LLEVAR A LOS HOMBRES A CRISTO

 

Homilía del Papa Juan Pablo II durante la santa misa en el jubileo de los catequistas y profesores de religión, domingo 10 de diciembre de 2000

1. «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos» (Lc 3, 4). Con estas palabras se dirige hoy a nosotros Juan el Bautista. Su figura ascética encarna, en cierto sentido, el significado de este tiempo de espera y de preparación para la venida del Señor. En el desierto de Judá proclama que ya ha llegado el tiempo del cumplimiento de las promesas y el reino de Dios está cerca. Por eso, es preciso abandonar con urgencia las sendas del pecado y creer en el Evangelio (cf. Mc 1, 15).

¿Qué figura podía ser más adecuada que la de Juan Bautista para vuestro jubileo, amadísimos catequistas y profesores de religión católica? A todos vosotros, que habéis venido desde diversos países, en representación de numerosas Iglesias particulares, dirijo mi afectuoso saludo. Agradezco al señor cardenal Dario Castrillón Hoyos, prefecto de la Congregación para el clero, y a vuestros dos representantes, las amables palabras que, al comienzo de esta celebración, me han dirigido en nombre de todos vosotros.

2. En el Bautista encontráis hoy los rasgos fundamentales de vuestro servicio eclesial. Al confrontaros con él, os sentís animados a realizar una verificación de la misión que la Iglesia os confía. ¿Quién es Juan Bautista? Es, ante todo, un creyente comprometido personalmente en un exigente camino espiritual, fundado en la escucha atenta y constante de la palabra de salvación. Además testimonia un estilo de vida desprendido y pobre; demuestra gran valentía al proclamar a todos la voluntad de Dios, hasta sus últimas consecuencias. No cede a la tentación fácil de desempeñar un papel destacado, sino que, con humildad, se abaja a sí mismo para enaltecer a Jesús.

Como Juan Bautista, también el catequista está llamado a indicar en Jesús al Mesías esperado, al Cristo. Tiene como misión invitar a fijar la mirada en Jesús a seguirlo, porque sólo él es el Maestro, el Señor, el Salvador. Como el Precursor, el catequista no debe enaltecerse así mismo, sino a Cristo. Todo está orientado a él: a su venida, a su presencia y a su misterio.

El catequista debe ser voz que remite a la Palabra, amigo que guía hacia el Esposo. Y, sin embargo, como Juan, también él es, en cierto sentido, indispensable, porque la experiencia de fe necesita siempre un mediador, que sea al mismo tiempo testigo. ¿Quién de nosotros no da gracias al Señor por un valioso catequista -sacerdote, religioso, religiosa o laico-, de quien se siente deudor por la primera exposición orgánica y comprometedora del misterio cristiano?

3. Vuestra labor, queridos catequistas y profesores de religión, es muy necesaria y exige vuestra fidelidad constante a Cristo y a la Iglesia. En efecto, todos los fieles tienen derecho a recibir de quienes, por oficio o por mandato, son responsables de los catequistas y de la predicación respuestas no subjetivas, sino conformes al Magisterio constante de la Iglesia y a la fe enseñada desde siempre autorizadamente por cuantos han sido constituidos maestros y vivida de modo ejemplar por lo santos.

A este propósito, quisiera recordar aquí la importante exhortación apostólica Quinque iam anni, que el siervo de Dios Papa Pablo VI dirigió al Episcopado católico cinco años después del concilio Vaticano II, es decir, hace treinta años, exactamente el 8 de diciembre de 1970. El, el Papa, denunciaba la peligrosa tendencia a construir, partiendo de datos psicológicos y sociológicos, un cristianismo desligado de la Tradición ininterrumpida que le une a la fe de los Apóstoles (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de enero de 1971, p. 2). Queridos hermanos, también a vosotros os corresponde colaborar con los obispos a fin de que el esfuerzo necesario para hacer que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo comprendan el mensaje no traicione jamás la verdad y la continuidad de la doctrina de la fe (cf. ib., p. 3).

Pero no basta el conocimiento intelectual de Cristo y de su Evangelio. En efecto, creer en él significa seguirlo. Por eso debemos ir a la escuela de los Apóstoles, de los confesores de la fe, de los santos y de las santas de todos los tiempos, que han contribuido a difundir y hacer amar el nombre de Cristo, mediante el testimonio de una vida entregada generosa y gozosamente por él y por los hermanos.

4. A este respecto, el pasaje evangélico de hoy nos invita a un esmerado examen de conciencia. San Lucas habla de «allanar los senderos», «elevar los valles», «abajar los montes y colinas», para que todo hombre vea la salvación de Dios (cf. Lc 3, 4-6). Esos «valles que deben elevarse» nos hacen pensar en la separación, que se constata en algunos, entre la fe que profesan y la vida que viven diariamente: el Concilio consideró esta separación como «uno de los errores más graves de nuestro tiempo» (Gaudium et spes, 43).

