ORACION - SÚPLICA
I
¡AH, SI RASGARAS LOS CIELOS!
/Flp/04/04-07: Alegraos en el Señor siempre; lo repito: alegraos
Que vuestra bondad sea notoria a todos los hombres (Flp 4,4-5).
Acabamos de invocar al Señor en nuestra liturgia, y creo que en
nuestra vida cristiana y en nuestra vida religiosa esta dimensión de
la espera de Jesús es fundamental. Sin esta espera viva y activa es
casi imposible vivir las bienaventuranzas, la pobreza, la pureza de
corazón, la humildad, la misericordia. Hay que esperar a Jesús como
al que debe venir a colmarnos, a llenarnos de alegría y de paz. Ello
es quizá tanto más importante porque se ha insistido—y había que
hacerlo—en la presencia del Señor en el centro de nuestra historia
y en el corazón de los hombres.
La presencia de Cristo dentro de nosotros mismos la expresa san
Pablo en su Carta a los Gálatas, capítulo 2, versículo 20: Ya no vivo
yo, pues es Cristo el que vive en mí.
En nuestra vida espiritual debemos mantener un doble
movimiento. Por una parte, el Señor se identifica con cada uno de
nosotros, y más especialmente, lo sabéis bien, con los pobres, con
los pequeños, con los abandonados; es el capítulo 25 de Mateo: Lo
que hicisteis con uno de mis hermanos más pequeños, conmigo lo
hicisteis. Pero al mismo tiempo está siempre fuera de nosotros, y le
esperamos sin cesar. A veces tengo que predicar a chicos y a
chicas. Cuando les hago la pregunta: "¿Creéis que hoy podéis
encontrar a Jesucristo?", la mayoría de las veces me responden:
"Sí, sí, ciertamente; se le puede encontrar; pero está en los otros".
Nadie puede negarlo; es lo primero. Pero Cristo no se identifica con
los otros; tiene un rostro propio, un rostro que le caracteriza; y si no
valiera más que el otro, no se lo podría encontrar en los otros. La
comparación que hay que emplear es la de la madre que se va y
que tiene dos hijos, uno de doce años y otro de seis. Le dice al
mayor: "Tengo que ir al hospital unos meses; cuanto le hagas a tu
hermano pequeño, me lo harás a mí". Ni el mayor ni el pequeño
olvidarán un solo instante a su madre; la esperarán. Tampoco un
cristiano puede olvidar a Jesucristo. Si estáis ahí, lo mismo que yo,
es porque un día os habéis sentido seducidos por el rostro de
Jesucristo, abrasados por él. "Dichoso aquel al que tu rostro ha
fascinado", dice la canción. Desde ese momento no podemos
prescindir de él; lo esperamos y decimos como Teresa de Avila en
su lecho de muerte: "Por fin vamos a encontrarnos". He ahí la
afirmación de Pablo: El Señor está cerca, vuelve. En seguida
veremos por qué tenemos que llamarle, suplicarle que venga.
El versículo siguiente es muy explícito: No os inquietéis por cosa
alguna, es decir no hagáis caldo de cultivo con vuestras
preocupaciones. Pablo escribe una frase importante, que define lo
que es la vida de oración en ámbito cristiano: No os inquietéis por
cosa alguna. ¿Por qué? Porque el Padre ve y sabe lo que
necesitamos. No preocuparse del mañana es lo primero.
Instintivamente sentimos miedo. En todas las circunstancias, dice
Pablo. En la oración tomáis todas las circunstancias de vuestra vida
que despiertan miedo en vosotros, que hacen que no os sintáis
seguros del mañana, o todos vuestros trabajos previstos e
imprevistos. Pablo nos hace rezar en plena vida, con una oración
arraigada en toda una existencia. En todas las circunstancias, en la
acción de gracias, orad y suplicad para dar a conocer a Dios
vuestras peticiones (Flp 4,ó). Tenemos ahí el doble movimiento de
la oración cristiana. Toda oración cristiana es ante todo una oración
de alabanza, de acción de gracias. Se dan gracias a Dios por
cualquier circunstancia de la vida que haya que vivir. Cuando se ha
comprendido el poder de la alabanza y el poder de la acción de
gracias, se comienza a mirar la vida más serenamente, con más
paz. Que vuestra serenidad sea conocida por todos los hombres. La
alabanza y la acción de gracias por todo es quizá la actitud que más
ha de darse en nuestra oración cotidiana, en particular por la noche
cuando hacemos el examen de conciencia. Habría que dar gracias
por todo lo que Dios hace en nosotros, por todas las personas que
nos encontramos, por todos los acontecimientos.
Además, orad. Para insistir, Pablo dirá: Suplicad. Por eso deseo
insistir en la súplica. Pablo añade: Para dar a conocer a Dios
vuestras peticiones. Cada vez que se trata de la oración en el
evangelio, se trata de la oración de petición. Se grita porque se
siente una necesidad. Pensad en el amigo importuno, en la viuda
importuna; son personas que piden. La súplica, pues, parece ser la
piedra de toque de una vida de oración. ¿Cómo decir esto? Es lo
que me hace sentir si en una vida alguien suplica o no suplica,
alguien está de rodillas o no lo está. En muchas circunstancias, en
muchos casos, somos incapaces de decir más que: "Rece, suplique
y pida". ¡Cuántas veces oímos hablar de situaciones en las que no
podemos decir otra cosa! Y muy pronto veréis si en ese momento la
persona que está con vosotros, delante de vosotros, va a decir: "No
puedo suplicar". Hace algún tiempo, alguien me contaba una prueba
para la cual es inútil dar un consejo o sugerir algo. Le dije entonces:
"¿Suplica usted?". Me respondió: "¿No comprende que al decirme
eso no hace más que agravar mi peso, porque eso es justamente lo
que no sé hacer?". Y se sobreentendía: "Es lo que no quiero
hacer". Y es que cuando alguien comienza a suplicar en su vida,
algo ocurre; justamente lo que define a un hombre de oración. Creo
que se puede rezar un cuarto de segundo por hora y hacer de
modo que esa oración invada toda una vida, en la medida en que
se pone uno verdaderamente de rodillas. Porque hay personas
capaces de rezar horas y horas a la manera de los fariseos, de
repetir machaconamente palabras, pero que en realidad no rezan.
Es importante comprender esto.
A veces un joven me dice: "Padre; mire, yo me aburro rezando".
Yo le respondo: "Bueno, mira; si fuéramos sinceros y honestos,
también nosotros deberíamos decir que nos aburrimos", pues no
tenemos la evidencia continua de la presencia de Dios. ¡Cuántas
veces vamos a la oración, no diría con pies de plomo, pero
simplemente para dedicar un tiempo a la oración y hacer una
cantidad de oración! Entonces la cualidad vendrá luego; pero se da
la cantidad. A esos jóvenes les digo: "Haced la experiencia de
poneros de rodillas una vez en la vida; prescindid de todo lo demás
y poneos a rezar de veras". ¿Qué quiere decir esto? Es pedirle a
otro lo que no puede darse uno mismo. Y ya veis lo que implica. Yo
diría lo que dice santo Tomás: "El que se pone a rezar realiza un
milagro más grande que si resucitara a un muerto". En el fondo, es
un desencadenamiento ponerse de rodillas; un desencadenamiento
que pone en marcha en nosotros todo un conjunto, no de virtudes,
sino de actitudes profundas.
ATEISMO/SOBERBIA: Tomaré una, la más importante: la
humildad. Sabéis muy bien lo que es la humildad; esencialmente, la
actitud de estar delante de otro que es el completamente Otro, cuya
criatura somos. Cuando se ha comprendido que Dios está en el
primer lugar, nosotros en el segundo, y que no hay tres sino
solamente dos, entonces hay que saber cuál queremos coger. Ahí
está la raíz del ateísmo contemporáneo, la negativa a reconocer
que hay Alguien en el primer puesto. Es muy importante
comprenderlo; por eso digo que la oración, la súplica, es la prueba
de nuestra fe. Pedir a Otro, hay seres incapaces de hacerlo, y que
no pueden hacer la invocación de Charles de Foucauld: "Si existís,
haced que os conozca", porque eso no implica nada para ellos.
Todo el mundo puede hacer esta oración honesta; no obstante, ello
implica algo muy profundo: dejar a Dios ser Dios y revelarse a
nosotros. La súplica es fundamental, más importante que todo el
resto en vuestra vida. Si san Pablo dice que es preciso suplicar
para llamar al que viene, es porque se da muy bien cuenta de que
hay cristianos—incluso religiosos, y a veces sacerdotes, es preciso
reconocerlo—que rezan, que consagran tiempo a la oración, pero
que no suplican.
La oración de adviento es esencialmente una oración de súplica.
