NOVIEMBRE


1 de noviembre

TODOS LOS SANTOS
Solemnidad


PRIMERA LECTURA

Del libro del Apocalipsis 5, 1-14

Compraste para Dios hombres de toda raza,
lengua, pueblo y nación

Yo, Juan, a la derecha del que estaba sentado en el trono vi un rollo escrito por dentro y por fuera, y sellado con siete sellos. Y vi a un ángel poderoso, gritando a grandes voces:

«¿Quién es digno de abrir el rollo y soltar sus sellos?»

Y nadie, ni en el cielo, ni en la tierra ni debajo de la tierra, podía abrir el rollo y ver su contenido. Yo lloraba mucho, porque no se encontró a nadie digno de abrir el rollo y de ver su contenido. Pero uno de los ancianos me dijo:

«No llores más. Sábete que ha vencido el león de la tribu de Judá, el vástago de David, y que puede abrir el rollo y sus siete sellos».

Entonces vi delante del trono, rodeado por los seres vivientes y los ancianos, a un Cordero en pie; se notaba que lo habían degollado, y tenía siete cuernos y siete ojos —son los siete espíritus que Dios ha enviado a toda la tierra—. El Cordero se acercó, y el que estaba sentado en el trono le dio el libro con la mano derecha.

Cuando tomó el libro, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron ante él; tenían cítaras y copas de oro llenas de perfume —son las oraciones de los santos—. Y entonaron un cántico nuevo:

«Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado y con tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes, y reinan sobre la tierra».

En la visión escuché la voz de muchos ángeles: eran millares y millones alrededor del trono y de los vivientes y de los ancianos, y decían con voz potente:

«Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza».

Y oí a todas las criaturas que hay en el cielo, en la tierra, bajo la tierra, en el mar—todo lo que hay en ellos—, que decían:

«Al que se sienta en el trono y al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos». Y los cuatro vivientes respondían:

«Amén».

Y los ancianos se postraron rindiendo homenaje.


SEGUNDA LECTURA

San Bernardo de Claraval, Sermón 2 (Opera omnia, ed. Cister. 5, 1968, 364-368)

Apresurémonos hacia los hermanos que nos esperan

¿De qué sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación, esta misma solemnidad que celebramos? ¿De qué les sirven los honores terrenos, si reciben del Padre celestial los honores que les había prometido verazmente el Hijo? ¿De qué les sirven nuestros elogios? Los santos no necesitan de nuestros honores, ni les añade nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta, confieso que, al pensar en ellos, se enciende en mí un fuerte deseo.

El primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo de los santos es el de gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar a ser conciudadanos y compañeros de los espíritus bienaventurados, de convivir con la asamblea de los patriarcas, con el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con el ejército incontable de los mártires, con la asociación de los confesores, con el coro de las vírgenes; para resumir, el de asociarnos y alegrarnos juntos en la comunión de todos los santos. Nos espera la Iglesia de los primogénitos, y nosotros permanecemos indiferentes; desean los santos nuestra compañía, y nosotros no hacemos caso; nos esperan los justos, y nosotros no prestamos atención.

Despertémonos, por fin, hermanos; resucitemos con Cristo, busquemos los bienes de arriba, pongamos nuestro corazón en los bienes del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos hacia los que nos esperan, entremos a su presencia con el deseo de nuestra alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad de que gozan los santos, ambicionando ansiosamente la gloria que poseen aquellos cuya presencia deseamos. Y esta ambición no es mala, ni incluye peligro alguno el anhelo de compartir su gloria.

El segundo deseo que enciende en nosotros la conmemoración de los santos es que, como a ellos, también a nosotros se nos manifieste Cristo, que es nuestra vida, y que nos manifestemos también nosotros con él, revestidos de gloria. Entretanto, aquel que es nuestra cabeza se nos representa no tal como es, sino tal como se hizo por nosotros, no coronado de gloria, sino rodeado de las espinas de nuestros pecados. Teniendo a aquel que es nuestra cabeza coronado de espinas, nosotros, miembros suyos, debemos avergonzarnos de nuestros refinamientos y de buscar cualquier púrpura que sea de honor y no de irrisión. Llegará un día en que vendrá Cristo, y entonces ya no se anunciará su muerte, para recordarnos que también nosotros estamos muertos y nuestra vida está oculta con él. Se manifestará la cabeza gloriosa y, junto con él, brillarán glorificados sus miembros, cuando transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante a la cabeza, que es él.

Deseemos, pues, esta gloria con un afán seguro y total. Mas, para que nos sea permitido esperar esta gloria y aspirar a tan gran felicidad, debemos desear también, en gran manera, la intercesión de los santos, para que ella nos obtenga lo que supera nuestras fuerzas.


EVANGELIO:
Mt 5, 1-12a

HOMILÍA

San Agustín de Hipona, Libros sobre el Sermón del Señor en la montaña (Lib 1, 3, 10: CCL 35, 7-9)

Siete son las bienaventuranzas que perfeccionan;
la octava clarifica y demuestra lo que es perfecto

Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.

Ocho son, pues, en total las bienaventuranzas. Pues lo que sigue a continuación, lo dice urgiendo a los presentes y diciendo: Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan. Las sentencias anteriores las enunciaba de una manera genérica, pues no dijo: Dichosos los pobres en el espíritu porque vuestro es el reino de los cielos, sino porque de ellos es el reino de los cielos; ni: Dichosos los sufridos, porque vosotros heredaréis la tierra, sino porque ellos heredarán la tierra; y así las demás hasta la octava sentencia, donde dice: Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. A partir de este momento, comienza ya a hablar urgiendo a los presentes: pero así como lo anteriormente dicho se refería al auditorio inmediato, así lo que añadió a continuación y que da la impresión de ir especialmente destinado a los allí presentes, se refiere igualmente a los ausentes y a los que vendrían con posterioridad.

Por lo cual, hemos de considerar con toda diligencia el orden de estas bienaventuranzas. La serie comienza por la humildad: Dichosos los pobres en el espíritu, esto es, los no pagados de sí mismos: el alma se somete a la divina autoridad temiendo que, después de esta vida, tenga que ir a sufrir el castigo, aun cuando a veces se haya podido sentir feliz en la vida presente. Por este camino llega al conocimiento de las sagradas Escrituras, en el que ha de mostrarse sufrida en la piedad, sin atreverse a vituperar lo que a los no iniciados les parece absurdo, y, por el camino de las tercas disputas, caiga en la indocilidad. Entonces el alma comienza a descubrir cuáles son los lazos con que el mundo pretende esclavizarla: la sensualidad y el pecado. Así que, en este tercer grado —en el que está la ciencia—se deplora la pérdida del sumo bien, al adherirse a los bienes opuestos. El cuarto grado es laborioso: en él el alma se dedica con vehemencia a desembarazarse de todo cuanto la esclaviza con dulces pero letales lazos. En este grado se siente hambre y sed de justicia, y es muy necesaria la fortaleza, pues no se abandona sin dolor lo que se retiene con deleite.

A los que en el quinto grado perseveran aún en la fatiga se les da un consejo para superarla: pues a menos de ser ayudado por alguien más fuerte, nadie es capaz de liberarse por sí mismo de las implicaciones de tantas miserias. Existe un consejo justo: que quien desea ser ayudado por alguien más fuerte que él, esté dispuesto a ayudar a su vez al que es más débil en la medida de sus posibilidades. Por eso dijo el Señor: Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

En sexto lugar está la pureza de corazón, que brota de la buena conciencia en el bien obrar y que deja expedito el camino para la contemplación del sumo bien: sólo una mente pura y serena es capaz de ver a Dios.

La séptima bienaventuranza es la misma sabiduría, es decir, la contemplación de la verdad, que pacifica al hombre en su totalidad, acentuando su semejanza con Dios, y que concluye así:. Dichosos los que trabajan por la paz porque ellos se llamarán «los hijos de Dios».

La octava bienaventuranza retorna al tema inicial, pues demuestra y prueba que lo ha conducido al más acabado cumplimiento. En efecto, en la primera y en la octava se hace mención del reino de los cielos: Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos, y:

Dichosos los perseguidos por causa de la justicia porque de ellos es el reino de los cielos. Se ha dicho, en efecto: ¿Quién podrá apartarnos de la caridad de Cristo?, ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? Así pues, siete son las bienaventuranzas que perfeccionan; mientras que la octava clarifica y demuestra lo que ya es perfecto, de modo que a través de estos dos grados, como si se comenzase siempre de nuevo, se perfeccionen los demás.



2 de noviembre

CONMEMORACIÓN
DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS


SEGUNDA LECTURA

San Ambrosio de Milán, Libro 2 sobre la muerte de su hermano Sátiro (40.41.46.47.132.133: CSEL 73, 270-274.323-324)

Muramos con Cristo, y viviremos con él

Vemos que la muerte es una ganancia, y la vida un sufrimiento. Por esto, dice san Pablo: Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir. Cristo, a través de la muerte corporal, se nos convierte en espíritu de vida. Por tanto, muramos con él, y viviremos con él.

En cierto modo, debemos irnos acostumbrando y disponiendo a morir, por este esfuerzo cotidiano que consiste en ir separando el alma de las concupiscencias del cuerpo, que es como irla sacando fuera del mismo para colocarla en un lugar elevado, donde no puedan alcanzarla ni pegarse a ella los deseos terrenales, lo cual viene a ser como una imagen de la muerte, que nos evitará el castigo de la muerte. Porque la ley de la carne está en oposición a la ley del espíritu e induce a ésta a la ley del error. ¿Qué remedio hay para esto? «¿Quién me librará de este cuerpo presa de la muerte? Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, y le doy gracias.

Tenemos un médico, sigamos sus remedios. Nuestro remedio es la gracia de Cristo, y el cuerpo presa de la muerte es nuestro propio cuerpo. Por lo tanto, emigremos del cuerpo, para no vivir lejos del Señor; aunque vivimos en el cuerpo, no sigamos las tendencias del cuerpo ni obremos en contra del orden natural, antes busquemos con preferencia los dones de la gracia.

¿Qué más diremos? Con la muerte de uno solo fue redimido el mundo. Cristo hubiese podido evitar la muerte, si así lo hubiese querido; mas no la rehuyó como algo inútil, sino que la consideró como el mejor modo de salvarnos. Y, así, su muerte es la vida de todos.

Hemos recibido el signo sacramental de su muerte, anunciamos y proclamamos su muerte siempre que nos reunimos para ofrecer la eucaristía; su muerte es una victoria, su muerte es sacramento, su muerte es la máxima solemnidad anual que celebra el mundo.

¿Qué más podremos decir de su muerte, si el ejemplo de Cristo nos demuestra que ella sola consiguió la inmortalidad y se redimió a sí misma? Por esto, no debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación para todos; no debemos rehuirla, puesto que el Hijo de Dios no la rehuyó ni tuvo en menos el sufrirla.

