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P E R S O N A
Carlos Díaz
1. Raíces filosóficas del personalismo
PERSONALISMO/RAICES
a) Raíz antigua y medieval
Dos dimensiones cruzan la noción de persona en la antigüedad y en
el medievo, ambos tan fecundados por lo cristiano: por un lado, su
consideración como realidad «en sí»; y por otra parte, como realidad
relacional.
- La persona como realidad «en si»,
por si», independiente
e incomunicable de derecho
Antes del cristianismo, el término ousía, el ser propio de cada
realidad, fue usado a veces por Aristóteles para designar la sustancia
individual concreta 1, esto es, aquello que siendo siempre sujeto nunca
es predicado (como próte ousia, pues), pero otras veces lo usó para
designar la especie o el género, la esencia o predicado común a varias
sustancias individuales concretas, la esencia.
Para evitar esta ambivalencia, se distinguió entre ousía como
esencia o comunidad, e hipóstasis como sustancia individual o
propiedad no común, de ahí que equivaliese a prote ousía: la
hipóstasis como ousía átomos, vale decir, como supuesto, en tanto
poseedora de perfecta subsistencia, y de ahí procede la expresión
suppositum aut hypostasis.
Los filósofos cristianos comenzaron traduciendo por substantia tanto
ousía como hipóstasis, pero cuando ousía comenzó a designar lo que
es común a varias sustancias individuales concretas, es decir, cuando
ousía se usó como equivalente no a «individualidad sustancial», sino a
«comunidad», no se pudo conservar la misma palabra substantia.
Entonces, tal vez introducido por Tertuliano en el uso legal, se propuso
el término persona: sustancia completa que existe por si misma.
Sin embargo en el lenguaje teológico se usó cada vez más persona
(e hipóstasis) para referirse primariamente al as personas divinas,
hablándose de hipóstasis como persona divina, e introduciéndose la
expresión unión hipostática para designar la unidad de dos naturalezas
en una hipóstasis o persona: así la unión en la sola persona única e
indivisible del Dios Hijo de las dos naturalezas de Cristo, la naturaleza
divina y la naturaleza humana.
Más tarde, Boecio en su Liber de persona et duabus naturis 2
define a la persona como rationalis naturae individua substantia,
sustancia individual de naturaleza racional, que existe por derecho
propio (sui iuris) y es perfectamente «incomunicable».
- La persona como entidad relacional
Junto a esa definición de la persona tan vinculada a lo teológico se
encuentra otra no en menor medida construida al filo de la teología,
aunque más bien entre algunos padres griegos, y en occidente
elaborada por Ricardo de San Víctor, el cual distingue entre el sistere
en que consiste la naturaleza, y el exsistere, el «venir de» u
«originarse de», en que consiste el ser persona.
Ello no niega a la persona su «independencia» o, mejor, su
subsistencia, pues la relación es entendida como una «relación
subsistente», relación primariamente a Dios, de quien la persona
recibe su naturaleza, y a los demás hombres, en cuanto personas.
A la vez, los autores que destacaron la «independencia» o
«subsistencia» de la persona tampoco negaron por entero su
condición relacional, más modernamente acentuada por los sistemas
filosóficos contemporáneos, especialmente por la fenomenología.
b) Raíz kantiana:
Rehabilitación de la persona por la conciencia moral
- Kant, que se había encontrado con las mismas dificultades que
Hume para conocer a la persona por vía de la Bewusstsein (conciencia
gnoseológica), la reconoce por la vía de la Gewissen (conciencia
moral). Efectivamente, el conocimiento del yo por medio del homo
phänomenon sólo puede ser empírico: «La proposición yo pienso o yo
existo pensando es una proposición empírica» 3, pero de tal «yo
pienso» solo sabemos que «debe acompañar a todas mis
representaciones» 4, un «debe» que es un «debería» o un «no estaría
mal que», pero del que nada puede decirse a ciencia cierta, valga la
expresión.
-Así que la definición del yo viene por otro camino, el del homo
noumenon libre y no sometido en su conciencia moral a las
determinaciones empíricas contingentes: mientras «la crítica
especulativa -dice Kant- se esforzó por dar a los objetos de la
experiencia como tales, y entre ellos a nuestro propio sujeto, el valor
de meros fenómenos... ahora sin embargo la razón práctica por sí
misma, y sin haberse concertado con la especulativa, proporciona
realidad a un objeto suprasensible de la categoría de la causalidad, a
saber, a la libertad» 5. Como ha dicho Adela Cortina, Kant «intentó
construir... una auténtica antroponomía, una imagen normativa de
hombre, extraída desde los principios del deber» 6.
- Aquel que niegue de entrada la libertad humana no podrá
reconocerse en Kant, como tampoco aquel otro que quiera reducir la
distancia enorme que en Kant se abre entre la libertad no sometida a
los impulsos naturales, y los impulsos naturales no conocedores de
libertad; finalmente, tampoco podrían entenderse con Kant quienes no
estuvieran dispuestos a aceptar dos corazones tan distintos, el puro
teórico y el puro práctico. Ahora bien, aceptados los postulados
kantianos, no hay más remedio que definir con él a la persona como
«libertad e independencia frente al mecanismo de la naturaleza entera,
consideradas a la vez como la facultad de un ser sometido a leyes propias,
es decir, a leyes puras prácticas establecidas por su propia razón».
Kant entiende, pues, a la persona como «libertad de un ser racional
bajo leyes morales» dadas por el racional a sí mismo, lo cual no
significa que fueran arbitrarias, pues entonces carecerían de
racionalidad, en la medida en que racionalidad y universalidad se
implican recíprocamente.
- A Kant, esa libertad racional bajo leyes morales capaz de darse a
sí misma su propio comportamiento moral (su antroponomía) le fascina:
«Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y
crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la
reflexión: el cielo estrellado sobre mi, y la ley moral en mí.
- Por esa razón, de ninguna otra parte que no fuera el propio pecho
libre acepta Kant que salga el comportamiento humano, de ahí que
esta idea de lo personal «despierta el respeto y nos pone ante los ojos
la sublimidad de nuestra naturaleza» 8.
«A un hombre honrado, en la mayor de las desgracias de la vida, desgracia
que hubiera podido evitar sólo con haber podido saltar por encima del deber,
¿no le mantiene siempre firme la conciencia de haber conservado en su
dignidad y honrado la humanidad en su persona, de no tener motivo para
avergonzarse de sí mismo y evitar el espectáculo interior del examen de sí
mismo? Este consuelo no es felicidad... La majestad del deber no tiene nada
que ver con el goce de la vida» 9.
- Dado este carácter sumamente valioso y sin parangón natural del
obrar personal, nada tiene de extraño que Kant, rechazando toda
instrumentalización de la libertad humana que pretendiera utilizarla
como medio, defina a ese libre obrar humano personal como fin en sí
mismo:
«En toda la creación puede todo lo que se quiera y sobre lo que se tenga
algún poder ser también empleado sólo como medio; únicamente el hombre,
y con él toda criatura racional, es fin en sí mismo. El es, efectivamente, el
sujeto de la ley moral, que es santa gracias a la autonomía de su libertad»
10.
- De ahí que lo propio de todo fin en sí, de toda persona, sea
respetar a Ios demás fines en si:
«El deber de amar al prójimo puede expresarse también del siguiente
modo: Es el deber de convertir en míos los fines de otros (solamente en la
medida en que no sean inmorales); el deber de respetar a mi prójimo está
contenido en la máxima de no degradar a ningún otro hombre convirtiéndole
únicamente en medio para mis fines (no exigir que el otro deba rebajarse a sí
mismo para entregarse a mi fin)» 11.