"Ven, Señor; te esperamos; no podemos más, estamos sin aliento,
nuestro vientre está pegado al suelo, ponemos la boca en el
polvo...". Llamamos con gritos vehementes, tan vehementes que es
preciso reconocer que a menudo, humildemente, los decimos
pensando: «¿En qué porcentaje es verdad en mi vida? ¿Deseo
realmente esta venida?». Sería peligroso decir esas oraciones sin
estar lo bastante comprometidos dentro de nosotros mismos, sin
que hubiera en nosotros un cierto grado de súplica. Se puede
meditar, puede parecer que hacemos oración, es decir desarrollar
ideas, y suplicar muy poco, porque es más misterioso y más raro de
lo que pensáis. Conozco a un joven que se convirtió a los veintiséis
años. Entró en los dominicos. Un día en la oración oyó unas
palabras. Venía haciendo oración como todo el mundo desde hacía
años; rezaba, cantaba el oficio; y escuchó: "Hasta ahora no has
pedido nada todavía. Pide, y recibirás". Me ha dicho: "Desde aquel
momento he vislumbrado un poco el misterio de la súplica". "He
vislumbrado". ¡Si al menos lo vislumbráramos un poquito!
ORA/SUPLICA: Es importante suplicar en la vida, y no tenemos
excusa—yo el primero—para no hacerlo, porque está al alcance de
todo el mundo; dura un cuarto de segundo. No es difícil; pero al
mismo tiempo es muy difícil, porque supone una actitud de pobreza,
de humildad, de confianza. Es decirle a otro: "Lo espero todo de ti".
¿Por qué hay que suplicar? Justamente a causa del misterio
mismo. ¿Por qué es tan importante la escuela de la súplica? Porque
tropieza con una densidad en nosotros; lo que hoy se llama el
problema de la comunicación. En la súplica es donde se resuelven
todos los problemas de la comunicación entre las personas
humanas. ¿Qué es lo que hace que las personas puedan
encontrarse, sino el decirse unos a otros: "Dame esto, te lo ruego"?
Cuando no hay ese mínimo de petición, no hay comunicación. Hay
que tender la mano para salir de sí. Quienes quiera que seamos,
conocemos muchas cosas sobre Cristo; tenemos tal costumbre que
lo sabemos todo; con toda nuestra ciencia, nos la damos un poco
de listos, cuando el tiempo de adviento debiera desarrollar en
nosotros una actitud de humildad para decir: "Ven, Señor, luz del
mundo". Tenemos siempre necesidad de ser iluminados. Podemos
disfrutar de excelente salud moral, no tener que reprocharnos
ninguna falta, y sin embargo decir: "Ven, Señor; ven a salvarnos",
por la muy sencilla razón que expresa Pablo en su primera Carta a
los Corintios en el capítulo 13: Ahora vemos como por medio de un
espejo, confusamente, entonces veremos cara a cara. Ahora
conozco de una manera imperfecta, entonces conoceré de la misma
manera que Dios me conoce a mi. ¿Por qué hay que suplicar así? A
causa del problema de la comunicación; porque Cristo es una
persona, y para conocer a una persona no hay treinta y seis
maneras. Como dice Gabriel Marcel, el conocimiento del otro es una
invocación: "Muéstrame tu rostro; dime quién eres". No existe otra
manera. Esto va muy lejos. Pertenece al misterio mismo de la
persona.
A fuerza de estudios, a fuerza de penetración intelectual, de
meditación, se puede conocer la psicología de alguien; pero a
fuerza de voluntad y de intuición no llegaréis nunca a conocer su
secreto. "Cada ser tiene su secreto, cada hombre tiene su misterio",
dice el poeta. Lo que caracteriza el secreto es justamente que se le
desvela a quien se quiere. Tal es el misterio de la revelación; se
levanta el velo para comprender al fin el misterio. Y mientras no se
haya visto, no se conocerá. Anne Philippe, en Le temps d'un soupir,
ese libro que tantas veces se ha reeditado, escribe: "Conocerse
demasiado mata el amor; el misterio le es indispensable como el sol
al trigo. Pero no hay necesidad alguna de cultivar el misterio;
mantenerlo es reconocer su fragilidad; cuanto más lejos vayamos
en el mundo del conocimiento, más nos percataremos de que el
misterio permanece". Es evidente. D/LUZ-TINIEBLAS: Cuanto más
avancéis en el misterio de Dios, más tendréis la impresión de llegar,
como dice san Juan de la Cruz, a sumiros en las tinieblas. Y se
comprende. Dios no es tinieblas en sí mismo; pero es tinieblas
porque es intensidad de luz. Si os da de frente la luz pura, no veis.
Este primer misterio es una persona; y sin cesar tendremos que
decirle: "¿Quién eres tú? Dime tu nombre. Muéstrame tu rostro".
Intentad acercaros a los personajes de la Biblia: Moisés... Y con
mayor razón a Cristo; a Cristo, que no es sólo un hombre, sino el
hijo de Dios, Verbo encarnado. Cualquiera que sea nuestra
penetración intelectual y nuestro descubrimiento de él el menor
paso en el conocimiento de Cristo es realmente una gracia del
Padre. Nadie viene a mi si el Padre no le atrae. Pedid al Padre que
os atraiga a Cristo. Se trata de una atracción. Todo es gracia en la
vida espiritual. Si tuviera que escribir un libro hoy, no le llamaría ya
El poder de la oración, sino más bien La gracia de la oración,
porque esa es la primera cosa que hay que comprender. La oración
es una gracia. Es posible sentir una llamada, monjes,
contemplativos; una verdadera llamada a la vida de oración, y no
ser hombres de oración, porque no se ha pedido esta gracia de la
oración. No hay duda; el conocimiento de Cristo es verdaderamente
una gracia que hay que pedir: "Padre, haz que conozca a tu Hijo".
Pero no basta conocerlo según la carne, como dirá san Pablo: Yo
no lo he conocido según la carne, sino que lo he conocido en el
Espiritu. Hay que conocerlo verdaderamente en el poder del
Espíritu, según esta hermosa expresión: la dynamis tu zeu, el poder
de Dios, el poder de la resurrección, que no es otro que el Espíritu
Santo. Hay que haberle descubierto hasta ahí.
A veces ciertos jóvenes dicen: "Mire, nosotros no hemos tenido
oportunidad, no hemos vivido con Cristo, no lo hemos visto". Si
hubiéramos vivido, yo el primero, con Cristo, no nos hubiera sido
más fácil conocerlo que a sus contemporáneos. Hubiéramos podido
verle hacer milagros delante de nosotros, hacer profecías, y no
reconocerlo. Él mismo lo dice; lo dice Juan en el capítulo 3; Jesús
había hecho muchos signos, mucha gente creía en él; pero él no se
fiaba de ellos, porque para reconocerlo hay que percibir
verdaderamente en él que está habitado por el secreto de Dios, por
la vida trinitaria, por Dios. Si no habéis sentido el agua viva que hay
en Jesucristo, el fuego que hay en él, pedídselo. Sus apóstoles, en
el capítulo 14 de san Juan, le dicen: "Ahora no nos hablas en
parábolas". "No, les dice, no os hablo en parábolas; os hablo
claramente". ¿Por qué? Porque todo lo que he conocido de mi
padre, os lo he dado a conocer. Pensad en ello al contemplar la
eucaristía, al adorar la eucaristía. El primer fin de esta adoración es
entrar con Cristo en los secretos del Padre; yo diría que pasamos la
vida escrutando ese misterio. Se lo puede conocer materialmente;
se puede conocer muy bien el misterio de la Trinidad de una
manera, permitidme la expresión, geométrica, y no conocer el fondo
del misterio, que es una revelación.
Veis lo importante que es salir de sí y suplicar para obtener esto.
Mientras no se haya realizado este gesto de arrodillarse, a los que
seguirán los otros—la acción de gracias, la alabanza, el abrazo—,
hay una parte de nosotros que discute y que protesta. Se dice que
se ama; pero, ¿a qué profundidad amamos verdaderamente?
Cuanto más se avanza en la vida espiritual, más se descubre
cuántas zonas hay en nosotros de las que no somos dueños.
Creíamos ser dueños de nosotros mismos como del universo; pero
cuanto más avanzamos, más comprobamos que somos pobres. En
ese momento comprendemos que no podemos darnos a nosotros
mismos, que hay que pedirlo humildemente. Yo sostengo—y todos
los santos lo dirían también—en el plano metafísico, que no hay
otra puerta de salida; lo que hace que para la mayoría de los santos
la cima fuera la manera de saber suplicar. En el fondo, un santo es
alguien que no tiene otra solución de recambio que la súplica. No
tenemos siempre una pequeña solución de recambio a disposición
para el caso en que la súplica no funcione. Por eso nuestra oración
no tiene la fuerza y el poder que mueve las montañas, fuerza y
poder que se encuentra a veces en los pequeños y los humildes.
Los pobres no tienen nada; es la única carta que pueden jugar; por
eso lo apuestan todo en la oración, y lo obtienen todo. Si nuestra
súplica no tiene esta fuerza desesperada que mueve las montañas
y las precipita en el mar, es que nos guardamos una solución de
recambio, no nos entregamos por entero a esta oración.
