DOMINGO III DE CUARESMA


PRIMERA LECTURA

Del libro del Éxodo 22,19—23, 9

Leyes sobre forasteros y pobres
(Código de la alianza)

Así dice el Señor:

«El que ofrezca sacrificios a los dioses –fuera del Señor– será exterminado.

No oprimirás ni vejarás al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto. No explotarás a viudas ni a huérfanos, porque, si los explotas y ellos gritan a mí, yo los escucharé. Se encenderá mi ira y os haré morir a espada, dejando a vuestras mujeres viudas y a vuestros hijos huérfanos.

Si prestas dinero a uno de mi pueblo, a un pobre que habita contigo, no serás con él un usurero, cargándole intereses.

Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás antes de ponerse el sol, porque no tiene otro vestido para cubrir su cuerpo, ¿y dónde, si no, se va a acostar? Si grita a mí, yo lo escucharé, porque yo soy compasivo.

No blasfemarás contra Dios y no maldecirás a los jefes de tu pueblo.

No retrasarás la oferta de tu cosecha y de tu vendimia. Me darás el primogénito de tus hijos; lo mismo harás con tus bueyes y ovejas: durante siete días quedará la cría con su madre, y el octavo día me la entregarás. Sed santos para mí y no comáis carne de animal despedazado en el campo: echádsela a los perros.

No harás declaraciones falsas: no te conchabes con el culpable para testimoniar en favor de una injusticia. No seguirás en el mal a la mayoría: no declararás en un proceso siguiendo a la mayoría y violando el derecho. No favorecerás al poderoso en su causa.

Cuando encuentres extraviados el buey o el asno de tu enemigo, se los llevarás a su dueño. Cuando veas al asno de tu adversario caído bajo la carga, no pases de largo; préstale ayuda.

No violarás el derecho de tu pobre en su causa.

Abstente de las causas falsas: no harás morir al justo ni al inocente, ni absolverás al culpable; porque yo no declaro inocente a un culpable. No aceptarás soborno, porque el soborno ciega al perspicaz y falsea la causa del inocente.

No vejarás al forastero: conocéis la suerte del forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto».


SEGUNDA LECTURA

San Bernardo de Claraval, Tratado sobre los grados de la humildad y la soberbia (III, 6: Opera omnia, Edit. Cisterc. 3, 1963, 20-21)

Para tener un corazón sensible a la miseria ajena,
es necesario que primero reconozcas la tuya propia

Puesto que en el conocimiento de la verdad se dan tres grados, voy a intentar distinguirlos, para que así aparezca más claro a cuál de los tres corresponde el duodécimo grado de humildad.

Como es sabido, buscamos la verdad en nosotros, en nuestros prójimos, en sí misma. En nosotros, juzgándonos a nosotros mismos; en nuestros prójimos, compadeciéndonos de sus males; en sí misma, contemplándola con puro corazón. Ten presente tanto el número como el orden. Que la misma Verdad te enseñe primero lo que debes buscar en el prójimo antes que en sí misma. Después de lo cual comprenderás por qué has de buscarla antes en ti que en el prójimo.

En efecto, en la enumeración de las bienaventuranzas que el Señor detalló en el Discurso del monte, colocó a los misericordiosos antes que a los limpios de corazón. Pues los misericordiosos captan en seguida la verdad en sus prójimos al cubrirlos con su personal afecto, al conformarse con ellos por la caridad hasta el punto de sentir como propios sus bienes y sus males: enferman con los enfermos, se abrasan con los que sufren escándalo. Se han acostumbrado a estar alegres con los que ríen y a llorar con los que lloran. Purificada por la caridad fraterna la mirada del corazón, se deleitan contemplando la verdad en sí misma, por cuyo amor toleran los males ajenos. En cambio, los que no se identifican de este modo con los hermanos, sino que por el contrario insultan a los que lloran o envidian a los que están alegres –ya que al no experimentar en sí mismos lo que los otros sienten, no pueden tampoco compartir sus sentimientos–, ¿cómo podrían detectar la verdad en el prójimo? Con razón puede aplicárseles el dicho popular: Ignora el sano lo que siente el enfermo, o el harto lo que sufre el hambriento. Tanto más familiarmente se compadece el enfermo del enfermo y el hambriento del hambriento cuanto están más cercanos en el sufrimiento. Y al igual que la verdad pura sólo el corazón puro es capaz de contemplarla, así también la miseria del hermano es sentida con mayor realismo por un corazón sensible a la miseria.

