III
PARTE
Algunas
ampliaciones
1
Historia de la figura del
sacerdote
Figura social del sacerdote
Las significaciones sagradas más
importantes del misterio de Cristo, por lo que se refiere a las personas,
se dan sin duda en sacerdotes y religiosos, pues ellos se configuran a Cristo no
sólo en lo interior, sino también en lo exterior. Por eso, la
secularización de la figura social de sacerdotes y religiosos tendrá una
importancia muy grande en la desacralización de la Iglesia en el mundo. Pues
bien, a lo largo de la historia, innumerables sínodos y concilios han ido
dibujando en sus cánones de vita et honestate clericorum la figura del
sacerdote. Aquí recordaré muy en síntesis esta historia, señalando al mismo
tiempo la tradición eclesial que implica. Más largamente desarrollé el
tema, con textos y documentos, en mi libro Fundamentos teológicos de la
figura del sacerdote, al que me remito. Y por lo que se refiere a la figura
del religioso, su historia ofrece rasgos análogos, aún más netos y estables.
La figura peculiar de un grupo social viene
dada por muchos rasgos, que se relacionan y condicionan entre sí. Yo aquí me
fijaré sólamente en el celibato, el trabajo profano y el signo distintivo, es
decir, la tonsura y el modo de vestir. Y necesariamente en forma telegráfica.
Epoca apostólica
En lo que se refiere al siglo primero, no es fácil
conocer mucho acerca de la configuración social de los sacerdotes, por la
escasez de documentos y también porque todavía la presencia de los Apóstoles
eclipsa los demás ministerios eclesiales. Obispos y presbíteros parecen todavía
términos sinónimos, aunque parece normal que alguien presida el colegio de los
presbíteros. En las cartas de San Ignacio de Antioquía, ya aparece claramente
en torno al año 100 el obispo único y el colegio de presbíteros unidos a él.
Celibato.- Ya en el siglo II parece que era frecuente elegir el clero entre
quienes había recibido el don del celibato, muy apreciado por los primeros
cristianos, o entre quienes, estando casados, se abstenían de la vida conyugal,
renunciado a procrear hijos (Tertuliano, +222, De exhort. castitatis
13,4).
Trabajo.- De San Pablo venía una enseñanza doble: que los ministros del
Evangelio tienen derecho a vivir de su ministerio (1Cor 9), y que a veces
convendrá que el apóstol gane su vida con el trabajo de sus manos.
Probablemente ambas fórmulas se darían al comienzo de modo alternativo o
incluso simultáneo. El trabajo manual sencillo -así era el de San Pablo-, que
no da grandes preocupaciones, ni se presta a grandes lucros, nunca fue mal visto
para el clero, como tampoco lo fue para los monjes. En cambio los negocios
seculares sí fueron rechazados pronto, recordando lo del Apóstol: «El que
milita, para complacer al que le alistó como soldado, no se embaraza con los
negocios de la vida» (2Tim 2,4). San Cipriano (+258) comenta esa frase: «Si
esta recomendación está dicha para todos, ¿cuánto más deben alejarse de
asuntos y lazos seculares aquellos que, ocupados en las cosas divinas y
espirituales, no pueden apartarse de la Iglesia y dedicarse a los negocios
terrestres y seculares?» (Cta. a clero y pueblo Furni I,1). El ministro
de la Iglesia, como el apóstol (+Hch 6,4), debe ocuparse en la oración y el
ministerio de la palabra y del culto. No siempre, sin embargo, se vive ese
ideal. El mismo San Cipriano se lamenta de ver algunos obispos metidos en
negocios («procuratores rerum saecularium fieri, derelicta cathedra, plebe
deserta»; De lapsis 6).
Signo distintivo.-
En los primeros tiempos de la Iglesia, en los siglos de las persecuciones, el
clero no se distingue de ninguna manera, lógicamente, en su apariencia
exterior. Y los religiosos, como tales, aún no existen. Pueden verse ya, sin
embargo, los planteamientos espirituales que llevarán más tarde, una vez
lograda la libertad cívica de la Iglesia, a ciertos signos distintivos de
sacerdotes y religiosos. Por lo que se refiere a las vírgenes, por ejemplo,
podemos recordar también a San Cipriano, en su tratadito De habitu virginum,
en el que con larga copia de argumentos bíblicos y espirituales, afirma que «no
basta que la virgen lo sea; es menester que la tengan y consideren como tal, de
modo que nadie, cuando viere a una virgen, dude de si lo es realmente» (5). Ha
de ofrecer, pues, la virgen una apariencia peculiar, en la que se exprese
claramente que no busca marido, ni pretende agradar al mundo, sino que está
dedicada a Cristo y consagrada a su Reino.
Por lo que se refiere a los sacerdotes,
recordaré un texto en el que el escriturista C. Spicq describe la idea que San
Pablo tenía de la figura del sacerdote cristiano. La vida espiritual del
sacerdote, escribe, «se alimenta de la virtud de la religión. Ahora bien, ello
trae consigo una psicología propia, que no puede menos de revelarse en la
conducta y en toda la actitud exterior... Un sacerdote profundamente religioso,
que vive en la adoración de Dios y en el respeto de las cosas santas, se
distingue al mismo tiempo por su rectitud y honestidad interiores y por su
decencia exterior. Él es semnos. En contraposición a la frivolidad o
ligereza profanas, el hombre de Dios guarda esta gravitas honesta, de la
que habla Tertuliano (Præscr. 43), y que suscita respeto. Implica ésta,
sin duda, un exterior conveniente; pero sobre todo impone en toda su actitud una
cierta nota de gravedad y dignidad, digamos una cierta solemnidad... Son éstos
los rasgos que se encuentra frecuentemente entre los ancianos (Tit 2,2), y que
son inherentes a todos los ministros del culto, sean obispos (1Tim 3,4),
sacerdotes, diáconos (3,8), e incluso diaconisas, que pueden entenderse como religiosas
(3,11). Tito, en este sentido, dará en la Iglesia de Creta un perfecto modelo (Tit
2,7). Es así como se expresa el carácter venerable, augusto, santo de un ser
consagrado a Dios, en quien reside, habla y actúa elEspíritu Santo... El
sacerdote debe, pues, dar la impresión de llevar una vida serena y tranquila (éremos,
hesykhios, 1Tim 2,2), sosegada y casi silenciosa, favorable a la contemplación
y al culto permanente e interior que exige la eusébeia. Una vida
piadosa, en el sentido paulino del término, ha de ser ordenada y bien regida (kósmios,
1Tim 3,2)» (Spiritualité sacerdotale d’après Saint Paul 146-147).
Epoca patrística
Puede decirse que en la configuración del
clero y de los religiosos los siglos IV, V y VI son decisivos para toda la
historia de la Iglesia. En el siglo IV, al superar la proscripción civil, es
cuando la Iglesia comienza a expresarse socialmente en templos,
catequesis y liturgias, concilios, estatutos del clero, vida monástica
religiosa, etc. Son, pues, años decisivos para la configuración de lo
sagrado cristiano, hasta entonces sofocado en buena parte, al menos
en sus manifestaciones visibles, por la persecución. Aunque sea con brevedad,
le prestaré aquí una atención especial. Doctrina y disciplina de la Iglesia
van a tener siempre aquí sus fundamentos.
«La época de los Padres -como advierte Congar-
tiene algo de particular y privilegiado... Representa [en cuanto a la
doctrina] el momento en que el depósito de la fe apostólica ha sido
precisado frente a ciertas interpretaciones rechazadas como heréticas... Y [los
Padres] han establecido también en sus cánones las bases de la disciplina
eclesiástica. Muchas otras disposiciones se han añadido más tarde, pero
aquéllas han permanecido. Son los Padres los que han hecho la tradición canónica
de la Iglesia: el título de Padres, sin cesar reiterado en las
expresiones statuta patrum, traditiones patrum, les es dado
frecuentemente en este contexto» (La Tradición 362-363).
Por eso, cuando hoy se habla despectivamente
del derecho canónico, se suele olvidar generalmente que la disciplina canónica
de la Iglesia tiene casi siempre su origen en los cánones conciliares de
los Santos Padres, a veces incluso en pequeñas cuestiones; es decir, se olvida
que el derecho canónico es eminentemente patrístico y conciliar. Pues
bien, ¿cómo quiso la Iglesia de los Padres que fueran los sacerdotes?
Celibato.- La conveniencia entre celibato y ministerio sagrado se va
viendo cada vez con más claridad: «eos qui sacrati sunt, atque in Dei
ministerio cultuque occupati, continere deinceps seipsos a commercio uxoris decet»
(Eusebio de Cesarea +340, Demonstr. evang. 1,9). El celibato o la
abstinencia conyugal de los sacerdotes se fundamenta en el ejemplo de los Apóstoles
(San Epifanio +403), y también en la especial santidad y respeto a Dios que
deben mostrar quienes habitualmente se dedican al culto sagrado (San Ambrosio
+397, San Juan Crisóstomo +407).
Evitemos aquí interpretaciones hostiles a los
Padres. Sin encratismos despectivos hacia el matrimonio, ni «purezas rituales»
de inspiración pagana, los Padres, sencillamente, vinculaban sacerdocio y
celibato -o abstinencia conyugal-, con la misma lógica espiritual con la que
vinculaban ayuno-oración, o ayuno-comunión eucarística, binomios éstos tan
arraigados en la tradición bíblica y apostólica, y en los que ni de lejos se
vislumbraba una condenación y ni siquiera una visión negativa de la comida.
Los Padres no condenan ni la comida ni el matrimonio, pero ensalzan el ayuno y
el celibato. Eso es todo. Y ésa es una de las conveniencias profundas que ven
entre el celibato o la abstinencia conyugal y la dedicación habitual al
servicio del culto y de la eucaristía. Lo que ellos sienten al vincular
celibato y sacerdocio es un respeto inmenso por la liturgia, y muy
especialmente por la eucaristía. Un respeto que nos recuerda aquella escena en
la que Yavé -¡sin condenar ni de lejos el uso de las sandalias!-, le manda a
Moisés, «quita las sandalias de tus pies, que el lugar en que estás es
sagrado» (Ex 3,5).
Los Padres afirman también el celibato eclesiástico
en referencia a Cristo y a la Virgen: «Christus virgo, Virgo Maria, utriusque
sexui virginitatis dedicavere principia. Apostoli, vel virgines, vel post
nuptias continentes. Episcopi, presbyteri, diaconi, aut virgines eliguntur, aut
vidui, aut certe post sacerdotium in aeternum pudici» (San Jerónimo +420, Ep.48
ad Pammac. seu liber apologet. contra Jov. 2).
Es en esta época cuando se irá produciendo la
vinculación canónica del sacerdocio al celibato o a la abstinencia conyugal (conc.
