Introducción
Hace veinticinco años
Hace unos veinticinco años, en torno al 1970, es decir, poco
después del concilio Vaticano II, se produjo en amplios sectores de la Iglesia
un cambio brusco de dirección y de estilo de vida. Si antes, en las
relaciones Iglesia-mundo, predominaba el contraste, incluso el
enfrentamiento, entonces iba a inaugurarse una época nueva de conciliación.
Si la tradición católica, por ejemplo, había dibujado al paso de los siglos
una figura de sacerdote y de religioso distinta de los hombres seculares,
se imponía ya un cambio de clave ideológica y espiritual, que diera la primacía
a una asimilación sin miedos de la secularidad... En realidad ese cambio
venía gestándose hace siglos, desde el Renacimiento y la Reforma protestante,
y más concretaAmente desde la Ilustración, el liberalismo y el modernismo...
Ahora tomó el nombre de «teología de la secularización».
Con ese nombre, por supuesto, hubo obras teológicas buenas, o
al menos discutibles en sus matices o aplicaciones. Aquí yo, al referirme a la
teología de la secularización o a las tendencias secularizadoras de la Iglesia
y de su liturgia, de la moral y de las misiones, del sacerdocio o de la vida
religiosa, etc., aludiré, como fácilmente se entenderá por el contexto, no a
aquella teología de la secularización conciliable con la doctrina y la tradición
de la Iglesia, sino a la que no lo es. Es como cuando se combate la teología de
la liberación: no se impugna aquella que es perfectamente conforme con la
doctrina social de la Iglesia, sino aquella otra que enseña otra
doctrina social, otra distinta.
Por aquellos años el Magisterio apostólico, Pablo VI
concretamente, enfrentó con gran energía esa tendencia secularizadora.
Unos pocos teólogos quisieron con él reafirmar la tradición espiritual de la
Iglesia, contraria a la secularización. Pero uno y otros fueron barridos por el
impulso que entonces se consideraba como renovador. No había entonces posibilidad
psicológica para una evaluación crítica de la secularización, ni para
una reflexión serena sobre la teología y espiritualidad de lo sagrado.
Así las cosas, cuando yo estudio ahora la teoría de la
presencia sagrada del cristianismo en un mundo secularizado, no podré menos
de regresar a los puntos de referencia favorables o contrarios producidos
en aquel debate de hace veinte años: Chenu, Congar, Pablo VI, Rahner... ¿Habrá
hoy alguna posibilidad de impugnar la secularización y de hacer un
elogio de lo sagrado?
Merece la pena intentarlo.
Lo tradicional
La Iglesia vive de la Biblia y de la Tradición. Como
dice el Vaticano II, «ambas se han de recibir y respetar con el mismo espíritu
de devoción» (DV 9). En este sentido, en una Iglesia sana, fuerte y católica,
los términos bíblico y tradicional son calificativos que gozan
de un prestigio igual y máximo. Por el contrario, una Iglesia en la que el término
tradicional -moral tradicional, espiritualidad tradicional del
sacerdocio, las misiones tradicionales, la teología tradicional, etc.- adquiere
una tonalidad despectiva, peyorativa, es una iglesia gravemente enferma, tan
enferma como si en ella se monospreciara lo bíblico. Después de todo la
Biblia nace de la Tradición -quod traditum est (+1Cor 11,23)-, y sin la
luz de ésta, aquélla no nos valdría para nada.
La Iglesia, en efecto, es conducida por el Espíritu de Dios
«hacia la verdad completa» (Jn 16,13). Y sólo Él, tanto en pensamientos como
en costumbres, es «quien da el crecimiento» (1Cor 3,7). Ahora bien, el Espíritu
divino es fiel a sus propios dones (Rm 11,29). Y esto hace que la Iglesia, al
paso de los siglos, vaya creciendo, como un árbol, siempre fiel a sí misma.
No se trata de una repetición siempre igual de lo antiguo, no. Se trata,
como en todo crecimiento biológico, de un desarrollo homogéneo. Hay una coherencia
total en la expansión vital de un árbol, desde las raíces y el primer
esqueje, hasta la frondosidad de hojas y frutos sostenidos por grandes ramas.
Según esto, fuera de la orientación bíblica y tradicional,
asegurada siempre por el Magisterio apostólico (DV 10), ningún desarrollo teológico
o espiritual es válido. No puede ser católico, será una gnosis, una
ideología. Es impensable, pues, una creatividad positiva al margen o en contra
de la tradición eclesial, pues sería falsa, y cerrada por tanto a la acción
del Dios que da el crecimiento, que es un Dios que «santifica en la verdad» (Jn
17,17).
En realidad apenas nadie habla ya de teología de la
secularización. El mismo término de secularización -que es equívoco y
equivocado, como veremos-, ya hoy no se emplea sino en su sentido obviamente
peyorativo. Es éste, por ejemplo, el sentido con que alude Juan Pablo II a «aquellas
sociedades donde prevalece el clima de secularización, con el que el espíritu
de este mundo obstaculiza la acción del Espíritu Santo» (A presidentes
Conf. episcopales Europa, 1-12-1992).
¿Tiene entonces alguna utilidad volver a analizar una discusión
ya en buena medida pasada? Creo que sí, porque si el debate como tal ya es cosa
pasada -la mayor parte de la bibliografía que cito es de hace veinte años-,
sus efectos secularizantes están plenamente vigentes. Y porque no saldremos de
las miserias de la secularización como no sea reafirmando en la Iglesia -en
teología y espiritualidad, en liturgia y ascesis, en pastoral y misiones, en la
vida del laicado, del sacerdocio y de los religiosos- la orientación bíblica y
tradicional. Sólamente el Espíritu Santo puede dar vida, y Él mueve y da
crecimiento únicamente en esa tradición bíblica.
Lo sagrado
cristiano en el mundo secular
1
Lo sagrado
cristiano
Una terminología ambigua
Hay que señalar, antes que nada, que el vocabulario de lo
sagrado, incluso en el interior de la teología católica, padece una semántica
variable y sumamente escurridiza. Autores, por ejemplo, que usan términos como Dios,
pecado, sacrificio en su acepción cristiana, sin previo aviso
usan de pronto el vocablo sagrado en su acepción pagana o judía, o
incluso en su sentido pseudoreligioso más precario.
Así se produce la paradoja de que teólogos que admiten la
vigencia de lo sagrado en el cristianismo -los sacramentos, por ejemplo-, en un
momento dado declaran que «Jesucristo borró decididamente toda línea de
división entre el supuesto sagrado y el pretendido profano, y eso
lo mismo tratándose de personas que de lugares o cosas» (Congar, Situación
479). ¿Será posible?... En efecto: «por este culto que él inaugura, Jesús
sobrepasa toda religión, superando la escisión entre sagrado y profano» (Manaranche,
Al servicio 33). Así pues, «la realidad cristiana transciende las
categorías de lo sagrado y lo profano» (Thils, Cristianismo 68). «Lo
sagrado ha de buscarse en lo interior», no en las exterioridades (Martimort, Le
sens 53ss). Nada menos que Congar, Manaranche, Thils, Martimort diciendo
tales barbaridades... ¿Qué entienden, pues, por lo sagrado cristiano?
¿Tamañas aserciones expresan con claridad el pensamiento de los mismos que las
dicen?...
Por otra parte, una cierta literatura piadosa, o profana a
veces también, sobre todo en la poesía, puede calificar de sagrado casi todo
-algo semejante ocurre con el calificativo de divino-. Se dirá también
que los derechos del hombre son sagrados. «Lo sagrado se hace entonces
como un refugio de todo lo que se desearía colocar de una vez por todas al
abrigo de la crítica, del abuso, o simplemente del cambio» (Audet, Le sacré
48). Pero ¿eso es realmente lo sagrado en el cristianismo?
No debemos descorazonarnos por estas dificultades terminológicas.
Otros términos de profunda significación cristiana, amor, sacrificio
y tantos más, sufren la misma polivalencia semántica, sin que por eso
prescindamos de ellos por equívocos. Más equívocos vendrían si, absteniéndonos
de su uso, tomáramos otras palabras en su lugar.
Por lo demás, la consideración filológica del vocabulario
de lo sagrado no nos proporciona grandes luces para la teología. «Unos se
aferran al sentido latino: sacer, inviolable; otros se remontan hasta la
primitiva significación griega: hiérax, que tiene un contenido
arreligioso, antes de que nazca la palabra hierós; otros, en fin,
definen lo sagrado en función de lo profano, profanum, vestíbulo del
santuario. Nos parece peligroso limitarnos a la dimensión semántica. Pensemos
por ejemplo en la palabra leitourgía: en el griego preclásico liturgia
significa trabajos públicos, servicio del Estado» (Grand’Maison, Le monde
25). Nuestra cuestión es de re, non de verbis.
Lo sagrado natural
Cuando hace un siglo se iniciaron las investigaciones sobre la
fenomenología de lo religioso, tuvieron especial importancia los estudios de E.
Durkheim (1858-1917), en los cuales se marcaba una honda separación entre lo
sagrado y lo profano.