Ahora bien, para tener un corazón sensible a la miseria ajena, es necesario que primero reconozcas la tuya propia, para que, mirándote a ti, descubras los sentimientos del prójimo y aprendas en ti mismo cómo prestarle ayuda, exactamente a ejemplo de nuestro Salvador, que quiso padecer para aprender a compadecer, vivir la miseria para saber ser misericordioso a fin de que, como de él está escrito: Aprendió sufriendo, a obedecer, aprendiera también a tener misericordia. Y no es que antes no supiera ser misericordioso aquel cuya misericordia no tiene ni principio ni fin, sino que aprendió por experiencia temporal lo que ya sabía por naturaleza desde la eternidad.

EVANGELIOS PARA LOS TRES CICLOS



LUNES


PRIMERA LECTURA

Del libro del Éxodo 24, 1-18

Conclusión de la alianza en el monte

En aquellos días, el Señor dijo a Moisés:

«Sube a mí con Aarón, Nadab y Abihú y los setenta ancianos de Israel, y prosternaos a distancia. Después se acercará Moisés solo, no ellos; y el pueblo que no suba».

Moisés bajó y contó al pueblo todo lo que había dicho el Señor y todos sus mandatos; y el pueblo contestó a una:

«Haremos todo lo que dice el Señor».

Moisés puso por escrito todas las palabras del Señor. Se levantó temprano y edificó un altar en la falda del monte, y doce estelas, por las doce tribus de Israel. Y mandó a algunos jóvenes israelitas ofrecer al Señor holocaustos y vacas, como sacrificio de comunión. Tomó la mitad de la sangre, y la puso en vasijas, y la otra mitad la derramó sobre el altar. Después, tomó el documento de la alianza y se lo leyó en alta voz al pueblo, el cual respondió:

«Haremos todo lo que manda el Señor y lo obedeceremos».

Tomó Moisés la sangre y roció al pueblo, diciendo: «Esta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros, sobre todos estos mandatos».

Subieron Moisés, Aarón, Nadab, Abihú y los setenta ancianos de Israel, y vieron al Dios de Israel: bajo los pies tenía una especie de pavimento, brillante como el mismo cielo. Dios no extendió la mano contra los notables de Israel, que pudieron contemplar a Dios, y después comieron y bebieron. El Señor dijo a Moisés:

«Sube hacia mí al monte, que allí estaré yo para darte las tablas de piedra con la ley y los mandatos que he escrito para que se los enseñes».

Se levantó Moisés y subió con Josué, su ayudante, al monte de Dios; a los ancianos les dijo:

«Quedaos aquí hasta que yo vuelva; Aarón y Jur están con vosotros; el que tenga algún asunto que se lo traiga a ellos».

Cuando Moisés subió al monte, la nube lo cubría, y la gloria del Señor descansaba sobre el monte Sinaí, y la nube lo cubrió durante seis días. Al séptimo día llamó a Moisés desde la nube. La gloria del Señor apareció a los israelitas como fuego voraz sobre la cumbre del monte. Moisés se adentró en la nube y subió al monte, y estuvo allí cuarenta días con sus noches.


SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Sermón 205 (1: 1 de Cuaresma: Edit. Maurist., t. 5, 919-920)

Esta cruz no es cruz de solos cuarenta días,
sino de toda la vida

Comenzamos hoy la observancia cuaresmal nuevamente presentada con rito solemne, con cuya ocasión también a vosotros se os debe una solemne exhortación por parte nuestra, a fin de que la palabra de Dios presentada por nuestro ministerio nutra el corazón de quienes ayunan en el cuerpo. De esta suerte el hombre interior, alimentado con su manjar especial, podrá llevar a término la maceración del hombre exterior y soportarlo con mayor entereza. Pues es muy conveniente a nuestra devoción que, quienes nos disponemos a celebrar la pasión del Señor crucificado ya próxima, nos fabriquemos nosotros mismos la cruz de la represión de los placeres carnales, como dice el Apóstol: Los que son de Cristo Jesús han crucificado su carne con sus pasiones y deseos.

De esta cruz debe continuamente pender el cristiano durante toda esta vida que discurre en medio de tentaciones. No es este tiempo de arrancar clavos, de los que se dice en el salmo: Traspasa mis carnes con los clavos de tu temor. Las carnes son las concupiscencias carnales; los clavos, los preceptos de la justicia: con estos clavos nos tras pasa el temor de Dios, por cuanto nos crucifica como víctima aceptable para él. Por eso nuevamente dice el Apóstol: Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios. Es, pues, aquella cruz de la que el siervo de Dios no se avergüenza, sino que más bien se gloría de ella diciendo: Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en el cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo.