Elvira, 300; cartas de los Papas Dámaso, Siricio, Inocencio, León Magno en
siglos IV y V; concilios del siglo IV, como Roma, Cartago, y más numerosos
posteriormente). En este tema, Oriente se separa definitivamente de la
disciplina occidental en el concilio Trullano (692), según el cual el obispo ha
de ser célibe, o claramente separado de su esposa. Presbíteros y diáconos, en
cambio, aunque no pueden casarse ya ordenados, si ya están casados, pueden
seguir viviendo con su mujer.
Trabajo.-El sustento del clero proviene en estos siglos de trabajos manuales, de
las aportaciones de la comunidad -diezmos, primicias-, o de ambos modos. Con
frecuencia se citan los textos revelados que afirman el derecho de los ministros
del Señor a ser sustentados por los fieles que reciben sus servicios (+Mt 10,40ss;
Lc 10,7ss; 1Cor 9; 2Tim 2,4). Es importante la decretal del Papa Gelasio
(494), en la que dedica los bienes de la Iglesia, en cuatro partes, al pontífice
y al clero, a los pobres y al culto (fábrica del templo, etc.).
San Cipriano, por ejemplo, escribe: «Tal fue
la regla y ordenación de Dios, para que los consagrados al servicio divino [se
refiere a los levitas] no se viesen distraídos en nada, ni obligados por las
preocupaciones, ni para gestionar negocios profanos. La misma reglamentación y
disciplina se guarda ahora en el clero [primera mitad del s.III], de modo que
los promovidos al orden clerical en la Iglesia del Señor en manera alguna se
vean impedidos del servicio divino ni se embaracen con negocios y solicitudes
del siglo; al contrario, más bien recibiendo en beneficio suyo las ofrendas de
los hermanos, a manera de diezmos de los frutos, no se aparten del sacrificio
del altar y sirvan día y noche en ocupaciones religiosas y espirituales» (Cta.
a clero y pueblo de Furni I,1).
Junto a esa tendencia, se da también otra
diversa, aplicable sobre todo al clero rural, que no se veía absorbido por el
servicio de las grandes comunidades cristianas urbanas. Algunos Padres griegos,
por ejemplo, llegados del monacato al episcopado -San Juan Crisóstomo, San
Basilio-, estiman el trabajo manual del clero, aprecio que les había sido enseñado
en la vida monástica: para ahuyentar el ocio, para ayudar a los pobres,
recordando a San Pablo. Incluso hay normas, como las establecidas por los Statuta
Ecclesiæ Antiqua, de fines del siglo V, que lo prescriben, siempre que no
limite la dedicación pastoral («absque officii sui dumtaxat detrimento»).
Negocios, trabajos absorbentes o altamente lucrativos, son prohibidos siempre
(Elvira, 300; Nicea, 325). «Episcopus, vel presbyter, vel diaconus sæculares
curas non suscipiat: alioqui deponatur» (Canones Apostolorum 6).
Signo distintivo.-
La tonsura es desde la antiguo el principal signo distintivo del clero.
San Pablo había dicho que el cabello largo, con los cuidados que implica, es en
el hombre «una vergüenza» (1Cor 11,14). Estas palabras, que para los laicos
no son sino una exhortación, pronto se hacen norma para los clérigos. El Papa
Aniceto (+166), por ejemplo, prohibe ya a su clero la cabellera abundante. Y los
Statuta Ecclesiæ Antiqua también: «clericus nec comam (cabellera)
nutriat nec barbam radat» (c.25). El concilio de Agda (506) va más lejos, y
manda que si un clérigo se deja crecer demasiado la cabellera, se la corta a la
fuerza el archidiácono. Por otra parte, la tonsura se hace pronto rito litúrgico,
que marca el ingreso en el orden eclesiástico.
Ya el Sacramentario gregoriano, por
ejemplo, en cuyo origen está el mismo San Gregorio Magno (+604), en el rito ad
clericum faciendum incluye la vestición y la tonsura. Y al conferir ésta,
pide para el candidato que se acerca «ad deponendam comam capitis sui propter
amorem Christi», el don del Espíritu Santo, «ut sicut immutatur in vultu, ita
manus dexteræ tuæ virtutis tribuat incrementa». Algo semejante vemos
en el Liber ordinum de Toledo (s.VII). El concilio de Toledo de 633
precisará que los clérigos deben llevar la cabeza rapada, dejando una corona
de cabellos en torno a la cabeza (c.41). Esta costumbre se extiende pronto por
todo el Occidente, y «la corona clerical hace que se reconozca inmediatamente a
un clérigo» (M. Dortel-Claudot, Etat de vie 111).
Vengamos ahora a los vestidos, y en primer
lugar a los litúrgicos. Cesadas las persecuciones, y llegada la Iglesia a la
libertad civil, se inician en el culto cristiano los ornamentos litúrgicos en
el siglo IV. La Iglesia siente la necesidad gozosa de significar
visiblemente en la liturgia «la gloria del ministerio espiritual» (2Cor
3,6-11). Y a las vestiduras litúrgicas se les da desde el principio, con toda
normalidad, este alto sentido simbólico (+G. Oury, Fautil un vêtement
liturgique?).
Así Teodoro de Mopsuestia (+428), en una de
sus Homilías catequéticas, describe al sacerdote que bautiza «no
revestido del atuendo que lleva ordinariamente, sino en lugar del vestido que le
cubre normalmente le envuelve un ornamento de lino delicado y resplandeciente, y
la novedad de su aspecto manifiesta la novedad de este mundo donde tú vas a
entrar. Por su esplendor muestra que tú resplandecerás en esta otra vida, y
por su ligereza simboliza la delicadeza y la gracia de aquel mundo» (Hom. 13,17).
Más conflictivo fue el nacimiento del traje
clerical en ese mismo siglo IV. Los Padres más antiguos, como San Cipriano, que
vivieron en siglos en los que el hábito eclesiástico ni existía ni, por
razones obvias, podía existir, habían impugnado a veces el hábito característico
de los filósofos paganos, contraponiéndole la normalidad sencilla con que vestían
los sacerdotes y maestros cristianos. También el Crisóstomo alude todavía a
estos argumentos.
Por otra parte, los Apóstoles y antiguos
Padres habían exhortado a los fieles a no aceptar los lujos y refinamientos del
vestir secular (1Pe 3,3-4; 1Tim 2,9-10; conc. Elvira, 300, c.57; Didascalia
et Constitutiones Apostolorum I,3, 8-11). El pueblo cristiano no hacía
demasiado caso de estas normas, pero los monjes, cuando nacen en el siglo IV,
queriendo romper con el mundo y liberarse plenamente de los condicionamientos
seculares, también en el atuendo, comienzan a vestir de un modo peculiar,
sobrio y pobre, alejado de las artificiosidades y modas de su tiempo. Algunos
Padres ven al principio en ello dos peligros posibles: la excentricidad ridícula
y la presunción orgullosa, y así recuerdan aquel pasaje de Cristo sobre los
flecos y filacterias de los fariseos (+Mt 23,5). Pesa mucho en su conciencia,
tan fiel a los orígenes apostólicos, la tradición negativa de los
primeros siglos. El papa Celestino, por ejemplo, escribe a ciertos obispos de
las Galias (428), reprochándoles que, en lugar de la túnica tradicional usada
por clérigos y laicos, han introducido un manto y cinto. ¿A qué viene esta novedad
introducida por los monjes? «Discernendi a plebe sumus doctrina, non veste;
conversatione, non habitu».
Sin embargo, la significación indumentaria del
clero, realizada a veces por obispos y presbíteros excelentes, se va
generalizando en la época. Severo Sulpicio, por ejemplo, nos describe en las
Galias al gran obispo San Martín de Tours (+399), «in veste hispida, nigro
pendulo pallio circumtectum», y como él su clero (Dialog. 2,3,2).
Colecciones disciplinares, estrictamente tradicionales, como los Statuta
Ecclesiæ Antiqua, de fines del siglo V, ordenan: «clericus professionem
suam etiam habitu et incessu probet et ideo nec vestibus nec calceamentis
decorem quaerat» (c.26). En las Galias el concilio de Maçon (581) prohibe
igualmente al clero «vestimenta vel calceamenta sæcularia, nisi quæ
religionem deceant». La misma disciplina es implantada en Germania por San
Bonifacio, y se hace pronto general.
Vemos, pues, que en esta época, es la tonsura
lo que distingue netamente la figura del sacerdote entre los laicos. Y que según
las regiones, también el vestido le caracteriza con más o menos claridad,
aunque no difiera del traje laical sino por su sobriedad en forma y color, y por
su carencia de adornos y armas.
Edad Media
En la época patrística han quedado fijados ya
para siempre los rasgos fundamentales de la figura social de los ministros
sagrados de la Iglesia. En adelante no habrá sino variaciones sobre un mismo
tema. El sacerdote de la Nueva Alianza, alejándose de las vanidades seculares,
se va configurando en celibato y austeridad de vida y de hábito, presentando así
una figura digna, religiosa y grave, dedicada al culto de Cristo y al cuidado
pastoral del Cuerpo de Cristo. A veces, como en Oriente, con Justiniano (+565),
la misma legislación civil ayudará a fijar esta imagen. Y ésta es la figura
sacerdotal que en Occidente transmiten a la Edad Media grandes autores, como San
Gregorio Magno (+604), San Isidoro de Sevilla (+636) o San Beda el Venerable
(+735).
San Isidoro, por ejemplo, ateniéndose a la ley
de los Padres, propugna que los clérigos lleven una vida santa y no mundana
(«a vulgari vita seclusi, a mundi voluptatibus sese abstineant: non spectaculis,
non pompis intersint»), en la que cuiden especialmente de no enredarse en
lucros y ambiciones («neque turpium occupationes lucrorum fraudisque...
saecularia officia negotiaque abjiciant... sed pudorem ac verecundiam mentis
simplici habitu incessuque ostendant») (De ecclesiasticis officiis
II,2).
La historia medieval, por lo demás, en unos
siglos en que el clero era sumamente numeroso, registra con frecuencia dos
tendencias encontradas. De un lado, una parte del clero, mal preparado y
cultivado, tiende con gran fuerza hacia una secularización de su vida: quiere
entrar en negocios y actividades seculares, portar armas y vestidos laicales,
disfrutar del mundo en cacerías y juegos, mujeres y bebida. Hay grados, por
supuesto, en la tendencia. El concubinato y la simonía hacen por entonces mucho
daño. Del otro lado, con no menos persistencia, está el clero piadoso y
pastoral, y existen también diversos movimientos reformistas, con figuras como
San Pedro Damián (+1072) o San Gregorio Magno (+1085), con ciertas comunidades
de vida canónica, con muchos sínodos y concilios, todos los cuales pretenden
una elevación espiritual y pastoral del clero. Entre las dos corrientes hay una
tensión mantenida, que se refleja en los innumerables capítulos de vita et
honestate clericorum con los que suelen cerrarse sínodos y concilios
medievales.
