CARTA ENCÍCLICA
ECCLESIA DE EUCHARISTIA
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
SOBRE LA EUCARISTÍA
EN SU RELACIÓN CON LA IGLESIA
Introducción
1. La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente
una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo
del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se
realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: «
He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo » (Mt 28, 20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación
del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de
esta presencia con una intensidad única. Desde que, en Pentecostés, la
Iglesia, Pueblo de la Nueva Alianza, ha empezado su peregrinación hacia
la patria celeste, este divino Sacramento ha marcado sus días, llenándolos
de confiada esperanza.
Con razón ha proclamado el Concilio Vaticano II que el Sacrificio eucarístico
es « fuente y cima de toda la vida cristiana ».1 « La sagrada
Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia,
es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a
los hombres por medio del Espíritu Santo ».2 Por tanto la mirada de la
Iglesia se dirige continuamente a su Señor, presente en el Sacramento
del altar, en el cual descubre la plena manifestación de su inmenso
amor.
2. Durante el Gran Jubileo del año 2000, tuve ocasión de celebrar la
Eucaristía en el Cenáculo de Jerusalén, donde, según la tradición,
fue realizada la primera vez por Cristo mismo. El Cenáculo es el lugar
de la institución de este Santísimo Sacramento. Allí Cristo tomó en
sus manos el pan, lo partió y lo dio a los discípulos diciendo: «
Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será
entregado por vosotros » (cf. Mt 26, 26; Lc 22, 19; 1 Co 11, 24). Después
tomó en sus manos el cáliz del vino y les dijo: « Tomad y bebed todos
de él, porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza
nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres
para el perdón de los pecados » (cf. Mc 14, 24; Lc 22, 20; 1 Co 11,
25). Estoy agradecido al Señor Jesús que me permitió repetir en aquel
mismo lugar, obedeciendo su mandato « haced esto en conmemoración mía
» (Lc 22, 19), las palabras pronunciadas por Él hace dos mil años.
Los Apóstoles que participaron en la Última Cena, ¿comprendieron el
sentido de las palabras que salieron de los labios de Cristo? Quizás
no. Aquellas palabras se habrían aclarado plenamente sólo al final del
Triduum sacrum, es decir, el lapso que va de la tarde del jueves hasta
la mañana del domingo.
En esos días se enmarca el mysterium paschale; en ellos se inscribe
también el mysterium eucharisticum.
3. Del misterio pascual nace la Iglesia. Precisamente por eso la
Eucaristía, que es el sacramento por excelencia del misterio pascual,
está en el centro de la vida eclesial. Se puede observar esto ya desde
las primeras imágenes de la Iglesia que nos ofrecen los Hechos de los
Apóstoles: « Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a
la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones » (2, 42).
La « fracción del pan » evoca la Eucaristía. Después de dos mil años
seguimos reproduciendo aquella imagen primigenia de la Iglesia. Y,
mientras lo hacemos en la celebración eucarística, los ojos del alma
se dirigen al Triduo pascual: a lo que ocurrió la tarde del Jueves
Santo, durante la Última Cena y después de ella.
La institución de la Eucaristía, en efecto, anticipaba
sacramentalmente los acontecimientos que tendrían lugar poco más
tarde, a partir de la agonía en Getsemaní. Vemos a Jesús que sale del
Cenáculo, baja con los discípulos, atraviesa el arroyo Cedrón y llega
al Huerto de los Olivos.
En aquel huerto quedan aún hoy algunos árboles de olivo muy antiguos.
Tal vez fueron testigos de lo que ocurrió a su sombra aquella tarde,
cuando Cristo en oración experimentó una angustia mortal y « su sudor
se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra » (Lc 22,
44).
La sangre, que poco antes había entregado a la Iglesia como bebida de
salvación en el Sacramento eucarístico, comenzó a ser derramada; su
efusión se completaría después en el Gólgota, convirtiéndose en
instrumento de nuestra redención: « Cristo como Sumo Sacerdote de los
bienes futuros [...] penetró en el santuario una vez para siempre, no
con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre,
consiguiendo una redención eterna » (Hb 9, 11-12).