Esta cruz, no es cruz de solos cuarenta días, sino de toda la vida. Por eso, Moisés, Elías y el mismo Señor ayunaron cuarenta días, para insinuarnos en Moisés, en Elías y en el mismo Señor, esto es, en la ley, en los profetas y en el mismo evangelio, que se nos iba a tratar de igual modo, para que no nos ajustemos ni nos apeguemos a este mundo, sino que crucifiquemos al hombre viejo.

Vive siempre así, oh cristiano: si no quieres que tus pies se hundan en el fango, no bajes de la cruz. Y si esto hemos de hacerlo durante toda la vida, ¿cuánto más durante estos días de Cuaresma, en los cuales no sólo se vive, sino que además, está simbolizada la presente vida?



MARTES


PRIMERA LECTURA

Del libro del Éxodo 32, 1-20

El becerro de oro

En aquellos días, viendo el pueblo que Moisés tardaba en bajar del monte, acudió en masa ante Aarón y le dijo:

«Anda, haznos un dios que vaya delante de nosotros; pues a ese Moisés que nos sacó de Egipto no sabemos lo que le ha pasado».

Aarón les contestó:

«Quitadles los pendientes de oro a vuestras mujeres, hijos e hijas, y traédmelos».

Todo el pueblo se quitó los pendientes de oro, y se los trajeron a Aarón. El los recibió y trabajó el oro a cincel y fabricó un novillo de fundición. Después les dijo:

«Este es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto».

Después edificó un altar en su presencia y proclamó:

«Mañana es fiesta del Señor».

Al día siguiente, se levantaron, ofrecieron holocaustos y sacrificios de comunión, el pueblo se sentó a comer y beber, y después se levantaron a danzar.

El Señor dijo a Moisés:

«Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado. Se han hecho un novillo de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman: "Este es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto"».

Y el Señor añadió a Moisés:

«Veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Por eso, déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo».

Entonces Moisés suplicó al Señor, su Dios:

«¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto, con gran poder y mano robusta? ¿Tendrán que decir los egipcios: "Con mala intención los sacó, para hacerlos morir en las montañas y exterminarlos de la superficie de la tierra"? Aleja el incendio de tu ira, arrepiéntete de la amenaza contra tu pueblo. Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac y Jacob, a quienes juraste por ti mismo, diciendo: "Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea por siempre"».

Y el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo. Moisés se volvió y bajó del monte con las dos tablas de la alianza en la mano. Las tablas estaban escritas por ambos lados; eran hechura de Dios, y la escritura era escritura de Dios, grabada en las tablas. Al oír Josué el griterío del pueblo, dijo a Moisés:

«Se oyen gritos de guerra en el campamento». Contestó él:

«No es grito de victoria, no es grito de derrota, que son cantos lo que oigo».

Al acercarse al campamento y ver el becerro y las danzas, Moisés, enfurecido, tiró las tablas y las rompió al pie del monte. Después agarró el becerro que habían hecho, lo quemó y lo trituró hasta hacerlo polvo, que echó en agua, haciéndoselo beber a los israelitas.
 

SEGUNDA LECTURA

San Pedro Crisólogo, Sermón 43 (PL 52, 320.322)

La oración llama, el ayuno intercede,
la misericordia recibe

Tres son, hermanos, los resortes que hacen que la fe se mantenga firme, la devoción sea constante, y la virtud permanente. Estos tres resortes son: la oración, el ayuno y la misericordia. Porque la oración llama, el ayuno intercede, la misericordia recibe. Oración, misericordia y ayuno constituyen una sola y única cosa, y se vitalizan recíprocamente.

El ayuno, en efecto, es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno. Que nadie trate de dividirlos, pues no pueden separarse. Quien posee uno solo de los tres, si al mismo tiempo no posee los otros, no posee ninguno. Por tanto, quien ora, que ayune; quien ayuna, que se compadezca; que preste oídos a quien le suplica aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios presta oído a quien no cierra los suyos al que le suplica.

Que el que ayuna entienda bien lo que es el ayuno; que preste atención al hambriento quien quiere que Dios preste atención a su hambre; que se compadezca quien espera misericordia; que tenga piedad quien la busca; que responda quien desea que Dios le responda a él. Es un indigno suplicante quien pide para sí lo que niega a otro.

Díctate a ti mismo la norma de la misericordia, de acuerdo con la manera, la cantidad y la rapidez con que quieres que tengan misericordia contigo. Compadécete tan pronto como quisieras que los otros se compadezcan de ti.

En consecuencia, la oración, la misericordia y el ayuno deben ser como un único intercesor en favor nuestro ante Dios, una única llamada, una única y triple petición.