Celibato.- Sería fatigoso enumerar los concilios que tratan de reafirmar el
celibato en el clero, pues atraviesan toda la Edad Media. En algún caso, como
en el concilio de Roma de 1059, se llega incluso a atacar el problema
indirectamente, amenazando con excomunión a los laicos que oigan la misa del
clero concubinario. La reforma gregoriana es la que ataca con mayor fuerza este
mal, y su impulso llega a los concilios Lateranos, sobre todo al II (1139), que
declara inválido el matrimonio atentado por cualquier clérigo, y al IV
(1215), gran concilio de reforma, bajo Inocencio III. Son años en que Dios envía
a su Iglesia el gran refuerzo de franciscanos y dominicos.
Trabajo.- Entre los siglos X al XII se consolida la institución de los beneficios,
por los que se asegura la sustentación del clero, de modo que no puede
ordenarse un número de sacerdotes mayor que el de los beneficios disponibles.
Ni entonces desaparece por completo el trabajo profano del clero -como dice el
concilio Niceno (787), «si quis velit»-, que siendo muy numeroso, vivía a
veces en gran pobreza, a cargo de parroquias o capellanías mínimas. En todo
caso, la Iglesia, según tradición, siempre prohibió que tuviera acceso a
ciertos oficios -juez, notario, comerciante, actor, médico, etc.-. Y el
Laterano IV, por ejemplo, ordena: «clerici officia vel commercia sæcularia non
exerceant, maxime inhonesta» (c.16).
Recordemos que en el siglo XIII, con el
nacimiento de las Ordenes mendicantes, se suscita la cuestión de si es lícito
que religiosos y clérigos, entregándose completamente a actividades apostólicas
no rentables, vivan de las limosnas de los fieles. San Buenaventura en la Apologia
pauperum, lo mismo que Santo Tomás (Summa Thlg. II-II,187, 4), con
otros autores, afirman claramente que tal modo de vida se conforma perfectamente
a la vita apostolica seguida por los mismos Apóstoles, que dejándolo
todo -tierras, redes, barcas, oficina de recaudación de impuestos, etc.-.,
siguieron a Jesús.
Signo distintivo.-
Muchos cánones conciliares de estos siglos, por otra parte, prohiben al clero
no sólo lo malo, sino lo vano y secular, pretendiendo para la Iglesia un
ministro sagrado orante y penitente, dedicado a Dios y al servicio de los
hombres. La tonsura sigue en estos siglos indicando claramente la condición
clerical. Y por lo que al vestido se refiere, con unas u otras fórmulas los
concilios prohiben al clero el estilo de vestir laical, sin entrar normalmente
en mayores precisiones:
«Non sagis, laicorum more, sed casulis utantur,
ritu servorum Dei» (Liptines, 742); «fornicationem non faciant, nec habitu
laicorum portent» (Soissons, 744); «saeculari indumento minime utantur, nisi
ut condecet, tunica sacerdotali» (Romano, 743); «ut nemo clericorum arma
portet, vel indumenta laicalia induat» (Metz,888). El concilio de Coyanza
(1050) describe la figura exterior del cura en la España del siglo XI: «Illi
presbyteri, qui ministerium ecclesiæ funguntur, habeant vestimenta usque ad
tallos. Armis bellicis non utantur, semper coronas apertas habeant, et barbas
radeant». Esa norma de la vestidura talar, «usque ad talos», hasta los
talones, aparece también en otros concilios. El Laterano II (1139) y el IV
(1215) prohiben al clero una serie de colores, formas y detalles propios del
vestir laical. Y en concilios de reforma, cuando se describen ciertos
relajamientos del clero, junto a otros rasgos negativos o francamente malos, se
suele denunciar «distincta sæpius non videantur ab habitu laicorum» (Ravena,
1314).
Por lo que se refiere al color, el negro va
prevaleciendo. En los Estatutos de la Iglesia de Lyon (1180) se
recomienda al clero. En el concilio de Westminster (1199) se dice que los clérigos
«acostumbraban vestir de negro». Y este mismo color se recomienda en el
concilio de Sens (1320).
Es en el siglo XIV cuando ya de una manera más
patente el vestido de los sacerdotes se diferencia del hábito laical. Los
estatutos sinodales de la diócesis de Autun (1468), por ejemplo, ordena al
clero vestiduras dignas y decentes, es decir, «que desciendan hasta los talones».
Y el concilio de Florencia (1517) prescribe concretamente las sotanas.
Por otra parte, como ya vimos más arriba, la tonsura
era desde antiguo el signo principal de pertenencia al orden eclesiástico.
Desde antiguo era realizada en un rito litúrgico apropiado. Con ello se llegó
fácilmente a la idea de que «esta pertenencia debe ser hecha visible permanentemente
por medio de un signo distintivo. Hasta el siglo XIV, este signo será la corona
clerical; desde el XIV, lo será igualmente la sotana» (M. Dortel-Claudot, Etat
de vie 112).
Epoca tridentina
Una de las principales convicciones del
concilio de Trento (1545-1563) es la de que la reforma del pueblo cristiano es
imposible sin una reforma previa de los pastores que lo cuidan. Partiendo de esa
convicción, Trento se decide a llevar a la realidad aquel impulso reformador
del clero, constantemente mantenido en los concilios medievales, con tan dudoso
éxito. No hay, pues, en esto grandes originalidades en el Concilio. Casi
siempre, al menos en lo que al clero se refiere, las medidas reformadoras de
Trento son las mismas de los concilios medievales precedentes. La
originalidad notable del concilio de Trento está en que, por fin, sus normas
disciplinares van a cumplirse. Aunque a veces muy tardíamente -los seminarios,
por ejemplo, no se instituyeron en Francia hasta bien entrado el siglo XVII-.
En Trento, después de la tremenda crisis
protestante, hallamos una voluntad implacable de reforma. Es preciso elevar
ya desde ahora la vida y el ministerio de los sacerdotes. Han de formarse
mucho mejor, en doctrina y espiritualidad. Han de ser espejos del
Evangelio para todos los fieles. Han de dedicarse absolutamente al
ministerio sagrado, dejándose de ocupaciones seculares. Etc. ¿Y qué hacer,
por ejemplo, con un párroco que no entre en este camino de reforma? Darle por
un tiempo un vicario, con parte en las rentas, y si dura el escándalo, privarle
del cargo (Sess. 21, d.de reform. c.6). Ese con parte en las
rentas revela que la voluntad del Concilio es absoluta, y que se va a
cumplir.
Celibato.- La situación del celibato no era muy feliz en el clero, al menos en
algunas regiones de la Iglesia, como en Alemania. El embajador del duque de
Baviera expone a los padres conciliares de Trento (1562) que, en una reciente
visita pastoral hecha en su país, pudo comprobarse que entre el clero de su país
«vix inter centum ter vel quatuor» se había hallado libres de una u otra
forma de concubinato. Un desastre. Ya en el concilio de Constanza (1414) se había
examinado la posibilidad de formar, como en el Oriente, un clero doble, célibe
o casado. Por otra parte, no pocas razones para desvincular sacerdocio y
celibato -las mismas más o menos que recientemente fueron argumentadas en los años
possteriores al Vaticano II- fueron ya propuestas por autores como Juan de Meung,
hacia 1270, James Sawtry (The defence of the Mariage of Preistes, 1541),
Erasmo de Roterdam (+1536) (Cf. J. Coopens, Erasmo y el celibato,
en Sacerdocio y celibato 359-372) o por Jorge Witzel (+1573).
Así las cosas, la enérgica -y eficaz-
reafirmación del celibato que hizo Trento para el clero occidental fue
realizada sorprendentemente, a contracorriente de una situación que parecía
irremediable. Prevaleció el criterio de quienes veían más fuerza y
futuro en la tradición eclesial impulsada por el Espíritu Santo, que en la
inercia de tantos clérigos, hundidos en una secularización decadente.
Así pensaron, por ejemplo, San Roberto
Belarmino o San Juan de Avila, que en su II Memorial al Concilio (1561),
decía del clero: «Mayor mal ser concubinarios que casados. Mas, pues se puede
remediar lo uno y lo otro con tomar a pecho el cuidado de tomar y criar
ministros buenos y castos, no hay para qué aceptar el casamiento por huir del
concubinato; porque aunque el matrimonio en sí es bueno, mas para los ministros
de Dios es lleno de inconvenientes muy perjudiciales».
Trabajo.- El concilio de Colonia (1536), al clero que no pueda vivir de su
ministerio, le permite ganar el sustento «honesto artificiolo», a ejemplo de
San Pablo. Y después de Trento, el de Milán (1565) prohibe al clero todo
negocio, pero le permite ciertos trabajos sencillos, cuando así convenga.
Tengamos en cuenta que en los siglos
postridentinos el clero era muy numeroso, y que ciertas derivaciones hacia el
trabajo profano venían a ser casi inevitables. El historiador Leflon nos dice
que en esta época «algunos curas vienen a ser más filántropos que
pastores». Eran tiempos de inventos y progreso: «uno se aplica a mejorar
las plantaciones, introduce en su parroquia nuevos cultivos; otro quiere
asegurar la competencia de cirujanos y curanderas. Sin embargo, el conjunto del
clero secular permanece sacerdotalmente respetable; incluso pasa en valor al
conjunto del clero regular» (L’Église catholique a la veille de la Révolution,
en Fliche-Martin 20,28).
Signo distintivo.-
La tonsura continúa, por supuesto. Y en cuanto al vestido, Trento afirma que,
aunque el hábito no hace al monje, el clero debe vestir siempre según su
propia condición («clericos vestes proprio congruentes ordini semper deferre»),
y sitúa esta conveniencia teológica y disciplinar en el orden de la significación
propia de lo especialmente sagrado («ut per decentiam habitus extrinseci
morum honestatem intrinsecam ostendant») (Sess.14, d.de reform. c.6).
El color negro, que ya venía imponiéndose
poco a poco, se fija ahora establemente. Adoptado por los sacerdotes
reformados -clérigos regulares, teatinos, barnabitas-, San Carlos Borromeo
lo quiere también para su clero. Y el I concilio de Milán (1565) precisa el
color negro, y también la forma de la túnica: «simplex ac talaris erit».
Unos años después, el Papa extiende esta norma a toda la Iglesia. Y muchos sínodos
y concilios regionales postridentinos reiteran la norma, que se mantiene hasta
nuestro tiempo.
En los siglos postridentinos la Iglesia realiza
un formidable esfuerzo para la dignificación del clero secular. El testimonio
de algunos santos, los Seminarios, las asociaciones sacerdotales, los
notables desarrollos de la teología y de la espiritualidad sacerdotales, las
encíclicas sacerdotales, las exigencias siempre ascendentes de la disciplina
canónica, vienen a realizar, en el conjunto del clero al menos, la
figura de sacerdote secular más perfecta que ha conocido la Iglesia.
Cuatro datos históricos ciertos
Antes de seguir adelante, quiero detenerme a señalar
algunos datos que aparecen claros en la historia recordada.