Además, la muerte no formaba parte de nuestra naturaleza, sino que se introdujo en ella; Dios no instituyó la muerte desde el principio, sino que nos la dio como un remedio. En efecto, la vida del hombre, condenada, por culpa del pecado, a un duro trabajo y a un sufrimiento intolerable, comenzó a ser digna de lástima: era necesario dar fin a estos males, de modo que la muerte restituyera lo que la vida había perdido. La inmortalidad, en efecto, es más una carga que un bien, si no entra en juego la gracia.

Nuestro espíritu aspira a abandonar las sinuosidades de esta vida y los enredos del cuerpo terrenal y llegar a aquella asamblea celestial, a la que sólo llegan los santos, para cantar a Dios aquella alabanza que, como nos dice la Escritura, le cantan al son de la cítara: Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente, justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de los siglos! ¿Quien no temerá, Señor, y glorificará tu nombre? Porque tú solo eres santo, porque vendrán todas las naciones y se postrarán en tu acatamiento; y también para contemplar, Jesús, tu boda mística, cuando la esposa, en medio de la aclamación de todos, será transportada de la tierra al cielo— a ti acude todo mortal, libre ya de las ataduras de este mundo y unida al espíritu.

Este deseo expresaba, con especial vehemencia, el salmista, cuando decía: Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida y gozar de la dulzura del Señor.


EVANGELIO

Lectura del santo Evangelio según san Juan 5, 21-29

En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos:

—Lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere.

Porque el Padre no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo el juicio de todos, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió.

Os lo aseguro: quien escucha mi palabra y cree al que me envió, posee la vida eterna y no será condenado, porque ha pasado ya de la muerte a la vida.

Os aseguro que llega la hora, y ya está aquí, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que hayan oído vivirán.

Porque igual que el Padre dispone de la vida, así ha dado también al Hijo el disponer de la vida. Y le ha dado potestad de juzgar, porque es el Hijo del hombre.

No os sorprenda que venga la hora en que los que están en el sepulcro oirán su voz: los que hayan hecho el bien saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una resurrección de condena.


HOMILÍA

San Agustín de Hipona, Tratado 19 sobre el evangelio de san Juan (15-16: CCL 36, 198-200)

La resurrección de los muertos

No guardes silencio, Señor, sobre la resurrección de la carne, no sea que los hombres no crean en ella, y nosotros de predicadores nos convirtamos en razonadores.

Porque igual que el Padre dispone de la vida, así ha dado también al Hijo el disponer de la vida. Entiendan los que oyen, crean para que entiendan, obedezcan para que vivan. Escuchen todavía otro texto, para que no piensen que aquí se acaba la resurrección. Y le ha dado potestad para juzgar. ¿Quién? El Padre. ¿A quién se lo dio? Al Hijo. Pues al que le dio poder disponer de la vida, le dio asimismo potestad para juzgar. Porque es el Hijo del hombre. Cristo, en efecto, es Hijo de Dios e Hijo del hombre. En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Mira cómo le dio poder disponer de la vida. Pero como la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, hecho hombre de María Virgen, es Hijo del hombre. ¿Y qué es lo que recibió por ser Hijo del hombre? Potestad para juzgar. ¿En qué juicio? En el juicio final; entonces tendrá lugar la resurrección de los muertos, pero sólo de los cuerpos, pues las almas las resucita Dios por medio de Cristo, Hijo de Dios. Los cuerpos los resucita Dios, por el mismo Cristo, Hijo del hombre. Le ha dado potestad. No tendría esta potestad de no haberla recibido, y sería un hombre sin potestad. Pero el Hijo del hombre es al mismo tiempo Hijo de Dios.

A propósito de la resurrección de los cuerpos, escuchad ahora no a mí, sino al Señor, que nos va a hablar con ocasión de los que resucitaron surgiendo de la muerte, adhiriéndose a la vida. ¿A qué vida? A la vida que no conoce la muerte. ¿Por qué no conoce la muerte? Porque dispone de la vida. Y le ha dado potestad para juzgar, porque es el Hijo del hombre. ¿Con qué tipo de juicio? No os sorprenda esto, porque ha dicho: le ha dado potestad para juzgar. Porque viene la hora. No añadió: y ya está aquí, pues quiere insinuar una hora cualquiera al final de los tiempos. Ahora es el momento de resucitar los muertos, la hora del fin del mundo es el momento de resucitar los muertos: pero que ahora resuciten en el espíritu, entonces en la carne; resuciten ahora en el espíritu por medio del Verbo de Dios, Hijo de Dios; resuciten entonces en la carne por medio del Verbo de Dios hecho carne, Hijo del hombre.

El Padre no vendrá para juzgar a vivos y muertos, y sin embargo el Padre no se separa del Hijo. ¿En qué sentido no vendrá, pues? Pues en el sentido de que no se le verá en el juicio. Mirarán al que traspasaron. El juez se presentará en la misma forma en que fue presentado al juez; juzgará en la misma forma en que fue juzgado; fue juzgado inicuamente, juzgará justamente. Vendrá en la condición de siervo y como tal aparecerá. ¿Cómo podría aparecerse en su condición de Dios a justos e inicuos? Si el juicio se celebrara únicamente para los justos, como a justos Dios se les aparecería en condición tal; pero como el juicio es para justos e inicuos, no parece conveniente que los inicuos vean a Dios, pues Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. El juez aparecerá en forma tal que pueda ser visto tanto por aquellos a quienes va a coronar como por aquellos a quienes va a condenar. Aparecerá la forma de siervo, permanecerá oculta la forma de Dios.

El Hijo de Dios estará oculto en el siervo, y aparecerá el Hijo del hombre, pues le ha dado potestad de juzgar, porque es el Hijo del hombre. Y como quiera que él aparecerá sólo en la condición de siervo y el Padre no aparecerá, pues no se revistió de la forma de siervo, por eso decía hace un momento: El Padre no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo el juicio de todos.



3 de noviembre

SAN MARTÍN DE PORRES
RELIGIOSO

Memoria libre


SEGUNDA LECTURA

Juan XXIII, Homilía pronunciada en la canonización de san Martín de Porres (6 mayo 1962: AAS 54, 1962, 306-309)

Martín de la caridad

Martín nos demuestra, con el ejemplo de su vida, que podemos llegar a la salvación y a la santidad por el camino que nos enseñó Cristo Jesús: a saber, si, en primer lugar, amamos a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todo nuestro ser; y si, en segundo lugar, amamos a nuestro prójimo como a nosotros mismos.

El sabía que Cristo Jesús padeció por nosotros y, cargado con nuestros pecados, subió al leño, y por esto tuvo un amor especial a Jesús crucificado, de tal modo que al contemplar sus atroces sufrimientos, no podía evitar el derramar abundantes lágrimas. Tuvo también una singular devoción al santísimo sacramento de la eucaristía, al que dedicaba con frecuencia largas horas de oculta adoración ante el sagrario, deseando nutrirse de él con la máxima frecuencia que le era posible.

Además, san Martín, obedeciendo el mandato del divino Maestro, se ejercitaba intensamente en la caridad para con sus hermanos, caridad que era fruto de su fe íntegra y de su humildad. Amaba a sus prójimos, porque los consideraba verdaderos hijos de Dios y hermanos suyos y los amaba aún más que a sí mismo, ya que, por su humildad, los tenía a todos por más justos y perfectos

Disculpaba los errores de los demás; perdonaba las más graves injurias, pues estaba convencido que era mucho más lo que merecía por sus pecados; ponía todo su empeño en retornar al buen camino a los pecadores; socorría con amor a los enfermos; procuraba comida, vestido y medicinas a los pobres; en la medida que le era posible, ayudaba a los agricultores y a los negros y mulatos, que, por aquel tiempo, eran tratados como esclavos de la más baja condición, lo que le valió, por parte del pueblo, el apelativo de «Martín de la caridad».

Este santo varón, que con sus palabras, ejemplos y virtudes impulsó a sus prójimos a una vida de piedad, también ahora goza de un poder admirable para elevar nuestras mentes a las cosas celestiales. No todos, por desgracia, son capaces de comprender estos bienes sobrenaturales, no todos los aprecian como es debido, al contrario, son muchos los que, enredados en sus vicios, los menosprecian, los desdeñan o los olvidan completamente. Ojalá que el ejemplo de Martín enseñe a muchos la dulzura y felicidad que se encuentra en el seguimiento de Jesucristo y en la sumisión a sus divinos mandatos.



4 de noviembre

SAN CARLOS BORROMEO
OBISPO
Memoria


SEGUNDA LECTURA

San Carlos Borromeo, Sermón pronunciado en el último sínodo que convocó (Acta Ecclesiae Mediolanensis, Milán 1599, 1177-1178)

No seas de los que dicen una cosa y hacen otra

Todos somos débiles, lo admito, pero el Señor ha puesto en nuestras manos los medios con que poder ayudar fácilmente, si queremos, esta debilidad. Algún sacerdote querría tener aquella integridad de vida que sabe que se le demanda, querría ser continente y vivir una vida angélica, como exige su condición, pero no piensa en emplear los medios requeridos para ello: ayunar, orar, evitar el trato con los malos y las familiaridades dañinas y peligrosas.

Algún otro se queja de que, cuando va a salmodiar o a celebrar la misa, al momento le acuden a la mente mil cosas que lo distraen de Dios; pero éste, antes de ir al coro o a celebrar la misa, ¿qué ha hecho en la sacristía, cómo se ha preparado, qué medios ha puesto en práctica para mantener la atención?

¿Quieres que te enseñe cómo irás progresando en la virtud y, si ya estuviste atento en el coro, cómo la próxima vez lo estarás más aún y tu culto será más agradable a Dios? Oye lo que voy a decirte. Si ya arde en ti el fuego del amor divino, por pequeño que éste sea, no lo saques fuera en seguida, no lo expongas al viento, mantén el fogón protegido para que no se enfríe y pierda el calor; esto es, aparta cuanto puedas las distracciones, conserva el recogimiento, evita las conversaciones inútiles.

¿Estás dedicado a la predicación y la enseñanza? Estudia y ocúpate en todo lo necesario para el recto ejercicio de este cargo; procura antes que todo predicar con tu vida y costumbres, no sea que, al ver que una cosa es lo que dices y otra lo que haces, se burlen de tus palabras meneando la cabeza.

¿Ejerces la cura de almas? No por ello olvides la cura de ti mismo, ni te entregues tan pródigamente a los demás que no quede para ti nada de ti mismo; porque es necesario, ciertamente, que te acuerdes de las almas a cuyo frente estás, pero no de manera que te olvides de ti.

