Quo Graviora
Encíclica
de Gregorio XVI
Manifiesta a los
Obispos de la Alta Renania su pesar por las calamidades que
amenazan a la Iglesia, a causa de la Pragmática Constitución Civil de
Offemburgo
Del día 4 de
octubre de 1833
1.
Las preocupaciones del Papa por la Pragmática Constitución civil
y la
negligencia en curar sus males.
Cuanto
más graves sean los males que amenazan a la Iglesia Católica por las malvadas
maquinaciones de los impíos, con tanta mayor prontitud deben esforzarse en
contenerlas los Romanos Pontífices a quienes, constituidos en la Cátedra del
Bienaventurado Pedro, se les dio la divina determinación, la suprema autoridad
de apacentar, regir y gobernar la misma Iglesia. Pío VIII, predecesor nuestro
de feliz recordación, comprendiendo ciertamente esto, apenas supo con máximo
dolor que en las regiones de la provincia de Renania se habían intentado
audazmente y no con vano conato, muchas cosas contra la doctrina de la misma
Iglesia y su divina autoridad y constitución, en la carta que os dirigió en el
año 1830, durante el mes de junio, animó, ya que las circunstancias lo
exigían, vuestra pastoral solicitud a tutelar con todo celo los derechos de la
Iglesia y defender la santa doctrina, de manera que en modo alguno dudarais en
mostrar a quienes fuese necesario cuán contrarias eran a la razón y a la
justicia las determinaciones perniciosas para la Iglesia que ya se habían
adoptado o que estaban a punto de adoptarse, y procuraseis por lo tanto que
fuesen revocadas. Sumamente preocupado por el enorme escándalo de las
innovaciones os exigió una respuesta lo más rápida posible acerca del estado
de esas iglesias, sea que estuviese acorde con sus deseos, para consolar su
dolor, sea que, lo que no esperaba, les fuese adversa, para que pudiese tomar
las medidas que reclamase el conflicto apostólico. Estas exhortaciones y
sugerencias del Pontífice en un asunto tan grave, os hubieran debido incitar
cuanto convenía a quienes, como abogados constituidos para defensa de la
Iglesia, corresponde vigilar atentamente por su
corrección. Pero lo que nunca pudo imaginar nuestro celebrado predecesor y lo
que, si aún viviese, lo hubiera turbado sin
duda muy vehementemente, estaba reservado para que Nos causara dolor a Nosotros
que ocupamos su lugar poco después de los hechos mencionados. Contrariados y
casi con repugnancia decimos, pero con todo no podemos dejar de decir, que las
cosas sucedieron en forma tan contraria a los deseos de esta Santa Sede, la cual
enteramente ignora cuales hayan sido vuestras gestiones que cerca de esos
Príncipes por la incolumnidad de la Religión Católica habéis hecho y qué
éxito hayáis logrado, que pasados tres años aún espera los relatos
detallados que tan solícitamente os encareció Pío VIII de inmortal memoria.
