III PARTE

Algunas ampliaciones

 

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Historia de la figura del sacerdote

 

Figura social del sacerdote

Las significaciones sagradas más importantes del misterio de Cristo, por lo que se refiere a las personas, se dan sin duda en sacerdotes y religiosos, pues ellos se configuran a Cristo no sólo en lo interior, sino también en lo exterior. Por eso, la secularización de la figura social de sacerdotes y religiosos tendrá una importancia muy grande en la desacralización de la Iglesia en el mundo. Pues bien, a lo largo de la historia, innumerables sínodos y concilios han ido dibujando en sus cánones de vita et honestate clericorum la figura del sacerdote. Aquí recordaré muy en síntesis esta historia, señalando al mismo tiempo la tradición eclesial que implica. Más largamente desarrollé el tema, con textos y documentos, en mi libro Fundamentos teológicos de la figura del sacerdote, al que me remito. Y por lo que se refiere a la figura del religioso, su historia ofrece rasgos análogos, aún más netos y estables.

La figura peculiar de un grupo social viene dada por muchos rasgos, que se relacionan y condicionan entre sí. Yo aquí me fijaré sólamente en el celibato, el trabajo profano y el signo distintivo, es decir, la tonsura y el modo de vestir. Y necesariamente en forma telegráfica.

Epoca apostólica

En lo que se refiere al siglo primero, no es fácil conocer mucho acerca de la configuración social de los sacerdotes, por la escasez de documentos y también porque todavía la presencia de los Apóstoles eclipsa los demás ministerios eclesiales. Obispos y presbíteros parecen todavía términos sinónimos, aunque parece normal que alguien presida el colegio de los presbíteros. En las cartas de San Ignacio de Antioquía, ya aparece claramente en torno al año 100 el obispo único y el colegio de presbíteros unidos a él.

Celibato.- Ya en el siglo II parece que era frecuente elegir el clero entre quienes había recibido el don del celibato, muy apreciado por los primeros cristianos, o entre quienes, estando casados, se abstenían de la vida conyugal, renunciado a procrear hijos (Tertuliano, +222, De exhort. castitatis 13,4).

Trabajo.- De San Pablo venía una enseñanza doble: que los ministros del Evangelio tienen derecho a vivir de su ministerio (1Cor 9), y que a veces convendrá que el apóstol gane su vida con el trabajo de sus manos. Probablemente ambas fórmulas se darían al comienzo de modo alternativo o incluso simultáneo. El trabajo manual sencillo -así era el de San Pablo-, que no da grandes preocupaciones, ni se presta a grandes lucros, nunca fue mal visto para el clero, como tampoco lo fue para los monjes. En cambio los negocios seculares sí fueron rechazados pronto, recordando lo del Apóstol: «El que milita, para complacer al que le alistó como soldado, no se embaraza con los negocios de la vida» (2Tim 2,4). San Cipriano (+258) comenta esa frase: «Si esta recomendación está dicha para todos, ¿cuánto más deben alejarse de asuntos y lazos seculares aquellos que, ocupados en las cosas divinas y espirituales, no pueden apartarse de la Iglesia y dedicarse a los negocios terrestres y seculares?» (Cta. a clero y pueblo Furni I,1). El ministro de la Iglesia, como el apóstol (+Hch 6,4), debe ocuparse en la oración y el ministerio de la palabra y del culto. No siempre, sin embargo, se vive ese ideal. El mismo San Cipriano se lamenta de ver algunos obispos metidos en negocios («procuratores rerum saecularium fieri, derelicta cathedra, plebe deserta»; De lapsis 6).

Signo distintivo.- En los primeros tiempos de la Iglesia, en los siglos de las persecuciones, el clero no se distingue de ninguna manera, lógicamente, en su apariencia exterior. Y los religiosos, como tales, aún no existen. Pueden verse ya, sin embargo, los planteamientos espirituales que llevarán más tarde, una vez lograda la libertad cívica de la Iglesia, a ciertos signos distintivos de sacerdotes y religiosos. Por lo que se refiere a las vírgenes, por ejemplo, podemos recordar también a San Cipriano, en su tratadito De habitu virginum, en el que con larga copia de argumentos bíblicos y espirituales, afirma que «no basta que la virgen lo sea; es menester que la tengan y consideren como tal, de modo que nadie, cuando viere a una virgen, dude de si lo es realmente» (5). Ha de ofrecer, pues, la virgen una apariencia peculiar, en la que se exprese claramente que no busca marido, ni pretende agradar al mundo, sino que está dedicada a Cristo y consagrada a su Reino.

Por lo que se refiere a los sacerdotes, recordaré un texto en el que el escriturista C. Spicq describe la idea que San Pablo tenía de la figura del sacerdote cristiano. La vida espiritual del sacerdote, escribe, «se alimenta de la virtud de la religión. Ahora bien, ello trae consigo una psicología propia, que no puede menos de revelarse en la conducta y en toda la actitud exterior... Un sacerdote profundamente religioso, que vive en la adoración de Dios y en el respeto de las cosas santas, se distingue al mismo tiempo por su rectitud y honestidad interiores y por su decencia exterior. Él es semnos. En contraposición a la frivolidad o ligereza profanas, el hombre de Dios guarda esta gravitas honesta, de la que habla Tertuliano (Præscr. 43), y que suscita respeto. Implica ésta, sin duda, un exterior conveniente; pero sobre todo impone en toda su actitud una cierta nota de gravedad y dignidad, digamos una cierta solemnidad... Son éstos los rasgos que se encuentra frecuentemente entre los ancianos (Tit 2,2), y que son inherentes a todos los ministros del culto, sean obispos (1Tim 3,4), sacerdotes, diáconos (3,8), e incluso diaconisas, que pueden entenderse como religiosas (3,11). Tito, en este sentido, dará en la Iglesia de Creta un perfecto modelo (Tit 2,7). Es así como se expresa el carácter venerable, augusto, santo de un ser consagrado a Dios, en quien reside, habla y actúa elEspíritu Santo... El sacerdote debe, pues, dar la impresión de llevar una vida serena y tranquila (éremos, hesykhios, 1Tim 2,2), sosegada y casi silenciosa, favorable a la contemplación y al culto permanente e interior que exige la eusébeia. Una vida piadosa, en el sentido paulino del término, ha de ser ordenada y bien regida (kósmios, 1Tim 3,2)» (Spiritualité sacerdotale d’après Saint Paul 146-147).

Epoca patrística

Puede decirse que en la configuración del clero y de los religiosos los siglos IV, V y VI son decisivos para toda la historia de la Iglesia. En el siglo IV, al superar la proscripción civil, es cuando la Iglesia comienza a expresarse socialmente en templos, catequesis y liturgias, concilios, estatutos del clero, vida monástica religiosa, etc. Son, pues, años decisivos para la configuración de lo sagrado cristiano, hasta entonces sofocado en buena parte, al menos en sus manifestaciones visibles, por la persecución. Aunque sea con brevedad, le prestaré aquí una atención especial. Doctrina y disciplina de la Iglesia van a tener siempre aquí sus fundamentos.

«La época de los Padres -como advierte Congar- tiene algo de particular y privilegiado... Representa [en cuanto a la doctrina] el momento en que el depósito de la fe apostólica ha sido precisado frente a ciertas interpretaciones rechazadas como heréticas... Y [los Padres] han establecido también en sus cánones las bases de la disciplina eclesiástica. Muchas otras disposiciones se han añadido más tarde, pero aquéllas han permanecido. Son los Padres los que han hecho la tradición canónica de la Iglesia: el título de Padres, sin cesar reiterado en las expresiones statuta patrum, traditiones patrum, les es dado frecuentemente en este contexto» (La Tradición 362-363).

Por eso, cuando hoy se habla despectivamente del derecho canónico, se suele olvidar generalmente que la disciplina canónica de la Iglesia tiene casi siempre su origen en los cánones conciliares de los Santos Padres, a veces incluso en pequeñas cuestiones; es decir, se olvida que el derecho canónico es eminentemente patrístico y conciliar. Pues bien, ¿cómo quiso la Iglesia de los Padres que fueran los sacerdotes?

Celibato.- La conveniencia entre celibato y ministerio sagrado se va viendo cada vez con más claridad: «eos qui sacrati sunt, atque in Dei ministerio cultuque occupati, continere deinceps seipsos a commercio uxoris decet» (Eusebio de Cesarea +340, Demonstr. evang. 1,9). El celibato o la abstinencia conyugal de los sacerdotes se fundamenta en el ejemplo de los Apóstoles (San Epifanio +403), y también en la especial santidad y respeto a Dios que deben mostrar quienes habitualmente se dedican al culto sagrado (San Ambrosio +397, San Juan Crisóstomo +407).

Evitemos aquí interpretaciones hostiles a los Padres. Sin encratismos despectivos hacia el matrimonio, ni «purezas rituales» de inspiración pagana, los Padres, sencillamente, vinculaban sacerdocio y celibato -o abstinencia conyugal-, con la misma lógica espiritual con la que vinculaban ayuno-oración, o ayuno-comunión eucarística, binomios éstos tan arraigados en la tradición bíblica y apostólica, y en los que ni de lejos se vislumbraba una condenación y ni siquiera una visión negativa de la comida. Los Padres no condenan ni la comida ni el matrimonio, pero ensalzan el ayuno y el celibato. Eso es todo. Y ésa es una de las conveniencias profundas que ven entre el celibato o la abstinencia conyugal y la dedicación habitual al servicio del culto y de la eucaristía. Lo que ellos sienten al vincular celibato y sacerdocio es un respeto inmenso por la liturgia, y muy especialmente por la eucaristía. Un respeto que nos recuerda aquella escena en la que Yavé -¡sin condenar ni de lejos el uso de las sandalias!-, le manda a Moisés, «quita las sandalias de tus pies, que el lugar en que estás es sagrado» (Ex 3,5).

Los Padres afirman también el celibato eclesiástico en referencia a Cristo y a la Virgen: «Christus virgo, Virgo Maria, utriusque sexui virginitatis dedicavere principia. Apostoli, vel virgines, vel post nuptias continentes. Episcopi, presbyteri, diaconi, aut virgines eliguntur, aut vidui, aut certe post sacerdotium in aeternum pudici» (San Jerónimo +420, Ep.48 ad Pammac. seu liber apologet. contra Jov. 2).

