perjudiciales que se editen o se difundan en sus diócesis[vii].
Estas palabras conceden un derecho, pero también imponen una obligación. Nadie
puede pensar que cumple con esa obligación si denuncia algún que otro libro,
pero consiente que otros muchos se difundan por todas partes.
»Y no os confiéis, Venerables
Hermanos, por el hecho de que algún autor haya obtenido el Imprimatur en
otra diócesis, porque puede ser falso o porque le ha podido ser concedido con
ligereza o con demasiada blandura o por un exceso de Confianza en el autor; cosa
ésta que puede ocurrir al- una vez en las Ordenes Religiosas. Sucede que, así como
no a todos conviene el mismo alimento, libros que en un lugar pueden ser
inocuos, en otro lugar pueden ser perniciosos por una serie de circunstancias.
Así, pues, si algún Obispo, después de asesorarse debidamente, cree
conveniente prohibir en su diócesis alguno de estos libros, le concedemos sin más
facultad para hacerlo, e incluso le mandamos que lo haga. Pero llévese a cabo
todo esto con delicadeza, limitando la prohibición al clero, si ello bastara;
los libreros católicos tienen el deber de no poner a la venta los libros
prohibidos por el Obispo.
»Ya que hemos tocado este punto, miren
los Obispos que los libreros no comercien con mala mercancía por afán de
lucro, pues en algunos catálogos abundan los libros modernistas elogiados
profusamente. Si estos libreros se niegan a obedecer, no duden los Obispos,
después de llamarles la atención, en retirarles el título de libreros católicos;
y más todavía si tienen el título de libreros episcopales. Si ostentan el título
de libreros pontificios, habrán de ser denunciados a la Santa Sede.
»Por último, queremos recordar a
todos lo que se dice en el artículo XXVI de la Constitución Officiorum:
Todos aquellos que han obtenido permiso apostólico para leer y retener libros
prohibidos, no pueden por eso leer ni retener los libros o periódi cos
prohibidos por el Ordinario del lugar, a no ser que en el indulto apostólico se
haga constar la facultad de leer y retener libros condenados por quienquiera.
Los censores de oficio
»IV .-Pero no basta con
impedir la lectura y la venta de los libros malos, sino que es preciso también
evitar su edición. Por consiguiente, los Obispos han de conceder con mucha
exigencia la licencia para editar.
»Dado que son muchas las cosas que se
exigen en la Constitución Officiorum, para que el Ordinario conceda el
permiso de editar, y como no es posible que el Obispo pueda hacerlo todo de por
sí, en cada Diócesis deberá haber un número suficiente de censores de
oficio, para examinar los libros. Recomendamos encarecidamente esta institución
de los censores, y no sólo aconsejamos sino que mandamos taxativamente que
se extienda a todas las diócesis. Deberá haber en todas las curias diocesanas
censores de Oficio, que examinen los escritos que se vayan a editar; se deberán
elegir de entre ambos cleros, que merezcan confianza por su edad, su erudición,
su prudencia, que mantengan un firme equilibrio en lo que se refiere a las
doctrinas que se deben aprobar y las que no se deben aprobar. A ellos se deberá
encomendar el examen de los escritos que, según los artículos 41 y 42 de la
Constitución citada, necesitan autorización para ser publicados; el Censor
expresará su juicio por escrito. Si este juicio fuera favorable, el Obispo
autorizará la publicación, con la palabra lmprimatur, que irá
precedida de la expresión Nihil obstat y la firma del Censor.
»Igual que en las demás otras, también
en la Curia romana se han de instituir censores de oficio. Serán nombrados por
el Maestro del Sacro Palacio, oído el Cardenal Vicario de la Urbe y con el
consentimiento y la aprobación del Sumo Pontífice. Será el Maestro del Sacro
Palacio quien designe el censor que deba examinar cada escrito, y también él
dará la autorizaci6n de publicar -igualmente podrá hacerlo el Cardenal Vicario
del Pontífice o quien haga sus veces-, siempre precedida, como queda dicho, de
la fórmula de aprobación y de la firma del Censor
»Sólo en circunstancias
extraordinarias y muy excepcionalmente, según el prudente juicio del obispo,
podrá omitirse el nombre del Censor.
»El nombre del Censor no deberá
ser conocido por el autor, hasta que emita un juicio favorable, para evitarle
molestias mientras está examinando el escrito o por si no autoriza la publicación.
»Nunca se deberá nombrar censores
Religiosos sin primero pedir la opinión reservada de su Superior Provincial o,
si es en Roma, del Superior General; ellos darán fe de las buenas costumbres,
de la ciencia y de la rectitud doctrinal de la persona designada.
»Advertimos a los Superiores
Religiosos del gravísimo deber que tienen de no permitir que ninguno de sus súbditos
publique nada. sin que medie la aprobación de ellos mismos o del Ordinario.
»Por último. advertimos y declaramos
que quien ostente el título de censor no podrá nunca hacerlo valer ni nunca lo
ha de utilizar para refrendar sus opiniones personales.
"Una vez dichas estas cosas en
general, mandamos que en concreto se observe lo que estatuye en el artículo 42
la Constitución Officiorum con estas palabras: Está prohibido que,
sin previa autorización del Ordinario, los clérigos seculares dirijan
diarios o publicaciones periódicas. Si usan mal de esa autorización.
se les deberá amonestar v privar de ella.
»En cuanto a los sacerdotes que son corresponsales
o colaboradores de prensa, dado que con frecuencia escriben en publicaciones
tocadas con el virus del modernismo, los Obispos deben cuidar de que no
traspasen los límites permitidos. v. si es preciso, retírenles la
autorizaci6n. Advertimos seriamente a los Superiores Religiosos que hagan lo
mismo: si no hacen caso de esta advertencia, deberán jntervenir los Ordinarios
con autoridad delegada del Sumo Pontífice.
