DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO


PRIMERA LECTURA

Comienza el primer libro de los Macabeos 1, 1-24

Victoria y soberbia de los griegos

Alejandro el macedonio, hijo de Filipo, que ocupaba el trono de Grecia, salió de Macedonia, derrotó y suplantó a Darío, rey de Persia y Media, entabló numerosos combates, ocupó fortalezas, asesinó a reyes, llegó hasta el confín del mundo, saqueó innumerables naciones. Cuando la tierra quedó en paz bajo su mando él se engrió y se llenó de orgullo; reunió un ejército potentísimo y dominó países, pueblos y soberanos, que tuvieron que pagarle tributo.

Pero después cayó en cama y, cuando vio cercana la muerte, llamó a los generales más ilustres, educados con él desde jóvenes, y les repartió el reino antes de morir. A los doce años de reinado, Alejandro murió, y sus generales se hicieron cargo del gobierno, cada cual en su territorio; al morir Alejandro, todos hicieron la corona real, y después sus hijos durante muchos años, multiplicando las desgracias en el mundo.

De ellos brotó un vástago perverso: Antíoco Epífanes, hijo del rey Antíoco. Había estado en Roma como rehén, y subió al trono el año ciento treinta y siete de la era seléucida.

Por entonces hubo unos israelitas apóstatas que convencieron a muchos:

«¡Vamos a hacer un pacto con las naciones vecinas, pues, desde que nos hemos aislado, nos han venido muchas desgracias!»

Gustó la propuesta, y algunos del pueblo se decidieron a ir al rey. El rey los autorizó a adoptar las costumbres paganas, y entonces, acomodándose a los usos paganos, construyeron un gimnasio en Jerusalén; disimularon la circuncisión, apostataron de la alianza santa, emparentaron con los paganos y se vendieron para hacer el mal.

Cuando ya se sintió seguro en el trono, Antíoco se propuso reinar también sobre Egipto, para ser así rey de dos reinos. Invadió Egipto con un fuerte ejército, con carros, elefantes, caballos y una gran flota. Atacó a Tolomeo, rey de Egipto. Tolomeo retrocedió y huyó, sufriendo muchas bajas. Entonces Antíoco ocupó las plazas fuertes de Egipto y saqueó el país.

Cuando volvía de conquistar Egipto, el año ciento cuarenta y tres, subió contra Israel y Jerusalén con un fuerte ejército. Entró con arrogancia en el santuario, cogió el altar de oro, el candelabro y todos sus accesorios, la mesa de los panes presentados, las copas para la libación, las fuentes, los incensarios de oro, la cortina y las coronas, arrancó todo el decorado de oro de la fachada del templo; se incautó también de la plata y el oro, la vajilla de valor y los tesoros escondidos que encontró, y se lo llevó todo a su tierra, después de verter mucha sangre y de proferir fanfarronadas increíbles.
 

SEGUNDA LECTURA

De la Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, del Concilio Vaticano II (N. 78)

Naturaleza de la paz

La paz no consiste en una mera ausencia de guerra, ni se reduce a asegurar el equilibrio de las distintas fuerzas contrarias, ni nace del dominio despótico, sino que, con razón, se define como obra de la justicia. Ella es como el fruto de aquel orden que el Creador quiso establecer en la sociedad humana y que debe irse perfeccionando sin cesar por medio del esfuerzo de aquellos hombres que aspiran a implantar en el mundo una justicia cada vez más plena.

En efecto, aunque fundamentalmente el bien común del género humano depende de la ley eterna, en sus exigencias concretas está, con todo, sometido a las continuas transformaciones ocasionadas por la evolución de los tiempos; la paz no es nunca algo adquirido de una vez para siempre, sino que es preciso irla construyendo y edificando cada día. Como además la voluntad humana es frágil y está herida por el pecado, el mantenimiento de la paz requiere que cada uno se esfuerce constantemente por dominar sus pasiones, y exige de la autoridad legítima una constante vigilancia.

Y todo esto es aún insuficiente. La paz de la que hablamos no puede obtenerse en este mundo si no se garantiza el bien de cada una de las personas y si los hombres no saben comunicarse entre sí espontáneamente y con confianza las riquezas de su espíritu y de su talento. La firme voluntad de respetar la dignidad de los otros hombres y pueblos y el solícito ejercicio de la fraternidad son algo absolutamente imprescindible para construir la verdadera paz. Por ello, puede decirse que la paz es también fruto del amor, que supera los limites de lo que exige la simple justicia.

La paz terrestre nace del amor al prójimo, y es como la imagen y el efecto de aquella paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el mismo Hijo encarnado, príncipe de la paz, ha reconciliado por su cruz a todos los hombres con Dios, reconstruyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo. Así ha dado muerte en su propia carne al odio y, después del triunfo de su resurrección, ha derramado su Espíritu de amor en el corazón de los hombres.

Por esta razón, todos los cristianos quedan vivamente invitados a que, realizando la verdad en el amor, se unan a aquellos hombres que, como auténticos constructores de la paz, se esfuerzan por instaurarla y rehacerla. Movidos por este mismo espíritu, no podemos menos de alabar a quienes, renunciando a toda intervención violenta en la defensa de sus derechos, recurren a aquellos medios de defensa que están incluso al alcance de los más débiles, con tal deque esto pueda hacerse sin lesionar los derechos y los deberes de otras personas o de la misma comunidad.