De esta forma, aunque Kant abre a su vez la persona a la
trascendencia afirmando que si Dios no existiera esa ley moral
personal quedaría frustrada y carecería de sentido, y aunque viene a
resolverse en las afirmaciones básicas cristianas, sin las cuales pese a
todo Kant no hubiera escrito lo que escribió, ensaya por su parte con
originalidad extraordinaria una vía de autonomía moral que le resultará
muy querida a la conciencia contemporánea.
c) Raíz fenomenológica:
La intencionalidad respondente
También la fenomenología, al acentuar la dimensión relacional de la
persona entendida intencionalmente, ha realizado en nuestros días
importantes aportaciones gracias a Edmund Husserl Por nuestra parte,
con el máximo esquematismo, mostraremos a continuación tan sólo
algunas de las dimensiones éticas derivadas de la filosofía husserliana
de la intencionalidad, recogidas luego por fenomenólogos
personalistas como Lévinas y otros:
La persona es un ser necesitado, menesteroso, abierto desde su origen, y sólo se desarrolla y planifica en el buen trato con el otro y consigo mismo.
- Si, pues, ser es ser-con-otro, y no meramente co-existiendo, ello
exige dar respuesta, es decir, afrontar la relación con el otro, que por
ser otro es pregunta, otro que -por tanto- también soy yo mismo para
mí mismo en cuanto que asimismo devengo pregunta para mí. Todo
preguntar es un abrirse relacionalmente.
- Tal apertura sólo resulta humana si solícita, nunca destitutiva ni
destructiva. Esa apertura le hace al hombre «pastor del ser»
(Heidegger) y, más en concreto, «guardián del hermano» (Lévinas).
- Por ende, si me cierro y no doy respuesta para evitarme las
molestias de toda relación interrogadora, entonces me inhibo y digo
cainitamente: «¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?» 12. Al
volverme incircunciso de oído, sordo a la llamada del otro, también me
vuelvo absurdo, absurdus, sordo en el origen. Y así, por evitar a los
otros alegando que son el infierno (Sartre), devengo verdugo en la
medida en que no respondo a su llamada, pues no responder a la
llamada escuchada significa generar victimación.
Y además, si sólo respondo de mí, ¿aún puedo decir que soy yo?
De modo y manera que sólo por un respondente «heme-aqui-parati»
devengo responsable.
- Cuando opto por una respuesta selectiva y digo: «Prójimo es sólo
mi familiar, o mi amigo, o en todo caso aquel con el que me vinculo
gratamente», entonces no he sobrepasado aún los estrechos límites
de la ley del Talión, que dice: «Ojo por ojo, diente por diente, mano por
mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida,
cardenal por cardenal». Pero de ese modo no salgo del egoísmo,
aunque sea apelando a la reciprocidad y a la simetría. Sólo el
universalismo de la conducta, que deja atrás el egoísmo, plenifica
relacionalmente.
- En consecuencia, un comportamiento universalizable exige, como
ha señalado Emmanuel Lévinas, un trastorno del egoísmo, y por ende
una afirmación de la disimetría, que podríamos formular como sigue:
Los deberes del otro no son derechos para mi, mis deberes si son
derechos para el otro.
-Claro que, en este orden de cosas, hay que tener cuidado para
evitar la autoabsorción por el otro, pues, si tal no se evitara, se
produciría una relación sin relación, es decir, la mera dependencia, la
cual no es buena ni del otro hacia mí, ni de mí hacia el otro.
- De ahí el necesario cuidado de si mismo, el amor a mí mismo tanto
como al otro. Esto conlleva la afirmación de la autorrealización
heterorrealizante, que es en el fondo la reconciliación plena: del otro
conmigo, mía con el otro
- Y esta relacionalidad se ha de abrir social y políticamente, pues la
relación de intimidad personal ha de prolongarse en una afirmación de
intimidad transpersonal, donde se conserve la identidad de la relación
diádica (Nédoncelle), pero se la potencie comunitariamente, como
siempre defendió el personalismo, que sólo lo es si también se afirma
comunitariamente, por cuanto que desea que su beso abarque a la
entera humanidad.
Dicho de otro modo: La respuesta al tú concreto exige su apertura
relacional hacia el universal político (de la polis), donde la actuación
amorosa y responsable exige a la par su implantación técnica.
d) El personalismo comunitario
Al basarse en el cristianismo el reconocimiento de la dignidad de
todo ser humano, y al ponerse gracias a él en ejercicio la invitación al
amor universal, todo estaba ya abierto y facilitado para la especulación
filosófica personalista. Por eso el personalismo, desde la convicción
bíblica abierta a todos los hombres de buena voluntad, acepta y se
constituye en heredad de la doble tradición escolástica antigua y
medieval, del kantismo y de la fenomenología, que son las tendencias
filosóficas más acordes con su visión.
Y por eso la afirmación que hacemos a continuación se desprende
de suyo y con plena naturalidad de todo lo anterior, a saber, el
personalismo es el cruce de todos los caminos ya señalados. Este
cruce de caminos es abierto como tal cruce, por eso más que un
sustantivo se convierte en un modesto adjetivo, pues puede darse un
tomismo personalista, un kantismo personalista, una fenomenología
personalista, etc., a su vez de carácter formal, procedimental, etc.
El personalismo, filosofía y experiencia, no resulta fácil de vivir en un
mundo impersonal, pero no por ello deja de ser una vivencia
apasionante, que por saberse fundada en la gratuidad se asume con
fe, se vive con esperanza, y se derrama en caridad, virtudes teologales
y por ende provinientes de Dios. En ellas tienen las virtudes cardinales
humanas su asiento y desarrollo.
2. Por una definición integradora de la realidad personal
Así las cosas, si nos situásemos de parte de Boecio, entonces en la
medida en que tenemos naturaleza habríamos de ser coherentes con
ella, y dado que la naturaleza de que hablamos constituye nuestro «sí
mismo», y es buena para nosotros, entonces habría que desarrollarla
racionalmente haciendo el bien y procurando evitar el mal.
Pero si hiciésemos caso a sus críticos surgidos en los siglos XIX y
XX, por ejemplo al Freud para quien nuestra identidad se compone de
tres pulsiones básicas, el ello, el yo, y el superyó, y al Nietzsche para el
cual somos lo que en cada instante hace nuestra voluntad de poder,
de tal suerte que más que poder decir que «somos» deberíamos decir
que «estamos», entonces esa hipotética «naturaleza» de Boecio, lejos
de existir como un soporte fijo, consistiría a lo sumo en cambiar, en
potenciarse con carácter fragmentario, y el bien y el mal de los que
habitualmente se habla como algo axiológicamente invariable e
inmutado distarían mucho de poderse definir por ella.
Así que, situados en la perspectiva de Freud y de Nietzsche, no
existiendo en modo alguno bien ni mal por naturaleza, habríamos de
ser incoherentes y discontinuistas, estándonos por ello cualquier
acción permitida. Freud, en efecto, nos pediría que diésemos rienda
suelta a las pulsiones sexuales, en la medida de lo posible, que sólo
controlásemos las pulsiones de nuestros instintos a fin de poder
guardar las normas de convivencia sociales siempre inevitablemente
necesarias (aunque «de suyo» no), toda vez que el dar en todo
momento absoluta rienda suelta a nuestros deseos acarrearía
innúmeros problemas de convivialidad.