»Se hará todo lo posible para que los
periódicos y las revistas escritas por católicos tengan un censor. Su
trabajo consistirá en leer todo lo escrito, después de publicado, Y, si
encuentran algo incorrecto, deberán exigir una rápida rectificación. Esta
misma facultad tendrá el Obispo, incluso contra la opinión favorable del
Censor.
La asistencia a Congresos y Asambleas
»V.-Ya hemos citado los Congresos y
las Asambleas, como lugares en los que los modernistas tratan de defender y
propagar públicamente su pensamiento.
»De ahora en adelante, los Obispos no
permitirán, sino por rara excepción, que se celebren asambleas de sacerdotes.
Y aun en el caso de permitirlas, que sólo sea con la condición de que no se
trate en ellas de asuntos que únicamente competen a los Obispos o a la Sede
Apostólica; que nada se proponga o se reclame en detrimento de la potestad
sagrada; que en absoluto se hable en ellas de nada que huela a modernismo, a
presbiterianismo o a laicismo.
»A estas asambleas o congresos,
autorizados uno a uno por escrito y en momento adecuado, no deberá asistir ningún
sacerdote de otra diócesis a quien su Obispo no se lo permita por escrito.
»Los sacerdotes deberán siempre tener
presente la seria advertencia de León XIII[viii]:
La autoridad de sus Obispos ha de ser santa para los sacerdotes; tengan por
cierto que, si el ministerio sacerdotal no se ejerce bajo el magisterio de los
Obispos, no será ni santo, ni eficaz, ni limpio.
El Consejo de Vigilancia»
»VI.-¿De qué serviría, Venerables
Hermanos, que diésemos órdenes y preceptos, si no se observaran puntual y
decididamente? Para tener la alegría de ver que estas prescripciones se
cumplen, Nos ha parecido conveniente extender a todas las diócesis lo que, ya
hace años, decidieron los Obispos de la Umbría[ix]:
Para arrancar los errores que se han difundido y para evitar que se sigan
divulgando o que sigan surgiendo maestros de impiedad que mantengan vivos los
perniciosos efectos que ha producido esta divulgación, el Santo Sínodo
determina que. siguiendo el ejemplo de San Carlos Borromeo, en cada di6cesis se
cree un Consejo compuesto por sacerdotes de uno y otro clero, cuyo cometido sea
estar atentos para ver qué nuevos errores nacen y con qué nuevas técnicas se
difunden, e informar de ello al Obispo, para que. debidamente asesorado,
ponga los remedios que apaguen el mal desde su mismo comienzo. a fin de que no
se divulgue haciendo cada vez más daño a las almas. o que no eche raíces y
crezca, lo cual sería peor.
»Este Consejo, que queremos se llame de
vigilancia, mandamos que sea creado cuanto antes en cada una de las diócesis.
Las personas que de él formen parte, cumplirán con su cometido del mismo modo
que hemos establecido para los censores. Cada dos meses tendrán una reunión
con el Obispo; lo que en esa reunión traten o decidan será secreto.
»Por razón de su oficio, tendrán las
siguientes atribuciones: estar alerta para descubrir cualquier indicio de
modernismo en los libros y en la enseñanza; determinar, con prudencia. pero con
rapidez y eficacia, lo que sea preciso para conservar sano el clero y la gente
joven.
»Tengan cuidado con los vocablos de
nuevo cuño, y recuerden los consejos de León XIII[x]:
No se deberá tolerar en escritos católicos los modos de decir que siguiendo
la corriente a las novedades malas, se burlen de la piedad de los fieles,
propongan un nuevo estilo de vida cristiana, unos nuevos preceptos de la
Iglesia, unas nuevas aspiraciones espirituales, una nueva vocación social del
clero, Una nueva civilización cristiana, y otras muchas cosas parecidas. Nada
de esto Se tolerará ni en los libros ni en las conferencias.
Las Sagradas Reliquias y las tradiciones piadosas
»No se olviden de prestar atención a
los libros que tratan de tradiciones piadosas locales o de las Sagradas
Reliquias. No consentirán que en periódicos o revistas piadosas se hable de
estos temas sin respeto o con desprecio, ni pretendiendo dar criterio,
principalmente -como ocurre con frecuencia-, si se afirma que son cosas
relativas o se emiten opiniones basadas en prejuicios.
»Acerca de las Sagradas Reliquias, hay
que tener en cuenta lo siguiente: si los Obispos -que son los únicos que tienen
esta facultad- saben con certeza que una reliquia no es auténtica, la deben
retirar del culto de los fieles; si una reliquia no tiene su «auténtica»
(certificado de autenticidad), por haberse perdido en alguna revolución civil o
por alguna otra causa, no se deberá proponer al culto público hasta que el
Obispo no la haya debidamente reconocido. No se echará mano del argumento de
prescripción o de presunción fundada sino cuando se pueda basar en la antigüedad
del culto, como recomienda el Decreto de la Congregación para las Indulgencias
y para las Sagradas Reliquias, del año 1896: Las reliquias antiguas se deben
seguir venerando como siempre, a no ser que en un caso particular haya motivos
para pensar que son falsas.
»Cuando se trate de
juzgar las tradiciones piadosas, se deberá tener presente que la Iglesia ha
obrado en esto siempre con tanta prudencia, que no permite que estas tradiciones
se pongan por escrito si no es con toda cautela y sin antes hacer la declaración
mandada por Urbano VIII; y aun actuando así, no afirma la verdad del hecho: se
limita a no prohibir que se crea en él, a no ser que para ello falten
argumentos humanos. La Sagrada Congregación de Ritos, hace treinta años
decretaba[xi]: Esas apariciones o
revelaciones no fueron ni aprobadas ni condenadas por la Sede Apostólica, que
solamente permite que se crea piadosamente en ellas con fe humana, conforme a la
tradición de que gozan, confirmada por testimonios y documentos apropiados. Quien
se atenga a esto nada debe temer, pues la devoción a alguna aparición, en lo
que respecta al hecho, lleva implícita la condición de que ese hecho sea
verdad, y entonces se llama relativa; pero también se llama y es absoluta
porque se fundamenta en la verdad, ya que se dirige a las personas de los
Santos que se quiere honrar. Esto mismo se ha de decir de las Reliquias.