EVANGELIOS PARA LOS TRES CICLOS



LUNES


PRIMERA LECTURA

Del primer libro de los Macabeos 1, 43-64

La persecución de Antíoco

En aquellos días el rey Antíoco decretó la unidad nacional para todos los súbditos de su imperio, obligando a cada uno a abandonar su legislación particular. Todas las naciones acataron la orden del rey, e incluso muchos israelitas adoptaron la religión oficial: ofrecieron sacrificios a los ídolos y profanaron el sábado.

El rey despachó correos a Jerusalén y a las ciudades de Judá, con órdenes escritas: tenían que adoptar la legislación extranjera, se prohibía ofrecer en el santuario holocaustos, sacrificios y libaciones, guardar los sábados y las fiestas; se mandaba contaminar el santuario y a los fieles, construyendo aras, templos y capillas idolátricas, sacrificando cerdos y animales inmundos; tenían que dejar incircuncisos a los niños y profanarse a sí mismos con toda clase de impurezas y abominaciones, de manera que olvidaran la ley y cambiaran todas las costumbres. El que no cumpliese la orden del rey tenía pena de muerte.

En estos términos escribió el rey a todos sus súbditos. Nombró inspectores para toda la nación, y mandó que en todas las ciudades de Judá, una tras otra, se ofreciesen sacrificios. Se les unió mucha gente, todos traidores a la ley, y cometieron tales tropelías en el país que los israelitas tuvieron que esconderse en cualquier refugio disponible.

El día quince del mes de Casleu del año ciento cuarenta y cinco, el rey mandó poner sobre el altar un ara sacrílega, y fueron poniendo aras por todas las poblaciones judías del contorno; quemaban incienso ante las puertas de las casas y en las plazas; los libros de la ley que encontraban, los rasgaban y echaban al fuego, al que le encontraban en casa un libro de la alianza y al que vivía de acuerdo con la ley, lo ajusticiaban, según el decreto real.

Como tenían el poder, todos los meses hacían lo mismo a los israelitas que se encontraban en las ciudades. El veinticinco de cada mes sacrificaban sobre el ara pagana encima del altar de los holocaustos. A las madres que circuncidaban a sus hijos, las mataban, como ordenaba el edicto, con las criaturas colgadas al cuello; y mataban también a sus familiares y a los que habían circuncidado a los niños.

Pero hubo muchos israelitas que resistieron, haciendo el firme propósito de no comer alimentos impuros; prefirieron la muerte antes que contaminarse con aquellos alimentos y profanar la alianza santa. Y murieron. Una cólera terrible se abatió sobre Israel.
 

SEGUNDA LECTURA

De la Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, del Concilio Vaticano II (Nn. 82-83)

Necesidad de inculcar sentimientos que llevan a la paz

Procuren los hombres no limitarse a confiar sólo en el esfuerzo de unos pocos, descuidando su propia actitud mental. Pues los gobernantes de los pueblos, como gerentes que son del bien común de su propia nación y promotores al mismo tiempo del bien universal, están enormemente influenciados por la opinión pública y por los sentimientos del propio ambiente. Nada podrían hacer en favor de la paz si los sentimientos de hostilidad, desprecio, y desconfianza, y los odios raciales e ideologías obstinadas dividieran y enfrentaran entre sí a los hombres. De ahí la urgentísima necesidad de una reeducación de las mentes y de una nueva orientación de la opinión pública.

Quienes se consagran a la educación de los hombres, sobre todo de los jóvenes, o tienen por misión educar la opinión pública consideren como su mayor deber el inculcar en todas las mentes sentimientos nuevos, que llevan a la paz. Es necesario que todos convirtamos nuestro corazón y abramos nuestros ojos al mundo entero, pensando en aquello que podríamos realizar en favor del progreso del género humano si todos nos uniéramos.

No deben engañarnos las falsas esperanzas. En efecto, mientras no desaparezcan las enemistades y los odios y no se concluyan pactos sólidos y leales para el futuro de una paz universal, la humanidad, amenazada ya hoy por graves peligros, a pesar de sus admirables progresos científicos, puede llegar a conocer una hora funesta en la que ya no podría experimentar otra paz que la paz horrenda de la muerte. La Iglesia de Cristo, que participa de las angustias de nuestro tiempo, mientras denuncia estos peligros, no pierde con todo la esperanza; por ello, no deja de proponer al mundo actual, una y otra vez, con oportunidad o sin ella, aquel mensaje apostólico: Ahora es tiempo favorable, para que se opere un cambio en los corazones, ahora es día de salvación.

Para construir la paz es preciso que desaparezcan primero todas las causas de discordia entre los hombres, que son las que engendran las guerras; entre estas causas deben desaparecer principalmente las injusticias. No pocas de estas injusticias tienen su origen en las excesivas desigualdades económicas y también en la lentitud con que se aplican los remedios necesarios para corregirlas. Otras injusticias provienen de la ambición de dominio, del desprecio a las personas, y, si queremos buscar sus causas más profundas, las encontraremos en la envidia, la desconfianza, el orgullo y demás pasiones egoístas. Como el hombre no puede soportar tantos desórdenes, de ahí se sigue que, aun cuando no se llegue a la guerra, el mundo se ve envuelto en contiendas y violencias.

Además, como estos mismos males se encuentran también en las relaciones entre las diversas naciones, se hace absolutamente imprescindible que, para superar o prevenir esas discordias y para acabar con las violencias, se busque, como mejor remedio, la cooperación y coordinación entre las instituciones internacionales, y se estimule sin cesar la creación de organismos que promuevan la paz.



