COMÚN DE UN MÁRTIR
 

Fuera del tiempo pascual:


PRIMERA LECTURA

De la segunda Carta del apóstol san Pablo a los Corintios 4, 7--5, 8

En las tribulaciones se manifiesta
la fuerza de Cristo

Hermanos: Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros. Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados, pero no abandonados; nos derriban, pero no nos rematan; en toda ocasión y por todas partes, llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo.

Mientras vivimos, continuamente nos están entregando a la muerte, por causa de Jesús; para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. Así, la muerte está actuando en nosotros, y la vida en vosotros.

Teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: «Creí, por eso hablé», también nosotros creemos, y por eso hablamos; sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús también con Jesús nos resucitará y nos hará estar con vosotros.

Todo es para vuestro bien. Cuantos más reciban la gracia, mayor será el agradecimiento, para gloria de Dios. Por eso no nos desanimamos. Aunque nuestro hombre exterior se vaya deshaciendo, nuestro interior se renueva día a día. Y una tribulación pasajera y liviana produce un inmenso e incalculable tesoro de gloria. No nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve. Lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno.

Es cosa que ya sabemos: Si se destruye este nuestro tabernáculo terreno, tenemos un sólido edificio construido por Dios, una casa que no ha sido levantada por mano de hombre y que tiene una duración eterna en los cielos; y, de hecho, por eso suspiramos, por el anhelo de vestirnos encima la morada que viene del cielo, suponiendo que nos encuentre aún vestidos, no desnudos. Los que vivimos en tiendas suspiramos bajo ese peso, porque no querríamos desnudarnos del cuerpo, sino ponernos encima el otro, y que lo mortal quedara absorbido por la vida. Dios mismo nos creó para eso y como garantía nos dio el Espíritu.

En consecuencia, siempre tenemos confianza, aunque sabemos que, mientras sea el cuerpo nuestro domicilio, estamos desterrados lejos del Señor. Caminamos sin verlo, guiados por la fe. Y es tal nuestra confianza, que preferimos desterrarnos del cuerpo y vivir junto al Señor.


Otra lectura:

Del libro de Ben Sirá 51, 1-12

Acción de gracias a Dios,
que libra a los suyos de la tribulación

Te alabo, mi Dios y salvador, te doy gracias, Dios de mi padre.

Contaré tu fama, refugio de mi vida, porque me has salvado de la muerte, detuviste mi cuerpo ante la fosa, libraste mis pies de las garras del abismo, me salvaste del látigo de la lengua calumniosa y de los labios que se pervierten con la mentira, estuviste conmigo frente a mis rivales. Me auxiliaste con tu gran misericordia: del lazo de los que acechan mi traspié, del poder de los que me persiguen a muerte; me salvaste de múltiples peligros: del cerco apretado de las llamas, del incendio de un fuego que no ardía, del vientre de un océano sin agua, de labios mentirosos e insinceros, de las flechas de una lengua traidora.

Cuando estaba ya para morir y casi en lo profundo del abismo, me volvía a todas partes, y nadie me auxiliaba, buscaba un protector, y no lo había. Recordé la compasión del Señor y su misericordia eterna, que libra a los que se acogen a él y los rescata de todo mal. Desde la tierra levanté la voz y grité desde las puertas del abismo, invoqué al Señor:

«Tú eres mi padre; tú eres mi fuerte salvador, no me abandones en el peligro, a la hora del espanto y turbación; alabaré siempre tu nombre y te llamaré en mi súplica».

El Señor escuchó mi voz y prestó oído a mi súplica, me salvó de todo mal, me puso a salvo del peligro. Por eso doy gracias, y alabo y bendigo el nombre del Señor.


SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Comentario sobre el salmo 61 (4: CCL 39, 773-775)

La pasión de Cristo no se limita únicamente a Cristo

Jesucristo, salvador del cuerpo, y los miembros de este cuerpo forman como un solo hombre, del cual él es la cabeza, nosotros los miembros; uno y otros estamos unidos en una sola carne, una sola voz, unos mismos sufrimientos; y, cuando haya pasado el tiempo de la iniquidad, estaremos también unidos en un solo descanso. Así, pues, la pasión de Cristo no se limita únicamente a Cristo; aunque también la pasión de Cristo se halla únicamente en Cristo.