»Por último, encomendamos a este
Consejo de vigilancia que no pierda de vista en ningún momento a las
instituciones sociales ya los escritos sobre cuestiones sociales, para que no se
introduzca en ellos nada de modernismo, sino que se atengan a las prescripciones
de los Romanos Pontífices.
» Ultimas recomendaciones
» VII.-Para que no caiga
en olvido lo que aquí mandamos, deseamos y ordenamos que todos los
Obispos, en el plazo de un año después de publicado este documento, y más
adelante cada tres años, manden un informe detallado y jurado a la Sede Apostólica
acerca de todos los extremos que en esta Carta hemos desarrollado; asimismo lo
harán acerca de las doctrinas que estén de actualidad entre el clero, de modo
particular en los Seminarios y en los demás Institutos católicos, incluidos
los que no estén sometidos a la autoridad del Ordinario. Lo mismo ordenamos a
los Superiores Generales de las Ordenes Religiosas».
La enseñanza en los Seminarios y Noviciados
Confirmamos todo esto,
urgiéndolo en conciencia, contra quienes, sabedores de ello, no obedezcan; y añadimos
algunas particularidades que se refieren a los alumnos de los Seminarios ya los
novicios de los Institutos religiosos.
En los Seminarios, las enseñanzas
deben de estar programadas de modo tal que toda su planificación lleve a formar
sacerdotes dignos de llevar ese hombre. No se puede pensar que la combinación
de todas las enseñanzas vaya a ir en detrimento de la piedad. Todo ello toma
parte en la formación, y son como las palestras en donde con una preparación
diaria se ejercita la sagrada milicia de Cristo. Para conseguir un ejército
bien entrenado, dos cosas son absolutamente necesarias: la doctrina que cultiva
la mente y la virtud que perfecciona el alma. La una exige que los jóvenes
alumnos seminaristas se instruyan en aquello que tiene más íntima relación
con los estudios de las cosas divinas; la otra exige una singular categoría en
la virtud y en la constancia. Observen, pues, quienes enseñan las asignaturas y
la piedad, qué esperanzas da cada uno de los alumnos, y examinen las
disposiciones que cada cual tiene; vean si se dejan llevar por su manera de ser,
si son proclives al espíritu profano; si tienen disposiciones para ser dóciles,
inclinados a ser piadosos, si no son dados a tenerse en buen concepto, si saben
aprender lo que se les enseña; miren si van hacia la dignidad sacerdotal con
rectitud de intención, o si se mueven por razones humanas; observen, por último,
si poseen la santidad y la doctrina convenientes para esa vida; si faltara algo
de esto, miren si al menos se podría asegurar que se proponen adquirirlo con
decisión. Ofrecen no pocas dificultades estas averiguaciones; si les faltan las
virtudes alas que Nos hemos referido, cumplirán los actos de piedad hipócritamente,
y se someterán a la disciplina sólo por temor y no por convencimiento
interior. Quien obedezca servilmente o rompa la disciplina por superficialidad o
por rebeldía, está muy lejos de poder desempeñar el sacerdocio santamente. No
se puede pensar que quien menosprecia la disciplina en casa no se apartará de
ningún modo de las leyes públicas de la Iglesia. Si un Superior ve que algún
muchacho está en estas malas disposiciones, adviértale de ello una y otra vez
y, después de la experiencia de un año, si ve que no se corrige, deberá
dimitirlo y ni él ni ningún otro Obispo lo volverán a admitir.
Condiciones para acceder al sacerdocio
Hay dos cosas que se
requieren absolutamente para promover a alguien al sacerdocio; una vida limpia
junto con una doctrina sana. No se olvide que los preceptos y consejos que los
Obispos dirigen a quienes se inician en las sagradas Ordenes, también se
aplican a quienes se preparan para ellas: «Hay que procurar que estos elegidos
estén adornados de sabiduría celestial, de buenas costumbres y de una continua
observancia de la justicia. ..Que sean honestos y maduros en ciencia y en
obras..., que en ellos brille toda forma de justicia.»
Habríamos dicho ya bastante acerca de
la honestidad de vida, si no fuera porque no es fácil separarla de la doctrina
que cada cual asimile y las opiniones propias que defienda. Mas, como se dice en el
libro de los Proverbios: Al hombre se le conoce por su sabiduría[xii];
y como dice el Apóstol: Quien... no permanece en la doctrina de Cristo, no
tiene a Dios[xiii]. Cuando hay que
dedicarse a aprender tantas y tan variadas cosas como nuestro tiempo enseña, de
nada mejor se puede echar mano que de las luces que proporciona el progreso
humano. Así, pues, si quienes forman parte del clero quieren llevar acabo su
tarea según exigen estos tiempos, si quieren con fruto exhortar a la sana
doctrina y argumentar contra quienes la impugnan[xiv],
si quieren aprovechar para la Iglesia las realizaciones del genio humano, es
necesario que adquieran ciencia y no una ciencia vulgar, y es necesario que se
mantengan firmes en la doctrina. Hay que luchar contra enemigos bien preparados,
que con frecuencia unen un alto nivel de estudios a una ciencia construida con
astucia, cuyas teorías erróneas y vibrantes están expuestas con gran aparato
de palabras, para que parezca que están diciendo algo nuevo y peregrino. Por
eso hay que preparar seriamente las armas, es decir, han de adquirir gran
riqueza de doctrina todos aquellos que se disponen a pelear en una tarea santísima
y particularmente ardua.