Recobremos con ayunos lo que perdimos por el desprecio; inmolemos nuestras almas con ayunos, porque no hay nada mejor que podamos ofrecer a Dios, de acuerdo con lo que el profeta dice: Mi sacrificio es un espíritu quebrantado: un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias. Hombre, ofrece a Dios tu alma, y ofrece la oblación del ayuno, para que sea una hostia pura, un sacrificio santo, una víctima viviente, provechosa para ti y acepta a Dios. Quien no dé esto a Dios no tendrá excusa, porque no hay nadie que no se posea a sí mismo para darse.

Mas, para que estas ofrendas sean aceptadas, tiene que venir después la misericordia; el ayuno no germina si la misericordia no lo riega, el ayuno se torna infructuoso si la misericordia no lo fecundiza: lo que es la lluvia para la tierra, eso mismo es la misericordia para el ayuno. Por más que perfeccione su corazón, purifique su carne, desarraigue los vicios y siembre las virtudes, como no produzca caudales de misericordia, el que ayuna no cosechará fruto alguno.

Tú que ayunas, piensa que tu campo queda en ayunas si ayuna tu misericordia; lo que siembras en misericordia, eso mismo rebosará en tu granero. Para que no pierdas a fuerza de guardar, recoge a fuerza de repartir; al dar al pobre, te haces limosna a ti mismo: porque lo que dejes de dar a otro no lo tendrás tampoco para ti.



MIÉRCOLES


PRIMERA LECTURA

Del libro del Exodo 33, 7-11.18-23; 34, 5-9.29-35

Plena revelación de Dios a Moisés

En aquellos días, Moisés levantó la tienda de Dios y la plantó fuera, a distancia del campamento, y la llamó «tienda del encuentro». El que tenía que visitar al Señor salía fuera del campamento y se dirigía a la tienda del encuentro.

Cuando Moisés salía en dirección a la tienda, todo el pueblo se levantaba y esperaba a la entrada de sus tiendas, mirando a Moisés hasta que éste entraba en la tienda; en cuanto él entraba, la columna de nube bajaba y se quedaba a la entrada de la tienda, mientras él hablaba con el Señor, y el Señor hablaba con Moisés. Cuando el pueblo veía la columna de nube a la puerta de la tienda, se levantaba y se prosternaba, cada uno a la entrada de su tienda. El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo. Después él volvía al campamento, mientras Josué, hijo de Nun, su joven ayudante, no se apartaba de la tienda. Moisés pidió al Señor:

«Enséñame tu gloria».

Le respondió:

«Yo haré pasar ante ti toda mi bondad y pronunciaré ante ti el nombre del Señor, pues yo me compadezco de quien quiero y favorezco a quien quiero; pero mi rostro no lo puedes ver, porque no puede verlo nadie y quedar con vida».

Y añadió:

«Ahí tienes un sitio donde puedes ponerte junto a la roca; cuando pase mi gloria, te meteré en una hendidura de la roca, y te cubriré con mi palma hasta que haya pasado; y, cuando retire la mano, podrás ver mi espalda, pero mi rostro no lo verás».

El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el nombre del Señor. El Señor pasó ante él, proclamando:

«Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad: Misericordioso hasta la milésima generación, que perdona culpa, delito y pecado, pero no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos y nietos, hasta la tercera y cuarta generación».

Moisés, al momento, se inclinó y se echó por tierra. Y le dijo:

«Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque ése es un pueblo de cerviz dura; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya».

Cuando Moisés bajó del monte Sinaí con las dos tablas de la alianza en la mano, no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor. Pero Aarón y todos los israelitas vieron a Moisés con la piel de la cara radiante, y no se atrevieron a acercarse a él. Cuando Moisés los llamó, se acercaron Aarón y los jefes de la comunidad, y Moisés les habló. Después se acercaron todos los israelitas, y Moisés les comunicó las órdenes que el Señor le había dado en el monte Sinaí.

Y, cuando terminó de hablar con ellos, se echó un velo por la cara. Cuando entraba a la presencia del Señor para hablar con él, se quitaba el velo hasta la salida. Cuando salía, comunicaba a los israelitas lo que le habían mandado. Los israelitas veían la piel de su cara radiante, y Moisés se volvía a echar el velo por la cara, hasta que volvía a hablar con Dios.


SEGUNDA LECTURA

San Teófilo de Antioquía, Libro a Antólico (Lib 1, 2.7: PG 6, 1026-1027.1035)

Dichosos los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios

Si tú me dices: «Muéstrame a tu Dios», yo te diré a mi vez: «Muéstrame tú al hombre que hay en ti», y yo te mostraré a mi Dios. Muéstrame, por tanto, si los ojos de tu mente ven, y si oyen los oídos de tu corazón.