Para él «no existe en la historia del pensamiento humano
otro ejemplo de dos categorías de cosas tan profundamente diferenciadas, tan
radicalmente opuestas la una de la otra», como las de profano y sagrado (Les
formes 53). Se trata de dos mundos distintos. «No puede decirse, sin
embargo, que un ser no pueda jamás pasar de uno de estos mundos al otro: pero
la manera en que se produce este paso, cuando sucede, pone en evidencia la
dualidad esencial de los dos reinos. Implica, en efecto, una verdadera
metamorfosis» (54). Las ceremonias de iniciación y de consagración
ilustrarían tales asertos. «Esta heterogeneidad es incluso tal que degenera
frecuentemente en un verdadero antagonismo. Los dos mundos no se conciben
solamente como separados, sino como hostiles y celosamente rivales el uno del
otro» (54).
Esta primera visión de lo sagrado apenas sería hoy
admisible, por simplista. Lo que sí parece indudable es que en la constitución
de lo sagrado la iniciativa libre de Dios, la hierofanía, es
ciertamente decisiva. Por ella, cualquier ser creado -árbol o piedra, persona o
artificio ritual- puede llegar a ser hierofánico. Los santuarios, los lugares
santos, por ejemplo, «no se eligen, sino que sólo pueden encontrarse»
(Van der Leeuw, Fenomenología 384). Son los dioses quienes constituyen
una sacralidad por una intervención libre y muchas veces no esperada. De otro
modo lo sagrado no tendría mana, estaría desvirtuado de poder,
sería creación humana. La hierofanía, situada quizá en los orígenes míticos
de la tribu y transmitida después por la tradición popular, se halla siempre
en el principio de la realidad sagrada, que entonces se manifestó como
tal, y en cuya realidad creen los fieles.
«Para denominar el acto de esa manifestación de lo sagrado
-escribe Mircea Eliade- hemos propuesto el término hierofanía, que es cómodo,
puesto que no implica ninguna precisión suplementaria: no expresa más que lo
que está implícito en su contenido etimológico, es decir, que algo sagrado se
nos muestra». Y en este sentido puede decirse que «de la hierofanía más
elemental -por ejemplo, la manifestación de lo sagrado en un objeto cualquiera,
una piedra o un árbol- hasta la hierofanía suprema, que es para un cristiano
la encarnación de Dios en Jesucristo, no existe solución de continuidad. Se
trata siempre del mismo acto misterioso: la manifestación de algo
"completamente diferente", de una realidad que no pertenece a nuestro
mundo, en objetos que forman parte integrante de nuestro mundo
"natural", "profano"» (Lo sagrado 19).
Este sentido de lo sagrado, mucho más profundo que el de
Durkheim, hace entender las hierofanías de las religiones naturales como «tentativas
desesperadas de prefigurar el misterio de la encarnación» (Eliade, Tratado
41). Y quita, incluso en las religiosidades naturales, ese abismo infranqueable
entre lo sacro y lo profano. Lo que ocurre en verdad es que «al manifestar lo
sagrado, un objeto cualquiera se convierte en otra cosa sin dejar de ser él
mismo, pues continúa participando del medio cósmico circundante. Una
piedra sagrada sigue siendo una piedra; aparentemente nada la distingue
de las demás piedras. Por el contrario, para quienes aquella piedra se revela
como sagrada, su realidad inmediata se transmuta en realidad sobrenatural» (Lo
sagrado 20).
Por lo demás, es claro que no puede hablarse de lo
sagrado-natural en un sentido unívoco. Por eso, con Grand’Maison,
distinguiremos en lo sagrado al menos tres especies fundamentales: «Cuando lo
profano, respetado en sí mismo, es religado por el hombre a Dios en un sentido
de sumisión y de acción de gracias, se trata de un sagrado auténticamente religioso;
en tanto que el sagrado mágico utiliza el más allá sin respetar lo
profano, y el sagrado tabú huye del más allá por temor a perder la
seguridad de la vida profana ordinaria» (Le monde 105).
Nos contentaremos con estas someras aproximaciones, que son
suficientes para mostrarnos el punto de engarce de las sacralidades propias de
la religiosidad natural y de la sacralidad cristiana en Cristo. Bouyer mostró
bien cómo «la Encarnación no borrará, no hará inútil o caída en desuso,
esta categoría primitiva de lo sagrado» (Le rite 22):
«La Encarnación no va, pues, a llevarnos a una desaparición
de la sacralidad natural, sino a su metamorfosis. Esta sacralidad, a pesar de
todas las insuficiencias e incluso de sus deformaciones, permanece en el hombre
como la piedra receptiva de la Encarnación. Eliminarla equivaldría a hacer
imposible la Encarnación, cerrando en el hombre toda vía de acceso para el
mismo Dios. Y así como la Encarnación no tendría sentido para nosotros si se
hiciera en una carne distinta de la nuestra, así la nueva sacralidad que de
ella resulta no podría sernos accesible si no se abriera paso hacia nosotros a
través de los canales mantenidos por la sacralidad de siempre» (23-24).
Para la teología cristiana es tan inadmisible concebir un
sagrado absolutamente extraño al hombre -sin forma natural-, como negar en
absoluto la categoría de lo sagrado en el cristianismo, alegando que toda
realidad debe ser asumida en la sacralidad de la Encarnación. «El primer
error, sigue diciendo Bouyer, equivale a querer que la carne de la Encarnación
cae del cielo, lo que supone negar de hecho la realidad de la Encarnación. El
segundo equivale a confundir la carne del Salvador con cualquier otra carne
indistintamente, lo que, a fin de cuentas, no es sino otra manera de negar que
Él tenga una que sea la suya» (24).
Lo sagrado judío
En Israel lo sagrado viene siempre instituído por el mismo
Yavé. Recordemos, por ejemplo, el libro del Levítico. Son sagradas ciertas
criaturas, lugares o personas, escrituras o ritos, especialmente elegidas por
Yavé en orden a la santificación de los hombres y a Su propio culto. Y como en
el sagrado-natural, también en el sagrado-judío hay diversos niveles de
sacralidad, fundados siempre en elecciones de Dios perfectamente libres.
Según esto, el pueblo de Israel es sagrado entre todos los pueblos, pues el Señor
se lo ha consagrado para Sí mismo (Ex 19,5-6.24). Y dentro de Israel, el linaje
sacerdotal está revestido por Dios de una sacralidad particularmente intensa,
es decir, ha recibido una destinación especial a la santificación y al culto.
Una comprensión carnal de estos misterios llevó a que muchos
judíos entendieran su elección como una consagración-exclusiva, por la
que los demás pueblos quedaban ajenos a la bendición divina. Algunas
prescripciones de la Ley, siendo puramente pedagógicas, como la prohibición de
matrimonios con extranjeros, pudieron dar ocasión a este error, cuyo origen
verdadero está no en la Ley mosaica sino en la soberbia del judío carnal. En
realidad, la Escritura muestra claramente desde el principio que la elección
del pueblo de Israel fundamenta una consagración-difusiva, ya que en él
han de ser «bendecidas todas las familias de la tierra» (Gén 12,3).
El mundo, por lo demás, es para los judíos un signo
de la gloria de Dios, pero no es sagrado. Y si la pedagogía de la Ley distingue
entre criaturas puras e impuras (Lev 10,10-11; Ez 22,26; 44,23), no quedará
después de Cristo huella alguna de esta distinción. El tiempo religioso
de Israel no transcurre de modo homogéneo, sino que algunas fiestas, como la
Pascua, y especialmente el día del sábado, tienen una especial sacralidad por
institución divina. Y en fin, por lo que se refiere a los lugares sagrados,
apreciamos también aquí dentro de Israel un régimen de círculos concéntricos,
de menor a mayor sacralidad. Todo el espacio dado por Dios a Israel es tierra
santa (+2Mac 1,7), pero Jerusalén posee una sacralidad especial (Sal 84), y
dentro de la ciudad santa, el Templo, con un límite infranqueable «aún» para
los gentiles (+Is 56,7); y está luego el atrio de las mujeres, el de los judíos
después, el Santo, y finalmente el Santo de los Santos, donde sólamente el
Sumo Sacerdote puede entrar y únicamente en el gran día de la expiación (Lev
16,2). El Nuevo Testamento verá en estas prescripciones un signo de la
imperfección de la Antigua Alianza (+Heb 9,7-10).
Lo sagrado cristiano
Jesucristo deja atrás todo el orden sacral de la Ley
antigua. Él subraya la interioridad fundamental de la santidad, que no ha
de limitarse a exterioridades rituales. Por eso trata con samaritanos,
publicanos y pecadores, y anuncia, con escándalo de sus oyentes, la difusión
de la elección de Israel a todos los pueblos (Lc 4,25-27). El Templo de Jerusalén
ha terminado ya su función cultual y salvífica, y ahora el templo es Él mismo
(Jn 4,21ss; 2,21; Mc 14,58). Ya no valen los antiguos sacrificios, que
antes prefiguraban la Cruz del Calvario. Tampoco vale la Ley: Él mismo es la
Ley y el Sacrificio, como también es Señor del sábado. Todas las cosas son
puras, ninguna es impura por sí misma, y la impureza no está sino en el corazón
mismo del hombre (Mt 15,1-20; Hch 10,15; Rm 14,14.20).
Cristo establece un orden nuevo de sacralidades,
derogando ya las sacralidades mosaicas, que no eran sino prefiguraciones y
anuncios de las sacralidades cristianas. En la Iglesia, el nuevo Israel, Dios es
Santo, no es sagrado. Jesucristo es sagrado, y más
precisamente su humanidad. Si entendemos por sagrada aquella criatura que Dios
ha elegido y ungido para obrar por ella la santificación; si la sacralidad es
una mediación para el encuentro seguro con Dios, Cristo en la Nueva Alianza
asume en plenitud la condición de Sagrado: «ho Khristòs toù Theoû ho
eklektós» (Lc 23,35), siendo al mismo tiempo el Santo (hágios)
(1,35).