Como la vida del hombre es tan
limitada, que apenas si puede tomar un sorbo del abundante manantial que es el
conocimiento de las cosas, hay que moderar el ansia de aprender y recordar estas
palabras de San Pablo: no elevarse por encima de lo debido[xv].
Por esta razón, como los clérigos tienen la obligación de estudiar mucho y
seriamente, ya en lo que se refiere a las Escrituras, como a la Fe, a las
costumbres, a la piedad y al culto -la así llama- da ascética-, ya lo
que se refiere a la historia de la Iglesia, el derecho canónico, a la
elocuencia sagrada; con objeto de que los jóvenes no distraigan su tiempo con
otras cuestiones, recortándolo de lo que es su principal estudio, prohibimos
terminantemente que lean periódicos y revistas, por buenas que sean; los
Superiores que no cuiden extremadamente esto, han de sentir gravemente culpable
su con- ciencia.
Medidas contra la infiltración del modernismo
Para evitar toda
posibilidad de que el modernismo se infiltre disimuladamente, queremos no sólo
que se observe lo que decíamos en el número segundo más arriba trascrito,
sino que además mandamos que cada doctor, al acabar los estudios de su segundo
año, presente a su Obispo el texto que se propone explicar, o las cuestiones o tesis
que va a exponer; aparte de esto, se deberá observar cómo lleva sus clases
durante un año; si se ve que se aparta de la buena doctrina, esto será motivo
para que se le haga abandonar la docencia. Por último, aparte de la
profesión de fe, habrá de entregar a su Obispo el juramento, cuya fórmula se
incluye más adelante, debidamente firmado.
También entregarán a su Obispo este
juramento, además de la profesión de Fe, con la fórmula prescrita por Nuestro
Antecesor Pío IV, y las definiciones añadidas por el Concilio Vaticano I:
I.-Los clérigos que se inician en las
Ordenes mayores; a cada uno de ellos habrá que entregarle antes un ejemplar de
la profesión de fe y otro del juramento, para que lo consideren detenidamente y conozcan
también la sanción que lleva consigo la violación del juramento, como más
adelante diremos.
II.-Los sacerdotes que se destinen a oír
confesiones y los oradores sagrados, antes de que se les conceda autorización
para ejercer sus funciones.
III.-Los Párrocos, Canónigos,
Beneficiarios, antes de tomar posesión de su beneficio.
IV .-Los oficiales de las curias
episcopales y de los tribunales eclesiásticos, incluidos el Vicario
general y los jueces.
V .-Los predicadores en tiempo de
Cuaresma.
VI.-Todos los oficiales de las
Congregaciones Romanas o de los tribunales, ante el Cardenal Prefecto o el
Secretario de la Congregación o tribunal correspondiente.
VII.-Los Superiores y doctores de las
Familias Religiosas y de las Congregaciones, antes de tomar posesión de su
cargo.
La profesión de fe a que nos hemos
referido y el documento impreso con el juramento han de ser expuestos en un tablón
de anuncios especial en las Curias episcopales y en las oficinas de todas las
Congregaciones Romanas. Si alguien osara violar este juramento -lo que Dios no
permita- será acusado ante el Tribunal del Santo Oficio.
JURAMENTO CONTRA LOS ERRORES DEL
MODERNISMO
Yo..., abrazo y acepto firmemente todas y cada una
de las cosas que han sido definidas, afirmadas y declaradas por el Magisterio
inerrante de la Iglesia, principalmente aquellos puntos de doctrina que
directamente se oponen a los errores de la época presente. y en primer lugar:
profeso que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser ciertamente
conocido y, por tanto, también demostrado, como la causa por sus efectos, por
la luz natural de la razón mediante las cosas que han sido hechas, es decir,
por las obras visibles de la creación. En segundo lugar: admito y
reconozco como signos certísimos del origen divino de la religión cristiana
los argumentos externos de la revelación, esto es, hechos divinos, y en primer
término, los milagros y las profecías, y sostengo que son sobremanera
acomodados a la inteligencia de todas las épocas y de los hombres, aun los de
este tiempo. En tercer lugar: creo igualmente con fe firme que la Iglesia,
guardiana y maestra de la palabra revelada, fue próxima y directamente
instituida por el mismo verdadero e histórico Cristo, mientras vivía
entre nosotros, y que fue edificada sobre Pedro, príncipe de la jerarquía
apostólica, y sus sucesores para siempre. Cuarto: acepto sinceramente la
doctrina de la fe transmitida hasta nosotros desde los Apóstoles por me- dio de
los Padres ortodoxos siempre en el mismo sentido y en la misma sentencia; y por
tanto, de todo punto rechazo la invención herética de la evolución de los
dogmas, que pasarían de un sentido a otro diverso del que primero mantuvo la
Iglesia; igualmente condeno todo error, por el que al dep6- sito divino,
entregado a la Esposa de Cristo y que por ella ha de ser fielmente
custodiado, sustituye un invento filosófico o una creación de la conciencia
humana, lentamente formada por el esfuerzo de los hombres y que en adelante ha
de perfeccionarse por progreso indefinido. Quinto: Sostengo con toda certeza y
sinceramente profeso que la fe no es un sentimiento ciego de la religión que
brota de los escondrijos de la subconsciencia, bajo presión del corazón
y la inclinación de la voluntad formada moralmente, sino un verdadero
asentimiento del entendimiento a la verdad recibida por fuera por oído, por
el que creemos ser verdaderas las cosas que han sido dichas, atestiguadas y
reveladas por el Dios personal, creador y Señor nuestro, y lo creemos por la
autoridad de Dios, sumamente veraz
» También me someto con la debida
reverencia y de todo corazón me adhiero alas condenaciones, declaraciones y
prescripciones todas que se contienen en la Carta Encíclica Pascendi y
en el Decreto Lamentabili, particularmente en lo relativo a la que llaman
historia de los dogmas.
