II
PARTE
Secularización
de la Iglesia
1
Teología
de la secularización
Secularización,
una mala palabra
Hasta
aquí nos hemos movido en el ambiente cálido de la Escritura y de la tradición
patrística, teológica y magisterial. Convendrá ahora abrigarse, pues
entramos en el frío desierto ideológico de la secularización, cuyo
pensamiento, al ser ajeno a la Biblia y a la tradición, no puede considerarse
propiamente teológico.
Comenzaré
por un aviso previo. Por los años sesenta y setenta fueron muchos los teólogos
católicos que se entusiasmaron, más o menos, con la teología de la
secularización y que emplearon, más o menos, sus categorías mentales, manteniéndose
unos, más o menos, en la fe de la Iglesia, y alejándose otros, más o menos,
de la visión bíblica y tradicional. En las consideraciones que siguen, no podré
ir exonerando en cada caso a los teólogos concretos que cultivaron el tema de
la secularidad con recto sentido. Ellos ya saben, por mucho que enfatizaran la
secularización, que mis modestas críticas no van con ellos.
Pero
incluso éstos, creo yo, pasados ya aquellos años, deberán reconocer que
tomaron una opción sumamente discutible al asumir con sentido teológicamente
positivo un término como el de secularización. Los hombres adámicos,
en el planteamiento bíblico y tradicional de la Iglesia, somos seculares,
mundanos, tremendamente seculares y secularizados y sujetos, por lazos
invisibles eficacísimos, a los pensamientos y costumbres del siglo. ¿Querrán
que nos secularicemos más todavía? ¿Convendrá expresar la conveniente
renovación de la Iglesia y de la liturgia, de los sacerdotes, religiosos y
laicos en términos de secularización? Es ésa una opción verbal, a mi
juicio, muy desafortunada. Y hoy, por cierto, en buena parte ya olvidada,
gracias a Dios. ¿Quién sigue hoy tratando el tema de la secularización
y de la desacralización de las entidades cristianas? La substancia
de la secularización sigue pujante en la Iglesia, sin duda, pero ya las palabras
se han desvanecido en gran manera... ¿Cómo iban a durar, siendo tan contrarias
a la Biblia y a la tradición eclesial?
Algo
semejante pasó en esos mismos años, y en forma vinculada con la secularización,
con el tema de la encarnación de los cristianos, y concretamente de
sacerdotes y religiosos. Por supuesto que también este lenguaje admite un recto
sentido, como el que le daba, por ejemplo, el Cardenal Suhard cuando escribía:
«La ley esencial del apostolado es la encarnación» (Dios, Iglesia,
Sacerdocio, 113). Pero Cristo dice que el hombre adámico es carne, y
que la carne es débil, y que lo que nace de la carne es carne. Y San Pablo le
dice al hombre carnal que no es ya deudor de vivir según la carne, sino que,
habiendo recibido el Espíritu, venga a ser hombre espiritual. Y los Padres lo
mismo: dicen que el Hijo de Dios, siendo espiritual, se hizo carne en la
encarnación, para que los hijos de los hombres, que somos carnales, vengamos a
ser espirituales. Veinte siglos llevamos hablando así, ¿y ahora vienen con que
la renovación del hombre carnal se va a conseguir encarnándose? Somos
carnales ¿y hemos de encarnarnos más aún? Es ésta una terminología
ajena a la Escritura y a la tradición; más aún, contraria a ellas. ¿Cómo
pensar que pueda ser conveniente y grata a Dios? También aquí hay que
reconocer que pasó la moda, con el favor de Dios, y es de esperar que de ella
no quede huella alguna.
Guardemos
fidelidad al lenguaje de la Escritura y de la tradición cristiana. Los autores
ascéticos y místicos, concretamente, han sido siempre los que han mantenido
mayor fidelidad al lenguaje original de la Revelación y de los Padres. A veces,
es cierto, son felices algunos neologismos; pero alejarse de una
palabra usada en la Revelación y en la tradición para irse a su contraria
-secularización, encarnación- es sin duda un mal paso. Y no sólo por
los equívocos que inevitablemente suscita, sino también por las alergias
que así se despiertan hacia las sagradas palabras de la Biblia y de la tradición
cristiana. En efecto, cuando está de moda encarnarse y acentuar la secularización
del cristianismo, hagan la prueba ustedes de hablar según el Nuevo Testamento
del «hombre espiritual», o intenten con él exhortar a los cristianos para que
no se configuren a «este siglo», sino que, como «peregrinos», sepan afirmar
en este mundo su «ciudadanía celestial»... Hagan la prueba. Las alergias que
se suscitan ¿son algo bueno? ¿Dan lugar a algo positivo?
Teología
de la secularización
Dentro
de la tendencia secularizadora se dan posiciones muy diversas, que no
pueden ser objeto de una crítica común y unívoca (+H. Lübbe, La
secolarizzazione, storia e analisi di un concetto). Se trata, como decimos,
de una tendencia, que según los autores se presenta con premisas ideológicas
diversas, y con inclinaciones operativas moderadas o radicales.
Sin
mayores pretensiones clasificatorias, creo que en el pensamiento de la
secularización se pueden distinguir varios elementos. Ante todo, señalaré tres
aspectos de la tendencia secularizadora que no ofrece especiales problemas
doctrinales.
-1.
La sana secularización, entendida como una desacralización de lo indebidamente
sacralizado, es una tendencia que trata al mismo tiempo de purificar lo
sagrado de aplicaciones indebidas al campo secular, y de afirmar la justa
autonomía secular de las realidades temporales, según la enseñanza del
concilio Vaticano II (GS 36). En esto los problemas son únicamente
prudenciales, a la hora de aplicar ese criterio en cada caso.
-2.
El rechazo de ciertas formas históricas concretas de lo sagrado, y la
promoción de otras formas nuevas que se consideran más adecuadas, puede ser
igualmente una tendencia legítima e incluso necesaria. Como lo anterior, afecta
a cuestiones prudenciales, no doctrinales.
-3.
Una cierta ocultación de los signos sagrados es considerada por algunos
hoy como conveniente en ambientes modernos secularizados. La sensibilidad de los
pueblos, las circunstancias políticas o culturales, pueden aconsejar
considerables atenuaciones de lo sagrado. De hecho, cuando la Iglesia en los
primeros siglos estaba proscrita, la expresión visible de lo sagrado era muy
leve. También ésta es cuestión prudencial, aunque como implica a veces
ciertos planteamientos doctrinales, la estudiaremos en seguida con atención.
-4.
En los países ricos de Occidente la secularización puede entenderse
simplemente como una pérdida o debilitación de la sensibilidad para lo
sagrado. Se trata de un fenómeno ya muy estudiado y conocido, que afecta
poco o nada a los países que son más pobres y de formas tradicionales.
En la
teología de la secularización hay a veces también otros elementos
doctrinalmente falsos, que implican una determinada filosofía y teología.
-1.
Algunos consideran que, a diferencia de las sacralidades paganas o judías,
la sacralidad cristiana es puramente interior. Éste es un error teológico,
un mal entendimiento de la verdadera naturaleza de lo sagrado cristiano. Y de
este error se siguen en la práctica dos actitudes falsas, una más moderada,
otra más radical:
-Se
piensa que la apariencia sensible de lo sagrado debe asemejarse lo más
posible a lo profano, y esto lo mismo en personas, lugares, celebraciones o
cosas. La distinción sería motivo de separación. A mayor semejanza en las
formas exteriores, mayor unión, mayor facilidad de acceso a los hombres.
-Se
estima que se debe quitar de lo sagrado cristiano toda significación
sensible peculiar. No un cáliz, sino un vaso. No un templo, sino una sala
de reunión. Nada de fiestas peculiarmente religiosas, ni de vestimentas litúrgicas,
ni de hábitos religiosos. Todo lo sagrado-sensible sería una paganización o
judaización del Evangelio genuino.
-2.
Algunos, llevando secularización y desacralización más allá de su extremo,
llegan a negar la misma existencia de lo sagrado cristiano. Éstos ya no
pretenden una ocultación prudente de lo sagrado, una atenuación o eliminación
de sus significaciones sensibles, una renovación oportuna de sus formas históricas
concretas, no. Estos simplemente niegan la existencia misma de lo
sagrado-cristiano en cuanto tal.
Estos
elementos del movimiento teológico secularizador se dan, como hemos dicho, en fórmulas
y proporciones muy diversas, según los asuntos, autores y grupos.
Analfabetismo
del lenguaje simbólico
Lo
sagrado implica un lenguaje simbólico, no-verbal, hoy casi ignorado por
el hombre occidental moderno, desarraigado voluntariamente de sus tradiciones,
decididamente analfabeto para este lenguaje. Hoy es posible en una boda
ver al novio, ante el altar, con las manos en los bolsillos, o un invitado con
zapatillas de hacer deporte. El lenguaje del saludo, de los gestos, del luto o
de la celebración festiva, con sus formas tradicionales, ésta o las
otras -un lenguaje si no es tradicional es insignificante- viene a ser positivamente
ignorado, no tanto por la gente sencilla, sino sobre todo por la más
ilustrada. Lógicamente, este analfabetismo se refleja también en los
cristianos, aunque mucho menos en la gente popular.
Hoy
es posible ver, incluso en buenos cristianos, actitudes que en otro tiempo sólo
con intención sacrílega podrían ser tenidas. Recuerdo haber visto, durante un
concierto lleno de gente en la iglesia, un grupo de jóvenes de buena presencia
que estaban sentados sobre el altar. Con ocasión de un retiro a
sacerdotes, vi a un piadoso cura que tomaba la mesita de la credencia, y después
de dejar en el suelo cuidadosamente el cáliz, el leccionario, etc., me la puso
con una silla para la predicación. También vi en una ocasión utilizar una
Biblia grande, del siglo pasado, para elevar el asiento de la banqueta de un
armonio... A una señora amiga que visitaba a un enfermo, el capellán del
hospital le explicaba dónde tomar el autobús de regreso en una cercana plaza
sirviéndose de una cajita redonda que sacó del bolsillo de su bata blanca: una
cajita en la que estaba Cristo. Éstas y otras formas de insensibilidad
ante los objetos, personas, lugares o gestos sagrados difícilmente pueden
recibir una evaluación positiva. Constituyen indudablemente un empobrecimiento.
Pablo
VI hablaba de «la pérdida o atenuación del sentido de lo sagrado» (Sacerdotalis
cælibatus 24-6-1967, 49) ¿De dónde procede este subdesarrollo espiritual,
qué significa, qué importancia tiene? Puede ser falta de fe: a quien
nada le dice Dios, nada le dicen los signos sagrados. Pero también puede ser
simplemente, como indicaba antes, una forma de pobreza cultural, un
analfabetismo del lenguaje simbólico. Hoy en Occidente se tiende a disociar espíritu
y cuerpo, palabra y gesto, condición personal y modos de vestir, en suma,
interior y exterior. Si en su expresión subjetiva y espontánea se sobrevalora
la individualidad, se rompen las formas comunitarias objetivas,
elaboradas en una tradición social de siglos, y en las que reside precisamente
la expresión simbólica. Y ya se comprende que los que son analfabetos para
todo lenguaje simbólico adolecen también de analfabetismo ante el lenguaje de
lo sagrado.
Pues
bien, no parece que la sistemática supresión o atenuación extrema
de los signos sagrados sea la mejor manera de reeducar una sensibilidad simbólica
atrofiada. Por el contrario, la pedagogía pastoral debe optar más bien, como
dispuso el concilio Vaticano II, por la catequesis litúrgica (SC 14-20, 35), es
decir, en un sentido amplio, por una alfabetización conveniente que enseñe a
leer los signos sagrados.
Tampoco
parecen ir muy acertados los que confían mucho en el cambio de los signos
concretos. Aparte de que esto trae consigo una variabilidad que afecta
gravemente la naturaleza ritual de lo sagrado, tal confianza se diría algo
ingenua. Para el analfabeto resultan igualmente ilegibles todos los estilos de
escritura; simplemente, no sabe leer. Habría que enseñarle. Por lo demás, es
indudable que la sensibilidad para lo sagrado está más viva en el pueblo
sencillo que en aquellos otros, más cultivados, a quienes correspondería
realizar esta instrucción litúrgica y espiritual.
La pérdida
o atenuación del sentido de lo sagrado es, sin duda, una enfermedad
espiritual grave, que tiene importantes consecuencias en la vida espiritual
cristiana. No conviene, pues, ignorarla o aceptarla pasivamente, como si fuera
irremediable -una presunta exigencia de nuestro tiempo-. El sentido de lo
sagrado, y en general, la sensibilidad simbólica, es un valor propio de la
naturaleza humana. Por eso únicamente puede experimentar disminuciones
temporales, para resurgir después, quizá con más fuerza, purificado de
connotaciones inconvenientes. Ahora bien, la gracia debe proteger todos
los valores de la naturaleza, especialmente aquéllos que están decaídos y aquéllos
que tienen una relación más íntima con lo religioso, como es el caso de lo
sagrado.
Negación
del sagrado cristiano en cuanto tal
Aparte
de expresiones desafortunadas, como las que recordaba antes de Congar y
Manaranche, Thils y Martimort, que, sin pretenderlo en realidad, negaban lo
sagrado cristiano, otros autores hay que lo niegan abiertamente. Y,
concretamente, en los años de la gran crisis secularista, la Conferencia
Episcopal Alemana se veía obligada a denunciar esta posición teológica y
pastoral: «Dicen que el mundo entero está ya santificado de alguna
manera y puesto al servicio de Dios, y que no necesita de un ámbito
especialmente santificado y consagrado a Dios» (El ministerio sacerdotal
90). La misma Iglesia, entendida como «sacramento universal de salvación»,
distinta del mundo, luz, fermento, sal de la humanidad, sería, pues, una
concepción triunfalista, falsa, inadmisible. No hay propiamente distinción
entre Iglesia y mundo, entre sagrado y profano, entre pagano y cristiano, y
menos aún entre sacerdote y laico.
Volveremos
sobre este tema al estudiar la secularización de la misión y el cristianismo
anónimo.
Tendencia
de lo sagrado a la manifestación
Lo
sagrado hace visible lo invisible.
Puesto que pertenece a la naturaleza de lo sagrado hacer visible la gracia
invisible, el creyente procura que lo sagrado se vea, se oiga, se distinga,
y sea un signo claro, bello, provocador, atrayente, expresivo. No pretende en
principio ocultar lo sagrado, o atenuar lo más posible su
significación sensible. Por el contrario, en principio trata de que sea
manifiesto y bien visible. Y así el templo tiene una forma peculiar, diversa de
las casas seculares. También el sacerdote o el religioso, por su especial consagración,
presentan una figura que hace visible su condición de ministros y testigos del
Señor. El sonido de las campanas da forma sonora al mundo de la gracia. El
canto religioso no es simplemente una melodía secular a la que se le ha
aplicado una letra piadosa, sino que posee una expresividad especial. Las
fiestas colectivas o familiares, bautizos y bodas, comuniones y funerales, que
jalonan la vida humana, tienen también en el mundo cristiano formas
sagradas peculiares.
La
religiosidad católica, popular y tradicional,
tanto en Oriente como en Occidente, ha entendido y vivido siempre con toda
sencillez estas realidades, dando al mundo invisible de la gracia la configuración
visible de un mundo popular católico, con cruces y campanas, danzas y cantos,
calendarios y fiestas, procesiones, cofradías, peregrinaciones, sacramentales,
ermitas y santuarios, y costumbres de toda clase, que llegan a afectar hasta
ciertas comidas, postres y dulces. Contrapuesto en esto al protestantismo,
resulta así el catolicismo, tanto en lo psicológico como en lo estrictamente
religioso, sumamente sano, vital y eficaz, hermoso y convincente.
Ya he
señalado que el Catolicismo es, con la Ortodoxia, la forma de cristianismo más
próxima a las religiosidades naturales, marcadas todas ellas por un
profundo, aunque no sea exacto, sentido de lo sagrado. La religiosidad sagrada
corresponde, sin duda, a la misma naturaleza del hombre, que por los sentidos
llega al conocimiento intelectual. Y es plenamente conforme con la exigencia
universal de la psicología humana, que tiende a exteriorizar la interioridad.
Es verdad que una cierta disociación entre interioridad y exterioridad es hoy
en muchas partes de Occidente síntoma y causa de una enfermedad mental
colectiva. Pero también es verdad que la misma ciencia moderna de Occidente
confirma las intuiciones antiguas, mejor conservadas, por lo demás, en el
Oriente, respecto a la profundidad de la relación psicosomática. Los avances
de la psicología profunda acerca de la génesis de las expresiones colectivas,
la fenomenología religiosa en general, lo mismo que el yoga, no hacen sino
afirmar de modo convergente la íntima unión que debe haber entre la
interioridad y la exterioridad del hombre. Hoy nadie puede afirmar
seriamente que «da lo mismo» que las mujeres de la India conserven el sari
y el talante femenino tradicional o que vistan pantalones vaqueros y masquen
chicle. ¿Qué más da?... Igualmente, tampoco parece serio decir que «da lo
mismo» que sacerdotes, religiosos y religiosas vistan significando o no su
condición personal, especialmente sagrada. ¿Qué importancia tiene? Se trata sólo
de exterioridades... Ni puede decirse con verdad que la música o la
arquitectura para el culto religioso no tienen por qué pretender unas formas
peculiares, ansiosas de manifestar al Santo. En efecto, las coordenadas sagradas
del mundo cristiano deben afirmarse con amor y fidelidad, sabiendo que todas
esas formas sagradas comunitarias al mismo tiempo que expresan el
mundo de la fe, lo inducen eficacísimamente en las personas y pueblos.
En
fin, frente a todo esto, ya conocemos cuál es la doctrina y la práctica
secular de la Iglesia en lo referente a lo sagrado. La Iglesia antigua tuvo
que pronunciarse ante el fenómeno iconoclasta, hostil a toda representación
visible del invisible mundo de la gracia (Niceno II, 787; Trento
1563; Prof. fidei 1743: Dz 600, 1823, 2532). Y la Iglesia actual, ante
desafíos semejantes, se ha pronunciado ya en muchas ocasiones sobre el tema,
principalmente en el concilio Vaticano II (SC). El Papa Pablo VI señaló en
varias ocasiones el error de quienes pretenden, «contra la tradición
bimilenaria de la Iglesia, la desaparición del carácter sagrado de lugares,
tiempos y personas» (15-10-1967). Y veinte años después del Concilio, el Sínodo
Episcopal de 1985 apreciaba que, «no obstante el secularismo, existen
signos de una vuelta a lo sagrado».
No
podría ser de otro modo, perteneciendo lo sagrado en modo tan profundo y
universal a la naturaleza humana y a la economía eclesial de la gracia. Es
indudable que, frente a otras confesiones cristianas, la Iglesia Católica es la
que da más forma visible, social, sagrada, al mundo invisible de la
gracia de Cristo. Ella es también la que más asume las formas religiosas
naturales, la que más seriamente vive la ley fundamental de la encarnación. Y
lo hace con toda conciencia, para que «conociendo a Dios visiblemente, él nos
lleve al amor de lo invisible» (Pref. Iº Navidad). En este sentido, es
la Iglesia Católica la más eficazmente misionera, la que más acoge el
sentido sagrado de las religiosidades naturales, purificando y elevando ese
sentido en el Espíritu Santo.
La
ocultación de lo sagrado
Hemos
afirmado que la naturaleza misma teológica de lo sagrado le hace tender a ser
visible y audible. Otra cosa distinta es que en determinadas circunstancias puede
ser prudente la atenuación o la ocultación de lo sagrado. Y esto no sólamente
en guerras o persecuciones, sino en ciertas situaciones sociales o culturales.
Sin embargo, el velamiento de lo sagrado puede tener consecuencias tan
importantes para la evangelización del mundo y para la vida espiritual de los
cristianos -favorables o desventajosas-, que habrá de ser determinada con sumo
cuidado y medida:
-La autorización
de la Jerarquía apostólica, en ciertos casos requerida por la ley, vendrá
aconsejada por la prudencia cuando se trate de velar durablemente signos
sagrados importantes.
-La
ocultación de lo sagrado puede ser conveniente si hay peligro para las
cosas o las personas: «No déis lo sagrado a los perros, ni les echéis
vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen, y además se vuelvan y os
destrocen» (Mt 7,6).
-La caridad
pastoral puede llevar a la atenuación de ciertas formas sagradas, como
cuando un sacerdote confiesa a un alejado paseando por una plaza; o incluso
puede conducir a suprimirlas: por ejemplo, en un barrio anticristiano se
suspende una procesión acostumbrada porque iba siendo entendida como una
provocación.
-La
obediencia a las normas de la Iglesia sobre lo sagrado no sería perfecta sin la
virtud de la epiqueya, que nos inclina en ocasiones a apartarnos
prudentemente de la letra de la ley, para mejor cumplir su espiritu (STh
II-II,120). Los cristianos respetamos las normas eclesiales, pero no somos
siervos, somos hijos, y sabemos que «el sábado ha sido hecho para el hombre, y
no el hombre para el sábado» (Mc 2,27).
Es
preciso reconocer, sin embargo, que a veces la disminución o supresión de
los signos sagrados es inconveniente y arbitraria, y procede de premisas falsas.
Algunos parten de que el hombre moderno no tiene capacidad para lo sagrado. Pero
tal capacidad existe, aunque en muchos casos esté atrofiada, y lo que necesita
es suscitación y desarrollo. Algunos, por otra parte, olvidan que ciertas leyes
de la Iglesia relativas a lo sagrado exigen gravemente la obediencia, y que
ciertas disminuciones o supresiones de lo sagrado no quedan bajo el arbitrio
prudencial privado. Otros hay también que al parecer ignoran que en ciertas
materias -por ejemplo, los signos de veneración ante la eucaristía- no-significar
la fe en la forma mandada o acostumbrada puede equivaler en la práctica a significar-que-no
hay fe en tal misterio, a decir que en el Sagrario no hay nada especial
-y esto aunque tal contrasignificación sea ajena a su personal intención-.
Algunos, en fin, suprimen ciertos signos sagrados por cobardía, por
temor a persecuciones -a veces muy sutiles- que no se deberían evitar, por
miedo a confesar abiertamente a Cristo ante los hombres (Mt 10,33).
El
Santo se acerca a los hombres y nos muestra su rostro en lo sagrado.
El Invisible se hace así visible. El Altísimo se hace accesible en la sagrada
Humanidad de Cristo, y en las múltiples sacralidades derivadas de Él en su
Cuerpo eclesial. Cuidemos, pues, con toda solicitud los caminos sagrados por los
que el Espíritu se nos manifiesta y comunica, y por los que nosotros salimos a
su encuentro. Son avenidas de gracia. Que no se obstruyan esos caminos, que no
desaparezcan, que no se apodere de ellos la maleza. La religiosidad popular de
los pequeños sería con ello la más afectada. Tenía toda la razón el
cardenal Daniélou cuando afirmaba que «una cierta resacralización es
indispensable para que haya un cristianismo popular» (Desacralización
70).
Secularización
de sacerdotes y religiosos
El
intento de secularizar la vida de sacerdotes y religiosos comienza, como
siempre, por el esperpento semántico: se trata de renovar la vida y el
apostolado de los ministros sagrados y de los religiosos de vida consagrada
acentuando en ellos la secularidad y la des-sacralización. Para
ello, dejando de lado la teología católica de lo sagrado, se concibe lo
sagrado en forma judía o pagana, en la que predomina el aspecto de casta
separada, y se procede en seguida, lógicamente, a eliminar la sacralidad
de la vida sacerdotal o religiosa.
Tal
intento tuvo su ímpetu explícito más fuerte hace veinte años, aunque sus
efectos duran todavía. Es la época en que profesores alemanes, holandeses y
belgas propugnan la secularización profunda de la figura del sacerdote en el Congreso
de Lucerna (setiembre 1967). El Concilio Pastoral Holandés llega a
muy curiosas conclusiones sobre la vida sacerdotal («Documentation
Catholique» 67,1970, 174-176). El movimiento sacerdotal Échanges et
dialogue, en la asamblea de Dijon, concluye que «es necesario suprimir toda
distinción entre sacerdote y laico». «Todos somos laicos y todos somos
sacerdotes», «Considerar al sacerdote como una persona sagrada es una alienación»
(«Le Monde» 14-4-1970). Prácticamente en todas las Iglesias locales de
Occidente hubo movimientos y asambleas de esta misma orientación -Priestergruppen,
Septuagint, Sacerdotes para el Tercer Mundo-, más o menos
moderadas o radicales.
Por
esos años se celebró en España la Asamblea conjunta Obispos-Sacerdotes
(1971). Pude conocerla bastante, pues yo era subdirector del Secretariado
Nacional del Clero hasta poco antes de su celebración. Podemos recordar
de ella, por ejemplo, lo que dijo la Ponencia primera sobre secularización
y neosacralismo (1.2.1: pg. 17-19); la Ponencia segunda sobre el estatuto
social del sacerdote (2.1.1: 197-198) y la «inserción del presbítero en la
sociedad mediante el trabajo» civil (269), o los planteamientos de la Ponencia
sexta sobre la actitud del presbítero ante el mundo (1.5.4: 482), y la
espiritualidad de encarnación (2.4: 484-487). La cuidada edición de la BAC no
incluyó el Documento de la Sagrada Congregación sobre la Doctrina de la Fe
acerca de las conclusiones de la Asamblea Conjunta («Ecclesia» 32,1972,
540-550).
El
discurso secularista, según transcribo de diversas publicaciones, venía por
aquellos años a ser éste: En el Antiguo Testamento «los levitas fueron separados
del resto del pueblo, y la familia de Aarón del resto de los levitas. Por el
contrario, el autor de los Hebreos pone toda la insistencia en que [el Pontífice]
sea enteramente semejante a los hombres. La separación, por tanto, no
pertenece a la noción del verdadero sacerdocio que se instaura en Cristo; como
tampoco pertenece a nuestro sacerdocio cristiano el concepto de casta aparte,
y todo lo que venga a representar un grupo diferenciado». Según esto, «se
rechaza todo privilegio, toda distinción; y se acepta la condición difícil y
humillante de los humanos».
Esto
es lo que hizo Jesús, que «no usó una lengua escolástica, no vistió de una
manera rara, ni se educó en un ambiente distante y distinto. El ministro de la
Iglesia no puede ser un señor que, a semejanza de las castas sagradas
del mundo pagano, hable un idioma mental diferente, vista un traje diferente,
tenga una sensibilidad extraña y distante. Para poder transformar el mundo,
unido al Pueblo de Dios, tiene que ser fermento en la masa».
Por
tanto, «hay que pasar del régimen de separación dominante, que
recuerda más una estructura pre-evangélica (de casta sagrada separada
del pueblo impuro) a un régimen de presencia evangélica. No hay
razón teológica que impida que la vida del ministro eclesial participe de las
formas de existencia del Pueblo de Dios en el mundo. La estructura de
separación de una casta sacerdotal está justificada en el eón pre-pascual,
en que la existencia humana (trabajo, vida social) estaba bajo la maldición
radical de Dios. Esta situación del ser en el mundo está radicalmente superada
por el Acontecimiento Pascual. Por ello no hay más que razones prácticas
pastorales que puedan delimitar -en casos particulares- las formas existenciales
de ser en el mundo del sacerdote ministerial cristiano. La única razón teológica
de separación es la separación del pecado: pero ésa la tiene todo el
pueblo cristiano».
Aplicando
estos criterios a cuestiones concretas de la vida de los presbíteros, habrá
que afirmar que si bien «a nivel individual no es necesario que todos y cada
uno realicen este tipo de presencia por el trabajo civil, sin embargo, a nivel
de grupo es verdaderamente necesaria una abundante presencia por el trabajo
civil. Si no el grupo vuelve a ser un separado. Pues le falta una de
las formas esenciales del ser en el mundo del hombre: el trabajo de producción
social dentro de la circulación económica de bienes y servicios: elemento básico
del tejido relacional de la estructura socio-política radical del hombre. El servicio
evangélico, por su esencial naturaleza gratuita, está fuera de
esa circulación, aunque incida en ella iluminando su sentido último».
En
esta secularización de la vida del sacerdote, según tendencias más o menos
radicales, se propugnaba, pues, la inserción del clero en el mundo secular por
el trabajo civil, el compromiso político, el matrimonio optativo, el ocio y las
diversiones, el vestido y la casa, y todo el conjunto de su vida. Y el
planteamiento, mutatis mutandi, venía a ser el mismo para la vida de los
religiosos y religiosas. En esos años, rápidamente, fueron desapareciendo
sotanas y hábitos, que fueron sustituídos por algún leve distintivo, pronto
llamado, por la misma lógica secularizante, a desaparecer también. Vimos
religiosos taxistas, sacerdotes repartidores de gaseosas, etc. Los seminaristas
pasaron de los Seminarios a viviendas normales de ambientes populares, y lo
mismo los religiosos dejaron en muchos casos sus conventos para vivir «como los
seglares». Eran años, precisamente, en que muchas familias religiosas hubieron
de celebrar sus capítulos extraordinarios postconciliares. Las
secularizaciones existenciales se desarrollaron entre sacerdotes y
religiosos aceleradamente, y en poco tiempo las secularizaciones canónicas
se contaron en muchas decenas de miles.
En
aquellos años, casi todas las revistas y editoriales se pusieron al servicio
del impulso secularista, y difundieron textos que en todos los tonos -crítico,
histórico, filosófico, sociológico, ascético o incluso heroico y lírico-
propugnaban la teología de la secularización. Pues bien, los intentos de
renovar el ministerio sagrado o la vida de laicos y religiosos mediante la
secularización van errados.
1.-Son
contrarios a la orientación bíblica y tradicional,
pues ignoran que Cristo formó en torno a sí un «grupo diferenciado» de
hombres que, antes, «eran pescadores [de peces]. Y Jesús les dijo:
"Seguidme y os haré pescadores de hombres". Y ellos, al instante,
dejando las redes, le siguieron» (Mc 1,16-18). En la historia de la Iglesia
este modelo de vita apostolica es el que ha determinado -como «grupo
diferenciado», desde luego- no sólo la vida religiosa, sino también la vida
del clero que, en el triple ministerio, también se ha configurado por los tres
consejos evangélicos (PO 15-17, Pastores dabo vobis 27-30).
2.-Desfiguran
la verdadera sacralidad cristiana, dándole rasgos paganos o judíos, para poder más cómodamente repudiarla. Lo que la teología de la
secularización dice de lo sagrado no suele tener que ver apenas nada con lo
sagrado-cristiano.
3.-Hacen
caricatura odiosa de la verdadera condición sagrada de religiosos y sacerdotes, como si por ella viniera a constituirse una casta aparte, privilegiada
y al mismo tiempo alienada, separada, y más aún, enclaustrada en una separación
dominante, diferenciada del pueblo impuro laical. ¿A qué vienen todas estas palabras
alergizantes, que no hacen sino impedir sobre el tema un discurso teológico
sereno, a la luz de Dios? ¿Y qué tienen que ver todos esos términos odiosos
con la vida del cura de Ars o con la figura de la madre Teresa de Calcuta, y con
tantos buenos sacerdotes y religiosos del pasado y del presente?
Es
un engaño. Nos han querido hacer creer que los religiosos y sacerdotes
tradicionales (sagrados), son seres
alienados, carentes de sana secularidad, alejados de un mundo que condenan sin
entenderlo, y que no pueden salvar porque de él están distantes y ajenos. Nos
han asegurado que de este modo quedan fríos, estériles, aislados, condenados a
un estado de infantilismo crónico, y situados así al borde de extinción,
entre otras cosas por falta previsible de vocaciones.
Es
falso. Es todo lo contrario. El fraile,
el cura y la monjita tradicionales dieron, dan y darán
innumerables figuras de personas activas, alegres, que se mueven perfectamente
en el mundo, que convencen a un concejal, que consiguen rebajas del
constructor, que, sin complejo alguno, llaman a conversión a la adúltera, al
borracho o al ricachón, que hacen un acueducto o que montan una granja de
pollos para financiar un hogar de huérfanos, que sacan dinero de no se sabe ni
dónde -aunque al parecer no roban-, que no tienen crisis de identidad y que
suscitan vocaciones jóvenes, llenas de cariño y respeto hacia los curas y
religiosos mayores. Como debe ser.
A
quienes vemos muy perdidos en el mundo es precisamente a los curas, frailes y
religiosas de estilo más secularizado. Éstos son los que, al no acabar de
creer en su condición sagrada y en su sagrada misión, se ven insignificantes,
y discurren vagamente, sin pescar ni peces ni hombres, por un mundo que les mira
con recelo. Éstos son los que, jugando a ser iguales, ven perturbada por una
ideología artificial su relación con los fieles cristianos y con los que no
tienen fe. Inevitablemente problematizados en su falsa posición, son frágiles
e inestables, pasan por crisis periódicas, se ven estériles, no suscitan
vocaciones que prolonguen su secularismo, ya no ilusionado y heroico, sino
desencantado siempre, y a veces aburguesado. Éstos siguen moviéndose por
cierta inercia, sobre todo en innumerables reuniones y asambleas, con carpetas
bajo el brazo llenas de materiales de trabajo. Pero son ya movimientos
sin sentido, previos a la extinción definitiva. Son los sacerdotes, profetas y
profetisas que «vagan sin sentido por el país» (Jer 14,18). Sintiendo hacia
ellos verdadero cariño y comprensión, es preciso hablarles con cierta dureza,
a ver si reaccionan, pues, prolongando el equívoco demasiado, obstruyen el
surgimiento de vocaciones sacerdotales y religiosas, con gran daño de la
Iglesia.
Pablo
VI, ante el empeño secularizador de la vida y ministerio de los sacerdotes, ve
la urgencia de defender la visión bíblica y tradicional impusada por el
Vaticano II. Y así señala «el inconveniente, hoy muy extendido, de querer
hacer del sacerdote un hombre como otro cualquiera en su modo de vestir, en la
profesión profana, en la asistencia a los espectáculos, en la experiencia
mundana, en el compromiso social y político, en la formación de una familia
propia con renuncia al celibato. Se habla de querer integrar al sacerdote en la
sociedad. ¿Es así como debe entenderse el significado de la palabra magistral
de Jesús, que nos quiere en el mundo, pero no del mundo? ¿No ha
llamado y escogido Él a sus discípulos, a aquellos que debían extender y
continuar el anuncio del reino de Dios, distinguiéndoles, más aún, separándolos
del modo común de vivir, y pidiéndoles que lo dejaran todo para seguirle sólamente
a Él? Todo el Evangelio habla de esta cualificación, de esta especialización
de los discípulos que deberían ser después los Apóstoles. Jesús los ha
separado, no sin un sacrificio radical por parte de ellos, de sus ocupaciones
ordinarias, de sus intereses legítimos y normales, de su asimilación al
ambiente social, de sus afectos sacrosantos, y los ha querido consagrados
a Él, con un don completo, con un compromiso sin retorno, contando, eso sí,
con su libre y espontánea respuesta, pero pidiéndoles por adelantado una total
renuncia, una inmolación heroica. Escuchemos de nuevo el inventario de nuestras
renuncias de los labios mismos de Jesús: "Todo aquel que dejare su casa,
sus hermanos o hermanas, a su padre o a su madre, a la esposa, los hijos o sus
campos por mi nombre"... Y los discípulos tenían conciencia de esta su
personal y paradójica condición; Pedro dice: "He aquí que nosotros lo
hemos dejado todo, y te hemos seguido a ti"» (17-2-1969).
Secularización
de los laicos
«El
caracter secular -enseñó el concilio Vaticano II- es propio y peculiar
de los laicos» (LG 31). Y en este sentido, puede hablarse, como lo hace José
Luis Illanes, de La secularidad como elemento especificador de la condición
laical. La teología de la secularización, sin embargo, orienta la vida
laical por vías secularistas muy diversas a las del pensamiento católico
genuino.
En
efecto, la Biblia, la tradición, la experiencia nos enseñan que el peligro
fundamental de los seglares cristianos es precisamente secularizarse,
mundanizarse, asumir, casi sin darse cuenta, los pensamientos y costumbres del
mundo, y contra esto ha luchado siempre la verdadera ascesis laical cristiana.
Por eso, convencer a los seglares cristianos de que deben secularizar
más sus vidas viene a ser como persuadir a las piedras para que sigan la fuerza
de la gravedad: no son precisos muchos argumentos. El Nuevo Testamento, por el
contrario, habla de la vocación celestial de los cristianos (Heb 3,1), que no
son ya hombres terrenos, sino que por Cristo, el nuevo Adán, han venido
a ser hombres celestiales (1Cor 15,45; +47-48; Jn 6,33.38). Y del mismo
modo insiste en que los cristianos -también los laicos, por supuesto-, al igual
que Cristo (Jn 8,23), no son del mundo (15,19), sino que están en él «como
forasteros y extranjeros» (1Pe 2,11). Ésta fue siempre la orientación del
pensamiento bíblico y de la espiritualidad tradicional. Puede y debe haber en
esa orientación desarrollos enriquecedores, pero siempre que sean homogéneos.
Lo fueron en la doctrina del Vaticano II, pero no en la teología de la
secularización de los años postconciliares.
Así
las cosas, como advierte el cardenal Ratzinger, «muchos católicos, en estos años,
se han abierto sin filtros ni frenos al mundo y a su cultura, al tiempo que se
interrogaban sobre las bases mismas del depositum fidei, que para muchos
habían dejado de ser claras» (Informe sobre la fe 42). Entre los laicos
secularizados, los ejercicios espirituales suscitan alergia, y se
apasionan en cambio por los ejercicios corporales de todo tipo, en los
que gastan sin cuidado tiempo, dinero y energías. Desde que los teólogos de la
secularización glorificaron sus ocupaciones seculares, y les hicieron ver que
«todo es oración» -cosa que ignoraban- ya no tienen tiempo para la oración,
y tampoco para los sacramentos. Igualmente la glorificación crística,
aunque anónima, del mundo presente, todo él asumido por Cristo en la
encarnación, les ha hecho ver supérfluo el apostolado. Aceptada ya, hace
cincuenta o cien años, la secularización de la vida política, tampoco han creído
necesario empeñarse demasiado en «insertar el Evangelio en las realidades
temporales». Y por lo demás, cosa curiosa, ese apasionado «ser en el mundo»
de los seglares secularizados no les da de sí para tener hijos. Países
cristianos, como España e Italia, por ejemplo, afectados por la mentalidad
secularista, son, en datos de 1993, los países del mundo con menos hijos...
Es
cierto que la secularización de sacerdotes y religiosos ha producido los
efectos negativos más espectaculares; pero no es menos grave la secularización
de los seglares, ya que en muchos casos les ha llevado simplemente a la apostasía.
Cuando los cristianos, en «el tiempo de nuestra peregrinación», no quieren
seguir siendo «peregrinos y forasteros» en este mundo (1Pe 1,17; 2,11);
cuando, dejándose de misticismos escatológicos, no quieren ya ser «ciudadanos
del cielo» (Flp 3,20; +Ef 2,19), sino que prefieren y tienen a gala ser
miembros bien arraigados de este mundo secular, se acabó la vida cristiana, al secularizarse
la vida secular. ¿Quién habrá que piense todavía en el empeño ascendente de
la consecratio mundi, tarea de los laicos, en expresión del Vaticano II
(LG 34)? Eso podría hacerlo un pueblo cristiano que sea genus electum,
regale sacerdotium, gens sancta (1Pe 2,9), pero no un pueblo secular
secularizado.
El
movimiento descendente, propio de la secularización, se manifiesta gráficamente,
por ejemplo, en la cuestión del vestido femenino. Cuando las religiosas se
visten como las seglares, las seglares se visten como las paganas, sin decencia.
Todo va hacia abajo. Es la decadencia peculiar de la secularización. Lo
sagrado levanta lo secular, lo secularizado lo hunde hacia abajo. Pablo VI, tan
sensible a estas cuestiones, pudo comprender y denunciar estas miserias con toda
lucidez:
«Hemos
sido quizá demasiado débiles e imprudentes en esta actitud a la que nos invita
la escuela del cristianismo moderno: el reconocimiento del mundo profano en sus
derechos y en sus valores; la simpatía incluso y la admiración que le son
debidas. Hemos andado frecuentemente en la práctica fuera del signo. El
contenido llamado permisivo de nuestro juicio moral y de nuestra conducta
práctica; la transigencia hacia la experiencia del mal, con el
sofisticado pretexto de querer conocerlo para sabernos defender luego de él...;
el laicismo que, queriendo señalar los límites de determinadas
competencias específicas, se impone como autosuficiente, y pasa a la
negación de otros valores y realidades; la renuncia ambigua y quizá hipócrita
a los signos exteriores de la propia identidad religiosa, etc., han
insinuado en muchos la cómoda persuasión de que hoy aun el que es cristiano
debe asimilarse a la masa humana como es, sin tomarse el cuidado de marcar
por su propia cuenta alguna distinción, y sin pretender, nosotros
cristianos, tener algo propio y original que pueda frente a los otros aportar
alguna saludable ventaja.
«Hemos
andado fuera del signo en el conformismo con la mentalidad y con las
costumbres del mundo profano. Volvamos a escuchar la apelación del apóstol
Pablo a los primeros cristianos: "No queráis conformaros al siglo
presente, sino transformáos con la renovación de vuestro espíritu" (Rm
12,2); y el apóstol Pedro: "Como hijos de obediencia, no os conforméis a
los deseos de cuando errábais en la ignorancia" (1Pe 1,14). Se nos exige una
diferencia entre la vida cristiana y la profana y pagana que nos
asedia; una originalidad, un estilo propio. Digámoslo claramente: una libertad
propia para vivir según las exigencias del Evangelio». Es necesaria
hoy una ascesis fuerte, «tanto más oportuna hoy cuanto mayor es
el asedio, el asalto del siglo amorfo o corrompido que nos circunda. Defenderse,
preservarse, como quien vive en un ambiente de epidemia» (21-11-1973).
Secularización
de las obras de caridad
Desde
hace años, organizaciones católicas de caridad plantean sus actividades y
campañas sin apenas hacer mención del nombre de Dios y de su Cristo. Denuncian
con datos e imágenes terribles la miseria que abruma a muchos hombres, y exhortan
enérgicamente a la ayuda económica. Nos aseguran que «la solución está en
compartir». No se fían de planteamientos más espirituales, que estiman
evasivos. Van directamente al grano: «Caritas. Trabajamos por la
justicia». Se permiten incluso ironías sobre la virtualidad de justicia que
pueda haber en la caridad, y parecen preferir el simple amor secular a la
caridad sobrenatural: «El amor es de Dios... La caridad... de la señora
condesa».
Estos
slóganes -son ejemplos tomados de España- se van repitiendo demasiadas
veces, mientras que el 95 % del dinero que reúnen estas organizaciones no
procede de ambientes seculares, en los que tanto dinero corre y se malgasta,
sino -cosa curiosa- de las misas parroquiales, es decir, de lo que los ministros
sagrados del Señor recogemos cuando el pueblo consagrado se reúne a celebrar
los sagrados misterios. De ahí vienen tanto el dinero como las personas que,
con gran generosidad, prestan su ayuda a estas organizaciones de la caridad
secularizada. De ahí, precisamente, vienen: del nombre sagrado de Jesús,
que esas organizaciones silencian con demasiada frecuencia.
Se
podrá objetar señalando los grandes bienes realizados por Caritas y
otras organizaciones católicas asistenciales: «por sus frutos los conoceréis»
(Mt 7,16). Pero la respuesta es fácil. A pesar de sus planteamientos
secularizados, hay en esas entidades indudable savia implícita de cristianismo,
y de ahí viene el fruto. Y más aún de los muchos buenos cristianos, bien explícitos,
que, orando y trabajando, se empeñan en esas obras. Y aún hay que decir otra
cosa: más fruto harían trabajando desde planteamientos explícitamente
cristianos. Más fruto material, y también espiritual y apostólico. Cristo
quiere que nuestras «buenas obras» sean hechas de tal modo que los hombres, viéndolas,
«glorifiquen al Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). Y obrando así
lograremos que «esta obra de caridad que hacemos para gloria del mismo Señor»,
efectivamente «produzca acción de gracias a Dios» (2Cor 8,19; 9,11).
Para
los cristianos, pretender solucionar las consecuencias del pecado sin
denunciar el pecado que está en su causa, el olvido de Dios y el culto a
la criatura -es decir, sin predicar el Evangelio al mismo tiempo, aunque sea en
alusiones breves, pero altamente significativas-, es un fraude. Sin Cristo no
hay solución ni salvación. Sin Él se ponen remedios mínimos a
miserias máximas, tranquilizando así engañosamente las conciencias. «Manos
Unidas», en 1995, con su mejor voluntad, reunió en España 5.573 millones de
pesetas para los países pobres. ¿Eso es mucho o poco?... Equivale a 143
pesetas por habitante, más o menos actualmente una taza de café. Pero sólamente
en juegos de azar los españoles (en 1992) gastan 3,2 billones (exactamente, según
datos del Ministerio del Interior, 3.184.270 millones), 80.752 por habitante...
¡Remedios mínimos para miserias enormes! Otro impulso formidable llegarían
a tener esas mismas organizaciones si, fieles a la tradición asistencial
cristiana, argumentasen desde Cristo crucificado, que dió su vida por
nosotros, que nos mandó hacer lo mismo, y que nos anunció la suerte eterna de
quienes saben o no saben compadecerse de los necesitados (Mt 25,41-46).
Y
otra cosa: ¿Por qué obras católicas de caridad, que desarrollan campañas
formidables en favor de parados y emigrantes, pobres y marginados, no
despliegan campañas semejantes -con trípticos y carteles, cuñas radiofónicas,
guiones pedagógicos para las escuelas, artículos en la prensa y murales en las
calles- contra el aborto, es decir, en favor de los seres humanos que van
a ser asesinados en el seno de sus madres? ¿No entra en su vocación la defensa
de estos oprimidos indefensos? ¡Remedios nulos para miserias máximas!
La caridad
secularizada ha de ser mirada con todo respeto y simpatía, sin duda, pero
sin ignorar que es débil, incompleta, sujeta en buena parte a la moda,
tremendamente deficitaria. No puede ni compararse con la caridad religiosa,
explícitamente relacionada con el amor de Cristo, es decir, con la Cruz. Da de
sí el precio de una taza de café o el paso de un verano entre los miserables
de un país hundido en la pobreza. Pero no puede dar de sí, por ejemplo, lo que
cientos de miles de sacerdotes y de religiosos, consagrados a Cristo, han hecho
y hacen calladamente, entregando sus vidas durante varios decenios al servicio
de pobres y enfermos, sin que las cámaras de televisión que siguen entre los
indígenas a un cantante famoso se interesen por ellos, como es lógico.
Cuando
Jesucristo trata de los abismos que separan a ricos de pobres, y que ocasionan
entre ellos el odio, lo hace siempre con un trasfondo netamente religioso (parábola
de Lázaro, Lc 16,19-31; acreedor duro y cruel, Mt 18,21-35; juicio final,
25,31-46), y con una inspiración netamente doxológica: «para que viendo los
hombres vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre, que está en los
cielos» (5,16). Sabe que lo que está en juego siempre de forma decisiva es la
actitud del hombre ante Dios.
Y lo
mismo hace San Pablo cuando, por ejemplo, organiza la gran colecta en favor de
los fieles de Jerusalén (2Cor 8-9). El motivo-motor fundamental
que pone es Cristo, que «siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para
enriqueceros con su pobreza» (8,9). Y la finalidad pretendida que señala
es doble, pues «el ministerio de este servicio (diakonía tês leitourgías)
no sólo remedia la pobreza de los santos [fin próximo], sino que hace rebosar
en ellos copiosa acción de gracias (eucharistiôn) a Dios [fin último]»
(9,12). De este modo, toda la actividad de caritas eclesial, teniendo a
Cristo como «alfa y omega» (Apoc 1,8), une caridad y justicia, amor a Dios y
amor al hermano, ayuda material y culto litúrgico. Con toda razón la Iglesia
antigua recogía las ofrendas para los pobres dentro de la misa, en el
ofertorio de la eucaristía.
La
solución está en Cristo: sólo en su Espíritu se abre de verdad el corazón
del hombre a sus hermanos necesitados.
Así lo entendieron las organizaciones caritativas de la tradición cristiana y
otras actuales, como Ayuda a la Iglesia necesitada. Y eso es lo que Juan
Pablo II repite una y otra vez: «Sólo una Iglesia que adore y ore, puede
mostrarse suficientemente sensible a las necesidades del enfermo, del que sufre,
del solitario y del pobre, donde quiera que esté» (13-9-1983).
En
uno de sus grandes discursos de Ginebra (15-6-1982) decía: «no hay religión
auténtica sin preocupación por la justicia», y añadía: «no hay justicia
sin amor, sin caridad». Y en seguida ascendía a la fuente, Cristo Salvador: «Esta
Eucaristía nos ilumina sobre la fuente del amor y de la justicia, para
nosotros los creyentes. El amor viene no sólamente del ejemplo de
Cristo, sino también de la caridad (agápe) que procede del Padre, que
se manifiesta en el Hijo y que se difunde por el Espíritu Santo. Dios es amor,
ésta es nuestra fe. Pero para que los hombres tengan acceso a esta justicia, es
decir, a esta santidad que viene de Dios, y a su amor, hizo falta que el pecado,
el muro del orgullo, del egoísmo y del odio, fuese abolido por el sacrificio
del Justo, por el amor del Hijo. La Misa nos hace participar, en el plano
sacramental, de esta liberación. Debemos volvernos hacia la fuente, debemos
convertirnos. No hay religión cristiana auténtica, no hay justicia ni caridad
cristianas sin esta conversión, que es ruptura con el pecado, adhesión a su
sacrificio y comunión de su Cuerpo entregado, de su Sangre derramada. Sólo a
este precio los cristianos adquieren el dinamismo del Evangelio para hacer un
mundo nuevo, y se convierten progresivamente como en ostensorios de Dios, de su
amor trinitario, a través de luchas no violentas por el reino de la justicia».
Los
pobres, sin emplear palabras tan altas, saben por instinto que eso es así.
Ellos extienden su mano pidiendo «por el amor de Dios», intuyendo que no hay
argumento más fuerte, y no se sitúan allí donde más corre el dinero, en
tiendas y almacenes, discotecas o restaurantes, estadios o bancos, sino en la
puerta de las iglesias, lugares sagrados de Cristo. Ellos saben -o sabían,
pues también en Occidente se han secularizado- que es verdad lo que se atrevió
a decir Juan Pablo II en medio de las terribles miserias de la India: «La
religión es la fuente principal del compromiso social para con la justicia»
(2-2-86). No hay que secularizar el compromiso por la justicia y el
servicio a los pobres. Si en ese campo se quiere hacer algo en serio, hay que
acentuar profundamente la religiosidad de ese compromiso y de ese
servicio, siguiendo así las enseñanzas de Cristo, de San Pablo y de toda la
tradición cristiana.
Secularización
de la acción pastoral y misionera
He
aquí una parábola. Unos hombres de buena voluntad fueron a prestar su ayuda a
los habitantes de un país que, por caminar siempre sobre las manos, cabeza
abajo, con los pies por alto, se veían aquejados de innumerables males. Unos
tenían las manos deformadas, otros sufrían dolores terribles en la columna
vertebral, algunos padecían de agudas jaquecas o trastornos visuales, y por
supuesto, todos pasaban grandes miserias, pues no podían trabajar sino poco y
mal. Así las cosas, los hombres de buena voluntad se pusieron a la obra con
todo empeño: repartieron medicinas, dieron masajes, aplicaron corrientes terápicas,
y consiguieron ayudas económicas que remediaran las necesidades más urgentes.
Pero lo que nunca hicieron, quizá por respeto a la tradición local de los
nativos, fue advertirles que el hombre está hecho para caminar con los pies,
llevando en alto la cabeza, y que haciendo así, muchos de los males que padecían
se sanarían en seguida.
¿Qué
pensar de esos hombres de buena voluntad?... Convendría hacer la pregunta a
quienes secularizan su actividad pastoral y misionera. Al tiempo que ayudan a
esos hombres cabeza-abajo en sus incontables miserias, ¿cómo no les dicen que
se pongan cabeza-arriba? No se entiende.
-Combatir
no el pecado, sino las consecuencias del pecado.
San Pablo, al comienzo de su carta a los Romanos, describe minuciosamente
las innumerables miserias del hombre: odio, avaricia, mentira, fornicación,
violencia, etc., y afirma que todo eso procede de que el hombre «cambió la
verdad de Dios por la mentira, y adoró y sirvió a la criatura en lugar del
Creador» (Rm 1,18-32). Todos, pues, pecaron, y todos quedaron privados
de la gloria de Dios, y hundidos en las consecuencias de sus propios pecados.
Pero ahora, a todos se les ofrece una salvación por gracia de Dios, «por la
redención de Cristo Jesús» (3,23-24). Ateniéndose a estas verdades, los
misioneros de la Iglesia han ido al mundo, ante todo, a combatir el pecado,
anunciando y comunicando a Cristo Salvador, el único que quita el pecado del
mundo, y con ello, han trabajado siempre cuanto han podido para ayudar al
mundo -enfermos, pobres y drogadictos, niños y ancianos desamparados,
ignorancia y miseria- a soportar el peso de las consecuencias del pecado. Así
las cosas, la caridad secularizada de una actividad apostólica que se
limita básicamente a remediar las consecuencias del pecado,
trivializa la naturaleza de los males del mundo, ignorando la esclavitud del
Maligno y la necesidad de la gracia de Cristo, hace en realidad muy poco para
subsanar las miserias temporales, y falsifica gravemente la misión de la
Iglesia en el mundo. De este modo, dice Juan Pablo II, se falsea «el
significado profundo y completo de la evangelización, que es ante todo anuncio
de la Buena Nueva de Cristo Salvador» (25-1-1979).
«Es
imprescindible -sigue diciendo- que la Iglesia, desde una posición de pobreza y
libertad respecto de los poderes de este mundo, anuncie con valentía la verdad
de Jesucristo, firmemente convencida de la fuerza transformadora del mensaje
cristiano que, con la fuerza del Espíritu de Dios, es capaz de transformar
moralmente los corazones, camino para renovar las estructuras» (30-7-1984). «Y
no se diga que la evangelización deberá seguir al proceso de humanización.
El verdadero apóstol del Evangelio es el que va humanizando y evangelizando al
mismo tiempo, en la certeza de que quien evangeliza, también humaniza»
(7-7-1980).
-Predicar
valores, sin predicar a Jesús, el Salvador.
Es puro pelagianismo, como luego veremos, proponer valores morales enseñados
por Cristo -verdad, libertad, justicia, amor al prójimo, unidad y paz-, en
el sentido en que el mundo los entiende, y sin afirmar a Cristo, como
único Salvador que hace posible vivir por su Espíritu Santo ésos y todos los
demás valores. Los cristianos somos apostólicos, y con los Apóstoles hemos de
afirmar -como ellos, con palabra y sangre- que Cristo mismo es «la
verdad», y que sin Él se pierde el hombre en cientos de errores cambiantes (Jn
14,6); que sólo Cristo «nos ha hecho libres» (Gál 5,1); que sólo
Cristo nos puede dar «la justicia que procede de Dios» (Flp 3,9); que sólo
Cristo puede difundir en nuestros corazones la caridad de Dios, por el
Espíritu Santo que nos comunica (Rm 5,5); que sólo Cristo es capaz de
reunir a todos los hombres que andan dispersos, pues para eso dio su vida en la
cruz (Jn 11,52); y en fin, que sólamente Cristo «es nuestra paz» (Ef
2,14). Eso es predicar el Evangelio.
Ya lo
dijo bien claro Juan XXIII en el discurso de apertura del concilio Vaticano II:
«El gran problema planteado al mundo sigue en pie tras casi dos mil años.
Cristo radiante siempre en el centro de la historia y de la vida. Los hombres están
con Él y con su Iglesia, y en tal caso gozan de la luz, de la bondad, del
orden y de la paz, o bien están sin Él o contra Él y deliberadamente
contra su Iglesia, con la consiguiente confusión y aspereza en las
relaciones humanas y con persistentes peligros de guerras fratricidas»
(11-10-1962). Y después del Concilio decía lo mismo Pablo VI: «Un
humanismo verdadero, sin Cristo, no existe. Y nosotros suplicamos a Dios y
os rogamos a todos vosotros, hombres de nuestro tiempo, que os ahorréis la
experiencia fatal de un humanismo sin Cristo. Sería suficiente una simple
reflexión sobre la experiencia histórica de ayer y de hoy para convenceros de
que las virtudes humanas desarrolladas sin el carisma cristiano pueden degenerar
en los vicios que las contradicen. El hombre que se hace gigante sin la animación
espiritual, cristiana, se derrumba por su propio peso. Carece de la fuerza moral
que le hace hombre de verdad; carece de la capacidad de juzgar acerca de
la jerarquía de valores; carece de razones transcendentales que motiven de modo
estable estas virtudes; y carece, en definitiva, de la verdadera conciencia de sí
mismo, de la vida, de sus porqués y de su destino» (disc. Navidad 1969).
-Ausencia
de persecución del mundo. La
secularización de la actividad pastoral y misionera se inscribe en el marco de
la reconciliación de la Iglesia con el mundo. Ya no hay persecuciones.
Ni mártires tampoco, claro. Si luchamos contra las consecuencias del pecado,
pero no contra el pecado, los cristianos tendremos la aprobación del mundo
-entre otras cosas porque ya no seremos cristianos-. El mundo no tiene ningún
inconveniente en que cuidemos leprosos, atendamos ancianos desamparados o
recojamos drogadictos, y no nos perseguirá si nos limitamos a eso. Tampoco nos
perseguirá si nos limitamos a predicar valores de paz, solidaridad,
justicia, pues eso es lo que hacen todos: marxistas y liberales, masones,
budistas y ecologistas. La persecución, en cambio, será inevitable cuando
digamos al mundo que todos esos valores no pueden ser vividos por los hombres si
rechazan a Cristo Salvador, y que todos ellos están en Él cifrados y
posibilitados.
Por
eso, pasar de un cristianismo secularizado al sagrado cristianismo bíblico
y tradicional, supone pasar de la complicidad pacífica con el mundo a la
humillación y a los dolores de la persecución; significa salir de la parálisis
misionera y del apostolado infecundo, al florecimiento de una acción apostólica
más fuerte que el mundo, pues está realizada en la potencia del Espíritu
Santo, que renueva la faz de la tierra.
Secularización
de la liturgia
Pablo
VI denunció muy pronto los intentos de quienes querían «desacralizar
la liturgia y, con ella, como consecuencia necesaria, la misma religión
cristiana» (19-4-1967), y lo mismo hizo Juan Pablo II, concretamente en su
carta Dominicae Cenae (24-2-1980, 8). Pero la secularización de la
liturgia venía exigida por el impulso secularizador de todo lo cristiano, y
todavía había de dar muchos pasos, como hace notar el cardenal Ratzinger:
«Ha
habido años -dice- en que los fieles, al prepararse para asistir a un rito, a
la misma Misa, se preguntaban de qué modo se desencadenaría aquel día la creatividad
del celebrante... Lo cual -recuerda- estaba en abierta contradicción con la
advertencia insólitamente severa y solemne del Concilio (+SC 22,3). La liturgia
no vive de sorpresas simpáticas, de ocurrencias cautivadoras,
sino de repeticiones solemnes. No debe expresar la actualidad, el momento efímero,
sino el misterio de lo Sagrado. Muchos han pensado y dicho que la liturgia debe
ser hecha por toda la comunidad para que sea verdaderamente suya... De
este modo se ha dispersado el proprium litúrgico, que no proviene de lo
que nosotros hacemos, sino del hecho de que aquí acontece Algo
que todos nosotros juntos somos incapaces de hacer... Para el católico, la
liturgia es el hogar común, la fuente misma de su identidad: también por esta
razón debe estar predeterminada y ser imperturbable, para que
a través del rito [sagrado] se manifieste la Santidad de Dios» (Informe
sobre la fe 138-139). Y entre otras consecuencias, ésta: «no más música
sacra, sino sólo música al uso, cancioncillas, melodías fáciles,
cosas corrientes... Una Iglesia que sólo hace música corriente cae en
la ineptitud y se hace ella misma inepta. La Iglesia tiene el deber de ser también
ciudad de gloria, ámbito en que se recogen y elevan a Dios las voces más
profundas de la humanidad. La Iglesia no puede contentarse sólo con lo
ordinario, con lo acostumbrado; debe despertar las voces del cosmos,
glorificando al Creador y descubriendo al mismo cosmos su magnificencia, haciéndolo
hermoso, habitable y humano» (140-142).
El Sínodo
de 1985, veinte años después del Concilio, afirmaba que «precisamente la
liturgia debe fomentar el sentido de lo sagrado y hacerlo resplandecer» (II,A,1;
II,B,b,1). Pero todavía, al menos en los países ricos
descristianizados, el pueblo fiel ha de sufrir en la liturgia muchas amarguras y
decepciones... Ha de ver reducida la eucaristía a la trivialidad de un banquete
entre amigos. Ha de ver suprimida de la liturgia el silencio, la adoración y la
sagrada belleza sobrehumana...
«Nos
han quitado la belleza sagrada de la liturgia», me decía uno. Y es verdad. La
secularización de la liturgia es un robo, un atropello. Lo explica bien el
cardenal Ratzinger: «Para un cierto neoclericalismo moderno el problema de la
gente consistiría en sentirse oprimida por los tabúes sacrales. Pero
esto, en todo caso, es un problema de clérigos en crisis. El drama de nuestros
contemporáneos es, por el contrario, tener que vivir en una profanidad
sin esperanza. La exigencia que hoy se respira no es la de una liturgia
secularizada, sino, muy al contrario, la de un nuevo encuentro con lo sagrado
a través de un culto que permita reconocer la presencia del Eterno» (144).
La
secularización de todo lo cristiano
No
sería difícil continuar este análisis mostrando el rostro demacrado de la
secularización en la educación familiar, en los colegios religiosos y en las
Universidades católicas, en tantos Seminarios y Noviciados, en la condición
misma del pensamiento filosófico y teológico, en la catequesis -«la catastrófica
falta de éxito de la catequesis moderna es demasiado evidente»; Card.
Ratzinger, «30 Días» 5-1990-. Pero sería una labor muy triste, y
probablemente innecesaria, creo yo, con todo lo que ya va dicho y descrito.
Más
útil nos será, en cambio, analizar detenidamente el trasfondo de la
secularización moderna del cristianismo. ¿Qué hay detrás de
ese empeño insensato? ¿De dónde procede esa falsificación del cristianismo?
2
Trasfondo
de la secularización
Las
raíces de la secularización del cristianismo están ocultas, son numerosas y
entrecruzadas unas con otras. No es fácil tarea describirlas. Pero lo intentaré,
aunque sea a una escala modesta, que espero sea suficiente.
La
conexión protestante
La
visión secularizada del mundo presente queda bastante próxima a los
planteamientos luteranos, y no es, por tanto, extraño que los teóricos
principales de la teología de la secularización hayan sido en nuestro tiempo
protestantes.
-Secularización
del mundo.
Como
observa Fabio Giardini, concretamente «para Gogarten, el cristiano
(protestante) debe cumplir la misión de custodiar al mundo en su
esencial profanidad o secularidad, sin arrogarse de ningún modo la misión de salvarlo;
cosa que sólo Dios puede hacer y hará solo al fin de los tiempos, sin llamar
al hombre para que colabore mediante sus obras con Él. Cuando el
creyente se comporta así hacia el mundo secularizado, también su fe se
conserva pura, no se contamina, pues, mezclándose en la profanidad del mundo,
que Dios confía a la sola razón. Y es así como la fe permanece solo fe
y el mundo solo mundo.
«En
otras palabras [tomadas de Gogarten]: "la fe cristiana y la cultura
(secularizada) no deben obrar juntas, de modo que la cultura sea recristianizada.
Al contrario, la fe cumple su deber haciendo permanecer secular la
cultura". El absoluto respeto que el cristianismo (protestante) debe, pues,
tener hacia el mundo secularizado» le lleva así a la «ratificación solemne
de la total separación entre la fe y el mundo. En conformidad con el principio
luterano de la "división (Unterscheidung) de los dos reinos",
el del mundo y el de Dios» (Cristianesimo e secolarizzazione a confronto
201-202). Las cosas del mundo -la ciencia y la técnica, el arte y la política-
deben ser gobernadas sin más por la razón del hombre, sin tutelas ni
imposiciones de la fe; en tanto que las cosas del mundo íntimo espiritual debe
ser regidas por la fe, sin intromisiones de la razón. Sólo así podrán
desarrollarse con fuerza y pureza tanto la razón, que bajo el influjo de la fe
se mantendría en un infantilismo crónico, como la fe, que haciéndose
demasiado racional se extraviaría.
Recordemos
en esto que para Lutero la razón no era sino «la ramera del diablo». «La razón
está llena del diablo y no hace otra cosa que apartar a los hombres de la fe»
(WA 46,393, 8). Entre una y otra no hay conciliación posible. Y así
Lutero confiesa: «Yo mantengo una doctrina que repudia la razón, es decir, que
es supra, ultra, extra, contra rationem» (47,845, 33). Este disociación
esquizoide entre fe y razón explica a la vez la tendencia protestante hacia el fideísmo,
y su tolerancia frente al mundo secular, que debe abandonarse a la guía de la
sola razón.Y explica también que, por ejemplo, no haya ningún inconveniente
en que una misma persona presida la Iglesia anglicana y, al mismo tiempo, el
reino secular y la masonería. El reino de la fe y el reino de la razón se
rigen por normas diversas o a veces contrarias.
La
Iglesia de Cristo ve las cosas de modo muy diverso. Está muy lejos de esas
dicotomías separantes, y tiene siempre un sentido integrador de naturaleza y
gracia. La razón debe servir a la fe, sin dominarla, y la filosofía
racional debe crecer ayudada por la fe, aunque ateniéndose a sí misma.
La teología católica no ha de ser fideísmo, sola fides, sino
que debe ser ratio fide illustrata (Dz 2829, 3031-3043). Y el mundo
secular de ningún modo debe ser regido por la sola ratio, y en este
sentido, abandonado a sí mismo, a sus propias luces y fuerzas, sino que
personas y pueblos, instituciones y culturas deben ser cristianizados
bajo el Evangelio de la gracia.
Esta
visión católica es, como observa Giardini, mucho más optimista y
comprometida. En efecto, los católicos, como los protestantes, deben respetar y
apreciar la secularidad del mundo; pero los católicos «en vez de abandonarlo,
como intentan hacer los protestantes, a su pura secularidad, se sumergen
en ella como la levadura que hace fermentar toda la masa, y lo salvan y
santifican desde dentro, sin alterar su esencial secularidad, después de haber
sido ellos mismos salvados y santificados interiormente por la gracia de Cristo
Salvador». Y recuerda que en esto consiste la consecratio mundi de que
hablaba Pío XII -y afirmada, como misión de los laicos, por el Vaticano II (LG
34)-. Los católicos, efectivamente, dice Giardini, deben «hacer que todos los
valores profanos y seculares del mundo y de la vida terrena converjan y
concurran, junto a los valores sagrados y sobrenaturales, a la perfección
integral de la humanidad y a la construcción completa del Reino de Dios»
(208-209). Por supuesto que en ello hay riesgos para la fe, pero mucho más
graves son los que proceden de un mundo cerrado a la fe y a la gracia en su
propia secularidad. Lo que parece increíble es que la teología de la
secularización pretendiera tener su origen en el espíritu del
Vaticano II, que continuamente está insistiendo, sobre todo al hablar del
laicado, en la necesidad de impregnar de Evangelio todo el mundo secular.
-Secularización
de la Iglesia
Lutero
desacralizó en buena medida el misterio de la Iglesia, negando algunos
sacramentos y rechazando la presencia real de Cristo en la eucaristía. Acabó
con la vida consagrada de los religiosos, pues en los votos que obraban
esa consagración peculiar él no veía sino cadenas, ataduras incompatibles con
la libertad evangélica de los hijos de Dios, que han de estar siempre abiertos
al Espíritu imprevisible. Y también desacralizó profundamente la figura del
sacerdote, al negar la ordenación sacramental que le sella con un carácter
sagrado, dándole una nueva y permanente configuración a Cristo
maestro-pastor-sacerdote. Él entendía sólamente que era la comunidad quien
nombraba para su servicio un pastor (Pfarrer), y que el nombramiento era
siempre rescindible, de modo que el pastor podía volver a ser en cualquier
momento un laico más. Trento hubo de condenar estos errores (Dz 1774).
Por
otra parte, ya en referencia a tiempos más modernos, no pocos autores han señalado
la conexión existente entre el protestantismo radical y el secularismo
moderno. Uno y otro consideran que la fe sólo podrá ser pura fe en la
medida en que el mundo permanezca sólo mundo. Autores protestantes modernos han
afirmado esta tesis luterana clásica en clave mental renovada. La fe se
contamina inevitablemente cuando por las formas sagradas sensibles es sumergida
en la profanidad del mundo. Y esta desviación de la pureza espiritual del
Evangelio vendría plasmada en la Iglesia Católica, la cual no se daría cuenta
de que un deber fundamental del cristianismo es precisamente mantener al mundo
en su profanidad, libre de toda alienación, también de la posible alienación
religiosa.
Precisando
un poco más, quizá el itinerario ideológico haya sido éste: el secularismo
filosófico de Hegel (+1831), Comte (+1857) o Feuerbach (+1872), activa en el
campo protestante su antigua tendencia secularista, y da lugar a una amplia
corriente de pensamiento -Barth, Bultmann, Tillich, Bonhoeffer, Robinson, van
Buren, Michalson, Winter, Cox, Hamilton, Altizer, Sölle (+Grand’Maison
111-123; Lübbe)-, que finalmente, aunque de modo más difuso, afecta a un buen
número de teólogos católicos.
Nestorianismo,
para empezar
La
secularización de los cristianos procede de la secularización de la misma
figura de Cristo. Ya vimos más arriba
que todo cristiano, y el sacerdote de un modo peculiar, ha de configurarse «ad
imaginem Christi». Ahora bien ¿cuál es la imagen de Cristo? En la cristología
antigua se distinguen ya dos tendencias: la alejandrina, que parte del
Verbo hacia el hombre, y que pone en la humanidad de Cristo cuantas perfecciones
son compatibles con la condición humana y con su misión redentora; y la antioquena,
que parte del hombre hacia el Verbo, y admite en Jesús cuantas imperfecciones
de la condición humana son compatibles con su santidad personal, ateniéndose
al principio de encarnación humillada (kenosis). Las dos tendencias son
ortodoxas y complementarias. Ahora bien, la primera tendencia, llevada al
extremo, degeneró en la herejía monofisita, en la que la divinidad de
Cristo venía a desvanecer la realidad de su humanidad; fue condenada en
Calcedonia (451). La segunda llevó a la herejía nestoriana, que sólo
veía en Cristo un hombre, un hombre elegido, pero no más que un hombre; fue
condenada en el concilio de Efeso (431).
La
tendencia nestoriana está bien reflejada en este texto del antioqueno Teodoro
de Mopsuestia (+428), cuya cristología fue condenada en el concilio II de
Constantinopla (553): «Uno es el Dios Verbo y otro Cristo, el cual sufrió las
molestias de las pasiones del alma y de los deseos de la carne, que poco a poco
se fue apartando de lo malo y así mejoró por el progreso de sus obras, y por
su conducta se hizo irreprochable, que como puro hombre fue bautizado en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y fue hecho digno de la
filiación divina; y que a semejanza de una imagen imperial, es adorado como
efigie de Dios Verbo, y que después de la resurrección se convirtió en
inmutable en sus pensamientos y absolutamente impecable» (Dz 434).
¿No
tienen estas palabras sobre Cristo un acento muy moderno? En efecto, la
tendencia nestoriana fue renovada por el seminestorianismo de Lutero, y
grandemente amplificada por el protestantismo liberal más reciente, que veía
en Jesucristo sólo un hombre elegido por Dios, y capaz de algún modo de
revelarle. Para éstos, hubo realmente en Cristo esa concupiscencia que,
aunque no es pecado, procede del pecado y al pecado inclina (Dz 1515). El mismo
Oscar Cullmann piensa que sin esa inclinación al mal y esa dificultad para el
bien, aunque se reconozca que no pecó nunca de hecho (Jn 8,46), Cristo no
hubiera sido «absolutamente humano», no se habría hecho por nosotros pecado
(2Cor 5,21) y maldición (Gál 3,13), ni podría decirse que fue «tentado en
todo (kata panta) a semejanza nuestra» (Heb 4,15).
Por
eso, más bien, cuando vemos a Cristo tentado, «se trata verdaderamente de esa
tentación general, debida a nuestra debilidad humana, y a la que todos nosotros
estamos expuestos por el sólo hecho de que somos hombres. La expresión como
nosotros no es una pura fórmula, tiene un sentido profundo. Esta declaración
de la epístola a los Hebreos, que sobrepasa el testimonio de los Sinópticos,
es quizá la afirmación más atrevida de todo el Nuevo Testamento sobre el carácter
absolutamente humano de Jesús» (Christologie 84). Esta misma
orientación ha tenido expresiones literarias de gran éxito, como aquella de
Niko Kazantzakis, La última tentación, que nos muestra un Cristo
enamorado de la Magdalena, realmente tentado a formar una familia normal,
abandonando su misión, a la que finalmente, con gran esfuerzo, se mantiene
fiel. También la Virgen es objeto en esta novela -y en tantas otras obras- de
una humanización nestoriana: es una mujer muy humana que, en
cierta ocasión, nos es presentada «con expresión feroz», a punto de maldecir
a su hijo.
Pues
bien, la desmitificación nestoriana de la humanidad de Cristo trae consigo
una desmitificación secularizadora de toda la Iglesia, y de todo lo que hay en
la Iglesia. Los teólogos de la secularización ven, efectivamente, la
Iglesia con ojos nestorianos: es una sociedad ante todo humana,
dudosamente fundada por Cristo, que en todo caso debe principalmente sus formas
a los condicionamientos de época. La Iglesia, pues, sus dogmas y maneras litúrgicas,
su teología y sus ministerios, sus sacramentos y todo, debe ser desmitificada:
es la única manera de que continuamente vaya siendo purificada de tantos
lastres y excrecencias como se le van formando al paso de los siglos. Debe ser
desmitificada también su historia, evitando todo triunfalismo, y
teniendo el coraje y la humildad de ver que muchas veces se ha equivocado, y que
más veces aún «ha perdido el tren de la historia», o lo ha tomado en el último
instante, para su desprestigio. En lo referente, por ejemplo, a la vida
sacerdotal o a la historia de la vida religiosa...
No
sigo: nestorianismo cristológico y eclesiológico total.
Pelagianismo,
para seguir
Las
conexiones históricas entre nestorianos y pelagianos son bien
conocidas. Se sabe, concretamente, cómo los pelagianos se vieron defendidos y
acogidos por Nestorio y por su maestro, Teodoro de Mopsuestia. Y es que la cristología
nestoriana, dejando a Cristo en puro hombre, se vincula bien con la negación
pelagiana del pecado original, y la no necesidad de la gracia.
Todo entonces iba unido: devaluación de Cristo, negación de la necesidad
absoluta de su gracia, optimismo antropológico, admiración del mundo secular.
Y también ahora, como vamos viendo, asoma algo de todo ello en la teología de
la secularización.
En el
Nuevo Testamento, pensar «según los hombres» (Mt 16,23) o «vivir a lo humano»
(1Cor 3,3), tiene una significación netamente peyorativa: es algo carnal, o
incluso a veces diabólico (Mt 16,23). Por el contrario, el pelagianismo de la
secularización trae consigo la devaluación de Cristo y de su gracia, y al
mismo tiempo la exaltación del hombre, de los valores humanos, y del
mundo secular -o también de las religiones no cristianas-. Veámoslo todo junto
en un ejemplo. Hace poco el director de una revista italiana misionera decía
que «la Iglesia, en efecto, no está al servicio de sí misma, sino de aquel
Reino de Dios que es justicia, paz y liberación, que es el único absoluto. Ni
el cristianismo histórico ni la Iglesia, podríamos llegar a afirmar ni
siquiera Cristo mismo, son unos absolutos». Los valores, justicia, paz,
liberación, ahí está lo absoluto. Eso es lo que la evangelización
secularizada debe predicar con todo empeño. Cristo, la fe en Cristo, la
Iglesia, todo eso es algo relativo, que vale en cuanto muestre eficacia para
suscitar entre los hombres aquellos valores. Devaluación nestoriana de
Cristo y de su Iglesia, y proposición pelagiana de valores éticos, como
si el hombre, sin la gracia de Cristo, pudiera realizarlos: es el ambiente
espiritual de la teología de la secularización. En otro lugar hemos
caracterizado con más detenimiento el pelagianismo actual en sus modos vigentes
(+J. Rivera-J.M. Iraburu, Síntesis de espiritualidad católica,
211-218).
El
pelagianismo -y a su modo el semipelagianismo- pone la iniciativa de la vida
cristiana en el pensamiento humano, y la clave decisiva de su realización en la
voluntad humana; es decir, se centra en la fuerza del hombre. Una sobreestima,
por ejemplo, del pensamiento teológico, aunque no sea fiel a Biblia, Tradición
y Magisterio apostólico, es netamente una forma de pelagianismo. Una
sobrevaloración de ideologías y planes humanos, con desmedro de la oración
contemplativa y suplicante y de la docilidad al Espíritu Santo, es
pelagianismo, o es al menos voluntarismo semipelagiano. «Cambiaremos esto y lo
otro, le daremos ésta y aquella forma, y todo reflorecerá de nuevo
maravillosamente». Todo esto es la negación pura y simple del cristianismo,
que es siempre protagonismo del Espíritu Santo y docilidad receptiva de la
Iglesia, la esposa fiel del Señor, que se deja querer, iluminar y mover.
Sólo
un ejemplo de conmovedora necedad, tomado de una revista misionera española.
Vean el entusiasmo con que un liturgista pastoral pone su esperanza en sus
propias ideas o las de su grupo: «En la actualidad -dice con ferviente
autoadmiración- celebramos la eucaristía como un intento de inculturación
desde el punto de vista de la Iglesia panameña, que quiere recoger y poner de
manifiesto toda nuestra grandeza cultural, acompañada y enriquecida por nuestra
profunda espiritualidad que, en definitiva, marca el ritmo de la asimilación
del Evangelio y nuestra conversión a él». Y sigue el párrafo con una
encendida descripción relativa a tambores y demás artilugios. Puro
pelagianismo. Apoyado en la «grandeza cultural» y en la «profunda
espiritualidad» de los suyos, ya está ese hombre pensando que con esos modos y
maneras se van a llenar los templos a rebosar. Pero de ahí no sale nada. No
puede salir nada: «Lo que nace de la carne es carne» (Jn 3,6). «El espíritu
es el que da vida, la carne no aprovecha para nada» (6,63).
En
general, como ya ha sido señalado por muchos, la euforia postconciliar
de la que vamos saliendo -por el puro fracaso y agotamiento, más que por otra
cosa- tuvo muy marcados rasgos pelagianos y semipelagianos. Y así nos fue. Que
Dios nos perdone. Y que ahora, viéndonos humillados, se compadezca de nosotros
y nos dé su gracia... Si se hojean las revistas y publicaciones de aquellos años
sesenta y setenta, en las que continuamente se estaba hablando de que «antes»
-pobrecitos, los antiguos- se pensaba y se hacía así, mientras que «ahora»
en cambio...; si se oye el gloriosismo con que se ensalzaba a este «joven»
obispo o a aquel otro teólogo, lleno de ideas «nuevas»; si se recuerda cómo
los secularistas aseguraban a todo el pueblo cristiano, y en especial a
sacerdotes y religiosos, una espectacular renovación en clave de secularización
acentuada de tales y cuáles formas de su estilo vital y operativo, es preciso
reconocer que aquellos años apestaban a pelagianismo. Abundaban las
contraposiciones: «antes», esto y lo otro, en cambio «ahora», etc., con
menosprecio y muchas veces falsificación de lo anterior. Y cuando alguno,
rompiendo con la tradición, tiraba por su camino ideológico, algunos -los
estimados más prudentes- le consideraban «demasiado avanzado». Es decir, no
le reprochaban por ir en la falsa dirección, sino sólo por ir hacia allá
demasiado deprisa. Daban, pues, estos moderados por seguro que la verdad y lo
bueno estaban en la dirección señalada por los «progresistas».
En
fin, de aquella gente, mucho más hábil para ver la paja en el ojo de los
antiguos que la viga en el propio, no podía salir nada bueno. Sencillamente, «porque
Dios resiste a los soberbios, y da su gracia a los humildes» (Sant 4,6; 5,6;
1Pe 5,5). Y el pelagianismo o el semipelagianismo es pura soberbia, confianza
del hombre en el hombre, entusiasmo por el valor salvífico de sus ideas
o de sus modos y maneras. Y, en efecto, no salió nada bueno. Nada.
De
esas actitudes no podía venir sino frustración y decadencia. Es el Espíritu
Santo el único que puede renovar la Iglesia y el mundo. Y nosotros con
Él, pero si no olvidamos que sus modos y maneras no son los nuestros; nosotros
con Él, si continuamente buscamos a la luz de la Biblia y de la tradición,
interpretados sobre todo por el Magisterio apostólico, cuál será su
pensamiento y voluntad. Pues, ¿a quién de nosotros, por ejemplo, se le hubiera
ocurrido organizar la salvación de la humanidad por la Cruz del Calvario?
Nosotros, indudablemente, tenemos fuerza en el Espíritu divino para renovar la
Iglesia y el mundo, pero sólo si, con inmensa humildad y compunción, estamos
mucho más prontos a reconocer nuestras propias culpas que las de nuestros
antepasados; sólo si estamos incondicionalmente abiertos a «los
pensamientos y caminos de Dios», que no son los de los hombres (+Is 55,8; Mt
16,23).
Igualitarismos
y otras psicologías enfermas
En
realidad, antes de señalar herejías teológicas, como nestorianismos y
pelagianismos, tendría que referirme a otras enfermedades mentales en
cierto modo previas, pues pertenecen al mismo orden natural, y están así
entre los præambula fidei. En este sentido, una de las enfermedades
mentales de hoy, con carácter de epidemia, es la mentalidad igualitaria,
que lleva en sí muchos componentes diversos y que, como sabemos, se difunde
universalmente a partir de la Revolución francesa. Es de suyo distinta de la
orientación política democrática, perfectamente legítima si reconoce la
soberanía de Dios. La mentalidad igualitaria, por el contrario, implica
una profunda distorsión del orden natural, una gran ceguera para todos los
valores de la Revelación y de la gracia, y lleva en sí una sorda exigencia de eliminar
lo sagrado, lo distinto, lo superior, lo que manifiesta autoridad...
-Alergia
a la autoridad.
Alergia
a ver en el sacerdote, dentro del pueblo de Dios, una autoridad real, una
especial participación en la autoridad apostólica, una potenciación especial
de santificación al servicio de los hombres. (Todos los cristianos somos
iguales, y en el orden de la santidad o de la santificación, más todavía).