MARTES


PRIMERA LECTURA

Del segundo libro de los Macabeos 6, 12-31

El martirio de Eleazar

Recomiendo a todos aquellos a cuyas manos llegue este libro que no se dejen desconcertar por estos sucesos; piensen que aquellos castigos no pretendían exterminar nuestra raza, sino corregirla; pues es señal de gran bondad no dejar mucho tiempo a los impíos, sino darles en seguida el castigo; pues el Señor soberano no ha determinado tratarnos como a los otros pueblos, que para castigarlos espera pacientemente a que lleguen al colmo de sus pecados, no nos condena cuando ya hemos llegado al límite de nuestros pecados. Por eso no retira nunca de nosotros su misericordia, y aunque corrige a su pueblo con desgracias, no lo abandona. Quede esto dicho como advertencia. Después de esta pequeña digresión, volvamos a nuestra historia.

A Eleazar, uno de los principales maestros de la ley, hombre de edad avanzada y semblante muy digno, le abrían la boca a la fuerza, para que comiera carne de cerdo. Pero él, prefiriendo una muerte honrosa a una vida de infamia, escupió la carne y avanzó voluntariamente al suplicio, como deben hacer los que son constantes en rechazar manjares prohibidos, aun a costa de la vida.

Algunos de los encargados, viejos amigos de Eleazar, movidos por una compasión ilegítima, lo llevaron aparte y le propusieron que hiciera traer carne permitida, preparada por él mismo, y que comiera haciendo como que comía la carne del sacrificio ordenado por el rey, para que así se librara de la muerte y, dada su antigua amistad, lo tratasen con consideración. Pero él, adoptando una actitud cortés, digna de sus años, de su noble ancianidad, de canas honradas e ilustres, de su conducta intachable desde niño y, sobre todo, digna de la ley santa dada por Dios, respondió sin cortarse, diciendo en seguida.

¡Enviadme al sepulcro! No es digno de mi edad ese engaño. Van a creer los jóvenes que Eleazar, a los noventa años, ha apostatado, y si miento por un poco de vida que me queda se van a extraviar con mi mal ejemplo. Eso sería manchar e infamar mi vejez. Y aunque de momento me librase del castigo de los hombres, no me libraría de la mano del Omnipotente, ni vivo ni muerto. Si muero ahora como un valiente, me mostraré digno de mis años y legaré a los jóvenes un noble ejemplo para que aprendan a arrostrar una muerte noble y voluntaria, por amor a nuestra santa y venerable ley.

Dicho esto se fue en seguida al suplicio.

Los que lo llevaban, considerando insensatas las palabras que acababa de pronunciar, cambiaron en dureza su actitud benévola de poco antes. Pero él, a punto de morir a causa de los golpes, dijo entre suspiros.

Bien sabe el Señor, dueño de la ciencia santa, que, pudiendo librarme de la muerte, aguanto en mi cuerpo los crueles dolores de la flagelación, y que en mi alma los sufro con gusto por temor a él.

De esta manera, terminó su vida, dejando no sólo a los jóvenes, sino también a toda la nación, un ejemplo memorable de heroísmo y de virtud.


SEGUNDA LECTURA

Beato Ammonio, ermitaño, Carta 9 (2-5: PO t. 10, fasc. 6, 590-593)

Muchos son los males que sufre el justo

Yo, vuestro padre, he tenido que soportar graves tentaciones, manifiestas u ocultas, y me mostré fuerte en la esperanza y en la oración, y mi Señor me libró. Ahora también vosotros, carísimos, que habéis recibido la bendición de Dios, aceptad asimismo las tentaciones hasta que las hayáis superado, y sólo entonces recibiréis una medida colmada y se os aumentará para vuestro prestigio, y desde el cielo os darán aquel gozo que ahora ignoráis.

Y ¿qué significa superar las tentaciones y cuál es el remedio contra ellas? Este: Jamás perdáis el ánimo, sino más bien rogad confiadamente a Dios de todo corazón, y conservad la paciencia en cualquier eventualidad: entonces la tentación os dejará en paz. Así es como fue tentado Abrahán y salió de la prueba como un atleta vencedor. Esta es la razón de que se escribiera aquello: Aunque el justo sufra muchos males, de todos lo libra el Señor. Y todavía Santiago, en su carta, se expresa así: ¿Sufre alguno de vosotros? Rece. Ya veis cómo todos los justos, en el momento de la tentación, han recurrido a Dios.

Está igualmente escrito: Fiel es Dios, y no permitirá que la prueba supere vuestras fuerzas. Y ahora es Dios quien actúa en vosotros para purificar vuestro corazón. Pues si no os amara, no consentiría que fuerais tentados. En efecto, está escrito: Dios reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos. Por tanto, los fieles necesitan de la tentación. No son de los elegidos quienes no han pasado por la experiencia de la tentación: llevan puesto el hábito, pero niegan la virtud. Por eso nos decía el abad Antonio: «Hombre sin tentaciones no puede entrar en el reino de los cielos». Y el bienaventurado Pedro escribió también en su Carta: Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe —de más precio que el oro, que, aunque perecedero, lo aquilatan al fuego— llegará a ser alabanza y gloria.

