UNA FE PERSONAL ES UNA FE ECLESIAL
José María MARDONES
Miembro del Instituto de Filosofía del CSIC
Madrid
La fe tiene un componente inevitablemente personal, sin el que
se convierte en «seguidismo» ideológico, sociológico, tradicional, o
en imposición coactiva. Para que la fe no se quede en mera
afirmación de creencias, tiene que pasar por el hondón existencial
de la afirmación de la vida. Tiene que poseer el toque interior
profundo e inexpresable y conocer el riesgo de la opción, la
implicación insustituible de la propia persona en el juego de la
existencia.
Pero la fe no es sólo y únicamente personal. O, mejor, por ser
personal, no es asocialmente personal, sino solidariamente
personal, como sucede con toda opción de un ser humano, que es
un ser social. Los cristianos expresamos y vivimos esta dimensión
social, comunitaria, de la fe cristiana diciendo que nuestra fe
personal es una fe eclesial.
Esta eclesialidad de nuestra fe no es un rasgo fácil, una
afirmación verbal, sin más. Está llena de trampas para la misma fe
y de exigencias para quien la quiera vivir de forma adulta, es decir,
consciente y responsable. Ser creyente dentro de la iglesia es una
característica cristiana —un «hábito del corazón» creyente
cristiano— cuya gloria no deja de verse rasgada a menudo por
contradicciones y tensiones.
¿Cómo se vive hoy, en las grandes coordenadas de nuestro
momento, la fe eclesial? ¿Y cómo debería ser vivida? En definitiva,
¿qué es vivir la fe eclesial?
1. Entre el «seguidismo» comunitario y la fe individualista
Estamos asistiendo a un momento socio-cultural en el que
palpamos una sensibilidad religiosa que podría resumirse en la
siguiente caricatura:
Por una parte, crecen los creyentes que se <<montan» la fe a
su gusto, interpretando la doctrina cristiana según su paladar. Se
la mezcla con unas cuantas hierbas orientales reincarnacionistas o
kármicas, que le permiten a uno tener un toque hinduista o
budista; se le añade un poco de esoterismo barato, sacado de la
más vieja y escondida tradición hermética, y se le echa una dosis
de jugo del llamado «paradigma científico último», con alusiones a
la teoría cuántica, al hemisferio derecho del cerebro y a la
constitución hológrafa de la realidad. Si falta un poco de sabor, se
le adereza con una pizca de psicología transpersonal.
Pero lo importante de este plato creyente es la cocción: ha de
ser cuidadosamente pasado por el «turmix» de la interpretación
individual y puesto a hervir en el horno de la afectividad y la
experiencia propia. Se puede compartir, finalmente, con algunos
amigos cercanos, propicios a la degustación de condimentos
semejantes, en alguna sociedad gastronómica íntima que se reúne
en comedores domésticos o salas de herbolarios.
Estos creyentes, según algunas encuestas y estudios, ocupan
un espacio cada vez más amplio, que va, desde el que cree en la
iglesia y su doctrina de un modo flexible, hasta el que cree al
margen o claramente fuera de ella.
Por otra parte, nos hallamos en una comunidad eclesial de
creyentes donde proliferan numerosos grupos que tocan a rebato
en pro de la unidad doctrinal y al apiñamiento en torno a la
autoridad. Se logra así la repetición de fórmulas que, en su
intocabilidad e inconsciencia, parecen decir lo mismo, esto es, lo
que el imaginario simple y tradicional de cada grupo y sus líderes
dicen que dice. Aquí los ingredientes se reducen a la mucha
sumisión, empapada de piedad ferviente y edificante. La referencia
a la autoridad proporciona un gusto por el conformismo y la
disciplina. La cocción tiene lugar en el fuego de la afectividad, la
certidumbre y la seguridad. El resultado es una fe religiosa
inconsciente y atrofiada, aunque parezca ferviente y edificante.
Se crea así un llamado grupo comunitario de fieles que cierra
filas frente a banderas de las que no tiene más idea que los
eslóganes al uso. El resultado es una manada o rebaño de fieles
corderos balando el mismo recital. Son creyentes de iglesia, dentro
de grupos eclesiales. Difícilmente se les puede considerar
creyentes adultos de la iglesia y en la iglesia.
Esta situación desgarrada y polar nos puede servir como
referencia de lo que no es una fe eclesial. La fe a la que
apuntamos debería huir de ambos extremos. Pero, como en toda
realidad, por más triste que nos parezca, ambos grupos están
tratando de comunicarnos algo que es verdadero.