4. La hora de nuestra redención. Jesús, aunque sometido a una prueba
terrible, no huye ante su « hora »: « ¿Qué voy a decir? ¡Padre, líbrame
de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! » (Jn 12,
27). Desea que los discípulos le acompañen y, sin embargo, debe
experimentar la soledad y el abandono: « ¿Conque no habéis podido
velar una hora conmigo? Velad y orad, para que no caigáis en tentación
» (Mt 26, 40-41).
Sólo Juan permanecerá al pie de la Cruz, junto a María y a las
piadosas mujeres. La agonía en Getsemaní ha sido la introducción a la
agonía de la Cruz del Viernes Santo. La hora santa, la hora de la
redención del mundo. Cuando se celebra la Eucaristía ante la tumba de
Jesús, en Jerusalén, se retorna de modo casi tangible a su « hora »,
la hora de la cruz y de la glorificación.
A aquel lugar y a aquella hora vuelve espiritualmente todo presbítero
que celebra la Santa Misa, junto con la comunidad cristiana que
participa en ella.
« Fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al
tercer día resucitó de entre los muertos ». A las palabras de la
profesión de fe hacen eco las palabras de la contemplación y la
proclamación: « Ecce lignum crucis in quo salus mundi pependit. Venite
adoremus ». Ésta es la invitación que la Iglesia hace a todos en la
tarde del Viernes Santo. Y hará de nuevo uso del canto durante el
tiempo pascual para proclamar: « Surrexit Dominus de sepulcro qui pro
nobis pependit in ligno. Aleluya ».
5. « Mysterium fidei! – ¡Misterio de la fe! ». Cuando el sacerdote
pronuncia o canta estas palabras, los presentes aclaman: « Anunciamos
tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús! ».
Con éstas o parecidas palabras, la Iglesia, a la vez que se refiere a
Cristo en el misterio de su Pasión, revela también su propio misterio:
Ecclesia de Eucharistia. Si con el don del Espíritu Santo en Pentecostés
la Iglesia nace y se encamina por las vías del mundo, un momento
decisivo de su formación es ciertamente la institución de la Eucaristía
en el Cenáculo.
Su fundamento y su hontanar es todo el Triduum paschale, pero éste está
como incluido, anticipado, y « concentrado » para siempre en el don
eucarístico. En este don, Jesucristo entregaba a la Iglesia la
actualización perenne del misterio pascual. Con él instituyó una
misteriosa « contemporaneidad » entre aquel Triduum y el transcurrir
de todos los siglos.
Este pensamiento nos lleva a sentimientos de gran asombro y gratitud. El
acontecimiento pascual y la Eucaristía que lo actualiza a lo largo de
los siglos tienen una « capacidad » verdaderamente enorme, en la que
entra toda la historia como destinataria de la gracia de la redención.
Este asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, reunida en la celebración
eucarística.
Pero, de modo especial, debe acompañar al ministro de la Eucaristía.
En efecto, es él quien, gracias a la facultad concedida por el
sacramento del Orden sacerdotal, realiza la consagración. Con la
potestad que le viene del Cristo del Cenáculo, dice: « Esto es mi
cuerpo, que será entregado por vosotros... Éste es el cáliz de mi
sangre, que será derramada por vosotros ».
El sacerdote pronuncia estas palabras o, más bien, pone su boca y su
voz a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo y quiso
que fueran repetidas de generación en generación por todos los que en
la Iglesia participan ministerialmente de su sacerdocio.
6. Con la presente Carta encíclica, deseo suscitar este « asombro »
eucarístico, en continuidad con la herencia jubilar que he querido
dejar a la Iglesia con la Carta apostólica Novo millennio ineunte y con
su coronamiento mariano Rosarium Virginis Mariae. Contemplar el rostro
de Cristo, y contemplarlo con María, es el « programa » que he
indicado a la Iglesia en el alba del tercer milenio, invitándola a
remar mar adentro en las aguas de la historia con el entusiasmo de la
nueva evangelización.
