Viernes posterior al segundo domingo
después de Pentecostés

EL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

Solemnidad


PRIMERA LECTURA

De la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 8, 28-39

El amor de Dios, manifestado en Cristo

Hermanos: Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó.

¿Cabe decir más? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? ¿Dios, el que justifica? ¿Quién condenará? ¿Será acaso Cristo, que murió, más aún, resucitó y está a la derecha de Dios y que intercede por nosotros?

¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?, como dice la Escritura: «Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como ovejas de matanza». Pero en todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado.

Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro.


SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Sermón 157, sobre las palabras del Apóstol (2-3: PL 38, 860-861)

Dios no perdonó a su propio Hijo

Hermanos, como hombres mansos y humildes, caminad por el camino recto, que nos indica el Señor. De él dice el salmo: Hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes. Ciertamente, en las dificultades de la presente vida, nadie puede conservar inalterable la paciencia, sin la cual es imposible salvaguardar la esperanza de la vida futura, si no es el hombre manso y humilde, que no opone resistencia a la voluntad de Dios, cuyo yugo es suave y cuya carga es ligera, aunque lo es solamente para los que creen en Dios, esperan en él y le aman.

Así pues, si sois mansos y humildes, no sólo amaréis sus consuelos, sino que soportaréis como buenos hijos incluso sus castigos; de este modo aguardaréis en la paciencia lo que esperáis sin ver. Vivid así, caminad así. Camináis efectivamente en Cristo, que dijo: Yo soy el camino. Cómo haya de caminarse en Cristo debéis aprenderlo no sólo de sus palabras, sino también de su ejemplo.

Y a este su propio Hijo el Padre no lo perdonó, sino que lo entregó por todos nosotros, no ciertamente contra su voluntad o ante su oposición, sino queriéndolo igualmente; porque una misma es la voluntad del Padre y del Hijo, dada la igualdad de la naturaleza divina. Siendo, pues, de condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; sino que, haciéndose singularmente obediente, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo. Pues él mismo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave olor. Así pues, el Padre no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, para que él se entregase a sí mismo por nosotros.

El, el excelso, por medio del cual se hizo todo, fue efectivamente entregado en su condición de esclavo a la vergüenza de la gente y al desprecio del pueblo, a los ultrajes, a los azotes, a la muerte de cruz: él nos enseñó con el ejemplo de su pasión de cuánta paciencia hemos de revestirnos para caminar en él; y con el ejemplo de su resurrección nos ha confirmado en lo que pacientemente hemos de esperar de él.

Cuando esperamos lo que no vemos, esperamos con perseverancia. Es cierto que esperamos lo que no vemos: pero somos el cuerpo de aquella Cabeza, en la que vemos ya realizadas nuestras actuales esperanzas. En efecto, de él se ha dicho que es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia, el primogénito, y así es el primero en todo. Y de nosotros está escrito: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro. Cuando esperamos lo que no vemos, esperamos con perseverancia, seguros; porque el que resucitó es nuestra cabeza y conserva firme nuestra esperanza.

Y como nuestra cabeza, antes de resucitar, fue flagelado, ha reforzado nuestra paciencia. Pues está escrito: El Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos. No desmayemos, por tanto, en el castigo, para llegar a las alegrías de la resurrección. Pues hasta tal punto es verdad que castiga a sus hijos preferidos, que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros.

Teniendo, pues, fija la mirada en aquel que, sin culpa de pecado, fue flagelado, que fue entregado por nuestros pecados y resucitó por nuestra justificación, no temamos ser rechazados cuando estamos bajo el peso del castigo; confiemos más bien en ser acogidos en base a la justificación.

EVANGELIOS PARA LOS TRES CICLOS