Sabedlo, hermanos, nada es tan necesario para los clérigos como la oración mental; ella debe preceder, acompañar y seguir nuestras acciones: Salmodiaré —dice el salmista— y entenderé. Si administras los sacramentos, hermano, medita lo que haces; si celebras la misa, medita lo que ofreces; si salmodias en el coro, medita a quién hablas y qué es lo que hablas; si diriges las almas, medita con qué sangre han sido lavadas, y así, todo lo que hagáis, que sea con amor; así venceremos fácilmente las innumerables dificultades que inevitablemente experimentamos cada día (ya que esto forma parte de nuestra condición); así tendremos fuerzas para dar a luz a Cristo en nosotros y en los demás.



7 de noviembre

SAN WILIBRORDO, OBISPO
Memoria libre


SEGUNDA LECTURA

Del Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, del Concilio Vaticano II, 4-5

Id y haced discípulos de todos los pueblos

El mismo Señor Jesús, antes de entregar voluntaria-mente su vida por la salvación del mundo, de tal manera dispuso el ministerio apostólico y prometió enviar el Espíritu Santo que ambos se encuentran asociados en la realización de la obra de la salvación en todas partes y para siempre.

El Espíritu Santo unifica en la comunión y en el ministerio, y provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos a toda la Iglesia a través de todos los tiempos, vivificando, a la manera del alma, las instituciones eclesiales e infundiendo en el corazón de los fieles el mismo impulso de misión con que actuó Cristo. A veces también se anticipa visiblemente a la acción apostólica, de la misma forma que sin cesar la acompaña y dirige de diversas formas.

El Señor Jesús ya desde el principio llamó a los que él quiso, y a doce los hizo sus compañeros, para enviarlos a predicar. Los apóstoles fueron, pues, la semilla del nuevo Israel y al mismo tiempo el origen de la sagrada jerarquía.

Después, el Señor, una vez que hubo cumplido en sí mismo, con su muerte y resurrección, los misterios de nuestra salvación y la restauración de todas las cosas, habiendo recibido toda potestad en el cielo y en la tierra, antes de ascender a los cielos, fundó su Iglesia como sacramento de salvación y envió a los apóstoles a todo el mundo, como también él había sido enviado por el Padre, mandándoles: Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. De aquí le viene a la Iglesia el deber de propagar la fe y la salvación de Cristo; tanto en virtud del mandato expreso que de los apóstoles heredó el orden episcopal, al que ayudan los presbíteros, juntamente con el sucesor de Pedro, sumo pastor de la Iglesia, como en virtud de la vida que Cristo infunde a sus miembros.

La misión de la Iglesia se realiza, pues, mediante aquella actividad por la que, obediente al mandato de Cristo y movida por la gracia y la caridad del Espíritu Santo, se hace presente en acto pleno a todos los hombres o pueblos, para llevarlos con el ejemplo de su vida y con la predicación, con los sacramentos y demás medios de gracia, a la fe, la libertad y la paz de Cristo, de suerte que se les descubra el camino libre y seguro para participar plenamente en el misterio de Cristo.



9 de noviembre

LA DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE LETRÁN
Fiesta


SEGUNDA LECTURA

San Cesáreo de Arlés, Sermón 229 (1-3: CCL 104, 905-908)

Todos, por el bautismo, hemos sido hechos
templos de Dios

Hoy, hermanos muy amados, celebramos con gozo y alegría, por la benignidad de Cristo, la dedicación de este templo; pero nosotros debemos ser el templo vivo y verdadero de Dios. Con razón, sin embargo, celebran los pueblos cristianos la solemnidad de la Iglesia madre, ya que son conscientes de que por ella han renacido espiritualmente. En efecto, nosotros, que por nuestro primer nacimiento fuimos objeto de la ira de Dios, por el segundo hemos llegado a ser objeto de su misericordia.

El primer nacimiento fue para muerte; el segundo nos restituyó a la vida.

Todos nosotros, amadísimos, antes del bautismo, fuimos lugar en donde habitaba el demonio; después del bautismo, nos convertimos en templos de Cristo. Y, si pensamos con atención en lo que atañe a la salvación de nuestras almas, tomamos conciencia de nuestra condición de templos verdaderos y vivos de Dios. Dios habita no sólo en templos construidos por hombres ni en casas hechas de piedra y de madera, sino principalmente en el alma hecha a imagen de Dios y construida por él mismo, que es su arquitecto. Por esto, dice el apóstol Pablo: El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros.

Y ya que Cristo, con su venida, arrojó de nuestros corazones al demonio para prepararse un templo en nosotros, esforcémonos al máximo, con su ayuda, para que Cristo no sea deshonrado en nosotros por nuestras malas obras. Porque todo el que obra mal deshonra a Cristo. Como antes he dicho, antes de que Cristo nos redimiera éramos casa del demonio; después hemos llegado a ser casa de Dios, ya que Dios se ha dignado hacer de nosotros una casa para sí.

Por esto, nosotros, carísimos, si queremos celebrar con alegría la dedicación del templo, no debemos destruir en nosotros, con nuestras malas obras, el templo vivo de Dios. Lo diré de una manera inteligible para todos: debemos disponer nuestras almas del mismo modo como deseamos encontrar dispuesta la iglesia cuando venimos a ella.

¿Deseas encontrar limpia la basílica? Pues no ensucies tu alma con el pecado. Si deseas que la basílica esté bien iluminada, Dios desea también que tu alma no esté en tinieblas, sino que sea verdad lo que dice el Señor: que brille en nosotros la luz de las buenas obras y sea glorificado aquel que está en los cielos. Del mismo modo que tú entras en esta iglesia, así quiere Dios entrar en tu alma, como tiene prometido: Habitaré y caminaré con ellos.


EVANGELIO:
Jn 2, 13-22

HOMILÍA

San Bernardo de Claraval, Sermón 5 (1.8-10: Opera omnia. Ed. Cister, 5, 1968, 388.389.394.395.396)

Es la fiesta de la casa del Señor, del templo de Dios

También hoy, hermanos, celebramos una solemnidad, una espléndida solemnidad. Y si queréis saber cuál, es la fiesta de la casa del Señor, del templo de Dios, de la ciudad del Rey eterno, de la esposa de Cristo. Y ¿quién puede lícitamente dudar de que la casa de Dios sea santa? De ella leemos: La santidad es el adorno de tu casa. Así también es santo su templo, admirable por su justicia. Y Juan atestigua que vio también la ciudad santa: Vi —dice— la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo.

Ahora, deteniéndonos un momento en esta especie de atalaya, busquemos la casa de Dios, busquemos el templo, busquemos la ciudad, y busquemos también la esposa. Pues ciertamente no lo he olvidado, pero sí que lo digo con temor y respeto: Somos nosotros. Insisto, somos nosotros, pero en el corazón de Dios; somos nosotros, pero por dignación suya, no por dignidad nuestra. Que no usurpe el hombre lo que es de Dios y cese de gloriarse de su poder; de otra suerte, reduciéndolo a su propio ser, Dios humillará al que se enaltece.

Y recuerda que el Señor define su casa como casa de oración, lo cual parece cuadrar admirablemente con el testimonio del profeta, el cual afirma que seremos acogidos por Dios —por supuesto, en la oración—, para ser alimentados con el pan de las lágrimas y para darnos a beber lágrimas a tragos. Por lo demás —como dice el mismo profeta—, la santidad es el adorno de esta casa, de suerte que las lágrimas de penitencia han de ir siempre acompañadas de la pureza de la continencia, y así, la que ya era casa, se convierta seguidamente en templo de Dios. Seréis santos —dice—, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo. Y el Apóstol: ¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo? El habita en vosotros. Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él.

Pero, ¿es que bastará ya la misma santidad? Es asimismo necesaria la paz, como lo asegura el Apóstol cuando dice: Buscad la paz con todos y la santificación, sin la cual ninguno verá a Dios. Esta paz es la que, a los de un mismo talante, los hace vivir unidos como hermanos, construyendo a nuestro Rey, el verdadero Rey de la paz, una ciudad ciertamente nueva, llamada también Jerusalén, es decir, visión de paz.

Por tanto, hermanos míos, si la casa de un gran padre de familia se reconoce por la abundancia de los manjares, el templo de Dios por la santidad, la ciudad del gran Rey por la recíproca comunión de vida, la esposa del Esposo inmortal por el amor, pienso que no hay ya motivo de enrojecer al afirmar que ésta es nuestra solemnidad. Ni debéis maravillaros de que esta solemnidad se celebre en la tierra, pues que se celebra igualmente en los cielos. En efecto, si —como dice la Verdad (y no puede por menos de ser verdadero)— hay alegría en el cielo, incluso para los ángeles de Dios, por un solo pecador que se convierta, no cabe duda de que la alegría será multiplicada por la conversión de tan gran número de pecadores.

Unámonos, pues, a la alegría de los ángeles de Dios, unámonos al gozo de Dios y celebremos esta solemnidad con rendidas acciones de gracias, porque cuanto más íntima nos es, con mayor devoción hemos de celebrarla.



10 de noviembre

SAN LEÓN MAGNO,
PAPA Y DOCTOR DE LA IGLESIA

Memoria


SEGUNDA LECTURA

San León Magno, Sermón 4 (1-2: PL 54, 148-149) El especial servicio de nuestro ministerio

Aunque toda la Iglesia está organizada en distintos grados, de manera que la integridad del sagrado cuerpo consta de una diversidad de miembros, sin embargo, como dice el Apóstol, todos somos uno en Cristo Jesús; y esta diversidad de funciones no es en modo alguno causa de división entre los miembros, ya que todos, por humilde que sea su función, están unidos a la cabeza. En efecto, nuestra unidad de fe y de bautismo hace de todos nosotros una sociedad indiscriminada, en la que todos gozan de la misma dignidad, según aquellas palabras de san Pedro, tan dignas de consideración: También vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo; y más adelante: Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios.

La señal de la cruz hace reyes a todos los regenerados en Cristo, y la unción del Espíritu Santo los consagra sacerdotes; y así, además de este especial servicio de nuestro ministerio, todos los cristianos espirituales y perfectos deben saber que son partícipes del linaje regio y del oficio sacerdotal. ¿Qué hay más regio que un espíritu que, sometido a Dios, rige su propio cuerpo? ¿Y qué hay más sacerdotal que ofrecer a Dios una conciencia pura y las inmaculadas víctimas de nuestra piedad en el altar del corazón?

Aunque esto, por gracia de Dios, es común a todos, sin embargo, es también digno y laudable que os alegréis del día de nuestra promoción como de un honor que os atañe también a vosotros, para que sea celebrado así en todo el cuerpo de la Iglesia el único sacramento del pontificado, cuya unción consecratoria se derrama ciertamente con más profusión en la parte superior, pero desciende también con abundancia a las partes inferiores.