1. Es «tradicional» en la Iglesia que la
autoridad apostólica configure normativamente la vida y el ministerio de los
sacerdotes. Tradicional, en el sentido más fuerte de la palabra. El
patriarca maronita Pedro-Pablo Meuchi lo comprobaba en una carta (22-2-1960): la
Iglesia «jamás ha cesado de procuparse de las condiciones que rodean al
sacerdote en el ejercicio de su ministerio». Creo que la razón teológica de
esto se halla en lo que ya vimos acerca de la configuración de lo sagrado.
Es un derecho, o más bien, es un deber de la Iglesia velar por las
formas de aquellas realidades -personas o cosas, tiempos o lugares- que por su
especial sacralidad, más patentemente manifiestan y comunican al Santo. El
mismo Derecho Canónico, en el título sobre los «ministros sagrados o clérigos»,
afirma que «la Iglesia tiene el deber, y el derecho propio y exclusivo, de formar
[dar forma] a aquellos que se destinan a los ministerios sagrados» (c.232).
En este sentido, quedan fuera de la tradición
católica -o lo que es igual, no vienen de Dios, son falsas- proposiciones como
aquella que Echanges et dialogue hacía en una carta al Papa: «Os
pedimos cuidar de que los sacerdotes puedan decidir con toda libertad su forma
de vida personal [matrimonio, vestido, trabajo, compromiso político, etc.], que
debe corresponder a las necesidades de su situación» (+«Documentation
Catholique» 66,1969, 727). En los años postconciliares hubo gran efervescencia
de grupos, movimientos y cartas en esta misma dirección. Aquello tenía la
apariencia -sólo la apariencia, claro- de un impulso irrefrenable, irreversible,
como decía el marxismo, que en paz descanse.
2. Hay una tensión constante entre la
doctrina y disciplina de la Iglesia y la realidad concreta del clero. La
situación real del clero influye en la disciplina de la Iglesia cuando es
buena, positiva, creativa. Pero el ideal de la Iglesia no cede, no decae, por
muy lamentable que venga a ser el estado del clero en una época o región
determinadas; incluso cuando esta decadencia venga a ser allí y entonces
grandemente generalizada. En no pocos siglos podemos apreciar en la generalidad
del clero, con santas excepciones, una tendencia decadente; pero apreciamos
igualmente cómo contra ella se oponen incansablemente el Papa, los Concilios y
los santos, que con exhortaciones y normas «de vita et honestate clericorum»,
y diciendo siempre -tradicionalmente- más o menos lo mismo, orientan y
empujan el clero hacia situaciones más perfectas.
3. En el desarrollo histórico de la figura
del sacerdote hay, al paso de los siglos, una línea indudablemente ascendente.
Cada vez la Iglesia quiere y procura unos ministros sagrados más configurados
al mismo Cristo (ad imaginem Christi), más ajustados en preparación
doctrinal, en vida espiritual y en forma de vida al modelo de la vita
apostolica. Y en este sentido, por convergencia, propugna unos sacerdotes
seculares más semejantes a los religiosos de vida apostólica, que también en
la vita apostolica -dejarlo todo y seguir a Jesús- tienen su modelo y
origen: austeridad de vida, pobreza y celibato, dedicación exclusiva al
servicio apostólico, etc.
4. La Iglesia ha manifestado con firmeza
creciente su voluntad de que los ministros sagrados se distingan de los laicos,
y no sólo interiormente, por la santidad de su vida, sino también exteriormente
por la gravedad y perfección de su modo de vida, e incluso desde hace unos
quince siglos, también por la tonsura o por algún signo social indumentario.
Esta voluntad continua, como hemos visto, se ha mantenido en muchas ocasiones en
contra de la tendencia de sectores del clero, más o menos amplios, que tendían
obstinadamente a asumir una apariencia laical.
La Iglesia rechaza la secularización del
sacerdote
El empeño surgido no del del Vaticano
II, sino después de él, ha intentado, como hemos visto, renovar a
los sacerdotes y religiosos por una mayor secularización de su estilo de vida.
Como señalaba N. Bussi, se han dado actualmente tres orientaciones
fundamentales en la configuración del ministerio eclesial: protestante,
secularizada y católica (La problematica 127-143). Y sin duda la versión
secularizada es más semejante al modo protestante de entender a los pastores
que al modo católico de entender el sacerdocio ministerial
Pues bien, a Pablo VI le correspondió
reafirmar la fe de la Iglesia y la fidelidad a la tradición. Él enseñó una
preciosa teología de la sacralidad sacerdotal y religiosa, frente a «aquellos
que querrían borrar de sí toda distinción clerical o religiosa de orden
sociológico, de hábito, de profesión, o de estado, para
asemejarse a las personas comunes y a las costumbres de los demás» (17-2-72).
A este gran Papa le tocó llevar aún más adelante la línea tradicional
ascendente de la Iglesia sobre la vida y el ministerio de sacerdotes y
religiosos.
«Esta segregación, esta especificación
que San Pablo daba de sí mismo [+Rm 1,1], que es además la de un órgano
distinto e indispensable para el bien de todo un cuerpo viviente (+1Cor 12,16ss),
es hoy la primera característica del sacerdocio católico que es discutido e
incluso contestada por motivos frecuentemente nobles en sí mismos y bajo
ciertos aspectos admisibles. Pero hay que decir que cuando estos motivos tienden
a cancelar esta segregación, a asimilar el estado eclesiástico al laico
y profano, y a justificar en el elegido la experiencia de la vida mundana con el
pretexto de que no debe ser menos que cualquier otro hombre, fácilmente llevan
al elegido fuera de su camino, y hacen fácilmente del sacerdote un hombre
cualquiera, una sal sin sabor, un inhábil para el sacrificio interior y un
carente del poder de juicio, de palabra y de ejemplo propios de quien es un
fuerte, puro y libre seguidor de Cristo» (1-6-70). Precisamente, lo que
distingue al sacerdote es «en primer lugar su dimensión sagrada. El
sacerdote es el hombre de Dios, es el ministro del Señor; puede realizar actos
que transcienden la eficacia natural, porque obra in persona Christi; a
través de él pasa una virtud superior, de la cual él, humilde y glorioso, es
en determinados momentos instrumento válido; es cauce del Espíritu Santo.
Entre él y el mundo divino existe una relación única, una delegación y una
confianza divina» (30-6-68).
Se da como argumento que la desacralización de
la figura del sacerdote trae consigo una mayor eficacia apostólica y
pastoral, acentuando su proximidad a los hombres y su capacidad de
acogerles. Pero, precisamente, «la dimensión sagrada está
ordenada totalmente a la dimensión apostólica, es decir, a la misión y
al ministerio sacerdotal» (30-6-68; +LG 31b). Ya hemos visto más arriba que en
el cristianismo lo más sagrado es precisamente lo más acogedor
para los hombres. Una casa laical cristiana ha de ser hospitalaria y
acogedora, pero está cerrada en sí misma, hasta cierto punto, y así debe ser.
Un templo cristiano, por su especial sacralidad, está abierto a todos
las horas y a todos los hombres, incluso a los no creyentes. Y lo mismo
vemos en los cristianos. Todos los fieles cristianos deben ser cercanos y
amistosos hacia los hombres, pero los sacerdotes, «puestos en favor de los
hombres en lo que se refiere a Dios» (Heb 5,1), por su especial sacralidad
precisamente, se ofrecen a los hombres, como un templo, siempre abiertos, ad
imaginem Christi, el cual «tiene un poder perfecta para salvar a los que
por Él se acercan a Dios, y vive siempre para interceder por los hombres»
(7,25). Y así como es deseable que los templos se vean, sean signos
conmovedores y elocuentes de la preciosa santidad de Dios, también esto es
deseable en los sacerdotes de Cristo.
Los desacralizadores de los sacerdotes querían
que éstos no fuera meros «funcionarios del culto», y vivieran «como todos»,
aunque de vez en cuando se ocuparan de «las funciones que sólo el sacerdote
puede hacer». No deja, pues, de ser curioso que los mismos impugnadores de la
figura sacerdotal acusadamente sacroritual, de la que según ellos la
Edad Media y Trento serían culpables, pretendan en el fondo un sacerdote
cristiano al estilo levítico del Antiguo Testamento, que vive como un
laico y que de vez en cuando, cuando le toca el turno, celebra el culto.
El sacerdocio del Nuevo Testamento es muy diverso. La condición nueva del
ministro sagrado cristiano le consagra profundamente, en su vida toda y
en todos sus trabajos y dedicaciones (+LG 28d), y le constituye por el
sacramento del orden como imagen de Cristo, a quien «él mismo hace
sacramentalmente presente, Salvador de todo el hombre, entre los hermanos, y no
sólo en su vida personal, sino también social» (Sínodo 1971, I,4).
Trabajo.- El pensamiento y la voluntad de la Iglesia en lo que se refiere a los
posibles trabajos civiles de los sacerdotes quedó expresado, por ejemplo, en el
Sínodo episcopal de 1971:
«El ministerio sacerdotal, si se compara con
otras actividades, no sólo ha de ser considerado como una actividad humana
plenamente válida, sino también más excelente que las demás, aunque este
precioso valor sólo se puede comprender plenamente a la luz de la fe. Por esta
razón se debe dedicar al ministerio sacerdotal, como norma ordinaria, tiempo
pleno. Por tanto, la participación en las actividades seculares no pueden
fijarse de ningún modo como fin principal, ni puede bastar para reflejar toda
la responsabilidad específica de los presbíteros. Éstos, sin ser del mundo y
sin tener el mundo como ejemplo, deben, sin embargo, vivir en el mundo como
testigos y dispensadores de otra vida distinta de esta vida terrena (+PO 3; 17;
Jn 17,14-16).
«Para poder determinar en las circunstancias
concretas la conformidad entre las actividades profanas y el ministerio
sacerdotal, es necesario preguntarse si tales funciones y actividades sirven, y
en qué modo, no sólo a la misión de la Iglesia, sino también a los hombres,
aun a los no evangelizados, y finalmente, a la comunidad cristiana, a juicio del
Obispo del lugar con su presbiterio, consultando si es necesario a la
Conferencia Epsicopal.
«Cuando estas actividades, que de ordinario
competen a los seglares, son exigidas en cierto modo por la misma misión
evangelizadora del presbítero, se requiere que estén de acuerdo con las otras
actividades ministeriales, ya que en tales circunstancias pueden ser
consideradas como modalidades necesarias del verdadero ministerio (+PO 8)»
(II,1,2).