Es en esta época cuando se irá produciendo la vinculación canónica del sacerdocio al celibato o a la abstinencia conyugal (conc. Elvira, 300; cartas de los Papas Dámaso, Siricio, Inocencio, León Magno en siglos IV y V; concilios del siglo IV, como Roma, Cartago, y más numerosos posteriormente). En este tema, Oriente se separa definitivamente de la disciplina occidental en el concilio Trullano (692), según el cual el obispo ha de ser célibe, o claramente separado de su esposa. Presbíteros y diáconos, en cambio, aunque no pueden casarse ya ordenados, si ya están casados, pueden seguir viviendo con su mujer.

Trabajo.-El sustento del clero proviene en estos siglos de trabajos manuales, de las aportaciones de la comunidad -diezmos, primicias-, o de ambos modos. Con frecuencia se citan los textos revelados que afirman el derecho de los ministros del Señor a ser sustentados por los fieles que reciben sus servicios (+Mt 10,40ss; Lc 10,7ss; 1Cor 9; 2Tim 2,4). Es importante la decretal del Papa Gelasio (494), en la que dedica los bienes de la Iglesia, en cuatro partes, al pontífice y al clero, a los pobres y al culto (fábrica del templo, etc.).

San Cipriano, por ejemplo, escribe: «Tal fue la regla y ordenación de Dios, para que los consagrados al servicio divino [se refiere a los levitas] no se viesen distraídos en nada, ni obligados por las preocupaciones, ni para gestionar negocios profanos. La misma reglamentación y disciplina se guarda ahora en el clero [primera mitad del s.III], de modo que los promovidos al orden clerical en la Iglesia del Señor en manera alguna se vean impedidos del servicio divino ni se embaracen con negocios y solicitudes del siglo; al contrario, más bien recibiendo en beneficio suyo las ofrendas de los hermanos, a manera de diezmos de los frutos, no se aparten del sacrificio del altar y sirvan día y noche en ocupaciones religiosas y espirituales» (Cta. a clero y pueblo de Furni I,1).

Junto a esa tendencia, se da también otra diversa, aplicable sobre todo al clero rural, que no se veía absorbido por el servicio de las grandes comunidades cristianas urbanas. Algunos Padres griegos, por ejemplo, llegados del monacato al episcopado -San Juan Crisóstomo, San Basilio-, estiman el trabajo manual del clero, aprecio que les había sido enseñado en la vida monástica: para ahuyentar el ocio, para ayudar a los pobres, recordando a San Pablo. Incluso hay normas, como las establecidas por los Statuta Ecclesiæ Antiqua, de fines del siglo V, que lo prescriben, siempre que no limite la dedicación pastoral («absque officii sui dumtaxat detrimento»). Negocios, trabajos absorbentes o altamente lucrativos, son prohibidos siempre (Elvira, 300; Nicea, 325). «Episcopus, vel presbyter, vel diaconus sæculares curas non suscipiat: alioqui deponatur» (Canones Apostolorum 6).

Signo distintivo.- La tonsura es desde la antiguo el principal signo distintivo del clero. San Pablo había dicho que el cabello largo, con los cuidados que implica, es en el hombre «una vergüenza» (1Cor 11,14). Estas palabras, que para los laicos no son sino una exhortación, pronto se hacen norma para los clérigos. El Papa Aniceto (+166), por ejemplo, prohibe ya a su clero la cabellera abundante. Y los Statuta Ecclesiæ Antiqua también: «clericus nec comam (cabellera) nutriat nec barbam radat» (c.25). El concilio de Agda (506) va más lejos, y manda que si un clérigo se deja crecer demasiado la cabellera, se la corta a la fuerza el archidiácono. Por otra parte, la tonsura se hace pronto rito litúrgico, que marca el ingreso en el orden eclesiástico.

Ya el Sacramentario gregoriano, por ejemplo, en cuyo origen está el mismo San Gregorio Magno (+604), en el rito ad clericum faciendum incluye la vestición y la tonsura. Y al conferir ésta, pide para el candidato que se acerca «ad deponendam comam capitis sui propter amorem Christi», el don del Espíritu Santo, «ut sicut immutatur in vultu, ita manus dexteræ tuæ virtutis tribuat incrementa». Algo semejante vemos en el Liber ordinum de Toledo (s.VII). El concilio de Toledo de 633 precisará que los clérigos deben llevar la cabeza rapada, dejando una corona de cabellos en torno a la cabeza (c.41). Esta costumbre se extiende pronto por todo el Occidente, y «la corona clerical hace que se reconozca inmediatamente a un clérigo» (M. Dortel-Claudot, Etat de vie 111).

Vengamos ahora a los vestidos, y en primer lugar a los litúrgicos. Cesadas las persecuciones, y llegada la Iglesia a la libertad civil, se inician en el culto cristiano los ornamentos litúrgicos en el siglo IV. La Iglesia siente la necesidad gozosa de significar visiblemente en la liturgia «la gloria del ministerio espiritual» (2Cor 3,6-11). Y a las vestiduras litúrgicas se les da desde el principio, con toda normalidad, este alto sentido simbólico (+G. Oury, Fautil un vêtement liturgique?).

Así Teodoro de Mopsuestia (+428), en una de sus Homilías catequéticas, describe al sacerdote que bautiza «no revestido del atuendo que lleva ordinariamente, sino en lugar del vestido que le cubre normalmente le envuelve un ornamento de lino delicado y resplandeciente, y la novedad de su aspecto manifiesta la novedad de este mundo donde tú vas a entrar. Por su esplendor muestra que tú resplandecerás en esta otra vida, y por su ligereza simboliza la delicadeza y la gracia de aquel mundo» (Hom. 13,17).

Más conflictivo fue el nacimiento del traje clerical en ese mismo siglo IV. Los Padres más antiguos, como San Cipriano, que vivieron en siglos en los que el hábito eclesiástico ni existía ni, por razones obvias, podía existir, habían impugnado a veces el hábito característico de los filósofos paganos, contraponiéndole la normalidad sencilla con que vestían los sacerdotes y maestros cristianos. También el Crisóstomo alude todavía a estos argumentos.

Por otra parte, los Apóstoles y antiguos Padres habían exhortado a los fieles a no aceptar los lujos y refinamientos del vestir secular (1Pe 3,3-4; 1Tim 2,9-10; conc. Elvira, 300, c.57; Didascalia et Constitutiones Apostolorum I,3, 8-11). El pueblo cristiano no hacía demasiado caso de estas normas, pero los monjes, cuando nacen en el siglo IV, queriendo romper con el mundo y liberarse plenamente de los condicionamientos seculares, también en el atuendo, comienzan a vestir de un modo peculiar, sobrio y pobre, alejado de las artificiosidades y modas de su tiempo. Algunos Padres ven al principio en ello dos peligros posibles: la excentricidad ridícula y la presunción orgullosa, y así recuerdan aquel pasaje de Cristo sobre los flecos y filacterias de los fariseos (+Mt 23,5). Pesa mucho en su conciencia, tan fiel a los orígenes apostólicos, la tradición negativa de los primeros siglos. El papa Celestino, por ejemplo, escribe a ciertos obispos de las Galias (428), reprochándoles que, en lugar de la túnica tradicional usada por clérigos y laicos, han introducido un manto y cinto. ¿A qué viene esta novedad introducida por los monjes? «Discernendi a plebe sumus doctrina, non veste; conversatione, non habitu».

Sin embargo, la significación indumentaria del clero, realizada a veces por obispos y presbíteros excelentes, se va generalizando en la época. Severo Sulpicio, por ejemplo, nos describe en las Galias al gran obispo San Martín de Tours (+399), «in veste hispida, nigro pendulo pallio circumtectum», y como él su clero (Dialog. 2,3,2). Colecciones disciplinares, estrictamente tradicionales, como los Statuta Ecclesiæ Antiqua, de fines del siglo V, ordenan: «clericus professionem suam etiam habitu et incessu probet et ideo nec vestibus nec calceamentis decorem quaerat» (c.26). En las Galias el concilio de Maçon (581) prohibe igualmente al clero «vestimenta vel calceamenta sæcularia, nisi quæ religionem deceant». La misma disciplina es implantada en Germania por San Bonifacio, y se hace pronto general.

Vemos, pues, que en esta época, es la tonsura lo que distingue netamente la figura del sacerdote entre los laicos. Y que según las regiones, también el vestido le caracteriza con más o menos claridad, aunque no difiera del traje laical sino por su sobriedad en forma y color, y por su carencia de adornos y armas.

Edad Media

En la época patrística han quedado fijados ya para siempre los rasgos fundamentales de la figura social de los ministros sagrados de la Iglesia. En adelante no habrá sino variaciones sobre un mismo tema. El sacerdote de la Nueva Alianza, alejándose de las vanidades seculares, se va configurando en celibato y austeridad de vida y de hábito, presentando así una figura digna, religiosa y grave, dedicada al culto de Cristo y al cuidado pastoral del Cuerpo de Cristo. A veces, como en Oriente, con Justiniano (+565), la misma legislación civil ayudará a fijar esta imagen. Y ésta es la figura sacerdotal que en Occidente transmiten a la Edad Media grandes autores, como San Gregorio Magno (+604), San Isidoro de Sevilla (+636) o San Beda el Venerable (+735).

San Isidoro, por ejemplo, ateniéndose a la ley de los Padres, propugna que los clérigos lleven una vida santa y no mundana («a vulgari vita seclusi, a mundi voluptatibus sese abstineant: non spectaculis, non pompis intersint»), en la que cuiden especialmente de no enredarse en lucros y ambiciones («neque turpium occupationes lucrorum fraudisque... saecularia officia negotiaque abjiciant... sed pudorem ac verecundiam mentis simplici habitu incessuque ostendant») (De ecclesiasticis officiis II,2).

La historia medieval, por lo demás, en unos siglos en que el clero era sumamente numeroso, registra con frecuencia dos tendencias encontradas. De un lado, una parte del clero, mal preparado y cultivado, tiende con gran fuerza hacia una secularización de su vida: quiere entrar en negocios y actividades seculares, portar armas y vestidos laicales, disfrutar del mundo en cacerías y juegos, mujeres y bebida. Hay grados, por supuesto, en la tendencia. El concubinato y la simonía hacen por entonces mucho daño. Del otro lado, con no menos persistencia, está el clero piadoso y pastoral, y existen también diversos movimientos reformistas, con figuras como San Pedro Damián (+1072) o San Gregorio Magno (+1085), con ciertas comunidades de vida canónica, con muchos sínodos y concilios, todos los cuales pretenden una elevación espiritual y pastoral del clero. Entre las dos corrientes hay una tensión mantenida, que se refleja en los innumerables capítulos de vita et honestate clericorum con los que suelen cerrarse sínodos y concilios medievales.