Contemplar a Cristo implica saber reconocerle dondequiera que Él se
manifieste, en sus multiformes presencias, pero sobre todo en el
Sacramento vivo de su cuerpo y de su sangre.
La Iglesia vive del Cristo eucarístico, de Él se alimenta y por Él es
iluminada. La Eucaristía es misterio de fe y, al mismo tiempo, «
misterio de luz ».3 Cada vez que la Iglesia la celebra, los fieles
pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de
Emaús: « Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron » (Lc
24, 31).
7. Desde que inicié mi ministerio de Sucesor de Pedro, he reservado
siempre para el Jueves Santo, día de la Eucaristía y del Sacerdocio,
un signo de particular atención, dirigiendo una carta a todos los
sacerdotes del mundo. Este año, para mí el vigésimo quinto de
Pontificado, deseo involucrar más plenamente a toda la Iglesia en esta
reflexión eucarística, para dar gracias a Dios también por el don de
la Eucaristía y del Sacerdocio: «Don y misterio».4 Puesto que,
proclamando el año del Rosario, he deseado poner este mi vigésimo
quinto año bajo el signo de la contemplación de Cristo con María, no
puedo dejar pasar este Jueves Santo de 2003 sin detenerme ante el «
rostro eucarístico » de Cristo, señalando con nueva fuerza a la
Iglesia la centralidad de la Eucaristía. De ella vive la Iglesia. De
este « pan vivo » se alimenta. ¿Cómo no sentir la necesidad de
exhortar a todos a que hagan de ella siempre una renovada experiencia?
8. Cuando pienso en la Eucaristía, mirando mi vida de sacerdote, de
Obispo y de Sucesor de Pedro, me resulta espontáneo recordar tantos
momentos y lugares en los que he tenido la gracia de celebrarla.
Recuerdo la iglesia parroquial de Niegowic donde desempeñé mi primer
encargo pastoral, la colegiata de San Florián en Cracovia, la catedral
del Wawel, la basílica de San Pedro y muchas basílicas e iglesias de
Roma y del mundo entero.
He podido celebrar la Santa Misa en capillas situadas en senderos de
montaña, a orillas de los lagos, en las riberas del mar; la he
celebrado sobre altares construidos en estadios, en las plazas de las
ciudades...
Estos escenarios tan variados de mis celebraciones eucarísticas me
hacen experimentar intensamente su carácter universal y, por así
decir, cósmico. ¡Sí, cósmico! Porque también cuando se celebra
sobre el pequeño altar de una iglesia en el campo, la Eucaristía se
celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo.
Ella une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación. El
Hijo de Dios se ha hecho hombre, para reconducir todo lo creado, en un
supremo acto de alabanza, a Aquél que lo hizo de la nada.
De este modo, Él, el sumo y eterno Sacerdote, entrando en el santuario
eterno mediante la sangre de su Cruz, devuelve al Creador y Padre toda
la creación redimida. Lo hace a través del ministerio sacerdotal de la
Iglesia y para gloria de la Santísima Trinidad.
Verdaderamente, éste es el mysterium fidei que se realiza en la
Eucaristía: el mundo nacido de las manos de Dios creador retorna a Él
redimido por Cristo.
9. La Eucaristía, presencia salvadora de Jesús en la comunidad de los
fieles y su alimento espiritual, es de lo más precioso que la Iglesia
puede tener en su caminar por la historia. Así se explica la esmerada
atención que ha prestado siempre al Misterio eucarístico, una atención
que se manifiesta autorizadamente en la acción de los Concilios y de
los Sumos Pontífices.
¿Cómo no admirar la exposición doctrinal de los Decretos sobre la
Santísima Eucaristía y sobre el Sacrosanto Sacrificio de la Misa
promulgados por el Concilio de Trento?
Aquellas páginas han guiado en los siglos sucesivos tanto la teología
como la catequesis, y aún hoy son punto de referencia dogmática para
la continua renovación y crecimiento del Pueblo de Dios en la fe y en
el amor a la Eucaristía.