Ni siquiera podemos conjeturar que no habéis faltado a las obligaciones de
vuestro cargo por el hecho de haberse aplicado desde entonces algún remedio
saludable a las heridas infligidas allí a la Iglesia, siendo así que por el
contrario nos proviene de allí una causa de más acerbo dolor. Pues no sólo
están en plenísima vigencia las cosas que fueron sancionadas contrariando los
convenios establecidos entre la Santa Sede y los Príncipes federados, y la
misma Iglesia, violentamente despojada de la libertad que Cristo le concedió,
está sometida a una indigna servidumbre, sino que también, si bien no
Nosotros, lo veis vosotros con vuestros propios ojos, nuevas causas han hecho
aún más ruinosa la situación en esas regiones. Del mismo conjunto de los
clérigos se han levantado hombres que hablan perversidades y que condenando con
suma imprudencia según es costumbre de los innovadores, aquella ansiada
regeneración y restauración, enconándose temerariamente contra esta Santa
Sede, procuran arrastrar discípulos tras sí, y engañar a los incautos. Por
eso, se reunieron en una especie de sociedad y no dudan en tener reuniones y en
tratar de reformar la Iglesia Católica según las exigencias de los tiempos;
tal es su modo de expresarse. No hace mucho, según se nos notificó, dieron
público ejemplo de esta gravísima temeridad no pocos clérigos de la ciudad de
Offemburgo, los cuales siguiendo a F. L. Mersy, su decano, propulsor y jefe,
llegaron a proponer al arzobispo de Friburgo para su aprobación varias reformas
escogitadas en sus conventículos, y las propusieron a cada uno de los
capítulos rurales suscitando conspiraciones para la misma iniquidad; se
atrevieron, además, a adornar con muchos aditamentos un libelo y editarlo por
dos veces con esta procaz inscripción: "¿Son necesarias reformas en la
Iglesia Católica?" Y ¡ojalá que otros clérigos friburgueses no hubiesen
tramado lo que pública y abiertamente hicieron los de Offemburgo en sus
deliberaciones acerca de la Religión! ¡Ojalá se hubiera detenido dentro de
los límites de aquélla ciudad la pésima sedición de los reformadores! Mas ya
sabemos y con gran dolor lo recordamos que invadió casi todas esas regiones y
sobre todo la diócesis de Rottemburgo y que se extendió también fuera de la
provincia eclesiástica renana. No ignoráis, Venerables Hermanos, en qué
principios erróneos se apoyan los hombres mencionados y sus secuaces y qué
origen tenga el apetito que los mueve a introducir novedades en la Iglesia. No
juzgamos inútil el descubrir aquí algo de eso y explicarlo claramente.
2.
Los innovadores y la doctrina y disciplina de la Iglesia
Ha prevalecido desde hace tiempo y ampliamente se ha difundido por esas regiones
la opinión falsísima, nacida del impío y absurdo sistema de la indiferencia
religiosa, que afirma que la Religión cristiana puede ir perfeccionándose. Y
como los propugnadores de esta vana opinión no se atreven a extender la
presunta posibilidad de perfección a las verdades de la fe, la aplican a la
administración y disciplina externa de la Iglesia. Para conciliar la fe con su
error, perversamente y con no escasa habilidad para el engaño, se apoyan en la
autoridad de los teólogos católicos que frecuentemente enseñan ser ésta la
diferencia entre la doctrina y disciplina de la Iglesia mientras aquélla es
perpetuamente una e inmutable y no susceptible de cambio alguno. Una vez sentado
esto afirman que hay indudablemente muchas cosas en la actual disciplina,
gobernación y culto externo de la Iglesia que no se acomodan a la índole de
nuestros tiempos y que como perjudiciales para el incremento, conviene cambiar
sin que se siga de ello detrimento alguno para la fe y costumbres. Así,
ostentando celo por la Religión y bajo la apariencia de piedad acumulan
novedades, meditan reformas y realizan la regeneración de la Iglesia.
Que estos innovadores se valgan realmente de tales principios, amén de
manifestaciones en los muchos opúsculos divulgados sobre todo en Alemania, en
que se desarrollan y defienden estas mismas cosas, aparece ahora claramente en
el folleto impreso en Offemburgo y más aún en lo que imprudentemente añadió
el predicho F. L. Mersy cabecilla del conventículo sedicioso allí celebrado,
cuando hizo la segunda edición de la misma obra. Pero mientras torpemente
envanecidos en sus pensamientos establecen por su cuenta tales cosas, o no
advierten o simulan astutamente no advertir que caen en los errores condenados
por la Iglesia en la proposición 78 de la Constitución "Actorem fidei"
de Pío VI, predecesor Nuestro de piadosa memoria, publicada el día 28 de
agosto del año 1794 y que atacan la sana doctrina que, según dicen, quieren