»Asimismo repruebo el error de los que
afirman que la fe propuesta por la Iglesia puede repugnar a la historia, y que
los dogmas católicos en el sentido en que ahora son entendidos, no pueden
conciliarse con los auténticos orígenes de la religión cristiana. Condeno y
rechazo también la sentencia de aquellos que dicen que el cristiano erudito se
reviste de doble personalidad, una de creyente y otra de historiador, como si
fuera lícito al historiador sostenerlo que contradice a la fe del creyente, o
sentar premisas de las que se siga que los dogmas son falsos y dudosos, con tal
de que éstos no se nieguen directamente. Repruebo igualmente el método de
juzgar e interpretar la Sagrada Escritura que, sin tener en cuenta la tradici6n
de la Iglesia, la analogía de la fe y las normas de la Sede Apostólica, sigue
los delirios de los racionalistas y abraza no menos libre que
temerariamente la crítica del texto como regla única y suprema. Rechazo además
la sentencia de aquellos que sostienen que quien enseña la historia de la
teología o escribe sobre esas materias, tiene que dejar antes a un lado la
opini6n preconcebida, ora sobre el origen sobrenatural de la tradición católica,
ora sobre la promesa divina de una ayuda para la conservación perenne de cada
una de las verdades reveladas, y que además los escritos de cada uno de los
Padres han de interpretarse por los solos principios de la ciencia, excluida
toda autoridad sagrada, y con aquella libertad de juicio con que suelen
investigarse cualesquiera monumentos profanos. De manera general, finalmente, me
profeso totalmente ajeno al error por el que los modernistas sostienen
que en la sagrada tradición no hay nada divino, o lo que es mucho peor, lo
admiten en sentido panteístico, de suerte que ya no quede sino el hecho
escueto y sencillo, que ha de ponerse al nivel de los hechos comunes de la
historia, a saber: unos hombres que por su industria, ingenio y diligencia,
continúan en las edades siguientes la escuela comenzada por Cristo y sus Apóstoles.
Por tanto, mantengo firmísimamente la fe de los Padres y la mantendré
hasta el postrer aliento de mi vida sobre el carisma cierto de la verdad, que
está, estuvo y estará siempre en la sucesión del episcopado desde los Apóstoles[xvi];
no para que se mantenga lo que mejor y más apto pueda parecer conforme a la
cultura de cada época, sino para que nunca se crea de otro modo, nunca
de otro modo se entienda la verdad absoluta e inmutable predicada
desde el principio por los Apóstoles[xvii].
»Todo esto prometo que lo he de
guardar íntegra y sinceramente y custodiar inviolablemente sin apartarme nunca
de ello, ni enseñando ni de otro modo cualquiera de palabra o por escrito. Así
lo prometo, así lo juro, así me ayude Dios, etc.»
LA PREDICACIÓN SAGRADA
Como quiera que después de una
detenida observación Nos hemos dado cuenta de que sirven de poco los cuidados
que los Obispos ponen para que se predique la Palabra, y esto no por culpa de
los oyentes, sino más bien por causa de la arrogancia de los predicadores, que
exponen la palabra de los hombres y no la de Dios, hemos creído oportuno
divulgar en lengua latina, y recomendar a los Ordinarios el documento que, por
mandato de Nuestro Predecesor León XIII, fue publicado por la Sagrada
Congregación de Obispos y Regulares, el día 31 de julio de 1894, y enviado a
los Ordinarios de Italia ya los Superiores de las Familias y Congregaciones
Religiosas :
Piedad y doctrina
1.º «En
primer lugar, por lo que se refiere a las virtudes de que deben estar adornados
de manera muy eminente los oradores sagrados, tengan buen cuidado los Ordinarios
y los Superiores de las Familias religiosas de no confiar es santo y salutífero
ministerio de la palabra divina a quienes no sean piadosos con Dios ni amen a
Jesucristo, Hijo de Dios y Señor nuestro, y no desborden de sí esta
piedad y este amor. Si estas dotes faltan en los predicadores de la doctrina católica,
no conseguirán ser más que bronces que resuenan o unos címbalos que tañen[xviii];
jamás
les debe faltar aquello de lo que procede la fuerza y la eficacia de la
predicación evangélica, es decir, el celo por la gloria de Dios y por la
salvación eterna de las almas. Esta necesaria piedad que deben tener los
oradores sagrados ha de traslucirse muy particularmente en la manera de
manifestarse su vida, no vaya a ser que la conducta de quienes predican esté en
contradicción con lo que recomiendan sobre los preceptos y las costumbres
cristianas, y no destruyan con obras lo que edifican de palabra. Esa piedad no
debe resentirse de nada profano: debe estar adornada de gravedad, para que se
vea que de verdad son ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de
Dios[xix].
De lo contrario, como acertadamente advierte el Doctor Angélico: si la
doctrina es buena y el predicador es malo, éste es ocasión de blasfemia de la
doctrina divina[xx].
Pero a la piedad y las demás virtudes
cristianas no les debe faltar ciencia; es evidente por sí, y la experiencia así
lo confirma, que quienes no poseen abundante doctrina -principalmente doctrina
sagrada- no pueden expresarse con sabiduría, no con rigor sistemático, ni con
fruto; y tampoco quienes confiados en su innata facilidad de palabra, suben al púlpito
con desenfado, casi sin prepararse. Estos ciertamente dan palos en el vacío, e
inconscientemente son causa de que la palabra divina sea despreciada y objeto de
burla; a ellos se les pueden aplicar sin restricción las palabras divinas: Ya
que tú has rechazado la ciencia, yo te rechazaré también, para que no ejerzas
mi sacerdocio[xxi]»
«Predicad el Evangelio...»
2º. - «Por consiguiente, que los
Obispos y los Ordinarios de las Familias religiosas no confíen el ministerio de
la palabra a ningún sacerdote, sin que antes les conste que tiene una notable
cantidad de piedad y de doctrina. Vigilen atentamente para que sólo hablen de
las cosas que son propias de la predicación divina. En qué consisten estas
cosas lo dijo el mismo Cristo nuestro Señor: Predicad el Evangelio...[xxii]
Enseñándoles a observar todo lo que os he mandado[xxiii].