En tiempos más cercanos a nosotros, se han de mencionar tres Encíclicas:
la Mirae Caritatis de León XIII (28 de mayo de 1902),5 la Mediator Dei
de Pío XII (20 de noviembre de 1947) 6 y la Mysterium Fidei de Pablo VI
(3 de septiembre de 1965).7
El Concilio Vaticano II, aunque no publicó un documento específico
sobre el Misterio eucarístico, ha ilustrado también sus diversos
aspectos a lo largo del conjunto de sus documentos, y especialmente en
la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium y en la
Constitución sobre la Sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium.
Yo mismo, en los primeros años de mi ministerio apostólico en la Cátedra
de Pedro, con la Carta apostólica Dominicae Cenae (24 de febrero de
1980),8 he tratado algunos aspectos del Misterio eucarístico y su
incidencia en la vida de quienes son sus ministros.
Hoy reanudo el hilo de aquellas consideraciones con el corazón aún más
lleno de emoción y gratitud, como haciendo eco a la palabra del
Salmista: « ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?
Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre » (Sal 116,
12-13).
10. Este deber de anuncio por parte del Magisterio se corresponde con un
crecimiento en el seno de la comunidad cristiana. No hay duda de que la
reforma litúrgica del Concilio ha tenido grandes ventajas para una
participación más consciente, activa y fructuosa de los fieles en el
Santo Sacrificio del altar.
En muchos lugares, además, la adoración del Santísimo Sacramento
tiene cotidianamente una importancia destacada y se convierte en fuente
inagotable de santidad. La participación devota de los fieles en la
procesión eucarística en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de
Cristo es una gracia de Dios, que cada año llena de gozo a quienes
toman parte en ella. Y se podrían mencionar otros signos positivos de
fe y amor eucarístico.
Desgraciadamente, junto a estas luces, no faltan sombras. En efecto, hay
sitios donde se constata un abandono casi total del culto de adoración
eucarística. A esto se añaden, en diversos contextos eclesiales,
ciertos abusos que contribuyen a oscurecer la recta fe y la doctrina católica
sobre este admirable Sacramento.
Se nota a veces una comprensión muy limitada del Misterio eucarístico.
Privado de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro
significado y valor que el de un encuentro convival fraterno. Además,
queda a veces oscurecida la necesidad del sacerdocio ministerial, que se
funda en la sucesión apostólica, y la sacramentalidad de la Eucaristía
se reduce únicamente a la eficacia del anuncio.
También por eso, aquí y allá, surgen iniciativas
ecuménicas que, aun
siendo generosas en su intención, transigen con prácticas eucarísticas
contrarias a la disciplina con la cual la Iglesia expresa su fe. ¿Cómo
no manifestar profundo dolor por todo esto? La Eucaristía es un don
demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones.
Confío en que esta Carta encíclica contribuya eficazmente a disipar
las sombras de doctrinas y prácticas no aceptables, para que la
Eucaristía siga resplandeciendo con todo el esplendor de su misterio.
11. « El Señor Jesús, la noche en que fue
entregado » (1 Co 11, 23), instituyó el Sacrificio eucarístico de su
cuerpo y de su sangre. Las palabras del apóstol Pablo nos llevan a las
circunstancias dramáticas en que nació la Eucaristía. En ella está
inscrito de forma indeleble el acontecimiento de la pasión y muerte del
Señor. No sólo lo evoca sino que lo hace sacramentalmente presente. Es
el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos.9 Esta verdad
la expresan bien las palabras con las cuales, en el rito latino, el
pueblo responde a la proclamación del « misterio de la fe » que hace
el sacerdote: « Anunciamos tu muerte, Señor ».
La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo
como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don
por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa
humanidad y, además, de su obra de salvación. Ésta no queda relegada
al pasado, pues « todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció
por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los
tiempos... ».10
Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y
resurrección de su Señor, se hace realmente presente este
acontecimiento central de salvación y « se realiza la obra de nuestra
redención ».11 Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del
género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo
después de habernos dejado el medio para participar de él, como si
hubiéramos estado presentes. Así, todo fiel puede tomar parte en él,
obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe de la que han vivido a
lo largo de los siglos las generaciones cristianas. Ésta es la fe que
el Magisterio de la Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa
gratitud por tan inestimable don.12 Deseo, una vez más, llamar la
atención sobre esta verdad, poniéndome con vosotros, mis queridos
hermanos y hermanas, en adoración delante de este Misterio: Misterio
grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por
nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que
llega « hasta el extremo » (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida.