Por su parte, Nietzsche irá más lejos. El nietzscheano, no recatado
ni siquiera ante la convención social, pedirá no reprimir nada en
absoluto, aunque eso conllevara problemas, los propios de la
oposición de distintas voluntades de poder. Para Nietzsche, si te
atreves, eres bueno; para Freud, si funciona tu comportamiento y te
sientes mejor, eso está bien. Todo lo que en Boecio fuera naturaleza
resulta aquí pulsión momentánea y funcional.
Como estamos viendo, el sujeto contemporáneo de Freud o de
Nietzsche no es un sujeto ético, sino un sujeto patético, que ejerce su
«pathos» conforme a su voluntad, en la medida en que puede. Lo
importante para estos pensadores posboecianos es afirmar la pasión,
sentirse afirmando la propia voluntad o el propio deseo, y afirmado por
ellos, porque la voluntad y el deseo serían más fuertes que la razón
moral y mucho más que una hipotética «naturaleza» humana. En
ambos casos, el «más allá del bien y del mal» indicaría que no existe
otra exigencia de virtud que la victoria o la evitación del dolor, mientras
que los valores morales objetivos ejercidos naturalmente por la
persona desaparecen.
No extrañará que, así las cosas, la gran dificultad consista en
entenderse entre quienes creen que es posible una persona como
sujeto moral o ético (aunque este sujeto moral no tenga las
características del boeciano, y sí por ejemplo más bien las del sujeto
kantiano, etc.) y aquellos otros para los cuales nuestra existencia no
pasa de ser la de un sujeto patético.
Es ésta una gran tensión, en efecto, pues no se vive de la misma
manera cuando se está convencido de que hay que ser coherentes
con una naturaleza y un proyecto, que cuando se vive
des-naturalizadamente y con la mera voluntad como proyecto
ejercitable en cada momento, aunque fuere en direcciones distintas. Y
tampoco se construye lo mismo una polis cuando se piensa que el
sujeto, por mucho que cambie, guarda una cierta permanencia que le
obliga a la coherencia y a la fidelidad (aunque se trate incluso de una
fidelidad evolutiva e histórica), que cuando por el contrario se estima
que palabras tales como «coherencia», «permanencia», «fidelidad» o
«naturaleza» deben ser remitidas cual antiguallas al baúl de los
recuerdos pasados, pues que todo cambia, nada permanece, todo
está permitido en la medida en que todo vive de la relatividad, y, en fin,
nunca te bañarás dos veces en el mismo río.
De todos modos, algo parecen tener de sustrato inmutable los
siempre partidarios del cambio, a saber, que hacen siempre lo mismo,
aunque sea para cambiar siempre. En su extremo opuesto, aquellos
que afirman la imposibilidad de todo cambio y que ellos son la
expresión quintaesenciada de esa total inalterabilidad, también esos
cambian, pues al final terminan quedándose desplazados respecto del
entorno, lo que les lleva a ser diferentes a sí mismos, pues, aunque no
nos guste, todos nos definimos también por relación al lugar que los
otros ocupan en nuestro entorno. eI mismo que estaba acompañado,
pero ahora no lo está porque se ha quedado solo, ese mismo ha
cambiado por mor del cambio de su circunstancia vital.
Es por esto por lo que desde nuestro punto de vista entre los dos
extremos de los mutantes y de los inmutados, lo que cabe es plantear
la posibilidad y la exigencia de un yo serio, permanente, a la par que
cambiante y alegre, de un yo a la vez eterno y contingente, olímpico y
któnico, ético pero no dogmático. Ni sólo Boecio, pues, ni solamente
Freud-Nietzsche. Nuestro punto de vista se mueve reivindicando la
exigencia de integración de Parménides el inmovilista y de Heráclito el
torbellino, en torno por ende a la exigencia de articular un nuevo sujeto
en la encrucijada entre los clásicos y los modernos. Un nuevo
aristotelismo o, si se prefiere, un nuevo espíritu dialéctico, un esfuerzo
más por reconstruir la subjetividad se impone.
Así las cosas, aunque Aristóteles define al hombre como «animal
que tiene razón» (lo que en el fondo resultará ser la misma definición
de Boecio, si bien más primitiva porque no ha pasado por ella la
elaboración a que la sometiera el concilio de Nicea), quizá fuera
oportuno en orden a la reconstrucción del sujeto por la que estamos
abogando recordar aquí la caracterización que hace Platón del hombre
como «ser intermedio»: ni ángel, ni bestia (ni totalmente ello sensual)
ni ángel (absolutamente superyó perfeccionista), ni permanentemente
travestido ni permanentemente aquinético, ni radicalmente monolítico
ni radicalmente exento de pluralidad tensional en ese su inagotable
«nosotros interior». Cuantos se han acogido a la definición de Platón
han definido a la vez la realidad personal como gran sufrimiento y gran
esperanza. Estas últimas adjetivaciones («gran», «gran) están
intencionadamente traídas a colación para evitar confundir la humana
condición medial con una condición mediocre: El ser humano
intermedio no debería identificarse con el ser humano tibio, ni frío ni
caliente.
Ciertamente, muchas veces no somos libres para asumir aspectos
modernos, abiertos gracias a Freud y a Nietzsche, pero en otras
ocasiones no cabe negar que quien más y quien menos intuye que lo
de Freud y de Nietzsche es una superchería, porque cada cual sabe a
ciencia cierta que hasta en la irrequietud y el torbellino de su dislocado
existir él es él, su yo mismo, la mismidad de su yo, su yo boeciano.
Como se ha escrito, al prototipo de un yo mineralizado en carácter ha
de sucederle un perfil de madurez humana con plasticidad y
adaptabilidad activa a las personas, capaz de acometer inéditos
proyectos que no han de significar irresponsabilidad o transfuguismo,
con gesto liberador de quitarse mansamente la coraza, yendo hacia un
hombre nuevo. Desde esta perspectiva hay que entenderse
Pero ocurre, en efecto, que todos tenemos, unos más y otros
menos, un poco de liberadores y otro poco de no liberados, pero
también el que se libera es porque tiene ataduras, a las cuales llega en
ocasiones conscientemente, y en otras inconscientemente,
conservando de todas formas muchas vivencias subconscientes.
Además, el tiempo se encarga de mediar en la continuidad del existir,
introduciendo grietas y fragmentos múltiples que rebajan mucho la
coherencia y las pretensiones de continuidad.
En resumen, ¿podría ese ser humano que con Platón hemos
definido como «intermedio» actuar sin tener en cuenta a la vez la
convicción y la responsabilidad? Mientras tanto, en una existencia que
podríamos definir como dramática, es la esperanza lo que aúna firmeza
(firmitas) y enfermedad (infirmitas).
Pasemos, así las cosas, al análisis de la condición personal más de
cerca. ;
3. La persona, fin en sí
PERSONA/FIN-EN-SI: Podríamos esperar que el personalismo
comenzara definiendo la persona, pero sólo se definen los objetos
exteriores al hombre, y que lo definido queda delimitado, y el ser
personal no puede ser definido por nada, antes al contrario es él quien
define o delimita a todo lo que no es persona. Dicho de otro modo, la
persona no es un objeto, ella es lo que no puede ser tratado como
objeto. Realidades inconmensurables, no existen las piedras, los
árboles y los animales, y junto a ellos las personas que fueran árboles
móviles o animales más astutos, no. La persona no es un objeto
mundano, ni siquiera el más maravilloso de los objetos mundanos,
cognoscible desde el exterio como los demás y desde allí mensurable,
sino que ella es la única realidad presente intencionalmente en todas
partes, pero no reductible a ningun sitio.