Celibato.- Sería fatigoso enumerar los concilios que tratan de reafirmar el celibato en el clero, pues atraviesan toda la Edad Media. En algún caso, como en el concilio de Roma de 1059, se llega incluso a atacar el problema indirectamente, amenazando con excomunión a los laicos que oigan la misa del clero concubinario. La reforma gregoriana es la que ataca con mayor fuerza este mal, y su impulso llega a los concilios Lateranos, sobre todo al II (1139), que declara inválido el matrimonio atentado por cualquier clérigo, y al IV (1215), gran concilio de reforma, bajo Inocencio III. Son años en que Dios envía a su Iglesia el gran refuerzo de franciscanos y dominicos.

Trabajo.- Entre los siglos X al XII se consolida la institución de los beneficios, por los que se asegura la sustentación del clero, de modo que no puede ordenarse un número de sacerdotes mayor que el de los beneficios disponibles. Ni entonces desaparece por completo el trabajo profano del clero -como dice el concilio Niceno (787), «si quis velit»-, que siendo muy numeroso, vivía a veces en gran pobreza, a cargo de parroquias o capellanías mínimas. En todo caso, la Iglesia, según tradición, siempre prohibió que tuviera acceso a ciertos oficios -juez, notario, comerciante, actor, médico, etc.-. Y el Laterano IV, por ejemplo, ordena: «clerici officia vel commercia sæcularia non exerceant, maxime inhonesta» (c.16).

Recordemos que en el siglo XIII, con el nacimiento de las Ordenes mendicantes, se suscita la cuestión de si es lícito que religiosos y clérigos, entregándose completamente a actividades apostólicas no rentables, vivan de las limosnas de los fieles. San Buenaventura en la Apologia pauperum, lo mismo que Santo Tomás (Summa Thlg. II-II,187, 4), con otros autores, afirman claramente que tal modo de vida se conforma perfectamente a la vita apostolica seguida por los mismos Apóstoles, que dejándolo todo -tierras, redes, barcas, oficina de recaudación de impuestos, etc.-., siguieron a Jesús.

Signo distintivo.- Muchos cánones conciliares de estos siglos, por otra parte, prohiben al clero no sólo lo malo, sino lo vano y secular, pretendiendo para la Iglesia un ministro sagrado orante y penitente, dedicado a Dios y al servicio de los hombres. La tonsura sigue en estos siglos indicando claramente la condición clerical. Y por lo que al vestido se refiere, con unas u otras fórmulas los concilios prohiben al clero el estilo de vestir laical, sin entrar normalmente en mayores precisiones:

«Non sagis, laicorum more, sed casulis utantur, ritu servorum Dei» (Liptines, 742); «fornicationem non faciant, nec habitu laicorum portent» (Soissons, 744); «saeculari indumento minime utantur, nisi ut condecet, tunica sacerdotali» (Romano, 743); «ut nemo clericorum arma portet, vel indumenta laicalia induat» (Metz,888). El concilio de Coyanza (1050) describe la figura exterior del cura en la España del siglo XI: «Illi presbyteri, qui ministerium ecclesiæ funguntur, habeant vestimenta usque ad tallos. Armis bellicis non utantur, semper coronas apertas habeant, et barbas radeant». Esa norma de la vestidura talar, «usque ad talos», hasta los talones, aparece también en otros concilios. El Laterano II (1139) y el IV (1215) prohiben al clero una serie de colores, formas y detalles propios del vestir laical. Y en concilios de reforma, cuando se describen ciertos relajamientos del clero, junto a otros rasgos negativos o francamente malos, se suele denunciar «distincta sæpius non videantur ab habitu laicorum» (Ravena, 1314).

Por lo que se refiere al color, el negro va prevaleciendo. En los Estatutos de la Iglesia de Lyon (1180) se recomienda al clero. En el concilio de Westminster (1199) se dice que los clérigos «acostumbraban vestir de negro». Y este mismo color se recomienda en el concilio de Sens (1320).

Es en el siglo XIV cuando ya de una manera más patente el vestido de los sacerdotes se diferencia del hábito laical. Los estatutos sinodales de la diócesis de Autun (1468), por ejemplo, ordena al clero vestiduras dignas y decentes, es decir, «que desciendan hasta los talones». Y el concilio de Florencia (1517) prescribe concretamente las sotanas.

Por otra parte, como ya vimos más arriba, la tonsura era desde antiguo el signo principal de pertenencia al orden eclesiástico. Desde antiguo era realizada en un rito litúrgico apropiado. Con ello se llegó fácilmente a la idea de que «esta pertenencia debe ser hecha visible permanentemente por medio de un signo distintivo. Hasta el siglo XIV, este signo será la corona clerical; desde el XIV, lo será igualmente la sotana» (M. Dortel-Claudot, Etat de vie 112).

Epoca tridentina

Una de las principales convicciones del concilio de Trento (1545-1563) es la de que la reforma del pueblo cristiano es imposible sin una reforma previa de los pastores que lo cuidan. Partiendo de esa convicción, Trento se decide a llevar a la realidad aquel impulso reformador del clero, constantemente mantenido en los concilios medievales, con tan dudoso éxito. No hay, pues, en esto grandes originalidades en el Concilio. Casi siempre, al menos en lo que al clero se refiere, las medidas reformadoras de Trento son las mismas de los concilios medievales precedentes. La originalidad notable del concilio de Trento está en que, por fin, sus normas disciplinares van a cumplirse. Aunque a veces muy tardíamente -los seminarios, por ejemplo, no se instituyeron en Francia hasta bien entrado el siglo XVII-.

En Trento, después de la tremenda crisis protestante, hallamos una voluntad implacable de reforma. Es preciso elevar ya desde ahora la vida y el ministerio de los sacerdotes. Han de formarse mucho mejor, en doctrina y espiritualidad. Han de ser espejos del Evangelio para todos los fieles. Han de dedicarse absolutamente al ministerio sagrado, dejándose de ocupaciones seculares. Etc. ¿Y qué hacer, por ejemplo, con un párroco que no entre en este camino de reforma? Darle por un tiempo un vicario, con parte en las rentas, y si dura el escándalo, privarle del cargo (Sess. 21, d.de reform. c.6). Ese con parte en las rentas revela que la voluntad del Concilio es absoluta, y que se va a cumplir.

Celibato.- La situación del celibato no era muy feliz en el clero, al menos en algunas regiones de la Iglesia, como en Alemania. El embajador del duque de Baviera expone a los padres conciliares de Trento (1562) que, en una reciente visita pastoral hecha en su país, pudo comprobarse que entre el clero de su país «vix inter centum ter vel quatuor» se había hallado libres de una u otra forma de concubinato. Un desastre. Ya en el concilio de Constanza (1414) se había examinado la posibilidad de formar, como en el Oriente, un clero doble, célibe o casado. Por otra parte, no pocas razones para desvincular sacerdocio y celibato -las mismas más o menos que recientemente fueron argumentadas en los años possteriores al Vaticano II- fueron ya propuestas por autores como Juan de Meung, hacia 1270, James Sawtry (The defence of the Mariage of Preistes, 1541), Erasmo de Roterdam (+1536) (Cf. J. Coopens, Erasmo y el celibato, en Sacerdocio y celibato 359-372) o por Jorge Witzel (+1573).

Así las cosas, la enérgica -y eficaz- reafirmación del celibato que hizo Trento para el clero occidental fue realizada sorprendentemente, a contracorriente de una situación que parecía irremediable. Prevaleció el criterio de quienes veían más fuerza y futuro en la tradición eclesial impulsada por el Espíritu Santo, que en la inercia de tantos clérigos, hundidos en una secularización decadente.

Así pensaron, por ejemplo, San Roberto Belarmino o San Juan de Avila, que en su II Memorial al Concilio (1561), decía del clero: «Mayor mal ser concubinarios que casados. Mas, pues se puede remediar lo uno y lo otro con tomar a pecho el cuidado de tomar y criar ministros buenos y castos, no hay para qué aceptar el casamiento por huir del concubinato; porque aunque el matrimonio en sí es bueno, mas para los ministros de Dios es lleno de inconvenientes muy perjudiciales».

Trabajo.- El concilio de Colonia (1536), al clero que no pueda vivir de su ministerio, le permite ganar el sustento «honesto artificiolo», a ejemplo de San Pablo. Y después de Trento, el de Milán (1565) prohibe al clero todo negocio, pero le permite ciertos trabajos sencillos, cuando así convenga.

Tengamos en cuenta que en los siglos postridentinos el clero era muy numeroso, y que ciertas derivaciones hacia el trabajo profano venían a ser casi inevitables. El historiador Leflon nos dice que en esta época «algunos curas vienen a ser más filántropos que pastores». Eran tiempos de inventos y progreso: «uno se aplica a mejorar las plantaciones, introduce en su parroquia nuevos cultivos; otro quiere asegurar la competencia de cirujanos y curanderas. Sin embargo, el conjunto del clero secular permanece sacerdotalmente respetable; incluso pasa en valor al conjunto del clero regular» (L’Église catholique a la veille de la Révolution, en Fliche-Martin 20,28).

Signo distintivo.- La tonsura continúa, por supuesto. Y en cuanto al vestido, Trento afirma que, aunque el hábito no hace al monje, el clero debe vestir siempre según su propia condición («clericos vestes proprio congruentes ordini semper deferre»), y sitúa esta conveniencia teológica y disciplinar en el orden de la significación propia de lo especialmente sagrado («ut per decentiam habitus extrinseci morum honestatem intrinsecam ostendant») (Sess.14, d.de reform. c.6).

El color negro, que ya venía imponiéndose poco a poco, se fija ahora establemente. Adoptado por los sacerdotes reformados -clérigos regulares, teatinos, barnabitas-, San Carlos Borromeo lo quiere también para su clero. Y el I concilio de Milán (1565) precisa el color negro, y también la forma de la túnica: «simplex ac talaris erit». Unos años después, el Papa extiende esta norma a toda la Iglesia. Y muchos sínodos y concilios regionales postridentinos reiteran la norma, que se mantiene hasta nuestro tiempo.

En los siglos postridentinos la Iglesia realiza un formidable esfuerzo para la dignificación del clero secular. El testimonio de algunos santos, los Seminarios, las asociaciones sacerdotales, los notables desarrollos de la teología y de la espiritualidad sacerdotales, las encíclicas sacerdotales, las exigencias siempre ascendentes de la disciplina canónica, vienen a realizar, en el conjunto del clero al menos, la figura de sacerdote secular más perfecta que ha conocido la Iglesia.