Y ya sabéis que ésta es la razón por la cual, al principio y mediante una operación espiritual, se otorga el gozo del Espíritu Santo, una vez comprobada la pureza del corazón. A continuación, y una vez otorgado el gozo y la dulzura, el Espíritu se aleja de ellos y los abandona. La señal de un tal comportamiento es ésta: Se comporta así con el alma que busca y teme a Dios; se aleja, se retira y deja en el abandono a todos los hombres, hasta haber comprobado si le buscarán o no. Hay personas que una vez que Dios las ha abandonado y se ha alejado de ellas, abatidas por la tristeza, se sientan y, paralizadas por el tedio, permanecen inmóviles. De hecho, no rezan a Dios para que les libere de aquella tristeza y poder recuperar aquel gozo y aquella dulzura que experimentaron al principio, sino que por negligencia y a causa de su propia voluntad se mantienen alejadas de la dulzura de Dios. Por esta razón se vuelven carnales y poseen sólo la apariencia, no la realidad de la virtud. Estos tales tienen obcecados los ojos e ignoran las obras de Dios.

Si, por el contrario, cayeren en la cuenta de lo insólito de aquella tristeza y cuán alejada está del prístino gozo, recen a Dios con lágrimas y ayunos; entonces Dios por su misericordia, viendo la sinceridad de su corazón y que lo suplican con toda el alma, renunciando radicalmente a su propia voluntad, les concede un gozo mayor que el primero y los confirma más todavía. Este es el comportamiento que observa con todas las almas que buscan a Dios.



MIÉRCOLES


PRIMERA LECTURA

Del segundo libro de los Macabeos 7, 1-19

El martirio de los siete hermanos

Arrestaron a siete hermanos con su madre. El rey los hizo azotar con látigos y nervios para forzarles a comer carne de cerdo, prohibida por la ley. Uno de ellos habló en nombre de los demás:

—¿Qué pretendes sacar de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres.

Fuera de sí, el rey ordenó poner al fuego las sartenes y ollas. Las pusieron al fuego inmediatamente, y el rey ordenó que cortaran la lengua al que había hablado en nombre de todos, que le arrancaran el cuero cabelludo y le amputaran las extremidades a la vista de los demás hermanos y de su madre.

Cuando el muchacho estaba ya inutilizado del todo, el rey mandó aplicarle fuego y freírlo; todavía respiraba. Mientras se esparcía a lo ancho el olor de la sartén, los

otros con la madre se animaban entre sí a morir noblemente:

—El Señor Dios nos contempla, y de verdad se compadece de nosotros, como declaró Moisés en el cántico de denuncia contra Israel: «Se compadecerá de sus siervos».

Cuando murió así el primero, llevaron al segundo al suplicio; le arrancaron los cabellos con la piel, y le preguntaban si pensaba comer antes que lo atormentasen miembro a miembro. El respondió en la lengua materna:

¡No comeré!

Por eso también él sufrió a su vez el martirio como el primero. Y estando para morir, dijo:

—Tú, malvado, nos arrancas la vida presente. Pero cuando hayamos muerto por su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida eterna.

Después se divertían con el tercero. Invitado a sacar la lengua, lo hizo en seguida, y alargó las manos con gran valor. Y habló dignamente:

—De Dios las recibí, y por sus leyes las desprecio. Espero recobrarlas del mismo Dios.

El rey y su corte se asombraron del valor con que el joven despreciaba los tormentos. Cuando murió éste, torturaron de modo semejante al cuarto. Y cuando estaba a la muerte, dijo:

Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida.

Después sacaron al quinto, y lo atormentaban. Pero él, mirando al rey, le dijo:

Aunque eres un simple mortal, haces lo que quieres porque tienes poder sobre los hombres. Pero no te creas que Dios ha abandonado a nuestra nación. Espera un poco y ya verás cómo su gran poder te tortura a ti y a tu descendencia.

Después de éste llevaron al sexto, y cuando iba a morir, dijo:

No te engañes neciamente. Nosotros sufrimos esto porque hemos pecado contra nuestro Dios; por eso hanocurrido estas cosas extrañas. No pienses que vas a quedar impune tú, que te has atrevido a luchar contra Dios.


SEGUNDA LECTURA

San Clemente de Alejandría, Los tapices (Lib 4, 7: PG 8, 1255.1259.1263.1266.1267)

Dichosos los que derraman su sangre por causa de Dios

Todos cuantos ejecutan los mandatos del Salvador, en cada una de sus acciones son mártires, es decir, testigos, haciendo lo que él quiere, llamándolo consiguientemente Señor, y dando testimonio con los hechos de que están convencidos de que lo es de verdad; éstos han crucificado su carne con sus pasiones y deseos. Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu. El que siembra para la carne, de ella cosechará corrupción; el que siembra para el espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna. A los hombres débiles les parece violentísima la muerte con que se da testimonio cruento al Señor, ignorando que esta puerta de la muerte es el principio de la verdadera vida: no quieren comprender ni los honores que se rinden después de la muerte a los que vivieron santamente, ni los suplicios de quienes se condujeron injusta y licenciosamente, y no me refiero tan sólo al testimonio de nuestras Escrituras, pero es que ni siquiera a los discursos de los suyos quieren dar oídos. Pues Pitágoras escribe a Teano: «En realidad, la vida sería un suculento banquete para los malvados que mueren después de haber cometido toda clase de fechorías, si el alma no fuese inmortal: la muerte sería para ellos una ganancia».