Y en Cristo todo el pueblo cristiano forma un pueblo
santo y sagrado, Templo del Espíritu (1Cor 3,16; 6,19; 2Cor 6,16; Ef 2,20;
4,12-16), comunidad santa, elegida, pura, inmaculada (Flp 2,15; Ef 1,4; 5,27;
Col 1,22), sacerdocio santo y real (1Pe 2,5.9; Apoc 1,6; 5,10). Todos los
cristianos, personal y comunitariamente, han sido sellados por el Espíritu
(2Cor 1,21; Ef 1,13), han sido ofrecidos en culto sacrificial permanente (Rm
12,1; Heb 13,15). Como dice San Juan, «no todos son de los nuestros; pero
vosotros tenéis la unción del Santo (khrísma toù Hagíou)» (1Jn
2,20). En realidad, como observa Vielmetti, «nos movemos siempre en el ámbito
de una terminología sagrada» (Presupposti 91).
Existe, pues, una sacralidad cristiana genuina, que
como veremos en seguida con más detalle, admite grados diversos, afecta
a personas, lugares y fiestas, y está siempre en función de la humanidad de
Jesucristo, la Sacralidad fontal cristiana. Ella hace de la Iglesia -sacerdocio
ministerial y pueblo sagrado, sagradas Escrituras y sacramentos- el sacramento
universal para la salvación de todos los pueblos.
Es cierto que la terminología de lo «sagrado» tiene un
escaso desarrollo explícito en el Nuevo Testamento; pero por eso no se
establece un cristianismo puramente interior. También es infrecuente en los
escritos del Nuevo Testamento el vocabulario explícitamente «sacerdotal».
Pero, como ya lo han explicado diversos autores, era necesario en un principio
evitar que esos términos sacerdotales, sacrificales y sacrales fueran
entendidos según claves paganas o judías, que ocultaran la originalidad del
sentido cristiano nuevo (Colson, Les fonctions 165; Guerra, Problemática
13-19). El uso habitual de la terminología de lo sagrado y del sacerdocio se
producirá tempranamente con los Padres, y llegará en forma continua hasta
nuestros días, como podremos ver concretamente en el concilio Vaticano II.
No es aceptable tampoco aducir aquí textos como el de Juan
4,21-24: «en adelante adorarán al Padre en espíritu y en verdad» para
eliminar toda sacralidad en el cristianismo. Como ya hace siglos observaba
Maldonado en su comentario a este texto, los mismos calvinistas, cantando salmos
en sus templos, no parecían totalmente convencidos de la absoluta interioridad
del culto cristiano. Y hoy día no pocos autores protestantes, como J. Marsh (Saint
John, 218), admiten con los escrituristas católicos que en esos textos no
se fundamenta un culto cristiano exclusivamente interior, y por tanto no
sagrado.
Lo sagrado en el concilio Vaticano II
No puedo hacer aquí un amplio estudio histórico de lo
sagrado en la historia de la Iglesia, aunque a lo largo del presente
estudio, podrán verse muchos datos de Padres y de Concilios. Puedo afirmar,
simplemente, que la tradición católica ha mantenido siempre vigente la
categoría cristiana de lo sagrado tanto en la teología como en la
espiritualidad o el derecho canónico. Concretamente, el concilio Vaticano II
usa con gran frecuencia la terminología cristiana de lo sagrado, y lo hace
siempre en un sentido tradicional, recibido en la Iglesia. El gran ímpetu
de la teología de la secularización es postconciliar, pero no tiene
nada de conciliar, desde luego. Fijémonos, por ejemplo, en la constitución
Lumen gentium.
En ese documento el adjetivo sacer se aplica a diversas
criaturas intraeclesiales: la sagrada Escritura (14a, 15, 24a, 55), la sagrada
liturgia (50d), y también el culto (50d), el bautismo (42a), la unción (7b),
la eucaristía (11b), la asamblea eucarística (15, 33b), la comunión (11a), la
comunidad cristiana sacerdotal (11a), son calificados de sagrados. También se
aplica este calificativo de sagrado a todo lo referente al sacerdocio: así el
orden (11b, 20c, 26c, 28a, 31ab), el ministerio (13c, 21b, 31b, 32d), los
ministros (32c, 35d), la potestad sacerdotal (10b, 18a), el oficio presbiteral
(28a, 35d), y pasando a los obispos, los pastores sagrados (30, 37abc), el carácter
(21b), el ministerio (26a), la potestad (27a), el oficio (37a), el derecho de
regir (27a). También se dicen sagrados el Concilio (1a, 18b, 20c, 54a, 67), y
en los religiosos, sus votos o vínculos (44a).
El substantivo consecratio se dice de los religiosos
(44a, 46b), y cuatro veces de los obispos (21b, 22a, 28a). El verbo consecrari
se aplica a los bautizados (10a), al religioso (44a, 45c) y a la consagración
del mundo (34b). El verbo sacrare se dice del obispo (20c), del bautizado
(44a), de la integridad virginal de María (57).
Y un uso terminológico análogo encontramos en los demás
documentos conciliares. Después de varios decenios de secularización
vigente, ya casi ni recordamos la intensa frecuencia de la terminología sacral
empleada, siguiendo la tradición, en el pasado Concilio Vaticano II. Un
ejemplo: «En el sagrado rito de la ordenación el Obispo amonesta a los
presbíteros que sean "maduros en la ciencia"... Pero la ciencia del
ministro sagrado debe ser sagrada, porque se toma de fuente sagrada
y a fin sagrado se ordena. Así, pues, sácase primeramente de la lectura
y meditación de la Sagrada Escritura», etc. (PO 19a).
Con todo esto ¿podrá decirse con verdad que la impugnación
secularizadora de lo sagrado cristiano es conforme a la tradición católica, y
concretamente al concilio Vaticano II? Si en el cristianismo «carece de sentido»
hablar de «sagrado», ¿habrá que pensar que el Vaticano II emplea con tanta
frecuencia palabras sin sentido, por pura inercia histórica? Más aún ¿habrá
que pensar que el Vaticano II o el Código de Derecho Canónico (1983) -que
habla de ministros sagrados, estudios sagrados, imágenes sagradas,
lugares sagrados, tiempos sagrados, etc. (cc.232ss, 279,
1186ss, 1205ss, 1244ss-, no saben qué entienden
exactamente por sagrado, o usan todavía en la terminología sacral unas
categorías mentales y verbales inconciliables con la genuina realidad del
misterio cristiano en este mundo?
¿No habrá que pensar, más bien, que la teología de la
secularización tiene muchos aspectos inconciliables con la enseñanza bíblica
y tradicional de la Iglesia?
Teología de lo sagrado
El uso tan frecuente de la categoría de lo sagrado en la
tradición de la Iglesia nos permite dar una definición teológica,
suficientemente segura, de lo sagrado cristiano.
-Lo sagrado es siempre criatura.
Jesucristo es sagrado, y lo es por su humanidad. Sólo
en él coinciden totalmente el Santo y lo sagrado. Y en Cristo, en su Cuerpo,
que es la Iglesia, son sagradas aquellas criaturas -personas, cosas, lugares,
tiempos- que, en modo manifiesto a los creyentes, han sido elegidas por el Santo
para obrar especialmente por ellas la santificación.
Según esto, santo y sagrado son distintos (hágios
y hierós). Un ministro sagrado, por ejemplo, si es pecador, no es
santo, pero sigue siendo sagrado, y puede realizar con eficacia y validez
ciertas funciones sagradas que le son propias. Tampoco se confunden profano y
pecaminoso: las cosas son profanas, simplemente, en la medida en que no
son sagradas. En fin, el cosmos no es sagrado para los cristianos, a no
ser en un sentido sumamente amplio e impropio.
-Viene de iniciativa divina.
Avancemos otro paso. Lo sagrado cristiano surge por
iniciativa divina, porque Dios quiere elegir unas criaturas para santificar por
ellas a otras. El podría haber santificado a los hombres sin mediaciones
creaturales, pero, sólo por bondad y por amor, quiso asociar de manera
especial en la Iglesia ciertas criaturas a su causalidad santificadora. En una
decisión completamente libre, quiso el Señor elegir-llamar-consagrar-enviar
a algunas criaturas (sacerdotes, agua, aceite, pan, vino, libros, ritos,
lugares, días y tiempos), comunicándoles una objetiva virtualidad
santificante, y haciendo de ellas lugares de gracia, espacios y momentos
privilegiados para el encuentro con El.
-En modos visibles y sensibles.
Es la economía sacramental de lo sagrado: signo
visible de acciones invisibles de la gracia. Surge lo sagrado de que
quiso Dios comunicarse a los hombres de modo manifiesto y sensible -patente,
se entiende, para los creyentes-. Así Dios se acomoda al hombre. En este
sentido, el fundamento de lo sagrado está en el carácter mediato de nuestra
experiencia de Dios. Como bien señala Audet, lugares, ritos, templos, «todo
esto no existiría si, en lugar de una experiencia mediata de lo divino,
pudiéramos tener desde ahora una experiencia inmediata» (Le sacré 37).