12. Este aspecto de caridad universal del Sacramento eucarístico se
funda en las palabras mismas del Salvador. Al instituirlo, no se limitó
a decir « Éste es mi cuerpo », « Esta copa es la Nueva Alianza en mi
sangre », sino que añadió « entregado por vosotros... derramada por
vosotros » (Lc 22, 19-20). No afirmó solamente que lo que les daba de
comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su valor
sacrificial, haciendo presente de modo sacramental su sacrificio, que
cumpliría después en la cruz algunas horas más tarde, para la salvación
de todos. « La misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial
sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete
sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor ».13
La Iglesia vive continuamente del sacrificio redentor, y accede a él no
solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un
contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente, perpetuándose
sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro
consagrado. De este modo, la Eucaristía aplica a los hombres de hoy la
reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para la humanidad
de todos los tiempos. En efecto, « el sacrificio de Cristo y el
sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio ».14 Ya lo
decía elocuentemente san Juan Crisóstomo: « Nosotros ofrecemos
siempre el mismo Cordero, y no uno hoy y otro mañana, sino siempre el
mismo. Por esta razón el sacrificio es siempre uno sólo [...]. También
nosotros ofrecemos ahora aquella víctima, que se ofreció entonces y
que jamás se consumirá ».15
La Misa hace presente el sacrificio de la Cruz, no se le añade y no lo
multiplica.16 Lo que se repite es su celebración memorial, la «
manifestación memorial » (memorialis demonstratio),17 por la cual el
único y definitivo sacrificio redentor de Cristo se actualiza siempre
en el tiempo. La naturaleza sacrificial del Misterio eucarístico no
puede ser entendida, por tanto, como algo aparte, independiente de la
Cruz o con una referencia solamente indirecta al sacrificio del
Calvario.
13. Por su íntima relación con el sacrificio del Gólgota, la Eucaristía
es sacrificio en sentido propio y no sólo en sentido genérico, como si
se tratara del mero ofrecimiento de Cristo a los fieles como alimento
espiritual. En efecto, el don de su amor y de su obediencia hasta el
extremo de dar la vida (cf. Jn 10, 17-18), es en primer lugar un don a
su Padre. Ciertamente es un don en favor nuestro, más aún, de toda la
humanidad (cf. Mt 26, 28; Mc 14, 24; Lc 22, 20; Jn 10, 15), pero don
ante todo al Padre: « sacrificio que el Padre aceptó, correspondiendo
a esta donación total de su Hijo que se hizo “obediente hasta la
muerte” (Fl 2, 8) con su entrega paternal, es decir, con el don de la
vida nueva e inmortal en la resurrección ».18
Al entregar su sacrificio a la Iglesia, Cristo ha querido además hacer
suyo el sacrificio espiritual de la Iglesia, llamada a ofrecerse también
a sí misma unida al sacrificio de Cristo. Por lo que concierne a todos
los fieles, el Concilio Vaticano II enseña que « al participar en el
sacrificio eucarístico, fuente y cima de la vida cristiana, ofrecen a
Dios la Víctima divina y a sí mismos con ella ».19
14. La Pascua de Cristo incluye, con la pasión y muerte, también su
resurrección. Es lo que recuerda la aclamación del pueblo después de
la consagración: « Proclamamos tu resurrección ». Efectivamente, el
sacrificio eucarístico no sólo hace presente el misterio de la pasión
y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección,
que corona su sacrificio. En cuanto viviente y resucitado, Cristo se
hace en la Eucaristía « pan de vida » (Jn 6, 35.48), « pan vivo » (Jn
6, 51). San Ambrosio lo recordaba a los neófitos, como una aplicación
del acontecimiento de la resurrección a su vida: « Si hoy Cristo está
en ti, Él resucita para ti cada día ».20 San Cirilo de Alejandría, a
su vez, subrayaba que la participación en los santos Misterios « es
una verdadera confesión y memoria de que el Señor ha muerto y ha
vuelto a la vida por nosotros y para beneficio nuestro ».21
15. La representación sacramental en la Santa Misa del sacrificio de
Cristo, coronado por su resurrección, implica una presencia muy
especial que –citando las palabras de Pablo VI– « se llama