Los «senderos que deben allanarse» evocan, además, la condición de algunos creyentes que, del patrimonio integral e inmutable de la fe, cortan elementos subjetivamente elegidos, tal vez a la luz de la mentalidad dominante, y se alejan del camino recto de la espiritualidad evangélica para tener como referencia vagos valores inspirados en un moralismo convencional e irenista. En realidad, aun viviendo en una sociedad multiétnica y multirreligiosa, el cristiano no puede menos de sentir la urgencia del mandato misionero que impulsó a san Pablo a exclamar: «¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!» (1 Co 9, 16). En todas las circunstancias, en todos los ambientes, favorables o desfavorables, hay que proponer con valentía el evangelio de Cristo, anuncio de felicidad para todas las personas, de cualquier edad, condición, cultura y nación.

5. La Iglesia, consciente de ello, en los últimos decenios ha puesto mayor empeño aún en la renovación de la catequesis según las enseñanzas y el espíritu del concilio Vaticano II. Basta mencionar aquí algunas importantes iniciativas eclesiales, entre las que figuran las Asambleas del Sínodo de los obispos, especialmente la de 1974 dedicada a la evangelización; y también los diversos documentos de la Santa Sede y de los Episcopados, editados durante estos decenios. Un lugar especial ocupa, naturalmente, el Catecismo de la Iglesia católica, publicado en 1992, al que siguió, hace tres años, una nueva redacción del Directorio general para la catequesis. Esta abundancia de acontecimientos y documentos testimonia la solicitud de la Iglesia que, al entrar en el tercer milenio, se siente impulsada por el Señor a comprometerse con renovado impulso en el anuncio del mensaje evangélico.

6. La misión catequística de la Iglesia tiene ante sí importantes objetivos. Los Episcopados están preparando los catecismos nacionales, que, a la luz del Catecismo de la Iglesia católica, presentarán la síntesis orgánica de la fe de modo adecuada a las «diferencias de culturas, de edades, de la vida espiritual, de situaciones sociales y eclesiales de aquellos a quienes se dirige la catequesis» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 24). Un anhelo sube del corazón y se convierte en oración: que el mensaje cristiano, íntegro y universal, impregne todos los ámbitos y niveles de cultura y de responsabilidad social. Y que, en particular, según una gloriosa tradición, se traduzca en el lenguaje del arte y de la comunicación social, para que llegue a los ambientes humanos más diversos.

En este momento solemne, con gran afecto os animo a vosotros, comprometidos en las diversas modalidades catequísticas: desde la catequesis parroquial, que, en cierto sentido, es levadura de todas las demás hasta la catequesis familiar y la que se imparte en las escuelas católicas, en las asociaciones, en los movimientos y en las nuevas comunidades eclesiales. La experiencia enseña que la calidad de la acción catequística depende de una gran medida de la presencia pastoralmente solicita y afectuosa de los sacerdotes. Queridos presbíteros, en particular vosotros, queridos párrocos, que no falte vuestra diligente laboriosidad en los itinerarios de iniciación cristiana y en la formación de los catequistas. Estad cerca de ellos, acompañadlos. Es un servicio muy importante que la Iglesia os pide.

7. «Siempre que rezo por vosotros, lo hago con gran alegría. Porque habéis sido colaboradores míos en la obra del Evangelio» (Flp 1, 4-5). Amadísimos hermanos y hermanas, de buen grado hago mías las palabras del apóstol san Pablo, que la liturgia de hoy vuelve a proponer, y os digo: vosotros, catequistas de todas las edades y condiciones, estáis siempre presentes en mis oraciones, y el recuerdo de vosotros, comprometidos en la difusión del Evangelio en todo el mundo y en todas las situaciones sociales, es para mí motivo de consuelo y esperanza. Junto con vosotros deseo hoy rendir homenaje a vuestros numerosos compañeros que han pagado con todo tipo de sufrimientos, y a menudo también con la vida, su fidelidad al Evangelio y a las comunidades a las que fueron enviados. Quiera Dios que su ejemplo sea estímulo y aliento para cada uno de vosotros.

«Todos verán la salvación de Dios» (Lc 3, 6), así proclamaba en el desierto Juan el Bautista, anunciando la plenitud de los tiempos. Hagamos nuestro este grito de esperanza, celebrando el jubileo del bimilenario de la Encarnación. Ojalá que todos vean en Cristo la salvación de Dios. Para eso, deben encontrarlo, conocerlo y seguirlo. Queridos hermanos, esta es la misión de la Iglesia; esta es vuestra misión. El Papa os dice: ¡Id! Como el Bautista, preparad el camino del Señor que viene.

Os guíe y asista María santísima, la Virgen del Adviento, la Estrella de la nueva evangelización. Sed dóciles, como ella, a la palabra divina, y que su Magníficat os impulse a la alabanza y a la valentía profética. Así, también gracias a vosotros, se realizarán las palabras del Evangelio; «Todos verán la salvación de Dios».

¡Alabado sea Jesucristo!

(Tomado del Osservatore Romano, Nº 50, 13 de diciembre de 2000, pág. 5).