conservar íntegra y proteger. Por cierto cuando sostienen que puede cambiarse
indistintamente toda la forma exterior de la Iglesia ¿No someten también a
mudanzas aquellos capítulos disciplinares que tienen su fundamento en el mismo
derecho divino y que están unidos con estrecho vínculo con la doctrina de la
fe, de manera que la ley de los que se ha de creer hace la ley de los que se ha
de obrar? ¿No se empeñan además en volver humana a la Iglesia y
manifiestamente injurian al Divino Espíritu que la rige, cuando juzgan que su
actual disciplina está viciada de defectos, oscuridades y otros inconvenientes,
imaginando que contiene muchas cosas no sólo inútiles sino contrarias a la
incolumnidad de la misma Religión Católica? ¿Cómo es posible que hombres
particulares se arroguen un derecho peculiar y propio de solo el Romano
Pontífice? Pues aunque se trata de aquellas disposiciones disciplinarias que
tienen fuerza en toda la Iglesia, pero como son de libre institución
eclesiástica pueden sufrir modificaciones, sólo el Romano Pontífice a quien
Cristo puso al frente de toda la Iglesia debe juzgar acerca de la necesidad de
reformas según lo exigen las diversas circunstancias y según escribe San
Gelasio: Emitir decreto canónicos, adaptar los preceptos de los predecesores
de manera que luego de una discreta consideración se suavicen las cosas que la
necesidad de los tiempos pide se amplíen para restaurar las iglesias. Dicho
esto en forma resumida acerca de la falsedad de los principios en los que se
apoyan los reformadores. Sería fatigoso, Venerables Hermanos, entreteneros en
largas exposiciones de las impías acusaciones con las que, uniendo la audacia
al error y a la licencia para insultar, común entre esta clase de personas,
atacan a esta Santa Sede como si ella, exageradamente celosa de lo antiguo sin
entender en lo absoluto la índole de nuestros tiempos, ciega en medio de la luz
de los nuevos conocimientos, no distinguiendo suficientemente las cosas que
respetan la sustancia de la Religión de las que se refieren tan sólo a su
forma externa, nutriera las supersticiones, fomentara los abusos, y en fin
obrara de tal manera que jamás se preocupase de las conveniencias de la Iglesia
Católica. ¿A qué fin viene todo esto? Ciertamente para excitar el disgusto
contra la Santísima Cátedra de Pedro en la que Cristo puso el fundamento de su
Iglesia, fomentar el odio de los pueblos contra su divina autoridad y romper la
unión de las demás iglesias con ella. De aquí que, buscando conseguir de
vuestra fraternidad lo que saben no lograrán de esta Sede Apostólica, afirman
que conviene que la Iglesia "patria" ("nacional") según
ellos la llaman, se rija por sus propias leyes, llegando a atribuir a cada uno
de los pastores de la Iglesia la libre facultad de suprimir y abrogar las leyes
universales de la Iglesia según lo pida la utilidad de la propia grey. ¿Qué
más? Como advierten que tampoco consiguen nada de vosotros, se empeñan en
emancipar a los mismos presbíteros de la debida sujeción a sus obispos, y no
temen concederles el derecho de administrar las diócesis.
3.
Errores de los innovadores. Celibato
Por
cierto que todas estas cosas total y manifiestamente invierten la jerarquía
eclesiástica constituida por ordenación divina, contrariando la verdad de fe
definida por los Padres tridentinos. Suscitan nuevamente los errores expresados
en las proposiciones 6, 8 y 9 proscritos en la predicha constitución dogmática
Auctorem fidei. Que tienden a esto también los clérigos de Offemburgo y
que las mismas doctrinas condenadas están contenidas sobre todo en las
adiciones insertas en la segunda edición del folleto, aparece tan a la vista
que no deja el menor lugar a duda. Pero conviene enumerar particularmente
algunos de los muchos errores en que por todas partes abunda ese opúsculo. En
primer lugar se nos ofrecen las cosas que, con no menor audacia que falsedad,
propalan los autores de la torpísima confabulación contra el celibato
clerical, cuya ley no se atreven a atacar abiertamente como los demás. Quieren
que los clérigos incapaces de guardar el celibato, eclesiástico y que son tan
depravados y corrompidos en sus costumbres que no queda esperanza alguna de su
enmienda, sean reducidos al estado laical de manera que puedan contraer nupcias
válidas también ante la Iglesia; esto de ninguna manera está de acuerdo con
la mente de los Padres tridentinos explicada en la sesión 7 can 9 de los
sacramentos en general y en la sesión 23 capítulo 4 y can. 4. Ciertamente
no se nos oculta con que artificios se esfuerzan por torcer hacia un sentido
depravado la doctrina del concilio ecuménico.