Esto no impide que se produzcan aproximaciones puramente
descriptivas a la condición personal, y de ese modo Emmanuel Mounier
perfila así el perímetro de lo personal:
«Una persona es un ser espiritual constituído como tal por una manera de subsistencia y de independencia en su ser; conserva esa subsistencia por la adhesión a una jerarquía de valores libremente aceptados, asimilados y vividos por un compromiso responsable y una constante conversión; unifica así toda su actividad en la libertad, y desarrolla además a impulsos de actos creadores su vocación personal».
Irreductible, pues, a las cosas, la persona es fin en sí misma, fin en
sí misma pero no el final de sí misma, pues queda abierta a lo que la
funda y trasciende, y por ende irreductible a las cosas e inobjetivable,
esto es, no tratable como objeto, de ahí que no deba preguntarse
«qué» o qué cosa sea la persona, sino al contrario «quién» es ella,
cuáles sus caracteres constituyentes. La persona es, por lo antedicho,
y sólo podría ser, la realidad suprema sobre la tierra, cualitativamente
distinta a todo lo demás (y no sólo cuantitativamente), una realidad
ontológicamente digna, un fin en sí y nunca un medio.
El hombre es persona, algo que nos habla de la eminente dignidad
merecida: «Trátame como a un ser humano», decimos recabando del
otro un respeto superior, equivalente a un «no me trates como si yo
fuera un mero animal». Por morales, dice Kant, no solamente nos
vemos elevados a la condición de «hombres», sino también a la de
«personas», no solamente a la de sujetos (entidades meramente
contrapuestas a los objetos en la relación cognoscitiva), sino también a
la condición de personas especialmente revestidas de excelsitud, y por
ende tan disimétricas frente a todo lo demás en el mundo como por
encima de ello.
En esta línea asegura Kant que «toda moral está fundada en el
supuesto de que el hombre es un ser libre». La libertad, atributo y
atribución primordial de la persona que de este modo no se subordina
a las determinaciones de la naturaleza a la que supera y trasciende, la
libertad, decíamos, no se atiene o subordina a ningún otro imperativo
que no sea el de su buena voluntad, la cual le posibilita obrar
categóricamente, esto es, con fuerza de ejemplaridad universalizante,
para loor y gloria de todos los hombres en todo tiempo y en cualquier
espacio. Cuando así de incondicionadamente actúa la persona,
cuando actúa siguiendo su deber moral en orden a lo bueno, entonces
hace lo que todos aprueban, ya que quiere para los demás lo que
quiere para sí misma.
Pero un ser moral tal y como Kant lo dibuja, la persona, resulta
superior a toda otra condición creatural, porque no se subordina a las
cosas, antes al contrario las subordina él mediante su buena voluntad
libre puesta al servicio del deber. Quien así actúa no puede ser
tomado como medio, es un fin en sí; y como tal no podría tomar a los
demás cual medio para su propia liberación, pues entonces no obraría
de tal modo que su comportamiento valiese universalmente. Quien así
actúa, en fin, lejos de tomar a los otros como un medio, ni siquiera les
mentirá por filantropía o en beneficio suyo, porque de ninguna mentira
puede esperarse que la mentira sirva al hombre, el ser que busca la
verdad por excelencia.
Ese fin en sí mismo tiene, pues, valor y no precio, no habiendo
dinero ni cosa alguna que sirva para comprarle; ni comprable ni
vendible, la persona es la medida de todo lo que se compra y se
vende, alguien, en suma, absolutamente digno y no mediatizado por
nada, tan digno por ello como merecedor de eternidad. Henos, pues,
ante la persona como realidad estructuralmente superior.
4. La persona, estructura de realidades
a) La persona, animal de realidades
«El hombre es el animal que animalmente trasciende de su propia
animalidad, de sus estructuras orgánicas. El hombre es la vida trascendiendo
en el organismo a lo meramente orgánico... Es trascender no de la
animalidad, sino en la animalidad; la psique, en efecto, no es algo añadido al
organismo, sino un constructo estructural con él. Por tanto, trascender no es
salirse del organismo, sino un quedarse en el organismo de la animalidad. Y,
segundo es trascender en la animalidad a su propia realidad. La unidad de
estos dos momentos es justo lo que significa la definición del hombre: Animal
de realidades» 13.
Ser animal de realidades significa, pues, sobrepasar la mera
animalidad sin dejar de ser animal, pues el mero animal no es capaz de
contemplar «realidades», aunque sí objetos:
«El animal es objetivista, y tanto más objetivista cuanto más perfecto
sea como animal. Pero no es ni puede ser jamás el más modesto
realista. Porque realidad no es mera independencia objetiva respecto
del sujeto aprehensor, sino ser de suyo antes de ser lo que es en la
aprehensión. Todo «de suyo« es independiente, pero no todo
independiente lo es «de suyo» 14.
b) La persona, realidad subsistente o sustantiva
Este animal de realidades goza de la suficiente autonomía e
independencia como para que podamos considerarle a la par realidacl
subsistente, en el bien entendido de que realidad subsistente no
significa solamente realidad «sustancial», pues si definiésemos
exclusivamente a la persona como «sustancia», estaríamos corriendo
el riesgo de no resaltar sus posibilidades de cambio y de
diversificación, de ahí que, aceptando inclusivamente la sustancialidad
como realidad fundamental de la persona, prefiramos definirla con
Zubiri como realidad subsistente o sustantiva, tratando así de acoger lo
mismo sus aspectos estables como sus aspectos mutables:
«Yo concibo -dice Zubiri- la subsistencia no desde la sustancialidad, sino
desde la sustantividad: Desde la sustancialidad, la subsistencia sería un
modo añadido; desde la sustantividad, la subsistencia es suidad» 15.
La subsistencia, pues, tal y como la definieron los clásicos, a saber,
como «lo inseparable respecto de sí mismo, pero distinto de todo lo
otro» -«indivisum in se et divisum a quolibet alio»-, nos dice que la
sustantividad ha de ser una realidad unitaria y totalizante para poder
funcionar como algo irreductible frente a las demás realidades.
Consecuentemente, cabe añadir:
«La persona no consiste en ser sujeto, sino en ser subsistente. Que sea
sujeto dependerá de la índole consistencial del subsistente. Pero la persona
en cuanto tal está constituida por el carácter subsistente de la realidad. No
consiste en ser sujeto; al revés, puede ser sujeto en tanto y en cuanto es
subsistente» 16.
c) Por subsistente, la persona es la estructura superior a todas las
restantes
A partir de estas posiciones zubirianas que asumimos, podemos ir
hacia la epistemología genética y ampliarlas sistematizando del modo
siguiente:
- La estructura humana, a su vez compuesta de subestructuras, no
está disuelta, ni opera con unas leyes distintas a las del sistema social
total, si bien su comportamiento sólo parcialmente se rige por las
pautas sociales. El individuo no carece de autonomía, pero sin su
entorno no podría planificarse.
-Toda estructura, también la humana, es bipolar, a la vez
estructurante y estructurada. Desarrollar una estructura, evolucionar,
crecer, no puede darse sobre las bases del mero azar. Por eso es
menester deslindar en las estructuras los elementos estructurados (lo
que ya ha llegado a ser) y las leyes estructurantes mismas,
posibilitadoras de tal haber llegado a ser.