Pues de la misma manera que los que ven con los ojos del cuerpo perciben con ellos las realidades de esta vida terrena y advierten las diferencias que se dan entre ellas –por ejemplo, entre la luz y las tinieblas, lo blanco y lo negro, lo deforme y lo bello, lo proporcionado y lo desproporcionado, lo que está bien formado y lo que no lo está, lo que es superfluo y lo que es deficiente en las cosas—, y lo mismo se diga de lo que cae bajo el dominio del oído –sonidos agudos, graves o agradables–, eso mismo hay que decir de los oídos del corazón y de los ojos de la mente, en cuanto a su poder para captar a Dios.

En efecto, ven a Dios los que son capaces de mirarlo, porque tienen abiertos los ojos del espíritu. Porque todo el mundo tiene ojos, pero algunos los tienen oscurecidos y no ven la luz del sol. Y no porque los ciegos no vean ha de decirse que el sol ha dejado de lucir, sino que esto hay que atribuírselo a sí mismos y a sus propios ojos. De la misma manera, tienes tú los ojos de tu alma oscurecidos a causa de tus pecados y malas acciones.

El alma del hombre tiene que ser pura, como un espejo brillante. Cuando en el espejo se produce el orín, no se puede ver el rostro de una persona, de la misma manera, cuando el pecado está en el hombre, el hombre ya no puede contemplar a Dios.

Pero puedes sanar, si quieres. Ponte en manos del médico, y él punzará los ojos de tu alma y de tu corazón. ¿Qué médico es éste? Dios, que sana y vivifica mediante su Palabra y su sabiduría. Pues por medio de la Palabra y de la sabiduría se hizo todo. Efectivamente, la Palabra del Señor hizo el cielo, el aliento de su boca, sus ejércitos. Su sabiduría está por encima de todo: Dios, con su sabiduría, puso el fundamento de la tierra; con su inteligencia, preparó los cielos, con su voluntad, rasgó los abismos, y las nubes derramaron su rocío.

Si entiendes todo esto y vives pura, santa y justamente, podrás ver a Dios; pero la fe y el temor de Dios han de tener la absoluta preferencia de tu corazón, y entonces entenderás todo esto. Cuando te despojes de lo mortal y te revistas de la inmortalidad, entonces verás a Dios de manera digna. Dios hará que tu carne sea inmortal junto con el alma, y entonces, convertido en inmortal, verás al que es inmortal, con tal de que ahora creas en él.



JUEVES


PRIMERA LECTURA

Del libro del Éxodo 34, 10-28

Segundo código de la alianza

En aquellos días, el Señor dijo a Moisés:

«Yo voy a hacer un pacto en presencia de tu pueblo: haré maravillas como no se han hecho en ningún país ni nación, para que el pueblo con el que vives vea las obras terribles que voy a hacer por medio de ti.

Cumple lo que yo te mando hoy; expulsaré por delante de ti a amorreos, cananeos, hititas, fereceos, heveos y jebuseos. No hagas alianza con los habitantes del país donde vas a entrar; porque serían un lazo para ti. Derribarás sus altares, quebrarás sus estelas, talarás sus árboles sagrados.

No te postres ante dioses extraños, porque el Señor se llama Dios celoso, y lo es.

No hagas alianza con los habitantes de la tierra, porque se prostituyen con sus dioses, y, cuando les ofrezcan sacrificios, te invitarán a comer con ellos.

Ni tomes a sus hijas por mujeres para tus hijos, pues se prostituirán sus hijas con sus dioses y prostituirán a tus hijos con sus dioses.

No te hagas estatuas de dioses.

Guarda la fiesta de los ázimos: comerás ázimos durante siete días por la fiesta del mes de Abib, según te mandé; porque en ese mes saliste de Egipto.

Todo primer nacido macho que abra el vientre es mío, sea ternero o cordero. El primer nacido del borrico lo rescatarás con un cordero, y, si no lo rescatas, le romperás la cerviz. Al mayor, al primero de tus hijos, lo rescatarás, y nadie se presentará ante mí con las manos vacías.

Seis días trabajarás, y al séptimo descansarás, en la siembra o en la siega.

Celebra la fiesta de las semanas al comenzar la siega del trigo, y la fiesta de la cosecha al terminar el año.

Tres veces al año se presentarán todos los varones al Señor de Israel. Cuando desposea a las naciones delante de ti y ensanche tus fronteras, nadie codiciará tus campos, si subes a visitar al Señor, tu Dios, tres veces al año.

No ofrezcas nada fermentado con la sangre de mi sacrificio. De la víctima de la Pascua no quedará nada para el día siguiente.