Por eso sabemos que toda estructura sacral se desvanece en el cielo, cuando «Dios
sea todo en todas las cosas» (1 Cor 15,28; +Ap 21-22). Es ahora, en el
tiempo, cuando Dios concede al hombre la ayuda de lo sagrado.
De dos maneras se comunica Dios a los hombres, esto es,
los santifica. En la primera, Dios santifica al hombre que apenas le conoce de
modo no manifiesto y sensible. En la segunda, Dios santifica a los creyentes
de modo manifiesto y sensible: en efecto, la acción invisible del Espíritu
se hace visible en la Iglesia de muchas maneras, concretamente en los
sacramentos; lo que hace que la Iglesia sea al mismo tiempo «asamblea visible y
comunidad espiritual» (LG 8a).
-Hay grados en la sacralidad.
Ahora bien, aunque todo el Cuerpo de Cristo, la Iglesia, es
sagrado, se distinguen grados diversos de sacralidad, según la mayor o
menor potenciación hecha por Dios en las criaturas para santificar; es decir,
en función de un orden objetivo de gracia. Y en esos grados se basa el
lenguaje cristiano de lo sagrado, que reserva habitualmente esa calificación
para las criaturas más intensamente sagradas. Podría hablarse, sin duda, de
los «sagrados laicos» o de la «sagrada medicina»: son personas y trabajos
ungidos por el Espíritu. Pero la tradición del lenguaje cristiano, y
concretamente el concilio Vaticano II, suele hablar de «pastores sagrados», de
«ministerio sagrado», de religiosos de «vida consagrada», porque sobre la
consagración de la unción bautismal, estos cristianos han sido «novo modo
consecrati» (PO 12a), se han dedicado a Cristo y a su Cuerpo con una «peculiar
consagración» (LG 44a; PC 1c; 5a). Y así también, de modo semejante, la
Iglesia reserva la calificación de sagrado a la Escritura, la predicación, el
concilio, los cánones, el templo, las Congregaciones romanas, la liturgia, etc.
-Lo sagrado sana y levanta lo secular
Observemos también que lo sagrado eleva las criaturas a
una nueva dignidad, sobre la que ya tenían por su misma naturaleza,
mientras que, por el contrario, la desacralización las rebaja en un
movimiento descendente. La eucaristía, por ejemplo, se celebra en hermosas
modalidades sagradas, y la comida familiar es elevada por la oración de acción
de gracias (ascenso). O por el contrario, la eucaristía se celebra como una
comida ordinaria, y los laicos comen igual que si fueran paganos, sin acción de
gracias (descenso). La dignidad del hombre y de la naturaleza se ve conservada y
elevada por lo sagrado, mientras que la desacralización rebaja y degrada el
mismo orden natural. Esto es de experiencia universal, no sólo en el mundo
cristiano.
-El sagrado-cristiano es de unión,
no de separación.
Por último, señalemos que la sacralidad cristiana es de
unión, no es tabú, no es de separación. Por eso la distinción de
las personas y cosas sagradas mediante ciertos signos sensibles, lejos de estar
destinada a causar separación, es para una mayor unión. En
efecto, el pan eucarístico no lo toca cualquiera, por supuesto, pero está
hecho precisamente para que lo coman los cristianos. El templo es sagrado, pero
justamente por eso está abierto a todos, a diferencia de las casas privadas. Un
sacerdote, por ser ministro sagrado, puede ser abordado por cualquiera, mientras
que un laico no tiene por qué ser tan asequible a todos. Las sacralidades
cristianas no son de separación, sino de unión.
Espiritualidad de lo sagrado
El amor a lo sagrado en la Iglesia pertenece a la
esencia de la espiritualidad católica. El cristiano no ignora ni menosprecia el
orden sacral dispuesto por el Señor con tanto amor, sino que se adentra en él
gozosamente, sin confundir nunca lo sagrado y el Santo, sin temor a falsas
ilusiones, pues la Iglesia ya se cuida bien de que las sacralidades cristianas
no caigan en idolatría, superstición, tabú o magia. El cristiano genuino es practicante,
por supuesto: busca asiduamente al Santo en las cosas sagradas de la Iglesia: en
la Escritura, en el templo, en los ministros sagrados, en los sacramentos, en la
asamblea de los fieles, en el Magisterio, en el domingo y el Año litúrgico, y
también en los sacramentales (SC 7, 47-48, 59-60, etc.). El cristiano, en fin,
busca al Santo -no exclusivamente, pero sí principalmente- en lo sagrado, allí
donde él ha querido manifestarse y comunicarse con especial intensidad, certeza
y significación sensible. Este es un rasgo constitutivo de la espiritualidad
católica.
El que es pelagiano, o al menos voluntarista, no aprecia
debidamente lo sagrado. Y es que no busca su santificación en la gracia de
Dios, sino más bien en su propia esfuerzo personal. No busca tanto ser
santificado por Cristo, como santificarse él mismo según sus fuerzas,
sus modos y maneras. No entiende la gratuidad de lo sagrado. No comprende que la
santificación es ante todo don de Dios, que él confiere a los creyentes sobre
todo a través de los signos sagrados que él mismo ha establecido. No cree en
la especial virtualidad santificante de lo sagrado: «¿Por qué rezar la
Liturgia de las Horas, y no una oración más de mi gusto? ¿Qué más da ir a
misa el domingo o un día de labor? ¿Qué interés hay en tratar con los
sacerdotes? ¿Qué tiene el templo que no tenga otro lugar cualquiera?»... El sólo
confía en su propia mente y voluntad para santificarse: para él sólo cuenta
lo que le da más devoción a su sensibilidad, lo que su mente capta mejor, lo
que más se acomoda a su modo de ser. El orden de sacralidades dispuesto por
Dios es para él insignificante. Por eso o se aleja de lo sagrado o lo usa
arbitrariamente, sólo si coincide con su inclinación, o si puede adaptarlo a
sus gustos y criterios.
Por el contrario, los santos han mostrado siempre un amor
humilde y conmovedor a lo sagrado. Recordemos, por ejemplo, el amor de San
Francisco de Asís por las iglesias, las campanas, los objetos de culto, los
sacerdotes, todo lo relacionado con la sagrada eucaristia o con la Escritura (Ctas.
a toda la Orden; Iª a los custodios). El, que reparó varios templos,
confiesa en su Testamento: «El Señor me dio una fe tal en las iglesias, que
oraba y decia así sencillamente: Te adoramos, Señor Jesucristo, aquí y en
todas las iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu
santa cruz redimiste al mundo».
Y si alguno sospecha que un amor tan tierno a los lugares
sagrados sea sólo ingenuidad medieval del Poverello, pasemos a San Juan de la
Cruz, el más despojado e intelectual de los espirituales. Y hallamos en él la
misma devoción, la misma fe, el mismo amor: «La causa por que Dios escoge
estos lugares más que otros para ser alabado, él se la sabe. Lo que a nosotros
nos conviene saber es que todo es para nuestro provecho y para oir nuestras
oraciones en ellos y donde quiera que con entera fe le rogáremos; aunque en los
que están dedicados a su servicio hay mucha más ocasión de ser oídos
en ellos, por tenerlos la Iglesia señalados y dedicados para esto» (3
Subida 42,6).
El cristiano católico busca, procura, construye, conserva,
defiende, todas las sacralidades cristianas, personas, templos, sacramentos,
fiestas religiosas. Quien conoce y ama lo sagrado, lo procura: repara, por
ejemplo, o construye un templo. Más aún, quien conoce y ama lo sagrado está
bien dispuesto para seguir la «vocación sagrada» si Dios le llama así. Con
mucha razón teológica dice Pablo VI que «la causa de la disminución de las
vocaciones sacerdotales hay que buscarla en otra parte [no en el celibato eclesiástico],
principalmente, por ejemplo, en la pérdida o en la atenuación del sentido de
Dios y de lo sagrado» (enc. Sacerdotalis cælibatus 24-6-1967, 49).
Disciplina eclesial de lo sagrado
Siendo las formas concretas de lo sagrado expresión colectiva
y pedagógica del misterio de la fe, fácilmente se comprende el derecho que
la Iglesia tiene, y el deber, de configurar lo sagrado, estableciendo unos
usos, o aprobando al menos ciertas costumbres, pues ella tiene autoridad para
cuidar la manifestación visible del Invisible. La Iglesia, efectivamente, que
custodia la fe y la transmite, ha de velar con autoridad apostólica por la
configuración concreta de lo sagrado -imágenes, templos, cantos, ritos (SC
22), vida sacerdotal, vida religiosa-. Y hay en los fieles, claro está, una
obligación correspondiente de obedecer las normas litúrgicas de la
Iglesia.
Veamos, a modo de ejemplo, cómo se aplica en la Iglesia ese
principio al mundo sagrado de la liturgia. Y lo que decimos aquí de la
liturgia, apliquémoslo mutatis mutandis a la configuración de lo
sagrado en todas sus realidades específicas, personas o lugares, fiestas o
ritos:
1.-Lo sagrado es un lenguaje, verbal o no
verbal. Pero el lenguaje es vehículo de comunicación inteligible siempre que
se respeten las reglas sociales de su estructura. Si es un lenguaje arbitrario,
no establece comunicación, como no sea entre un grupo de iniciados.