A lo cual Santo Tomás comenta: Los predicadores deben dar luz en lo que hay
que creer, orientar en lo que hay que hacer, decir lo que hay que evitar, y ya
apremiando, ya exhortando, no cesar de predicar a los hombres[xxiv].
El Concilio de Trento dice: Poniéndoles de manifiesto los vicios que deben
abandonar, y las virtudes que les conviene adquirir, para que puedan eludir la
pena eterna y alcanzar la gloria del cielo[xxv].
Todo esto lo resumió Pío IX escribiendo así: Predicando a Cristo
crucificado, y no a sí mismos, anuncien al pueblo con claridad y sencillez los
dogmas y preceptos de nuestra santa religión, valiéndose de un lenguaje serio
y elegante; expongan a todos con detalle cuáles son sus correspondientes
deberes, aparten a todos del pecado, enciéndalos en piedad; de esta forma, los
fieles, alimentados con la palabra de Dios, se apartarán de todos los vicios,
se sentirán inclinados a la virtud y podrán verse a salvo de las penas eternas
y alcanzarán la gloria del cielo[xxvi].
De todo esto resulta evidente que los temas sobre los que hay que predicar son
el Símbolo de los Apóstoles, la ley de Dios, los Mandamientos de la Iglesia,
los Sacramentos, las virtudes y los vicios, los deberes de estado, los Novísimos
del hombre, y las demás verdades eternas».
Más sermones y menos «conferencias»
3º - «Pero no es raro que a los
modernos ministros de la palabra divina se les dé poco de esta riquísima e
importantísima cantidad de cosas; las dejan de lado como si fueran algo
desusado e inútil y casi las rechazan. Se han dado cuenta de que estas cosas
que hemos citado no son precisamente las más apropiadas para arrancar esa
popularidad que tanto apetecen; buscan sus propias cosas, no las cosas de
Jesucristo[xxvii], y esto lo hacen
incluso durante los días de cuaresma y en los demás tiempos solemnes del año.
No sólo le cambian el nombre a todo, sino que ahora sustituyen los sermones de
siempre por una especie de discursos poco adecuados para dirigirse a las mentes,
a los que llaman CONFERENCIAS, que se prestan más a elucubraciones que a mover
las voluntades ya estimular las buenas costumbres. No se convencen de que los
sermones morales aprovechan a todos, mientras que las conferencias apenas
si son de provecho para unos pocos; si en la predicación se lleva acabo un
examen detenido de las costumbres, inculcando la castidad, la humildad, la
docilidad a la autoridad de la Iglesia, de por sí se rectificarán las ideas
equivocadas en la fe y se dará acogida a la luz de la verdad con mejor
disposición de ánimo. Los conceptos equivocados que muchos tienen sobre la
religión, sobre todo entre los mismos católicos, se deben achacar más a las
malas inclinaciones de la concupiscencia que a una actitud errada de la
inteligencia, como afirman estas palabras divinas: Del corazón salen los
malos pensamientos. ..las blasfemias[xxviii].
Haciendo referencia a las palabras del Salmista: Dijo el insensato en su
corazón: Dios no existe[xxix],
San Agustín comenta: en su corazón no en su cabeza».
Predicar con sencillez
4º - «De
todas formas no hay que tomar lo que hemos dicho como si estas maneras de
dirigir la palabra sean por sí reprobables, sino por el contrario, si se hace
bien, pueden ser grandemente útiles e incluso necesarias para combatir los
errores con que la religión es atacada. Pero hay que eliminar absolutamente del
púlpito las maneras pomposas de hablar, que no hacen más que dar vueltas alas
cosas en vez de animar ala buena conducta; que se refieren a lo que es más
propio de la sociedad civil que de la religión; que miran más a la elegancia
en el decir que. al logro de frutos. Todas estas cosas son más propias de
ensayos literarios y de discursos académicos, pero no concuerdan en absoluto
con la dignidad y la categoría de la casa de Dios. Los Discursos o conferencias
que tienen por objeto defender la religión contra los ataques de los enemigos
aun cuando a veces sean necesarios, no son cosa que esté al alcance de todos,
sino que hay que ser muy capaz para ello. Pero incluso estos eximios oradores se
han de andar con gran cautela, pues es- tas defensas de la religión sólo
convienen si así lo aconsejan las circunstancias de lugar, de tiempo y de género
de oyentes, y cuando se vea que no van a quedar infructuosas: es innegable que
el juicio acerca de la oportunidad o no, corresponde a los Ordinarios. Además,
en esta clase de discursos confíese más en la fuerza de la doctrina sagrada
que en las palabras de la sabiduría humana; que la exposición tenga fuerza y
sea lúcida, no ocurra que en las mentes de los oyentes queden grabadas más
profundamente las teorías falsas que la verdad que se les opone, o que
sobresalgan más las objeciones que las respuestas. De manera especial habrá
que no abusar de estos discursos, sustituyendo por ellos a los sermones, como si
éstos fuesen de menor categoría y menos eficaces, dejándolos, por
consiguiente, para predicadores y oyentes vulgares; es muy cierto que a la gran
masa de fieles les son altamente necesarios los sermones sobre las buenas
costumbres, pero esto no quiere decir que deban tener menos categoría que los
discursos apologéticos; de manera que los sermones se han de predicar por
oradores de gran prestigio, sin tener en cuenta si el público oyente es de lo más
elegante o de lo más corriente, y, al menos de vez en cuando, se deberán
organizar estos sermones con especial cuidado. si no se hace así, la mayoría
de los fieles estará siempre oyendo hablar de los errores, que casi todos ellos
detestan; pero nunca oirá hablar de los vicios y pecados que a ellos y a todos
nos acechan y manchan».