Así pues, amadísimos hermanos, aunque todos tenemos razón para gozarnos de nuestra común participación en este oficio, nuestro motivo de alegría será más auténtico y elevado si no detenéis vuestra atención en nuestra humilde persona, ya que es mucho más provechoso y adecuado elevar nuestra mente a la contemplación de la gloria del bienaventurado Pedro y celebrar este día solemne con la veneración de aquel que fue inundado tan copiosamente por la misma fuente de todos los carismas, de modo que, habiendo sido el único que recibió en su persona tanta abundancia de dones, nada pasa a los demás si no es a través de él. Así, el Verbo hecho carne habitaba ya entre nosotros, y Cristo se había entregado totalmente a la salvación del género humano.



11 de noviembre

SAN MARTÍN DE TOURS, OBISPO
Fiesta


PRIMERA LECTURA

Del libro del profeta Isaías

Si partes tu pan con el hambriento, entonces romperá tu
luz como la aurora

El ayuno que yo quiero es éste
—oráculo del Señor—:
abrir las prisiones injustas,
hacer saltar los cerrojos de los cepos,
dejar libres a los oprimidos,
romper todos los cepos;
partir tu pan con el hambriento,
hospedar a los pobres sin techo,
vestir al que ves desnudo
y no cerrarte a tu propia carne.

Entonces romperá tu luz como la aurora,
en seguida te brotará la carne sana;
te abrirá camino la justicia,
detrás irá la gloria del Señor.

Entonces clamarás al Señor, y te responderá;
pedirás auxilio, y te dirá: Aquí estoy.

Cuando destierres de ti los cepos,
y el señalar con el dedo, y la maledicencia;
cuando partas tu pan con el hambriento
y sacies el estómago del indigente,
brillará tu luz en las tinieblas,
tu oscuridad se volverá mediodía;

El Señor te guiará siempre,
en el desierto saciará tu hambre,
hará fuertes tus huesos,
serás un huerto bien regado,
un manantial de aguas
cuya vena nunca engaña.


SEGUNDA LECTURA

Sulpicio Severo, Carta 3 (6.9-10.11.14-17.21: SC 133, 336-344)

Martín, pobre y humilde

Martín conoció con mucha antelación su muerte y anunció a sus hermanos la proximidad de la disolución de su cuerpo. Entretanto, por una determinada circunstancia, tuvo que visitar la diócesis de Candes. Existía en aquella Iglesia una desavenencia entre los clérigos, y, deseando él poner paz entre ellos, aunque sabía que se acercaba su fin, no dudó en ponerse en camino, movido por este deseo, pensando que si lograba pacificar la Iglesia sería éste un buen colofón a su vida.

Permaneció por un tiempo en aquella población o comunidad, donde había establecido su morada. Una vez restablecida la paz entre los clérigos, cuando ya pensaba regresar a su monasterio, de repente empezaron a faltarle las fuerzas; llamó entonces a los hermanos y les indicó que se acercaba el momento de su muerte. Ellos, todos a una, empezaron a entristecerse y a decirle entre lágrimas:

«¿Por qué nos dejas, padre? ¿A quién nos encomiendas en nuestra desolación? Invadirán tu grey lobos rapaces; ¿quién nos defenderá de sus mordeduras, si nos falta el pastor? Sabemos que deseas estar con Cristo, pero una dilación no hará que se pierda ni disminuya tu premio; compadécete más bien de nosotros, a quienes dejas».

Entonces él, conmovido por este llanto, lleno como estaba siempre de entrañas de misericordia en el Señor, se cuenta que lloró también; y, vuelto al Señor, dijo tan sólo estas palabras en respuesta al llanto de sus hermanos:

«Señor, si aún soy necesario a tu pueblo, no rehúyo el trabajo; hágase tu voluntad».

¡Oh varón digno de toda alabanza, nunca derrotado por las fatigas ni vencido por la tumba, igualmente dispuesto a lo uno y a lo otro, que no tembló ante la muerte ni rechazó la vida! Con los ojos y las manos continuamente levantados al cielo, no cejaba en la oración; y como los presbíteros que por entonces habían acudido a él le rogasen que aliviara un poco su cuerpo cambiando de posición, les dijo:

«Dejad, hermanos, dejad que mire al cielo y no a la tierra, y que mi espíritu, a punto ya de emprender su camino, se dirija al Señor».

Dicho esto, vio al demonio cerca de él, y le dijo:

«¿Por qué estas aquí, bestia feroz? Nada hallarás en mí, malvado; el seno de Abrahán está a punto de acogerme».

Con estas palabras entregó su espíritu al cielo. Martín, lleno de alegría, fue recibido en el seno de Abrahán; Martín, pobre y humilde, entró en el cielo, cargado de riquezas.


EVANGELIO:

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 25, 31-40

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de gloria y serán reunidas ante él todas las naciones.

El separará a unos de otros como un pastor separa las ovejas de las cabras.

Entonces dirá el rey a los de su derecha:

—Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme.

Entonces los justos le contestarán:

—Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?, ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?, ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?

Y el rey les dirá:

—Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis.


HOMILÍA

Orígenes, Comentario sobre el evangelio de san Mateo (PG 13, 1715-1716)

Cuando visitamos a uno de nuestros hermanos enfermos,
visitamos al mismo Cristo

Busca Cristo un alma donde poder entrar con los suyos. Por eso, cuando preparamos nuestro corazón con las diversas virtudes para acogerle a él o a los suyos, lo estamos ya recibiendo a él mismo como peregrino en la casa de nuestro corazón, disponiéndole una sala grande, arreglada y adornada para acoger a Cristo, peregrino en el mundo, y, con él, a todos sus discípulos. De hecho, damos acogida dentro de nosotros a aquellos cuyas palabras aceptamos; y, a través de ellos, al mismo Cristo, cuya palabra nos transmiten.

Del mismo modo, en aquellos que son débiles en la fe o en el ejercicio de cualquier obra buena, o bien en aquellos que se escandalizan, es Cristo mismo el que es débil o que sufre escándalo, como él mismo dice a Pedro, animado aún por criterios humanos: Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar. Y también todos sus amados discípulos se hacen débiles con los débiles y, junto con ellos, reciben el escándalo, pues afirman: ¿Quién enferma sin que yo enferme? ¿Quién cae sin que a mí me dé fiebre? Y si sus discípulos se hacen débiles con los débiles, ¡cuánto más el Salvador, que los ha creado! Porque quien siente una mayor compasión para con los hombres enfermos, experimenta también con mayor violencia cómo se le encoge el corazón ante tales enfermedades.

Así pues, cuando visitamos a alguno de nuestros hermanos débiles, y con nuestras reflexiones, reprensiones, consuelos o con la plegaria o bien con una obra buena lo hemos inducido a mejorar en Cristo, hemos visitado al mismo Cristo y lo hemos reconfortado en su enfermedad. Actuando de este modo, reconfortamos asimismo a los demás discípulos de Cristo, débiles con su misma debilidad.

Y no creas que sea blasfemo afirmar que Cristo es débil. Porque es verdad que Cristo fue crucificado por su debilidad, a impulsos de su misericordia, y cargó con nuestras enfermedades, al igual que todos sus discípulos. Ademas, todo este mundo es como una cárcel para Cristo y para aquellos que le pertenecen. Vayamos, por tanto, a los que, como encadenados en esta morada, se hallan como en una prisión y sufren en este mundo como oprimidos por las estrecheces de una cárcel. Así pues, cada vez que nos dirigimos a ellos y les prodigamos toda clase de obras buenas, es como si les hubiéramos visitado en la cárcel y, en ellos, visitásemos al mismo Cristo.

Pero veamos si estas cosas, entendidas de manera más genérica, no son para nosotros una exhortación a cualquier expresión de bondad y a la realización de cuanto hay de laudable, y poder de este modo conseguir la bendición prometida: «Venid vosotros, benditos de mi Padre».

Entonces los justos contestarán: «Señor, ¿cuándo te vimos con hambre?», y no porque no recuerden lb que hicieron, sino proclamándose indignos, por humildad, de la alabanza que sus obras buenas merecen. Pero él, queriendo demostrarles cómo sufre en los suyos, declara hallarse personalmente envuelto en los sufrimientos de sus hermanos: Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis.



12 de noviembre

SAN TEODORO DE STUDION, ABAD
Memoria libre


SEGUNDA LECTURA

De la Vida de san Teodoro de Studion, escrita por el monje Miguel (Cap 128: PG 99, 227-230)

Ultimas palabras de Teodoro a sus monjes

Padres y hermanos míos: Como veis, he llegado al término de mi vida, término que siempre he esperado. A todos les está reservado este cáliz, si bien unos han de apurarlo antes, otros después. En efecto, desde el momento mismo en que entramos en esta vida, debemos aceptar igualmente el fin, como lo ha establecido nuestro óptimo Señor: los que disfrutan de la vida, han de soportar también la muerte. También yo debo ciertamente emprender el camino del resto de los mortales y marchar a donde me precedieron mis padres, donde se goza de la vida eterna o, mejor, del mismo Señor, mi Dios: aquel a quien mi alma ha amado, aquel a quien mi corazón ha siempre deseado, aquel de quien he sido llamado siervo, si bien he descuidado su servicio; a él le he consagrado toda mi vida.

En cuanto a vosotros, hijitos, permaneced firmes en la doctrina que os hemos predicado, observando las reglas que habéis recibido y guardando incontaminada vuestra vida junto con vuestra fe. Una y otra os son necesarias si queréis aguardar a Dios y serle gratos a él.

Sabéis muy bien que no he escatimado esfuerzo alguno con tal de anunciaros la verdad, antes bien, en público o en privado, he indicado a todos lo que era bueno. ¡Quiera Dios que todas estas verdades permanezcan inmutablemente en vuestras mentes!

Por mi parte, os prometo que si, en mi pobreza, el día del Señor consigo el premio esperado, ofreceré incesantemente súplicas y plegarias por vosotros, para que también vosotros podáis constantemente avanzar en la virtud y este vuestro cenobio goce de incrementos siempre mayores.

Saludad con mis palabras a los padres que no están aquí presentes.

Enviad mi saludo, con expresiones apropiadas a su rango, a los obispos y sacerdotes.

A todos los hermanos esparcidos por doquier, y a todos los demás que perseveran en un mismo testimonio de fe y de vida, hacedles llegar, de mi parte, estas mis últimas palabras.
 