Porque, si piensas en Cristo como cabeza y cuerpo, entonces sus sufrimientos no se dieron en nadie más que en Cristo; pero, si por Cristo entiendes sólo la cabeza, entonces sus sufrimientos no pertenecen a Cristo solamente. Porque, si sólo le perteneciesen a él, más aún, sólo a la cabeza, ¿con qué razón dice uno de sus miembros, el apóstol Pablo: Así completo en mi carne los dolores de Cristo?

Conque si te cuentas entre los miembros de Cristo, quienquiera que seas el que esto oigas, y también aunque no lo oigas ahora (de algún modo lo oyes, si eres miembro de Cristo); cualquier cosa que tengas que sufrir por parte de quienes no son miembros de Cristo, era algo que faltaba a los sufrimientos de Cristo.

Y por eso se dice que faltaba; porque estás completando una medida, no desbordándola; lo que sufres es sólo lo que te correspondía como contribución de sufrimiento a la totalidad de la pasión de Cristo, que padeció como cabeza nuestra y sufre en sus miembros, es decir, en nosotros mismos.

Cada uno de nosotros aportamos a esta especie de común república nuestra lo que debemos de acuerdo con nuestra capacidad, y en proporción a las fuerzas que poseemos, contribuimos con una especie de canon de sufrimientos. No habrá liquidación definitiva de todos los padecimientos hasta que haya llegado el fin del tiempo.

No se os ocurra, por tanto, hermanos, pensar que todos aquellos justos que padecieron persecución de parte de los inicuos, incluso aquellos que vinieron enviados antes de la aparición del Señor, para anunciar su llegada, no pertenecieron a los miembros de Cristo. Es imposible que no pertenezca a los miembros de Cristo quien pertenece a la ciudad que tiene a Cristo por rey.

Efectivamente, toda aquella ciudad está hablando, desde la sangre del justo Abel, hasta la sangre de Zacarías. Y a partir de entonces, desde la sangre de Juan, a través de la de los apóstoles, de la de los mártires, de la de los fieles de Cristo, una sola ciudad es la que habla.
 

Otra lectura:

San Agustín de Hipona, Sermón 329, en el natalicio de los mártires (12: PL 38, 14541456)

Preciosa es la muerte de los mártires,
comprada con el precio de la muerte de Cristo

Por los hechos tan excelsos de los santos mártires, en los que florece la Iglesia por todas partes, comprobamos con nuestros propios ojos cuán verdad sea aquello que hemos cantado: Mucho le place al Señor la muerte de sus fieles, pues nos place a nosotros y a aquel en cuyo honor ha sido ofrecida.

Pero el precio de todas estas muertes es la muerte de uno solo. ¿Cuántas muertes no habrá comprado la muerte única de aquel sin cuya muerte no se hubieran multiplicado los granos de trigo? Habéis escuchado sus palabras cuando se acercaba al momento de nuestra redención: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto.

En la cruz se realizó, un excelso trueque: allí se liquidó toda nuestra deuda, cuando del costado de Cristo, traspasado por la lanza del soldado, manó la sangre, que fue el precio de todo el mundo.

Fueron comprados los fieles y los mártires: pero la fe de los mártires ha sido ya comprobada; su sangre es testimonio de ello. Lo que se les confió, lo han devuelto, y han realizado así aquello que afirma Juan: Cristo dio su vida por nosotros; también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos.

Y también, en otro lugar, se afirma: Has sido invitado a un gran banquete: considera atentamente qué manjares te ofrecen, pues también tú debes preparar lo que a ti te han ofrecido. Es realmente sublime el banquete donde se sirve, como alimento, el mismo Señor que invita al banquete. Nadie, en efecto, alimenta de sí mismo a los que invita, pero el Señor Jesucristo ha hecho precisamente esto: él, que es quien invita, se da a sí mismo como comida y bebida. Y los mártires, entendiendo bien lo que habían comido y bebido, devolvieron al Señor lo mismo que de él habían recibido.