Es muy peligroso ponerse a rezar, os lo digo en seguida. Si hay
tanta gente que esquiva la oración, no es en modo alguno porque
no tengan tiempo. Cuando oigo a alguno que me dice: "Padre,
nosotros llevamos una vida muy activa; tenemos que hacer esto y lo
otro", no es eso lo que impide rezar. Lo que impide rezar es que se
sabe muy bien que si se acepta esa vida, hay que darse totalmente
a ella. Ante semejante perspectiva, se produce un ligero movimiento
de rechazo: "Todavía no; dentro de algún tiempo, bueno; pero hoy
no".
Algunos me dirán: "Sin embargo, Padre, la santidad no es la
oración de petición; es el amor". Alguien me dijo un día: "La súplica
es una etapa que hay que superar, Padre; yo estoy en el amor y la
alabanza". Soy enteramente de vuestro parecer; pero, ¿qué es un
amor que no suplica? ¿Tenéis ya un amor que no suplica? Incluso
el amor de Dios nos suplica; es la actitud más divina. Abrid la Biblia,
y veréis. El tiempo de adviento no es un tiempo que el hombre ha
inventado para ir a Dios; el tiempo de adviento ha nacido del
corazón de Dios, que desea darse a conocer a los hombres.
Cuando oráis, no hacéis sino responder a una súplica de Dios. En
el fondo, fijaos bien, no somos precisamente nosotros quienes
suplicamos a Dios, sino que es él el que nos suplica. ¿Qué implora
de nosotros? Hace años que nos lo viene diciendo: "¿Me quieres?
¿Quieres a mi Hijo?". Conocéis, como yo, las primeras palabras que
Dios dirige a Adán en el Génesis, son: "Dónde estás?". ¿No es eso
una petición? ¿No es una oración? Y la última súplica que hará es:
"Ven; ven; te necesito" (Apocalipsis). Es una oración. Dios ora. Es el
primero en saber qué es la oración. Cuando oramos, no hacemos
más que responder a esa oración de Dios. Yo diría incluso que si
miráis bien a las personas mismas de la Trinidad, descubriríais que
se oran mutuamente. ¿Qué quiere decir esto? Esto significa que
Una y Otra se llaman: "Tú eres mi Hijo", "Tú eres mi Padre". ¿Qué
es esto, sino una oración? Se llaman mutuamente. Este diálogo es
de tal manera oración que ni siquiera se entabla; palpita en el
instante. Igualmente, cuando nosotros oramos no hacemos más que
responder a una súplica de Dios: "¿Me quieres?". Por eso no hay
que adoptar una postura de desdén ante la súplica diciendo: "Es
una actitud que es preciso superar". No se supera la actitud de
Dios. El Padre y el Hijo y el Espíritu se dicen gracias y se piden, se
dicen gracias, son felices. Como dice Cristo: El Padre y yo somos
uno, todo lo que es tuyo es mio, y todo lo que es mio es tuyo.
Dentro del Padre y del Hijo vibra una inmensa circulación de
amor, donde la petición y la alabanza se confunden la una con la
otra. Si no existiera la revelación trinitaria, o sea, si Jesús no
hubiera venido a revelarnos al Padre, no se podría hablar de la
súplica; no habría súplica. Cada vez que Cristo habla de la oración
en el evangelio—véase Lucas 11, el amigo importuno, o Lucas
18—es para tomar ejemplos de hombres y de mujeres que van a
pedir a otro. Cuando Cristo habla del amigo importuno, se introduce
en la piel del amigo importuno, llama a nuestra puerta porque
estamos encastillados en el fondo de nosotros mismos, rehusamos
abrirle, rehusamos ponernos de rodillas. Haced la experiencia de
poneros de rodillas una vez; pero de verdad, en esta actitud de
súplica; algo ocurrirá. Dios no hace más que mendigar. Como dice
Olivier Clément: "Abrid la puerta de vuestro corazón al mendigo del
amor que llama". Es el Apocalipsis 3,20: Yo estoy a la puerta y
llamo, si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa, cenaré
con él y él conmigo. No mendiga más que nuestra oración, porque
es lo único que podemos darle.
No sé si habéis reflexionado ya un poco: ¿qué podemos darle a
Dios? Cuando era joven, yo creía que podía darle el amor; pero el
amor es él quien me lo da. La virtud; pero es él quien me la da; él
nos lo da todo. ¿Qué podemos darle? Pues bien; él nos dice que no
podemos darle más que lo que somos: nuestro vacío, nuestro ser,
nuestra miseria, en el sentido ontológico. A los santos les
sorprendía esta actitud del pobre. El cura de Ars decía: "El hombre
es un pobre que tiene necesidad de pedirlo todo a Dios". No
sabemos pedir a Dios. En el fondo, lo que nos falta es la manera de
pedir a Dios para suplicarle que venga a nosotros. Yo digo con
frecuencia esta frase: "Hay que pedir a Dios amable y cortésmente".
Esto quiere decir que debemos pedir mucho tiempo. Todos los
hombres de oración son personas que han suplicado mucho tiempo.
Según la buena teología tradicional, no es en absoluto con el fin de
inducir a Dios a querer lo que nosotros queremos, sino para
decidirnos al fin a querer lo que Dios quiere.
La oración abre en nosotros un grito que no consigue brotar, que
brotará seguramente un día; ese día lo obtendremos todo. Pensad
en las palabras: Desde lo más profundo clamo a ti, Señor; creo que
no estamos nunca lo bastante en el fondo para clamar a Dios
Cuando estamos verdaderamente en el fondo, Dios nos escucha.
Pensad en todos aquellos creyentes que preceden a la venida del
Mesías. Son pobres, esperan, están pendientes de Dios. Y tú;
¿cómo te pondrás a suplicar? Ya lo practicas desde hace tiempo.
"Coged el tren no importa dónde, no importa cómo, justamente a
propósito de lo que no va en vuestra vida", a propósito de tal
acontecimiento, de vuestros temores, de vuestras inquietudes, de
vuestros sufrimientos. Si todo fuera bien, me plantearía una
cuestión, porque no tendríais ocasión de suplicar.
ORA/INTERCESION: Pero tengo la firme esperanza de que, como
yo, vosotros tenéis ocasiones de suplicar. En todo caso, si no las
tenéis en vuestra vida, las tenéis seguramente en la vida de los
otros, porque cuando se escucha un poco lo que nos dice la gente,
no se puede menos de suplicar. La razón de la súplica de los santos
es que quizá no suplicaban por ellos. Teresa de Avila lo dice a sus
carmelitas, y yo lo repito cada vez que predico a carmelitas: "Si
habéis venido aquí simplemente para rezar personalmente y no
para llevar la súplica de los hombres, permitidme deciros que no
sois fieles a vuestra santa madre Teresa". Ella decía: "El mundo
está ardiendo; ¿cómo se le pueden pedir a Dios cosas tan sin
importancia?". Imploremos la salvación del mundo, el reino de Dios.
Yo diría entonces: coged el tren allí donde vuestro corazón se
encuentra en dificultad, y veréis que si os ponéis a suplicar una vez,
poco a poco, en vuestra vida, se impondrá el hábito de la súplica.
Nuestro corazón se parece a una locomotora un poco enmohecida;
hay que devolverle el gusto de la oración. Se suplica una vez, se
suplica dos veces; en un momento dado, se convierte en una
respiración casi permanente, como lo dice san Pablo: Orad y
suplicad en todo tiempo. Comprendéis que esto puede volverse
algo permanente a propósito de un sufrimiento, del encuentro de
una persona; a partir de ahí, de nuestra vida, hay que pasar a Dios
con armas y bagaje. Esta actitud se hace corriente. Orad sin cesar,
dice san Pablo, y Cristo lo había dicho en Lucas 18,1: Hay que orar
siempre, sin desfallecer.
Pero llega un momento crítico en la vida espiritual. Cuando uno
comienza a darse cuenta de que no va a ser posible dejar de
suplicar, nos decimos: "Bueno, hay otras cosas que hacer en el
mundo". Pues, no; no hay otras cosas que hacer; no hay más que la
súplica. Y, lo repito; esto ocurre en la vida más corriente y ordinaria.
Hay que suplicar de veras partiendo de la necesidad que tenemos
de Dios, sabiendo que si pedís en mi nombre, lo obtendréis.
Unicamente la actitud del pobre puede dar alegría al corazón del
hombre.