Como dice Piaget, toda relación entre un ser vlvlente y su medio
presenta ese carácter específico de que el primero, en lugar de
someterse pasivamente al segundo, lo modifica imponiéndole cierta
estructura propia. Recíprocamente, el medio obra sobre el organismo,
pudiendo designarse esta acción inversa «acomodación», entendiendo
por tal que el ser viviente no sufre nunca impasiblemente la reacción
de los cuerpos que lo rodean, sino que esta reacción modifica el ciclo
asimilador acomodándolo a ellos. Dicho esto, puede a partir de aquí
definirse la adaptación como un equilibrio entre asimilación y
acomodación.
- Nada, pues, de desaparición de la persona en el seno de las
estructuras circundantes. El ser humano, estructura superior y más
compleja, no solamente no queda absorbido por las estructuras
circundantes inanimadas, sino que impone sus propias leyes, aunque
evidentemente no pueda ni deba transgredir las leyes de la naturaleza.
- La estructura humana no sólo es la de una máquina, sino también
la de un maquinista. No se dan allí primero procesos de organización,
de adaptación, de comunicación, etc., y luego mecanismos reguladores
destinados a corregir sus errores, pues cada uno de estos
mecanismos forma parte de un mecanismo constructivo cuya condición
esencial de funcionamiento es la de ser autorregulador.
Frente al behaviorismo o conductismo que consideraba a la persona
como una «caja vacía» limitada a registrar meramente los estímulos
procedentes del exterior, el hombre corrige no sólo su ambiente
externo, sino también el interno, produciendo intercambios y
equilibrios, y constituyendo un enriquecimiento para la organización
misma, tanto hacia el pasado (feed-back) como hacia el futuro
(feed-forwards).
Más aún, la estructura posee reguladores de los reguladores que
almacenan y reservan lo que será útil en el futuro.
- Por mor de esta autorregulación, posee un sistema de cierre,
gracias al cual las transformaciones interiores a ella no transgreden
sus fronteras ni pierden sus propias leyes, aun cuando en calidad de
subestructuras entren a formar parte de una estructura mayor, un
«retículo estocástico subordinado», donde a cada elemento del
sistema se une una cierta posibilidad de ensanchamiento que amplía
sus límites conservando sin embargo las propias leyes de su interior
(homeostasis). Toda estructura queda así sujeta a cambios, pero
también a progresos.
- Por ser compleja la estructura, suele reservarse el nombre de
«función» al papel que desempeña una subestructura respecto al
funcionamiento de la estructura superior (la sociedad). Ahora bien, el
ser humano ni está en dependencia funcional respecto de lo social, ni
prescinde de ello.
- En definitiva, si la evolución de los seres organizados se nos
presenta como una serie ininterrumpida de asimilaciones del medio a
formas cada vez más complejas, la misma diversidad de esas formas
demuestra que ninguna ha bastado para equilibrar definitivamente esa
asimilación verdaderamente grandiosa.
La epistemología genética, pues, lejos de reducir el universo
personal a la condición de la máquina, lejos también de las
afirmaciones arbitraristas del estructuralismo, lo mismo que del
azarismo caológico y del determinismo necesitarista, lejos en definitiva
de algunas tendencias infundadas que hicieron furor filosófico hace
algunos años, muestra que no cabe en modo alguno prescindir del
poder significante, creativo y simbolizador de esa estructura subjetual a
la que denominamos persona humana.
Así las cosas, a continuación mostraremos más
pormenorizadamente la condición relacional y dialógica de esa
estructura.
5. Del yo al nosotros, del nosotros al yo
a) La persona, estructura intencional
YO-NOSOTROS: Estructura intencional abierta, la persona no se
entendería desligada de su contexto, ni se reduciría a él, acabamos de
decir.
En efecto, el yo sin el nosotros dista de ser verdadero, lo mismo que
el nosotros sin el yo. No es primero la persona un ser cerrado que
luego se abriese a los demás, ni se cierra a los demás después de
abierta, sino que consiste en un relacionarse permanente.
Efectivamente, no pierde el hombre su dignidad abriéndose a los
demás, antes al contrario la perdería si no fuese capaz de abrirse a
ellos. El ser humano es una apertura radical al mundo y a las demás
personas, y como tal su ser consiste en estar siendo (presenta, pues,
una estructura gerundial), en estar en permanente estado de
constitución, y por eso mas que de integración del hombre en el
mundo, al modo como se integran las cosas desde fuera, cabría hablar
con Zubiri de integrificación, o sea, de integración desde el interior,
desde lo que va plenificándose sin perder la autonomía.
Dicho de otro modo, la condición personal es a la vez permanente
y temporalizante, reflexiva y flexiva, circunflexiva por ende. Si queremos
poner guiones para señalar la unión respectivista a que se acaba de
aludir, nada mejor que traer a colación al ser-en-el-mundo de
Heidegger, o al yo-soy-yo-y-mis-circunstancias de Ortega y Gasset.
No se nace enseñado, poco a poco vamos aprendiendo a
relacionarnos y socializarnos:
«La socialización primaria crea en la conciencia del niño una abstracción
progresiva. Por ejemplo, en la internalización de normas existe una progresión
que va desde el «mamá está enojada conmigo ahora«, hasta «mamá se enoja
conmigo cada vez que derramo la sopa«. A medida que otros significantes
adicionales (padre, abuela, hermana mayor, etc.) apoyan la actitud negativa
de la madre con respecto a derramar la sopa, la generatividad de la norma se
extiende subjetivamente. El paso decisivo viene cuando el niño reconoce que
todos se oponen a que derrame la sopa, y la norma se generaliza como «uno
no debe derramar la sopa«, en la que «uno« es él mismo como parte de la
generalidad que incluye, en principio, todo aquello de la sociedad que resulta
significante para el niño« 17.
La socialización primaria se prolonga en la secundaria, y así
siempre, porque el hombre está llamado a construir y habitar un mundo
con otros, el cual mundo de tal modo construido vuelve a actuar sobre
la persona, y así sucesivamente, de modo que en la dialéctica entre la
naturaleza y el mundo social la propia persona se transforma
transformando. Y como todo ello ocurre en el tiempo, el hombre hace
historia, porque la historia consiste en ese flujo de fuerzas donde el
hombre es el agente principal.
b) Carácter relacional de la persona
Así, pues, en su relación se comprende en profundidad lo humano:
«Poned atención:
un corazón solitario
no es un corazón».
Machado nos recuerda que el ojo que ves no es ojo porque tú le
veas, es ojo porque te ve; el ojo mismo, como el resto del cuerpo, está
hablándonos del carácter radicalmente abierto y extravertido de
nuestra existencia, de nuestra apertura radical al mundo y a las
personas. Por su radical apertura, el «yo» se enlaza con el «tú» y en la
pluralidad unitaria del «nosotros». El niño no dice «yo» al principio,
sólo más tarde lo aprende. La filosofía contemporánea ha hecho
hincapié en la dimensión intencional o intensional de la persona,
recordándonos que no se nace cerrado, sino abierto y como a la
búsqueda del mundo cual si de su otra media naranja se tratara. Hasta
podría decirse que formamos una unidad ecológica.
Antes, pues, de que por convicción moral tengamos que abrirnos al
otro, por constitución metafísica formamos parte del cosmos mismo; no
es que tengamos que formar parte de él, es que formamos ya parte de
él. El cosmos nos proporciona una magnífica lección de solidaridad,
diciéndonos franciscanamente con los hermanos árboles y con las
hermanas flores y los hermanos animales y los hermanos minerales:
Todos para uno, uno para todos.
Pero más allá de la mera soliriaririnci mecánica natural y de la
solidaridad orgánica vital, el personalista sitúa la solidaridad personal
que las complementa y recapitula. Aquí las relaciones no son de poder
ni de supeditación, sino entre iguales, cooperativas, libres.