La Sagrada Escritura, fuente de
predicación
5º. - Cuando el tema
escogido para los sermones no es desacertado, hay otras cosas, muy graves, que
producen lástima, si se consideran el estilo y la forma del discurso. Como espléndidamente
dice Santo Tomás de Aquino, para que de verdad sea luz del mundo, el
predicador de la palabra divina ha de reunir tres condiciones: primero, la
solidez de doctrina, para no desviar de la verdad; segundo, claridad de exposición,
para que su enseñanza no sea confusa; tercero, eficacia, para buscar la
alabanza de Dios y no la suya propia[xxx].
Pero la verdad es que, las más de las veces, la forma de hablar hoy día no está
poco lejos de esas claridad y sencillez evangélicas que deben ser sus características,
sino ..que más bien está toda cifrada en filigranas oratorias y en temas
abstractos, que Superan la capacidad de entender del pueblo corriente. Es
cosa verdaderamente lamentable, dan ganas de llorar con e las palabras del
profeta: Las criaturas pidieron pan y no hubo quien se lo diera[xxxi].
Y también es muy te triste que con frecuencia falte en los sermones contenido
religioso, ese soplo de piedad cristiana, esa fuerza divina y esa virtud
del Espíritu Santo que mueve las almas y las impulsa hacia el bien: para
conseguir esta fuerza y esta virtud, los predicadores sagrados siempre han de
tener presentes las palabras del Apóstol: Mi palabra y mi predicación no
consisten en persuasivos vocablos de sabiduría humana, sino en mostrar el
espíritu y la virtud[xxxii].
Quienes confían en persuasivos vocablos de sabiduría humana, casi nada
o nada tienen en cuenta la palabra divina ni las Sagradas Escrituras, que
ofrecen el más poderoso y abundante manantial para la predicación, como
no hace mucho tiempo enseñaba León XIII, con estas importantes palabras: «Esta
característica virtud de las Escrituras, que procede del soplo del Espíritu
Santo, es la que da autoridad al orador sagrado, le otorga la libertad de
apostolado, le confiere una elocuencia viva y convincente. Quienquiera que
esgrime al hablar el espíritu y la fuerza de la palabra divina, ése no
habla sólo con palabras, sino con firmeza, con el Espíritu Santo y lleno de
confianza[xxxiii]. Hay que decir que
actúan a la ligera y con imprudencia quienes predican sus sermones y
enseñan los preceptos divinos como si solamente utilizaran palabras de ciencia
y de prudencia humanas, apoyándose más en sus propios argumentos que en los
divinos. La oratoria de éstos, aun cuando sea brillante, necesariamente carecerá
de vigor y será fría, puesto que le falta el fuego de la palabra de Dios, y
por eso estará lejos de tener esa fuerza que es propia de la palabra divina:
Viva es la palabra de Dios, y eficaz, y penetrante como una espada de doble filo
que llega hasta los entresijos del alma[xxxiv].
Además de que las personas más sabias están de acuerdo en que las Sagradas
Escrituras son de una maravillosa, variada y rica elocuencia, adecuada a las
cosas más grandes, San Agustín también lo comprendió así y habló de ello
ampliamente[xxxv];
incluso es algo que se pone en evidencia en los oradores sagrados de mayor
categoría, y quienes deben su fama a una asidua frecuentación ya una piadosa
meditación de los Libros Sagrados así lo afirmaron, dando gracias a Dios[xxxvi]».
»La Biblia es, pues, la principal y más
asequible fuente de elocuencia sagrada. Pero quienes se constituyen en
pregoneros de novedades, no alimentan el acervo de sus discursos de la fuente de
agua viva, sino que insensatamente y equivocados se arriman a las cisternas
agrietadas de la sabiduría humana; así, dando de lado a la doctrina inspirada
por Dios, o ala de los Padres de la Iglesia y a la de los Concilios, todo se les
vuelve airear los nombres y las ideas de escritores profanos y recientes, que
toda- vía viven: estas ideas dan lugar con frecuencia a interpretaciones
ambiguas o muy peligrosas».
Buscar el fruto sobrenatural en la predicación
»Otra manera de hacer daño
es la de quienes hablan de las cosas de la religión como si hubiesen de ser
medidas según los cánones y las conveniencias de esta vida que pasa,
dando al olvido la vida eterna futura: hablan brillantemente de los beneficios que
la religión cristiana ha aportado a la humanidad, pero silencian las
obligaciones que impone; pregonan la caridad de Jesucristo nuestro
Salvador, pero nada dicen de la justicia. El fruto que esta predicación
produce es exiguo, ya que, después de oírla, cualquier profano llega a
persuadirse de que, sin necesidad de cambiar de vida, él es un buen cristiano
con tal de decir: Creo en Jesucristo[xxxvii]».
»¿Qué clase de fruto quieren obtener
estos predicadores? No tienen ciertamente ningún otro propósito más que el de
buscar por todos los medios ganarse adeptos halagándoles los oídos, con
tal de ver el templo lleno a rebosar, no les importa que las almas queden vacías.
Por eso es por lo que ni mencionan el pecado, los novísimos, ni ninguna otra
cosa importante, sino que se quedan sólo en palabras complacientes, con
una elocuencia más propia de un arenga profana que de un sermón apostólico y
sagrado, para conseguir el clamor y el aplauso; contra estos oradores escribía
San Jerónimo: Cuando enseñes en la Iglesia, debes provocar no el clamor del
pueblo, sino su compunción: las lágrimas de quienes te oigan deben ser tu
alabanza[xxxviii].