En esta carta de san Pablo se reitera una expresión: Estad
alegres. He oído muchos sermones en mi vida sobre la alegría;
seguramente que vosotros también. Esos sermones no me han
llenado prácticamente. ¿Por qué? Porque me decían: "Permaneced
alegres", cuando no depende de vosotros ni de mí estarlo. La
alegría se recibe de Dios; es un don. Cuando no se la tiene, por
más que uno haga, no llega. Por eso, yo diría que lo primero que
hay que pedir es la alegría. Sólo los hombres de oración, que
esperan a Dios, los santos, los que han encontrado la intimidad con
Dios, son capaces de ser felices, de ser pacientes y buenos, y
sobre todo de trasmitir a sus hermanos un poco de calor de Dios,
de la irradiación de su gloria. Hay seres que irradien en la vida, son
los santos; los santos irradian. No se irradia a placer, por haber
decidido irradiar. En la vida cristiana existe la desgracia de la vida
cristiana: se nos ha formado en la creencia de que lo
conseguiríamos con la voluntad y el esfuerzo de la inteligencia, y no
hemos descubierto que hay otra cosa. Con inteligencia y voluntad
se puede conseguir algo, pero no se puede llegar a irradiar, a tener
la verdadera alegría. La verdadera alegría es algo que late en el
corazón de un hombre, que puede existir en un corazón presa de
grandes infortunios. La alegría y el sufrimiento cohabitan en el
corazón humano; los santos dicen que es "el Calvario y el Tabor al
mismo tiempo". Sufren porque son crucificados, pero sufren con
alegría. Si cabe sospechar cuál fue el sufrimiento de Cristo durante
su pasión, fue ciertamente pensar que el amor no es amado.
Los seres que han encontrado la intimidad con Dios han resuelto
infinidad de problemas; no los han resuelto todos, porque los
problemas siguen siendo los mismos, pero al menos lo tienen todo
para resolverlos, y no conseguiréis desconcertarlos de ningún
modo. El que ha encontrado la intimidad con Dios, aunque le
persigáis e incluso le turbéis considerablemente, esperará tener
cinco minutos de recogimiento, encontrará el contacto con Dios, y
por eso mismo la alegría y la paz. Esos hombres poseen el secreto
de la felicidad. Ello no quiere decir que no sufran tanto, y a veces
más, que los otros; basta que miréis la vida de los santos, sufren
pero, en definitiva, son felices. ¡Si por lo menos retuvierais esto:
sólo las personas felices pueden evitar ser malas; sólo las personas
felices pueden amar a los otros! De lo contrario, no se ama;
creemos que amamos, pero amamos con un esfuerzo de la
voluntad, no es un amor que brota de lo hondo del corazón. Por eso
digo muchas veces a los cristianos: "Si no habéis llegado a la
intimidad con Cristo, el verdadero deseo de estar con él, entonces
no podréis ser felices". Y creo que esto es lo que más nos falta en
Occidente.
La mayoría de los cristianos, sean progresistas o integristas,
carecen de alegría. Algunos tienen lo que llaman una fe muy sólida,
muy intelectual; otros carecen de eso; pero la mayoría han perdido
el contacto con la persona de Cristo. Y un cristiano que no se
relaciona con Jesucristo; que no es capaz de hablarle, de
escucharle, no es un cristiano sólido, aunque tenga una fe profunda
y tradicional, aunque sea muy generoso. Un cristiano es alguien que
desea verdaderamente encontrar a Jesucristo, que tiene sed de él;
esa es nuestra originalidad frente a cualquier otra creencia. Pensad
en un musulmán, pensad en un marxista, pensad en un budista; lo
que constituye su doctrina y su fe es que estudia la vida de
Mahoma, la vida de Marx, la vida de Buda; pero ninguno dirá al
entrar en su casa por la noche: voy a hablar con Mahoma, voy a
hablar con Marx, voy a hablar con Buda. Nosotros, en cambio,
tenemos la posibilidad de encontrar a Jesucristo. Y, ¿qué hombre
dirá: lo he dejado todo por Marx? No; dice: doy toda mi vida. En
cambio san Pablo dirá: Por él lo he perdido todo. Es un rostro que
nos ha seducido; por él lo he perdido todo y he venido aquí. Este
contacto con Jesucristo es lo que hace un santo, un hombre que
busca, que le busca. Podéis pasar junto a un santo sin percataros
de ello. No se le advierte; está muy oculto. No os dais cuenta de que
apenas tiene unos instantes libres, reanuda el contacto con Cristo.
Buscar a Jesucristo es un poco como la radio. A menudo hay
parásitos; la escucha no es buena; pero con paciencia, con mucha
paciencia, se logra captar la palabra del Salvador; y cuando se la
ha oído dos o tres veces, no se puede prescindir de ella y se busca
incansablemente la palabra de Dios, el cielo.
Para terminar, os diré que hay en nuestra vida una situación
particularmente privilegiada en la que poder encontrar a Jesucristo:
la desgracia. Quizá haya entre nosotros personas que la conocen.
Cuando nos visita, sabemos lo que es clamar a Dios. Cuando se
considera la vida de los santos y se dice: "¡cuántas gracias han
recibido!; ¿cómo pudieron conseguirlo?", es que quizá no se ve el
peso, la profundidad de su súplica y de su desgracia; porque para
tocar el corazón de Dios, es preciso llegar ahí; es preciso que Dios
vea que es demasiado. Demasiado, es demasiado; entonces Dios
no puede menos de responder. Vamos a pedirle a Dios que se
digna socorrernos: ¡Ah, si rasgases los cielos y descendieras!
Simone Weil dice: "Si hay verdaderamente deseo, si el objeto del
deseo es verdaderamente la luz, el deseo de la luz produce la luz".
El deseo orientado hacia Dios es la única fuerza capaz de elevar el
alma. Más exactamente, es Dios solo el que viene a adueñarse del
alma y la eleva; pero sólo el deseo obliga a Dios a descender; no
viene más que a quienes se lo piden. El Señor no puede menos de
descender a quienes le piden frecuentemente, mucho,
ardientemente. Es la gracia que os deseo.
Esta instrucción, como la siguiente, la dio Jean Lafrance en el
curso de un retiro, y hasta ahora no se había publicado.
* * * * *
II
¡CHISSS! ¡NO HAGAS RUIDO!
M/SILENCIO: En silencio, María se prepara a acoger a Jesús.
Este recogimiento es muy importante, pues la liturgia lo subraya: "El
mismo silencio es para ti alabanza y súplica". Para este silencio de
María, he tomado tres puntos. Primeramente el silencio de María
hasta la anunciación, hasta la encarnación; luego el silencio
mientras que llevó al niño; después el silencio del final de su vida,
desde el cenáculo hasta su muerte. Hay otros silencios en la vida de
María, por supuesto, pues siempre fue silenciosa y estuvo atenta.
Pero los tres silencios que acabo de mencionar marcan
verdaderamente tres etapas de la vida de la que siempre estuvo
atenta al misterio de Dios.
Ante todo el primer silencio de María antes de la encarnación. El
silencio dice relación a la palabra. Porque María debía acoger a la
palabra de Dios hecha carne, debía ser más que nadie silenciosa.
Sabéis bien que Dios no es hablador. Dios no habla para no decir
nada. Es lo que le distingue de nosotros, hombres infelices.
Debemos reflexionar con frecuencia sobre esto los que estamos
encargados de dar la palabra al mundo. Cuando un hombre habla,
expresa pensamientos, ideas, sentimientos; pero sin expresar el
fondo de su ser. En cambio, cuando Dios habla, no puede decir más
que el fondo; no puede decir más que a su Hijo, su misma
sustancia, como dirá la carta a los Hebreos en el primer capítulo:
Dios, después de haber hablado muchas veces y en diversas
formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos días
que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo... resplandor de su
gloria, imagen de su sustancia. Cuando el Padre ve delante de él a
su Verbo, su Palabra, ve un reflejo de su gloria y ve al mismo tiempo
su sustancia, lo que constituye el fondo de su ser.
El drama de los hombres es que no decimos lo que hacemos ni
hacemos lo que decimos. El drama de un padre, el gran sufrimiento
de un padre, es que no está totalmente en su hijo; y muy a menudo,
hacia los diecisiete años, el hijo quiere absolutamente separarse del
padre. Cristo es el único ser que ha coincidido perfectamente con
su Padre. Permitidme decirlo —no es teológico, pero os dará luz—,
es el único hijo que no ha tenido problema de padre. Nosotros, en
cambio, hemos tenido problemas de padre a pesar nuestro. La
psicología se encarga suficientemente de decirlo. Debemos callar,
la Virgen calló, porque la palabra es engañosa. Resulta paradójico
que un predicador diga que hay que callarse, pues él precisamente
no se calla. Pero lo interesante en la predicación no es tanto lo que
dice la persona. Los padres de la Iglesia lo subrayaban: "No
prestéis demasiada atención a lo que digo, sino prestad atención a
lo que no digo, a ese misterio hacia el que intento llevaros". Los
predicadores no consiguen siempre mover el corazón de la gente.
La palabra que dice un sacerdote, ya sea en la predicación ya en el
diálogo personal, sólo fructifica si está movida por la gracia. De ahí
la importancia de quienes viven entregados a la oración, pues piden
que esa palabra se vuelva activa, portadora de savia.
Toda la vida espiritual nos dirá que para oír al Verbo de Dios hay
que callar. El silencio de la Virgen antes de la anunciación era un
silencio relativo a esta espera del Verbo. El que vendrá mucho
después, Juan de la Cruz, dirá: "El Padre no dice más que una
palabra, su Hijo, su Verbo. La dice en un silencio eterno, y en
silencio ha de escucharla el alma". He ahí por qué es preciso que
seamos tan silenciosos como la Virgen.
Recordemos los dos movimientos de nuestra oración. Hay días en
los que se suplica, se clama muy fuerte a Dios; y hay días en los
que prácticamente se reduce uno al silencio. El hombre debe estar
en silencio para acoger su Palabra. Para acoger esta Palabra,
María tenía necesidad de un silencio tal que se vació de todo
pensamiento, de todo deseo e incluso de toda espera. María se hizo
silenciosa. Mejor, el Padre la puso como en silencio total ante él, a
fin de que un día pudiese recibir a esta Palabra, a este Verbo. Poco
a poco se habituó a ser silenciosa; por eso tenemos que mirarla, a
fin de escuchar la palabra de Dios que le habla en las Escrituras.
Poco a poco aprendió ella ese silencio que es vacío de sí para la
Palabra, para Dios. El peligro de las técnicas orientales es que, en
el fondo, corren peligro de vaciar un ser sin permitirle llenarse de la
vida de Dios. Nosotros aceptamos un cierto vacío porque sabemos
que Dios nos colma. Lo dice san Juan de la Cruz: "Hay que pasar
por la nada para hallar el todo". En un momento dado, cuando ha
pasado por ahí, dice: "Mía es la tierra, mío el cielo, mía la Virgen,
mío..."; toda la creación le corresponde; pero como purificada, como
una creación en la que no ha puesto su mano. Esto es muy
importante para nuestra vida espiritual; en particular para el ámbito
que conocemos, ya sea el ámbito de nuestros bienes humanos, de
nuestros bienes afectivos... ¡Cuánta necesidad tenemos de
desprendernos para encontrarlos!
Así pues, la Virgen es toda silencio. Poco a poco ello había de
llevarla a un silencio más profundo, como dice el padre Raguin:
"Cuando Dios pensó que ella, según sus fuerzas, había practicado
bastante ese silencio, la sumió en un silencio más profundo aún". Y
María era entonces más silenciosa que todo el pueblo. En la vidriera
de Chartres, la Virgen está en lo alto del tallo de Jesé. Todos los
profetas, Abrahán.... pecadores o no, están allí, y son ellos quienes
dan a María. La Virgen está allí como preparada por Dios de una
manera muy especial, gratuitamente. "Tú has concebido a María sin
pecado, preparándole ya todas estas gracias por los méritos de tu
Hijo, de su pasión gloriosa". Hay que contemplar con frecuencia a
María en todos los dones que ha recibido de Dios: la inmaculada
concepción, la maternidad divina, la asunción. Todos esos dones
son gratuitos, como ella misma lo dice: Mi alma glorifica al Señor,
porque se ha fijado en la humilde condición de su esclava.
Sin embargo, si los dones de Dios son gratuitos, no son
arbitrarios. Algo había en María que seducía al corazón de Dios. Se
trata de un misterio que hará decir a Teresa del Niño Jesús: "Si Dios
hubiera encontrado un alma más humilde aún que la Virgen, la
hubiera colmado aún más de dones". Pues bien; lo que sedujo a
Dios, creo que es justamente la pobreza, su humildad, su fe, su
confianza. Cuando Dios encuentra un ser totalmente despojado de
sí mismo, puede colmarle de dones. Tal es la humildad de la Virgen,
su silencio. Cuando se dice que nuestra Señora estaba en la cima
de la humildad, ello quiere decir que había entrevisto un tenue
destello de la santidad de Dios. Una vez que se lo ha visto, ¿cómo
seguir creyéndose alguien en la tierra? La humildad es lo opuesto
del complejo de superioridad y del complejo de inferioridad, miradas
posadas en ti, mientras que la humildad es esencialmente mirada
posada en Dios. Comprenderéis mejor, como María, que Dios es
grande, que Dios es santo y que ha puesto los ojos en su humilde
esclava; menos podréis mirar otra cosa. Por eso ella fue colocada
en un silencio de total disponibilidad.
Este silencio se produjo en ella a partir del momento en que se
percató de lo que Dios quería decirle. Hay una expresión que se
repite dos veces a propósito de María en san Lucas, en el capítulo
2, versículos 19 y 51: Maria, por su parte, guardaba todas estas
cosas, meditándolas en su corazón. María calla, yo creo que eso es
el sentido mismo de su virginidad. Sin embargo, da una respuesta
que es una pregunta; esas palabras que harán correr tanta tinta
entre los exegetas desde san Agustín a Cayetano: ¿Cómo será
esto, pues no tengo relaciones? Ella dijo, y todos los exegetas lo
repiten en pos de ella: "¿Cómo será esto, puesto que no espero mi
plenitud de mujer de entregarme a un hombre mortal?". Ella
recuerda: Tu esposo será tu creador (Is 54,5). Hay que contemplar
a menudo esta virginidad de María, porque no podemos
comprender nuestro propio misterio de virginidad más que a la luz
de la virginidad de María.
/Lc/01/28 M/VIRGINIDAD: Se dice a veces que vivir la castidad
en la virginidad es amar a Dios más que a todas las cosas. Es
cierto; sin embargo, no es más que una parte muy pequeña del
misterio de la virginidad. El misterio de la virginidad es
esencialmente para María la toma de conciencia de las palabras del
ángel: Alégrate, llena de gracia—hay que detenerse largo tiempo en
estas palabras—, porque el Señor está contigo. Cuando alguien
oye alguna vez en su vida "estás lleno de gracia", creo que no
puede decir gran cosa; es introducido en un silencio absoluto. Si
alguna vez habéis sido amados en vuestra vida, sabréis lo que esto
quiere decir: no es posible ya hablar. ¿Qué quiere decir "estás llena
de gracia"? Nosotros pensamos en la plenitud de la gracia, en la
gracia santificante. Esa noción es prácticamente desconocida del
Antiguo Testamento. Para el Antiguo Testamento decir "estás llena
de gracia" quiere decir: "Alégrate; eres la amada de Dios". Moisés
había dicho: He encontrado gracia ante tus ojos. ¡Encontrar gracia
ante los ojos de Dios! Cuando una persona ha escuchado esto una
vez, ¿cómo puede no sentirse turbada? Se dice textualmente: Ante
estas palabras, María se turbó. ¿Por qué se turbó? Porque se
preguntaba de dónde venia aquel saludo. Ella tenía la mirada
centrada únicamente en Dios, no en ella. Es un misterio; eso se le
ha concedido gratuitamente.
Nosotros no estamos hechos así. Por habernos marcado el
pecado, estamos centrados en nosotros, y no es culpa nuestra.
Cuando se comienza a comprender que en nuestra vida hay un
noventa y cinco por ciento de desgracia y miseria y un cinco por
ciento de pecado —pero, entonces, hay pecado—, nos quedamos
con que hay un noventa y cinco por ciento de desgracia que no
hemos escogido. Entonces comenzamos a comprender el He venido
para los pobres y los pecadores. Cuando María oyó: Tú eres la
amada de Dios, comprendió que no podía hacer otra cosa que
entregarse a Dios en cuerpo y alma. Cuando se es tan amado por
Dios, por aquel que vela por cada instante de nuestra vida, que
cuenta cada uno de nuestros cabellos, no es posible, no es posible
ya darse a un amor humano.
VIRGINIDAD/FUTO: Hay que haber descubierto este amor de
Dios para entrar en el misterio de las nupcias eternas. Si no
estamos un poco quemados por este fuego del amor, otro fuego
nos quemará un día, el fuego de las pasiones. Decía un teólogo:
"Los... hombres que se consagran al misterio de las nupcias eternas
son personas que arden a treinta y nueve y medio". Habitualmente,
las personas en general viven a treinta y siete grados; se vive a
treinta y siete grados; esa es la temperatura normal. Pero cuando
somos tocados por Dios, se arde a treinta y nueve. No tenéis más
que ver a un joven que entra en la vida monástica o a una joven
que se hace religiosa; no es posible que no arda a ese grado; se ve
que hay algo. Eso único que puede empujarnos a hacer, a..., no a
despreciar el amor humano, porque es algo espléndido —me
apresuro a decirlo en seguida, y no cabe desacreditarlo—, sino a
dejarnos poseer por otro amor más profundo, más invasor. Si no se
arde con ese amor, se corren todos los peligros en el plano de la
castidad... Hay que ser un poco místico; no es posible aguantar de
otro modo. Monseñor Lustiger, escribiendo a sus seminaristas,
precisaba: "Yo no llamaría a un joven al sacerdocio si no posee
alguna experiencia de Dios". Cuando la Virgen comprendió: Tú eres
la amada de Dios, sólo pudo responder: "No conozco varón ni
deseo conocerlo". El silencio en aquel momento, el silencio que ella
vivió, es el silencio mismo de la virginidad, que hace que un ser se
reserve totalmente para Dios. El silencio es el alma de la virginidad,
en el sentido de que quien acepta entrar en ese misterio acepta no
ser más que para Dios: Tú eres la más hermosa de las mujeres.