2.-Por otra parte, el rito litúrgico implica en sí mismo
repetición tradicional, serenamente previsible. Así es como el rito
sagrado se hace cauce por donde discurre de modo suave y unánime el espíritu
de cuantos en él participan. Así se favorece en el corazón de los fieles la
concentración y la elevación, sin las distracciones ocasionadas por la atención
a lo no acostumbrado. Así se celebra comunitariamente el memorial cíclico de
los grandes sucesos salvíficos, que de este modo se hacen siempre actuales.
3.-El servicio sagrado pone a la criatura en la sublime función
de manifestar al Santo. La criatura se oculta humildemente en su
ministerio sagrado, desaparece, cuando obedeciendo a los ritos
sagrados, realiza fielmente su misión santificadora. Pero si no se atiene a las
normas, si cae en la expresión arbitraria, subjetiva, aritual, no transparenta
al Santo, sino que atrae sobre sí misma la atención de los hombres, lo cual
lesiona gravemente la estructura misma del rito sagrado.
2
El pueblo
consagrado
El mundo
Dentro del inmenso ámbito sagrado de la Iglesia, vamos a
fijarnos ahora no en las sacralidades de tiempos y lugares, acciones o cosas,
sino concretamente en la sacralidad de las personas cristianas. Pero
antes, recordaremos brevemente algunas categorías bíblicas y teológicas.
En la Biblia la palabra mundo (kósmos, mundus)
puede tener tres acepciones fundamentales: el mundo-creación, conjunto
bueno de criaturas de Dios (Sab 11,25); el mundo-pecador, necesitado de
salvación y amado por Dios, pero pobre, oscuro y miserable (Jn 3,16); y
finalmente el mundo-enemigo, perverso, opuesto al Reino, del que decía
Pablo VI:
«La palabra mundo, tanto en el Nuevo Testamento como
en la literatura ascética cristiana, adquiere frecuentemente un significado
funesto, y negativo hasta el punto de referirse al dominio del Diablo sobre la
tierra y sobre los mismos hombres, dominados, tentados y arruinados por el Espíritu
del mal, llamado "Príncipe de este mundo" (Jn 14,30; 16,11; Ef 6,12).
El mundo, en este sentido peyorativo, sigue significando la Humanidad, o
mejor, la parte de Humanidad que rechaza la luz de Cristo, que vive en el pecado
(Rm 5,12-13), y que concibe la vida presente con criterios contrarios a la ley
de Dios, a la fe, al Evangelio (1Jn 2,15-17)» (23-2-77).
En en lenguaje de la Escritura, el hombre carnal, o si
se quiere el hombre terreno (1Cor 15,47), es un hombre mundano,
que vive «esclavizado bajo los elementos del mundo» (Gál 4,3), es decir,
sujeto a sus condicionamientos, tanto en el pensamiento como en la conducta, o
en otras palabras: marcado con el sello de la Bestia en la frente y en la mano
(Apoc 13,16), ya que «el mundo entero está puesto bajo el Maligno» (1Jn
5,19).
Ahora bien, Cristo ha «vencido al mundo» (Jn 16,33), y ha «arrojado
fuera» a su Príncipe (Jn 12,31-32), y en Él también nosotros hemos vencido:
«ésta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe» (1Jn 5,4). La «libertad
de los hijos de Dios» (Rm 8,21) es fundamentalmente libertad del Demonio y de
los condicionamientos apresadores del mundo. Efectivamente, «en Cristo estamos
muertos a los elementos del mundo» (Col 2,20; +8), pues «todo lo que hay en el
mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la
vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa, y también
sus concupiscencias» (1Jn 2,16-17). «Quien pretende ser amigo del mundo se
hace enemigo de Dios» (Sant 4,4; +1Jn 2,15). Por el contrario, los cristianos
no somos del mundo, y por eso el mundo necesariamente nos persigue (Jn 15,19).
Según esto, el Reino constituye un ámbito espiritual
en lucha con el mundo, y entre uno y otro se da la relación que hay
entre luz y tinieblas, gracia y pecado, libertad y esclavitud. Entre uno y otro
«existe una dura batalla a través de toda la historia humana» (+Gaudium
et spes 37b), siendo así que lo que pretende la Iglesia es justamente «la
transformación del mundo» (ib.38a) por la gracia de Cristo. La
santificación, en este sentido, nos hace pasar del mundo al Reino. O como dice
J.M. Casabó: «a la desmundanización corresponde en términos positivos
participar en la santidad de Dios» (La teología moral en San Juan
228-229).
El siglo
El siglo (aión, sæculum) viene a tener en la
Escritura un sentido semejante al de mundo. San Jerónimo, por ejemplo, una
frase de Santiago en la que aparece dos veces el término cosmos, la
traduce en las dos acepciones: «Adúlteros, ¿no sabéis que la amistad del
mundo (amicitia huius mundi) es enemiga de Dios? Quien pretende ser amigo
del mundo (amicus sæculi huius) se hace enemigo de Dios» (Sant 4,4). Al
parecer en la mentalidad de los latinos antiguos cabía con dificultad dar una
acepción negativa al término mundus, que incluso etimológicamente
expresaba en latín orden y belleza; quizá por eso prevaleció el término sæculum
para expresar el sentido peyorativo de mundo, para designar, simplemente, al
mundo pagano hostil y perseguidor (+V. Loi, en AA.VV., Diccionario patrístico
1998-99).
En este sentido, «los hijos del siglo (huiói toû aiónos)»,
que forman el mundo, quedan contrapuestos a «los hijos de la luz» (Lc
16,8), que son el Reino. Por tanto, los cristianos «no deben conformarse a este
siglo» (+Rm 12,2), pues la «sabiduría según este siglo» se desvanece ante
la sabiduría divina de la fe (+1Cor 2,6; 3,18). La amistad del mundo o del
siglo es esa complicidad de simpatía, aprobación y asimilación respeto del
tiempo presente, que sólo es posible negándose a ver todo su horror. Es aceptar
«los pensamientos y caminos de los hombres», poniendo en ellos la esperanza,
creyendo que pueden dar al hombre salvación, despreciando e ignorando «los
pensamientos y caminos de Dios», tan diversos (+Is 55,8).
No debe, pues, extrañar que los cristianos formados en la
Biblia y la Tradición patrística y espiritual sientan un estremecimiento
cuando la teología de la secularización pone la renovación de la Iglesia, de
la vida cristiana, de sacerdotes y religiosos, en clave de secularización.
Por lo demás, también el término secular admite a
veces, como la palabra mundo-cosmos un significado bueno, neutral, sin
carga peyorativa (+Mt 12,32). Y lo mismo en la tradición cristiana, cuando se
habla de la índole secular de los laicos (LG 31b), del clero secular
o de los Institutos seculares.
El pueblo sagrado
Pues bien, en medio del mundo y del siglo, la
Iglesia, estando en el mundo y en el siglo, no es mundana ni secular, sino más
bien «forastera y peregrina» (+1Pe 2,11): es sagrada. Y en este
sentido, fiel a las enseñanzas de la Revelación, el concilio Vaticano II habla
de la Iglesia como del «sacramento admirable» (SC 5b). En efecto, la
Iglesia es el «sacramento universal de salvación» (LG 48, GS 45, AG
1). Ella, como Templo de Dios en el mundo secular, está constituída por un «linaje
elegido (génos eklektós), real sacerdocio (basíleion hieráteuma),
pueblo santo (éthnos hágion)», o «nación consagrada», como traduce
la Liturgia, no haciendo distinción entre santo y sagrado (1Pe 2,9).
La Iglesia es, pues, «la Señora Elegida (eklektè kyría)»
(2Jn 1,1). Y todos los cristianos, lejos de ser terrenos, somo hombres
celestiales (1Cor 15,48), es decir, somos santos, pues tenemos «la
unción del Santo» (1Jn 2,20; +Lc 3,16; Hch 1,5; 1Cor 1,2; 6,19). Este nombre
de santos (hágioi), reservado en un principio a los cristianos de
Jerusalén (Hch 9,13; 1Cor 16,1), pronto fue el nombre de todos los fieles (Rm
16,2; 1Cor 1,1; 13,12). Los laicos cristianos, es decir, los hombres ungidos
por el Santo, son, pues, gente sagrada, y se llaman laicos
precisamente porque forman «el pueblo de Dios (laòs Theoû)» (1Pe
2,10). Y «de este modo, dice el Vaticano II, también los laicos, como
adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo mismo
a Dios (consecratio mundi)» (LG 34).
El contraste entre lo sagrado y lo secular
La Iglesia, «columna y fundamento de la verdad» (1Tim 3,15),
en medio de la oscuridad del siglo, lleno de errores, de equívocos, de
alucinaciones colectivas, y sujeto así habitualmente al Padre de la mentira (Jn
8,43-47), es la congregación en Cristo de «los hijos de la luz» (Lc 16,8).
Los cristianos, en efecto, somos «la luz del mundo», y nuestra luz, en obras y
palabras, ha de brillar ante los hombres de tal manera que suscite en ellos la
glorificación del Padre (Mt 5,14). San Pablo nos exhorta a permanecer como «hijos
de Dios sin mancha, en medio de esta generación mala y perversa, entre la cual
aparecéis como antorchas en el mundo, llevando en alto la Palabra de vida»
(Flp 2,15-16).
Es verdad que Cristo derribó el muro que separaba a paganos
de judíos, haciendo un Pueblo único (Ef 2,14-15); pero aún después de
Él, no debe establecerse una yunta desigual entre creyentes e infieles (2Cor
6,14-16). Precisamente para congregarlos en un Pueblo unido es necesaria la acción
de «un ministerio sagrado (hierogoûnta) en el Evangelio de Dios»
(Rm 15,16). Ésa es precisamente la misión de la Iglesia toda, como sacramento
universal de salvación, y especialmente de los ministros sagrados
enviados al mundo por el Señor y por su Iglesia.