Efectivamente, el ser humano, como dijera Ortega y Gasset, es un
dentro que necesita un fuera, a la par que un fuera que necesita un
dentro. El diálogo en que crece la persona como consecuencia de su
condición de abierta es una relación que se sitúa, a pesar de su
fragilidad, y gracias a ella, en el entre de tú-y-yo, como señala el
filósofo judío Martin Buber:
«Una conversación de verdad (esto es, una conversación cuyas partes no
han sido concertadas de antemano, sino que es del todo espontánea, pues
cada uno se dirige directamente a su interlocutor y provoca en él una
respuesta imprevista), una verdadera lección (es decir, que no se repite
maquinalmente, para cumplir, ni es tampoco una lección cuyo resultado fuera
conocido de antemano por el profesor, sino una lección que se desarrolla con
sorpresas por ambas partes), un abrazo verdadero y no de pura formalidad, un
duelo de verdad y no una mera simulación; en todos estos casos, lo esencial
no ocurre en uno y otro de los participantes, ni tampoco en un mundo neutral
que abarca a los dos y a todas las demás cosas, sino, en el sentido más
preciso, entre los dos, como si dijérarnos, en una dimensión a la que sólo los
dos tienen acceso.
Podemos captar este hecho en sucesos menudos, momentáneos, que
apenas si asoman a la conciencia. En la angustia mortal de un refugio contra
bombardeos, las miradas de dos desconocidos tropiezan unos instantes, en
una reciprocidad como sorprendida y sin asidero; cuando suena la sirena que
anuncia el cese de la alarma, aquello ya está olvidado y, sin embargo, ocurrió
en un ámbito no mayor que aquel momento. En la sala oscura se establece
entre dos oyentes desconocidos, impresionados con la misma pureza y la
misma intensidad por una melodía de Mozart, una relación apenas perceptible
y, sin embargo, elementalmente dialógica que cuando las luces vuelven a
encenderse apenas si se recuerda» 18.
Así que, si atendemos a Buber (que no es poco exigente), muy
pocas veces un ser humano llega a decir con radicalidad «yo», porque
muy pocas veces un ser humano realiza la experiencia profunda del
«entre», de modo que decir yo (o sea, decir «entre») resulta una
experiencia fugaz, rara, profunda y mística. Lo más íntimo y lo más
profundo de mi yo, en fin, mora entre tú y yo. Aquí el agustiniano «no
vayas fuera, vuelve a ti mismo, en el hombre interior habita la verdad»
queda modificado en el sentido de un «no vayas fuera ni dentro tan
sólo, habita el entre, en el entre está tu más íntima tuidad».
De algún modo, pues, cuando los otros desaparecen, desaparezco
yo también un poco. El yo del «entre» intencional no es un yo estático,
ni siquiera un yo ek-stático o proviniente de mí mismo y sólo de mí
mismo, sino ex-stático, esto es, reconocido y potenciado en el «entre»
relacional. Dicho de otro modo, cuando me encuentro en el rostro del
otro, cuando amo, «me pierdo» en el tú, pero es así como
paradójicamente alcanzo la autoconciencia recognoscitiva. Cuando tal
se produce, entonces surge el ex-stasis. Nadie había llegado tan lejos
como Buber, pues, en la definición relacional de la persona.
H/SER-RELACIONAL: Emmanuel Lévinas, así las cosas,
no ha hecho sino desarrollar la intuición de Buber, cuando para
recalcar el valor de lo intersubjetivo concluye afirmando: «Antes de
existir yo, ya estoy en deuda con el otro. Por eso soy rehén del otro».
Este es un aserto muy fuerte, como resulta obvio, un aserto
paradójicamente poco dialogante, poco surgido al calor del «entre»
dialogal, del cual sin embargo procede como su conclusión última.
En la misma línea, Maurice Nédoncelle asegura que la dimensión
relacional solamente se encuentra cumplida en su puridad en la
relación diádica, esto es, entre dos personas y sólo entre dos
personas. El «nosotros» grupal, pues, no sería sino una aminoración
de la densidad relacional: Cuanta más gente en la relación, tanto más
pobre la relación.
Desde nuestro punto de vista, sin embargo, podría decirse que en
la vida del hombre hay momentos para Buber, y hay momentos para
Nédoncelle, para el «entre» y para el «yo-y-tú».
Sea como fuere, en el hombre, ser relacional, su existencia
profunda discurre en el torrente vital que va del yo al nosotros, y del
nosotros al yo, pasando por el tú mío que me acompaña desde el
interior y por el tú ajeno que va conmigo por fuera como si de mi pronia
sombra se tratase.
c) Gratuidad.
El poder del débil sobre mi
Cuanto menos dialogante, pues, menos «entrante», más menguante
o declinante resultará el ser humano. Mas ¿qué pasa con aquel que
carece de capacidad relacional, con el enfermo (con el In-firme), aquel
que se encuentra disminuido relacionalmente? Esta pregunta se
completa con otra: ¿qué pasa cuando además yo tengo un exceso de
autismo, cuando la fuerza de mi ego es tal y la brutalidad de sus
erupciones tan grande, que anula cualquier posible capacidad
relacional del otro, incluso en el supuesto mismo de que el otro la
tenga?; ¿qué pasa con esa subjetividad autoasertiva tan primaria, tan
yoica, tan egocéntrica, que aunque existieran margaritas las pisotearía
si con eso sobrepotenciara su ego?
Pues bien, si para el egoísta redomado no existe más voz que la
suya propia, para la persona relacional y educada en el «entre» todo
ser se encuentra en condiciones de capacidad relacional potencial,
pues si no la posee aparentemente por sí mismo (subnormales
profundos, etc.), yo se la doy, yo se la regalo al relacionarme con él: Mi
yo te descubre, hermano enfermo, y te sana en la medida en que
contigo se relaciona, y se relaciona contigo porque es afectado no
solamente por tu presencia visible, sino también por tu ausencia misma
aparente que yo siento como presencia viva y operante. Un padre
quiere a todos sus hijos, tanto más cuanto menos capacitados de
expresarse relacionalmente sean.
En este sentido, no solamente soy yo el racional relacional, el que
constituye al otro, o, al menos no solamente es mi capacidad la que le
erige a él en sujeto de diálogo; es también la fuerza, el poder del débil
sobre mi, lo que me hace solícito y pone en situación de disponibilidad
para con él, aunque evidentemente sin el reconocimiento por mi parte
de su debilidad él quedaría en situación de indefensión. Es él, en fin, el
que saca de mí lo más noble que en mí se contenía potencialmente.
De todos modos, topamos aquí con la cuestión de la gratuidad: A
los no-relacionales ¿les otorgo yo la racionalidad relacional, o dicha
racionalidad relacional nace de ellos misteriosamente? Al carente de
gratuidad, en efecto, lo in-firme le resulta despreciable o
menospreciable, llegando incluso a ensañarse con quien padece
alguna minusvalía, mientras que a otras personas más movidas por la
gratuidad lo in-firme les resulta lo apreciable, el lugar privilegiado de la
verdad, la salazón de la tierra, cosa que no aprecian en los poderosos
soberbios, frente a cuyo poderío se alzan con vigor.
Y en llegando a este punto, no podemos sino manifestar que uno de
los errores más trágicos de Nietzsche lo constituye, en nuestra opinión,
su propia contradicción respecto de los débiles, a los que despreciaba,
pero de los que dependía al menos en la medida en que toda su
construcción especulativa no era sino una vigilancia feroz respecto de
ellos. Ahora bien, ¿no evidencia tal preocupación y tan grande
vigilancia que los débiles poseen fuerza, hasta el punto incluso de
convertirse ellos en el eje mismo de la obsesión nietzscheana?