Celibato.- En el Vaticano II (PO 16), en la encíclica Sacerdotalis cælibatus
(1967), en el Sínodo episcopal de 1971 (II,1,4), la Iglesia del siglo XX ha
reafirmado para el clero de Occidente, con renovada profundidad teológica y
firmeza disciplinar, el vínculo que une sacerdocio y celibato. No se trata,
fundamentalmente, de razones de orden práctico, que podrían ser
discutibles: un taxista casado quizá trabaje más que uno soltero, aunque éste
tenga más tiempo libre. No, la cuestión no va por ahí, aunque también en esa
línea habría mucho que decir. Se trata principalmente de razones cualitativas,
personales, espirituales, que afectan a la dimensión sagrada del sacerdote en
cuanto signo de Cristo. En efecto, como dice Juan Pablo II, «la Iglesia, como
Esposa de Jesucristo, desea ser amada por el sacerdote de un modo total y
exclusivo, como Jesucristo Cabeza y Esposo la ha amado» (Pastores dabo vobis
29). Ésa es la razón teológica más profunda. Y la Iglesia, fiel a su
tradición, es decir, atreviéndose a confiar en la fidelidad del Espíritu
Santo a sus propios dones, no quiere separar de ningún modo sacerdocio y
celibato.
Signo distintivo.-Esta
cuestión, que ofrece especiales complejidades, la trataré en el siguiente capítulo.
Aquí recordaré sólamente que la jerarquía apostólica de la Iglesia,
enfrentando una corriente contraria muy fuerte y generalizada -algo así como
Pablo VI cuando enseñó la Humanæ vitæ- reafirmó en el Código de
Derecho Canónico de 1983 la tradición canónica en lo que se refiere al modo
de vestir de sacerdotes y religiosos.
«Los clérigos han de vestir un traje
eclesiástico digno, según las normas dadas por la Conferencia Episcopal y las
costumbres legítimas del lugar» (c.284). Norma que la Conferencia Episcopal
Española precisó posteriormente (7-7-84) estableciendo: «Usen los clérigos
traje eclesiástico digno y sencillo, sotana o clergyman, según las costumbres
legítimas del lugar, a tenor del canon 284, especialmente en el ejercicio del
ministerio sacerdotal y en otras actuaciones públicas».
«1. Los religiosos deben llevar el hábito
de su instituto, hecho de acuerdo con la norma del derecho propio, como signo de
su consagración y testimonio de pobreza. 2. Los religiosos clérigos de un
instituto que no tengan hábito propio, usarán el traje clerical, conforme a la
norma del c.284» (c.669). Este canon formula lo ya dicho en el Vaticano II (PC
17) o en la exhortación apostólica Evangelica testificatio (1971, 22).
Secularización sacerdotal sin futuro
La tendencia secularizadora del sacerdote católico,
es preciso decirlo, no tiene viabilidad histórica alguna, pues no es más que
una ideología, por muy persuasiva que se presente. No tiene ningún
futuro porque no es tradicional, y en la Iglesia católica sólo tiene
futuro lo que es bíblico y tradicional, es decir, lo que va impulsado por el
Espíritu Santo que nos lleva «hacia la verdad completa» (Jn 16,13). Podrá la
teología de la secularización tener en libros y revistas -cada vez tiene
menos- el apoyo más entusiasta y la difusión más amplia. Es inútil. Los
cristianos podemos elaborar teorías fascinantes, orientaciones altamente
persuasivas, e incluso podemos escribir con entusiasmo nuestros sueños e
ideales -el papel lo aguanta todo-. Pero si después el Espíritu Santo no
reconoce como suyos esos pensamientos y planes, si no rellena de cuerpo y alma
nuestras imaginaciones, todo se queda en papel, en ensoñaciones, en nada.
En la Iglesia católica sólo tiene futuro
lo que es bíblico y tradicional, es
decir, aquello que tiene al Espíritu de Jesús como protagonista. Esto, que ya
sabemos a priori, lo vemos confirmado continuamente a posteriori
en la vida de la Iglesia. Por ejemplo: los seminarios y noviciados tradicionales
son los que florecen, y los secularizados son los que se estropean y vacían.
Esto es lo que hay. Y así va a ser siempre.
2
El vestir de sacerdotes y
religiosos
Importancia del vestido
En su ensayo Para la historia del amor,
decía Ortega y Gasset que «las modas en los asuntos de menor calibre aparente
-trajes, usos sociales, etc.- tienen siempre un sentido mucho más hondo y serio
del que ligeramente se les atribuye, y, en consecuencia, tacharlas de
superficialidad, como es sólito, equivale a confesar la propia y nada más».
Podrá argumentarse honradamente en favor
o en contra del signo distintivo de sacerdotes y religiosos. Pero no es fácil
que sea honrada y responsable la actitud de quien resuelve de hecho esta
cuestión, alegando que se trata de una cuestión sin ninguna importancia.
Pensemos, por ejemplo, en la Iglesia oriental, en la que el carácter sacerdotal
de los ministros sagrados o la profesión monástica tienen una visibilidad
sagrada tan patente. ¿Podrá pensar alguien con sinceridad que en el Oriente
cristiano pueden sacerdotes y monjes dejar su indumentaria peculiar, aceptando
sin más el vestir de los laicos, sin que esto vaya unido a profundos cambios de
pensamiento eclesiológico y de orientación espiritual? Sería un insensato el
que así pensara. Pues bien, en el Occidente latino la importancia de la cuestión
es análoga.
Psicología del vestido
Siempre, en todas las épocas y culturas, se ha
captado la fuerza significativa del vestido, viendo en él uno de los
lenguajes no verbales más elocuentes. Ya dice la Escritura: «La manera de
vestir, de reir y de caminar, manifiestan el modo de ser del hombre» (Ecli
19,30; texto que Santo Tomás cita al afirmar la conveniencia del hábito
religioso, STh II-II, 187,6). Basta ir a una playa para comprender que el
propio cuerpo humano, siendo epifanía natural del alma, expresa mucho menos de
la interioridad del hombre que el vestido. De hecho, el hombre desnudo queda
oculto en su desnudez.
Eso explica que la desnudez sólo esté
generalizada en pueblos muy primitivos, donde el ser personal queda diluído en
el ser comunitario. Y aún en tales pueblos, ciertas realidades de importancia
social, como la autoridad o la virginidad, suelen estar significadas
visiblemente. Hegel señalaba en su Estética, que «donde una más alta
significación moral, donde la seriedad más profunda del espíritu excluyen el
predominio del aspecto físico, aparece el vestido».
El fenómeno del vestido y de la moda, sobre
todo en los últimos decenios, ha sido objeto de muchos estudios (K. Young, R.
Barthes, J. Stoetzel, Ph. Lersch, G. Marañón), en los que se muestra la
arbitrariedad de la moda, su condición cambiante, su afirmación del presente,
su expresividad sexual, su equilibrio entre el afán de distinguirse y el de
conformarse al grupo, etc. También señalan estos estudios cómo hay en la moda
indumentaria sistemas abiertos e inestables, y otros cerrados, de carácter
tradicional. Y hacen ver cómo una disociación entre interioridad
y exterioridad suele estar en la raíz de los sistemas abiertos. Pero no es cosa
de que entremos aquí en estos análisis.
Teología del vestido
En su estudio sobre Teología del vestido,
Erik Peterson hacía notar que «la relación del hombre con el vestido suele
tratarse fuera de la Iglesia como asunto sin importancia: cómo hay que vestirse
o hasta dónde hay que desvestirse es algo indiferente. En cambio, en la Iglesia
se reduce el problema con bastante frecuencia al plano moral: se censura el
vestido escaso, especialmente en el sexo femenino. Pero la relación del hombre
con el vestido no es principalmente un problema moral; es un problema metafísico
y teológico» (Tratados teológicos 221).
En efecto, ha de recordarse en primer lugar que
la vergüenza del hombre ante la desnudez propia o ajena procede del
pecado. Éste es un dato de la Revelación. Antes del pecado, «estaban
ambos desnudos, el hombre y la mujer, sin avergonzarse por ello». Cuando ya eran
pecadores, es cuando experimentan la necesidad de cubrir sus cuerpos. Es
entonces cuando se hace indecente la desnudez (Gén 2,25; 3,7: indecens,
no conveniente).
Los Padres explican este misterio alegando que
la desnudez se hace vergonzosa cuando los hombres por el pecado «son desnudados
de la gloria que los circundaba»; es decir, «por el pecado son desnudados del
vestido de gracia que les cubría». Despojados así del hábito glorioso de
gracia original que les vestía, vienen a vestirse con «hojas de higuera» o
con «pieles» corruptibles. «Ésa fue la ganancia del engaño diabólico» (S.
Juan Crisóstomo, Hom. in Genes. 16,5). Por eso Dios «les mandó
vestirse con túnica de pieles en memoria perpetua de su desobediencia» (18,1;
+S. Ambrosio, De Isaac 5,43). En adelante, por tanto, la desnudez humana
no va a ser simple negación, sino privación.
En efecto, el hombre en su origen estaba
revestido de santidad y justicia (Trento: Dz 1511), y por eso más tarde, «la pérdida
del vestido de la gloria divina pone de manifiesto, no ya una naturaleza humana desvestida,
sino una naturaleza humana despojada, cuya desnudez es visible en
la vergüenza» (Peterson 224). Y en este sentido el vestido será
siempre para el hombre una añoranza, un recuerdo de su primera dignidad
gloriosa, perdida por el pecado. Y «es tan vivo su recuerdo, que recibimos bien
dispuestos cualquier cambio y renovación del vestido que traiga la moda, porque
nos promete nuevo apoyo para la inteligencia de nosotros mismos. Todo cambio y
renovación del vestido despierta la esperanza en la perdida vestidura, que es
la única que puede interpretar nuestro ser y hacer visible nuestra dignidad»
(225).
Según esto, en Cristo Salvador, el hombre va a
recuperar el hábito de la gracia habitual santificante, y va a revestirse
así de una nueva dignidad, por la que recupera y aun supera la dignidad
perdida. Y así el bautismo será para los Padres «indumentum, quia ignominæ
nostræ velamen est» (S. Juan Damasceno, Oratio 40,4). «Accipe vestem
candidam», se dirá en el Rito bautismal. En efecto, «cuantos en Cristo habéis
sido bautizados, os habéis vestido de Cristo» (Gál 3,27; +Rm 13,14; Ef
4,22-24; Col 3,9-10).
Finalmente, Cristo, que surge desnudo del
sepulcro, inaugura con su resurrección el mundo nuevo. Ahora la desnudez
ignominiosa de la cruz es ya gloriosa, es precisamente el signo de la victoria
sobre el pecado y sus consecuencias. Y esa misma ha de ser la suerte de los
cristianos, que seremos «sobrevestidos» de la gloria de Cristo (1Cor 15,53;
2Cor 5,4).
Normas de la Iglesia
Ya he recordado más arriba las normas de la
Iglesia sobre el vestido, pero las resumiré aquí brevemente. Los apóstoles aconsejan
a todos los fieles que no acepten los modos seculares de vestir y de arreglarse,
en cuanto sean éstos vanos y lujosos (1Pe 3,3-4; 1Tim 2,9-10). Muy pronto esta
exhortación va a hacerse norma para vírgenes y clero. Pero no será
sino cesadas ya las persecuciones, a partir sobre todo del siglo VI, cuando la
figura de religiosos y clérigos se caracterice en su exterior, por la tonsura
sobre todo, pero también por la sobriedad del hábito. Y desde esa época, como
consta en la disciplina de sínodos y concilios, se va afirmando de modo
constante y creciente la norma de que religiosos y clérigos presenten una
figura distinta, que exprese su especial sacralidad entre los hombres. Es la tradición
que últimamente hallamos afirmada en el Código de Derecho Canónico de 1983
(cc. 284 y 669) y que han urgido los Papas una y otra vez.