Sabemos que Dios hace que todas las cosas contribuyan al bien de los que le aman, de los que han sido llamados según su voluntad. A los que de antemano conoció, a ésos los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que sea él el primogénito entre muchos hermanos. A los que predestinó también los llamó; y a los que llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los glorificó. Fíjate cómo el martirio se nos enseña por conducto del amor. Y si quisieras ser mártir para obtener la remuneración de los buenos, nuevamente oirás: Porque en esperanza fuimos salvados. Y una esperanza que se ve ya no es esperanza. ¿Cómo seguirá esperando uno aquello que ve? Cuando esperamos lo que no vemos, esperamos con perseverancia. Y Pedro dice: Dichosos vosotros si tenéis que sufrir por causa de la justicia.

Así pues, el gnóstico jamás considerará la vida material como el fin de la vida, sino que tratará más bien de ser siempre feliz, bienaventurado y amigo regio de Dios, y aun cuando alguien quisiere tildarle de infamia, castigarlo con el destierro o con la confiscación de los bienes o, finalmente, condenarlo a muerte, nunca podrá privarle de la libertad y, sobre todo, nada podrá separarlo del amor de Dios: El amor todo lo aguanta, todo lo soporta, porque está convencido de que la divina providencia lo gobierna todo con justicia.

Aunque somos hombres y procedemos como tales, no militamos con miras humanas; las armas de nuestro servicio no son humanas, es Dios quien les da potencia para derribar fortalezas: derribamos sofismas y cualquier torreón que se yerga contra el conocimiento de Dios. Pertrechado con estas armas el gnóstico dice: ¡Oh Señor, bríndame la ocasión y acepta mi actuación; que me suceda cualquier cosa grave y terrible: yo desprecio los peligros porque tengo mi amor puesto en ti!

Como elegidos de Dios, santos y amados, vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión. Y, por encima de todo, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada. Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón; a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo. Y sed agradecidos vosotros los que todavía moráis en el cuerpo, como los antiguos justos, tomando posesión de la tranquilidad del alma y de la inmunidad de las pasiones.



JUEVES


PRIMERA LECTURA

Del segundo libro de los Macabeos 7, 20-41

Martirio de los siete hermanos. La madre y el último hijo

Pero ninguno más admirable y digno de recuerdo que la madre. Viendo morir a sus siete hijos en el espacio de un día, lo soportó con entereza, esperando en el Señor. Con noble actitud, uniendo un temple viril a la ternura femenina, fue animando a cada uno, y les decía en su lengua.

Yo no sé cómo aparecisteis en mi seno; yo no os di el aliento ni la vida, ni formé con los elementos vuestro organismo. Fue el creador del universo, el que modela la raza humana y determina el origen de todo. El, con su misericordia, os devolverá el aliento y la vida, si ahora os sacrificáis por su ley.

Antíoco creyó que la mujer lo despreciaba, y sospechó que lo estaba insultando.

Todavía quedaba el más pequeño, y el rey intentaba persuadirlo; más aún, le juraba que si renegaba de sus tradiciones lo haría rico y feliz, lo tendría por amigo y le daría algún cargo. Pero como el muchacho no hacía el menor caso, el rey llamó a la madre y le rogaba que aconsejase al chiquillo para su bien. Tanto le insistió, que la madre accedió a persuadir al hijo, se inclinó hacia él y, riéndose del cruel tirano, habló así en su idioma:

Hijo mío, ten piedad de mí, que te llevé nueve meses en el seno, te amamanté y te crié tres años y te he alimentado hasta que te has hecho un joven. Hijo mío, te lo suplico, mira al cielo y la tierra, fíjate en todo lo que contiene y ten presente que Dios lo creó todo de la nada, y lo mismo da el ser al hombre. No temas a ese verdugo; ponte a la altura de tus hermanos y acepta la muerte. Así, por la misericordia de Dios, te recobraré junto con ellos.

Estaba todavía hablando, cuando el muchacho dijo:

¿Qué esperáis? No me someto al decreto real. Yo obedezco los preceptos de la ley dada a nuestros antepasados por medio de Moisés. Pero tú, que has tramado toda clase de crímenes contra los hebreos, no te escaparás de las manos de Dios. Pues nosotros sufrimos por nuestros pecados. Y si el Dios vivo se ha enojado un momento para corregirnos y educarnos, volverá a reconciliarse con sus siervos. Pero tú, impío, el hombre más criminal de todos, no te ensoberbezcas neciamente con vanas esperanzas, mientras alzas la mano contra los siervos de Dios, que todavía no has escapado de la sentencia de Dios, vigilante poderoso. Mis hermanos, después de soportar ahora un dolor pasajero, participan ya de la promesa divina de una vida eterna; en cambio, tú, por sentencia de Dios, pagarás la pena que merece tu soberbia. Yo, lo mismo que mis hermanos, entrego mi cuerpo y mi vida por las leyes de mis padres, suplicando a Dios que se apiade pronto de mi raza, que tú tengas que confesarlo, entre tormentos y azotes, como único Dios, y que la ira del Todopoderoso, que se ha abatido justamente sobre todo mi pueblo, se detenga en mí y en mis hermanos.

El rey, exasperado y no aguantando aquel sarcasmo, se ensañó contra éste muchísimo más que contra los otros, y aquel muchacho murió sin mancha, con total confianza en el Señor.

La madre murió la última después de sus hijos.