Así también estos discursos se rodean de un cierto aparato escénico, tengan
lugar dentro o fuera de un lugar sagrado, y prescinden de todo ambiente de
santidad y de eficacia espiritual. De ahí que no lleguen a los oídos del
pueblo, y también de muchos del clero, las delicias que brotan de la palabra
divina; de ahí el desprecio de las cosas buenas; de ahí el escaso o el nulo
aprovechamiento que sacan los que andan en el pecado, pues aunque acudan
gustosos a escuchar, sobre todo si se trata de esos temas cien veces seductores,
como el progreso de la humanidad, la patria, los más recientes avances de la
ciencia, una vez que han aplaudido al perito de turno, salen del templo igual
que entraron, como aquellos que se llenaban de admiración, pero no se
convertían[xxxix]».
Deber grave de los Obispos
»Siendo, pues, deseo de esta Sagrada
Congregación, por mandato de nuestro Santísimo Señor el Papa, cortar tantos y
tan grandes abusos, apremia a los Obispos ya los Superiores de las Familias
Religiosas para que con toda su autoridad apostólica se opongan a ellos y
cuiden de extirparlos con todo su empeño. Habrán de recordar lo que les
ordenaba el Concilio de Trento[xl]
-tienen obligación de buscar personas idóneas para este oficio de predicar-,
conduciéndose en este asunto con la mayor diligencia y cautela. Si se tratase
de sacerdotes de su propia diócesis, cuiden los Ordinarios de no autorizar
nunca para predicar a nadie cuya vida, cuya ciencia y cuyas costumbres no
hayan sido antes probadas[xli],
es decir, si no se les ha encontrado idóneos por me- dio de un examen o de algún
otro modo. Si se trata de sacerdotes de otra diócesis, no permitirán que suban
al púlpito, sobre todo en las festividades solemnes, si no consta antes por
escrito la autorización de su propio Ordinario, garantizando sus buenas
costumbres y su aptitud para ese oficio. Los Superiores de las Ordenes,
Sociedades o Congregaciones Religiosas no autorizarán a ninguno de sus súbditos
para que prediquen, y mucho menos los recomendarán ante los Ordinarios, si no
están debidamente convencidos de su honestidad de vida y de sus facultades para
predicar. Si después de haber autorizado por escrito a un predicador,
comprueban que éste se aparta en su predicación de las normas que en este
documento establecemos, deberán obligarle a obedecer; y si no hiciera caso, le
deberán prohibir que predique, incluso si fuese menester con las penas
canónicas que parezcan oportunas».
Hemos creído conveniente prescribir y
recordar todo esto, mandando que se observe religiosamente; Nos vemos movidos a
ello por la gravedad del mal que aumenta día a día, y al que hay que salir al
paso con toda energía. Ya no tenemos que vernos, como en un primer momento, con
adversarios disfrazados de ovejas, sino con enemigos abiertos y descarados,
dentro mismo de casa, que, puestos de acuerdo con los principales adversarios de
la Iglesia, tienen el propósito de destruir la fe. Se trata de hombres cuya
arrogancia frente a la sabiduría del cielo se renueva todos los días, y se
adjudican el derecho de rectificarla, como si se estuviese corrompiendo; quieren
renovarla, como si la vejez la hubiese consumido; darle nuevo impulso y adaptar-
la a los gustos del mundo, al progreso, a los caprichos, como si se opusiese no
a la ligereza de unos pocos sino al bien de la sociedad.
Nunca serán demasiadas la vigilancia y
la firmeza, con que se opongan a estas acometidas contra la doctrina evangélica
y contra la tradición eclesiástica, quienes tienen la responsabilidad de
custodiar fielmente su sagrado depósito.
Hacemos públicas estas advertencias y
estos saludables mandatos, por medio de este Motu proprio y con conciencia de lo
que hacemos; habrán de ser observados por todos los Ordinarios del mundo católico
y por los Superiores Generales de las Ordenes Religiosas y de los Institutos
eclesiásticos; queremos y mandamos que se ratifique todo esto con Nuestra firma
y autoridad, sin que obste nada en contra.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 1
de septiembre de 1910, año octavo de Nuestro Pontificado.
[i]
Del 8 de septiembre de 1907
[ii] León XII, encíclica Aeterni Patris
[iii] De ente et Essentia, introducción
[iv] León XIII, carta apostólica, 10 de diciembre de 1889
[v]
Alocución Pergratus Nobis a los investigadores de la ciencia, del 7 de
marzo de 1880
[vi] Ibidem
[vii] 25-1-1897: ASS, vol. 30, pag.39
[viii] Encíclica Nobilísima, 8-2-1884
[ix] Actas de la Reunión de Obispos de la Umbría, Noviembre de 1849. tit. II, art. 6
[x] Instrucción S. C. NN. EE. EE., 27-1-1902
[xi] Decreto dl 2 de mayo de 1877
[xii] Prov. 12, 8
[xiii]
2 Jn. 9
[xiv]
Tit. 1, 9.
[xv]
Rom., 12, 3
[xvi] San Irineo
[xvii] Tertuliano, De praescr, c. 28
[xviii]
I Cor. 13, 1
[xix] I Cor 4,1
[xx] Comm. in Matth. V
[xxi] Os 4, 6
[xxii] Mc 16 15
[xxiii] Mt 28,20
[xxiv] Ibidem
[xxv] Sesión V, cap. 2 De Reform
[xxvi] Encíclica 9-XI-1846
[xxvii]
Filip 2,21
[xxviii] Mt. 15,19
[xxix]
Salm 13, 1
[xxx]
Ibidem
[xxxi]
Tren 4, 4
[xxxii]
I Cor. 2, 4
[xxxiii]
I Tes 1, 5
[xxxiv] Hebr. 4, 12
[xxxv] De Doctr. Christ., IV, 6, 7
[xxxvi] Encíclica de Studiis Script. Sacr., 18-XI-1893
[xxxvii]
Cardenal Bausa, arzobispo de Florencia, ad iuniorem clerum, 1892
[xxxviii]
Ad Nepotian
[xxxix]
Cfr. San Agustín, in Matth. XIX, 25
[xl] Sesión V, c.2 De reform.
[xli]
Ibidem