Sostienen que según la sentencia del Tridentino, aquel que una vez fue ordenado
sacerdote, no puede volver a ser laico por su propia autoridad pero sí puede
lograrlo por la autoridad de la Iglesia, entendiendo por Iglesia a cada uno de
los obispos a quienes otorgan la autoridad de volver los clérigos al estado
laical; y que el carácter que se imprime en el orden es llamado indeleble por
el concilio en cuanto el sacramento del orden no puede recibirse dos veces, no
en el sentido de que el sacerdote no pueda, por el modo predicho, volver a ser
laico; y no vacilan en enumerar el mismo carácter entre las recientes
elucubraciones de los escolásticos. Imaginando tales desvaríos ¿qué otra
cosa hacen con tan torpes cavilaciones e insistencia en una interpretación de
los predichos decretos tridentinos contraria a la genuina y universalmente
admitida por la Iglesia, sino acumular evidentes errores sobre errores?
4.
Indulgencias
Ni se distancia menos de la sana doctrina lo que audacísimamente enseñan sobre
la virtud y uso de las indulgencias. Ciertamente éstos o bien afirman sin
ninguna duda, o insinúan por medio de muchos rodeos que las indulgencias en
modo alguno pueden referirse a las penas temporales de los pecados que quedan
para satisfacer por ellos, sea en esta vida sea en la otra, que hasta el siglo
undécimo no fueron otra cosa sino la remisión de las penas canónicas que
debían cumplirse a la faz de la Iglesia, y que, por primera vez se sometieron a
la potestad de las llaves las penas que son impuestas por Dios al pecador,
proviniendo de aquí una enorme depravación de la disciplina eclesiástica. El
tesoro formado por los méritos de Cristo y satisfacciones de los santos fue
inventado, dicen, por el Romano Pontífice Clemente V; en fin, para omitir lo
demás, las indulgencias sólo sirven al presente en la Iglesia para recordar a
los fieles las antiguas penitencias canónicas y atraer así a los pecadores a
la penitencia. ¿Qué significa esto sino volver a renovar las proposiciones 17
y 19 de Lutero, 6 de Pedro de Osma, 60 de Bravo y en fin las proposiciones 40,
41 y 42 prescriptas en la citada constitución Auctorem Fidei e insturar
con suma imprudencia los errores allí condenados?
5.
Penitencia
Tanto más deplorable es la ciega temeridad de estos hombres que quieren
reformar radicalmente el el santísimo instituto de la penitencia sacramental,
se burlan contumeliosamente de la Iglesia y casi la acusan de error como si
hubiese enervado ese mismo saludable instituto y menoscabado su eficacia y
virtud, ordenando la confesión anual, concediendo indulgencias con la
condición de que se practique la confesión y permitiendo el culto privado y
las misas cotidianas. ¿Podrá la Iglesia que es columna y fundamento de la
verdad y a quien el Espíritu Santo como consta enseña siempre todas las
verdades, mandar, conceder y permitir cosas que conduzcan a la ruina de las
almas y a la deshonra y detrimento de un Sacramento instituido por Cristo?
"¿No será propio de una insolentísima locura, como decía San
Agustín, disputar si se debe hacer lo que acostumbra hacer por todo el orbe
de la Iglesia? No queremos pensar que estos innovadores que ostentan un celo
tan vivo por fomentar la piedad en el pueblo, sólo desean que, disminuida o
más bien suprimida del todo la frecuencia de los sacramentos, languidezca
paulatinamente y se destruya por último la Religión entera.
6.
Otros errores
Sería
demasiado largo, Venerables Hermanos, proseguir enumerando las demás opiniones
erróneas de los innovadores, sea acerca del estipendio de las misas que afirman
deber suprimirse, como de la costumbre de ofrecer muchas misas por el mismo
difunto, que dicen ser contrario a la doctrina de la Iglesia acerca de la
infinita virtud del sacrificio de la nueva ley, o sea acerca de un nuevo ritual
escrito en lengua vulgar que desean más adaptado a la índole de nuestros
tiempos o en fin acerca de las congregaciones piadosas, las plegarias públicas
y sagradas peregrinaciones, que de diversa manera reprueban. Es suficiente
advertir que semejantes opiniones no proceden de otra corruptísima fuente ni
manan de otros principios que los que hace tiempo condenó con solemne juicio La
Iglesia en las varias veces mencionada Constitución Auctorem fidei,
sobre todo de las proposiciones 30, 33, 66 y 78.