Ofrece en el templo del Señor, tu Dios, las primicias de tus tierras. No cuezas el cabrito en la leche de la madre». El Señor dijo a Moisés:

«Escribe estas palabras: de acuerdo con estas palabras hago alianza contigo y con Israel».

Moisés estuvo allí con el Señor cuarenta días con sus cuarenta noches: no comió pan ni bebió agua; y escribió en las tablas las cláusulas del pacto, los diez mandamientos.


SEGUNDA LECTURA

Tertuliano, Tratado sobre la oración (Caps 28-29: CCL 1, 273-274)

El sacrificio espiritual

La oración es el sacrificio espiritual que abrogó los antiguos sacrificios. ¿Qué me importa el número de vuestros sacrificios? –dice el Señor–. Estoy harto de holocaustos de carneros, de grasa de cebones, la sangre de toros, corderos y machos cabríos no me agrada. ¿ Quién pide algo de vuestras manos? Lo que Dios desea, nos lo dice el evangelio: Se acerca la hora –dice– en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad. Porque Dios es espíritu, y desea un culto espiritual.

Nosotros somos, pues, verdaderos adoradores y verdaderos sacerdotes cuando oramos en espíritu y ofrecemos a Dios nuestra oración como una víctima espiritual, propia de Dios y acepta a sus ojos.

Esta víctima, ofrecida del fondo de nuestro corazón, nacida de la fe, nutrida con la verdad, intacta y sin defecto, íntegra y pura, coronada por el amor, hemos de presentarla ante el altar de Dios, entre salmos e himnos, acompañada del cortejo de nuestras buenas obras, seguros de que ella nos alcanzará de Dios todos los bienes.

¿Podrá Dios negar algo a la oración hecha en espíritu y verdad, cuando es él mismo quien la exige? ¡Cuántos testimonios de su eficacia no hemos leído, oído y creído!

Ya la oración del antiguo Testamento liberaba del fuego, de las fieras y del hambre, y, sin embargo, no había recibido aún de Cristo toda su eficacia.

¡Cuánto más eficazmente actuará, pues, la oración cristiana! No coloca un ángel para apagar con agua el fuego, ni cierra las bocas de los leones, ni lleva al hambriento la comida de los campesinos, ni aleja, con el don de su gracia, ningún sufrimiento; pero enseña la paciencia y aumenta la fe de los que sufren, para que comprendan lo que Dios prepara a los que padecen por su nombre.

En el pasado, la oración alejaba las plagas, desvanecía los ejércitos de los enemigos, hacía cesar la lluvia. Ahora, la verdadera oración aleja la ira de Dios, implora a favor de los enemigos, suplica por los perseguidores. ¿Y qué tiene de sorprendente que pueda hacer bajar del cielo el agua del bautismo, si pudo también impetrar las lenguas de fuego? Solamente la oración vence a Dios; pero Cristo la quiso incapaz del mal y todopoderosa para el bien.

La oración sacó a las almas de los muertos del mismo seno de la muerte, fortaleció a los débiles, curó a los enfermos, liberó a los endemoniados, abrió las mazmorras, soltó las ataduras de los inocentes. La oración perdona los delitos, aparta las tentaciones, extingue las persecuciones, consuela a los pusilánimes, recrea a los magnánimos, conduce a los peregrinos, mitiga las tormentas, aturde a los ladrones, alimenta a los pobres, rige a los ricos, levanta a los caídos, sostiene a los que van a caer, apoya a los que están en pie.

Los ángeles oran también, oran todas las criaturas, oran los ganados y las fieras, que se arrodillan al salir de sus establos y cuevas y miran al cielo, pues no hacen vibrar en vano el aire con sus voces. Incluso las aves, cuando levantan el vuelo y se elevan hasta el cielo, extienden en forma de cruz sus alas, como si fueran manos, y hacen algo que parece también oración.

¿Qué más decir en honor de la oración? Incluso oró el mismo Señor, a quien corresponde el honor y la fortaleza por los siglos de los siglos.



VIERNES


PRIMERA LECTURA

Del libro del Éxodo 35, 30-36, 1; 37, 1-9

Construcción del santuario y del arca

En aquellos días, Moisés dijo a los israelitas:

«El Señor ha escogido a Besalel, hijo de Urí, hijo de Jur, de la tribu de Judá, y lo ha llenado de un espíritu de sabiduría, de prudencia y de habilidad para su oficio, para que proyecte y labre oro, plata y bronce, para que talle piedras y las engaste, para que talle madera y para las demás tareas. También le ha dado talento para enseñar a otros, lo mismo que a Ohliab, hijo de Ajisamac, de la tribu de Dan. Los ha llenado de habilidad para que proyecten y realicen cualquier clase de obras: bordar en púrpura violácea, roja o escarlata y en lino, proyectar y realizar toda clase de trabajos».

