Homilía del Cardenal Giacomo
Biffi,
Arzobispo de Bolonia,
en la Santa Misa celebrada en la Catedral de San Pedro
con ocasión del Día del Trabajo
Bolonia, 1 de Mayo de 1997
Nunca como este año descubrimos la oportunidad -así como la
necesidad- de esta reunión de oración. Nosotros, confiándonos a la
intercesión de San José, nos encontramos aquí para rezar por los
hombres que trabajan (y por sus problemas viejos y nuevos); por lo
hombres y los jóvenes que no llegan a trabajar (y por sus problemas,
que son ahora más graves); por los hombres que -debido a sus
responsabilidades culturales, económicas, sociales y políticas- están
llamados a afrontar y a tratar de resolver los problemas arduos y
decisivos de la ocupación y de su equitativa distribución, de una
organización "humana" de la responsabilidad y de las labores, de un
empleo no alienante del tiempo, en el contexto siempre más complejo
de las modernas tecnologías.
Nuestro deber primer y directo -especialmente en esta sede- es
precisamente el de elevar nuestra plegaria al Padre del cielo, sobre
todo para que sea reanimada nuestra fe, fortalecida nuestra
esperanza, y reconfirmada nuestra adhesión a la ley evangélica del
amor. Cuando prevalece el escepticismo y la desconfianza,
corresponde justamente a los cristianos ofrecer certezas
tranquilizadoras y volver a proponer los ideales de fraternidad. El
tiempo que estamos viviendo está sin lugar a dudas signado por el
ansia y por la confusión.
Cierto, la sociedad italiana -luego de un largo periodo que ha
conocido el aporte decisivo de los católicos en la vida pública- no se
encuentra ni siquiera lejanamente en las condiciones miserables de
las muchas naciones que han debido sufrir el sinsabor inhumano del
comunismo. Y no debemos cansarnos de recordarlo a todos y de
agradecer al Señor por ello.
Pero es innegable que hoy somos presas de un cúmulo de
dificultades casi inextricables.
Y somos muchos los desorientados ante este malestar general y de
manera especial ante la "dispersión" de nuestros hermanos en la fe.
Cuando los días se tornan descarriados y nublados, lo más urgente
que se debe hacer -si no se quiere extraviarse del todo- es tornar
más nítida nuestra identidad.
Ser lo que somos siempre y en toda circunstancia, con plena
convicción y valiente claridad: éste es el primer propósito que hoy
queremos hacer en la casa de Dios.
La identidad cristiana se delinea con tanto mayor evidencia cuanto
más crece en nosotros el conocimiento del Señor Jesús, como único
Salvador del mundo; el conocimiento de la realidad santa y
santificadora de la Iglesia; el conocimiento del hombre y de su
dignidad inalienable, a la luz de la verdad evangélica.
Jesús es el único Salvador del mundo. Esto, para nuestra realidad
personal, significa que, por más laudable que sea, ninguna atención
al diálogo con las otras religiones y con las filosofías extrañas puede
hacernos dudar jamás de que, como está escrito, «no hay bajo el
cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos
salvarnos» (Hech 4,12). Esto, por nuestro compromiso cultural,
significa que ningún respeto debido a quien tiene opiniones diversas
a las nuestras nos debe llevar poco a poco a diluir la fidelidad a aquel
que es el único Maestro. Esto, para nuestra militancia civil, significa
que nuestra visión del hombre y de la sociedad no puede estar nunca
sacada de las ideologías en contraste con el mensaje de Cristo.
Pero no basta. Para salvaguardar en serio nuestra identidad es
necesario que esté siempre claro y fuerte en nosotros el sentido de
nuestra pertenencia eclesial. Es una suerte y un motivo de alegría
vivir y actuar como parte de la grey del único verdadero Pastor; una
suerte y un motivo de alegría que siempre debemos saber custodiar.
No os fiéis de los que dicen: "somos Iglesia", y no demuestran una
auténtica y cordial consonancia de ideas y sentimientos con el
Sucesor de Pedro y con los sucesores de los Apóstoles. Como dice
San Ambrosio: "Donde está Pedro, allí está la Iglesia; donde está la
Iglesia, ahí no hay muerte alguna, sino la vida eterna" (In Psalmum
40,30). Las malas teologías han hecho ya suficiente daño a los
trabajadores cristianos.