Al mismo tiempo, esta situación nos indica cómo está el marco
institucional en el que se ha de vivir la fe eclesial: se halla en crisis
o, para decirlo más suavemente, bastante perturbado. Hay un
cierto desconcierto ante las nuevas sensibilidades y desafíos, sin
que se hayan logrado unas respuestas positivas y equilibradas.
2. La fe es comunitaria
¿Qué quiere decir este hábito eclesial de la fe cristiana?
Nos recuerda que la fe en Jesucristo es comunitaria. Que brota
de una comunidad o asamblea (ekklesía, ecclesia) de los reunidos
por la fuerza del Espíritu de Jesús para continuar su causa. Tras
Jesús, crucificado y resucitado, surgió el movimiento comunitario
de los llamados a proseguir la causa del Nazareno. Aquí está el
origen de la fe cristiana que nosotros hemos heredado. No la
hemos recibido en directo, aisladamente, en un individualismo
asocial, sino como corresponde al ser humano y a los orígenes
mismos de la fe. La fe cristiana -como toda fe religiosa compartida
con otros- se remite a una tradición. Nos viene rodada, a través de
las vicisitudes de los siglos, por esa nube ingente de testigos que,
según ve ya el autor de la Carta a los Hebreos (cap. 11), se alarga
hasta los albores de la humanidad.
Una visión acertada, porque, si tiramos de la tradición hacia
arriba, no podríamos detenernos si no es en los mismísimos
balbuceos de la humanidad; y, como toda tradición, tiene sus
cumbres no sobrepasadas: para nosotros, la del Señor Jesús.
Tienen razón los comunitaristas frente a los individualistas
liberales, tanto en las cuestiones socio-políticas como en las
religiosas, al afirmar que no existe ese pretendido individuo
poseedor de una opción personal de fe, arrancado de las raíces
nutricias de la tradición y la comunidad. Tal individuo es un ser
falso e inexistente. Existen seres humanos, hijos de otros seres
humanos e insertos en una cultura, en una tradición cultural,
religiosa, etc. Así se engendran también los creyentes: en el seno
de una comunidad que vive, celebra, habla y practica un estilo de
vida remitido a Jesucristo. No es necesario ser cristiano «de
siempre» para entender que incluso los conversos se ven referidos
a esta fe transmitida en y por la comunidad creyente, o iglesia.
Tienen razón, por tanto, los que nos recuerdan hoy —a menudo
con compulsiva y no sana insistencia— la necesidad, no sólo de
ser conscientes de este carácter comunitario, eclesial,
constituyente de toda fe cristiana, sino también de estar orgullosos
de ello. La denominada por algunos gloria de la pertenencia a la
iglesia se funda en esta grandeza: somos hijos en el Hijo mediante
la transmisión y comunicación de la fe en esta cadena comunitaria.
Hay una mediación eclesial en el engendramiento espiritual del
creyente. Por esta razón se usan los símbolos de la maternidad
eclesial respecto al creyente y se solicita una actitud agradecida y
respetuosa respecto a la Madre Iglesia. El creyente vive
alimentado, amamantado por la comunidad de los creyentes por
los que se han comprometido a llevar adelante la causa de Jesús y
a dar testimonio solidario y esperanzado de ella en medio de los
hombres.
La luz fulgurante que procede de esta maternidad espiritual de
la iglesia debe disipar todas las brumas y aun oscuridades que
procedan de la condición humana, excesivamente humana, de la
comunidad de los creyentes. Los fallos y pecados eclesiales nunca
borrarán el hecho de que dicha comunidad representa y actualiza
para los hombres de hoy y de mañana la oferta salvadora,
acogedora, de Dios al ser humano, tal como se presenta, desde
Jesús, en la comunidad de sus continuadores. La gracia —habría
que decir aquí también— sobrepasa al pecado. Hay que vivir más
la gloria de la pertenencia a la iglesia que la distancia critica y fría
de los espíritus ilustrados y, quizá, poco fervorosos. La iglesia es el
lugar de la fe, donde el Espíritu activa incesantemente esa chispa
de vida y de decisión por Jesús que llamamos «fe».
Pero ¿no existe el peligro de que el discurso comunitarista,
férvido y filial, se torne legitimación del lado oscuro y demasiado
humano de la iglesia? Querer acríticamente a la iglesia ¿no se
puede convertir en una estrategia exculpatoria y, por consiguiente,
encubridora y falsa?
Hay que mantener en tensión con la verdad de los
comunitaristas la de sus criticas, proclives incluso al individualismo
de la fe.