María lo comprendió y busca ser únicamente para Dios.
La espera de María no es lo que podemos llamar una espera
suplicante. María, por tener a su cargo todo el orden de la
misericordia, espera con la Iglesia. Y la suplicamos constantemente,
pues la segunda parte del avemaría dice: "Ruega por nosotros,
pecadores". María era pura espera, porque en sus deseos había
alcanzado tal conformidad con la voluntad del Padre que su deseo
estaba, como dicen los Padres, más allá de todo deseo. Para recibir
la palabra de Dios en toda su amplitud, era preciso que el silencio
de María fuera llevado a ese grado que nos resulta difícil concebir.
Ese silencio de María culminó en el momento en que le dijo a Dios:
Hágase en mi según tu palabra, es decir: "Yo desaparezco a toda
palabra humana para dar la preferencia a tu palabra". La
preferencia permanente dada a otra palabra distinta de la nuestra
es la fe. Pensad en Abrahán cuando Dios le dice: "Yo te doy un hijo;
ve y sacrifícalo en la montaña". Sí hubiera seguido su pensamiento,
hubiera dicho: "Tengo derecho a tener un hijo, puesto que me
prometes una descendencia por él. ¡Y ahora me ordenas
sacrificarlo!" En la vida religiosa llegará un día, no sé cuándo, en el
que tengáis que hacer este acto de fe de Abrahán: ofrecer lo que
de más querido tenéis. Exteriormente todo nos dice lo contrario; y
puesto que se nos dice: "¿Es que vas a hacer eso?", podríais
seguir vuestra idea diciendo: "Bueno... tengo derecho a pensar". Sí;
tenéis derecho a pensar; pero ya no estáis en la fe. La fe es
justamente aceptar ser sacado del camino por un pensamiento
distinto del nuestro. Pero fijaos bien en lo que se os pide. A veces
se utiliza este argumento de la fe cuando se quiere obtener de
alguien sumisión. Pero la fe no ha de ser un medio para obtener
cualquier cosa. Es un medio de santificación, no un medio de
gobierno. Lo que se le pide a María, como a Abrahán, no es
resignación, ni voluntarismo ni heroísmo, sino creer—¿Cómo será
esto?—que, entregando a Dios esta afectividad, el Señor
intervendrá. Esa es la respuesta; el ángel dice: "Voy a darte un
signo, y hasta dos. Isabel, tu prima, que era estéril y que es
anciana, va a traer al mundo un hijo; tú tendrás dos signos. ¿Por
qué? Porque nada hay imposible para Dios". Creo que a María le
impresionó mucho esto: Nada hay imposible para Dios. Cuando se
comienza a comprender que nada hay imposible para Dios, se
puede decir: Hágase en mi según tu palabra. La fe de María se
apoyó en esa roca.
Cuanto más se acerca el hombre a Dios, más tiene la sensación
de estar separado de él por un abismo. Es cierto; y de cada lado del
río hay que echar un puente. Del lado de Dios hay que hacer
pilares de hormigón: fe en su potencia, en el amor misericordioso,
en su amor. Del lado del hombre, humildad, por la cual el hombre
acepta ser pobre. Encima se echa un puente, que es únicamente el
puente de la confianza. Hay que rezar mucho a María para pedirle
confianza. No se le pide la confianza a Cristo. Se le pide: "Aumenta
mi fe". Lucas muestra claramente que María creció en la fe a lo
largo de todo su peregrinar terreno. El concilio dirá prácticamente lo
mismo: "Ella creció en la fe". He ahí el Hágase en mi según tu
palabra. "Ningún miedo, ningún rechazo viene a turbar la obra de la
gracia".
VD/PIDE-IMPOSIBLES: No temas. Cuando Dios le habla al
hombre, la tentación es tener miedo. Y no tenemos nosotros la
culpa lo repito. Cuando se ha comenzado a comprender esto, no
nos culpabilizamos por nada en la vida. Estamos hechos de tal
manera que cuando Dios se nos acerca, sentimos miedo. Es así.
Entonces Dios dice en seguida: "No temas". Siempre que Dios le
pide algo a alguien, se trata de cosas que no es capaz de cumplir.
Pide cosas imposibles. En mi vida, me pide siempre cosas
imposibles. Y mi tentación es rehusar diciendo: "No puedo, no tengo
medios". Entonces Dios tiene cuidado de advertirnos cada vez que
nos pide algo de ese orden, telefoneándonos en cierto modo. Nos
hace escuchar una señal; y esa señal es: "No tengas miedo; yo
estoy contigo"; es una certeza. Entonces poco importa lo que se nos
pide: "Yo estoy contigo". "Ningún miedo, ningún rechazo, viene a
perturbar la obra de la gracia; su corazón está lleno de inefable
espera; ofrece a Dios el silencio en el que habita la palabra".
M/ZACARIAS ZACARIAS/M: El primer silencio de María es el de la
espera; el segundo, el de la atención. La Virgen está del todo
atenta a esta palabra de Dios que toma carne en ella. Para
nosotros es también esto muy importante. Debemos estar recogidos
para tomar conciencia de la inhabitación en nosotros de la
Santísima Trinidad. Isabel de la Trinidad dirá: "Debemos
permanecer en un silencio divino". No un silencio que venga de los
hombres, sino un silencio que viene de Dios. María está atenta;
presta atención a lo que sucede en ella, sumida en un silencio más
profundo en aquel momento. Cuando una madre espera un hijo,
fácilmente os comunica sus esperanzas y desesperanzas; imagina a
su niño de una u otra manera, con el rostro del padre o con el de
ella. En el fondo, María no podía imaginar lo que era aquel niño,
pues sabía con toda claridad que el padre era el Padre del cielo,
porque el Espíritu lo había concebido en ella. No podía pensar un
instante en ello; estaba instalada en un silencio total; podía...
experimentar que el Padre velaba por ella, que el Padre se ocupaba
de ella; pero no podía pensar otra cosa. También eso supone que
vive en un acto de fe extraordinaria; la fe que no tuvo Zacarías. Los
dos relatos de la anunciación a Zacarías y de la anunciación a
María están construidos siguiendo el mismo modelo. La falta de fe
de Zacarías es el símbolo de la incredulidad de todo el Antiguo
Testamento. Zacarías no puede creer. María, en cambio, accede,
asiente. Zacarías se queda mudo, no puede hablar, mientras que la
Virgen puede pronunciar lo que se llama su confesión de fe en el
Magníficat cuando dice: Mi alma glorifica al Señor. Lucas ha
construido bien su relato; hace decir por Isabel, mujer de Zacarías:
Dichosa tú, que has creído; tú has tenido fe; y sobreentiende, "mi
pobre marido no la ha tenido, y ha quedado mudo"; porque estar
mudo es no poder confesar la propia fe. Todo acto de fe en la
Iglesia, según Urs von Balthasar, tiene su origen y su raíz en el acto
de fe de María, en la confianza de María.
Durante aquel tiempo María alimenta con su cuerpo al Verbo de
Dios; le da una experiencia al darle un cuerpo. ¡Qué misterio!
Cuando se piensa en las palabras de Cristo, por ejemplo, en la
carta a los Hebreos, capítulo 10, versículo 5: No has querido
sacrificios ni ofrendas, pero en su lugar me has formado un cuerpo,
es la eucaristía, porque existe un lazo muy profundo entre
encarnación, nacimiento y eucaristía. ENC/EU EU/ENC: Es el
misterio mismo del Espíritu, según el punto de vista de los padres
de la Iglesia desde san Juan Damasceno, que dice: "Te preguntas
cómo el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de
Jesús. Pues bien; yo voy, a mi vez, a hacerte una pregunta: ¿Cómo
se formó el cuerpo de Cristo en el seno de María?"—"El Espíritu
descendió sobre ella, y luego hizo en ella lo que hace en la
eucaristía". El lazo lo conocéis vosotros como yo; lo ha revalorizado
el concilio: la epíclesis, la invocación del Espíritu en cada una de
nuestras eucaristías. En su lugar me has formado un cuerpo; María
le dio ese cuerpo a Cristo, ese cuerpo que se formó en silencio. Es
muy importante reflexionar sobre el cuerpo mismo de Cristo cuando
se piensa en la eucaristía. Hay que volver con frecuencia a una
teología del cuerpo, porque nuestro cuerpo es la única forma que
hace que estemos en el mundo. Nuestro cuerpo es muy importante,
y la eucaristía toca nuestro cuerpo.
Llegamos ahora al último silencio, a la última palabra, al cenáculo
con los apóstoles. Si habéis leído Redemptor hominis del Santo
Padre, habréis podido observar que el papa insiste mucho en la
presencia de María en el cenáculo como la que sostiene la
perseverancia, la confianza de los apóstoles en la oración. Para
tener la gracia de la perseverancia en la oración, habéis de pasar
por ella, porque ella tiene la gracia de sostener el valor vacilante.