Resistencia secularizadora
Ya vimos también que la tendencia de algunos
clérigos y religiosos a secularizar su hábito y a laicizar su talante
reaparece con mucha frecuencia en la historia de la Iglesia, y siempre es
rechazada como un signo de relajación, que incluso podía acarrear la exclaustración
o la reducción al estado laical. Pues bien, en este sentido,
podemos decir que la consideración positiva de la secularización de la
figura de sacerdotes y religiosos es realmente nueva en la historia
de la Iglesia; dicho en otras palabras, es contraria a la tradición, y
se produce en el marco de la teología de la secularización. Se incluye, pues,
dentro de toda una visión de la Iglesia en el mundo, y es una modalidad más de
la tendencia a ocultar en el mundo la visibilidad de lo sagrado.
La secularización del hábito, en clero y
religiosos, no se ha visto precedida normalmente de una consideración seria y
directa. Se ha operado en general por la vía de los hechos consumados. En todo
caso, también ha habido sobre el tema algunos escritos, no muchos, que
consideran el pro y contra de la cuestión. Puede verse, por
ejemplo, O. du Rey, abad de Maredsous, L’habit faitil le moine? («La
vie spirituelle», Supp. 23, 1970, 460-476); M. Dortel-Claudot SJ, État de
vie et role du prêtre (Le Centurion 1971); G. Oury OSB, Fautil un vêtement
liturgique? («Esprit et vie» 82, 1972, 481-486); M. Augé CMF, L’abito
monastico dalle origini alla regola di S. Benedetto («Claretianum»
16,1976, 33-95), y L’abito religioso. Nel Medioevo. Dal passato al presente
(ib. 17,1977, 5-106); F. López Illana, Vesti ecclesiastiche e identità
sacerdotale (Giovineza, Roma 1983); P. Napoletano, L’abito delle suore
di S. Giovanni Battista («Claretianum» 24,1984, 251-281); M. Augé, Nota
crítica (ib. 343-355); varios artículos en «Vie Consacrée»
(56,1984, 71-131).
Entresacando frases de alguno de estos
escritos, traeré aquí brevemente los principales argumentos que suelen apoyar
esa laicización exterior de sacerdotes y religiosos.
«Ni Cristo ni los apóstoles llevaron hábito
especial alguno». «El hábito es un lenguaje, y para que se nos entienda,
hemos de hablar el lenguaje de nuestro país y de nuestro tiempo. El hábito
peculiar de clero y religiosos, que era significativo en tiempo de cristiandad,
viene a hacerse en tiempos de pluralismo algo insignificante, o algo que
significa realidades distintas de las que pretendemos: separación, distancia,
etc.» Por otra parte, «el hábito nos clasifica, nos sitúa en algo ya pasado,
antiguo, superado, aunque pueda tener aún para algunos cierto
atractivo folklórico, que no debe interesarnos». «La mentalidad actual
tiene horror por los uniformes, también por los de expresión religiosa. Une el
uniforme a ideas de privilegio, distinto, autoridad, todas ellas ingratas». «El
hábito emplea un lenguaje de consagración a Cristo demasiado patente y
triunfalista, demasiado fácil y exterior, que puede eliminar la necesidad de
realizar la conversión interior tan exteriormente significada». «El hábito
implica riesgos no pequeños: ser aislados como hombres de lo sagrado,
verse reducidos a la condición de homo religiosus, en cuanto arcaísmos
sociológicos, rarezas culturales, objetos propios de museos de antropología».
«El presente es, simplemente, la moda acostumbrada; por eso salirse de ésta,
alejarse de alguna de sus formas actuales dignas y austeras, es inevitablemente
irse al pasado o emigrar a la rareza actual». «Desde que se decide renunciar a
los arcaísmos, parece inevitable renunciar a toda forma de hábito clerical o
religioso». «El hábito es innecesario dentro del ámbito religioso, donde
todos nos conocemos, y es peligroso y negativo en el exterior; y tampoco es
cuestión de que andemos disfrazándonos de un modo dentro de casa y de otro
modo fuera». «La unidad comunitaria deseable -un solo corazón, una sola alma-
se logra mejor en el pluralismo de una diversidad personal de apariencia que en
el autoritarismo de una común uniformidad impuesta». Etc.
En éstas y en otras innumerables
argumentaciones hay no pocas veces ingenio, ironía, fuerza persuasiva, e
incluso no suele faltar en ocasiones alguna pequeña parte de verdad. Pero a
todas ellas, y con mucho mayor verdad, pueden oponerse consideraciones
contrarias. Ad primum dicendum... Cristo y los apóstoles no necesitaban
signo distintivo para representarse a sí mismos; el signo lo necesitamos
nosotros para significarles a ellos. La ignorancia del lenguaje simbólico no se
supera eliminando los signos. Así como la bata blanca del médico facilita su
relación con el paciente, así... Etc.
Pero sería una labor muy pesada, y por lo demás
supérflua para quien en las páginas precedentes haya entendido y recibido los
principios teológicos, espirituales y disciplinares de la Iglesia sobre lo
sagrado cristiano. No merece, pues, la pena que nos detengamos en estas
discusiones. En todo caso, los argumentos en favor del signo distintivo no
siempre habrán de ser los mismos, aunque a veces sí, tratándose del clero
-que desempeña el sagrado ministerio de la representación de Cristo y
de los Apóstoles- y de los religiosos -seguidores de Cristo, que a Él se han consagrado
especialmente, renunciando al mundo secular, como testigos anunciadores del
mundo futuro-.
Son todos aquellos, como digo, argumentos muy
flojos, que sólamente podrán convencer a los ya convencidos. Otro argumento
hay, más fuerte, que no he citado: el voto numeroso de muchos buenos sacerdotes
y religiosos. Confieso que lo único que me hace vacilar un momento sobre la
conveniencia del signo distintivo es ver cuántos buenos sacerdotes, enamorados
de Cristo y entregados a la gente, cuántos excelentes religiosos y religiosas
que conozco, dejaron ya hace algún tiempo todo signo distintivo de su condición
vocacional. Esto me hace dudar, como digo, un momento -pongamos dos o tres
segundos-. Pero ese tiempo es bastante para comprender que ciertos despistes
colectivos, generalizados en una época o región, pueden afectarnos a
una mayoría de los fieles -muy raramente, eso sí, a los santos; eso también
es indudable-; pero no tienen fuerza para torcer la tradición católica
impulsada y sostenida por el Espíritu Santo, sobre todo en casos como éste del
signo distintivo, en el que durante catorce o quince siglos la Iglesia ha
desarrollado una orientación permanente y homogénea, entre casi continuas
resistencias. Los dos decenios últimos no son gran cosa en los veinte siglos de
historia de la Iglesia, y por lo demás, ya sabemos cómo en este mismo tiempo
se han manifestado las autoridades apostólicas.
Confirmaciones del Magisterio apostólico
Juan Pablo II, hablando en Fátima a
seminaristas, sacerdotes y religiosos varones y mujeres, reafirmaba la
conveniencia del signo distintivo. «Así como es difícil vivir y testimoniar
la pobreza evangélica en una sociedad de consumo y de la abundancia,
resulta también difícil en una época de secularismo ser signo de lo
religioso, de lo Absoluto de Dios. La tendencia a la nivelación, cuando
no a la inversión de valores, parece favorecer el anonimato de la
persona: ser como los demás, pasar inadvertido. Y sin embargo, la característica
de ser sal y luz en el mundo (+Mt 5,13ss), sigue siendo
exigencia de Cristo, en especial para quienes se han consagrado a Él.
Igualmente sigue manteniendo todo su vigor la promesa: "A todo el que me
confesare delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi
Padre" (10,32)» (13-5-1982).
«A vosotras [religiosas] y a los sacerdotes,
diocesanos y religiosos, os digo: alegraos de ser testimonios de Cristo en el
mundo moderno. No dudéis en haceros reconocibles e identificables por la calle,
como hombres y mujeres que han consagrado su vida a Dios... La gente tiene
necesidad de signos y de invitaciones que lleven a Dios en esta moderna ciudad
secular, en la que han quedado bien pocos signos que nos recuerden al Señor. ¡No
colaboréis en este "echar a Dios de los caminos del mundo", adoptando
modas seglares de vestir o de comportaros!» (Maynooth, 1-10-1979). « Que no os
desagrade, pues, manifestar de modo visible vuestra consagración vistiendo
el hábito religioso, pobre y sencillo: es un testimonio silencioso, pero
elocuente; es un signo que el mundo secularizado necesita encontrar en su
camino» (Roma, 2-2-1987).
La cuestión es muy importante, decía
el Papa a unas religiosas: «Si verdaderamente vuestra consagración a Dios es
una realidad tan profunda, tiene mucha importancia llevar de forma permanente
su señal exterior, que constituye un hábito religioso, sencillo y
apropiado. Es el medio de recordaros constantemente a vosotras mismas vuestro
compromiso, que contrasta con el espíritu del mundo. Es un testimonio
silencioso, pero elocuente. Es una señal que nuestro mundo secularizado tiene
necesidad de encontrar en su camino, como por otra parte desean muchos
cristianos. Yo os pido que reflexionéis cuidadosamente sobre ello» (A
Superioras Mayores, 16-11-1978; +15-11-79).
Y al clero de Roma: «No nos hagamos la ilusión
de servir al Evangelio si intentamos diluir nuestro carisma sacerdotal a
través de un interés exagerado por el vasto campo de los problemas temporales,
si deseamos laicizar nuestro modo de vivir y obrar, si suprimimos incluso
los signos externos de nuestra vocación sacerdotal. Debemos conservar el
sentido de nuestra singular vocación y tal singularidad debe expresarse también
en nuestro vestido exterior. ¡No nos avergoncemos de él!» (10-11-78; +Pablo
VI, 10-2-78).
3
Pastoral tradicional o
secularizada
Otra ampliación
Las cuestiones que trato en este escrito son
harto complejas, van todas muy implicadas entre sí, y giran siempre en torno al
tema de la tradición católica de lo sagrado y la tendencia desacralizadora de
la secularización. En esta III Parte, haciendo un zoom, he ampliado
primero la consideración de la figura del sacerdote, y en otro zoom
de mayor grado, he considerado el tema del vestir de sacerdotes y religiosos.
Quiero hacer ahora otra ampliación, esta vez sobre los reflejos que los
planteamientos tradicionales o secularizantes tienen en la vida pastoral.