Por lo demás, ¿quién no descubre en sí mismo una y mil
deficiencias, carencias de uno o de otro signo? ¿Acaso no percibimos
en nosotros ámbitos oscuros, fracturas interiores, disimetrías,
desequilibrios más o menos duraderos? ¿Somos todo y totalmente
racionalidad comunicativa nosotros mismos? No, ciertamente no. Y sin
embargo, gracias a esas defectividades podemos acercarnos al otro
en demanda de apoyo cual pobres de verdad, pues ¿qué hace el
pobre sino pedir? Este pedir al otro, en fin, no solamente me acerca a
él, sino que me lleva a descubrir en aquellos ámbitos de mi
personalidad en los cuales soy más rico que yo también puedo ayudar
al que -más pobre que yo (¡y siempre los hay más pobres, aunque en
ocasiones no lo parezca!)- me solicita.
Y de esta forma llegamos a la aparente paradoja de que es mi
pobreza para el «entre» la que descubre la realidad de mi riqueza.
Estamos, empero, educados para la relación triunfal, no para la
relación petitoria; resulta como de mal gusto pedir, nos excusamos por
hacerlo, a pesar de que, según nos recuerda la psicología profunda,
casi toda nuestra vida nos la pasemos lanzando soterradas llamadas
de auxilio con la esperanza de que el otro capte nuestra emisión. En
otro sentido, pero en el mismo plexo de cuestiones, estamos
malamente educados para el llanto («los machotes no lloran, niño»),
para el abrazo, para la pregunta («tú, oír y callar»), etc., etc. No
parece, en fin, que hayamos procedido de aquel cálido sol del ágora
ática donde los heleno5 fundaban comunidad y se relacionaban por
medio de la palabra.
Con esto no deseamos terminar ensayando el tono jeremíaco, no
deseamos en modo alguno insinuar que el relacionarse consista
solamente en pedir, pues todo el mundo sabe por experiencia propia
que consiste también en dar, en regalar, acción ésta enormemente
gratificante hasta el punto de que el mejor piropo que cabría para una
persona humana sería definirla como un regalo, esto es, como una
gracia; en el fondo, lo mismo el don que el perdón resultan ser actos
de vinculación, ritos de aprendizaje relacional: de la relación vienen y a
la relación se dirigen. Y, desde luego, en ese proceso de encuentro
enriquecedor en que consiste la relación interpersonal, hay que saber
disfrutar pidiendo lo mismo que regalando. Tanto lo que se pide como
lo que se da constituye el ámbito de la relación, puesto que no cabe
relación sin ámbito.
En ese entrambamiento, en ese situarse recíproco, estamos, o
deberíamos al menos intentar aprender a estar, tarea bastante más
compleja de lo que podría parecer a simple vista, sobre todo si
tenemos en cuenta que la nuestra es una civilización demasiado lejana
a la condición relacional donde la experiencia dativa y perdonante se
mezcla con la expoliadora y vampirizante.
Y es solamente cuando estalla el fracaso personal, el drama
familiar, el conflicto social, o la guerra, formas todas ellas de conciencia
desventurada, cuando algunos de los más reflexivos comienzan a
preguntarse por qué no hemos sido los humanos mejor educados en el
aprendizaje de la petición y del regalo, existenciarios que sin embargo
constituyen la mejor licenciatura en filosofía pura pensable.
Aunque a pesar de todo más vale tarde que nunca, pues nunca es
demasiado tarde para comenzar a preguntarse por el rostro del otro y
por su condición de presencia comunicada.
6. Unidad y pluralidad de la condición personal
a) Las voces y la voz
Resulta, pues, que yo soy yo y mis circunstantes, experiencia vivida por lo demás en mis circunstancias. El hombre que cada uno de nosotros es no accede a su propio yo si no es a través del nosotros, mediante el tú; y tampoco accede al yo que cada uno es, si no atiende a la pluralidad de casos que cada cual tomado individualmente es por su parte.
Y hemos dicho más aún. En nuestro afán por resaltar la condición
dialógica de la persona, hemos concedido voz a los sin voz, y voz a los
afónicos, una voz re-sonante y personante, que nos descubre como
personas y que suena a través de esas presencias personadoras,
personas que vocean que quieren ser portavoces aun sin dar gritos,
silentes y pobres.
Queremos ahora, para ir concluyendo nuestro estudio, añadir que
todas las voces expresan la voz, lo mismo la voz activa de la denuncia,
que la voz pasiva de la finitud doliente y compasiva, que la voz media
solidaria de la cotidianidad tranquila. Y todo ello sin olvidar que la voz y
el rostro y el cuerpo del ser humano constituyen una voz común, un
cuerpo común, un (dicho sea con expresión religiosa) cuerpo místico
donde los sujetos resultan sarmientos de una misma cepa, y en donde
el común mal daña a todos, mientras que el bien común y la comunión
en el bien a todos les bonifica. Para quien tal piensa, la exigencia de
velar solícitamente por el otro se convierte también en cuidado de sí
mismo, y todo ello experiencia de una presencia común.
Así que queremos nuestra voz en vocativo (capaz de implorar, de
pedir, de solicitar), en dativo (capaz de entregarnos a los otros), en
nominativo (para decir o designar a las cosas por su nombre en un
mundo dúplice y embustero), en acusativo (a fin de denunciar los
males nada escasos del mundo, pero sin olvi dar el carácter cálido y
fraterno de la voz crítica -olvido grave a partir de la Ilustración-), en
genitivo (en orden a reconocer la genealogía de esa voz, su estirpe
originaria), etc. En todos los casos, y en todo caso.
Además, ¿por qué no ser voz que clama en el desierto si es
menester? Pero mientras exis tan otras voces, ¿podría ser lógica una
voz no dia-lógica, no con-vocante, sin poder de convocatoria ni
vocación de llamada? Deseamos que la condición personal convoque,
invoque, y evoque, del mismo modo que reconocemos el carácter
perlocucionario e ilocucionario de toda apelación.
b) La unidad de las voces
Y aquí el creyente afirma además que la voz de Dios llamó primero,
sonó, resonó y se hizo presente en la personación del ser humano,
una parte de los cuales continúa atento a la escucha («fides ex
auditu», la fe por el oído) a finales del segundo milenio que ya va
pensando en concluir. Y esa voz que el hombre escucha y que
reproduce en sus voces y que apacigua en sus silencios, esa voz no
sólo se escucha como voz, sino que se percibe encarnándose como
rostro, pues el rostro habla y no hay palabra que no exija ser
arrostrada con la acción misma, que es la ultima ratio de la
racionalidad.
De modo y manera que los así abiertos a lo Totalmente Otro
afirman que no seremos capaces de encontrarnos a nosotros mismos
en nuestro gesto sin el espejo de los demás en nuestra voz ni en
nuestro gesto, pero tampoco a nosotros mismos en nuestra voz ni en
nuestro gesto sin el espejo de Dios, espejo que se refleja en el espejo
del hombre, y que pasa por dicho espejo humano. Sin lo cual, todo
resultaría espejismo. Sin lo cual, además, todo resultaría voceo de un
sujeto fluctuante que andaría a la deriva.