Entre tanto, hay un contraste evidente entre la secular
vida mundana y la sagrada vida cristiana. Lo sagrado es, ya lo hemos
visto, para santificar, y obviamente para santificar en primer lugar al consagrado.
Por eso la vida secular de los hombres mundanos no puede ser
asimilada tal cual por los cristianos. Es un estilo de vida que no puede
convenir a los santos. Entre interioridad y exterioridad debe haber una
mutua conveniencia: lo exterior debe ser irradiación natural de lo
interior, expresión de la vida interior, y al mismo tiempo ha de inducir
y favorecer esa interioridad nueva, netamente cristiana. «El vino nuevo (Espíritu
santo) se echa en cueros nuevos (vida nueva)», pues si se echa en «cueros
viejos, el vino rompería los cueros y se perderían vinos y cueros» (Mr 2,22).
El Nuevo Testamento emplea continuamente este lenguaje de
contraste. Sólo un ejemplo: «Vosotros estabais muertos por vuestros
delitos y pecados, en los que en otro tiempo habéis vivido, siguiendo al espíritu
de este mundo, bajo el Príncipe de las potestades aéreas, bajo el espíritu
que actúa en los hijos rebeldes, entre los cuales todos nosotros fuimos
también contados en otro tiempo, y seguimos los deseos de nuestra carne,
cumpliendo la voluntad de ella y sus depravados deseos, siendo por nuestra
conducta hijos de ira, como los demás. Pero Dios, que es rico en
misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por
nuestros delitos, nos dio vida por Cristo -de gracia habéis sido salvados-, y
nos resucitó y nos sentó en los cielos por Cristo Jesús, a fin de mostrar en
los siglos venideros la excelsa riqueza de su gracia, por su bondad hacia
nosotros en Cristo» (Ef 2,1-7).
La acción misionera de la Iglesia en el mundo secular es así
concebida como desengañar a los que están esclavizados por el error, liberar
a los que están atados por el mundo, el demonio y la carne, sacar en un
Éxodo espiritual formidable a los que viven en el Egipto del siglo, en
esclavitud y tinieblas. Véase, por ejemplo, esta misma concepción expresada en
una carta de San León Magno al misionero San Agustín de Cantorbery, enviado
por aquél a los ingleses:
«¿Quién será capaz de relatar la alegría nacida en el
corazón de todos los fieles al tener noticias de que los ingleses, por obra de
la gracia de Dios y con tu colaboración, expulsadas las tinieblas de los
errores, han sido revestidos por la luz de la santa fe; de que con espíritu
fidelísimo pisotean los ídolos a los que antes estaban sometidos por un temor
tirano; de que con puro corazón se someten al Dios omnipotente; de que,
abandonando sus malas acciones, siguen las normas de la predicación; de que se
someten a los preceptos divinos y se eleva su inteligencia; de que se humillan
en oración hasta la tierra para que su mente no quede en la tierra?... El Dios
todopoderoso, por tu amor, ha realizado grandes milagros entre esta gente que ha
querido hacerse suya» (libro 9,36: MGH, Epistolae 2, 305-306).
Los religiosos, la vida consagrada
Desde el origen mismo de la Iglesia comienza a diseñarse,
dentro del pueblo de Dios, la vida religiosa, por ejemplo en las vírgenes
cristianas y en los ascetas. Hay en ellos, por su género de vida, por
los votos profesados o incluso por una bendición eclesial expresa, una nueva
consagración, que intensifica y hace ante el mundo más visible la
consagración sacramental del bautismo y de la confirmación, origen en el
cristiano de toda sacralidad. Las vírgenes, ya muy antiguamente, son vistas por
la Iglesia como consagradas esponsalmente a Cristo, es decir, en palabras
de San Cipriano (+258), «aquellas que se han dedicado a Cristo (Christo
dicatae)» (De habitu virginum 4). Como un cáliz se consagra y se
dedica exclusivamente al Señor -y al servicio litúrgico de la comunidad en la
eucaristía-, así la virgen cristiana se consagra al Señor (+1Cor 7,34)
y al servicio apostólico o asistencial de su Cuerpo.
Al hablar en la Iglesia de virgenes y de religiosos en
general, éste es el lenguaje de la tradición patrística y litúrgica -es
el hermoso lenguaje del Ritual de la profesión religiosa y consagración de
vírgenes-, así como de la tradición teológica y espiritual. Es también,
lógicamente, el lenguaje del Vaticano II. La Iglesia, «con su acción litúrgica,
presenta [la profesión religiosa] como un estado consagrado a Dios (status
Deo consecratum)» (LG 45c):
El cristiano, por los votos religiosos, «hace una total
consagración de sí mismo a Dios, amado sobre todas las cosas, de manera que se
dedica al servicio de Dios y de su gloria por un título nuevo y especial». Ya
por el bautismo estaba consagrado a Dios, pero ahora, por la profesión de los
consejos evangélicos, «se consagra más íntimamente al servicio de Dios. Y la
consagración será tanto más perfecta cuanto, por vínculos más firmes y más
estables, represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a su Iglesia».
De este modo, pues, «se consagra al bien de toda la Iglesia» (44ab; +PC 1c,
consagración especial).
Los religiosos, pues, son cristianos especialmente sagrados,
específicamente dedicados al culto divino y a la santificación de los hombres.
Y por eso el pueblo cristiano, reconociéndolo, habla desde antiguo de las sagradas
vírgenes de Cristo (Sacra virginitas, la encíclica de Pío XII), y
entiende la vida religiosa como «la vida consagrada a Dios» (PC 1d), o
simplemente, como la vida consagrada.
La santidad de estos hombres y mujeres llamados por
Dios a la vida religiosa, al ser especialmente sagrada, habrá de ser no
sólo interior, sino también exterior; es decir, habrá de tener, por su propia
naturaleza teológica, una especial visibilidad de consagración a Dios,
y su testimonio de Cristo y del Reino de Dios debe ser especialmente explícito
y provocativo, en relación, concretamente, al testimonio propio de los laicos.
Así lo ha entendido siempre el pueblo cristiano, que tan rectamente siente
acerca de lo que deben ser los religiosos y las religiosas. Y así lo entiende
la Iglesia, por ejemplo, cuando dispone que «los religiosos deben llevar el
hábito, como signo de su consagración» (+Código Dº Canónico,
c.669,1).
3
Los ministros
sagrados
El Orden sagrado
Ya de antiguo en la Iglesia se vino aplicando al sacerdocio
ministerial la terminología de lo sagrado. San Epifanio (+340), por ejemplo,
habla de los sacerdotes como de aquellos que han sido consagrados, «qui sacrati
sunt (toîs hieroménois)», y se ocupan en el servicio de Dios y en su
culto (Demonstr. evang. I,9). Y es que, como hemos dicho, es sagrada
aquella criatura elegida y consagrada por Dios en orden a santificar. Por eso,
en su mismo nombre, los sacerdotes llevan la marca de la sacralidad, pues
son efectivamente ministros sagrados.
También hemos dicho que lo propio de la sacralidad es dar
visibilidad a la acción de la gracia invisible. Y esto es lo peculiar del
ministerio sagrado de los sagrados pastores. Por eso deben configurarse a
Cristo de una manera especial. En efecto, todos los cristianos están llamados
por Dios a configurarse al Unigénito, de modo que éste venga a ser
Primogénito de muchos hermanos (+Rm 8,29). Pero en los cristianos que han sido
ungidos por el sacramento del orden esta configuración
1) recibe un nuevo sello sacramental, el carácter, un
nuevo título, un nuevo impulso de gracia;
2) es una configuración a Cristo precisamente en cuanto
Cabeza de la comunidad. «Ésta es, finalmente, decía Pablo VI, la
identidad del sacerdote; la hemos oído repetir muchas veces: es otro Cristo»
(17-2-1972); y
3) ha de ser no sólo interior, sino también exterior,
es decir, que afecte a sus dedicaciones habituales y formas de vivir. San
Juan de Avila expresaba bien esto último en un Memorial al concilio de
Trento: «La honra de los ministros de Cristo es seguir a su Señor, no sólo en
lo interior, sino también en lo exterior» («Miscellanea Comillas»
3,1945,20).
Para ilustrar estas afirmaciones, me fijaré sobre todo en la
Biblia y el Vaticano II.
A imagen de Cristo, según la Escritura
Muchas palabras de Jesús ayudan a ver al ministro sagrado
suyo como alter Christus. Esta fórmula tradicional es exacta. En efecto,
Cristo se identifica con aquellos a quienes «dio el nombre de apóstoles» (Lc
6,13). «Como mi Padre me envió, así os envío yo» (Jn 20,21): id, predicad,
bautizad, apacentad, haced esto en memoria mía, perdonad en mi nombre los
pecados. «El que os recibe, me recibe» (Mc 10,40). «El que os oye, me oye»
(Lc 10,16). «si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán»
(Jn 15,20)...
Jean Colson explicaba esto interpretando el mismo término de apóstol:
«Este término griego traduce el término judío seliah. Es, al parecer,
en esta noción del seliah judío donde es preciso buscar la idea
fundamental de apóstol. Se trata de una institución jurídica por la que uno
venía a ser encargado de negocios, procurador, representante de otra persona.
Por ejemplo, el esclavo o el amigo enviado como plenipotenciario no sólamente
en nombre, sino más exactamente por la persona de aquél que le
envía. Hasta el punto de que los actos del enviado comprometían
indisolublemente al Enviador» (Les fonctions 11). «Cuanto atáreis
en la tierra será atado en el cielo, y cuanto desatareis en la tierra será
desatado en el cielo» (Mt 18,18; +Jn 20,23).
Y así se entendían a sí mismos los Apóstoles: somos «embajadores
de Cristo: es como si Dios hablara por medio de nosotros» (2Cor 5,20;
+2,15.20).
A imagen de Cristo, según la Tradición
Los apóstoles exhortan a los presbíteros a ser «modelos (týpoi)
de la grey» que les ha sido confiada (1Pe 5,3; +1Tim 4,12; Tit 2,7): prototipos
de Cristo ante los fieles. En este sentido San Pablo dice: «Sed imitadores míos,
como yo lo soy de Cristo» (1Cor 11,1). El sacerdote, como representante de
Cristo, no debe anunciarlo sólo con la palabra, en la predicación, sino con su
propia vida toda.
En esta dirección ha ido siempre la mejor tradición teológica
y espiritual de la Iglesia sobre el sacerdocio: Los seis libros sobre el
sacerdocio, de San Juan Crisóstomo, o la Regula pastoralis de San
Gregorio Magno, o los escritos sacerdotales de San Juan de Avila y de tantos
otros santos y doctores. Es una línea que viene, como vemos, de muy lejos
(+P.H. Lafontaine, Les conditions positives de l’accesion aux Ordres dans
la première législation ecclésiastique [300-492]; A. Lemaire, Les
Ministères aux origines de l’Église). Es, pues, netamente tradicional.
Un caso notable es, por ejemplo, el de San Ignacio de Antioquía
(+107), que establece una muy sugerente teología icónica para explicar
el misterio de los ministerios sagrados en la Iglesia. En efecto, existe una
jerarquía sacerdotal y pastoral invisible: Padre-Cristo-Apóstoles, y
una jerarquía visible, Obispo-presbíteros-diáconos, que en el
ejercicio de sus funciones ministeriales no hace sino visibilizar la única
autoridad salvífica de la Iglesia, la constituída en Dios por Cristo y los apóstoles.
Los textos conmovedores de sus cartas, exhortando a seguir al Obispo y a
los presbíteros y diáconos como al Padre, como a Cristo y a los doce, son bien
conocidos (+I. Oñatibia, Presbiterio, colegio apostólico y apostolicidad
del ministerio presbiteral).
Es la misma visión del ministerio sacerdotal sagrado propio
de la tradición antigua posterior. La Didascalia, un siglo más tarde,
quiere que los presbíteros sean considerados como imágenes de los apóstoles (in
typum apostolorum) (II,26,7; la misma expresión, Constitutiones
apostolorum, de finales del s.IV, II,26,7; y a comienzos del s.V, De
septem ordinibus Ecclesiae 7).
«Encontramos, dice Oñatibia, la misma concepción simbólica
[sagrada] del presbiterio en los dos máximos representantes de la Escuela de
Alejandría, Clemente y Orígenes» (ob.cit. 82). Por lo demás, «no se trata
de una representación meramente simbólica. La eclesiología de los Padres
atribuía a las realidades eclesiales la capacidad de representar (en el
sentido fuerte de la palabra: hacer presente de nuevo) las realidades de la
gloria. El realismo místico de la tipología sacramental, que hemos visto
aplicada concretamente al presbiterio, nos permite hablar de la presencia de los
Apóstoles en y a través de la actividad ministerial de los presbíteros»
(89-90).
Esta representación sacerdotal de Cristo y de los Apóstoles
corresponde, por supuesto, en plenitud al Obispo. Pero se dice también, como
hemos visto, de sus colaboradores inmediatos, los presbíteros, como se afirma
en muchos documentos disciplinares y litúrgicos de la antigüedad. Así, por
ejemplo, lo expresan bellamente los Canones ecclesiastici sanctorum
Apostolorum, que ven a los presbíteros como «cum episcopo consortes
mysterii ac pugnae» (XVIII). Tan en serio tomaban esta representación
sagrada de Cristo y de los Apóstoles que en muchas iglesias antiguas no tenían
sino un Obispo y doce presbíteros. Recordemos, por
ejemplo, el rito de readmisión del excomulgado, que a comienzos del s. X
refiere Regino de Prüm; en una solemne ceremonia, el «episcopus et duodecim
presbyteri cum eo» le reciben en la puerta de la iglesia (ML 132,360-362).
A imagen de Cristo, según el Vaticano II
En explícita continuidad con las encíclicas sacerdotales del
último siglo, Haerent animo (San Pío X, 1908), Humani generis
redemtionem (Benedicto XV, 1917), Ad catholici sacerdotii (Pío XI,
1935), Menti Nostrae (Pío XII, 1950), Sacerdotii Nostri primordia
(Juan XXIII, 1959), y en la misma línea de la posterior Sacerdotalis
coelibatus (Pablo VI, 1967), el concilio Vaticano II traza una figura
sacerdotal muy alta y sagrada.
Afirma el Concilio que los presbíteros «han de configuarse a
Cristo Sacerdote por la sagrada ordenación» (OT 8a). Y para ello son «hechos
de manera especial partícipes del sacerdocio de Cristo» (PO 5a), en modo que
difiere «esencialmente y no sólo en grado» del modo de los laicos (LG 10b),
«ya que, consagrados de manera nueva a Dios por la recepción del orden (novo
modo consecrati), se convierten en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote
eterno (viva instrumenta efficiantur)». Y así «todo sacerdote, a su
modo, representa la persona del mismo Cristo» (PO 12a).
La Conferencia Episcopal Alemana, en un documento sobre El
ministerio sacerdotal, entendía éste como «ministerio de la representación
de Cristo» (n.44). Efectivamente, lo propio del ministerio sagrado es hacer
presente, es decir, representar a Cristo precisamente en cuanto
Cabeza, Maestro y Pastor de la comunidad humana. Ésta es en el Vaticano II la
convicción teológica clave en toda la teología y espiritualidad del
sacerdocio: los presbíteros «han sido consagrados como verdaderos sacerdotes
del Nuevo Testamento, a imagen de Cristo (ad imaginem Christi)» (LG
28a). Hacen la eucaristía y perdonan los pecados nomine Christi (PO 2b).
Ejercen los ministerios sagrados in Spiritu Christi (13a).
El Sínodo de 1971 expresó este misterio con palabras aún más
fuertes y claras, quizá nuevas en la historia del Magisterio apostólico. El
ministerio sacerdotal del Nuevo Testamento «proclamando eficazmente el
Evangelio, reuniendo y guiando la comunidad, perdonando los pecados y sobre todo
celebrando la eucaristía, hace presente a Cristo, Cabeza de la comunidad
(Christum Caput communitatis praesentem reddit), en el ejercicio de su
obra de redención humana y de perfecta glorificación de Dios» (I,3e). Más aún:
«Él mismo hace sacramentalmente presente a Cristo (sacramentaliter
praesentem reddit), Salvador de todo el hombre, entre los hermanos, no sólo
en su vida personal, sino también social» (ib.).
A imagen de los Obispos
Entender al sacerdote como imagen, es decir, como
ministro sagrado de Cristo y de los Apóstoles expresa, pues, como hemos
visto, una teología y espiritualidad verdadera, pues es ésta la tradición de
la Iglesia. Y al hablar del sacerdote ahora, estoy pensando tanto en los Obispos
como en los presbíteros. En efecto, los Obispos están constituídos como sucesores
de los apóstoles, y los presbíteros son a su vez cooperadores del orden
episcopal, a imagen de los Obispos en su comunidad parroquial.
De hecho, como es sabido, en los orígenes de la Iglesia
apenas es posible distinguir entre los epískopoi de los presbýteroi,
aunque pronto se vayan caracterizando unos y otros ministerios en el misterio de
la Iglesia. Con palabras del Vaticano II, digamos sólamente sobre esto que los
presbíteros son constituídos tales por el orden sagrado «a semejanza del
orden de los Obispos (in similitudinem ordinis Episcoporum)» (LG 41c).
Santidad de los sacerdotes
Aquello que es especialmente sagrado debe ser
especialmente santo. Por eso, si los sacerdotes han sido novo modo
consecrati por el sacramento del Orden, hay en ellos una vocación especial
a la perfección. Por otra parte, si ellos mismos están llamados a ser «prototipos»
evangélicos para el pueblo (1Pe 5,3), sólo una especial santidad les permitirá
estar a la altura de su misión. También ésta es una convicción unánime en
la tradición eclesial, como viene expresado con términos muy hermosos (accipe
stolam candidam...) en los rituales litúrgicos antiguos o actuales.
Los Padres insisten mucho en la necesidad de santidad de los
sacerdotes. Puede verse en el Indice II de la Patrología latina
de Migne (ML 219, 711-721) la gran frecuencia con que insistieron en esta idea.