“real”, no por exclusión, como si las otras no fueran “reales”,
sino por antonomasia, porque es sustancial, ya que por ella ciertamente
se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro ».22 Se
recuerda así la doctrina siempre válida del Concilio de Trento: « Por
la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la
sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro, y
de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. Esta
conversión, propia y convenientemente, fue llamada transustanciación
por la santa Iglesia Católica ».23 Verdaderamente la Eucaristía es «
mysterium fidei », misterio que supera nuestro pensamiento y puede ser
acogido sólo en la fe, como a menudo recuerdan las catequesis patrísticas
sobre este divino Sacramento. « No veas –exhorta san Cirilo de
Jerusalén– en el pan y en el vino meros y naturales elementos, porque
el Señor ha dicho expresamente que son su cuerpo y su sangre: la fe te
lo asegura, aunque los sentidos te sugieran otra cosa ».24
« Adoro te devote, latens Deitas », seguiremos cantando con el Doctor
Angélico. Ante este misterio de amor, la razón humana experimenta toda
su limitación. Se comprende cómo, a lo largo de los siglos, esta
verdad haya obligado a la teología a hacer arduos esfuerzos para
entenderla.
Son esfuerzos loables, tanto más útiles y penetrantes cuanto mejor
consiguen conjugar el ejercicio crítico del pensamiento con la « fe
vivida » de la Iglesia, percibida especialmente en el « carisma de la
verdad » del Magisterio y en la « comprensión interna de los
misterios », a la que llegan sobre todo los santos.25 La línea
fronteriza es la señalada por Pablo VI: « Toda explicación teológica
que intente buscar alguna inteligencia de este misterio, debe mantener,
para estar de acuerdo con la fe católica, que en la realidad misma,
independiente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de
existir después de la consagración, de suerte que el Cuerpo y la
Sangre adorables de Cristo Jesús son los que están realmente delante
de nosotros ».26
16. La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando
se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor. De por sí, el
sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los
fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que
se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por
nosotros en la Cruz; su sangre, « derramada por muchos para perdón de
los pecados » (Mt 26, 28). Recordemos sus palabras: « Lo mismo que el
Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que
me coma vivirá por mí » (Jn 6, 57). Jesús mismo nos asegura que esta
unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza
efectivamente. La Eucaristía es verdadero banquete, en el cual Cristo
se ofrece como alimento. Cuando Jesús anuncia por primera vez esta
comida, los oyentes se quedan asombrados y confusos, obligando al
Maestro a recalcar la verdad objetiva de sus palabras: « En verdad, en
verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis
su sangre, no tendréis vida en vosotros » (Jn 6, 53). No se trata de
un alimento metafórico: « Mi carne es verdadera comida y mi sangre
verdadera bebida » (Jn 6, 55).
17. Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica
también su Espíritu. Escribe san Efrén: « Llamó al pan su cuerpo
viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu [...], y quien lo
come con fe, come Fuego y Espíritu. [...]. Tomad, comed todos de él, y
coméis con él el Espíritu Santo. En efecto, es verdaderamente mi
cuerpo y el que lo come vivirá eternamente ».27 La Iglesia pide este
don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarística.
Se lee, por ejemplo, en la Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo: «
Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu sobre
todos nosotros y sobre estos dones [...] para que sean purificación del
alma, remisión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo para
cuantos participan de ellos ».28 Y, en el Misal Romano, el celebrante
implora que: « Fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y
llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un sólo cuerpo y un sólo
espíritu ».29 Así, con el don de su cuerpo y su sangre, Cristo
acrecienta en nosotros el don de su Espíritu, infundido ya en el
Bautismo e impreso como « sello » en el sacramento de la Confirmación.