Cuatro datos históricos ciertos

Antes de seguir adelante, quiero detenerme a señalar algunos datos que aparecen claros en la historia recordada.

1. Es «tradicional» en la Iglesia que la autoridad apostólica configure normativamente la vida y el ministerio de los sacerdotes. Tradicional, en el sentido más fuerte de la palabra. El patriarca maronita Pedro-Pablo Meuchi lo comprobaba en una carta (22-2-1960): la Iglesia «jamás ha cesado de procuparse de las condiciones que rodean al sacerdote en el ejercicio de su ministerio». Creo que la razón teológica de esto se halla en lo que ya vimos acerca de la configuración de lo sagrado. Es un derecho, o más bien, es un deber de la Iglesia velar por las formas de aquellas realidades -personas o cosas, tiempos o lugares- que por su especial sacralidad, más patentemente manifiestan y comunican al Santo. El mismo Derecho Canónico, en el título sobre los «ministros sagrados o clérigos», afirma que «la Iglesia tiene el deber, y el derecho propio y exclusivo, de formar [dar forma] a aquellos que se destinan a los ministerios sagrados» (c.232).

En este sentido, quedan fuera de la tradición católica -o lo que es igual, no vienen de Dios, son falsas- proposiciones como aquella que Echanges et dialogue hacía en una carta al Papa: «Os pedimos cuidar de que los sacerdotes puedan decidir con toda libertad su forma de vida personal [matrimonio, vestido, trabajo, compromiso político, etc.], que debe corresponder a las necesidades de su situación» (+«Documentation Catholique» 66,1969, 727). En los años postconciliares hubo gran efervescencia de grupos, movimientos y cartas en esta misma dirección. Aquello tenía la apariencia -sólo la apariencia, claro- de un impulso irrefrenable, irreversible, como decía el marxismo, que en paz descanse.

2. Hay una tensión constante entre la doctrina y disciplina de la Iglesia y la realidad concreta del clero. La situación real del clero influye en la disciplina de la Iglesia cuando es buena, positiva, creativa. Pero el ideal de la Iglesia no cede, no decae, por muy lamentable que venga a ser el estado del clero en una época o región determinadas; incluso cuando esta decadencia venga a ser allí y entonces grandemente generalizada. En no pocos siglos podemos apreciar en la generalidad del clero, con santas excepciones, una tendencia decadente; pero apreciamos igualmente cómo contra ella se oponen incansablemente el Papa, los Concilios y los santos, que con exhortaciones y normas «de vita et honestate clericorum», y diciendo siempre -tradicionalmente- más o menos lo mismo, orientan y empujan el clero hacia situaciones más perfectas.

3. En el desarrollo histórico de la figura del sacerdote hay, al paso de los siglos, una línea indudablemente ascendente. Cada vez la Iglesia quiere y procura unos ministros sagrados más configurados al mismo Cristo (ad imaginem Christi), más ajustados en preparación doctrinal, en vida espiritual y en forma de vida al modelo de la vita apostolica. Y en este sentido, por convergencia, propugna unos sacerdotes seculares más semejantes a los religiosos de vida apostólica, que también en la vita apostolica -dejarlo todo y seguir a Jesús- tienen su modelo y origen: austeridad de vida, pobreza y celibato, dedicación exclusiva al servicio apostólico, etc.

4. La Iglesia ha manifestado con firmeza creciente su voluntad de que los ministros sagrados se distingan de los laicos, y no sólo interiormente, por la santidad de su vida, sino también exteriormente por la gravedad y perfección de su modo de vida, e incluso desde hace unos quince siglos, también por la tonsura o por algún signo social indumentario. Esta voluntad continua, como hemos visto, se ha mantenido en muchas ocasiones en contra de la tendencia de sectores del clero, más o menos amplios, que tendían obstinadamente a asumir una apariencia laical.

La Iglesia rechaza la secularización del sacerdote

El empeño surgido no del del Vaticano II, sino después de él, ha intentado, como hemos visto, renovar a los sacerdotes y religiosos por una mayor secularización de su estilo de vida. Como señalaba N. Bussi, se han dado actualmente tres orientaciones fundamentales en la configuración del ministerio eclesial: protestante, secularizada y católica (La problematica 127-143). Y sin duda la versión secularizada es más semejante al modo protestante de entender a los pastores que al modo católico de entender el sacerdocio ministerial

Pues bien, a Pablo VI le correspondió reafirmar la fe de la Iglesia y la fidelidad a la tradición. Él enseñó una preciosa teología de la sacralidad sacerdotal y religiosa, frente a «aquellos que querrían borrar de sí toda distinción clerical o religiosa de orden sociológico, de hábito, de profesión, o de estado, para asemejarse a las personas comunes y a las costumbres de los demás» (17-2-72). A este gran Papa le tocó llevar aún más adelante la línea tradicional ascendente de la Iglesia sobre la vida y el ministerio de sacerdotes y religiosos.

«Esta segregación, esta especificación que San Pablo daba de sí mismo [+Rm 1,1], que es además la de un órgano distinto e indispensable para el bien de todo un cuerpo viviente (+1Cor 12,16ss), es hoy la primera característica del sacerdocio católico que es discutido e incluso contestada por motivos frecuentemente nobles en sí mismos y bajo ciertos aspectos admisibles. Pero hay que decir que cuando estos motivos tienden a cancelar esta segregación, a asimilar el estado eclesiástico al laico y profano, y a justificar en el elegido la experiencia de la vida mundana con el pretexto de que no debe ser menos que cualquier otro hombre, fácilmente llevan al elegido fuera de su camino, y hacen fácilmente del sacerdote un hombre cualquiera, una sal sin sabor, un inhábil para el sacrificio interior y un carente del poder de juicio, de palabra y de ejemplo propios de quien es un fuerte, puro y libre seguidor de Cristo» (1-6-70). Precisamente, lo que distingue al sacerdote es «en primer lugar su dimensión sagrada. El sacerdote es el hombre de Dios, es el ministro del Señor; puede realizar actos que transcienden la eficacia natural, porque obra in persona Christi; a través de él pasa una virtud superior, de la cual él, humilde y glorioso, es en determinados momentos instrumento válido; es cauce del Espíritu Santo. Entre él y el mundo divino existe una relación única, una delegación y una confianza divina» (30-6-68).

Se da como argumento que la desacralización de la figura del sacerdote trae consigo una mayor eficacia apostólica y pastoral, acentuando su proximidad a los hombres y su capacidad de acogerles. Pero, precisamente, «la dimensión sagrada está ordenada totalmente a la dimensión apostólica, es decir, a la misión y al ministerio sacerdotal» (30-6-68; +LG 31b). Ya hemos visto más arriba que en el cristianismo lo más sagrado es precisamente lo más acogedor para los hombres. Una casa laical cristiana ha de ser hospitalaria y acogedora, pero está cerrada en sí misma, hasta cierto punto, y así debe ser. Un templo cristiano, por su especial sacralidad, está abierto a todos las horas y a todos los hombres, incluso a los no creyentes. Y lo mismo vemos en los cristianos. Todos los fieles cristianos deben ser cercanos y amistosos hacia los hombres, pero los sacerdotes, «puestos en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios» (Heb 5,1), por su especial sacralidad precisamente, se ofrecen a los hombres, como un templo, siempre abiertos, ad imaginem Christi, el cual «tiene un poder perfecta para salvar a los que por Él se acercan a Dios, y vive siempre para interceder por los hombres» (7,25). Y así como es deseable que los templos se vean, sean signos conmovedores y elocuentes de la preciosa santidad de Dios, también esto es deseable en los sacerdotes de Cristo.

Los desacralizadores de los sacerdotes querían que éstos no fuera meros «funcionarios del culto», y vivieran «como todos», aunque de vez en cuando se ocuparan de «las funciones que sólo el sacerdote puede hacer». No deja, pues, de ser curioso que los mismos impugnadores de la figura sacerdotal acusadamente sacroritual, de la que según ellos la Edad Media y Trento serían culpables, pretendan en el fondo un sacerdote cristiano al estilo levítico del Antiguo Testamento, que vive como un laico y que de vez en cuando, cuando le toca el turno, celebra el culto. El sacerdocio del Nuevo Testamento es muy diverso. La condición nueva del ministro sagrado cristiano le consagra profundamente, en su vida toda y en todos sus trabajos y dedicaciones (+LG 28d), y le constituye por el sacramento del orden como imagen de Cristo, a quien «él mismo hace sacramentalmente presente, Salvador de todo el hombre, entre los hermanos, y no sólo en su vida personal, sino también social» (Sínodo 1971, I,4).

Trabajo.- El pensamiento y la voluntad de la Iglesia en lo que se refiere a los posibles trabajos civiles de los sacerdotes quedó expresado, por ejemplo, en el Sínodo episcopal de 1971:

«El ministerio sacerdotal, si se compara con otras actividades, no sólo ha de ser considerado como una actividad humana plenamente válida, sino también más excelente que las demás, aunque este precioso valor sólo se puede comprender plenamente a la luz de la fe. Por esta razón se debe dedicar al ministerio sacerdotal, como norma ordinaria, tiempo pleno. Por tanto, la participación en las actividades seculares no pueden fijarse de ningún modo como fin principal, ni puede bastar para reflejar toda la responsabilidad específica de los presbíteros. Éstos, sin ser del mundo y sin tener el mundo como ejemplo, deben, sin embargo, vivir en el mundo como testigos y dispensadores de otra vida distinta de esta vida terrena (+PO 3; 17; Jn 17,14-16).

«Para poder determinar en las circunstancias concretas la conformidad entre las actividades profanas y el ministerio sacerdotal, es necesario preguntarse si tales funciones y actividades sirven, y en qué modo, no sólo a la misión de la Iglesia, sino también a los hombres, aun a los no evangelizados, y finalmente, a la comunidad cristiana, a juicio del Obispo del lugar con su presbiterio, consultando si es necesario a la Conferencia Epsicopal.

«Cuando estas actividades, que de ordinario competen a los seglares, son exigidas en cierto modo por la misma misión evangelizadora del presbítero, se requiere que estén de acuerdo con las otras actividades ministeriales, ya que en tales circunstancias pueden ser consideradas como modalidades necesarias del verdadero ministerio (+PO 8)» (II,1,2).

