Pascal,
Blaise
Por Santiago Fernández Burillo
“El
corazón tiene razones que la razón no conoce”
Hijo de un magistrado culto y abierto a la novedad científica que lo educó
con su estímulo personal en su rica biblioteca. Talento precoz, su “trastada”
infantil fue descubir por sí solo la 32 primeras proposiciones de la
Geometría de Euclides, cuando su padre le había cerrado bajo llave los
libros de matemáticas, para que se aplicara al griego y al latín.
A los 12 años estudia la propagación del sonido y a los 16 redactó el
Ensayo sobre las cónicas (1640) en que reduce a una sola fórmula las líneas
curvas. A los 19 años inventó una máquina de calcular. En 1648 verificó el
barómetro de Torricelli, la inexistencia del vacío y el principio que lleva
su nombre. Desde su primera juventud frecuenta el trato de matemáticos e
intelectuales y se encontró en dos ocasiones con Descartes.
Pascal no es cartesiano: la geometría es perfecta y lo ideal sería
demostrarlo todo, sí, pero se basa en afirmaciones indemostrables. En el
ensayo De l’esprit géométrique hace ver que la matemática es sólo “una
parte” de la razón. El espíritu de geometría, exacto y riguroso,
demostrará un teorema, pero no la existencia del mundo donde se cumple, con
colores y cualidades. La mente es también finura (esprit de finesse).
Descartes limitó la razón a cálculo, Pascal reivindica la observación.
Descartes hizo de la duda y la desconfianza su método; Pascal restablece la
importancia de los pequeños: vemos un poquito más allá, a espaldas de los
que nos precedieron. “La Sabiduría nos envía de nuevo a la infancia:
Haceos como niños. No hay nada tan conforme a la razón como esa
desaprobación de la razón”, dice Pascal.
Deja la frivolidad de los salones y la vida social del París galante del
siglo XVII por una conversión religiosa muy honda, se retira con los
solitarios de la abadía de Port-Royal, cerca de París, y se une a la defensa
del jansenismo, condenado por Inocencio X (1653), escribe las Provinciales y
sus Escritos sobre la gracia: es necesaria la gracia para obrar bien, no basta
la la libertad; eso estaba más cerca de Lutero que del Concilio de Trento.
Pero su intuición es brillante: si añadir puntos a una línea jamás dará
un plano, y sumar planos al plano no hace volumen, así lo natural está
infinitamente por debajo de lo sobrenatural. Proyectó una apología del
Cristianismo, dirigida a persuadir a los libertinos con quienes se identificó
un tiempo, pero murió dejando multitud de fragmentos que, reunidos bajo el
título de Pensamientos, se publicaron póstumamente y constituyen una de las
cimas de la literatura francesa y del pensamiento moderno. Hay allí un
pensador inclinado a admirar, no a dominar: “El silencio eterno de esos
espacios infinitos me sobrecoge”. La nueva imagen del universo le obliga a
meditar: “¿Qué es un hombre en el infinito?” “Una nada frente al
infinito, un todo frente a la nada, un medio entre la nada y el todo.
Infinitamente alejado de comprender los extremos, el fin de las cosas y su
principio le están invenciblemente ocultos en un secreto impenetrable...”.
Pascal restituye el sentido del misterio que con Descartes se había
desdibujado.
El pensar constituye la grandeza del hombre: “El hombre no es más que una
caña, la más débil de la naturaleza, pero una caña pensante. No es preciso
que el universo entero se alce para aplastarlo: un vapor, una gota de agua
bastan para matarlo. Pero aun cuando el universo lo aplastara el hombre sería
todavía más noble, porque sabe que muere...; el universo no sabe nada de eso”.
La más alto de la razón es conocer su debilidad: “La grandeza del hombre
es tan visible que se deduce de su miseria”.
“Miseria del hombre sin Dios”. La avidez de diversiones nace del vacío
interior; la vida es agitación, querellas, ambiciones, pasiones: “Toda la
desgracia de los hombres viene de una sola cosa: el no saber quedarse solos en
una habitación”.
Conócete a tí mismo
“Las ciencias tienen dos extremos que se tocan. El primero es la pura
ignorancia natural, en que se encuentran todos al nacer. El otro es aquel a
donde llegan las grandes almas, que, habiendo recorrido todo cuento los
hombres pueden saber, encuentran que no saben nada, y vuelven a encontrarse
con aquella misma ignorancia de donde habían partido; pero es una ignorancia
sabia, que se conoce a sí misma”
“El rey está rodeado de gentes que no piensan sino en divertir al rey y le
impiden pensar en sí mismo. Porque por muy rey que sea, es desgraciado si
piensa en él”.
La apuesta
¿Existe Dios o no existe? Si la razón no lo decide, hay que apostar a cara o
cruz.
Negarse a apostar sería apostar que no existe: “esto no es voluntario,
estáis embarcados”
“Veamos. Puesto que hay el mismo riesgo de ganancia que de pérdida, si no
tuvierais que ganar sino dos vidas por una, podrías comprometer algo; pero si
hubiera tres que ganar, habría que jugar (estáis en la necesidad de jugar),
y seríais imprudente si, estando forzado a jugar, no aventurarais vuestra
vida para ganar tres... Y aquí hay una infinidad de vida feliz que ganar, un
azar de ganancia infinita contra un número finito de azares de pérdida, y lo
que hagáis es finito. Esto decide la partida: dondequiera intervenga el
infinito,... no hay vacilación posible. Hay que darlo todo”.
Gentileza
de http://www.arvo.net/ para la
BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL