MIGRACIÓN - TEXTOS
1. INTOLERANCIA/CAUSAS MIEDO/INTOLERANCIA
La incertidumbre ante el futuro, la crisis económica, la calidad de
vida deteriorada, una puesta en cuestión de los valores de siempre y
una praxis política profesionalizada, que conecta mal con la calle,
mantienen en una actitud defensiva y poco confiada al ciudadano
medio, acostumbrado ya a sospechar de todo.
La intolerancia surge cuando se cree que el «otro» quiere
arrebatarnos lo nuestro. De ahí el recelo que se experimenta frente al
que no es del mismo ámbito geográfico, o frente a quien, viviendo al
lado «desde siempre», tiene unas señas de identidad distintas o tiene
otras ideas, por ser de una generación diferente. A todos ellos se les
ve dispuestos a saltar sobre «nuestra» identidad y hacerla
desaparecer. En definitiva, es el miedo el que engendra intolerantes.
Juan Masiá ha hablado del miedo como «raíz de intolerancia» y ha
hecho un catálogo de miedos de los que difícilmente se libra nadie, al
menos de alguno de ellos: miedo a que nos invadan el territorio (el
recelo, por ejemplo, a que construyan viviendas sociales en
«nuestro» barrio); miedo a perder en campo ajeno (la llegada de los
nuevos puede alterar hábitos y costumbres, o cuestionarlos,
simplemente); miedo a que nos alteren el ritmo de vida (la «lentitud»
latinoamericana se (des)califica de vaguería; y la «prontitud»
alemana, de inhumana); miedo a perder el tren por la edad (las
nuevas generaciones, con sus ideas y costumbres, arrumbando con
lo de «siempre»); «miedo a perder poder» (dejar de influir); miedo a
perder la palabra (a los cambios culturales); a perder identidad (a
dejarse cuestionar la vida). Es decir: «Estamos llenos de miedos» y,
por tanto, al borde de la intolerancia2. No está de más caer en la
cuenta de los miedos que nos habitan, para no creernos por encima
del bien y del mal, juzgando a los demás sin compasión.
Aprenderemos entonces a manejar mejor la realidad y procesarla más
evangélicamente, si es que tenemos la convicción de que el evangelio
es «fuerza de Dios para transformar el mundo»3.
Está claro, pues, que, aunque cl concepto de igualdad y respeto a
lo diferente se tenga en la cabeza, vivimos, de hecho, atrapados en la
irracionalidad que provocan tantos miedos. Pero, como el miedo y la
irracionalidad tienen mucho de vergonzoso y de dolor, se tienden a
camuflar en actitudes aparentemente racionales y humanas.
Una de ellas, por ejemplo, es decir que el «otro» (inmigrante,
gitano, ex-preso, drogadicto...) no existe, sólo porque no es fácil de
asimilar a la generalidad. Es decir, se le reconoce, pero «negándolo»
con mil calificativos: analfabeto, inculto, ignorante, insociable...
Existen, pero no se les reconoce en igualad y dignidad; es razonable
dejarlos «fuera».
Otra actitud es reconocer su diferencia, pero sólo formalmente, ya
que para entrar en diálogo con ellos les pedimos que se comporten
como nosotros, hablen nuestra lengua y tengan sentimientos
parecidos. Estamos a su lado desde una cierta superioridad moral, y
nos parece razonable pedirles que se asimilen a nosotros. Se actúa
desde la pretensión de creer que lo nuestro es lo mejor.
Son actitudes que están en los comportamientos cotidianos, pero
también hay filosofías que les dan cobertura ideológicas.
Ambas actitudes renuncian a hacer de la palabra y la comunicación
cauces de acercamiento y alteridad. Y, como funcionan sobre todo en
tiempos difíciles, casi nunca hay diálogo en los conflictos de vecindad;
griterío, todo lo más. La palabra no existe, y la solidaridad se hace
imposible: ¿cómo cubrir, entonces, la carencia y desigualdad
manifiestas en que se encuentran casi siempre los otros? Parece que
sin solidaridad no va a ser posible romper la asimetría en la que
siempre están los diferentes. Sólo la solidaridad puede salvar la
enorme distancia que separa el conflicto de su solución, porque crea
el plus de vecindad necesario para alcanzar la perspectiva del «otro»
y llegar hasta su debilidad e indefensión.
A engendrar solidaridad se nos convoca desde nuestras
plataformas cívicas y pastorales. Pero traer más justicia y convivencia
a la ciudad no va a ser posible sin habilidad y paciencia, desde la
participación y el diálogo, haciendo posible la acogida e integración
de los más indefensos y heridos. Algo podemos hacer frente a su
dolor.
C.
DIAZMARCOS
SAL TERRAE 1993/10 Págs. 716 s.
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2. Juan MASÍA, «El miedo, raíz de intolerancia»: Sal Terrae 959 (Julio-Agosto
3. Rm 1,16; cfr. Andrés TORNOS, «La vida cotidiana, campo de
evangelización»: Sal Terrae 958 (Ju- nio 1993), 437-451.
4. Cfr. José R. LOPEZ DE LA OSA, «El pecado capital de ignorar la pluralidad
cultural»: Sal Terrae 959 (Julio-Agosto 1993), 555-565.
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2. EMIGRANTES DIA-MIGRACIONES
-EN EL DIA DE LAS MIGRACIONES
La Conferencia Episcopal Española, a partir del presente año, ha
fijado la fecha del "Día de las Migraciones" el último domingo de
septiembre. Con este motivo ha elaborado unos materiales con los
que hemos confeccionado esta Primera Página.