Con todo lo ya dicho hasta aquí, bastará trazar el dibujo de las cuestiones
con rasgos muy concisos y rápidos, en sí mismos imprecisos, pero muy claros si
son leídos en el conjunto de esta obra.
Lenguaje accesible
Los secularistas dan por supuesto que su
lenguaje, con todo su contenido de planteamientos y orientaciones, conecta mucho
mejor con el pueblo que el lenguaje de los tradicionales, que se supone
arcaico y superado.
Hace poco en una revista católica se podía
ver una viñeta humorística, en la que el personaje habitual, Tico, señalaba
con una mano a tres hombres de corbata: «Teólogos separados por la Jerarquía
porque defienden doctrinas separadas de la Jerarquía». Y con la otra mano a
otros tres hombres de sotana o clergyman: «Teólogos separados del pueblo llano
porque defienden doctrinas que al pueblo los dejan totalmente llano».
Esto es completamente falso. Cuando un teólogo,
como Rahner, preocupado por la re-expresión moderna del cristianismo, dice, por
ejemplo, que «Dios y la gracia de Cristo están en todas las cosas, como
secreta esencia de todas las realidades», o cuando Eugen Drewermann asegura que
después de la pasión de Jesús «resucita su persona, no su cuerpo», los
paganos no entienden nada, y los cristianos menos. La gente entiende el lenguaje
de San Pablo, de San Agustín, de Santo Tomás, de Santa Teresa, de Pablo VI o
de Juan Pablo II. La gente entiende el lenguaje bíblico y tradicional. Los
cristianos que se ven en la penosa necesidad de estudiar y dialogar sobre
ciertas carpetas llenas de materiales producidas por expertos suelen
experimentar -como tantas veces hemos comprobado- un malestar que roza a veces
con la indignación. El realismo tomista está mucho más próximo al sentido
común del pueblo que las filosofías idealistas; y lo mismo ha de decirse del
lenguaje más simbólico de la Biblia o de los Padres. La gnosis sólo agrada a
iniciados, que tampoco la entienden, claro. El único lenguaje inteligible de la
fe es el bíblico y tradicional, que no excluye, por supuesto, eventuales
neologismos. Eugenio d’Ors decía que «todo lo que no es tradición es plagio».
También podríamos decir que «todo lo que no es tradición es pedantería».
Partir de la realidad
La expresión de moda en ciertos medios
pastorales «hay que partir de la realidad» es equívoca, es inconveniente
-como encarnarse o como secularización, con las cuales está íntimamente
relacionada-. Se dice normalmente esa expresión dando por supuesto que la
realidad es el conjunto de las criaturas del mundo visible, con sus
vicisitudes y problemas. Esto sería plantear una evangelización real.
Por el contrario, partir de Dios, de su Palabra, sería perderse necesariamente
en abstracciones o en angelismos, pues quedaría desencarnada la
evangelización, y se haría espiritualista. Así, pues, aceptemos las
prioridades reales del hombre actual, si no queremos vernos cubiertos de
telarañas del pasado. Tengamos el coraje, por ejemplo, al predicar a los jóvenes,
de centrar nuestro mensaje en las aspiraciones y preguntas que en ellos son reales.
Atrevámonos a preguntar a la gente: «¿Cómo querrías tú que fuera el
sacerdote?», «¿Qué es para ti la pobreza evangélica?»... Si no procedemos
así al evangelizar, nos perderemos entre las nubes.
Todo el planteamiento es falso. La realidad
es Dios, la Palabra divina, Jesucristo. El mundo visible es indeciblemente efímero,
contingente, falseado, alucinatorio, irreal. En el medio secular las
personas, ideas y cosas están manipuladas y deformadas hasta un límite que
roza la aniquilación, la nada. Para Santa Catalina de Siena el pecado
era la nada, menos que la nada. Y a esa luz, el mundo pecador, carente de
entidad verdadera, es nada, menos que nada. Ciertamente, hay que conocer
«las inquietudes de la juventud», hay que tener sensibilidad para captar
«los anhelos del hombre moderno», etc., pues de otra manera no podríamos
conectar con los hombres y evangelizarlos. Pero no hay que partir de esas
inquietudes y de esos anhelos, pues en el mundo secular no sólamente están
falseadas las repuestas a los problemas, sino que la misma problemática
humana está completamente falseada, y queda ignorada, disfrazada, encubierta.
Esto es precisamente lo que produce confusión, engaños, inversión en la
jerarquía real de valores, es decir, lo que hace en los hombres una oscuridad más
o menos completa. Cuando se habla con un borracho, no se puede partir de
sus temas variables y alucinatorios. Lo más urgente es ayudarle a salir de su
borrachera. A los hombres que por estar cabeza-abajo se ven afligidos por muchos
males, hay que aliviarles en lo posible sus males innumerables, siempre
renovados; pero lo más urgente es decirles que se pongan cabeza-arriba,
hacerles ver que vivir con los pies por alto es un horror.
Los problemas que la gente tiene son muy
distintos de los que la gente siente, que suelen ser mucho más
secundarios y derivados. Y en este sentido, la mísera realidad del mundo
secular ha de ser verificada, iluminada y confortada desde Dios,
pues «Él mismo es quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas... En
Él «existimos, nos movemos y somos» (Hch 17,25.28). Por eso es propio de la
evangelización verificar la realidad mundana partiendo de Dios,
de su Cristo iluminador y salvador. ¡Cuántas veces Jesucristo defrauda las
ansiedades y deseos de los hombres, suscitando en ellos otras preguntas
e inclinaciones que tenían sofocadas! La gente a veces busca a Cristo para que
les dé pan o agua, y Él les da palabra divina y Espíritu Santo (Jn 4,13-15;
6,27.34-35; Mt 6,33; Lc 10,41). La gente quiere liberación política, y
pretende hacerle Rey; pero Él se va al monte a orar (Jn 6,15; 18,36). Unos
hermanos le piden que sea árbitro de sus litigios; pero Él se niega en redondo
(Lc 12,13). La gente pregunta qué obras deben hacer, y Él contesta que
lo primero y más urgente que tienen que hacer es creer en Él (Jn
6,29)... Es como un desencuentro continuo, y es así como el Señor les
va abriendo los ojos a los ciegos, es así como los va desengañando e
introduciendo en la verdad. Y ése es también el oficio de la Iglesia, descubrir
a los hombres desde la Palabra divina la verdadera problemática humana, y darles
respuesta también desde ella (+GS 41a)..
La predicación cristiana apostólica, es
decir, la tradicional, que no parte de la realidad del hombre pecador, sino de
la realidad de Cristo salvador, es la que sacude y conmueve a los hombres hasta
su más honda médula. Unos la recibirán con la fe, otros la rechazarán con la
incredulidad, pero nadie quedará indiferente. Los templos son vaciados por la
predicación secularista, y se han llenado siempre y hoy se llenan cuando hay
predicación bíblica y tradicional. Cuando el cura predica valores en tono
pelagiano, la gente se siente hastiada y defraudada. Pero cuando el cura predica
a Cristo como fuente de todos los valores conocidos y de muchos ni siquiera soñados,
la gente se despierta. Imaginen ustedes una predicación de este tipo, dirigida
a paganos o a apóstatas de la fe cristiana, e inspirada en una de tantas
predicaciones de San Pablo (+Ef 2,1-8; 4,17-24):
«Tened piedad de vosotros mismos. Estáis
hechos una miseria. Daos cuenta de que estáis muertos por vuestros delitos y
pecados, y que sois cadáveres ambulantes. No conocéis ni el origen ni la
gravedad de los males que padecéis. Lucháis a ciegas, poniendo vuestra
esperanza en lo que no puede daros la salvación. En realidad, estando sujetos
al espíritu de este mundo, estáis sujetos al demonio, al espíritu que actúa
en quienes se mantienen rebeldes a Dios. También nosotros, los cristianos,
estuvimos en esa misma situación, cuando no teníamos otro empeño que seguir
los deseos de nuestro enfermo y vicioso corazón. Pero Dios, por el amor inmenso
que nos ha tenido, estando nosotros muertos por nuestros pecados, nos ha dado
vida en Cristo, por pura gracia, y así como a Él le resucitó de entre los
muertos, también a nosotros nos ha dado renacer a una vida nueva, por pura
gracia, y nos resucitará con Cristo para la vida eterna. Abrid vuestros
corazones a esta gracia creyendo en Jesucristo. No viváis ya más, os lo pido
en su nombre, como viven los paganos, en la vanidad de sus pensamientos,
oscurecida su mente, alejados de Dios, embrutecidos y entregados a toda clase de
males. Desnudáos del hombre viejo, podrido en la corrupción de la mentira, y
vestíos del hombre nuevo, creado por Dios en la verdad de Cristo».
Se trata sólo de un ejemplo, y de un tema
sólo de predicación. Hay muchos otros. Pero ésa es sin duda la predicación
tradicional, la de Pablo apóstol o la de Pablo VI, la del Cura de Ars o la de
San Francisco de Javier; en una palabra, la de Cristo. La única que en realidad
dice algo a los hombres de ayer, de hoy o de mañana. ¿Creen ustedes que
predicando hoy así a los hombres no nos van a entender? ¿Piensan que se
aburrirán? ¿O estiman quizá que se quedarán indiferentes? Hagan la prueba...
En este mundo no hay nada más original, más excitante y más infrecuente que
la predicación del Evangelio. Así como no hay nada más aburrido y
desalentador que la predicación moralizante de los secularizadores pelagianos
de la Palabra divina. Sobre todo si son pedantes. Acaban por aburrirse ellos
mismos, que abandonan la predicación, y se dedican a otras cosas que estiman más
positivas.
Testimonio de vida y de palabra
Todo lo que se diga sobre la necesidad del testimonio
de vida en la evangelización es poco. La palabra más elocuente del
predicador es su propia vida. Y sin la elocuencia de este testimonio personal
las palabras de la predicación serán huecas, aire, inútiles, «que no está
en palabras el reino de Dios, sino en realidades» (1Cor 4,20). Cristo predicó
con palabras y obras, «hizo y enseñó» (Hch 1,1). Y los predicadores, con
toda humildad y aunque sea a una escala modestísima, han de estar en
condiciones de decir con el Apóstol: «sed imitadores míos, como yo lo soy de
Cristo» (1Cor 11,1; +4,16; Flp 3,17; 1Tes 1,6).
¡Pero es necesario el testimonio de la
palabra! Al menos en los sacerdotes y todos los destinados por la Iglesia al
ministerio apostólico. Para los laicos será muchas veces suficiente «estar
siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere»
(1Pe 3,15), y surgida la ocasión, «confesar el nombre de Jesús ante los
hombres» (Mt 10,32-33). Pero los ministros del Evangelio hemos sido enviados a
«predicar el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). Y præ-dicare (kerigma,
kerisso) es «decir con toda fuerza» el Evangelio, en privado y en público,
a quienes nos preguntan y a quienes miran para otro lado, con oportunidad o sin
ella (eukairos akairos, 2Tim 4,2). Los secularistas, ocultadores de lo
sagrado, y en este caso silenciadores del «ministerio sagrado del Evangelio de
Dios (hierogoûnta to evangelion toù Theoû)» (Rm 15,16), se las
arreglan para acentuar -en teoría sólamente- el testimonio de vida con
desmedro del testimonio de la Palabra, pues ellos se conforman con que los
hombres vivan un cristianismo anónimo. Por eso carecen para la predicación de
toda parresía, y si de ellos hubiera dependido, el Evangelio en los
primeros siglos no habría salido de Palestina, y en la América del siglo XVI
no habría ido más allá de Santo Domingo.