Puede comprobarse también, muy gratamente, en la antología de textos ofrecida
por Florián Rodero, en El sacerdocio en los Padres de la Iglesia. Y por
lo que se refiere concretamente a los Concilios y Sínodos, muchos de ellos, a
lo largo de los siglos, especialmente aquellos de reforma, dedican
numerosos cánones de vita et honestate clericorum, exigiendo a éstos,
en cuanto a la perfección de vida, mucho más que a los laicos. Santo Tomás
enseña con gran precisión que «los clérigos están más obligados que los
laicos en cuanto a la perfección ejemplar de vida; en cuanto a la perfección
de la caridad [en donde reside la perfección substancial] todos están
obligados», clérigos y laicos (In Mat. 5,48). Lo primero lo explica
diciendo que «para el digno ejercicio de las órdenes no basta una bondad
cualquiera, sino que se requiere una bondad eminente, para que así como
aquellos que reciben el orden son colocados en una posición eminente sobre el
pueblo, así también sean superiores por su santidad» (Summa Thlg.
Suppl. 35,1 ad3m). Trento, volviendo a la idea de San Pedro -pastores tipos
de la grey-, dice que los fieles han de poder mirarse en ellos tanquam
speculum (Sess. 22, De reform.1).
Haciéndose eco de la tradición, y citando a Santo Tomás,
enseña Juan XXIII que «el cumplimiento de las funciones sacerdotales
"requiere una santidad interior mayor que la que necesita el estado
religioso mismo"» (Sacerdotii Nostri primordia, 1959: Summa
Thlg. II-II,184, 8 in
c). Y tan convencida está la Iglesia de esta verdad tradicional que,
con palabras del Vaticano II (+PO 12a.cd), la establece como norma canónica: «Los
clérigos, en su propia vida y conducta, están obligados a buscar la
santidad por una razón peculiar, ya que, consagrados a Dios por un título
nuevo en la recepción del orden, son administradores de los misterios del Señor
en servicio del pueblo» (c.276,1).
Santidad especialmente patente, temprana y necesaria
Sin duda, «una misma es la santidad que cultivan»
todos los miembros de la Iglesia santa (LG 41a). Ahora bien, según nos enseña
la Escritura y la Tradición,
1º.- la modalidad de la santidad en los pastores debe tener
una expresión especialmente patente. La configuración a Cristo debe ser en
ellos no sólo interior, sino también exterior. O también, por
ejemplo, para confesar a Cristo no han de esperar a que se les pida razón
de su esperanza (+1Pe 3,15), sino que han de predicar al Salvador «con
oportunidad y sin ella» (2Tim 4,2). La expresividad de Cristo en un cristiano
laico que está arando en el campo o atendiendo sus negocios es más leve, pero
a los pastores, portadores del «glorioso ministerio del Espíritu» (2Cor 3,8),
nos dice San Pablo: «es preciso que los hombres vean en nosotros
ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios» (1Cor 4,1). Es lo
que San Juan de Avila decía: que los sacerdotes de Cristo deben configurarse a
él no sólo en lo interior, sino también en lo exterior.
2ª.- Por otra parte la santidad de los ministros sagrados
debe ser especialmente precoz en cuanto al tiempo, pues una vez
ordenados, quizá con veinticinco años de edad, ya son dados al pueblo como prototipos
y como espejos del Evangelio. Por eso la Iglesia da a los sacerdotes una
formación tan cuidada en los Seminarios, que prolongan los tres años
que los apóstoles convivieron con Jesús, recibiendo también de Él una
formación especialmente cuidada.
3º.- Por último, esa especial santidad es precisa pues han
de estar siempre dedicados a ministerios sagrados: la predicación, la
eucaristía, el perdón de los pecados, la atención pastoral del pueblo, como
representantes de Cristo. Ahora bien, sin santidad suficiente, el sacerdote fácilmente
pervierte esas acciones sagradas que son su diaria dedicación -predica, por
ejemplo, para ganar dinero o prestigio-, o simplemente deja de
ejercitarlas -deja de predicar o, en todo caso, no predica ya el Evangelio de
Dios-. Este problema no se da en iguales términos en los laicos. Por eso
decía Trento que los sacerdotes deben «evitar aquellos leves pecados, que en
ellos sería grandes» (Sess. 22, De reform.1).
Ultimamente ha sido tratada toda esta doctrina en forma
maravillosa por Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Pastores dabo
vobis (25-3-1992), concretamente en el capítulo III, donde expone una
vocación específica a la santidad (19-33).
Santidad santificante
En la Pastores dabo vobis, dice Juan Pablo II: «Vuelvo
a proponer a todos los sacerdotes lo que, en otra ocasión, dije a un numeroso
grupo de ellos; "la vocación sacerdotal es esencialmente una llamada a
la santidad, que nace del sacramento del Orden. La santidad es intimidad con
Dios, es imitación de Cristo, pobre, casto, humilde; es amor sin reservas a las
almas y donación a su verdadero bien; es amor a la Iglesia que es santa y nos
quiere santos, porque ésta es la misión que Cristo le ha encomendado. Cada uno
de vosotros debe ser santo, también para ayudar a los hermanos a
seguir su vocación a la santidad"(9-10-84)» (33).
No hay, pues, contraposición alguna entre santidad sacerdotal
y santidad laical. Por el contrario, cuanto mejor respondemos los sacerdotes a
esa vocación a la santidad, exigida por un nuevo título, más conscientes se
hacen los laicos de su vocación a la santidad, y más ayudados se ven para
vivirla. Es lo que se nos recuerda en la Pastores dabo vobis:
«Por un designio divino, que quiere resaltar la absoluta
gratuidad de la salvación, haciendo del hombre un salvado a la vez que
un salvador -siempre y sólo con Jesucristo-, la eficacia del ministerio
está condicionada también por la mayor o menor acogida y participación
humana. En particular, la mayor o menor santidad del ministro influye
realmente en el anuncio de la Palabra, en la celebración de los Sacramentos
y en la dirección de la comunidad en la caridad. Lo afirma con claridad el
Concilio: "La santidad misma de los presbíteros contribuye en gran
manera al ejercicio fructuoso del propio ministerio; pues, si es cierto que
la gracia de Dios puede llevar a cabo la obra de salvación aun por medio de ministros
indignos, sin embargo, Dios prefiere mostrar normalmente sus maravillas por
obra de quienes, más dóciles al impulso e inspiración del Espíritu
Santo, por su íntima unión con Cristo y la santidad de su vida, pueden decir
con el Apóstol: ‘Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí’ (Gál
2,20)"» (25).
Esta misma doctrina, dicha en forma negativa, nos enseña que
muchas veces la infecundidad de la acción apostólica ha de explicarse no tanto
por deficiencias de organización o de método, sino sobre todo por la
falta de santidad de los ministros sagrados. Los sacerdotes son entonces como
aspersores oxidados y semiobstruídos, que no riegan con fuerza y regularidad, y
que dejan seco y estéril el campo que les ha sido confiado.
Respeto y amor de los fieles
Los Evangelios refieren la gran veneración que suscitaba la
figura de Cristo entre sus seguidores, y cómo éstos la manifestaban besando su
manto, postrándose en tierra o de tantas otras maneras (Mt 14,33; 17,6; 22,46;
Lc 5,8.26; 17,15; 20,40; 24,37; Jn 9,38). También, por supuesto, participaban
de esta veneración especial, cariño y respeto, sus Apóstoles, sus acompañantes
y colaboradores íntimos (Mt 14,19; Lc 8,1-3; Jn 12,21). Los mismos Apóstoles
han de moderar a veces las muestras de respeto que reciben, haciendo ver que no
son más que hombres (Hch 10,26). Pero es claro que, en principio, estimaban
buena esa actitud, y que incluso la recomendaban: «Os rogamos, hermanos, que
acatéis a los que laboran con vosotros, presidiéndoos en el Señor y amonestándoos.
Mostradles toda estima y amor por su labor» (1Tes 5,12; +1Tim 5,17; 1Pe 5,5;
Heb 13,17). Es normal, en efecto, que quienes desempeñan el ministerio
sagrado de la representación de Cristo y de los Doce reciban de los fieles
una participación del amor y respeto que éstos sienten hacia el Señor y sus
apóstoles.
También aquí los testimonios de la Tradición son
innumerables en todas las épocas, si bien, evidentemente, cambian con los
tiempos los modos de expresar ese respeto. Los Statuta Ecclesiæ
Antiqua, por ejemplo, penaban con excomunión al fiel que abandonaba la
asamblea mientras el sacerdote hablaba (c.31: Mansi 3,953). Y los Canones
Apostolorum disponían lo mismo para quienes injuriasen a un presbítero o
un diácono (c.55: ib.1,42). Si se ve al sacerdote como ministro sagrado, esto
es, como representante de Jesucristo, esas muestras de estima y respeto
son completamente normales. Por eso el Vaticano II quiere que «los fieles se
den cuenta de que están obligados a sus presbíteros, y los amen con filial
cariño, como a sus pastores y padres» (PO 9f).
También es cierto que, junto a esto, la Iglesia ha pedido
siempre a los sacerdotes y diáconos -incluso jurídicamente, en cánones de
vita et honestate clericorum- una forma de vida especialmente venerable, que
signifique la autoridad del Señor. Se trata, pues, de expresar una autoridad
cuyo ejercicio no es carnal sino espiritual, y que está entre los hermanos «como
quien sirve» (Lc 22,27; +Jn 13,4-17). En una familia, por ejemplo, son los
padres quienes presiden la mesa, pero precisamente por eso, si no llega
la comida para todos, ellos son los que están llamados a sacrificarse
por sus hijos, y no al revés.