V-INTERIOR: Dios, pues, continuaría hablando a ese «hombre
interior» que es lo más auténtico y profundo de sí mismo, a pesar de
que el volumen de voces foráneo sea muy grande y aun cuando toda
la cultura contemporánea parezca orientada a apagar o a sofocar ese
sonido profundo que sale de nuestro interior y que, como decimos,
constituye experiencia fundante de nuestra mismidad.
Urge, así las cosas, dedicar tiempo a la escucha de nuestro propio
interior complicado y a las voces de los otros (especialmente a las
desgarradoras de los sin voz). Y siendo Dios para el creyente en última
instancia unidad de voz, todas las voces y todos los silencios
expresivos habrán de converger hacia esa unidad para en ella
integrarse. La gran tristeza, el máximo reproche que podría
experimentar el hombre profundo consistiría en comprobar cómo lo que
él hace nada tiene que ver con la Voz de la Unidad.
c) Fenomenología de la audiencia
Así las cosas, la tipología de la escucha o, si se prefiere, la
fenomenología de la audiencia, resulta harto compleja.
Para empezar, no parece del todo infrecuente oír a personas no
precisamente exteriores o superficiales quejarse de que ellas no tienen
conciencia de haber percibido nunca la voz de Dios en su interior:
invocan -dicen- la voz de Dios, pero cuanto más la invocan tanto más
les aparece la propia, la «voz de la propia conciencia», que toman
incluso ocasionalmente por voz de Dios, aunque sospechan no ser
sino la propia voz que actúa ventrílocuamente.
Otros, por el contrario, se apropian la voz de Dios con toda
trivialidad y llegan a manipularla hasta el punto de hacerse pasar por
profetas: para el falso profeta, Dios es la voz de sí mismo.
Los terceros, quizá esta vez los santos, sin hacerse tanto problema
de todo esto, dejan serenamente que Dios hable a su través con una
permeabilidad asombrosa, haciéndose de tal modo portavoces de lo
divino, y situándose obviamente en la antítesis del pseudoprofeta.
Los cuartos oyen la voz de Dios a través de algunos sujetos en los
que resuena, los cuales, sin embargo, aseguran no oírla.
En quinto lugar, por continuar con una taxonomía rápida y nerviosa,
pero sin ánimo alguno de exhaustividad, algunos (de forma literal y
literaria en la obra San Manuel bueno mártir, de don Miguel de
Unamuno, por ejemplo) predicarían como predicador insensible, pero
que quiere que los otros sientan, porque está convencido de que su
propia insensibilidad no es más que un defecto acústico privado.
En sexto término, hay quienes se hacen como niños y llaman a su
padre invocando auxilio; el niño -que es la voz del Sur y no el vozarrón
del Norte- habla con voz de niño, y es a través de esa llamada como se
pone en máxima disponibilidad de escucha.
Por último, algunos prefieren la experiencia del silencio para conferir
más sonoridad a su propia palabra, que brota con demasiada facilidad;
otros, por el contrario, habrán de hablar más para salir de su angosto
vivir silente, haciendo de esta guisa el aprendizaje de la palabra. La
realidad es que existen en nosotros muchos aprendizajes posibles de
foniatría comunicacional, lo mismo en el orden de la superación de la
hipoacusia o sordera (ya sea sordera de transmisión, ya sea sordera
de recepción), que en el orden de la superación de la hiperacusia
(esto es, aquella paradójica sordera que consiste en oír lo que no se
dice).
De todos modos, no siempre se trata de algún tipo de imposibilidad
de escuchar del propio oído, sino muchas otras veces de alteración en
el proceso y en las circunstancias de transmisión en que la voz adviene
a nosotros, toda vez que el ambiente en que proferimos y acogemos la
palabra se halla tan polucionado, tan contaminado, que apenas si cabe
superar las interferencias y los ruidos para inteligir alguna profundidad
de mensaje.
Se diría que el Norte no es el lugar más idóneo para evitar las
sorderas y los sarcasmos de la razón comunicativa, pues no llega a
nosotros del mismo modo la voz del otro a través del agua, que a
través del aire, que a través de un sólido, y tampoco llega a nosotros
del mismo modo a través de la amistad, que a través del dinero, o que
mediante el gesto inequívoco del desprendimiento solidario. La voz
puede en esos casos ser la misma, pero la distorsión mediatizadora del
ambiente la hace distinta. Y sería harto ingenuo, en verdad, pretender
una fenomenología de la voz sin una cuidada analítica del ambiente en
que la voz misma es proferida.
De cualquier forma, la voz de la persona puede ir cambiando, lo
mismo que cambia la voz del niño cuando se hace adolescente, y la del
adolescente cuando adulto, y la del adulto cuando anciano.
Carecemos de una voz definida y definitiva «ne varietur». Desde la
compleja arquitectura de nuestra realidad personal emergen profundas
y roncas, dulces y atipladas voces, quizá en situaciones distintas nos
sorprenden voces interiores nuevas, quizá no nos pide la voz el mismo
tono ni la misma flexión con toda la gente, hay voces para los unos y
voces para los otros... Toda voz tiene su tiempo, del mismo modo que
todo rostro tiene su instante, y que toda mirada posee su punto de
inflexión en el espejo multióptico que la vida misma nos presenta.
Se gana y se pierde vista, se gana y se pierde oído, se gana y se
pierde voz, se gana y se pierde en proximidad y en projimidad. Y en
todo caso ha de preguntarse cada cual: ¿Dónde está tu hermano?
Paul Luis Landsberg llegó a escribir al respecto nada menos que lo
que diferencia a cada persona de las demás sería la respuesta que
ella confiere a esta cuestión:
«Si tratamos de descubrir el contenido de la diferencia central entre las
personas, ella aparece como la manera singular en que el hombre encuentra a su Dios».
Es decir, que el «principio de individuación» de la persona vendría
dado por su relación con el otro, en la medida en que esa relación
constituye nuestra propia identidad. La voz auténtica, así las cosas, no
sería el eco autista y solipsista donde Narciso cree escucharse a sí
mismo y sólo a sí mismo, sino la percusión y la resonancia de mi voz en
el otro que me la devuelve como mía siendo suya, y recíprocamente.
7. Coda y epílogo
Esto es lo que piensa el personalismo comunitario. O al menos esto
es lo que yo pienso que piensa el personalismo comunitario. O al
menos esto es lo que... Y usted, ¿qué piensa usted? La respuesta no
se salda con un «Y a usted ¿qué le importa?». Pues esa su
pregunta-respuesta la saluda el personalismo comunitario con una
respuesta seguida de una pregunta: A mí me importa mucho, porque
entre usted y yo está mi yo. Así que, por favor, ¿qué hace usted al
respecto por usted y por mí, su prójimo?
DÍAZ
CARLOS
10-ÉTICA págs. 289-326
....................
1 Cat 5, 2a.
2 Cap. III.
3 KrV B, 428.
4 Ibid, 131.
5 KpV, 9-10.
6 Estudio preliminar a I. Kant, La metafísica de las costumbres. Tecnos,
Madrid 1989, LXXXIV-LXXXV.
7 Critica de la razón práctica. Espasa Calpe, Madrid 1975, 127.
8 Ibid., 128.
9 Ibid., 128-129.
10 Ibíd., 127.
11 La metafísica de las costumbres, 318.
12 Gn 4, 9.
13 X. Zubiri, Sobre el hombre. Alianza, Madrid 1986, 50-51.
14 Ibid., 25.
15 Ibid., 115.
16 Ibid., 122.
17 Berger-Luckmann, La construcción social de la realidad. Amorrortu. Madrid
1986, 186-187.
18 ¿Qué es el hombre? FCE, México 1960, 148-149.
* * * * *
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