Besalel, Ohliab y todos los artesanos a quienes el Señor había dotado de habilidad y destreza para ejecutar los diversos trabajos del santuario realizaron lo que el Señor había ordenado.

Besalel hizo el arca de madera de acacia, de dos codos y medio de larga por uno y medio dé ancha y uno y medio de alta. La revistió de oro de ley por dentro y por fuera, y le aplicó alrededor un listón de oro. Fundió oro para hacer cuatro anillas, que colocó en los cuatro ángulos, dos a cada lado. Hizo también unos varales de madera de acacia y los revistió de oro. Metió los varales por las anillas laterales del arca, para poder transportarla.

Hizo también una placa de oro de ley, de dos codos y medio de larga por uno y medio de ancha. En sus dos extremos hizo dos querubines cincelados en oro: cada uno arrancando de un extremo de la placa, y cubriéndola con las alas extendidas hacia arriba. Estaban uno frente a otro, mirando al centro de la placa.


SEGUNDA LECTURA

San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el evangelio de san Juan (Lib 11, cap. 10: PC 74, 543-546)

Cristo se consagró a sí mismo por nuestros pecados

Y por ellos me santifico yo. Según los usos legales, santificado se dice de lo que se ofrece a Dios en concepto de don o de oblación, como por ejemplo todos los primogénitos de Israel: Santifícame todos los primogénitos israelitas, dijo Dios a Moisés, es decir, consagra y ofrece y considéralo sagrado.

Así pues, utilizándose la palabra santificar como sinónima de consagrar y ofrecer, decimos que el Hijo se santificó a sí mismo por nosotros. Pues se ofreció como sacrificio y víctima santa a Dios Padre, reconciliando el mundo con él y devolviendo la amistad a quien la había perdido, a saber, al género humano. El es nuestra paz, dice la Escritura.

En realidad, sabemos que nuestro retorno a Dios ha sido únicamente posible por obra de Cristo Salvador, que nos ha hecho partícipes del Espíritu de santificación. El Espíritu es, en efecto, quien nos pone en relación con Dios y quien –por decirlo así– nos une a él; recibido el Espíritu, nos convertimos en partícipes y consortes del mismo ser de Dios, lo recibimos por medio del Hijo y, en el Hijo, recibimos también al Padre.

De él nos escribe, en efecto, el sabio Juan: En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu. Y san Pablo, ¿qué dice? Como sois hijos –dice–, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «¡Abba!» (Padre). Tanto que si por cualquier eventualidad estuviéramos privados del Espíritu Santo, no se podría en absoluto conocer que Dios está en nosotros; y si no se nos hubiese enriquecido con el don del Espíritu, que es lo que nos coloca entre los hijos de Dios, en modo alguno seríamos hijos de Dios.

Y ¿cómo hemos sido elevados o cómo se nos ha hecho partícipes de la naturaleza divina, si ni habita Dios en nosotros, ni le estamos unidos por la participación del Espíritu a que hemos sido llamados? Y sin embargo, la verdad es que somos partícipes y consortes de aquella naturaleza que todo lo supera, y somos llamados templos de Dios. El Unigénito, en efecto, se santificó, es decir, se consagró por nuestros pecados, y se ofreció a Dios Padre como hostia santa de suave olor, para que apartado lo que en cierto modo separa de Dios a la naturaleza humana, esto es el pecado, nada nos impida estar unidos a él participando de su naturaleza, por obra –se entiende– del Espíritu Santo que nos devuelve a la imagen primitiva renovándonos en la justicia y la santidad.

Pues si el pecado aparta y separa al hombre de Dios, la justicia, en cambio, nos une a él y nos coloca en cierto modo junto al mismísimo Dios Padre. Porque hemos sido justificados por la fe en Cristo, que fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación. En él, que es como las primicias del género humano, fue restaurada toda la naturaleza del hombre para una vida renovada y, volviendo a su condición primordial, fue reformada para la santidad.



SÁBADO


PRIMERA LECTURA

Del libro del Éxodo 40, 16-38

Es erigido el tabernáculo.
El Señor se manifiesta en la nube

En aquellos días, Moisés hizo todo ajustándose a lo que el Señor le había mandado.

El día uno del mes primero del segundo año fue construido el santuario. Moisés construyó el santuario, colocó las basas, puso los tablones con sus trancas y plantó las columnas; montó la tienda sobre el santuario y puso la cubierta sobre la tienda; como el Señor se lo había ordenado a Moisés.