El mismo día 12 de noviembre

SAN JOSAFAT
OBISPO Y MÁRTIR

Memoria libre


SEGUNDA LECTURA

Pío )11, Carta encíclica Ecclesiam Dei (AAS 15, 1923, 573-582)

Derramó su sangre por la unidad de la Iglesia

Sabemos que la Iglesia de Dios, constituida por su admirable designio para ser en la plenitud de los tiempos como una inmensa familia que abarque a todo el género humano, es notable, por institución divina, tanto por su unidad ecuménica, como por otras notas que la caracterizan.

En efecto, Cristo el Señor no sólo encomendó a solos los apóstoles la misión que él había recibido del Padre, cuando les dijo: Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, sino que quiso también que el colegio apostólico tuviera la máxima unidad, unido por un doble y estrecho vínculo, a saber: intrínsecamente, por una misma fe y por el amor que ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo; extrínsecamente, por el gobierno de uno solo sobre todos, ya que confirió a Pedro la primacía sobre los demás apóstoles, como principio perpetuo y fundamento visible de unidad. Y para que esta unidad y acuerdo se mantuviera a perpetuidad, Dios providentísimo la consagró en cierto modo con el signo de la santidad y del martirio.

Este honor tan grande obtuvo aquel arzobispo de Pólotzk, llamado Josafat, de rito eslavo oriental, al que, con razón, consideramos como el hombre más eminente y destacado entre los eslavos de rito oriental, ya que difícilmente encontraríamos a otro que haya contribuido a la gloria y provecho de la Iglesia más que éste, su pastor y apóstol, principalmente cuando derramó su sangre por la unidad de la santa Iglesia. Además, sintiéndose movido por un impulso celestial, comprendió que podría contribuir en gran manera al restablecimiento de la santa unidad universal de la Iglesia el hecho de conservar en ella el rito oriental eslavo y la institución de la vida monástica según el espíritu de san Basilio.

Pero entretanto, preocupado principalmente por la unión de sus conciudadanos con la cátedra de Pedro, buscaba por doquier toda clase de argumentos que pudieran contribuir a promover y confirmar esta unidad, sobre todo estudiando atentamente los libros litúrgicos que, según las prescripciones de los santos Padres, usaban los mismos orientales separados. Con esta preparación tan diligente, comenzó a dedicarse a la restauración de la unidad, con tanta fuerza y tanta suavidad a la vez y con tanto cuto que sus mismos adversarios lo llamaban «ladrón de filmas».



13 de noviembre

SAN LEANDRO, OBISPO
Memoria libre


SEGUNDA LECTURA

San Leandro de Sevilla, Homilía en honor de la Iglesia, pronunciada en la clausura del Concilio III de Toledo (PL 72,894-895)

Gozo de la unidad de la Iglesia

Regocíjate y alégrate, Iglesia de Dios, gózate porque formas un solo cuerpo para Cristo. Ármate de fortaleza y llénate de júbilo. Tus aflicciones se han convertido en gozo. Tu traje de tristeza se cambiará por el de alegría. Ya queda atrás tu esterilidad y pobreza. En un solo parto diste a Cristo innumerables pueblos. Grande es tu Esposo, por cuyo imperio eres gobernada. El convierte en gozo tus sufrimientos y te devuelve a tus enemigos convertidos en amigos.

No llores ni te apenes, porque algunos de tus hijos se hayan separado de ti temporalmente. Ahora vuelven a tu seno gozosos y enriquecidos.

Fíate de tu cabeza, que es Cristo. Afiánzate en la fe. Se han cumplido las antiguas promesas. Sabes cuál es la dulzura de la caridad y el deleite de la unidad. No predicas sino la unión de las naciones. No aspiras más que a la unidad de los pueblos. No siembras más que semillas de paz y caridad. Alégrate en el Señor, porque no has sido defraudada en tus sentimientos. Pasados los hielos invernales y el rigor de las nieves, has dado a luz, como fruto delicioso, como suaves flores de primavera, a aquellos que concebiste entre gemidos y oraciones ininterrumpidas.



15 de noviembre

SAN ALBERTO MAGNO,
OBISPO Y DOCTOR DE LA IGLESIA

Memoria libre


SEGUNDA LECTURA

San Alberto Magno, Comentario sobre el evangelio de san Lucas (Lc 22, 19: Opera omnia, Paris 1890-1899, 23, 672-674)

Pastor y doctor para la edificación del cuerpo de Cristo

Haced esto en conmemoración mía. Dos cosas hay que destacar en estas palabras. La primera es el mandato de celebrar este sacramento, mandato expresado en las palabras: Haced esto. La segunda es que se trata del memorial de la muerte que sufrió el Señor por nosotros

Dice, pues: Haced esto. No podríamos imaginarnos un mandato más provechoso, más dulce, más saludable, más amable, más parecido a la vida eterna. Esto es lo que vamos a demostrar punto por punto.

Lo más provechoso en nuestra vida es lo que nos sirve para el perdón de los pecados y la plenitud de la gracia. El, el Padre de los espíritus, nos instruye en lo que es provechoso para recibir su santificación. Su santificación consiste en su sacrificio, esto es, en su ofrecimiento sacramental, cuando se ofrece al Padre por nosotros y se ofrece a nosotros para nuestro provecho. Por ellos me consagro yo. Cristo, que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del Dios vivo.

Es también lo más dulce que podemos hacer. ¿Qué puede haber más dulce que aquello en que Dios nos muestra toda su dulzura? A tu pueblo lo alimentaste con manjar de ángeles, proporcionándole gratuitamente, desde el cielo, pan a punto, de mil sabores, a gusto de todos; este sustento tuyo demostraba a tus hijos tu dulzura, pues servía al deseo de quien lo tomaba y se convertía en lo que uno quería.

Es lo más saludable que se nos podía mandar. Este sacramento es el fruto del árbol de la vida, y el que lo come con la devoción de una fe sincera no gustará jamás la muerte. Es árbol de vida para los que la cogen, son dichosos los que la retienen. El que me come vivirá por mí. Es lo más amable que se nos podía mandar. Este sacramento, en efecto, es causa de amor y de unión. La máxima prueba de amor es darse uno mismo como alimento. Los hombres de mi campamento dijeron: «¡Ojalá nos dejen saciarnos de su carne!»; que es como si dijera: «Tanto los amo yo a ellos y ellos a mí, que yo deseo estar en sus entrañas y ellos desean comerme, para, incorporados a mí, convertirse en miembros de mi cuerpo. Era imposible un modo de unión más íntimo y verdadero entre ellos y yo».

Y es lo más parecido a la vida eterna que se nos podía mandar. La vida eterna viene a ser una continuación de este sacramento, en cuanto que Dios penetra con su dulzura en los que gozan de la vida bienaventurada.



16 de noviembre

SANTA GERTRUDIS, VIRGEN
Memoria


SEGUNDA LECTURA

Santa Gertrudis, Libro de las Insinuaciones de la divina piedad (Lib 2, 23, 1.3.5.8.10: SC 139, 330-340)

Tuviste sobre mí designios de paz y no de aflicción

Que mi alma te bendiga, Dios y Señor, mi creador, que mi alma te bendiga y, de lo más íntimo de mi ser, te alabepor tus misericordias, con las que inmerecidamente me ha colmado tu bondad.

Te doy gracias, con todo mi corazón, por tu inmensa misericordia y alabo, al mismo tiempo, tu paciente bondad, la cual puse a prueba durante los años de mi infancia y niñez, de mi adolescencia y juventud, hasta la edad de casi veintiséis años, ya que pasé todo este tiempo ofuscada y demente, pensando, hablando y obrando, siempre que podía, según me venía en gana —ahora me doy cuenta de ello—, sin ningún remordimiento de conciencia, sin tenerte en cuenta a ti, dejándome llevar tan sólo por mi natural detestación del mal y atracción hacia el bien, o por las advertencias de los que me rodeaban, como si fuera una pagana entre paganos, como si nunca hubiera comprendido que tú, Dios mío, premias el bien y castigas el mal; y ello a pesar de que desde mi infancia, concretamente desde la edad de cinco años, me elegiste para entrar a formar parte de tus íntimos en la vida religiosa.

Por todo ello, te ofrezco en reparación, Padre amantísimo, todo lo que sufrió tu Hijo amado, desde el momento en que, reclinado sobre paja en el pesebre, comenzó a llorar, pasando luego por las necesidades de la infancia, las limitaciones de la edad pueril, las dificultades de la adolescencia, los ímpetus juveniles, hasta la hora en que, inclinando la cabeza, entregó su espíritu en la cruz, dando un fuerte grito. También te ofrezco, Padre amantísimo, para suplir todas mis negligencias, la santidad y perfección absoluta con que pensó, habló y obró siempre tu Unigénito, desde el momento en que, enviado desde el trono celestial, hizo su entrada en este mundo hasta el momento en que presentó, ante tu mirada paternal, la gloria de su humanidad vencedora.

Llena de gratitud, me sumerjo en el abismo profundísimo de mi pequeñez y alabo y adoro, junto con tu misericordia, que está por encima de todo, aquella dulcísima benignidad con la que tú, Padre de misericordia, tuviste sobre mí, que vivía tan descarriada, designios de paz y no de aflicción, es decir, la manera como me levantaste con la multitud y magnitud de tus beneficios. Y no te contentaste con esto, sino que me hiciste el don inestimable de tu amistad y familiaridad, abriéndome el arca nobilísima de la divinidad, a saber, tu corazón divino, en el que hallo todas mis delicias.

Más aún, atrajiste mi alma con tales promesas, referentes a los beneficios que quieres hacerme en la muerte y después de la muerte, que, aunque fuese éste el único don recibido de ti, sería suficiente para que mi corazón te anhelara constantemente con una viva esperanza.



17 de noviembre

SANTA MARGARITA DE ESCOCIA
Memoria libre


SEGUNDA LECTURA

De la Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, del Concilio Vaticano II (núm.

Santidad del matrimonio y de la familia

El hombre y la mujer, que por el pacto conyugal ya no son dos, sino una sola carne, con la íntima unión de personas y de obras se ofrecen mutuamente ayuda y servicio, experimentando así y logrando más plenamente cada día el sentido de su propia unidad.

Esta íntima unión, por ser una donación mutua de dos personas, y el mismo bien de los hijos exigen la plena fidelidad de los esposos y urgen su indisoluble unidad.

El auténtico amor conyugal es asumido por el amor divino y se rige y enriquece por la obra redentora de Cristo y por la acción salvífica de la Iglesia, para que los esposos sean eficazmente conducidos hacia Dios y se vean ayudados y confortados en su sublime papel de padre y madre.

Por eso, los esposos cristianos son robustecidos y como consagrados para los deberes y dignidad• de su estado, gracias a este sacramento particular, en virtud del cual, cumpliendo su deber conyugal y familiar, imbuidos por el espíritu de Cristo, con el que toda su vida queda impregnada de fe, esperanza y caridad, se van acercando cada vez más hacia su propia perfección y mutua santificación, y así contribuyen conjuntamente a la glorificación de Dios.