Pero, ¿cómo podrían devolver tales dones si no fuera por concesión de aquel que fue el primero en concedérselos? Esto es lo que nos enseña el salmo que hemos cantado: Mucho le place al Señor la muerte de sus fieles.

En este salmo el autor consideró cuán grandes cosas había recibido del Señor; contempló la grandeza de los dones del Todopoderoso, que lo había creado, que cuando se había perdido lo buscó, que una vez encontrado le dio su perdón, que lo ayudó, cuando luchaba, en su debilidad, que no se apartó en el momento de las pruebas, que lo coronó en la victoria y se le dio a sí mismo como,Ipremio; consideró todas estas cosas y exclamó: ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?Alzaré la copa de la salvación.

¿De qué copa se trata? Sin duda de la copa de la pasión, copa amarga y saludable, copa que debe beber primero el médico para quitar las aprensiones del enfermo. Es ésta la copa: la reconocemos por las palabras de Cristo, cuando dice: Padre, si es posible, que se aleje de mí ese cáliz.

De este mismo cáliz afirmaron, pues, los mártires: Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre. «¿Tienes miedo de no poder resistir?» «No», dice el mártir. «¿Por qué?» «Porque he invocado el nombre del Señor». ¿Cómo podrían haber triunfado los mártires si en ellos no hubiera vencido aquel que afirmó: Tened valor: yo he vencido al mundo? El que reina en el cielo regía la mente y la lengua de sus mártires, y por medio de ellos, en la tierra, vencía al diablo y, en el cielo, coronaba a sus mártires. ¡Dichosos los que así bebieron este cáliz! Se acabaron los dolores y han recibido el honor.

Por tanto, queridos hermanos, concebid en vuestra mente y en vuestro espíritu lo que no podéis ver con vuestros ojos, y sabed que mucho le place al Señor la muerte de sus fieles.


EVANGELIO:
Jn 15, 18-21 (o bien: Mt 10, 17-22).

HOMILÍA

San Jerónimo, Tratado sobre el salmo 115, (1217: CCL 78, 243245

Jesús vence en su mártir, y en su mártir él es coronado

¿Cómo pagaré al Señor por el bien que me ha hecho? No tengo con qué pagarle sino derramando mi sangre por él, siendo su mártir. Esta es la única retribución digna de él: devolver la sangre con la sangre, de modo que, liberados por el Salvador, por el Salvador derramemos gustosamente la sangre.

Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre. Alzaré, pues, la copa de Jesús. ¿Cuál es esa copa de Jesús? Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz. Y: ¿Sois capaces —dijo— de beber el cáliz que yo he de beber? A lo que añadió inmediatamente: Mi cáliz lo beberéis. ¿Que por qué ha dicho esto? Pues para que comprendamos que el cáliz son los sufrimientos del martirio. ¡Gran cosa es el martirio! ¿Y por qué es grande? Porque devuelve al Señor lo que del Señor había recibido. Cristo padeció por el mártir, y el mártir padece por el nombre de Cristo. Yahemos dicho que el mártir no tiene otra cosa con qué pagar al Señor, y el Señor da por saldada la deuda, puesto que sabe que su siervo no tiene otra cosa con qué satisfacer. ¿Dónde dar con la reciprocidad? Dios padeció por los hombres, el Señor por el siervo, el justo por el pecador; ¿dónde está la igualdad? Mas como el siervo no tiene otra cosa con qué pagar al Señor, Dios, en su clemencia, acepta el martirio como saldo equivalente.

Alzaré la copa de la salvación. Pero este mismo martirio —dice el mártir— no se debe a mi fortaleza, sino a la gracia de Dios: por eso no puedo beber el cáliz sin antes invocar el nombre del Señor. Jesús vence en su mártir, y en su mártir él es coronado.

Rompiste mis cadenas: te ofreceré un sacrificio de alabanza. Es una felicidad realmente grande poder acercarse al Señor sin tener la conciencia gravada. Cualquier santo que muera de muerte natural, aunque haya practicado la misericordia, haya hecho milagros y arrojado demonios, no se siente seguro al ir al Señor: su conciencia se echa a temblar al ver al Señor. En cambio, el mártir, aun cuando hubiera pecado después de recibir el bautismo, lavado por el segundo bautismo martirial, se dirige tranquilo hacia el Señor. Rompiste mis cadenas. Sus propias culpas enredan al malvado: pero en mi martirio has roto las cadenas de mis pecados, y con las cadenas me has trenzado una corona de victoria. Pues si creció el pecado, más desbordante fue la gracia.