Celibato.- En el Vaticano II (PO 16), en la encíclica Sacerdotalis cælibatus (1967), en el Sínodo episcopal de 1971 (II,1,4), la Iglesia del siglo XX ha reafirmado para el clero de Occidente, con renovada profundidad teológica y firmeza disciplinar, el vínculo que une sacerdocio y celibato. No se trata, fundamentalmente, de razones de orden práctico, que podrían ser discutibles: un taxista casado quizá trabaje más que uno soltero, aunque éste tenga más tiempo libre. No, la cuestión no va por ahí, aunque también en esa línea habría mucho que decir. Se trata principalmente de razones cualitativas, personales, espirituales, que afectan a la dimensión sagrada del sacerdote en cuanto signo de Cristo. En efecto, como dice Juan Pablo II, «la Iglesia, como Esposa de Jesucristo, desea ser amada por el sacerdote de un modo total y exclusivo, como Jesucristo Cabeza y Esposo la ha amado» (Pastores dabo vobis 29). Ésa es la razón teológica más profunda. Y la Iglesia, fiel a su tradición, es decir, atreviéndose a confiar en la fidelidad del Espíritu Santo a sus propios dones, no quiere separar de ningún modo sacerdocio y celibato.

Signo distintivo.-Esta cuestión, que ofrece especiales complejidades, la trataré en el siguiente capítulo. Aquí recordaré sólamente que la jerarquía apostólica de la Iglesia, enfrentando una corriente contraria muy fuerte y generalizada -algo así como Pablo VI cuando enseñó la Humanæ vitæ- reafirmó en el Código de Derecho Canónico de 1983 la tradición canónica en lo que se refiere al modo de vestir de sacerdotes y religiosos.

«Los clérigos han de vestir un traje eclesiástico digno, según las normas dadas por la Conferencia Episcopal y las costumbres legítimas del lugar» (c.284). Norma que la Conferencia Episcopal Española precisó posteriormente (7-7-84) estableciendo: «Usen los clérigos traje eclesiástico digno y sencillo, sotana o clergyman, según las costumbres legítimas del lugar, a tenor del canon 284, especialmente en el ejercicio del ministerio sacerdotal y en otras actuaciones públicas».

«1. Los religiosos deben llevar el hábito de su instituto, hecho de acuerdo con la norma del derecho propio, como signo de su consagración y testimonio de pobreza. 2. Los religiosos clérigos de un instituto que no tengan hábito propio, usarán el traje clerical, conforme a la norma del c.284» (c.669). Este canon formula lo ya dicho en el Vaticano II (PC 17) o en la exhortación apostólica Evangelica testificatio (1971, 22).

Secularización sacerdotal sin futuro

La tendencia secularizadora del sacerdote católico, es preciso decirlo, no tiene viabilidad histórica alguna, pues no es más que una ideología, por muy persuasiva que se presente. No tiene ningún futuro porque no es tradicional, y en la Iglesia católica sólo tiene futuro lo que es bíblico y tradicional, es decir, lo que va impulsado por el Espíritu Santo que nos lleva «hacia la verdad completa» (Jn 16,13). Podrá la teología de la secularización tener en libros y revistas -cada vez tiene menos- el apoyo más entusiasta y la difusión más amplia. Es inútil. Los cristianos podemos elaborar teorías fascinantes, orientaciones altamente persuasivas, e incluso podemos escribir con entusiasmo nuestros sueños e ideales -el papel lo aguanta todo-. Pero si después el Espíritu Santo no reconoce como suyos esos pensamientos y planes, si no rellena de cuerpo y alma nuestras imaginaciones, todo se queda en papel, en ensoñaciones, en nada.

En la Iglesia católica sólo tiene futuro lo que es bíblico y tradicional, es decir, aquello que tiene al Espíritu de Jesús como protagonista. Esto, que ya sabemos a priori, lo vemos confirmado continuamente a posteriori en la vida de la Iglesia. Por ejemplo: los seminarios y noviciados tradicionales son los que florecen, y los secularizados son los que se estropean y vacían. Esto es lo que hay. Y así va a ser siempre.

 

2

El vestir de sacerdotes y religiosos

Importancia del vestido

En su ensayo Para la historia del amor, decía Ortega y Gasset que «las modas en los asuntos de menor calibre aparente -trajes, usos sociales, etc.- tienen siempre un sentido mucho más hondo y serio del que ligeramente se les atribuye, y, en consecuencia, tacharlas de superficialidad, como es sólito, equivale a confesar la propia y nada más».

Podrá argumentarse honradamente en favor o en contra del signo distintivo de sacerdotes y religiosos. Pero no es fácil que sea honrada y responsable la actitud de quien resuelve de hecho esta cuestión, alegando que se trata de una cuestión sin ninguna importancia. Pensemos, por ejemplo, en la Iglesia oriental, en la que el carácter sacerdotal de los ministros sagrados o la profesión monástica tienen una visibilidad sagrada tan patente. ¿Podrá pensar alguien con sinceridad que en el Oriente cristiano pueden sacerdotes y monjes dejar su indumentaria peculiar, aceptando sin más el vestir de los laicos, sin que esto vaya unido a profundos cambios de pensamiento eclesiológico y de orientación espiritual? Sería un insensato el que así pensara. Pues bien, en el Occidente latino la importancia de la cuestión es análoga.

Psicología del vestido

Siempre, en todas las épocas y culturas, se ha captado la fuerza significativa del vestido, viendo en él uno de los lenguajes no verbales más elocuentes. Ya dice la Escritura: «La manera de vestir, de reir y de caminar, manifiestan el modo de ser del hombre» (Ecli 19,30; texto que Santo Tomás cita al afirmar la conveniencia del hábito religioso, STh II-II, 187,6). Basta ir a una playa para comprender que el propio cuerpo humano, siendo epifanía natural del alma, expresa mucho menos de la interioridad del hombre que el vestido. De hecho, el hombre desnudo queda oculto en su desnudez.

Eso explica que la desnudez sólo esté generalizada en pueblos muy primitivos, donde el ser personal queda diluído en el ser comunitario. Y aún en tales pueblos, ciertas realidades de importancia social, como la autoridad o la virginidad, suelen estar significadas visiblemente. Hegel señalaba en su Estética, que «donde una más alta significación moral, donde la seriedad más profunda del espíritu excluyen el predominio del aspecto físico, aparece el vestido».

El fenómeno del vestido y de la moda, sobre todo en los últimos decenios, ha sido objeto de muchos estudios (K. Young, R. Barthes, J. Stoetzel, Ph. Lersch, G. Marañón), en los que se muestra la arbitrariedad de la moda, su condición cambiante, su afirmación del presente, su expresividad sexual, su equilibrio entre el afán de distinguirse y el de conformarse al grupo, etc. También señalan estos estudios cómo hay en la moda indumentaria sistemas abiertos e inestables, y otros cerrados, de carácter tradicional. Y hacen ver cómo una disociación entre interioridad y exterioridad suele estar en la raíz de los sistemas abiertos. Pero no es cosa de que entremos aquí en estos análisis.

Teología del vestido

En su estudio sobre Teología del vestido, Erik Peterson hacía notar que «la relación del hombre con el vestido suele tratarse fuera de la Iglesia como asunto sin importancia: cómo hay que vestirse o hasta dónde hay que desvestirse es algo indiferente. En cambio, en la Iglesia se reduce el problema con bastante frecuencia al plano moral: se censura el vestido escaso, especialmente en el sexo femenino. Pero la relación del hombre con el vestido no es principalmente un problema moral; es un problema metafísico y teológico» (Tratados teológicos 221).

En efecto, ha de recordarse en primer lugar que la vergüenza del hombre ante la desnudez propia o ajena procede del pecado. Éste es un dato de la Revelación. Antes del pecado, «estaban ambos desnudos, el hombre y la mujer, sin avergonzarse por ello». Cuando ya eran pecadores, es cuando experimentan la necesidad de cubrir sus cuerpos. Es entonces cuando se hace indecente la desnudez (Gén 2,25; 3,7: indecens, no conveniente).

Los Padres explican este misterio alegando que la desnudez se hace vergonzosa cuando los hombres por el pecado «son desnudados de la gloria que los circundaba»; es decir, «por el pecado son desnudados del vestido de gracia que les cubría». Despojados así del hábito glorioso de gracia original que les vestía, vienen a vestirse con «hojas de higuera» o con «pieles» corruptibles. «Ésa fue la ganancia del engaño diabólico» (S. Juan Crisóstomo, Hom. in Genes. 16,5). Por eso Dios «les mandó vestirse con túnica de pieles en memoria perpetua de su desobediencia» (18,1; +S. Ambrosio, De Isaac 5,43). En adelante, por tanto, la desnudez humana no va a ser simple negación, sino privación.

En efecto, el hombre en su origen estaba revestido de santidad y justicia (Trento: Dz 1511), y por eso más tarde, «la pérdida del vestido de la gloria divina pone de manifiesto, no ya una naturaleza humana desvestida, sino una naturaleza humana despojada, cuya desnudez es visible en la vergüenza» (Peterson 224). Y en este sentido el vestido será siempre para el hombre una añoranza, un recuerdo de su primera dignidad gloriosa, perdida por el pecado. Y «es tan vivo su recuerdo, que recibimos bien dispuestos cualquier cambio y renovación del vestido que traiga la moda, porque nos promete nuevo apoyo para la inteligencia de nosotros mismos. Todo cambio y renovación del vestido despierta la esperanza en la perdida vestidura, que es la única que puede interpretar nuestro ser y hacer visible nuestra dignidad» (225).

Según esto, en Cristo Salvador, el hombre va a recuperar el hábito de la gracia habitual santificante, y va a revestirse así de una nueva dignidad, por la que recupera y aun supera la dignidad perdida. Y así el bautismo será para los Padres «indumentum, quia ignominæ nostræ velamen est» (S. Juan Damasceno, Oratio 40,4). «Accipe vestem candidam», se dirá en el Rito bautismal. En efecto, «cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis vestido de Cristo» (Gál 3,27; +Rm 13,14; Ef 4,22-24; Col 3,9-10).

Finalmente, Cristo, que surge desnudo del sepulcro, inaugura con su resurrección el mundo nuevo. Ahora la desnudez ignominiosa de la cruz es ya gloriosa, es precisamente el signo de la victoria sobre el pecado y sus consecuencias. Y esa misma ha de ser la suerte de los cristianos, que seremos «sobrevestidos» de la gloria de Cristo (1Cor 15,53; 2Cor 5,4).