De ahí que, cuando los padres preceden con su ejemplo y oración familiar, los hijos, e incluso cuantos conviven en la misma familia, encuentran más fácilmente el camino de la bondad, de la salvación y de la santidad. Los esposos, adornados de la dignidad y del deber de la paternidad y maternidad, habrán de cumplir entonces con diligencia su deber de educadores, sobre todo en el campo religioso, deber que les incumbe a ellos principalmente.

Los hijos, como miembros vivos de la familia, contribuyen a su manera a la santificación de sus padres, pues, con el sentimiento de su gratitud, con su amor filial y con su confianza, corresponderán a los beneficios recibidos de sus padres y, como buenos hijos, los asistirán en las adversidades y en la soledad de la vejez.

El estado de viudez, cuando se acepta con ánimo valiente como una continuidad del amor conyugal, será honrado por todos. La familia comunicará generosamente con otras familias sus riquezas espirituales. Por consiguiente, la familia cristiana, al brotar del matrimonio, que es imagen y participación de la unión amorosa entre Cristo y la Iglesia, manifestará a todos la viva presencia del Salvador en el mundo, la auténtica naturaleza de la Iglesia, ya sea con el amor de los esposos, con su generosa fecundidad, con su unidad y fidelidad, ya sea también con la amable cooperación de todos los miembros de la familia.


El mismo día 17 de noviembre

SANTA ISABEL DE HUNGRÍA
Memoria libre


SEGUNDA LECTURA

De una carta escrita por Conrado de Marburgo, director espiritual de santa Isabel, al Sumo Pontífice, en 1232 (A. Wyss, Hessisches Urkundenbuch 1, Leipzig 1879, 31-35)

Isabel reconoció y amó a Cristo en la persona
de los pobres

Pronto Isabel comenzó a destacar por sus virtudes, y, así como durante toda su vida había sido consuelo de los pobres, comenzó luego a ser plenamente remedio de los hambrientos. Mandó construir un hospital cerca de uno de sus castillos y acogió en él gran cantidad de enfermos e inválidos; a todos los que allí acudían en demanda de limosna les otorgaba ampliamente el beneficio de su caridad, y no sólo allí, sino también en todos los lugares sujetos a la jurisdicción de su marido, llegando a agotar de tal modo todas las rentas provenientes de los cuatro principados de éste, que se vio obligada finalmente a vender en favor de los pobres todas las joyas y vestidos lujosos.

Tenía la costumbre de visitar personalmente a todos sus enfermos, dos veces al día, por la mañana y por la tarde, curando también personalmente a los más repugnantes, a los cuales daba de comer, les hacía la cama, los cargaba sobre sí y ejercía con ellos muchos otros deberes de humanidad; y su esposo, de grata memoria, no veía con malos ojos todas estas cosas. Finalmente, al morir su esposo, ella, aspirando a la máxima perfección, me pidió con lágrimas abundantes que le permitiese ir a mendigar de puerta en puerta.

En el mismo día del Viernes Santo, mientras estaban denudados los altares, puestas las manos sobre el altar de una capilla de su ciudad, en la que había establecido frailes menores, estando presentes algunas personas, renunció a su propia voluntad, a todas las pompas del mundo y a todas las cosas que el Salvador, en el Evangelio, aconsejó abandonar. Después de esto, viendo que podía ser absorbida por la agitación del mundo y por la gloria mundana de aquel territorio en el que, en vida de su marido, había vivido rodeada de boato, me siguió hasta Marburgo, aun en contra de mi voluntad: allí, en la ciudad, hizo edificar un hospital, en el que dio acogida a enfermos e inválidos, sentando a su mesa a los más míseros y despreciados.

Afirmo ante Dios que raramente he visto una mujer que a una actividad tan intensa juntara una vida tan contemplativa, ya que algunos religiosos y religiosas vieron más de una vez cómo, al volver de la intimidad de la oración, su rostro resplandecía de un modo admirable y de sus ojos salían como unos rayos de sol.

Antes de su muerte, la oí en confesión, y, al preguntarle cómo había de disponer de sus bienes y de su ajuar, respondió que hacía ya mucho tiempo que pertenecía a los pobres todo lo que figuraba como suyo, y me pidió que se lo repartiera todo, a excepción de la pobre túnica que vestía y con la que quería ser sepultada. Recibió luego el cuerpo del Señor y después estuvo hablando, hasta la tarde, de las cosas buenas que había oído en la predicación: finalmente, habiendo encomendado a Dios con gran devoción a todos los que la asistían, expiró como quien se duerme plácidamente.



18 de noviembre

DEDICACIÓN DE LAS BASÍLICAS
DE LOS APÓSTOLES SAN PEDRO Y SAN PABLO

Memoria libre


SEGUNDA LECTURA

San León Magno, Sermón 82, en el natalicio de los apóstoles Pedro y Pablo (1, 6-7: PL 54, 426-428)

Pedro y Pablo, dos vástagos plantados por Dios

Vale mucho a los ojos del Señor la vida de sus fieles, y ningún género de crueldad puede destruir la religión fundada en el misterio de la cruz de Cristo. Las persecuciones no son en detrimento, sino en provecho de la Iglesia, y el campo del Señor se viste siempre con una cosecha más rica al nacer multiplicados los granos que caen uno a uno.

Por esto, los millares de bienaventurados mártires atestiguan cuán abundante es la prole en que se han multiplicado estos dos insignes vástagos plantados por Dios, ya que aquéllos, emulando los triunfos de los apóstoles, han rodeado nuestra ciudad por todos lados con una multitud purpurada y rutilante, y la han coronado a manera de una diadema formada por una hermosa variedad de piedras preciosas.

De esta protección, amadísimos hermanos, preparada por Dios para nosotros como un ejemplo de paciencia y para fortalecer nuestra fe, hemos de alegrarnos siempre que celebramos la conmemoración de cualquiera de los santos, pero nuestra alegría ha de ser mayor aún cuando se trata de conmemorar a estos padres, que destacan por encima de los demás, ya que la gracia de Dios los elevó, entre los miembros de la Iglesia, a tan alto lugar, que los puso como los dos ojos de aquel cuerpo cuya cabeza es Cristo.

Respecto a sus méritos y virtudes, que exceden cuanto pueda decirse, no debemos hacer distinción ni oposición alguna, ya que son iguales en la elección, semejantes en el trabajo, parecidos en la muerte.

Como nosotros mismos hemos experimentado y han comprobado nuestros mayores, creemos y confiamos que no ha de faltarnos la ayuda de las oraciones de nuestros particulares patronos para obtener la misericordia de Dios en medio de las dificultades de esta vida; y así, cuanto más nos oprime el peso de nuestros pecados, tanto más levantarán nuestros ánimos los méritos de los apóstoles.



19 de noviembre

SANTA MATILDE, VIRGEN
Memoria libre


SEGUNDA LECTURA

Santa Matilde de Helfta, Revelaciones (Opera omnia, Solesmis 1877)

Dios ama la obediencia

Matilde, movida a compasión por una persona que, en cierta ocasión, no conseguía ponerse de acuerdo con la voluntad de su superior, rogaba al Señor que la iluminara con su gracia y la dispusiera a someterse. De pronto vio al Señor abrazar con su brazo derecho a aquella persona, diciendo: «Desde el momento en que me hizo entrega de su voluntad propia, poniéndola en las manos de sus superiores, la acogí en mis brazos y mi diestra no la abandonará jamás, a menos que voluntariamente se vuelva atrás y se sustraiga a mis cuidados. Si lo hiciera, no podrá en adelante recuperar su puesto sin haberse humillado». Con estas palabras, la Santa llegó a la conclusión de que Dios, el día de la Profesión, toma a cada religioso en su regazo paterno y no lo rechaza, a menos que, deliberadamente —¡no lo permita Dios!—, él falte a la obediencia. Cuando el religioso se sustrae a la mano de Dios, se torna incapaz de volver a tomarla de nuevo, antes de haberse humildemente postrado ante él mediante una verdadera penitencia, una conveniente satisfacción y la sincera promesa de obedecer de buen talante en el futuro.

Matilde vio al Señor sentado sobre su trono, con los brazos extendidos. Decía: «En la cruz he permanecido con los brazos extendidos hasta la muerte; ahora continúo con los brazos abiertos delante de mi Padre, para indicar que estoy siempre pronto a abrazar a quienquiera que se acerque a mí. ¿Hay alguien que desee este favor? Si está dispuesto a soportar todas las adversidades por amor mío, es señal de que ha llegado ya a este abrazo. ¿Hay alguien que aspire a mis besos? Si puede darse a sí mismo el testimonio de que ama en todo mi voluntad y en ella encuentra su más grande gozo, significa que ha obtenido ya este beso. Todo el que desee que oiga y escuche sus plegarias debe estar siempre dispuesto para cualquier obediencia, porque es imposible que las oraciones del hombre obediente no sean escuchadas por mi Padre».

Mientras se cantaba el responsorio Benedic, Matilde vio todas las virtudes en él mencionadas, como personificadas por vírgenes de pie delante de Dios. Una de ellas, más hermosa que sus hermanas, tenía en la mano una copa de oro, en la que las demás vírgenes vertían un licor perfumado, que ella ofrecía al Señor. Maravillada ante aquel espectáculo, Matilde deseaba comprender el significado. El Señor le dijo: «Esta virgen es la obediencia. Sólo ella ofrece de beber, porque la obediencia contiene en sí las riquezas de las demás virtudes, y el verdadero obediente debe necesariamente poseerlas todas. Y en primer lugar, la salud del alma, esto es, la ausencia de pecado mortal. Después la humildad, mientras se somete en todo a sus superiores. El verdadero obediente posee también la santidad y la castidad, pues conserva la pureza del cuerpo y del corazón. Las virtudes le son necesarias para ser fuerte en el bien obrar y victorioso en la lucha contra el mal.

Hay todavía otras virtudes que convienen al obediente: la fe, sin la cual nadie puede agradar a Dios; la esperanzaque nos hace tender a Dios; la caridad para con Dios y para con el prójimo; la bondad que se muestra dulce y afable con todos; la templanza, que elimina todo lo superfluo; la paciencia, que triunfa sobre la adversidad y la hace útil y fructuosa; finalmente, la disciplina religiosa, por la cual cada uno observa estrictamente la propia regla».



21 de noviembre

LA PRESENTACIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN
Memoria


SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Sermón 25 (7-8: PL, 46, 937-938)

Dio fe al mensaje divino y concibió por su fe

Os pido que atendáis a lo que dijo Cristo, el Señor, extendiendo la mano sobre sus discípulos: Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre, que me ha enviado, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre. ¿Por ventura no cumplió la voluntad del Padre la Virgen María, ella, que dio fe al mensaje divino, que concibió por su fe, que fue elegida para que de ella naciera entre los hombres el que había de ser nuestra salvación, que fue creada por Cristo antes que Cristo fuera creado en ella?