Colocó el documento de la alianza en el arca, sujetó al arca los varales y la cubrió con la placa. Después la metió en el santuario y colocó la cortina de modo que tapase el arca de la alianza; como el Señor se lo había ordenado a Moisés.

Colocó también la mesa en la tienda del encuentro, en la parte norte del santuario y fuera de la cortina. Sobre ella colocó los panes presentados al Señor; como el Señor se lo había ordenado a Moisés.

Colocó el candelabro en la tienda del encuentro, en la parte sur del santuario, frente a la mesa; encendió las lámparas en presencia del Señor; como el Señor se lo había ordenado a Moisés.

Puso el altar de oro en la tienda del encuentro, frente a la cortina; y sobre él quemó el incienso del sahumerio; como el Señor se lo había ordenado a Moisés.

Después colocó la antepuerta del santuario. Puso el altar de los holocaustos a la puerta del santuario de la tienda del encuentro, y sobre él ofreció el holocausto y la ofrenda; como el Señor se lo había ordenado a Moisés.

Colocó el barreño entre la tienda del encuentro y el altar, y echó agua para las abluciones. Moisés, Aarón y sus hijos se lavaban manos y pies cuando iban a entrar en la tienda del encuentro para acercarse al altar; como el Señor se lo había ordenado a Moisés.

Alrededor del santuario y del altar levantó el atrio, y colocó la antepuerta a la entrada del mismo. Y así acabó la obra Moisés.

Entonces la nube cubrió la tienda del encuentro, y la gloria del Señor llenó el santuario. Moisés no pudo entrar en la tienda del encuentro, porque la nube se había posado sobre ella, y la gloria del Señor llenaba el santuario.

Cuando la nube se alzaba del santuario, los israelitas levantaban el campamento, en todas las etapas. Pero, cuando la nube no se alzaba, los israelitas esperaban hasta que se alzase. De día la nube del Señor se posaba sobre el santuario, y de noche el fuego, en todas sus etapas, a la vista de toda la casa de Israel.


SEGUNDA LECTURA

San Gregorio de Nacianzo, Sermón 14, sobre el amor a los pobres (38.40: PG 35, 907-910)

Sirvamos a Cristo en los pobres

Dichosos los misericordiosos –dice la Escritura–, porque ellos alcanzarán misericordia. No es, por cierto, la misericordia una de las últimas bienaventuranzas. Dice el salmo: Dichoso el que cuida del pobre y desvalido. Y de nuevo: Dichoso el que se apiada y presta. Y en otro lugar: El justo a diario se compadece y da prestado. Tratemos de alcanzar la bendición, de merecer que nos llamen dichosos: seamos benignos.

Que ni siquiera la noche interrumpa tus quehaceres de misericordia. No digas: Vuelve, que mañana te ayudaré. Que nada se interponga entre tu propósito y su realización. Porque las obras de caridad son las únicas que no admiten demora.

Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, y no dejes de hacerlo con jovialidad y presteza. Quien reparte la limosna –dice el Apóstol– que lo hagacon agrado; pues todo lo que sea prontitud hace que se te doble la gracia del beneficio que has hecho. Porque lo que se lleva a cabo con una disposición de ánimo triste y forzada no merece gratitud ni tiene nobleza. De manera que, cuando hacemos el bien, hemos de hacerlo, no tristes, sino con alegría. Si dejas libres a los oprimidos y rompes todos los cepos, dice la Escritura; o sea, si procuras alejar de tu prójimo sus sufrimientos, sus pruebas, la incertidumbre de su futuro, toda murmuración contra él, ¿qué piensas que va a ocurrir? Algo grande y admirable. Un espléndido premio. Escucha: Entonces romperá tu luz como la aurora, te abrirá camino la justicia. ¿Y quién no anhela la luz y la justicia?

Por lo cual, si pensáis escucharme, siervos de Cristo, hermanos y coherederos, visitemos a Cristo mientras nos sea posible, curémoslo, no dejemos de alimentarlo o de vestirlo; acojamos y honremos a Cristo, no en la mesa solamente, como algunos, no con ungüentos, como María, ni con el sepulcro, como José de Arimatea, ni con lo necesario para la sepultura, como aquel mediocre amigo, Nicodemo, ni, en fin, con oro, incienso y mirra, como los Magos, antes que todos los mencionados; sino que, puesto que el Señor de todas las cosas lo que quiere es misericordia y no sacrificio, y la compasión supera en valor a todos los rebaños imaginables, presentémosle ésta mediante la solicitud para con los pobres y humillados, de modo que, cuando nos vayamos de aquí, nos reciban en los eternos tabernáculos, por el mismo Cristo, nuestro Señor, a quien sea dada la gloria por los siglos. Amén.