Cristo, entre los muchos ejemplos que utilizó para mostrar su
identificación con los pobres, hizo mención expresa de los extranjeros:
"'Fui extranjero y me acogisteis".
El cristiano manifiesta su condición de tal en la vida diaria, en el
talante y el estilo con el que actúa y se desenvuelve. El amor fraterno,
actitud fundamental en todo cristiano, es el que da la verdadera
medida de lo que somos, como personas y como creyentes:
"Seremos examinados del amor", nos recuerda san Agustín. Y la
primera expresión concreta del amor es la justicia. Amor y justicia son
inseparables, y si no van juntos son sospechosos de inautenticidad.
Los más afortunados en la vida no deben olvidar nunca que a la
vida vinieron sin nada, y sin bienes materiales marcharán de este
mundo; el triunfo material nunca puede ser motivo para despreciar a
los pobres. Lamentablemente, siempre habrá quienes caigan en la
tentación del desprecio o, aún peor, que se aprovechen de la
desgracia de los otros para explotar a los débiles.
·Pablo-VI nos recordó que el inmigrante es sujeto de derechos
esenciales: "Habitar libremente en su país, emigrar en el interior y en
el exterior, convivir con su familia en todo lugar, disponer de los
bienes necesarios para vivir; derecho a conservar y desarrollar el
propio patrimonio étnico, cultural, lingüistico; profesar públicamente su
religión, verse reconocido y tratado en su dignidad de persona en
toda circunstancia".
Toda sociedad debe crear marcos legales que garanticen los
derechos de los migrantes al respeto de su personalidad propia, a la
seguridad del trabajo, a la formación personal, a la vida en familia, a
la escolarización de los hijos, a la seguridad social, a la libertad de
expresión y de asociación.
Todo esto no se improvisa ni se consigue de un día para otro. Y
hemos de empezar por una tarea de toma de conciencia de la
situación real de los migrantes y de lo distantes que están de un libre
ejercicio de sus derechos. En la opinión pública han calado una serie
de tópicos lamentables, contrarios al respeto y la acogida de los
extranjeros: se les ve como rivales en el trabajo, se les acusa de
provocar inseguridad, de ser delincuentes, comerciantes de droga...
Si es cierto que pueden darse casos de éstos, todo eso se da
también entre los que no son emigrantes; y, en todo caso, no
podemos juzgar a todo un colectivo por lo que puedan hacer unos
individuos aislados. Por eso hemos de convencernos de que esos
prejuicios son falsos y no responden a la realidad de los migrantes.
Con frecuencia los utilizamos como chivo expiatorio sobre el que
descargar nuestros males, pero eso es radicalmente injusto.
A la Iglesia, a los cristianos, nos corresponde esta tarea educativa
de nuestra sociedad para hacer realidad entre nosotros las palabras
de Jesús: "Fui extranjero y me acogisteis".
La Iglesia es, por principio, signo y vínculo de unidad y fraternidad
entre los hombres; en la Iglesia, hombres y mujeres de toda raza,
lengua y nación somos hermanos, y como tales hemos de tratarnos, si
no queremos traicionar algo tan fundamental de la propia Iglesia, de
la Comunidad de creyentes, del Pueblo de Dios.
Así, aunque la Iglesia no tienen que sustituir las responsabilidades
propias de los gobiernos, sí que podemos aportar mucho en este
terreno, dando testimonio de nuestro carácter "católico", es decir:
universal. En las comunidades cristianas podemos crear servicios de
acogida, acompañamiento, orientación, integración... para los
inmigrantes extranjeros. No basta una cortés y educada tolerancia, ni
sirve para nada un estéril e inútil sentimiento de compasión o simpatía
hacia los inmigrantes: hay que pasar de los sentimientos a las obras.
Especialmente alertas debemos estar en Europa ante ese
fenómeno.
Los gobiernos de la Comunidad Europea están legislando con un
sentido de protección de los trabajadores de la comunidad que, en
ocasiones, es a costa de la marginación de los trabajadores de
países no pertenecientes a la CE. Si es bueno proteger a unos, no lo
es hacerlo a costa de otros. Europa puede caer en el fallo del
elitismo, y eso no sólo es malo para los inmigrantes de otros países,
sino que dice poco en favor de la propia Europa. Ya son muchas las
veces que unos han crecido y prosperado a costa de otros. Ante esto,
los cristianos europeos debemos ser especialmente sensibles y poner
los medios a nuestro alcance para evitar una nueva forma de
marginación, aunque sea bajo la apariencia de protección a los
trabajadores del Mercado Común.
En cualquier caso, el cristiano, en esto como en todo lo demás, ha
de ser capaz de mostrar que vive la vida con otro talante, que su
estilo es diferente, que no se deja arrastrar por la moda, por el
camino fácil o por el interés; tiene que demostrar que es capaz de
interesarse activamente por el prójimo, sobre todo por el prójimo que
sufre.
En algún sentido, el hombre también es "extranjero" en esta tierra,
pues nuestra patria definitiva está junto al Padre.
En esta Día de las Migraciones, pensemos un poco en estos
hermanos nuestros y hagamos todo aquello que esté en nuestras
manos para que su situación sea un poco menos dura, un poco
menos dolorosa.
DABAR 1990/48
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