Ciertamente, cumplió santa María, con toda perfección, la voluntad del Padre, y, por esto, es más importante su condición de discípula de Cristo que la de madre de Cristo; es más dichosa por ser discípula de Cristo que por ser madre de Cristo. Por esto, María fue bienaventurada, porque, antes de dar a luz a su maestro, lo llevó en su seno.

Mira si no es tal como digo. Pasando el Señor, seguido de las multitudes y realizando milagros, dijo una mujer: Dichoso el vientre que te llevó. Y el Señor, para enseñarnos que no hay que buscar la felicidad en las realidades de orden material, ¿qué es lo que respondió?: Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. De ahí que María es dichosa también porque escuchó la palabra de Dios y la cumplió; llevó en su seno el cuerpo de Cristo, pero más aún guardó en su mente la verdad de Cristo. Cristo es la verdad, Cristo tuvo un cuerpo: en la mente de María estuvo Cristo, la verdad; en su seno estuvo Cristo hecho carne, un cuerpo. Y es más importante lo que está en la mente que lo que se lleva en el seno.

María fue santa, María fue dichosa, pero más importante es la Iglesia que la misma Virgen María. ¿En qué sentido? En cuanto que María es parte de la Iglesia, un miembro santo, un miembro excelente, un miembro supereminente, pero un miembro de la totalidad del cuerpo. Ella es parte de la totalidad del cuerpo, y el cuerpo entero es más que uno de sus miembros. La cabeza de este cuerpo es el Señor, y el Cristo total lo constituyen la cabeza y el cuerpo. ¿Qué más diremos? Tenemos, en el cuerpo de la Iglesia, una cabeza divina, tenemos al mismo Dios por cabeza.

Por tanto, amadísimos hermanos, atended a vosotros mismos: también vosotros sois miembros de Cristo, cuerpo de Cristo. Así lo afirma el Señor, de manera equivalente, cuando dice: Éstos son mi madre y mis hermanos. ¿Cómo seréis madre de Cristo? El que escucha y cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre. Podemos entender lo que significa aquí el calificativo que nos da Cristo de «hermanos» y «hermanas»: la herencia celestial es única, y, por tanto, Cristo, que siendo único no quiso estar solo, quiso que fuéramos herederos del Padre y coherederos suyos.



22 de noviembre

SANTA CECILIA, VIRGEN Y MÁRTIR
Memoria


SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Comentario sobre el salmo 32 (Sermón 1, 78: CCL 38, 253254)

Cantad a Dios con maestría y con júbilo

Dad gracias al Señor con la cítara, tocad en su honor el arpa de diez cuerdas; cantadle un cántico nuevo. Despojaos de lo antiguo, ya que se os invita al cántico nuevo. Nuevo hombre, nuevo Testamento, nuevo cántico. El nuevo cántico no responde al hombre antiguo. Sólo pueden aprenderlo los hombres nuevos, renovados de su antigua condición por obra de la gracia y pertenecientes ya al nuevo Testamento, que es el reino de los cielos. Por él suspira todo nuestro amor y canta el cántico nuevo. Pero es nuestra vida, más que nuestra voz, la que debe cantar el cántico nuevo.

Cantadle un cántico nuevo, cantadle con maestría. Cada uno se pregunta cómo cantará a Dios. Cántale, pero hazlo bien. El no admite un canto que ofenda sus oídos Cantad bien, hermanos. Si se te pide que cantes para agradar a alguien entendido en música, no te atreverás a cantarle sin la debida preparación musical, por temor a desagradarle, ya que él, como perito en la materia, descubrirá unos defectos que pasarían desapercibidos a otro cualquiera. ¿Quién, pues, se prestará a cantar con maestría para Dios, que sabe juzgar del cantor, que sabe escuchar con oídos críticos? ¿Cuándo podrás prestarte a cantar con tanto arte y maestría que en nada desagrades a unos oídos tan perfectos?

Mas he aquí que él mismo te sugiere la manera cómo has de cantarle: no te preocupes por las palabras, como si éstas fuesen capaces de expresar lo que deleita a Dios.

Canta con júbilo. Este es el canto que agrada a Dios, el que se hace con júbilo. ¿Qué quiere decir cantar con júbilo? Darse cuenta de que no podemos expresar con palabras lo que siente el corazón. En efecto, los que cantan, ya sea en la siega, ya en la vendimia o en algún otro trabajo intensivo, empiezan a cantar con palabras que manifiestan su alegría, pero luego es tan grande la alegría que los invade que, al no poder expresarla con palabras, prescinden de ellas y acaban en un simple sonido de júbilo.

El júbilo es un sonido que indica la incapacidad de expresar lo que siente el corazón. Y este modo de cantar es el más adecuado cuando se trata del Dios inefable. Porque, si es inefable, no puede ser traducido en palabras. Y si no puedes traducirlo en palabras y, por otra parte, no te es lícito callar, lo único que puedes hacer es cantar con júbilo. De este modo, el corazón se alegra sin palabras y la inmensidad del gozo no se ve limitada por unos vocablos. Cantadle con maestría y con júbilo.



23 de noviembre

SAN CLEMENTE I, PAPA Y MÁRTIR
Memoria libre


SEGUNDA LECTURA

San Clemente de Roma, Carta a los Corintios (Caps 35, 1-5; 36, 1-2; 37, 1.4-5; 38, 1-2.4: Funk 1, 105-109)

Maravillosos son los dones de Dios

¡ Qué grandes y maravillosos son, amados hermanos, los dones de Dios! La vida en la inmortalidad, el esplendor en la justicia, la verdad en la libertad, la fe en la confianza, la templanza en la santidad; y todos estos dones son los que están ya desde ahora al alcance de nuestro conocimiento. ¿Y cuáles serán, pues, los bienes que están preparados para los que lo aman? Solamente los conoce el Artífice supremo, el Padre de los siglos; sólo él sabe su número y su belleza.

Nosotros, pues, si deseamos alcanzar estos dones, procuremos, con todo ahínco, ser contados entre aquellos que esperan su llegada. ¿Y cómo podremos lograrlo, amados hermanos? Uniendo a Dios nuestra alma con toda nuestra fe, buscando siempre, con diligencia, lo que es grato y acepto a sus ojos, realizando lo que está de acuerdo con su santa voluntad, siguiendo la senda de la verdad y rechazando de nuestra vida toda injusticia, maldad, avaricia, rivalidad, malicia y fraude.

Este es, amados hermanos, el camino por el que llegamos a la salvación, Jesucristo, el sumo sacerdote de nuestras oblaciones, sostén y ayuda de nuestra debilidad. Por él podemos elevar nuestra mirada hasta lo alto de los cielos; por él vemos como en un espejo el rostro inmaculado y excelso de Dios; por él se abrieron los ojos de nuestro corazón; por él nuestra mente, insensata y entenebrecida, se abre al resplandor de la luz; por él, quiso el Señor que gustásemos el conocimiento inmortal, ya que él es el reflejo de la gloria de Dios, tanto más encumbrado sobre los ángeles cuanto más sublime es el nombre que ha heredado. Militemos, pues, hermanos, con todas nuestras fuerzas, bajo sus órdenes irreprochables.

Ni los grandes podrían hacer nada sin los pequeños, ni los pequeños sin los grandes; la efectividad depende precisamente de la conjunción de todos. Tomemos como ejemplo a nuestro cuerpo. La cabeza sin los pies no es nada, como tampoco los pies sin la cabeza; los miembros más ínfimos de nuestro cuerpo son necesarios y útiles a la totalidad del cuerpo; más aún, todos ellos se coordinan entre sí para el bien de todo el cuerpo.

Procuremos, pues, conservar la integridad de este cuerpo que formamos en Cristo Jesús, y que cada uno se ponga al. servicio de su prójimo según la gracia que le ha sido asignada por donación de Dios.

El fuerte sea protector del débil, el débil respete al fuerte; el rico dé al pobre, el pobre dé gracias a Dios por haberle deparado quien remedie su necesidad. El sabio manifieste su sabiduría no con palabras, sino con buenas obras; el humilde no dé testimonio de sí mismo, sino deje que sean los demás quienes lo hagan.

Por esto, debemos dar gracias a aquel de quien nos vienen todos estos bienes, al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.



24 de noviembre

SAN COLUMBANO, ABAD
Memoria libre


SEGUNDA LECTURA

San Columbano, Instrucción 11, sobre el amor (1-2: Opera, Dublín 1957, pp. 106-107)

La grandeza del hombre consiste en su semejanza
con Dios, con tal de que la conserve

Hallamos escrito en la ley de Moisés: Creó Dios al hombre a su imagen y semejanza. Considerad, os lo ruego, la grandeza de esta afirmación; el Dios omnipotente, invisible, incomprensible, inefable, incomparable, al formar al hombre del barro de la tierra, lo ennobleció con la dignidad de su propia imagen. ¿Qué hay de común entre el hombre y Dios, entre el barro y el espíritu? Porque Dios es Espíritu. Es prueba de gran estimación el que Dios haya dado al hombre la imagen de su eternidad y la semejanza de su propia vida. La grandeza del hombre consiste en su semejanza con Dios, con tal de que la conserve.

Si el alma hace buen uso de las virtudes plantadas en ella, entonces será de verdad semejante a Dios. El nos enseñó, por medio de sus preceptos, que debemos redituarle frutos de todas las virtudes que sembró en nosotros al crearnos. Y el primero de estos preceptos es: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, ya que él nos amó primero, desde el principio y antes de que existiéramos. Por lo tanto, amando a Dios es como renovamos en nosotros su imagen. Y ama a Dios el que guarda sus mandamientos, como dice él mismo: Si me amáis, guardaréis mis mandatos. Y su mandamiento es el amor mutuo, como dice también: Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado.

Pero el amor verdadero no se practica sólo de palabra, sino de verdad y con obras. Retornemos, pues, a nuestro Dios y Padre su imagen inviolada; retornémosela con nuestra santidad, ya que él ha dicho: Sed santos, porque yo soy santo; con nuestro amor, porque él es amor, como atestigua Juan, al decir: Dios es amor; con nuestra bondad y fidelidad, ya que él es bueno y fiel. No pintemos en nosotros una imagen ajena; el que es cruel, iracundo y soberbio pinta, en efecto, una imagen tiránica.