Normas de la Iglesia

Ya he recordado más arriba las normas de la Iglesia sobre el vestido, pero las resumiré aquí brevemente. Los apóstoles aconsejan a todos los fieles que no acepten los modos seculares de vestir y de arreglarse, en cuanto sean éstos vanos y lujosos (1Pe 3,3-4; 1Tim 2,9-10). Muy pronto esta exhortación va a hacerse norma para vírgenes y clero. Pero no será sino cesadas ya las persecuciones, a partir sobre todo del siglo VI, cuando la figura de religiosos y clérigos se caracterice en su exterior, por la tonsura sobre todo, pero también por la sobriedad del hábito. Y desde esa época, como consta en la disciplina de sínodos y concilios, se va afirmando de modo constante y creciente la norma de que religiosos y clérigos presenten una figura distinta, que exprese su especial sacralidad entre los hombres. Es la tradición que últimamente hallamos afirmada en el Código de Derecho Canónico de 1983 (cc. 284 y 669) y que han urgido los Papas una y otra vez.

Resistencia secularizadora

Ya vimos también que la tendencia de algunos clérigos y religiosos a secularizar su hábito y a laicizar su talante reaparece con mucha frecuencia en la historia de la Iglesia, y siempre es rechazada como un signo de relajación, que incluso podía acarrear la exclaustración o la reducción al estado laical. Pues bien, en este sentido, podemos decir que la consideración positiva de la secularización de la figura de sacerdotes y religiosos es realmente nueva en la historia de la Iglesia; dicho en otras palabras, es contraria a la tradición, y se produce en el marco de la teología de la secularización. Se incluye, pues, dentro de toda una visión de la Iglesia en el mundo, y es una modalidad más de la tendencia a ocultar en el mundo la visibilidad de lo sagrado.

La secularización del hábito, en clero y religiosos, no se ha visto precedida normalmente de una consideración seria y directa. Se ha operado en general por la vía de los hechos consumados. En todo caso, también ha habido sobre el tema algunos escritos, no muchos, que consideran el pro y contra de la cuestión. Puede verse, por ejemplo, O. du Rey, abad de Maredsous, L’habit faitil le moine? («La vie spirituelle», Supp. 23, 1970, 460-476); M. Dortel-Claudot SJ, État de vie et role du prêtre (Le Centurion 1971); G. Oury OSB, Fautil un vêtement liturgique? («Esprit et vie» 82, 1972, 481-486); M. Augé CMF, L’abito monastico dalle origini alla regola di S. Benedetto («Claretianum» 16,1976, 33-95), y L’abito religioso. Nel Medioevo. Dal passato al presente (ib. 17,1977, 5-106); F. López Illana, Vesti ecclesiastiche e identità sacerdotale (Giovineza, Roma 1983); P. Napoletano, L’abito delle suore di S. Giovanni Battista («Claretianum» 24,1984, 251-281); M. Augé, Nota crítica (ib. 343-355); varios artículos en «Vie Consacrée» (56,1984, 71-131).

Entresacando frases de alguno de estos escritos, traeré aquí brevemente los principales argumentos que suelen apoyar esa laicización exterior de sacerdotes y religiosos.

«Ni Cristo ni los apóstoles llevaron hábito especial alguno». «El hábito es un lenguaje, y para que se nos entienda, hemos de hablar el lenguaje de nuestro país y de nuestro tiempo. El hábito peculiar de clero y religiosos, que era significativo en tiempo de cristiandad, viene a hacerse en tiempos de pluralismo algo insignificante, o algo que significa realidades distintas de las que pretendemos: separación, distancia, etc.» Por otra parte, «el hábito nos clasifica, nos sitúa en algo ya pasado, antiguo, superado, aunque pueda tener aún para algunos cierto atractivo folklórico, que no debe interesarnos». «La mentalidad actual tiene horror por los uniformes, también por los de expresión religiosa. Une el uniforme a ideas de privilegio, distinto, autoridad, todas ellas ingratas». «El hábito emplea un lenguaje de consagración a Cristo demasiado patente y triunfalista, demasiado fácil y exterior, que puede eliminar la necesidad de realizar la conversión interior tan exteriormente significada». «El hábito implica riesgos no pequeños: ser aislados como hombres de lo sagrado, verse reducidos a la condición de homo religiosus, en cuanto arcaísmos sociológicos, rarezas culturales, objetos propios de museos de antropología». «El presente es, simplemente, la moda acostumbrada; por eso salirse de ésta, alejarse de alguna de sus formas actuales dignas y austeras, es inevitablemente irse al pasado o emigrar a la rareza actual». «Desde que se decide renunciar a los arcaísmos, parece inevitable renunciar a toda forma de hábito clerical o religioso». «El hábito es innecesario dentro del ámbito religioso, donde todos nos conocemos, y es peligroso y negativo en el exterior; y tampoco es cuestión de que andemos disfrazándonos de un modo dentro de casa y de otro modo fuera». «La unidad comunitaria deseable -un solo corazón, una sola alma- se logra mejor en el pluralismo de una diversidad personal de apariencia que en el autoritarismo de una común uniformidad impuesta». Etc.

En éstas y en otras innumerables argumentaciones hay no pocas veces ingenio, ironía, fuerza persuasiva, e incluso no suele faltar en ocasiones alguna pequeña parte de verdad. Pero a todas ellas, y con mucho mayor verdad, pueden oponerse consideraciones contrarias. Ad primum dicendum... Cristo y los apóstoles no necesitaban signo distintivo para representarse a sí mismos; el signo lo necesitamos nosotros para significarles a ellos. La ignorancia del lenguaje simbólico no se supera eliminando los signos. Así como la bata blanca del médico facilita su relación con el paciente, así... Etc.

Pero sería una labor muy pesada, y por lo demás supérflua para quien en las páginas precedentes haya entendido y recibido los principios teológicos, espirituales y disciplinares de la Iglesia sobre lo sagrado cristiano. No merece, pues, la pena que nos detengamos en estas discusiones. En todo caso, los argumentos en favor del signo distintivo no siempre habrán de ser los mismos, aunque a veces sí, tratándose del clero -que desempeña el sagrado ministerio de la representación de Cristo y de los Apóstoles- y de los religiosos -seguidores de Cristo, que a Él se han consagrado especialmente, renunciando al mundo secular, como testigos anunciadores del mundo futuro-.

Son todos aquellos, como digo, argumentos muy flojos, que sólamente podrán convencer a los ya convencidos. Otro argumento hay, más fuerte, que no he citado: el voto numeroso de muchos buenos sacerdotes y religiosos. Confieso que lo único que me hace vacilar un momento sobre la conveniencia del signo distintivo es ver cuántos buenos sacerdotes, enamorados de Cristo y entregados a la gente, cuántos excelentes religiosos y religiosas que conozco, dejaron ya hace algún tiempo todo signo distintivo de su condición vocacional. Esto me hace dudar, como digo, un momento -pongamos dos o tres segundos-. Pero ese tiempo es bastante para comprender que ciertos despistes colectivos, generalizados en una época o región, pueden afectarnos a una mayoría de los fieles -muy raramente, eso sí, a los santos; eso también es indudable-; pero no tienen fuerza para torcer la tradición católica impulsada y sostenida por el Espíritu Santo, sobre todo en casos como éste del signo distintivo, en el que durante catorce o quince siglos la Iglesia ha desarrollado una orientación permanente y homogénea, entre casi continuas resistencias. Los dos decenios últimos no son gran cosa en los veinte siglos de historia de la Iglesia, y por lo demás, ya sabemos cómo en este mismo tiempo se han manifestado las autoridades apostólicas.

Confirmaciones del Magisterio apostólico

Juan Pablo II, hablando en Fátima a seminaristas, sacerdotes y religiosos varones y mujeres, reafirmaba la conveniencia del signo distintivo. «Así como es difícil vivir y testimoniar la pobreza evangélica en una sociedad de consumo y de la abundancia, resulta también difícil en una época de secularismo ser signo de lo religioso, de lo Absoluto de Dios. La tendencia a la nivelación, cuando no a la inversión de valores, parece favorecer el anonimato de la persona: ser como los demás, pasar inadvertido. Y sin embargo, la característica de ser sal y luz en el mundo (+Mt 5,13ss), sigue siendo exigencia de Cristo, en especial para quienes se han consagrado a Él. Igualmente sigue manteniendo todo su vigor la promesa: "A todo el que me confesare delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre" (10,32)» (13-5-1982).

«A vosotras [religiosas] y a los sacerdotes, diocesanos y religiosos, os digo: alegraos de ser testimonios de Cristo en el mundo moderno. No dudéis en haceros reconocibles e identificables por la calle, como hombres y mujeres que han consagrado su vida a Dios... La gente tiene necesidad de signos y de invitaciones que lleven a Dios en esta moderna ciudad secular, en la que han quedado bien pocos signos que nos recuerden al Señor. ¡No colaboréis en este "echar a Dios de los caminos del mundo", adoptando modas seglares de vestir o de comportaros!» (Maynooth, 1-10-1979). « Que no os desagrade, pues, manifestar de modo visible vuestra consagración vistiendo el hábito religioso, pobre y sencillo: es un testimonio silencioso, pero elocuente; es un signo que el mundo secularizado necesita encontrar en su camino» (Roma, 2-2-1987).

La cuestión es muy importante, decía el Papa a unas religiosas: «Si verdaderamente vuestra consagración a Dios es una realidad tan profunda, tiene mucha importancia llevar de forma permanente su señal exterior, que constituye un hábito religioso, sencillo y apropiado. Es el medio de recordaros constantemente a vosotras mismas vuestro compromiso, que contrasta con el espíritu del mundo. Es un testimonio silencioso, pero elocuente. Es una señal que nuestro mundo secularizado tiene necesidad de encontrar en su camino, como por otra parte desean muchos cristianos. Yo os pido que reflexionéis cuidadosamente sobre ello» (A Superioras Mayores, 16-11-1978; +15-11-79).

Y al clero de Roma: «No nos hagamos la ilusión de servir al Evangelio si intentamos diluir nuestro carisma sacerdotal a través de un interés exagerado por el vasto campo de los problemas temporales, si deseamos laicizar nuestro modo de vivir y obrar, si suprimimos incluso los signos externos de nuestra vocación sacerdotal. Debemos conservar el sentido de nuestra singular vocación y tal singularidad debe expresarse también en nuestro vestido exterior. ¡No nos avergoncemos de él!» (10-11-78; +Pablo VI, 10-2-78).

 

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Pastoral tradicional o secularizada

Otra ampliación

Las cuestiones que trato en este escrito son harto complejas, van todas muy implicadas entre sí, y giran siempre en torno al tema de la tradición católica de lo sagrado y la tendencia desacralizadora de la secularización. En esta III Parte, haciendo un zoom, he ampliado primero la consideración de la figura del sacerdote, y en otro zoom de mayor grado, he considerado el tema del vestir de sacerdotes y religiosos. Quiero hacer ahora otra ampliación, esta vez sobre los reflejos que los planteamientos tradicionales o secularizantes tienen en la vida pastoral. Con todo lo ya dicho hasta aquí, bastará trazar el dibujo de las cuestiones con rasgos muy concisos y rápidos, en sí mismos imprecisos, pero muy claros si son leídos en el conjunto de esta obra.