18. La aclamación que el pueblo pronuncia después de la consagración
se concluye opor- tunamente manifestando la proyección escato- lógica
que distingue la celebración eucarística (cf. 1 Co 11, 26): « ...
hasta que vuelvas ». La Eucaristía es tensión hacia la meta,
pregustar el gozo pleno prometido por Cristo (cf. Jn 15, 11); es, en
cierto sentido, anticipación del Paraíso y « prenda de la gloria
futura ».30 En la Eucaristía, todo expresa la confiada espera: «
mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo ».31
Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más
allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como
primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad.
En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la
resurrección corporal al final del mundo: « El que come mi carne y
bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día
» (Jn 6, 54). Esta garantía de la resurrección futura proviene de que
la carne del Hijo del hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el
estado glorioso del resucitado. Con la Eucaristía se asimila, por
decirlo así, el « secreto » de la resurrección. Por eso san Ignacio
de Antioquía definía con acierto el Pan eucarístico « fármaco de
inmortalidad, antídoto contra la muerte ».32
19. La tensión escatológica suscitada por la Eucaristía expresa y
consolida la comunión con la Iglesia celestial. No es casualidad que en
las anáforas orientales y en las plegarias eucarísticas latinas se
recuerde siempre con veneración a la gloriosa siempre Virgen María,
Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, a los ángeles, a los santos
apóstoles, a los gloriosos mártires y a todos los santos. Es un
aspecto de la Eucaristía que merece ser resaltado: mientras nosotros
celebramos el sacrificio del Cordero, nos unimos a la liturgia
celestial, asociándonos con la multitud inmensa que grita: « La
salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del
Cordero » (Ap 7, 10). La Eucaristía es verdaderamente un resquicio del
cielo que se abre sobre la tierra. Es un rayo de gloria de la Jerusalén
celestial, que penetra en las nubes de nuestra historia y proyecta luz
sobre nuestro camino.
20. Una consecuencia significativa de la tensión escatológica propia
de la Eucaristía es que da impulso a nuestro camino histórico,
poniendo una semilla de viva esperanza en la dedicación cotidiana de
cada uno a sus propias tareas. En efecto, aunque la visión cristiana
fija su mirada en un « cielo nuevo » y una « tierra nueva » (Ap 21,
1), eso no debilita, sino que más bien estimula nuestro sentido de
responsabilidad respecto a la tierra presente.33 Deseo recalcarlo con
fuerza al principio del nuevo milenio, para que los cristianos se
sientan más que nunca comprometidos a no descuidar los deberes de su
ciudadanía terrenal. Es cometido suyo contribuir con la luz del
Evangelio a la edificación de un mundo habitable y plenamente conforme
al designio de Dios.
Muchos son los problemas que oscurecen el horizonte de nuestro tiempo.
Baste pensar en la urgencia de trabajar por la paz, de poner premisas sólidas
de justicia y solidaridad en las relaciones entre los pueblos, de
defender la vida humana desde su concepción hasta su término natural.
Y ¿qué decir, además, de las tantas contradicciones de un mundo «
globalizado », donde los más débiles, los más pequeños y los más
pobres parecen tener bien poco que esperar? En este mundo es donde tiene
que brillar la esperanza cristiana. También por eso el Señor ha
querido quedarse con nosotros en la Eucaristía, grabando en esta
presencia sacrificial y convival la promesa de una humanidad renovada
por su amor. Es significativo que el Evangelio de Juan, allí donde los
Sinópticos narran la institución de la Eucaristía, propone,
ilustrando así su sentido profundo, el relato del « lavatorio de los
pies », en el cual Jesús se hace maestro de comunión y servicio (cf.
Jn 13, 1-20). El apóstol Pablo, por su parte, califica como « indigno
» de una comunidad cristiana que se participe en la Cena del Señor, si
se hace en un contexto de división e indiferencia hacia los pobres (Cf.