Por esto, para que no introduzcamos en nosotros ninguna imagen tiránica, dejemos que Cristo pinte en nosotros su imagen, la que pinta cuando dice: La paz os dejo mi paz os doy. Mas, ¿de qué nos servirá saber que esta paz es buena, si no nos esforzamos en conservarla? Las cosas mejores, en efecto, suelen ser las más frágiles, y las de más precio son las que necesitan de una mayor cautela y una más atenta vigilancia; por esto, es tan frágil esta paz, que puede perderse por una leve palabra o por una mínima herida causada a un hermano. Nada, en efecto, resulta más placentero a los hombres que el hablar de cosas ajenas y meterse en los asuntos de los demás, proferir a cada momento palabras inútiles y hablar mal de los ausentes; por esto, los que no pueden decir de sí mismos: Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento, mejor será que se callen y, si algo dijeren, que sean palabras de paz.



26 de noviembre

SAN SILVESTRE, ABAD
Memoria libre


SEGUNDA LECTURA

Juan Casiano, Conferencias (14, 5;19, 6.8.9: SC 54,186-187: 64,44-47)

La perfección del ermitaño consiste en tener la mente
liberada de todo lo terreno

Es útil y conveniente que cada cual —según el tipo de vida elegido o la gracia recibida— se apresure, con todo ardor y diligencia, por llegar a la perfección de la obra emprendida, y, aun alabando y admirando las virtudes de los demás, no se aparte de la profesión que eligió de una vez para siempre, sabiendo que —como dice el Apóstol—el cuerpo de la Iglesia es ciertamente uno, pero los miembros son muchos y que los dones que poseemos son diferentes, según la gracia que se nos ha dado.

Muchos son los caminos que nos conducen a Dios: que cada uno recorra hasta el fin el camino que hubiere emprendido, y permanezca irrevocablemente orientado en la dirección que ha escogido. Cualquiera que sea la profesión elegida, tendrá la posibilidad de conseguir en ella la perfección.

En realidad, los indiscutibles valores del desierto no me autorizan a minusvalorar los del cenobio, como el no estar distraído con las preocupaciones por el mañana, el estar sometido, hasta las últimas consecuencias, a la autoridad del abad, como emulando a aquel de quien está escrito: Se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y merezca decir humildemente, usando sus palabras: No he venido para hacer mi voluntad, sino la voluntad del Padre que me ha enviado.

El cenobita, en efecto, se propone ante todo mortificar y crucificar la propia voluntad y no preocuparse absolutamente del mañana, según el saludable precepto de la perfección evangélica. Y no cabe duda de que el cenobita vive en condiciones óptimas para llevar a la práctica este ideal.

De él teje el profeta Isaías el siguiente elogio: Si detienes tus pies el sábado, y no traficas en mi día santo; si lo honras absteniéndote de viajes, de buscar tu interés, de tratar tus asuntos, entonces el Señor será tu delicia. Te asentaré sobre mis montañas, te alimentaré con la herencia de tu padre Jacob. Ha hablado la boca del Señor.

En cambio, la perfección del ermitaño consiste en tener la mente liberada de todo lo terreno y en unirse a Cristo de la manera más elevada que le está permitida a la debilidad humana. Del ermitaño habla así el profeta Jeremías: Le irá bien al hombre si carga con el yugo desde joven. Que se esté solo y callado cuando la desgracia descarga sobre él. Y el salmista añade: Estoy como lechuza en la estepa, estoy desvelado, gimiendo, como pájaro sin pareja en el tejado.

Es verdadero e integralmente perfecto aquel que con igual magnanimidad sabe soportar, en el desierto, la aspereza de la soledad, y en el cenobio, la debilidad de los hermanos.



30 de noviembre
SAN ANDRÉS, APÓSTOL

Fiesta

PRIMERA LECTURA

De la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 1, 18–2, 5

Los apóstoles predican la cruz

Hermanos: El mensaje de la cruz es necedad para los que están en vías de perdición; pero para los que están en vías de salvación –para nosotros– es fuerza de Dios. Dice la Escritura: «Destruiré la sabiduría de los sabios, frustraré la sagacidad de los sagaces». ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el escriba? ¿Dónde está el sofista de nuestros tiempos? ¿No ha convertido Dios en necedad la sabiduría del mundo?

Y como, en la sabiduría de Dios, el mundo no lo conoció por el camino de la sabiduría, quiso Dios valerse de la necedad de la predicación, para salvar a los creyentes. Porque los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero, para los llamados –judíos o griegos–, un Mesías que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres.

Y si no, fijaos en vuestra asamblea, no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; todo lo contrario, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil

del mundo lo ha escogido Dios para humillar el poder. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta para anular a lo que cuenta, de modo que nadie. pueda gloriarse en presencia del Señor. Por él vosotros sois en Cristo Jesús, en este Cristo que Dios ha hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención. Y así —como dice la Escritura—: «El que se gloríe, que se gloríe en el Señor».

Por eso yo, hermanos, cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado. Me presenté a vosotros débil y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.


SEGUNDA LECTURA

San Juan Crisóstomo, Homilía 11 sobre la segunda carta a los Corintios (2: PG 61, 476-477)

Dios nos encargó el ministerio de la reconciliación

Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, por medio de Cristo y por un don de su liberalidad. Por medio de Cristo, Dios nos reconcilió consigo y nos encargó el ministerio de la reconciliación.

Este es el venero de todos los bienes. A quien nos ha hecho amigos de Dios, le debemos además todos los dones que Dios derrama sobre sus amigos. No nos ha colmado de todos estos bienes dejándonos en la enemistad con Dios, sino restituyéndonos su amistad. Cuando digo que Cristo es el autor de la reconciliación, quiero decir que también lo es el Padre; y cuando hablo de los dones del Padre no excluyo al Hijo, pues por su medio se hizo todo. Por tanto, es también el autor de este nuevo bien. No somos nosotros quienes nos hemos adelantado a su encuentro: no hemos hecho más que responder a su llamada.

Y ¿cómo nos ha llamado? Con el sacrificio de Cristo. Nos ha encargado el ministerio de la reconciliación. Pablo pone aquí en evidencia la dignidad de los apóstoles, mostrando la grandeza de la misión encomendada a ellos por el inmenso amor de Dios hacia nosotros. Aun habiendo los hombres rehusado escuchar al que les había invitado, Dios no dio libre curso a su ira ni los rechazó para siempre, sino que continúa llamándoles bien directamente, bien por medio de sus ministros.

¿Quién será capaz de exaltar convenientemente tanta solicitud? Inmolaron al Hijo enviado para reparar sus ofensas, al Hijo único y consustancial, y el Padre no ha rechazado a sus asesinos. No dijo: les envié a mi Hijo y, no contentos con no escucharle, le han condenado a muerte y le han crucificado; justo es, pues, que yo les abandone. Hizo más bien todo lo contrario. Y una vez que Cristo abandonó la tierra, nos encargó que le sustituyéramos: Nos encargó el ministerio de la reconciliación. Es decir, Dios mismo estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados.

¡Oh caridad infinita! ¡Tú superas toda comprensión! ¿Quién es el ofendido? Dios mismo. ¿Quién dio el primer paso para la reconciliación? También Dios.

El Hijo, es cierto, es su enviado, pero no habla por su cuenta: es el Padre quien habla por él. Por eso dice el Apóstol: Dios mismo estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo, es decir, actúa por medio de Cristo. Pablo ha dicho: Nos encargó el ministerio de la reconciliación; ahora parece corregirse y decir: No penséis que esta autoridad reside esencialmente en nosotros; nosotros somos únicamente los depositarios. Es Dios quien lo ha hecho todo y quien ha reconciliado consigo al mundo en su Hijo único. Y ¿qué hizo para reconciliarlo consigo?

Lo más admirable no es que lo haya admitido a su amistad, sino que lo haya unido íntimamente a sí. ¿De qué modo? Perdonándole los pecados. De lo contrario la unión hubiera sido imposible.

Dice en efecto: Sin pedirle cuentas de sus pecados. Si hubiera querido pedirnos cuentas, todo se hubiera acabado para nosotros, pues que todos estábamos muertos. Pues bien: no obstante el gran número de nuestros pecados, no sólo no nos ha obligado a sufrir la pena, sino que además ha querido reconciliarse con nosotros: no contento con abonarnos la deuda, no la ha tenido ni en cuenta.

¡Este es el modo en que debemos perdonar a nuestros enemigos, si queremos asegurarnos el perdón de Dios!

Él nos encargó el ministerio de la reconciliación. De hecho, nosotros no estamos aquí para imponeros nuevas cargas, sino para haceros a todos amigos de Dios. El nos dice: no me escucharon a mí; insistid vosotros hasta que logréis convencerlos con vuestras exhortaciones. Si no, atended al sentido de las palabras de Pablo: Nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por nuestro medio. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios.


EVANGELIO:
Mt 4, 18-22

HOMILÍA

San Juan Crisóstomo, Homilía 16 sobre el evangelio de san Juan (1: PG 59, 120-121)

Hemos encontrado al Mesías

Andrés, después de permanecer con Jesús y de aprender de él muchas cosas, no escondió el tesoro para sí solo, sino que corrió presuroso en busca de su hermano, para hacerle partícipe de su descubrimiento. Fíjate en lo que dice a su hermano: Hemos encontrado al Mesías, que significa Cristo. ¿Ves de qué manera manifiesta todo lo que había aprendido en tan breve espacio de tiempo? Pues, por una parte, manifiesta el poder del Maestro, que les ha convencido de esto mismo, y, por otra, el interés y la aplicación de los discípulos, quienes ya desde el principio se preocupaban de estas cosas. Son las palabras de un alma que desea ardientemente la venida del Señor, que espera al que vendrá del cielo, que exulta de gozo cuando se ha manifestado y que se apresura a comunicar a los demás tan excelsa noticia. Comunicarse mutuamente las cosas espirituales es señal de amor fraterno, de entrañable parentesco y de sincero afecto.

Pero advierte también, y ya desde el principio, la actitud dócil y sencilla de Pedro. Acude sin tardanza: Y lo llevó a Jesús, afirma el evangelio. Pero que nadie lo acuse de ligereza por aceptar el anuncio sin una detenida consideración. Lo más probable es que su hermano le contase más cosas detalladamente, pues los evangelistas resumen muchas veces los hechos, por razones de brevedad. Además, no afirma que Pedro creyera al momento, sino que lo llevó a Jesús, y a él se lo confió, para que del mismo Jesús aprendiera todas las cosas. Pues había también otro discípulo que tenía los mismos sentimientos.

Si Juan Bautista, cuando afirma: Éste es el Cordero, y: Bautiza con Espíritu Santo, deja que sea Cristo mismo quien exponga con mayor claridad estas verdades, mucho más hizo Andrés, quien, no juzgándose capaz para explicarlo todo, condujo a su hermano a la misma fuente de la luz, tan contento y presuroso, que su hermano no dudó ni un instante en acudir a ella.