Lenguaje accesible

Los secularistas dan por supuesto que su lenguaje, con todo su contenido de planteamientos y orientaciones, conecta mucho mejor con el pueblo que el lenguaje de los tradicionales, que se supone arcaico y superado.

Hace poco en una revista católica se podía ver una viñeta humorística, en la que el personaje habitual, Tico, señalaba con una mano a tres hombres de corbata: «Teólogos separados por la Jerarquía porque defienden doctrinas separadas de la Jerarquía». Y con la otra mano a otros tres hombres de sotana o clergyman: «Teólogos separados del pueblo llano porque defienden doctrinas que al pueblo los dejan totalmente llano».

Esto es completamente falso. Cuando un teólogo, como Rahner, preocupado por la re-expresión moderna del cristianismo, dice, por ejemplo, que «Dios y la gracia de Cristo están en todas las cosas, como secreta esencia de todas las realidades», o cuando Eugen Drewermann asegura que después de la pasión de Jesús «resucita su persona, no su cuerpo», los paganos no entienden nada, y los cristianos menos. La gente entiende el lenguaje de San Pablo, de San Agustín, de Santo Tomás, de Santa Teresa, de Pablo VI o de Juan Pablo II. La gente entiende el lenguaje bíblico y tradicional. Los cristianos que se ven en la penosa necesidad de estudiar y dialogar sobre ciertas carpetas llenas de materiales producidas por expertos suelen experimentar -como tantas veces hemos comprobado- un malestar que roza a veces con la indignación. El realismo tomista está mucho más próximo al sentido común del pueblo que las filosofías idealistas; y lo mismo ha de decirse del lenguaje más simbólico de la Biblia o de los Padres. La gnosis sólo agrada a iniciados, que tampoco la entienden, claro. El único lenguaje inteligible de la fe es el bíblico y tradicional, que no excluye, por supuesto, eventuales neologismos. Eugenio d’Ors decía que «todo lo que no es tradición es plagio». También podríamos decir que «todo lo que no es tradición es pedantería».

Partir de la realidad

La expresión de moda en ciertos medios pastorales «hay que partir de la realidad» es equívoca, es inconveniente -como encarnarse o como secularización, con las cuales está íntimamente relacionada-. Se dice normalmente esa expresión dando por supuesto que la realidad es el conjunto de las criaturas del mundo visible, con sus vicisitudes y problemas. Esto sería plantear una evangelización real. Por el contrario, partir de Dios, de su Palabra, sería perderse necesariamente en abstracciones o en angelismos, pues quedaría desencarnada la evangelización, y se haría espiritualista. Así, pues, aceptemos las prioridades reales del hombre actual, si no queremos vernos cubiertos de telarañas del pasado. Tengamos el coraje, por ejemplo, al predicar a los jóvenes, de centrar nuestro mensaje en las aspiraciones y preguntas que en ellos son reales. Atrevámonos a preguntar a la gente: «¿Cómo querrías tú que fuera el sacerdote?», «¿Qué es para ti la pobreza evangélica?»... Si no procedemos así al evangelizar, nos perderemos entre las nubes.

Todo el planteamiento es falso. La realidad es Dios, la Palabra divina, Jesucristo. El mundo visible es indeciblemente efímero, contingente, falseado, alucinatorio, irreal. En el medio secular las personas, ideas y cosas están manipuladas y deformadas hasta un límite que roza la aniquilación, la nada. Para Santa Catalina de Siena el pecado era la nada, menos que la nada. Y a esa luz, el mundo pecador, carente de entidad verdadera, es nada, menos que nada. Ciertamente, hay que conocer «las inquietudes de la juventud», hay que tener sensibilidad para captar «los anhelos del hombre moderno», etc., pues de otra manera no podríamos conectar con los hombres y evangelizarlos. Pero no hay que partir de esas inquietudes y de esos anhelos, pues en el mundo secular no sólamente están falseadas las repuestas a los problemas, sino que la misma problemática humana está completamente falseada, y queda ignorada, disfrazada, encubierta. Esto es precisamente lo que produce confusión, engaños, inversión en la jerarquía real de valores, es decir, lo que hace en los hombres una oscuridad más o menos completa. Cuando se habla con un borracho, no se puede partir de sus temas variables y alucinatorios. Lo más urgente es ayudarle a salir de su borrachera. A los hombres que por estar cabeza-abajo se ven afligidos por muchos males, hay que aliviarles en lo posible sus males innumerables, siempre renovados; pero lo más urgente es decirles que se pongan cabeza-arriba, hacerles ver que vivir con los pies por alto es un horror.

Los problemas que la gente tiene son muy distintos de los que la gente siente, que suelen ser mucho más secundarios y derivados. Y en este sentido, la mísera realidad del mundo secular ha de ser verificada, iluminada y confortada desde Dios, pues «Él mismo es quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas... En Él «existimos, nos movemos y somos» (Hch 17,25.28). Por eso es propio de la evangelización verificar la realidad mundana partiendo de Dios, de su Cristo iluminador y salvador. ¡Cuántas veces Jesucristo defrauda las ansiedades y deseos de los hombres, suscitando en ellos otras preguntas e inclinaciones que tenían sofocadas! La gente a veces busca a Cristo para que les dé pan o agua, y Él les da palabra divina y Espíritu Santo (Jn 4,13-15; 6,27.34-35; Mt 6,33; Lc 10,41). La gente quiere liberación política, y pretende hacerle Rey; pero Él se va al monte a orar (Jn 6,15; 18,36). Unos hermanos le piden que sea árbitro de sus litigios; pero Él se niega en redondo (Lc 12,13). La gente pregunta qué obras deben hacer, y Él contesta que lo primero y más urgente que tienen que hacer es creer en Él (Jn 6,29)... Es como un desencuentro continuo, y es así como el Señor les va abriendo los ojos a los ciegos, es así como los va desengañando e introduciendo en la verdad. Y ése es también el oficio de la Iglesia, descubrir a los hombres desde la Palabra divina la verdadera problemática humana, y darles respuesta también desde ella (+GS 41a)..

La predicación cristiana apostólica, es decir, la tradicional, que no parte de la realidad del hombre pecador, sino de la realidad de Cristo salvador, es la que sacude y conmueve a los hombres hasta su más honda médula. Unos la recibirán con la fe, otros la rechazarán con la incredulidad, pero nadie quedará indiferente. Los templos son vaciados por la predicación secularista, y se han llenado siempre y hoy se llenan cuando hay predicación bíblica y tradicional. Cuando el cura predica valores en tono pelagiano, la gente se siente hastiada y defraudada. Pero cuando el cura predica a Cristo como fuente de todos los valores conocidos y de muchos ni siquiera soñados, la gente se despierta. Imaginen ustedes una predicación de este tipo, dirigida a paganos o a apóstatas de la fe cristiana, e inspirada en una de tantas predicaciones de San Pablo (+Ef 2,1-8; 4,17-24):

«Tened piedad de vosotros mismos. Estáis hechos una miseria. Daos cuenta de que estáis muertos por vuestros delitos y pecados, y que sois cadáveres ambulantes. No conocéis ni el origen ni la gravedad de los males que padecéis. Lucháis a ciegas, poniendo vuestra esperanza en lo que no puede daros la salvación. En realidad, estando sujetos al espíritu de este mundo, estáis sujetos al demonio, al espíritu que actúa en quienes se mantienen rebeldes a Dios. También nosotros, los cristianos, estuvimos en esa misma situación, cuando no teníamos otro empeño que seguir los deseos de nuestro enfermo y vicioso corazón. Pero Dios, por el amor inmenso que nos ha tenido, estando nosotros muertos por nuestros pecados, nos ha dado vida en Cristo, por pura gracia, y así como a Él le resucitó de entre los muertos, también a nosotros nos ha dado renacer a una vida nueva, por pura gracia, y nos resucitará con Cristo para la vida eterna. Abrid vuestros corazones a esta gracia creyendo en Jesucristo. No viváis ya más, os lo pido en su nombre, como viven los paganos, en la vanidad de sus pensamientos, oscurecida su mente, alejados de Dios, embrutecidos y entregados a toda clase de males. Desnudáos del hombre viejo, podrido en la corrupción de la mentira, y vestíos del hombre nuevo, creado por Dios en la verdad de Cristo».

Se trata sólo de un ejemplo, y de un tema sólo de predicación. Hay muchos otros. Pero ésa es sin duda la predicación tradicional, la de Pablo apóstol o la de Pablo VI, la del Cura de Ars o la de San Francisco de Javier; en una palabra, la de Cristo. La única que en realidad dice algo a los hombres de ayer, de hoy o de mañana. ¿Creen ustedes que predicando hoy así a los hombres no nos van a entender? ¿Piensan que se aburrirán? ¿O estiman quizá que se quedarán indiferentes? Hagan la prueba... En este mundo no hay nada más original, más excitante y más infrecuente que la predicación del Evangelio. Así como no hay nada más aburrido y desalentador que la predicación moralizante de los secularizadores pelagianos de la Palabra divina. Sobre todo si son pedantes. Acaban por aburrirse ellos mismos, que abandonan la predicación, y se dedican a otras cosas que estiman más positivas.

Testimonio de vida y de palabra

Todo lo que se diga sobre la necesidad del testimonio de vida en la evangelización es poco. La palabra más elocuente del predicador es su propia vida. Y sin la elocuencia de este testimonio personal las palabras de la predicación serán huecas, aire, inútiles, «que no está en palabras el reino de Dios, sino en realidades» (1Cor 4,20). Cristo predicó con palabras y obras, «hizo y enseñó» (Hch 1,1). Y los predicadores, con toda humildad y aunque sea a una escala modestísima, han de estar en condiciones de decir con el Apóstol: «sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1Cor 11,1; +4,16; Flp 3,17; 1Tes 1,6).