¡Somos tan versátiles, tan inconstantes! María desaparece después
del cenáculo, se habla muy poco de ella; la envuelve el gran
silencio. Sabemos que Juan la llevó a su casa, pero no sabemos
adónde fue. Poco importa dónde vivió; lo que aquí nos interesa es
su silencio y el silencio que se hizo a su alrededor. En tal
perspectiva, María es siempre la madre de Jesús, que vela por el
crecimiento de la Iglesia y la rodea de su solicitud maternal. Se
comprende que el concilio la haya llamado la madre de la Iglesia.
Ella debe velar por el cuerpo de su Hijo. Se habla muy poco de ella;
es el silencio apacible de la obra realizada. En el Calvario después
de la muerte de Jesús, su silencio es doloroso. Ahora es el silencio
gozoso. Medita todas esas cosas en su corazón, acepta entrar en el
mundo de Dios y aprende a leer su existencia como una obra de
Dios. Ve la mano de Dios a través de cuanto ella ha hecho. Debéis
rezarle mucho para que os enseñe a descifrar la acción de Dios en
vuestra vida.
Por una parte, fue en aquel momento seguramente cuando hubo
de comunicar a Lucas y a otros de qué modo había obrado Dios
con ella. Creo que era menester que el Espíritu fuera dado a la
Iglesia y que los apóstoles tuviesen la experiencia de Cristo
resucitado —pues era poco ordinario—para que ella pudiese
explicarles el misterio de su virginidad. "Como Cristo fue resucitado
por el poder de Dios—san Pablo: Vosotros habéis creído en ese
poder de Dios que ha resucitado a Jesús de entre los muertos—,
pues bien, de la misma manera el Espíritu vino sobre mí y me cubrió
con su sombra, y el poder de Dios se posó sobre mí". El padre
Georges dice: "Personalmente, veo una relación sorprendente entre
la concepción virginal y pentecostés; ¿no es en ese clima, cuando
los apóstoles acaban de recibir el Espíritu, donde María habló de su
concepción virginal y declaró que había nacido del Espíritu?". María
no habló en vida de Jesús, era Jesús el que debía hablar. Pero
habló después, y lo que dijo fueron las cosas como sucedieron. Lo
que ella quería hacer comprender era el deseo de Dios de unirse al
mundo. Por eso María es el modelo de la unión con Dios. Ella la
vivió en lo profundo de su existencia.
Con la resurrección de Cristo ocurrió algo en la vida de María,
porque los apóstoles han sido ya trasformados por la efusión del
Espíritu. María poseía ya la plenitud de la gracia; pero pienso que
en esta gracia, la gloria habitó en ella en aquel momento. Dice san
Pablo en la carta a los Hebreos: Y todos estos, mártires de la fe, no
alcanzaron el objeto de la promesa; porque Dios había previsto
para nosotros una suerte mejor, y aquellos no debían llegar sin
nosotros a la perfección. Sí; María, como, por lo demás, todos los
apóstoles, fue resucitada en vida; vivió a la letra lo que dice Pablo:
llevó la gloria del Resucitado en vasos de arcilla. Esto es muy
importante. Bossuet se preguntaba a menudo: "¿Cómo se las
arregló la Virgen para vivir con semejante peso de gloria?". La
gloria de Dios, en Jesús muerto y resucitado, en María y en cada
uno de nosotros, se ha como replegado.
La gloria causaba miedo en el Antiguo Testamento; no se quiere
ver aquella gran llama, no se quiere morir. Pues en Jesús se ha
como replegado para hacerse humildad, dulzura y amor
misericordioso. El amor misericordioso es otro nombre de la gloria.
Esta gloria habitaba en Cristo en su vida terrestre; pero no se la
veía, excepto en el momento de la trasfiguración; se escuchaba:
Venid a mi, que soy afable y humilde de corazón. También pasó a
María. Creo que puede decirse de María hacia el final de su vida
que habitaba en ella la gloria. Debía ser como ese hombre nuevo,
del que hablan Jesús y Pablo: toda humildad, toda dulzura, con un
amor muy especial a los pecadores. Exteriormente María debía
permanecer aún en el silencio más profundo. Lo que nos enseña a
recurrir a ella es que fue la mujer que se dejó totalmente penetrar,
modelar por el Espíritu Santo. Ella es la mujer del Espíritu. Los
santos sintieron siempre este misterio. Griñón de Monfort dice esta
hermosa frase: "Cuando el Espíritu Santo encuentra a María en un
alma, corre, vuela allí". Existe entre ellos un parentesco, porque
María se dejó invadir enteramente por el Espíritu. Se dejó conducir
por él.
¿Qué es la santidad sino ese dejarse conducir por el Espirita
Santo? Rechazad lo que es mulo, retened lo que es bueno. Cuanto
más se avanza en la vida espiritual más se da uno cuenta de que se
tienen muy pocos puntos de referencia. Ciertamente están los
mandamientos de Dios y de la Iglesia; sabemos bien lo que hay que
hacer y evitar. Pero sobre el detalle de nuestra vida,
cotidianamente, minuto a minuto, en el fondo sabemos muy poco.
Ahí es donde debemos dejarnos guiar, como se decía antes, fieles
a las mociones del Espíritu. Las mociones del Espíritu son muy
delicadas. Sin embargo hay que creer que el Espíritu Santo nos
guía y nos da ese tacto que tenía María, que hacía que sintiera la
acción del Espíritu en su vida. Ella os obtendrá esta gracia, que es
sencillamente aquella de la que habla Pablo. Menciona él la
obediencia de la fe; véase la carta a los Romanos, capítulos 1, 5, 16
y 26. La obediencia de la fe. María hará de vosotros seres
obedientes a la palabra de Dios, al Espíritu.
Sabemos muy poco sobre la muerte de María. La Iglesia apenas
ha hablado al respecto, y no quiere que se hable. Pero lo que
sabemos es que cuantos han sido servidores de María, cuantos han
amado a María—pensad en el padre Kolbe, en Bernardita, en
Catalina Labouré, en todos los santos—, todos esos seres han
experimentado al final de su vida la presencia especial de María.
San Alfonso de Ligorio se vio atormentado toda su vida por los
escrúpulos, vivió ochenta y dos años y fue torturado como no nos
imaginamos. Hacia el final de sus días se preguntaba cómo se las
arreglaría para morir. Y luego experimentó una paz increíble.
Porque había amado tanto a la Virgen, ella estuvo cerca de él.
Podemos estar seguros de que cuando rezamos a la Virgen, ella
está allí, cerca de nosotros, ella nos obtiene la luz para nuestra
vida. No busquemos consuelos en otra parte, ni otra luz que en los
gemidos del Espíritu. Hay que recurrir siempre a él para todo. Y
María es quien nos conduce por ese camino.
* * * * *
III
CONFIDENCIAS
1. Un hombre trasfigurado
Durante mi estancia en la clínica, del 25 de mayo al 5 de junio de
1990, el viernes 1 de junio recibí una llamada telefónica pidiéndome
que fuera a administrar los sacramentos a un amigo, Fernando
Malevache. Ya antes de pascua había intentado verme, pero no me
enteré de sus deseos hasta después. Enfermo de cáncer, se
encontraba en fase terminal. Como mi hospitalización concluía el 5
de junio, le telefoneé, igual que todos los días, prometiéndole
visitarle a mi vuelta. El martes 5, después del mediodía, fui a verle.
Me pidió que le confesara, y le prometí que iría a celebrar la
eucaristía y a administrarle el sacramento de los enfermos el
miércoles seis, a las tres.
A su alrededor había una docena de personas, entre ellas su
cuñada y su amigo Dominique Destombes, que le había
acompañado con gran amistad e incluso ternura durante toda su
enfermedad. Aparentemente no sufría demasiado. Celebré la misa
de los enfermos, escogiendo como primera lectura el texto de la
carta de Santiago. Después del evangelio le administré el
sacramento de los enfermos. Luego comulgó con el cuerpo y la
sangre de Cristo.
Dimos gracias un poco y, como me decía su cuñada, "entonces vi
a un hombre trasfigurado". Me recordaba ella lo difícil que era
explicar la trasfiguración a los niños del catecismo; pero, al mirar a
Fernando después de haber comulgado, ella había visto y
comprendido.
Comprendí entonces cómo un cristiano que vivía la pasión en el
sufrimiento podía al mismo tiempo ser elevado por la gloria y dejar
que su rostro irradiara el gozo de pascua y la gloria del Resucitado.
Él mismo dijo lo feliz que se sentía después de aquella eucaristía y
que era uno de los días más hermosos de su vida.
Le abracé al dejarle, pero con el temor de que muriera entre
grandes sufrimientos, en particular de una hemorragia. Al irme, le
entregué un rosario. Pasé parte de la tarde rezando el rosario a la
Virgen, para que María estuviera cerca de él en su última hora y
suavizara su sufrimiento. Frecuentemente no soy escuchado
cuando pido para que a alguien no se le prolongue la muerte.