SEGUNDA LECTURA

San Juan Crisóstomo, Sermón 2 sobre la consolación de la muerte (4-5: PG 56, 301-302)

Cristo atestigua la resurrección futura, y, con él,
los apóstoles, los mártires y la madre de los Macabeos

Comprueba solamente esto: si Cristo ha prometido la resurrección; y cuando bajo el peso de una nube de testimonios hayas comprobado la existencia de una tal promesa, más aún, cuando tengas en tu poder la certísima garantía del mismo Cristo, el Señor, confirmado en la fe, deja ya de temer la muerte. Pues quien todavía teme, es que no cree; y el que no cree contrae un pecado incurable, ya que, con su incredulidad, se atreve a inculpar a Dios o de impotencia o de mentira.

No es ésta la opinión de los bienaventurados apóstoles, no es ésta la manera de pensar de los santos mártires. Los apóstoles, en virtud de esta predicación de la resurrección, predican que Cristo ha resucitado y anuncian que, en él, los muertos resucitarán, no rehusando ni la muerte, ni los tormentos, ni las cruces. Por tanto, si todo asunto queda confirmado por boca de dos o tres testigos, ¿cómo puede ponerse en duda la resurrección de los muertos, avalada por tantos y tan cualificados testigos, que apoyan su testimonio con el derramamiento de su sangre?

Y los santos mártires, ¿qué? ¿Tuvieron o no tuvieron una esperanza firme en la resurrección? Si no la hubieran tenido, ciertamente no habrían acogido como la máxima ganancia una muerte envuelta en tantas torturas y sufrimientos: no pensaban en los suplicios presentes, sino en los premios futuros. Conocían el dicho: Lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno.

Escuchad, hermanos, un ejemplo de fortaleza. Una madre exhortaba a sus siete hijos: no lloraba, se alegraba más bien. Veía a sus hijos lacerados por las uñas, mutilados por el hierro, fritos en la sartén. Y no derramaba lágrimas, no prorrumpía en lamentos, sino que con solicitud materna exhortaba a sus hijos a mantenerse firmes. Aquella madre no era ciertamente cruel, sino fiel: amaba a sus hijos, pero no delicada, sino virilmente. Exhortaba a sus hijos a la pasión, pasión que ella misma aceptó gozosa. Estaba segura de su resurrección y de la de sus hijos.

¿Qué diré de tantos hombres, mujeres, jóvenes y doncellas? ¡Cómo jugaron con la muerte! ¡Con qué enorme rapidez pasaron a engrosar la milicia celeste! Y eso que, de haber querido, podían haber seguido viviendo, puesto que les pusieron en la alternativa: vivir, negando a Cristo, o morir, confesando a Cristo. Pero prefirieron despreciar esta vida temporal y aceptar la eterna, ser excluidos de la tierra para convertirse en ciudadanos del cielo.

Después de esto, hermanos, ¿existe algún lugar para la duda? ¿Dónde puede albergarse todavía el miedo a la muerte? Si somos hijos de los mártires, si queremos ser un día compañeros suyos, no nos contriste la muerte, no lloremos a nuestros seres queridos que nos precedieron en el Señor. Si, no obstante, nos empeñásemos en llorar, serán los mismos santos mártires los que se burlarán de nosotros y nos dirán: ¡Oh fieles! ¡Oh vosotros que ansiáis el reino de Dios! ¡Oh vosotros los que, angustiados, lloráis y os lamentáis por vuestros seres queridos que han muerto delicadamente en sus lechos y sobre colchón de plumas! ¿Qué hubierais hecho de haberlos visto torturar y asesinar por los paganos a causa del nombre del Señor?



VIERNES


PRIMERA LECTURA

Del primer libro de los Macabeos 2, 1.15-28.42-50.65-70

Rebelión y muerte de Matatías

Por entonces, surgió Matatías, hijo de Juan, de Simeón, sacerdote de la familia de Yoarib; aunque oriundo de Jerusalén, se había establecido en Modín.

Los funcionarios reales encargados de hacer apostatar por la fuerza llegaron a Modín, para que la gente ofreciese sacrificios, y muchos israelitas acudieron a ellos. Matatías se reunió con sus hijos, y los funcionarios del rey le dijeron:

«Eres un personaje ilustre, un hombre importante en este pueblo, y estás respaldado por tus hijos y parientes. Adelántate el primero, haz lo que manda el rey, como lo han hecho todas las naciones, y los mismos judíos, y los que han quedado en Jerusalén. Tú y tus hijos recibiréis el título de grandes del reino, os premiarán con oro y plata y muchos regalos».

Pero Matatías respondió en voz alta:

«Aunque todos los súbditos en los dominios del rey le obedezcan, apostatando de la religión de sus padres, y aunque prefieran cumplir sus órdenes, yo, mis hijos y mis parientes viviremos según la alianza de nuestros padres.

El cielo nos libre de abandonar la ley y nuestras costumbres. No obedeceremos las órdenes del rey, desviándonos de nuestra religión a derecha ni a izquierda».

Nada más decirlo, se adelantó un judío, a la vista de todos, dispuesto a sacrificar sobre el ara de Modín, como lo mandaba el rey. Al verlo, Matatías se indignó, tembló de cólera y en un arrebato de ira santa corrió a degollar a aquel hombre sobre el ara. Y entonces mismo mató al funcionario real, que obligaba a sacrificar, y derribó el ara. Lleno de celo por la ley, hizo lo que Fineés a Zimrí, hijo de Salu. Luego empezó a gritar a voz en cuello por la ciudad:

«¡El que sienta celo por la ley y quiera mantener la alianza, ¡que me siga!».