¡Pero es necesario el testimonio de la palabra! Al menos en los sacerdotes y todos los destinados por la Iglesia al ministerio apostólico. Para los laicos será muchas veces suficiente «estar siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere» (1Pe 3,15), y surgida la ocasión, «confesar el nombre de Jesús ante los hombres» (Mt 10,32-33). Pero los ministros del Evangelio hemos sido enviados a «predicar el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). Y præ-dicare (kerigma, kerisso) es «decir con toda fuerza» el Evangelio, en privado y en público, a quienes nos preguntan y a quienes miran para otro lado, con oportunidad o sin ella (eukairos akairos, 2Tim 4,2). Los secularistas, ocultadores de lo sagrado, y en este caso silenciadores del «ministerio sagrado del Evangelio de Dios (hierogoûnta to evangelion toù Theoû)» (Rm 15,16), se las arreglan para acentuar -en teoría sólamente- el testimonio de vida con desmedro del testimonio de la Palabra, pues ellos se conforman con que los hombres vivan un cristianismo anónimo. Por eso carecen para la predicación de toda parresía, y si de ellos hubiera dependido, el Evangelio en los primeros siglos no habría salido de Palestina, y en la América del siglo XVI no habría ido más allá de Santo Domingo.

Los predicadores que admiran y veneran el mundo secular le hablan en voz baja, con suaves palabras, sólo cuando son interrogados, únicamente si es inevitable, y procuran siempre adular a sus oyentes. Le tienen miedo al mundo, ésta es la verdad. «Nadie tiene el monopolio de la verdad», confiesan juiciosamente. «Vamos a los hombres más para aprender que para enseñar». Conmovedor... ¿Pero tiene esto algo que ver con la predicación bíblica y tradicional?... El Señor le dice a Jeremías: «No los temas, que yo estaré contigo. Diles todo cuanto yo te mando. No les tengas miedo, que si no, yo te meteré miedo de ellos» (Jer 1,8.17). Y Cristo evangeliza con una fuerza inmensa, que sacude las conciencias: «¿No acabáis de entender ni de comprender?¿Es que estáis ciegos?» (Mc 8,17-18.20; +7,1-23). «Gente sin fe, ¿hasta cuándo habré de soportaros?» (9,19). «El que creyere y fuere bautizado se salvará, mas el que no creyere se condenará» (16,16)... ¡Ay, Señor! ¿Cómo podremos hoy evangelizar si no queremos predicar el Evangelio?

«No te avergüences jamás del testimonio de nuestro Señor -le escribe San Pablo a Timoteo-. Sufre conmigo por el Evangeliio, con la fuerza de Dios» (2Tim 1,8). Sean cuales fueren las circunstancias del mundo, «la palabra de Dios no está encadenada» (2Tim 2,9). «Evangelizar no es para mí un motivo de orgullo, es una necesidad. ¡Ay de mí si no evangelizara!» (1Cor 9,16; +Hch 4,20; 5,40-42). El Evangelio no sólamente es un mensaje verdadero, ¡es un mensaje urgente! Ahora bien, si no estamos en disposición de evangelizar verdaderamente -por inseguridad en la fe, por miedo a la cruz, por falta de amor a Cristo y a los hombres, por lo que sea-, ¿cuántas reuniones y asambleas habremos de hacer aún para planificar la evangelización?

Sanación sagrada de lo secular

Realidades naturales plenamente seculares, como el matrimonio, terriblemente deformadas por el pecado del mundo, han de ser sanadas y elevadas a una nueva dignidad por el sacramento de Cristo y de la Iglesia, y han de serlo, en cuanto sea posible, de un modo explícito, que tenga visibilidad social, y que venga a ser un acto de culto a Dios. En el matrimonio, como digo, tenemos un ejemplo muy claro de cómo el sagrado cristiano verifica lo secular y lo restaura en su belleza originaria, sanándolo y elevándolo. Pues bien, ese mismo influjo benéfico de lo sagrado ha de santificar todas las realidades seculares: el trabajo y las instituciones, el calendario festivo y la educación, el arte y los negocios, y todo ello de modo patente y significado, en cuanto sea posible y conveniente, que unas veces lo será y otras veces no, según de qué se trate.

Todos los años en este pueblo se bendicen los campos por San Juan Bautista. Es una forma de oración: «danos hoy nuestro pan de cada día», de oración unida al trabajo: ora et labora. ¿Hay algo de malo?... Unos profesores católicos, hartos de ver su labor educativa neutralizada por la escuela secularizada, se asocian con unos padres de familia y hacen un colegio católico, que da educación católica. ¿Algún inconveniente?... Un feligrés emprende un negocio y llama al párroco para que lo bendiga. Sobre la puerta, un flamante rótulo: «Cooperativa Virgen del Carmen», patrona de los marineros. Perfectamente. ¿Hay alguna objeción?...

Éstas son cosas que a protestantes y secularistas les producen vahídos. Pero el problema es de ellos. La pastoral bíblica y tradicional de la Iglesia católica es así. Trata, al menos siempre que es posible, de señalizar el mundo secular con los signos sagrados de Cristo Salvador y de su santa Iglesia.

Iglesia orante

La pastoral tradicional pretende ante todo hacer un pueblo orante, un pueblo sacerdotal que alabe a Dios y le glorifique, que pida por sí mismo y por el mundo. Busca ante todo que los congregados en Cristo, perseveren «en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la unión, en la fracción del pan y en la oración» (Hch 2,42). Sabe bien que «el esfuerzo de clavar en Dios la mirada y el corazón, eso que llamamos contemplación, viene a ser el acto más alto y pleno del espíritu, el acto que también hoy puede y debe jerarquizar la inmensa pirámide de la actividad humana» (Pablo VI, 7-12-1965). Es consciente de que la vida cristiana personal y comunitaria no se agota en la oración y la eucaristía; pero está segura de que en ellas está la fuente y la cumbre de toda vida eclesial (+SC 10). Sin oración, sin eucaristía, no hay propiamente vida cristiana, ni actividad misionera o pastoral. Y partiendo de ellas es como pueden darse la santificación propia y ajena, la actividad pastoral y misionera, la irradiación cultural y asistencial, social y política.

La secularización del cristianismo, por el contrario, apaga la llama de la oración casi completamente en los pastores sagrados y en el pueblo cristiano. Sin embargo, así como Israel es un pueblo orante, que alaba al Señor siete veces al día (Sal 118,164), el nuevo Israel, la Iglesia, tiene una vocación sacerdotal, tan cierta como grandiosa, para «orar siempre» (Lc 18,1), para permanecer sin desfallecer en la alabanza y la súplica. Todos los fieles debemos considerar con gozo que «es nuestro deber y salvación» dar gracias a Dios «siempre y en todo lugar». Por eso, un pueblo cristiano secularizado, casi completamente inconsciente de su destinación a la oración, apenas puede ser reconocido como cristiano.

Tradición o traición

La actividad tradicional católica, en pastoral y misiones, es a un tiempo, necesariamente, sencilla y fecunda. Explico el sentido de esta afirmación. En la obra del Reino en este mundo, «en esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia consigo siempre a su amadísima esposa la Iglesia» (SC 7b). De ahí que si nuestra acción apostólica es perfectamente fiel a la doctrina y disciplina de la Iglesia, ciertamente es acción de Cristo, y por eso mismo es ciertamente sencilla y fecunda. En otras palabras: en este mundo, en cualquier época y circunstancia, el que enseña la doctrina católica, tal como es, sin dudar de ella, sin miedo ni vergüenza, sin deformarla ni rebajarla, con plena seguridad de su verdad, creyendo que es luz de vida para la oscuridad de los mortales; y obra al mismo tiempo en perfecta fidelidad a la disciplina católica, necesariamente da fruto -da al menos el fruto que Dios quiere realizar-. Esto lo sabemos por fe y por experiencia.

La actividad misionera y pastoral secularista, por el contrario, es necesariamente complicada e infecunda, porque, al distanciarse de la doctrina y de la norma de la Iglesia, es acción predominantemente humana, más pelagiana que católica, aunque alguna relación guarde con Cristo y con su Iglesia. Se comprende, pues, perfectamente que los secularistas compliquen indeciblemente la acción pastoral, con sondeos, estadísticas y organigramas, campañas, slogans, carteles y publicidad pagada, asambleas, trípticos, carpetas y reuniones frecuentes. Como también se comprende que todo eso apenas dé fruto alguno. Resulta todo complejo, caro, lento e inútil. Es actividad estéril, pues no parte de Cristo y de su Iglesia, sino de los hombres. ¿Quién no ha tenido experiencia, propia o ajena, de esta miseria en los últimos decenios?

Es evidente la alternativa: al servicio de la Iglesia o hay tradición o hay traición. En la tradición hay sencillez, fecundidad y adelanto. En la traición al impulso bíblico y tradicional sólo puede haber complejidad, esterilidad y retroceso.

En otro lugar hemos señalado que «algunos no se abren bastante al influjo santificante de la Iglesia. Ante el Magisterio apostólico, ellos piensan más en discurrir por su cuenta o por cuenta de otros, que en configurarse intelectualmente según la enseñanza de la Iglesia. Ante la vida pastoral, ponen más confianza en los modos y métodos propios, que en las normas y orientaciones de la Iglesia, de las que no esperan sino fracasos. Ante los problemas políticos y sociales, no buscan luz en la doctrina social de la Iglesia, sino en otras doctrinas diferentes, que ellos estiman más eficazmente liberadoras del hombre. Ante la vida litúrgica, piensan más en inventar signos y ritos nuevos a su gusto, que en estudiar, asimilar, explicar y aplicar con prudencia y creatividad las formas y textos que la Iglesia propone. San Juan de la Cruz diría de ellos que son como chicos pequeños: «por el mismo caso que van por obediencia los tales ejercicios, se les quita la gana y devoción de hacerlos» (1 Noche 6,2).

Los secularistas quieren moverse por sí mismos, no moverse desde Cristo por la Iglesia. Esa actitud frena gravemente la santificación personal; el cristiano que mantiene ante la Iglesia una actitud de adulto, es como el adolescente que, cerrándose a los mayores, compromete su maduración personal. Y del mismo modo disminuye grandemente la fecundidad apostólica, por grande y empeñosa que sea la actividad. ¿Por qué habría de dar fruto el trabajo apostólico de un ministro del Señor que en su vida personal, en la catequesis, en las celebraciones litúrgicas, en sus predicaciones, está actuando frecuentemente contra la doctrina y la disciplina de la Iglesia? Sin Cristo no se puede dar fruto (Jn 15,5). Y el que en su enseñanza y acción se distancia de la Iglesia, se aleja de Cristo, y queda necesariamente sin fruto» (J. Rivera - J.M. Iraburu, Síntesis de espiritualidad católica 78-79).

Tradición o traición. No hay otra alternativa, pues «ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento» (1Cor 3,7). El Protagonista indudable de toda accción pastoral y misionera es Dios, que «resiste a los soberbios y a los humildes da su gracia... A Él la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén» (1Pe 5,5.11).

 

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