1 Co 11, 17.22.27.34).34
Anunciar la muerte del Señor « hasta que venga » (1 Co 11, 26),
comporta para los que participan en la Eucaristía el compromiso de
transformar su vida, para que toda ella llegue a ser en cierto modo «
eucarística ». Precisamente este fruto de transfiguración de la
existencia y el compromiso de transformar el mundo según el Evangelio,
hacen resplandecer la tensión escatológica de la celebración eucarística
y de toda la vida cristiana: « ¡Ven, Señor Jesús! » (Ap 22, 20).
___________________
1Const.
dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.
2Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y
vida de los presbíteros, 5.
3Cf. Carta ap. Rosarium Virginis Mariae (16 octubre 2002), 21: AAS 95
(2003), 19.
4Éste es el título que he querido dar a un testimonio autobiográfico
con ocasión del quincuagésimo aniversario de mi sacerdocio.
5Leonis XXIII Acta (1903), 115-136.
6AAS 39 (1947), 521-595.
7AAS 57 (1965), 753-774.
8AAS 72 (1980), 113-148.
9Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la
sagrada liturgia, 47: « Salvator noster [...] Sacrificium Eucharisticum
Corporis et Sanguinis sui instituit, quo Sacrificium Crucis in saecula,
donec veniret, perpetuaret... ».
10Catecismo de la Iglesia Católica, 1085.
11Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 3.
12Cf. Pablo VI, El « credo » del Pueblo de Dios (30 junio 1968), 24:
AAS 60 (1968), 442; Juan Pablo II, Carta ap. Dominicae Cenae (24 febrero
1980), 9: AAS 72 (1980).
13Catecismo de la Iglesia Católica, 1382.
14Catecismo de la Iglesia Católica, 1367.
15Homilías sobre la carta a los Hebreos, 17, 3: PG 63, 131.
16Cf. Conc. Ecum. Tridentino, Ses. XXII, Doctrina de ss. Missae
sacrificio, cap. 2: DS 1743: « En efecto, se trata de una sola e idéntica
víctima y el mismo Jesús la ofrece ahora por el ministerio de los
sacerdotes, Él que un día se ofreció a sí mismo en la cruz: sólo es
diverso el modo de ofrecerse ».
17Cf. Pío XII, Carta enc. Mediator Dei (20 noviembre 1947): AAS 39
(1947), 548.
18Carta enc. Redemptor hominis (15 marzo 1979), 20: AAS 71 (1979), 310.
19Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.
20De sacramentis, V, 4, 26: CSEL 73, 70.
21Sobre el Evangelio de Juan, XII, 20: PG 74, 726.
22Carta. enc. Mysterium fidei (3 septiembre 1965): AAS 57 (1965), 764.
23Ses. XIII, Decr. de ss. Eucharistia, cap. 4: DS 1642.
24Catequesis mistagógicas, IV, 6: SCh 126, 138.
25Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 8.
26El « credo » del Pueblo de Dios (30 junio 1968), 25: AAS 60 (1968),
442-443.
27Homilía IV para la Semana Santa: CSCO 413/ Syr. 182, 55.
28Anáfora.
29Plegaria Eucarística III.
30Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, antífona al
Magnificat de las II Vísperas.
31Misal Romano, Embolismo después del Padre nuestro.
32Carta a los Efesios, 20: PG 5, 661.
33Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 39.
34« ¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando
lo encuentres desnudo en los pobres, ni lo honres aquí en el templo con
lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Porque
el mismo que dijo: “esto es mi cuerpo”, y con su palabra llevó a
realidad lo que decía, afirmó también: “Tuve hambre y no me disteis
de comer”, y más adelante: “Siempre que dejasteis de hacerlo a uno
de estos pequeñuelos, a mí en persona lo dejasteis de hacer” [...].
¿De qué serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el
mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento, y
luego, con lo que te sobre, adornarás la mesa de Cristo »: San Juan
Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de Mateo, 50, 3-4: PG 58,
508-509; cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30
diciembre 1987): AAS 80 (1988), 553-556.