7.
Conclusión y exhortación final
Siguiendo los ejemplos de nuestros predecesores en casos similares, Venerables
Hermanos, juzgamos deber Nuestro exponeros estas cosas según parecía exigirlo
Nuestro cargo apostólico, con el fin principal de que, puestos en evidencia los
errores de estos hombres, aparezca en los hechos adónde conduce el depravado
apetito de introducir novedades en la Iglesia. Por lo demás, con qué angustias
esté oprimido nuestro corazón en medio de tantas amarguras como aflige a la
Iglesia, fácilmente lo podéis suponer. Gemimos al ver a la Esposa sin mancilla
del Inmaculado Cordero Jesucristo velada por los ímpetus de los enemigos
externos e internos, y con abundantes lágrimas deploramos los males que la
oprimían estando allí reducida a oprobiosa cautividad. Añádase lo que padece
por causa de sus hijos torpemente alejados del seno amantísimo de su madre los
que hablan falsamente contra ella. Lejos de nosotros sin embargo desfallecer,
lejos de nosotros el contener la voz apostólica en tan grave necesidad de la
causa apostólica, y que, despojándonos de la fortaleza, el juicio y la virtud
del Espíritu de Dios y como perros mudos incapaces de ladrar, dejemos que la
grey del Señor sea expoliada y las ovejas de Cristo se conviertan en pasto de
todas las bestias del campo. Por tanto, queremos que estéis persuadidos,
Venerables Hermanos, de que es tal la disposición de Nuestro ánimo que nada de
lo que esté en nuestras manos dejaremos de hacer hasta que a la Iglesia
Católica se le restituya la libertad anterior que pertenece enteramente a su
divina constitución y sea cerrada la boca de quienes hablan iniquidades. Pero
no podemos dejar de excitar con el celo de la Religión vuestra constancia y
virtud, Venerables Hermanos, y de exhortaros vehementísimamente para que unidos
con el Espíritu de Dios luchéis por la causa de la Iglesia. A vosotros que
habéis sido llamados a participar de la solicitud cuya plenitud nos fue
concedida, incumbe custodiar el santísimo depósito de la fe y sagrada
doctrina, alejar de la Iglesia toda profana novedad y esforzaros con todo ánimo
contra quienes se empeñan en conculcar los derechos de esta Santa Sede.
Desenvainad pues la espada de la fe, que es la palabra de Dios, como tan
encarecidamente os lo inculca el Apóstol Pablo en la persona de su discípulo
Timoteo: instad oportuna e inoportunamente, argüid, rogad, reprended con
toda paciencia y doctrina. Y nada os detenga a emprender cualquier combate
por la gloria de Dios, la tutela de la Iglesia y la salud de las almas
encomendadas a vuestros cuidados. Pensad en Aquel que sostuvo tan gran
contradicción por obra de los pecadores. Pues si teméis la audacia de los
malvados, puede darse por perdido el vigor del episcopado y la sublime y divina
potestad de gobernar la Iglesia.
8.
Palabras finales y Bendición
Ahora
sólo resta que, meditando a los pies del Señor, reparéis con cuidado en la
gravísima obligación de vuestro carago y el durísimo juicio que espera a
todos los que gobiernan, pero muy en particular a los vigías de la casa de
Israel. Confiamos en que os encenderéis en adelante de tal celos por ayudar
según vuestras fuerzas a la Religión Católica y por defenderla de los impíos
enemigos, que llegaréis a realizar aún mayores cosas de las que os escribimos.
Reconfortados y solazados grandemente con esta esperanza os impartimos
amorosamente a vosotros y a los pueblos confiados a vuestra fidelidad la
Bendición Apostólica, augurio de todos los bienes.
Dado
en Roma junto a San Pedro, bajo el anillo del Pescador, el día 4 de octubre de
1833, de nuestro Pontificado el año tercero.
Gregorio,
Papa XVI