Después se echó al monte con sus hijos, dejando en el pueblo cuanto tenía. Entonces se les añadió el grupo de los Leales, israelitas aguerridos, todos los voluntarios de la ley; se les sumaron también como refuerzos todos los que escapaban de cualquier desgracia. Organizaron un ejército y descargaron su ira contra los pecadores y su cólera contra los apóstatas. Los que se libraron fueron a refugiarse entre los paganos.

Matatías y sus partidarios organizaron una correría, derribando las aras, circuncidando por la fuerza a los niños no circuncidados que encontraban en territorio israelita y persiguiendo a los insolentes. La campaña fue un éxito, de manera que rescataron la ley de manos de los paganos y sus reyes, y mantuvieron a raya al malvado.

Cuando le llegó la hora de morir, Matatías dijo a sus hijos:

«Hoy triunfan la insolencia y el descaro; son tiempos de subversión y de ira. Hijos míos, sed celosos de la ley y dad la vida por la alianza de nuestros padres. Hijos míos, sed valientes en defender la ley, que ella será vuestra gloria. Mirad, sé que vuestro hermano Simeón es prudente; obedecedle siempre, que él será vuestro padre. Y Judas Macabeo, aguerrido desde joven, será vuestro caudillo y dirigirá la guerra contra el extranjero. Ganaos a todos los que guardan la ley y vengad a vuestro pueblo; pagad a los paganos su merecido y cumplid cuidadosamente los preceptos de la ley».

Y después de bendecirlos, fue a reunirse con sus antepasados. Murió el año ciento cuarenta y seis. Lo enterraron en la sepultura familiar, en Modín, y todo Israel le hizo solemnes funerales.
 

SEGUNDA LECTURA

De la Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, del Concilio Vaticano II (Nn. 88-90)

Papel de los cristianos en la construcción de la paz

Los cristianos deben cooperar, con gusto y de corazón, en la edificación de un orden internacional en el que se respeten las legítimas libertades y se fomente una sincera fraternidad entre todos; y eso con tanta mayor razón cuanto más claramente se advierte que la mayor parte de la humanidad sufre todavía una extrema pobreza, hasta tal punto que puede decirse que Cristo mismo, en la persona de los pobres, eleva su voz para solicitar la caridad de sus discípulos.

Que se evite, pues, el escándalo de que, mientras ciertas naciones, cuya población es muchas veces en su mayoría cristiana, abundan en toda clase de bienes, otras, en cambio, se ven privadas de lo más indispensable y sufren a causa del hambre, de las enfermedades y de toda clase de miserias. El espíritu de pobreza y de caridad debe ser la gloria y el testimonio de la Iglesia de Cristo.

Hay que alabar y animar, por tanto, a aquellos cristianos, sobre todo a los jóvenes, que espontáneamente se ofrecen para ayudar a los demás hombres y naciones. Más aún, es deber de todo el pueblo de Dios, animado y guiado por la palabra y el ejemplo de sus obispos, aliviar, según las posibilidades de cada uno, las miserias de nuestro tiempo; y esto hay que hacerlo, como era costumbre en la antigua Iglesia, dando no solamente de los bienes superfluos, sino aun de los necesarios.

El modo de recoger y distribuir lo necesario para las diversas necesidades, sin que haya de ser rígida y uniformemente ordenado, llévese a cabo, sin embargo, con toda solicitud en cada una de las diócesis, naciones e incluso en el plano universal, uniendo siempre que se crea conveniente la colaboración de los católicos con la de los otros hermanos cristianos. En efecto, el espíritu de caridad, lejos de prohibir el ejercicio ordenado y previsor de la acción social y caritativa, más bien lo exige. De aquí que sea necesario que quienes pretenden dedicarse al servicio de las naciones en vía de desarrollo sean oportunamente formados en instituciones especializadas.

Por eso, la Iglesia debe estar siempre presente en la comunidad de las naciones para fomentar o despertar la cooperación entre los hombres; y eso tanto por medio de sus órganos oficiales como por la colaboración sincera y plena de cada uno de los cristianos, colaboración que debe inspirarse en el único deseo de servir a todos.

Este resultado se conseguirá mejor si los mismos fieles, en sus propios ambientes, conscientes de la propia responsabilidad humana y cristiana, se esfuerzan por despertar el deseo de una generosa cooperación con la comunidad internacional. Dése a esto una especial importancia en la formación de los jóvenes, tanto en su formación religiosa como civil.

Finalmente, es muy de desear que los católicos, para cumplir debidamente su deber en el seno de la comunidad internacional, se esfuercen por cooperar activa y positivamente con sus hermanos separados, que como ellos profesan la caridad evangélica, y con todos aquellos otros hombres que están sedientos de verdadera paz.



SÁBADO


PRIMERA LECTURA

Del primer libro de los Macabeos 3, 1-26

Judas Macabeo

En aquellos días, sucedió a Matatías su hijo Judas, apodado Macabeo. Le apoyaban todos sus hermanos y todos los partidarios de su padre; llenos de entusiasmo seguían luchando por Israel

Judas dilató la fama de su pueblo; vistió la coraza como un gigante, ciñó sus armas y entabló combates, protegiendo sus campamentos con la espada. Fue un león en sus hazañas, un cachorro que ruge por la presa; rastreó y persiguió a los apóstatas, quemó a los agitadores del pueblo. Por miedo a Judas, los apóstatas se acobardaron, los malhechores quedaron consternados; por su mano triunfó la liberación.