Alergia a la Iglesia entendida como «sacramento universal de salvación». (No
tenemos el monopolio de la verdad ni de la salvación). Alergia a la autoridad
de los padres sobre los hijos. Alergia a la idea de obediencia, y a la misma
palabra, en cualquiera de sus versiones, cívica o eclesial, familiar o
escolar... Todo eso, por supuesto, está latente en la secularización del
sacerdote y del religioso. Y también del laico.
Pero,
como hemos dicho (Rivera-Iraburu), «el igualitarismo moderno, de
inspiración atea, es contrario no sólo a la Revelación, sino también a la
naturaleza. Es una ideología falsa que sólamente haciendo violencia a la
realidad de las cosas puede afirmarse. Sabemos científicamente que, por
ejemplo, en cualquier asociación de vivientes -una manada de lobos- domina la
confusión y la ineficacia hasta que en ella se establece una estructuración
jerárquica, que implica relaciones desiguales. Pues bien, la autoridad [que en
su misma etimología, auctor, augere, está diciendo ser una
fuerza impulsora y acrecentadora] -la jerarquía, la desigualdad-que es natural
entre los animales [como no sea en un cardumen de anchoas, o en otros vivientes
mínimos], sigue siendo natural entre los hombres. Ciertamente en las
sociedades humanas habrá que distinguir -no así en las animales- desigualdades
justas, procedentes de Dios, conformes a la naturaleza, y desigualdades injustas,
nacidas de la maldad de los hombres: habrá, pues, que afirmar las primeras y
combatir las segundas. Pero en todo caso debe quedar claro que el principio
igualitario, en cuanto tal, es injusto, es violento, es contrario a la
naturaleza» (Síntesis de espiritualidad católica 25).
Cuando
un cristiano se considera y dice igual a un pagano, cuando un ministro
sagrado se estima y se confiesa uno más entre los hermanos laicos,
cuando se ve la Iglesia como algo valioso pero no necesario, se está
pervirtiendo, con falsa humildad, toda una economía eclesial de gracia
santificante. Y ese crimen tan grande, y tan lesivo para el apostolado y la vida
de la Iglesia, viene a ser cometido con buena conciencia por aquél que tiene el
nous podrido con el virus igualitario. Es un virus que deja ciegos y
sordos a quienes lo padecen. Pero no mudos...
-La
aversión al héroe.
La
aversión generalizada al héroe, al santo, al hombre eminente o excelente (eminere,
excellere: que sobresale por encima del nivel medio notablemente) implica
una perversión de un sentimiento natural. Lo natural, ante el hombre admirable,
es gozar en su conocimiento, pretender con entusiasmo su imitación, y decirse:
«Éste no es como todos, es distinto, es mucho mejor». Pero para el
igualitario resulta odioso. Enrique Heine, aunque admirador de la Revolución
francesa, no sin humor decía en 1828, en Cuadros de viaje: «han querido
establecer la igualdad de todos cortando las cabezas de los que a toda costa se
empeñaban en sobresalir».
El
hombre de sentimientos igualitarios ve con aprensión al héroe, y sólo le
perdona si muestra algún rasgo vulgar o negativo. Apreciará a aquel santo que
fue un gran pecador -no le hace ninguna gracia María, la Llena de Gracia-.
Sentirá simpatía por el militar heróico con la condición de que confiese que
en la guerra experimenta un miedo atroz, o que siente gusto en matar. Verá con
buenos ojos al científico famoso que anda en bicicleta o va a comprar al
mercado. Algún pecado, alguna manía, algún rasgo vulgar debe adornar al
hombre eminente: algo que al igualitario le permita decirse con alivio y
satisfacción: «Es como todos, es igual que nosotros»... Por lo demás, el
atractivo que a veces experimenta el igualitario es hacia hombres decadentes,
que se confiesan atados a la droga o mujeriegos, o sin principio moral alguno o
dispuestos a triunfar a costa de lo que sea. Hacia éstos siente una atracción
morbosa, llena de admiración y respeto. Podría hablarse aquí de una admiración
descendente. Aquí entra la exaltación estética del antihéroe, concepto
y término antes inexistentes.
En
esta enferma lógica psicológica habrá que inscribir la tendencia a
secularizar la figura de Cristo, de María, de los santos... y de los
sacerdotes, religiosos y laicos. -Distinto y separado,
semejante
y unido.
Una
visión del mundo jerárquica, es decir, verdadera, considera las diferencias
del cosmos como algo natural, exigido por la misma naturaleza, y como
algo que ayuda a la unión. Si juntamos unos cuantos lobos, no hay paz,
ni caza ni reproducción hasta que se establece entre ellos el orden de una
jerarquía. Esto es algo natural. En un campo de hierba, por ejemplo,
donde cada brizna es semejante a su vecina y yuxtapuesta a ella hay poca unión,
y puede arrancarse una hierba sin que esto afecte a su vecina lo más mínimo.
En un árbol, en cambio, todas las partes son distintas y, por eso mismo, están
trabadas orgánicamente entre sí. Y no podríamos lesionar una parte sin
afectar al resto.
Pues
bien, el secularismo es igualitario, y piensa, o quizá mejor siente
-porque no piensa con la cabeza, sino con el corazón o con el hígado-, que un
sacerdote o un religioso distinto, necesariamente, por serlo, ha de verse
separado del pueblo. La vida de unos laicos cristianos, si es distinta
de la de los mundanos contemporáneos, llevará inevitablemente al ghetto,
a la separación. Y se acabó entonces la encarnación y la posibilidad
de salvar. Pero la experiencia, en cambio, nos dice con fuertes voces todo lo
contrario. Cristianos bien distintos del mundo han estado muy cerca de los
hombres, y han procurado con gran eficacia su bien.
Podemos
comprobar esto en los primeros cristianos, que respecto de los hombres mundanos
(topikós), eran muy distintos (utopikós), y por eso mismo
resultaban muy atractivos. Un texto de los Hechos lo expresa muy bien: «Se reunían
en el pórtico de Salomón [formaban comunidad], nadie de los otros se
atrevía a unirse a ellos [comunidad diferenciada], pero el pueblo los
tenía en gran estima [atracción], y crecían más y más los creyentes
[crecimiento de la comunidad]» (Hch 5,13-14). ¿Desde cuándo se ha
visto que el pueblo cristiano más secularizado y asemejado a la gente
del mundo resulte más atractivo? Muy iguales y semejantes son entre sí los
mundanos, y muy separados y distantes e insolidarios viven entre sí. En
realidad la gente mundana está harta de sí misma. Lo que busca es otra
cosa, otra vida, más verdadera, más noble, más coherente y armoniosa.
El pueblo cristiano, cuando se seculariza, defrauda terriblemente al pueblo
mundano, dejándolo irremisiblemente atado a sí mismo, sin salida.
¿Desde
cuándo una liturgia secularizada resulta más atractiva para la gente?
Cuando un cristiano entra en el ámbito de una liturgia sagrada («La gracia de
nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo»...)
se siente introducido en un ambiente nuevo, distinto, fascinante, más alto y
santo. Cuando, gracias a un sacerdote campechano y simpático, se encuentra una
liturgia secularizada, que no le ofrece sino aquello que le rodea siempre («Buenas
tardes. ¿Calor, eh?»), termina marchándose a casa. Las estadísticas de los
últimos decenios señalan que la mayoría de los cristianos ya no van a misa,
ni se confiesan, y que en muchos países los practicantes son una minoría ínfima.
¿Se puede afirmar que la secularización de la liturgia ha tenido en esto algún
influjo, o es éste un juicio temerario, y se trata de una pura coincidencia?
¿Desde
cuándo un centro parroquial secularizado atrae más a los muchachos? Se
quitó el crucifijo, la imagen de la Virgen y de Santa Teresita, y se pusieron
unos posters de paisajes, de motocicletas potentísimas y de cantantes de
moda. Antes aquello estaba lleno de muchachos. Ahora ya no va nadie. ¿Significa
esto algo?
¿Desde
cuándo la figura secularizada del sacerdote o religioso o religiosa
resulta más atractiva para suscitar vocaciones consagradas que la figura
tradicional, sagrada y distinta, de los que, dejándolo todo, le siguen al Señor?
¿Desde cuándo los consagrados secularizados resultan más próximos a la
gente? Es una realidad innegable que los seminarios y noviciados más
secularizados se han quedado desiertos, han pasado de mil a cuatro, de cien a
uno o a ninguno, y que los únicos seminarios y noviciados que florecen en
vocaciones son los que prosiguen la línea tradicional sagrada de la Iglesia. Y
es una realidad que los curas y frailes tradicionales, es decir, sagrados, para
entrar en temas religiosos tenían y tienen una relación con la gente -con
justos y pecadores- mucho más fácil y eficaz que la que tienen sus hermanos de
estilo secularizado.
¿Desde
cuándo los curas y religiosos, saliendo de casas parroquiales y conventos, y
alojándose en viviendas normales, resultan más próximos y acogedores
para la gente? Esto podrá ser conveniente cuando convenga. Pero la experiencia,
practicado eso como principio y en general, dice otra cosa bien distinta. A la
casa parroquial y al convento llegan con toda naturalidad pobres y emigrantes,
gitanos, muchachos aburridos y personas en crisis. Allá van todos, precisamente
porque es un lugar sagrado, y por tanto asequible y acogedor para todos
-como lo es, y más aún, el templo, lugar más sagrado todavía, y por
tanto aún más abierto y acogedor para cualquiera-. Por el contrario, la
vivienda secular es mucho más cerrada en sí misma. Vale, por ejemplo,
para poder ver largamente la televisión sin interrupciones y para cosas
semejantes, pero, en general, para la atención pastoral, muestra muchos más
inconvenientes que ventajas. Por allí no aparece nadie. La gente teme que les
abra la puerta un señor o una señora, de los que no queda claro si es seglar,
cura, fraile o monja, y le diga, sin abrir del todo la puerta: «¿Qué desea
usted?»...
No
sabemos hasta cuándo la mentalidad igualitaria y nestoriana mantendrá vigente
la trampa mental distinto/separado y semejante/unido, pero sería
deseable que todas esas engañosas pedanterías terminaran de una vez.
-Normales
y corrientes.
Algunos
psicólogos suelen distinguir, según el grado de madurez de la persona y de la
adaptación social, entre hombres normales, corrientes y neuróticos.
El
hombre normal es el que vive con fidelidad a su propio ser. La mayoría
de los psicólogos actuales no caracterizan la persona en función de sus tareas
o situaciones vitales o ambientales, sino en relación a la profundidad de su
propio ser, es decir, en términos de autenticidad (authentikós: que
tiene autoridad, o si se quiere, que es dueño de sí mismo). El hombre normal
es raro, en el sentido de infrecuente, y muchas veces también en el
sentido de diverso de la masa general alienada y manipulada. En el fondo,
el hombre normal es el que vive en fidelidad a su propia norma ontológica,
es decir, a su propio ser.
El
hombre corriente está alejado de la fidelidad debida a su propio ser,
pero está adaptado al medio como pez al agua. Fiel a su vocación igualitaria,
es igual a todos: uno más.
El
hombre neurótico, por último, no logra adaptar su vida ni a su propio
ser ni al medio circundante. Rechaza la existencia del hombre corriente, quizá
porque no es capaz de vivirla, pero no llega tampoco a ser normal.
Los
psicólogos, sobre todo los que estudian la psicología social, nos aseguran que
los hombres normales son muy pocos, que los neuróticos son muchos, y que los más
numerosos son los hombres corrientes, es decir, aquellos que renunciaron a vivir
desde la originalidad de su propio ser, aceptando asumir la imagen falsa que por
mil medios de manipulación social se les impone. Pues bien, el cristiano
-sacerdote, religioso o laico- no está llamado a ser neurótico ni corriente:
su vocación es ser normal, es decir, conforme a la norma, que es
Cristo, el nuevo Adán. Esto le llevará sin duda a ser distinto de los
mundanos, pero por eso mismo más próximo y solidario, y también más
atractivo. ¿Será por esto menos secular?
-Mercantilmente
valiosos.
Hace
años Erich Fromm intentó una tipificación caracteriológica que, a diferencia
de otras ya clásicas -Jung, Kretschmer, Sheldon-, tenía un fundamento
psicosocial muy interesante. Y así vino a caracterizar la personalidad de
orientación productiva, afirmativa y creativa, o más bien receptiva,
pasiva y guiada desde fuera; o la explotadora, propia de aventureros y
emprendedores, o la acumulativa, conservadora y propietaria. Pero, a su
juicio, la más característica de nuestro tiempo es la personalidad de
orientación mercantil, entendiendo por ella «la orientación del carácter
que está arraigada en el experimentarse a uno mismo como una mercancía, y al
propio valor como un valor de cambio» (Ética y psicoanálisis 82).
Desde luego, sólo la descristianización puede haber hecho posible esta
mentalidad en Occidente, cuya historia cristiana es tan diversa de tal orientación.
«En
vista de que el hombre se experimenta a sí mismo como vendedor y al mismo
tiempo como mercancía, su autoestimación depende de condiciones fuera de su
control. Si tiene éxito, es valioso, si no lo tiene, carece de valor. El grado
de inseguridad resultante de esta orientación difícilmente podrá ser
sobreestimado. Si uno siente que su propio valer no está constituido, en
primera instancia, por las cualidades humanas que uno posee, sino que depende
del éxito que se logre en un mercado de competencia cuyas condiciones están
constantemente sujetas a variación, la autoestimación es también fluctuante y
constante la necesidad de ser confirmada por otros. De aquí que el individuo se
sienta impulsado a luchar inflexiblemente por el éxito, y que cualquier revés
sea una grave amenaza a la estimación propia; sentimientos de desamparo, de
inseguridad e inferioridad son el resultado. Si las vicisitudes del mercado son
los jueces que deciden el valor de cada uno, se destruye el sentido de la
dignidad y del orgullo» (86).
En
otro tiempo quizá, un político rechazado por el pueblo, se retiraba pensando:
«Este pueblo prefiere la comodidad al honor». Hoy es más frecuente que se
retire pensando: «No me aprecian, soy un fracasado». Sólo un cuadro firmísimo
de valores puede liberar a la persona de una captación mercantil de
sí misma. Por eso hoy es más frecuente que el fracaso social lleve a
subestimarse, a menospreciar la propia profesión y a abandonarla. ¿No explica
esto en buena parte el abandono de decenas de miles de sacerdotes y religiosos?
«El mundo nos rechaza, nos considera inútiles: no valemos para nada»... La
orientación mercantilista, es cierto, al comprobar una baja de estimación en
la bolsa mundana de valores, puede llevar también a otra conclusión: «Se hace
urgente un cambio de imagen: ésta no vende». ¿No explica esto en buena parte
las ansias secularizadoras de algunos sectores clericales y religiosos de hace
unos años?...
Por
esa lógica, Cristo, al verse rechazado por el mundo, habría dudado de su
mensaje, del modo de transmitirlo, de la oportunidad de su estilo de vida
-pobreza, celibato, ruptura con el mundo-, y se habría puesto a la búsqueda
angustiada de su propia identidad mesiánica. O pensemos en San Pablo. Tras el
fracaso completo sufrido en Atenas, el centro intelectual del mundo antiguo, ¿se
imaginan a un San Pablo dudando de su mensaje, de su formulación, o de su
propia identidad de apóstol? Yendo al grano: ¿podemos creer que, después de
veinte siglos de tradición católica, de un siglo de encíclicas sacerdotales y
de un Vaticano II, puede un sacerdote situarse a la búsqueda de su identidad
sacerdotal, poniendo en duda angustiadamente su estatuto social de vida y
todo lo demás, si no se siente devaluado por la sociedad, y si no está
profundamente afectado de esa mentalidad que Fromm califica de mercantil,
según la cual la persona se estima a sí misma como un valor de cambio? O los
religiosos: ¿desde cuándo aquellos que, en palabras del Concilio, «no sólo
están muertos al pecado, sino que también han renunciado al mundo,
y viven únicamente para Dios» (PC 5a), han de vacilar en el aprecio de
su propia identidad al verse subestimados por el mundo, pensando en modificarla
cuanto sea preciso para sobrevivir? El mundo siente odio por los religiosos
tradicionales, pero por los religiosos secularistas no siente sino desprecio, y
ni siquiera se molesta en perseguirlos: sabe que ellos solos se extinguirán. No
se siente respeto sino hacia quien se respeta a sí mismo. ¿Y qué es mejor,
ser odiados o ser despreciados? ¿En qué situación surgen más vocaciones?
A los
secularistas posconciliares se dirige el cardenal Ratzinger, en buena parte,
cuando dice: «Hoy más que nunca, el cristiano debe tener conciencia clara de
pertenecer a una minoría, y de estar enfrentado con lo que aparece como bueno,
evidente y lógico a los ojos del espíritu del mundo, como lo llama el
Nuevo Testamento. Entre los deberes más urgentes del cristiano está la
recuperación de la capacidad de oponerse a muchas tendencias de la cultura
ambiente, renunciando a una demasiado eufórica solidaridad posconciliar» (Informe
125-126).