Los predicadores que admiran y veneran el mundo
secular le hablan en voz baja, con suaves palabras, sólo cuando son
interrogados, únicamente si es inevitable, y procuran siempre adular a sus
oyentes. Le tienen miedo al mundo, ésta es la verdad. «Nadie tiene el
monopolio de la verdad», confiesan juiciosamente. «Vamos a los hombres más
para aprender que para enseñar». Conmovedor... ¿Pero tiene esto algo que ver
con la predicación bíblica y tradicional?... El Señor le dice a Jeremías: «No
los temas, que yo estaré contigo. Diles todo cuanto yo te mando. No les tengas
miedo, que si no, yo te meteré miedo de ellos» (Jer 1,8.17). Y Cristo
evangeliza con una fuerza inmensa, que sacude las conciencias: «¿No acabáis
de entender ni de comprender?¿Es que estáis ciegos?» (Mc 8,17-18.20;
+7,1-23). «Gente sin fe, ¿hasta cuándo habré de soportaros?» (9,19). «El
que creyere y fuere bautizado se salvará, mas el que no creyere se condenará»
(16,16)... ¡Ay, Señor! ¿Cómo podremos hoy evangelizar si no queremos predicar
el Evangelio?
«No te avergüences jamás del testimonio de
nuestro Señor -le escribe San Pablo a Timoteo-. Sufre conmigo por el Evangeliio,
con la fuerza de Dios» (2Tim 1,8). Sean cuales fueren las circunstancias del
mundo, «la palabra de Dios no está encadenada» (2Tim 2,9). «Evangelizar no
es para mí un motivo de orgullo, es una necesidad. ¡Ay de mí si no
evangelizara!» (1Cor 9,16; +Hch 4,20; 5,40-42). El Evangelio no sólamente es
un mensaje verdadero, ¡es un mensaje urgente! Ahora bien, si no
estamos en disposición de evangelizar verdaderamente -por inseguridad en
la fe, por miedo a la cruz, por falta de amor a Cristo y a los hombres, por lo
que sea-, ¿cuántas reuniones y asambleas habremos de hacer aún para planificar
la evangelización?
Sanación sagrada de lo secular
Realidades naturales plenamente seculares, como
el matrimonio, terriblemente deformadas por el pecado del mundo, han de
ser sanadas y elevadas a una nueva dignidad por el sacramento de Cristo y de la
Iglesia, y han de serlo, en cuanto sea posible, de un modo explícito, que tenga
visibilidad social, y que venga a ser un acto de culto a Dios. En el matrimonio,
como digo, tenemos un ejemplo muy claro de cómo el sagrado cristiano verifica
lo secular y lo restaura en su belleza originaria, sanándolo y elevándolo.
Pues bien, ese mismo influjo benéfico de lo sagrado ha de santificar todas
las realidades seculares: el trabajo y las instituciones, el calendario
festivo y la educación, el arte y los negocios, y todo ello de modo patente y
significado, en cuanto sea posible y conveniente, que unas veces lo será y
otras veces no, según de qué se trate.
Todos los años en este pueblo se bendicen los
campos por San Juan Bautista. Es una forma de oración: «danos hoy nuestro pan
de cada día», de oración unida al trabajo: ora et labora. ¿Hay algo
de malo?... Unos profesores católicos, hartos de ver su labor educativa
neutralizada por la escuela secularizada, se asocian con unos padres de familia
y hacen un colegio católico, que da educación católica. ¿Algún
inconveniente?... Un feligrés emprende un negocio y llama al párroco para que
lo bendiga. Sobre la puerta, un flamante rótulo: «Cooperativa Virgen del
Carmen», patrona de los marineros. Perfectamente. ¿Hay alguna objeción?...
Éstas son cosas que a protestantes y
secularistas les producen vahídos. Pero el problema es de ellos. La pastoral bíblica
y tradicional de la Iglesia católica es así. Trata, al menos siempre que es
posible, de señalizar el mundo secular con los signos sagrados de Cristo
Salvador y de su santa Iglesia.
Iglesia orante
La pastoral tradicional pretende ante todo
hacer un pueblo orante, un pueblo
sacerdotal que alabe a Dios y le glorifique, que pida por sí mismo y por el
mundo. Busca ante todo que los congregados en Cristo, perseveren «en escuchar
la enseñanza de los apóstoles, en la unión, en la fracción del pan y en la
oración» (Hch 2,42). Sabe bien que «el esfuerzo de clavar en Dios la mirada y
el corazón, eso que llamamos contemplación, viene a ser el acto más
alto y pleno del espíritu, el acto que también hoy puede y debe jerarquizar la
inmensa pirámide de la actividad humana» (Pablo VI, 7-12-1965). Es consciente
de que la vida cristiana personal y comunitaria no se agota en la oración y la
eucaristía; pero está segura de que en ellas está la fuente y la cumbre
de toda vida eclesial (+SC 10). Sin oración, sin eucaristía, no hay
propiamente vida cristiana, ni actividad misionera o pastoral. Y partiendo de
ellas es como pueden darse la santificación propia y ajena, la actividad
pastoral y misionera, la irradiación cultural y asistencial, social y política.
La secularización del cristianismo, por el
contrario, apaga la llama de la oración
casi completamente en los pastores sagrados y en el pueblo cristiano. Sin
embargo, así como Israel es un pueblo orante, que alaba al Señor siete veces
al día (Sal 118,164), el nuevo Israel, la Iglesia, tiene una vocación
sacerdotal, tan cierta como grandiosa, para «orar siempre» (Lc 18,1), para
permanecer sin desfallecer en la alabanza y la súplica. Todos los fieles
debemos considerar con gozo que «es nuestro deber y salvación» dar gracias a
Dios «siempre y en todo lugar». Por eso, un pueblo cristiano secularizado,
casi completamente inconsciente de su destinación a la oración, apenas puede
ser reconocido como cristiano.
Tradición o traición
La actividad tradicional católica, en
pastoral y misiones, es a un tiempo, necesariamente, sencilla y fecunda.
Explico el sentido de esta afirmación. En la obra del Reino en este mundo, «en
esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres
santificados, Cristo asocia consigo siempre a su amadísima esposa la Iglesia»
(SC 7b). De ahí que si nuestra acción apostólica es perfectamente fiel a la doctrina
y disciplina de la Iglesia, ciertamente es acción de Cristo, y por eso
mismo es ciertamente sencilla y fecunda. En otras palabras: en este
mundo, en cualquier época y circunstancia, el que enseña la doctrina católica,
tal como es, sin dudar de ella, sin miedo ni vergüenza, sin deformarla ni
rebajarla, con plena seguridad de su verdad, creyendo que es luz de vida para la
oscuridad de los mortales; y obra al mismo tiempo en perfecta fidelidad a la
disciplina católica, necesariamente da fruto -da al menos el fruto que Dios
quiere realizar-. Esto lo sabemos por fe y por experiencia.
La actividad misionera y pastoral
secularista, por el contrario, es necesariamente complicada e infecunda, porque,
al distanciarse de la doctrina y de la norma de la Iglesia, es acción
predominantemente humana, más pelagiana que católica, aunque alguna relación
guarde con Cristo y con su Iglesia. Se comprende, pues, perfectamente que los
secularistas compliquen indeciblemente la acción pastoral, con sondeos, estadísticas
y organigramas, campañas, slogans, carteles y publicidad pagada,
asambleas, trípticos, carpetas y reuniones frecuentes. Como también se
comprende que todo eso apenas dé fruto alguno. Resulta todo complejo, caro,
lento e inútil. Es actividad estéril, pues no parte de Cristo y de su Iglesia,
sino de los hombres. ¿Quién no ha tenido experiencia, propia o ajena, de esta
miseria en los últimos decenios?
Es evidente la alternativa: al servicio de la
Iglesia o hay tradición o hay traición. En la tradición hay
sencillez, fecundidad y adelanto. En la traición al impulso bíblico y
tradicional sólo puede haber complejidad, esterilidad y retroceso.
En otro lugar hemos señalado que «algunos
no se abren bastante al influjo santificante de la Iglesia. Ante el
Magisterio apostólico, ellos piensan más en discurrir por su cuenta o por
cuenta de otros, que en configurarse intelectualmente según la enseñanza de la
Iglesia. Ante la vida pastoral, ponen más confianza en los modos y métodos
propios, que en las normas y orientaciones de la Iglesia, de las que no esperan
sino fracasos. Ante los problemas políticos y sociales, no buscan luz en la
doctrina social de la Iglesia, sino en otras doctrinas diferentes, que ellos
estiman más eficazmente liberadoras del hombre. Ante la vida litúrgica,
piensan más en inventar signos y ritos nuevos a su gusto, que en estudiar,
asimilar, explicar y aplicar con prudencia y creatividad las formas y textos que
la Iglesia propone. San Juan de la Cruz diría de ellos que son como chicos
pequeños: «por el mismo caso que van por obediencia los tales ejercicios, se
les quita la gana y devoción de hacerlos» (1 Noche 6,2).
Los secularistas quieren moverse por sí
mismos, no moverse desde Cristo por la Iglesia. Esa actitud frena gravemente
la santificación personal; el cristiano que mantiene ante la Iglesia una
actitud de adulto, es como el adolescente que, cerrándose a los mayores,
compromete su maduración personal. Y del mismo modo disminuye grandemente la
fecundidad apostólica, por grande y empeñosa que sea la actividad. ¿Por
qué habría de dar fruto el trabajo apostólico de un ministro del Señor que
en su vida personal, en la catequesis, en las celebraciones litúrgicas, en sus
predicaciones, está actuando frecuentemente contra la doctrina y la disciplina
de la Iglesia? Sin Cristo no se puede dar fruto (Jn 15,5). Y el que en su enseñanza
y acción se distancia de la Iglesia, se aleja de Cristo, y queda necesariamente
sin fruto» (J. Rivera - J.M. Iraburu, Síntesis de espiritualidad católica
78-79).
Tradición o traición.
No hay otra alternativa, pues «ni el que planta es algo ni el que riega, sino
Dios, que da el crecimiento» (1Cor 3,7). El Protagonista indudable de toda
accción pastoral y misionera es Dios, que «resiste a los soberbios y a los
humildes da su gracia... A Él la gloria y el imperio por los siglos de los
siglos. Amén» (1Pe 5,5.11).
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