Aquí, en cambio, me cogieron la palabra, pues sufrió un
momento; llegó el médico para aliviarle y quedó tranquilo. Por la
tarde moría en paz. No podía creerlo cuando Gerardo Sandevoir me
telefoneó el jueves por la mañana. Verdaderamente estaba
esperando aquella eucaristía para entrar en la dicha del cielo. Las
únicas palabras que pude decir junto a su tumba fueron que
Fernando había sufrido mucho, pero que había muerto trasfigurado
y que el gozo que irradiaba su rostro era ya un anticipo de el del
cielo. ¡Qué grande es el poder de la oración y la comunión de las
almas!
2. Una dolorosa alegría entre lágrimas
Lo que voy a decir ahora es continuación del relato precedente,
pero era del todo imprevisible. Sólo muy raramente tengo el don de
lágrimas, excepto cuando el amor de Dios toca mi corazón y
compruebo la ingratitud, por no decir la indiferencia, de mi pecado.
Sin embargo, el día de las exequias de Fernando fue distinto. Me
apresuro a decir que no califico eso de don de lágrimas, pues hay
mucho de psicología en ello, dada la intensidad de la angustia
acumulada por los resultados del análisis después de mi operación.
No obstante, creo que hay algo espiritual; estoy seguro.
Me sentía muy tranquilo cuando llegué a la iglesia de Beaulieu.
No experimentaba ningún sufrimiento físico. Ni siquiera puedo decir
que me sintiera "triste" por aquella muerte; tan claramente había
percibido el dedo de Dios. Me sentía incluso en paz. De pronto, al
comienzo de la celebración, me vi literalmente anegado en lágrimas,
incapaz de hablar y de unirme a los cantos. No puedo decir que se
tratara de raudales, sino de lágrimas que subían de lo más hondo
de mí mismo y corrían por mis mejillas. Era incapaz de detenerlas.
Como siempre, en caso de apuros, recurrí a la Virgen con el
avemaría; pero sin éxito. Me sentía confundido ante los fieles; pero
acepté lo que no dependía de mí.
Esto duró hasta el final de la eucaristía; sin embargo, en el campo
santo pude hablar. ¿Cómo explicar aquello? ¿Hay que intentarlo
siquiera? Tenía la impresión de que toda la dulzura contemplada en
el rostro de Fernando el día de la eucaristía devoraba todo el
sufrimiento de aquella enfermedad y me partía el corazón como si lo
hubiera derretido. No puedo explicar de otra manera la paz y la
dulzura de aquellas lágrimas, lo mismo en mi corazón que en mi
cuerpo y en mi rostro.
Cualquiera que fuera la fuente de aquellas lágrimas, cuyo origen
no tengo por qué indagar, al menos puedo manifestar el efecto que
surtieron en mí. La comparación que acude inmediatamente a mi
mente es la del día siguiente a un aguacero, una tormenta o un
viento violento; se dice entonces que después de la tempestad
viene la calma. Aquí no hubo ni tormenta ni tempestad, sino una
lluvia suave y penetrante, que aún hoy persiste. Tenía la impresión
de haber sido lavado, tanto por dentro como por fuera, de todas mis
angustias, de mis temores, de mis inquietudes; paz que se mantiene
todavía. Era como un niño que ha llorado a lágrima viva, y en el que
todo sufrimiento ha quedado barrido. ¿Qué decir después de esto,
sino callar y dar gracias?
3. No me queda más que el rosario
Antes de intentar abordar el misterio de mi vocación a la oración,
deseo decir simplemente lo que me queda hoy. He rezado mucho, y
sobre todo suplicado; también he hecho oración permaneciendo
simplemente bajo la mirada del Padre y de Cristo, desahogando mi
corazón con o sin palabras.
Después de todas mis pruebas, sobre todo las de mi salud, la
única oración que sigue "hablando" a mi corazón, que no me cansa
y, sobre todo, que puede durar, es el rosario. Reemplaza a
cualquier otra oración y constituye la música de fondo sobre la que
celebro la eucaristía y recito el oficio.
No sé si medito los misterios, y ni siquiera si los enuncio y los rezo
un poco antes de cada decena. Lo que se ha convertido para mí en
una evidencia es que al decir las palabras del avemaría
pronunciadas por el ángel Gabriel y por Isabel, me encuentro al
punto en el registro de la plegaria, en la oración evocada más
arriba; y eso es todo lo que puedo decir, si bien saboreo más en
particular la segunda parte de la súplica: Santa María, madre de
Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra
muerte...
El único pensamiento que hay en mí entonces es que realizo al
pie de la letra las palabras de san Pablo: No sé orar como conviene;
pero otro ora por mí y en mí, y su oración es perfecta, pues
responde a la oración deseada por Dios mismo. Para decirlo de otra
manera, al estilo de Pablo, creo en lo más profundo de mi ser sin
que yo intervenga; el Espiritu Santo dialoga con mi espíritu y se
dirige al Padre con palabras misteriosas...; pero cuanto digo es sólo
aproximativo. Sé bien que esta oración es la del Espíritu; pero la
única percepción que tengo de ello es que la hace la Virgen. Incluso
si a veces tengo la impresión de que no rezo ni al Padre ni a Cristo,
dejo que la Virgen seleccione ella misma mi oración a cada una de
las personas de la Santísima Trinidad. Para mí lo esencial es orar.
Es cuestión de vida o muerte, de desesperación o de paz, de
angustia o de gozo. Verdaderamente, María lo es hoy todo para mí.
* * * * *
IV
ACTO DE OFRENDA AL ESPÍRITU SANTO
Padre, en nombre de Jesús,
dame tu Espíritu
Trinidad santa, confesamos el poder de Dios, que ha resucitado a
Jesús de entre los muertos, y creemos que el Espíritu fue
derramado en abundancia sobre María y los apóstoles reunidos en
oración en el cenáculo. Te alabamos por la fuerza de lo alto, que
revistió a los discípulos haciendo de ellos testigos de Cristo
resucitado; por los dones y los carismas dados a la Iglesia.
Confesamos también que en el bautismo hemos sido poseídos
por el poder de ese mismo Espíritu, que ha hecho su morada en
nosotros y nos ha identificado con Cristo vivo, convirtiéndonos en
hijos adoptivos del Padre y en templos de la Trinidad santa.
Confesamos también que este Espíritu está encarcelado en
nuestros corazones de piedra y que no puede desplegar en nuestra
vida y en la Iglesia el poder del nombre de Jesús resucitado
mediante signos manifiestos.
Por ello suplicamos a Jesús, sentado a la derecha del Padre, que
acepte rogarle en su nombre, a fin de que nos envíe al Espíritu
Santo. Que ilumine nuestra inteligencia para que descubramos la
voluntad del Padre, que nos dé su fuerza para cumplirla y que
encienda en nuestro corazón el fuego de su amor.
Como el Espíritu nos consagra en la verdad y la santidad,
queremos ofrecerle todo nuestro ser y entregarnos a su acción
creadora y santificadora. Confiamos esta ofrenda a la Virgen toda
pura y toda santa, a fin de que nos obtenga la gracia de obedecer a
todas sus inspiractones.
Puesto que no sabemos orar como conviene y Jesús nos pide
que oremos sin cesar, suplicamos al Espíritu Santo que venga a
orar en nosotros con gemidos inenarrables. Que haga brotar la
oración de lo profundo de nuestro corazón, le cure de todas sus
heridas y nos introduzca en los abismos del amor trinitario
Finalmente, rogamos al Espíritu que despliegue en nosotros el
poder del Resucitado, a fin de que se produzcan curaciones, signos
y prodigios en el nombre de Jesús y de que podamos anunciar con
seguridad la palabra de Dios.
Amén.
* * * * *
V
TESTAMENTO
"Pedid mucho para que me convierta en Oración ante la faz de
Dios. Me ha venido la idea de expresar este deseo en la forma del
texto que sigue. Cuando os enteréis de mi muerte, he ahí mi
testamento" (de una carta).
Tú me sondeas, Señor, y me conoces,
Has puesto sobre mí tu mano.
Tú formaste mis entrañas,
Tú me tejiste en el vientre de mi madre.
Tú conoces mi corazón y cada mañana
Tú me llamas por mi nombre.
Te doy gracias por tantos prodigios:
Soy una obra prodigiosa,
Todas tus obras son maravillosas.
Tú sabes bien que no soy más que oración
delante de tu faz.
Padre, heme aquí, para hacer tu voluntad.
Que todas las acciones de este día
sean contadas como oración.
Que tu Espíritu me conceda el don de
la oración de Jesús.
Sondéame, oh Dios,
conoce el fondo de mi corazón,
Escrútame, conoce mi afán;
Preserva mi corazón del orgullo,
No me abandones a los deseos de la carne,
Mira que mi camino no sea fatal,
Guíame por el camino de la vida.
Yo no soy más que oración delante de tu faz.
(del salmo 138)
Navidad de 1978
JAN
LAFRANCE
DÍA Y NOCHE
Paulinas. Madrid 1993. Págs. 79-122