Humanismo
a la baja
El
componente nestoriano, unido al difuso igualitarismo vigente, conduce a un humanismo
a la baja. Haré la descripción de esta actitud dibujando «del natural».
En efecto, para ser verdaderamente humano debe el corazón sentir una
inclinación, y mejor si es una inclinación fuerte, a la violencia y la
fornicación, a la venganza y a la prepotencia de las riquezas. El hombre
perfecto, el Cristo católico, en quien no hay pecado original ni verdadera
inclinación al mal, la Virgen santa e inmaculada, apenas serían humanos.
Y el ministro sagrado, el religioso consagrado, el laico santo, que están «muertos
al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6,11), serían hombres deshumanizados,
apenas humanos. El santo Cura de Ars, que apenas come y duerme, que no busca
diversiones, ni éxitos, ni comodidades, que está apasionadamente enamorado de
Dios y de los hombres, que apenas siente ya en sí inclinación a mal alguno,
apenas sería humano. Verdaderamente humano sería, en cambio, el
cura borracho de Graham Green, el de El poder y la gloria, que muy a la
contra de todas sus inclinaciones, permanece en su ministerio.
Es
muy notable esta inversión tan sorprendentemente peyorativa del término humano.
Algunos autores, como Julián Marías, han hablado de ello muchas veces, pero no
les hacen ningún caso. Implica en Occidente un cambio cultural antropológico
de incalculables consecuencias sociales y pedagógicas, políticas y religiosas.
La antropología católica ha pensado siempre justamente lo contrario: que el
hombre adámico pecador, habiendo desfigurado tanto en sí por el pecado la
imagen de Dios, se ha deshumanizado, apenas es hombre; y que en Cristo,
restaurando esa imagen, «seré de verdad hombre», como decía San
Ignacio de Antioquía (Romanos 6,2). En efecto, el hombre más humano es
el que más se asemeja a Cristo, el nuevo Adán, que, como dice el Concilio, «entró
como hombre perfecto en la historia del mundo» (GS 38a). Y «el que sigue a
Cristo, hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de
hombre» (LG 41a).
Pero
ya se ve que esta visión apenas es compatible con la mentalidad actual, en la
que triunfa el igualitarismo nestoriano. Hace poco le oímos decir a un ministro
socialista que «la perfección es fascista» (!)...
Menosprecio
de lo sagrado y de la Iglesia
El
menosprecio de la Iglesia, de lo sagrado, de su tradición de pensamiento y
costumbres, adquiere entre los cristianos secularistas tantas formas que uno
siente cansancio de sólo pensar en caracterizarlas. La Iglesia es la tonta de
la historia, la última que se entera de la verdad, la que ha perdido ya tantos
trenes, por no subirse a ellos a tiempo, la culpable de tantos oscurantismos y
esclavitudes, la...
-La
visión peyorativa de lo sagrado
La
mejor manera de devaluar lo sagrado cristiano es dar de él una visión
caricaturizada y lamentable. El ministerio litúrgico de los sacerdotes no les
hace sino «funcionarios del culto». La bendición de los campos, una costumbre
católica sagrada y santa, es pura superstición. La sagrada vida tradicional de
los religiosos no hace sino hombres pálidos y escrupulosos, insanos y estériles,
por falta de la imprescindible y sana secularidad, personalidades frágiles e
hipócritas, distantes y hieráticas, etc. Es preciso, desde luego, acabar
con todo eso. Es preciso renovar la vieja Iglesia, abriéndola en
personas e instituciones, pensamiento y costumbres, al aire nuevo del
mundo secular.
Hace
veinte años estuvo, por ejemplo, de moda en ambientes secularistas caricaturizar
lo sagrado cristiano. Aquí les ofrezco, por ejemplo, un texto increíble
del famoso padre Chenu: «La consagración... es sustraer una realidad de
su finalidad inmediata tal como las leyes de su naturaleza lo determinan, leyes
de su naturaleza física, de su estructura psicológica, de su compromiso
social, de la libre disposición de sí misma, si se trata de una persona libre.
Es una alienación, en el mejor (o en el peor) sentido de la palabra,
para transferirla a quien es dueño supremo, fuente de todo ser y fin de toda
perfección... Frente a lo sagrado, lo profano. Es profana la realidad -objeto,
acto, persona, grupo- que conserva en su existencia, en su realización
concreta, en sus fines, la consistencia de su naturaleza» (Los laicos
1002-1004).
A la
luz de tan lamentable definición, todos desearán ser profanos y seculares,
pues todos quieren conservar la «consistencia» de su naturaleza; y nadie querrá
ser ministro sagrado o religioso de vida consagrada, pues nadie
desea verse «sustraído y alienado» de su condición natural. Pero tómense,
sin ir más lejos, los textos del Vaticano II, del Derecho Canónico o de los
Rituales litúrgicos, analícese con cuidado qué sentido da la Iglesia a los términos
sagrado y consagrado, cientos de veces empleados, y véase si el
concepto de Chenu sobre lo sagrado tiene algo que ver con la teología de
la Iglesia católica sobre lo sagrado. No tiene nada que ver. ¿Por qué,
entonces, para qué Chenu emplea un concepto de sagrado que quizá fuera
aceptado por Durkheim, pero que nada tiene que ver con lo sagrado-cristiano? ¿Y
cómo es posible que ese planteamiento resulte tolerable si no es en el
marco ambiental de una euforia secularista?
No
hay en lo sagrado-cristiano sustracción de la criatura respecto de su
fin natural, sino elevación. Cristo, el Sagrado supremo, no se sustrajo a fin
natural alguno. Se sustrajo de ciertos oficios o estados de vida concretos -política,
matrimonio-, pero está en lo humano tomar un camino y dejar otro. El fin
natural del hombre es glorificar a Dios y amar a sus hermanos, y a eso se dedicó
Cristo con fuerzas más que naturales. El agua bautismal sigue lavando, pero su
eficacia natural es elevada por el Espíritu a una purificación más alta. Las
velas siguen cumpliendo su fin natural de iluminar, pero las que son litúrgicas
lo hacen en honor de Dios y de la asamblea santa. El templo sigue albergando
gente, como toda casa, pero con un fin altísimo. El ministro sagrado o el
religioso de vida consagrada no es sustraído de ningún fin natural
humano: come y duerme, estudia y trabaja, viaja y sirve a Dios y al prójimo: «conservan
[y de modo eminente] en su existencia, en su realización concreta, en sus
fines, la consistencia de su naturaleza».
Un cáliz
sigue sirviendo para que en él se beba, pero en él se bebe la sangre de
Cristo. No se sustrae por tanto a ningún fin natural. Si se retira de
otros usos, es por especial respeto a la sangre de Cristo. Un ministro sagrado,
de modo semejante, es dedicado al servicio de Dios y de los hombres, y es
retirado habitualmente de otras ocupaciones humanas, por nobles que sean;
pero esto no es sino por la limitación de la condición humana, para que
pueda así entregarse entero (+1Cor 7,32ss), y buscando también la
significación más enérgica de las realidades que trata de manifestar y
comunicar. Sólo hay una excepción: la transubstanciación eucarística sustrae,
es verdad, el pan de su ser y eficacia naturales... ¿A qué viene, pues, el
texto de Chenu y de tantos otros? Los que hablan del mundo secular con inmenso
respeto, suelen faltarle el respeto a la Iglesia con insufrible frecuencia. Es
algo correlativo.
-Falsificación
de la historia de la Iglesia.
No
nos extraña que el mundo falsifique la historia, y que haga ver que en los
siglos colocados bajo el influjo de la Iglesia no hubo más que oscurantismo y
esclavitud. No nos choca, por ejemplo, que siendo en la Edad Media los monjes
los hombres más cultos, ascéticos y respetados, aparezcan en las películas
como bufones que no piensan más que en comer a dentelladas una pata de cordero,
y que no sirven más que para hacer de estribo al caballero que sube a su
caballo. El principio laico exaltado sobre el anacrónico principio
religioso. Lo que resulta lamentable es que éstos y tantos otros planteamientos
falsos sean aceptados y difundidos por los católicos secularistas, que padecen
sin duda una visión nestoriana de la Iglesia y de su historia, como ya lo vimos
más arriba. Esto les obliga a operar una gran falsificación de la
historia de la Iglesia, creando en los cristianos un profundo malestar hacia
ella -lo hemos visto, por ejemplo, en las celebraciones del V Centenario de la
evangelización de América-. Pero veamos aquí sólamente tres ejemplos.
-1.
La esclavitud. El milenio medieval
cristiano suele ser presentado como una sociedad brutal, de señores y de
esclavos. Hasta que con el Renacimiento, la Ilustración y el Liberalismo,
recuperaron los oprimidos su libertad. Pero la realidad histórica es distinta;
o digamos mejor, contraria. La esclavitud fue común a todos los pueblos
antiguos, por vez primera desapareció de la sociedad en el milenio cristiano
medieval, reapareció tímidamente en el Renacimiento -aún había
cristianismo-, y se multiplicó monstruosamente, en América, en tiempos de la
Ilustración y del Liberalismo. Ofrezco de ello datos y estadísticas en los
Hechos de los apóstoles de América (416-429). Cuatro quintos del total de
esclavos pasados al Nuevo Mundo fueron transportados entre 1700 y mediados del
siglo XIX, cuando ya los políticos no consultaban a los teólogos, como lo hacían
en el XVI. De modo semejante, durante los siglos XVI y XVII hubo todavía escrúpulos
teóricos y numerosas leyes y obras buenas en favor de los indios. Pero a éstos
se les fue oscureciendo el panorama en el XVII, cuando los ministros reales eran
ilustrados y masones. Y en el XIX, cuando el cristianismo no tenía ya influjo
alguno en la política, cuando reinaba el capitalismo salvaje de un liberalismo
sin freno, fueron entonces los mayores atropellos y exterminios de los indios en
América del Norte, y aunque con algo menos de dureza, también en el Centro y
en el Sur (+Hechos de los apóstoles de América 548-549).
-2.
Los laicos. Otra historia falsificada.
Los laicos, al decir de los mundanos y de los cristianos secularistas de hoy, en
la antigüedad y en la edad media no eran nada, y lo más que pretendían era imitar
a los monjes. Es en la época moderna cuando levantan cabeza y, cobrando
conciencia de su vocación y dignidad, llegan a su mayoría de edad... Bien; en
todo lo que se diga hay algo de verdad, pero recordemos: San Pablo decía «sed imitadores
míos, como yo lo soy de Cristo» (1Cor 4,16; 11,1), y lo mismo enseñaba San
Pedro (+1Pe 5,3); y a los que tomaban en serio tales exhortaciones, no les iba
mal en el camino de la santidad.
Pues
bien, de modo semejante, los laicos medievales mejores imitaban a los monjes y
al clero más ejemplar -escaso entonces, por desgracia-, y tampoco les iba
demasiado mal. En la Edad Media, efectivamente, son muchos los santos laicos.
Un reciente estudio «permite contar un 25 % de laicos entre los santos
reconocidos por la Iglesia entre 1198 y 1304, porcentaje que se eleva al 27 %
entre 1303 y 1431)» (Karl Suso Frank, DSp 12,1125, citando a A. Vauchez,
La sainteté en Occident aux derniers siècles du moyen âge, París 1981,
310-315). Eso era cuando los laicos imitaban a los monjes y frailes, y no se
hablaba de «la teología y espiritualidad del laicado», sino del
evangelio y de la ascesis cristiana. ¿Crecerá ahora el número y la proporción
de santos laicos?...
-3. Los
políticos. En lo que se refiere al poder político, suele considerarse que
los gobernantes de la época moderna, ilustrada y liberal, fueron quienes
iniciaron la actividad política entendida como servicio al pueblo. Antes de
ellos sólo habría tiranía y arbitrariedad oscurantista. Ahora bien, si
consideramos el tema sin prejuicios, comprobamos que en la Edad Media, cuando
todavía no se hablaba del «compromiso temporal» y de otros temas semejantes,
hay en las familias reales de la cristiandad europea un número sorprendente de santos
o beatos. Y observamos también que los políticos católicos de los últimos
siglos no muestran, ni de lejos, una ejemplaridad semejante.
Recordaremos
sólamente algunos nombres. En Bohemia, Sta. Ludmila (+920) y su nieto
S.Wenceslao (+935). En Inglaterra, S. Edgar (+975), S. Eduardo (978), S.
Eduardo el Confesor (+1066). En Rusia, S. Wlodimiro (1015). En Noruega,
S. Olaf II (+1030). En Hungría, S. Emerico (+1031), su padre S. Esteban
(+1038), S. Ladislao (+1095), Sta. Isabel (+1231), Sta. Margarita (+1270), Bta.
Inés (+1283). En Germania, el emperador S. Enrique (1024) y su esposa
Sta. Cunegunda (+1033). En Dinamarca, S. Canuto II (+1086). En España,
S. Fernando III (1252). En Francia, su primo S. Luis (+1270) y la hermana
de éste, Bta. Isabel (+1270). En Portugal, Sta. Isabel (+1336). En
Polonia, las beatas Cunegunda (+1292) y Yolanda (+1298), Sta. Eduwigis (+1399).
Y también son muchos los santos o beatos medievales de familias nobles: conde
Gerardo de Aurillac (+999), Teobaldo de Champagne (+1066), S. Jacinto de Polonia
(+1257), Sta. Matilde de Hackeborn (+1299), Sta. Brígida de Suecia (+1373), su
hija Sta. Catalina (+1381), etc. Éste es un dato de gran importancia.
Puede
decirse, pues, que en cada siglo de la Edad Media -a diferencia de la época
actual- hubo varios gobernantes cristianos realmente santos, que pudieron ser
puestos por la Iglesia como ejemplos para el pueblo y para todos los demás príncipes.
Pues
bien, esta perfección de los laicos santos medievales se produce cuando el hogar
cristiano piadoso guarda todavía la debida homogeneidad con el monasterio
y el convento, donde los religiosos tratan de vivir plenamente las normas
del Evangelio. Y no sólo es el hogar: todo el mundo medieval produce muchas formas
de vida -fiestas y lutos, iniciación de caballeros, unción de reyes y reinas,
esponsales y bodas, entierros, gremios y hermandades, diezmos y bendiciones,
campanas y procesiones- sumamente variadasy coloridas, que crean en toda la vida
profana una atmósfera sagrada, de intensa significación religiosa (J.
Huizinga, El otoño de la Edad Media). Por lo demás, si muchas veces los
hijos de reyes y de nobles son entregados a los monasterios para recibir allí
una educación integral, nada tiene de extraño que, al llegar al matrimonio,
formen hogares de ambiente austero y piadoso, con capilla doméstica, y
confesores y preceptores religiosos. Como también es normal que en ocasiones se
retiren a un monasterio al final de sus vidas -que es lo que todavía hizo
Carlos I de España a mediados del XVI-.
Pero
en fin, seguir hablando de estos temas es para los católicos denigrantes del
milenio medieval cristiano y partidarios de la secularización liberal moderna
una verdadera provocación. Es demasiado. Lo dejo, pues. Ya queda dicho.
Admiración
por el mundo secular
El
poderoso movimiento histórico de reconciliación de la Iglesia con el
mundo cumple ya dos o tres siglos de existencia, y en ellos ha tenido diversas
expresiones históricas, políticas y teológicas. La sociedad civil, desde
hace más de un siglo, había sido progresivamente secularizada por la
secularización del poder político. Fue ésta la obra del liberalismo nacido de
la Ilustración. Esta laicización halló una resistencia tenaz en el pueblo
sencillo y en los santos que ahora vamos canonizando, como San Ezequiel Moreno
(+1906), pero terminó por imponerse. El cristianismo protestante, por su
parte, ya estaba por ese tiempo secularizado, también en sus pastores. La
Iglesia católica, quedaba, pues, como el Templo espiritual que, todavía
enhiesto en los países de antigua cristiandad, debía ser abatido. Pues bien,
el empeño para secularizar la Iglesia fue encabezado por el modernismo
en su momento, y se prolongó hace unos pocos decenios en lo que vino a llamarse
teología de la secularización.
Los modernistas
fomentan, por ejemplo, una fuerte desacralización del ministerio
sacerdotal, que no tendría una realidad sacramental de origen, ni debería
entenderse, según ellos, como una actualización de la misión y de la
autoridad apostólica, sino más bien como un función de organización
comunitaria, y que debería desvincularse ya del celibato. Por otra parte,
dicen, todo el régimen de la Iglesia, principalmente en lo disciplinar y dogmático,
«ha de conciliarse por dentro y por fuera con la conciencia moderna» (+1907,
dec. Lamentabili; enc. Pascendi).