Te ofreceré un sacrificio de alabanza. Después del martirio, ¿dónde ofrece sacrificios? En el país de la vida. Te ofreceré —dice— un sacrificio. ¿Qué sacrificio? ¿Un cabrito o un becerro tal vez? Esos eran sacrificios en vigor bajo la ley judía, y pertenecen al pasado. Te ofreceré un sacrificio de alabanza: ésta es la alabanza de los mártires.

Y así como los mártires. ofrecen al Señor una alabanza pura en el país de la vida, así también los monjes, que día y noche salmodian para el Señor, deben tener la pureza de los mártires, pues también ellos son mártires. Lo que hacen los ángeles en el cielo, lo hacen los monjes en la tierra.


Tiempo pascual:

PRIMERA LECTURA

Del libro del Apocalipsis 7, 9-17

Visión de la muchedumbre inmensa de los elegidos

En aquellos días, yo, Juan, vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritaban con voz potente:

«¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!».

Y todos los ángeles que estaban alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro vivientes cayeron rostro a tierra ante el trono, y rindieron homenaje a Dios, diciendo:

«Amén. La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de, gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén».

Y uno de los ancianos me dijo:

«Esos que están vestidos con vestiduras blancas ¿quiénes son y de dónde han venido?».

Yo le respondí:

«Señor mío, tú lo sabrás».

El me respondió:

«Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero. Por eso están ante el trono de Dios, dándole culto día y noche en su templo. El que se sienta en el trono acampará entre ellos. Ya no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el sol ni el bochorno. Porque el Cordero que está delante del trono será su pastor, y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos».


SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Comentario sobre el salmo 61 (4: CCL 39, 773-775)

La pasión de Cristo no se limita únicamente a Cristo

Jesucristo, salvador del cuerpo, y los miembros de este cuerpo forman como un solo hombre, del cual él es la cabeza, nosotros los miembros; uno y otros estamos unidos en una sola carne, una sola voz, unos mismos sufrimientos; y, cuando haya pasado el tiempo de la iniquidad, estaremos también unidos en un solo descanso. Así, pues, la pasión de Cristo no se limita únicamente a Cristo; aunque también la pasión de Cristo se halla únicamente en Cristo.

Porque, si piensas en Cristo como cabeza y cuerpo, entonces sus sufrimientos no se dieron en nadie más que en Cristo; pero, si por Cristo entiendes sólo la cabeza, entonces sus sufrimientos no pertenecen a Cristo solamente. Porque, si sólo le perteneciesen a él, más aún, sólo a la cabeza, ¿con qué razón dice uno de sus miembros, el apóstol Pablo: Así completo en mi carne los dolores de Crissto?

Conque si te cuentas entre los miembros de Cristo, quienquiera que seas el que esto oigas, y también aunque no lo oigas ahora (de algún modo lo oyes, si eres miembro de Cristo); cualquier cosa que tengas que sufrir por parte de quienes no son miembros de Cristo, era algo que faltaba a los sufrimientos de Cristo.

Y por eso se dice que faltaba; porque estás completando una medida, no desbordándola; lo que sufres es sólo lo que te correspondía como contribución de sufrimiento a la totalidad de la pasión de Cristo, que padeció como cabeza nuestra y sufre en sus miembros, es decir, en nosotros mismos.

Cada uno de nosotros aportamos a esta especie de común república nuestra lo que debemos de acuerdo con nuestra capacidad, y en proporción a las fuerzas que poseemos, contribuimos con una especie de canon de sufrimientos. No habrá liquidación definitiva de todos los padecimientos hasta que haya llegado el fin del tiempo.

No se os ocurra, por tanto, hermanos, pensar que todos aquellos justos que padecieron persecución de parte de los inicuos, incluso aquellos que vinieron enviados antes de la aparición del Señor, para anunciar su llegada, no pertenecieron a los miembros de Cristo. Es imposible que no pertenezca a los miembros de Cristo quien pertenece a la ciudad que tiene a Cristo por rey.