Del magisterio de Cristo, infaliblemente custodiado por la Iglesia, se
sigue una inconfundible concepción del hombre, que nos protege de
todas las locuras que están infestando la tierra. En esta concepción
del hombre se fundan también nuestras irrenunciables opciones
solidarias y nuestra efectiva atención hacia los pueblos más
necesitados.
En virtud de esta concepción del hombre reaccionamos ante todo
ataque contra la vida humana inocente, contra la solidez de la familia,
ante el permisivismo y el relativismo moral.
Y reaccionamos con la misma firmeza con la que la Iglesia ha
condenado siempre todo ataque a quien es la imagen viva de Dios,
creado en Cristo y redimido por Cristo.
Entre estas innumerables condenas, hoy me place recordar -en su
sexagésimo aniversario- aquella del nacionalsocialismo, y de las
infames teorías racistas, pronunciada por Pío XI en la encíclica escrita
en lengua alemana, Mit Brennender Sorge, 1937 -es preciso no
olvidarlo- era el tiempo del mayor tiempo de Hitler, y nadie ni en
Occidente ni en Oriente osaba oponérsele. Sólo el Papa tuvo el
coraje de mandarle decir proféticamente: "Vendrá el día en que, en
vez de prematuros himnos de triunfos del enemigo de Cristo, se
elevará al cielo desde el corazón y desde los labios de los fieles el 'Te
Deum' de la liberación... A los perseguidores y a los opresores pueda
el Padre de toda luz y de toda misericordia concederles la hora del
arrepentimiento por sí mismos y por los muchos que junto con ellos
han errado y siguen errando".
Entre las diversas preocupaciones de nuestros días, hay una que
debe ser particularmente intensa para toda conciencia católica, y es
la de la escuela. Sobre este asunto serían muchas y muy graves las
cosas que se deberían decir. Aquí me limito a dos breves referencias,
una a propósito de la escuela así llamada privada y uno a propósito
de la escuela en general.
Italia no será jamás un país plenamente democrático mientras no
permita a los trabajadores católicos asegurar a sus hijos una
educación según las propias convicciones, en las escuelas elegidas
libremente por ellos. Y digo a propósito "trabajadores católicos",
porque hoy con la injusticia del desaparecido financiamento estatal,
gozar de la libertad escolar resulta de hecho un oneroso privilegio de
las clases pudientes. Quisiera también añadir mi deseo de que la
debida intervención económica del estado en favor de las escuelas
así llamadas privadas encuentre sin embargo las formas operativas
más idóneas para que también este acto de equidad no se convierta
de hecho en una posterior y más lamentable invasión estatista.
Sobre este asunto en general, me parece bello y oportuno
mencionar el parecer de un autor que usualmente no es muy citado
en las homilías. Pero no tengamos prejuicios, convencidos como lo
estamos de la validez de la enseñanza de Santo Tomás de Aquino:
"Toda verdad, por quienquiera que sea dicha, viene del Espíritu
Santo".
La frase es de Antonio Gramsci y dice textualmente así: "Nosotros
los socialistas debemos ser impulsores de la escuela libre, de la
escuela dejada a la iniciativa privada y a los gobiernos locales. La
libertad en las escuelas es posible sólo si la escuela es independiente
del control del Estado" (Scritti, 1915-1921 in Nuovi Contributi a cura di
Sergio Caprioglio, I Quaderni de "Il corpo", Milano 1968, p. 85).
Al menos sobre este punto, nos asociamos también nosotros a la
difundida admiración del pensamiento gramsciano. En cuanto a la
entera escuela italiana, creo que todos debemos auspiciar que los
programas -particularmente en materias donde el pluralismo cultural
es obviamente insuperable- sean coordinados en el respeto de una
razonable libertad y no sean fruto de las imposiciones de unos pocos
en el poder.
El Señor salve a los jóvenes de Italia, por ejemplo, de ciertas
presentaciones de la historia que suponemos deben haber suscitado
en el cielo la hilaridad de los querubines.