Hizo sufrir a muchos reyes, alegró a Jacob con sus hazañas, su recuerdo será siempre bendito. Recorrió las ciudades de Judá, exterminando en ella a los impíos; apartó de Israel la cólera divina. Su renombre llenó la tierra, porque reunió a un pueblo que perecía.

Apolonio reunió un ejército extranjero y un gran contingente de Samaria para luchar contra Israel. Cuando lo supo Judas, salió a hacerle frente, lo derrotó y lo mató. Los paganos tuvieron muchas bajas, y los supervivientes huyeron. Al recoger los despojos, Judas se quedó con la espada de Apolonio, y la usó siempre en la guerra. Cuando Serón, general en jefe del ejército sirio, se enteró de que Judas había reunido en torno a sí un partido numeroso de hombres adictos en edad militar, se dijo:

«Voy a ganar fama y renombre en el imperio, luchando contra Judas y los suyos, esos que desprecian la orden del rey».

Se le sumó un fuerte ejército de gente impía, que subieron con él para ayudarle a vengarse de los israelitas. Cuando llegaba cerca de la cuesta de Bejorón, Judas le salió al encuentro con un puñado de hombres; pero, al ver el ejército que venía de frente, dijeron a Judas:

«¿Cómo vamos a luchar contra esa multitud bien armada, siendo nosotros tan pocos? Y además estamos agotados, porque no hemos comido en todo el día».

Judas respondió:

«No es difícil que unos pocos envuelvan a muchos, pues a Dios lo mismo le cuesta salvar con muchos que con pocos; la victoria no depende del número de soldados, pues la fuerza llega del cielo. Ellos vienen a atacarnos llenos de insolencia e impiedad, para aniquilarnos y saquearnos a nosotros, a nuestras mujeres y a nuestros hijos, mientras que nosotros luchamos por nuestra vida y nuestra religión. El Señor los aplastará ante nosotros. No los temáis».

Nada más terminar de hablar, se lanzó contra ellos de repente. Derrotaron a Serón y su ejército, lo persiguieron por la bajada de Bejorón hasta la llanura. Serón tuvo unas ochocientas bajas, y los demás huyeron al territorio filisteo. Judas y sus hermanos empezaron a ser temidos, una ola de pánico cayó sobre las naciones vecinas. Su fama llegó a oídos del rey, porque todos comentaban las batallas de Judas.
 

SEGUNDA LECTURA

San Cirilo de Jerusalén, Catequesis 5, sobre la fe y el símbolo (10-11 PG 33, 518-519)

La fe realiza obras que superan las fuerzas humanas

La fe, aunque por su nombre es una, tiene dos realidades distintas. Hay, en efecto, una fe por la que se cree en los dogmas y que exige que el espíritu atienda y la voluntad se adhiera a determinadas verdades; esta fe es útil al alma, como lo dice el mismo Señor: Quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no se le llamará a juicio; y añade: El que cree en el Hijo no está condenado, sino que ha pasado ya de la muerte a la vida.

¡Oh gran bondad de Dios para con los hombres! Los antiguos justos, ciertamente, pudieron agradar a Dios empleando para este fin los largos años de su vida; mas lo que ellos consiguieron con su esforzado y generoso servicio de muchos años, eso mismo te concede a ti Jesús realizarlo en un solo momento. Si, en efecto, crees que Jesucristo es el Señor y que Dios lo resucitó de entre los muertos, conseguirás la salvación y serás llevado al paraíso por aquel mismo que recibió en su reino al buen ladrón. No desconfíes ni dudes de si ello va a ser posible o no: el que salvó en el Gólgota al ladrón a causa de una sola hora de fe, él mismo te salvará también a ti si creyeres.

La otra clase de fe es aquella que Cristo concede a algunos como don gratuito: Uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia según el mismo Espíritu. Hay quien, por el mismo Espíritu, recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu, don de curar.

Esta gracia de fe que da el Espíritu no consiste solamente en una fe dogmática, sino también en aquella otra fe capaz de realizar obras que superan toda posibilidad humana; quien tiene esta fe podría decir a una montaña que viniera aquí, y vendría. Cuando uno, guiado por esta fe, dice esto y cree sin dudar en su corazón que lo que dice se realizará, entonces este tal ha recibido el don de esta fe.

Es de esta fe de la que se afirma: Si fuera vuestra fe como un grano de mostaza. Porque así como el grano de , mostaza, aunque pequeño en tamaño, está dotado de una fuerza parecida a la del fuego y, plantado aunque sea en un lugar exiguo, produce grandes ramas hasta tal punto que pueden cobijarse en él las aves del cielo, así también la fe, cuando arraiga en el alma, en pocos momentos realiza grandes maravillas. El alma, en efecto, iluminada por esta fe, alcanza a concebir en su mente una imagen de Dios, y llega incluso hasta contemplar al mismo Dios en la medida en que ello es posible; le es dado recorrer loslímites del universo y ver, antes del fin del mundo, el juicio futuro y la realización de los bienes prometidos.

Procura, pues, llegar a aquella fe que de ti depende y que conduce al Señor a quien la posee, y así el Señor te dará también aquella otra que actúa por encima de las fuerzas humanas.