Efectivamente, toda aquella ciudad está hablando, desde la sangre del justo Abel, hasta la sangre de Zacarías. Y a partir de entonces, desde la sangre de Juan, a través de la de los apóstoles, de la de los mártires, de la de los fieles de Cristo, una sola ciudad es la que habla.


EVANGELIO: Jn 17, 11-19

San Atanasio de Alejandría, Sermón sobre la encarnación del Verbo (27-28: PG 25, 142-146)

¿Dónde está, muerte, tu victoria?

Que la muerte ha sido destruida y que la cruz es una victoria conseguida por la muerte, que la muerte ha perdido todo su ascendiente y está verdaderamente muerta, tenemos de ello una prueba clara y un testimonio evidente: todos los discípulos de Cristo desprecian la muerte, la combaten sin miedo alguno, y con la señal de la cruz y la fe en Cristo la pisotean como a cosa muerta.

Hubo un tiempo —antes de la divina venida del Salvador–, en que la muerte era el terror hasta de los mismos santos, y todos lloraban a sus muertos como si los hubieran definitivamente perdido. Pero ahora, después que el Señor resucitó de entre los muertos, la muerte ya no es algo temible, y todos cuantos creen en Cristo la desprecian como una cosa sin valor, prefiriendo morir antes que renegar de su fe. Tienen la certeza de que no perecen con la muerte, sino que la muerte es un comienzo de vida y que la resurrección los hará incorruptibles. El demonio que en otro tiempo malignamente amenazaba a los hombres con la muerte, ahora, destruida la aflicción que sigue a la muerte, es el único realmente muerto. Y la prueba está en que antes de que los hombres creyeran en Cristo, tenían a la muerte como algo espantoso y la rehuían; después de abrazar la fe y la doctrina de Cristo, la desprecian olímpicamente hasta el punto de salir a su encuentro con admirable entereza de ánimo, convirtiéndose en testigos de la victoria obtenida por el Salvador en su resurrección.

Son todavía unos niños por la edad, y ya se apresuran a su encuentro; se preparan adiestrándose contra la muerte, no sólo los hombres, sino también las mismas mujeres. La muerte está debilitada hasta el extremo de que las mismas mujeres, anteriormente engañadas por ella, hacen ahora burla de la muerte viéndola reducida a la nada.

Una vez vencida la muerte por el Salvador y clavada en la cruz como en la picota, atada de pies y manos, todos los que caminan en Cristo la pisotean y, dando testimonio de Cristo, se burlan de la muerte y la insultan, repitiendolas palabras escritas por el Apóstol: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?

¿Acaso es una prueba de escaso valor de la debilidad de la muerte, o una pobre demostración de la victoria alcanzada por el Salvador sobre la muerte, el que los jóvenes cristianos, de uno y otro sexo, desprecian la vida presente y se dispongan a morir? El hombre teme instintivamente la muerte y la disolución de su cuerpo. Y, cosa extraña, el que ha abrazado la locura de la cruz minusvalora este sentimiento natural, y, a causa de Cristo, no tiene miedo de morir.

Pero si después de acontecimientos tan grandes, después de que tantos sufrieron el martirio por Cristo, después de este insulto inferido cada día a la muerte por los más gloriosos atletas de Cristo: si después de todo esto hay alguno que abriga sus dudas sobre la efectiva destrucción de la muerte y sobre su fin, este tal hará bien en ponerse a meditar sobre el alcance de cosas tan grandes; pero que no se aferre a su incredulidad ni caiga en la imprudencia de negar hechos comprobables.

Y así como el que ha hecho el experimento del amianto sabe que es incombustible, y el que desea ver al tirano encadenado se dirige al reino del vencedor, así también el que duda de la victoria sobre la muerte debe aceptar la fe de Cristo y matricularse en su escuela. Entonces comprobará la debilidad de la muerte, y verá la victoria sobre ella conseguida. Muchos de los que al principio se resistían a creer y se burlaban de nosotros, más tarde han abrazado la fe y han despreciado la muerte, hasta el punto de convertirse en mártires de Cristo.