En la
primera mitad del siglo XX, la Iglesia supera estos embates, afirmándose en la
Escritura y la tradición, es decir, en la roca de la fe. A los intentos, por
ejemplo, de secularización del sacerdocio ministerial responde con las
grandiosas encíclicas sacerdotales, que constituyen el más alto corpus
doctrinal y espiritual sobre el sacerdocio que ha conocido la Iglesia.
Es
después del concilio Vaticano II cuando el impulso secularizador de la Iglesia
toda, y especialmente, claro está, de sacerdotes y religiosos, cobra una fuerza
renovada. El marco espiritual en el que se produce es el de un verdadero entusiasmo
por el mundo moderno. Y este entusiasmo de los cristianos por el siglo se
produce precisamente cuando en el mundo crece más y más el ateísmo, la
disgregación social, la angustia vital neurótica, el divorcio, la droga, el
aborto, el suicidio; cuando en el mundo desfallece totalmente la filosofía y el
arte; cuando el mundo conoce regímenes y guerras que han producido cientos y
cientos de millones de muertos, como nunca antes en la historia. No hay en esto
paradoja inexplicable, sino íntima relación causal. Allí donde los cristianos
admiran el mundo secular, el mundo se pudre, porque se han podrido los
cristianos.
Hoy
ese entusiasmo está ya muy apagado, y prevalece más bien el desencanto y la
frustración. Por eso para poder evocar lo que fue aquella admiración por el
mundo secular, si no se fue testigo directo, conviene hojear las revistas católicas
de los años 60 y 70. Jacques Maritain en Le Paysan de la Garonne,
concretamente en el título A genoux devant le monde, señaló muy pronto
esa euforia «cristiana» ante el mundo, esa veneración respetuosa hacia lo
secular. Y más recientemente, en 1984, también el cardenal Ratzinger la ha
descrito con gran lucidez (Informe sobre la fe).
En
estos años, los años precisamente de la teología de la secularización, sólo
era posible hablar del mundo en términos positivos. No se podía, por ejemplo,
ni mencionar a la Iglesia militante. ¿Militante contra qué, contra quién?
¿Acaso estamos en guerra? ¿Se pretende quizá que volvamos a creer que
estamos en el mundo como «ovejas entre lobos» (Mt 10,16), que vivimos «en
medio de una generación mala y perversa» (Flp 2,15), y que «el mundo entero
está en poder del Malo» (1Jn 5,19; +Jn 4,5-6)? ¿Quién puede atreverse a hablar
mal del mundo? ¿Quién osa hablar de misiones, afirmando que el
mundo necesita absolutamente de la gracia de Cristo para salvarse? ¡Pero si la
renovación de la Iglesia y su rejuvenecimiento han de venir precisamente
de una mayor asimilación del mundo secular!
Los
secularistas lo ven todo al revés, al revés que la Biblia y la tradición. No
ven que lo nuevo en este mundo, lo único realmente nuevo, es
siempre la Iglesia: Cristo, el Espíritu Santo, el matrimonio monógamo,
sacramental, la Humanæ vitæ, el celibato, el perdón de las ofensas,
toda la tradición de pensamiento y de costumbres cristianas, toda la limpia
alegría de las fiestas populares cristianas; y que cuanto más fiel sea la
Iglesia a su tradición, y más libre se mantenga del mundo secular, será más
hermosa y vital, más creativa y apostólica, más atractiva y fascinante. ¡El
mundo -así ha sido siempre- la necesita libre y santa! Y cuando, repasando la
historia, vemos ciertas manchas en la Iglesia, siempre éstas se explican por excesiva
secularización, contagios del mundo de la época.
Lo
ven todo al revés. Es decir, no ven que lo viejo es el mundo, todo lo
que la Biblia llama «el siglo»: el olvido de Dios y la arrogancia humana, el
consumismo y la fornicación, la poligamia simultánea o sucesiva, la violencia
y la trivialización miserable de la vida, la guerra, la anticoncepción, el
lujo y el aborto, los filósofos completamente perdidos de la verdad, que sólo
difunden dudas y mentiras; todo eso es mundano, secular, viejo, gastado,
indeciblemente repetido, aunque cambien las versiones. ¿Secularizando más -¡más
todavía-! su pensamiento y estilo de vida es como el pueblo cristiano, en sus
diversos estamentos, se va a renovar?
Biblia. La atmósfera mental de la teología de la secularización, con todo su
optimismo hacia el mundo, es diametralmente opuesta a la Escritura. En ésta el
mundo se halla dominado por una fuerza satánica de pecado que tira de él hacia
abajo, y sólamente es Cristo, con su Iglesia, quien puede alzar y dignificar el
mundo, ayudándole a pasar de la mentira a la verdad, de la muerte a la vida,
del pecado a la gracia, de la esclavitud a la libertad. Esta visión puede
fundamentarse en cientos y cientos de textos de la Escritura, sumamente explícitos,
mientras que la teología de la secularización apenas hallará uno, y mal
interpretado, para fundamentar en la Escritura sus eufóricas consideraciones
sobre lo secular. Los secularistas admiradores de este mundo ¿creerán que a
las torvas afirmaciones de la Escritura -«el mundo entero está bajo el poder
del Malo» (1Jn 5,19)- preferiremos sus encendidas elegías teilhardianas, ésas
que ellos consideran más positivas, y más apreciadoras de la obra de
la creación? Se equivocan. Pensamos seguir obstinadamente aferrados a la
visión bíblica y tradicional. Es la verdad de Cristo.
Tradición. Y si nos asomamos a la tradición de
los Padres hallamos lo mismo. Para ellos, por ejemplo, para el alejandrino
Clemente (+214?), un converso que conocía bien el mundo, la vida sagrada en el
Evangelio es la perenne juventud de la humanidad (Pedagogo I,15-2),
y la Iglesia es por eso el pueblo nuevo, el pueblo joven (I,14,5;
19,4), en tanto que la vida mundana y secular es lo viejo, lo
tremendamente gastado, más aún, como él dice, «la antigua locura»
(I,20,2).
Los
santos, otro lugar teológico
fundamental. Los santos, los únicos que alcanzan a ver bien el mundo en su
verdadera realidad, porque lo ven por los ojos de Cristo, es decir, tal como lo
ve Dios, se quedan espantados al ver el mundo: lo que la gente piensa, lo que
hace, lo que pretende, lo que olvida, lo que siente, lo que instituye y legisla,
aquello para lo que la gente tiene tiempo, interés, dinero, y aquello para lo
que no tiene nada de eso. Viendo el mundo secular tienen la impresión, muy bien
fundada, de que están todos locos. Y de que son además locos
peligrosos.
A
Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, el mundo entero le parecía una farsa de
locos, en la que ella misma había vivido enredada tanto tiempo. Pensando en
su vida antigua, «ve que es grandísima mentira, y que todos andamos en ella»
(Vida 20,26). Desengañada del engaño generalizado entre
los hijos del siglo, «ríese de sí, del tiempo en que tenía en algo los
dineros y la codicia de ellos» (20,27). Y volviendo los ojos a los que todavía
están sumergidos en la mentira y el desamor, se lamenta: «No hay ya quien
viva, viendo por vista de ojos el gran engaño en que andamos y la ceguera que
traemos» (21,4). Ella, que era tan sociable y amistosa, sentía a veces como
casi insoportable la vanidad del mundo: «¡Oh, qué es un alma que se ve
aquí [en esta contemplación de la verdad de Dios y del mundo] haber de tornar
a tratar con todos, a mirar y ver esta farsa de esta vida tan mal concertada»
(21,6). Como en los hombres mundanos la razón «está ciega, quedan como locos
que buscan la muerte... ¡Oh, ceguedad tan grande, Dios mío!; ¡oh qué
incurable locura, que sirvamos al demonio con lo que nos dais Vos, Dios mío!»
(Exclamaciones 12).
Cuando
los cristianos hablamos al mundo con este lenguaje, pueden suceder dos cosas:
que el mundo crea y se convierta, o que el mundo nos rechace y nos persiga. En
todo caso, ciertamente, no se quedará indiferente, como cuando le hablan los
secularistas. Es decir, con los tradicionales prosigue la eterna aventura de la
evangelización; con los de la secularización en cambio no. Cuando los
atenienses escucharon la predicación de San Pablo, «unos creyeron lo que les
decía, y otros rehusaron creer» (Hch 28,24). Normal.
Conviene,
en fin, ver claramente que el optimismo secularista sobre el mundo no es
sino una variante del pelagianismo. En efecto, si el pelagiano no cree en un
pecado original que enferme al hombre, y que sea insuperable para el hombre,
tampoco cree en un pecado del mundo, que no pueda ser superado por las
mismas fuerzas del mundo secular. En este sentido la teología secularista no
quiere dramatismos en la consideración del mundo presente. Ella ve el
mundo no como un lugar de perdición, sino más bien, como un campo
neutro, en el que si no faltan los males, tampoco faltan los bienes, que en sí
mismos tienen fuerza para ir venciendo los males: «hay que ser optimistas».
Dentro de la misma lógica, ve también con gran optimismo la virtualidad salvífica
de las religiones no cristianas, algunas de las cuales, al menos en determinados
países, tendrían mayor poder de salvación que el mismo cristianismo.
Todo lo cual suele ser dicho con hermosas y persuasivas palabras, que con
humildad y esperanza aparentes, cantan la bondad de Dios que, desde la encarnación
de Cristo -precisan los secularistas más piadosos-, está actuando ya en toda
la creacción.
De
todo lo cual, lamentablemente, no estaban enterados ni Cristo ni los Apóstoles,
sujetos todavía a una visión soteriológica sumamente negativa: «Id a todo
el mundo, y predicad el Evangelio a toda criatura; el que crea... el
que no crea...» (Mc 16,15-16). De cuántos trabajos se habrían librado los Apóstoles
si hubieran conocido esa teología nueva... San Pablo, por ejemplo, les
decía a los cristianos -y el pobre lo decía convencido- que anteriormente
todos habían estado muertos, sujetos al pecado y al Demonio; pero que ahora,
por Cristo, habían sido liberados. Y eso mismo que decía a los efesios
(2,1-6) o a los gálatas y romanos, lo decía incluso a los judíos, sus
hermanos, que habían estado auxiliados nada menos que por la excelsa
religiosidad de la Antigua Alianza, establecida por el mismo Dios vivo y
verdadero. Y por supuesto diría, entonces y hoy, lo mismo a esos hindúes y
budistas, animistas y ecologistas, tan admirados hoy por aquellos misioneros que
han secularizado su misión.
Si
guardamos respeto a la verdad, no podemos menos de reconocer que hoy la visión
pelagiana, en estos temas, está bastante más extendida que la fe católica.
Dudando
de Cristo Salvador
San
Pedro, ante el Sanedrín, confiesa su fe en el nombre de Jesús, el único
Salvador del mundo: «En ningún otro hay salvación, pues ningún otro nombre
nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, al que debamos invocar para
salvarnos» (Hch 4,12). Ésta es la convicción unánime de la Escritura, los
Padres, la Liturgia: ésta es la fe de la Iglesia. Pero algunos hoy no tienen
esto tan claro...
La
revista «30Días» informó recientemente sobre la cuestión (marzo y junio
1989). Paul F. Knitter, ex misionero verbita norteamericano, pone en duda esa unicidad
de Cristo Salvador (No other name?, y con J. Hick, The Myth of
Christian Uniqueness, Toward a Pluralistic Theology of Religions; ambos
libros publicados por Orbis Press, de Maryknoll, New York 1985 y 1987). «La
promesa fundamental del pluralismo unitivo es que todas las religiones son, o
pueden ser, igualmente válidas... Esto, sin embargo, abre la posibilidad de que
Jesucristo sea uno de tantos en el mundo de los salvadores y reveladores.
Un reconocimiento de este tipo es inadmisible para los cristianos. ¿O lo es?»...
También el jesuita indio, Michael Amaladoss, uno de los cuatro asistentes
generales de la Compañía de Jesús, se hace la misma pregunta: «En el actual
contexto de pluralismo religioso ¿tiene aún sentido proclamar a Cristo como el
único nombre en el que todos hallan la salvación e invitar a todos los hombres
a convertirse en sus discípulos?» (Vidyajyoti, 1985). Raimundo
Pannikar, nacido de padre indio y madre española, lo tiene más claro (The
unknown Christ of Hinduism): Jesús de Nazaret es único, pero el
Cristo-Logos, que es superior, puede aparecer de distintas formas, todas ellas
reales, en otras religiones y figuras históricas.
Si el
mundo no es tan malo como decían Cristo y los apóstoles y la tradición
cristiana, si más bien es un campo neutro en el que las propias fuerzas humanas
pueden ir produciendo salvación; o bien, si el mundo es malo, pero puede
obtener la salvación del Cristo cristiano tanto como del Cristo budista
o de otras religiones ¿en qué queda la acción misionera de la Iglesia? La
respuesta es clara: una especie de evangelización secularizada cambiará
la predicación de la fe en Cristo por la promoción social de la justicia y el
fomento de los valores humanos universales. Ya veíamos esta orientación
al considerar el fondo pelagiano de la teología de la secularización.
Hoy
en el mundo, mientras que cada año el budismo crece un 10 por ciento, el
hinduismo un 13, y el Islam un 16 por ciento, el cristianismo crece el 1,5 por
ciento -porcentaje inferior al aumento anual de la población mundial-... Después
de ese colosal impulso misionero iniciado en el siglo XVI, que en el XIX se
renueva en un formidable despliegue, ¿cómo ha podido llegar la Iglesia a una
cuasi paralización de su expansión misionera? ¿Cómo explicar esta brusca
disminución de conversiones? Sería bueno preguntarlo, por ejemplo, a los teólogos
de la secularización, tan distantes de los planteamientos bíblicos y
tradicionales de la Iglesia, tan admiradores del mundo secular, y tan
respetuosos ante las virtualidades salvíficas de las religiones no cristianas.
Aunque quizá ellos nos remitieran al teólogo jesuita Karl Rahner. De su
cristología, sumamente ambigua, y de su teoría de los cristianos anónimos,
pueden derivarse perfectamente, en formas radicalizadas, los escritos antes
aludidos que ponen en duda o niegan la unicidad de la salvación por Cristo y
por su Iglesia.
En
efecto, el «suicidio de la misión», como dice Juan Bautista Mondin, comienza
al final de los años sesenta, en la teoría con la teología de los
cristianos anónimos de Rahner, que trae consigo una reformulación de la función
salvífica de las religiones no cristianas, y en la práctica con la
sustitución de la evangelización por la humanización y la promoción social.
Entendámonos: sigue habiendo, por supuesto, muchos misioneros bíblicos y
tradicionales, que perseveran en el anuncio de Cristo Salvador, uniendo su
ministerio muchas veces -como se ha hecho siempre en las misiones católicas-con
una labor de asistencia y promoción. Pero son muchos los misioneros que
abandonaron más o menos la misión evangelizadora: ya no centran su actividad
en la lucha contra el pecado, sino contra las consecuencias del pecado. De
hecho, como dice Juan Pablo II, «la misión específica ad gentes parece
que se va parando, y no ciertamente en sintonía con las indicaciones del
concilio y del magisterio posterior» (Redemptoris missio 2, 1990). «Es
signo de una crisis de fe» (ib.).
Nunca
la Iglesia ha desconocido, tampoco en tiempos de los apóstoles, que «en
cualquier nación, el que teme a Dios y practica la justicia, le es grato» (Hch
10,35). Nunca la Iglesia ha dudado de la posible «salvación de los infieles»,
consciente, eso sí, de que todos los que se salvan se salvan por Jesucristo y
por mediación, visible o invisible, de su Iglesia, «sacramento universal de
salvación», que diariamente ofrece en la eucaristía la sangre de Cristo, «por
vosotros [los cristianos] y por todos los hombres». No está aquí la
cuestión. El problema surge cuando se ve en Cristo y en su Iglesia categorías
salvíficas transcendentales, que admiten realizaciones históricas
diversas, en las distintas religiones. Aunque, para ser exactos, más que un
problema eso es, simplemente, el abandono de la fe cristiana.
«No
hay otro nombre...», afirma San Pedro. Y lo reafirma hoy con singular fuerza
Juan Pablo II, su actual sucesor (Redemptoris missio 4-11). Es la verdad
que proclama San Pablo, haciendo un eco del Shema de Israel (Dt 6,4),
cuando afirma: «Aunque algunos sean llamados dioses, ya en el cielo, ya
en la tierra [el césar, por ejemplo] -y de hecho hay numerosos dioses y
numerosos señores-, para nosotros no hay más que un Dios Padre,
de quien procede el universo y a quien estamos destinados nosotros, y un solo
Señor, Jesucristo, por quien existe el universo y por quien existimos
nosotros» (1Cor 8,5-6).