3. La fe es personal
El acento en el lado personal, lo sabemos bien, no debería
nunca ser obstáculo para afirmar la eclesialidad de la fe. El lado
comunitario, cuando es sano y auténtico, se conjuga bien con el
personal. Pero, como insinuábamos hace un instante, en la historia
real no se han casado bien ambos términos. A veces el exceso
comunitario ha sido incapaz de reconocer y facilitar las
dimensiones personales, individuales, propias de cada creyente.
Se ha afirmado lo general hasta degenerar en exteriorismo
superficial, hecho de vinculaciones a unas tradiciones, a la
organización, a la autoridad o a las creencias en cuanto meras
afirmaciones doctrinales. Le faltaba a esa fe, para ser real, algo
que quizá se daba por supuesto y que no es nada fácil: conquistar
la conciencia y la libertad, la mente y el corazón del creyente. De
esta manera, nos quedamos con creyentes vinculados, adheridos
al mecanismo humano, cultural, burocrático, organizacional de la
fe. Un verdadero despilfarro espiritual, hecho a base de
expresiones oficiales, convencionalismos en el comportamiento,
pereza interior o temor a salirse de los cauces diseñados
eclesiásticamente.
La afirmación individualista hasta la negación de la
comunitariedad, el «creer en Jesús, pero no en la iglesia»,
responde, en los mil imponderables de cada historia, a la pérdida
de la dimensión personal. Brota entonces, como compensación, la
acentuación contraria: un intento de edificar la fe al margen de
tradiciones muy discutibles, de autoridades impositivas, de
uniformismos castradores de la inteligencia y de la propia
conciencia. En el limite —algo que vemos ocurre en nuestros
dias—, se preparan «menús» individuales a gusto de cada cual.
Nos situamos en el uso y abuso de la tradición y la institución
eclesial. Subjetivismo excesivo o individualismo abusivo, frente a
las adhesiones pasivas y disciplinares frecuentemente acentuadas
y solicitadas por la institución eclesial.
La verdad del individualista nos está recordando que no hay fe
eclesial sana ni auténtica al margen de la profundización
inteligente, del conocimiento interior y de la opción personal
comprometida vitalmente. Cada creyente está llamado a recrear en
términos personales, desde sí y para sí, la fe que ha recibido en la
tradición de los que prosiguen la causa de Jesús. Sin que dicha
causa sea su causa, no hay realmente fe. Lo demás es tener
creyentes en estado de tutelaje y minoría de edad.
Nos vamos dando cuenta de que una verdadera fe eclesial no
quiere decir menos que una verdadera vida espiritual. Y ésta exige
y pasa por la totalidad del ser humano. Especialmente en nuestro
momento, vemos que se debe conjugar la fe personal con la
comunitaria; la referencia a una tradición, comunidad de creyentes,
con la vivencia y penetración personal lúcida y cálida. Veamos
algunos elementos que facilitarían la vivencia y realización de una
auténtica fe eclesial, ya que de este hábito cristiano estamos
tratando.
4. La institución eclesial y la fe eclesial hoy
I/INSTITUCIÓN-FE: Nos movemos entre el comunitarismo
tendente al integrismo y el individualismo ecléctico y disolvente,
decíamos al principio. Un diagnóstico polar que habría que matizar,
pero que el lector sabrá captar en lo que tiene de verdad y de
desafío.
Con este mismo tono de sugerencia, queremos apuntar algunos
aspectos que la iglesia actual, es decir, toda la comunidad de los
creyentes, pero especialmente los que tienen funciones directivas,
podrían intentar poner en escena para facilitar la fe realmente
personal y eclesial. La institución eclesial, como hemos indicado,
es a veces un factor que no ayuda a la verdadera fe eclesial. Estas
distorsiones —comprensibles en una comunidad humana como lo
es también la iglesia— deberíamos esforzarnos por superarlas.
He aquí algunas indicaciones que el lector podrá ampliar y
desarrollar. En su trasfondo laten, implícitos, muchos problemas de
nuestro cristianismo actual. Es inevitable referirnos a ellos al tratar
de analizar con un mínimo de realismo el hábito eclesial de la fe.
-Vivimos la fe en una sociedad y una cultura pluralistas. En esta
situación, la institución eclesial siente el vértigo del pluralismo y la
tentación de ofrecer seguridad a sus creyentes más pobres y
desvalidos. El resultado es un énfasis en el proteccionismo de los
fieles mediante estrategias de afirmación de la doctrina tradicional.
¿No podríamos atender un poco más a la educación de la libertad?
La sugerencia suena así: ofrecer seguridad sin merma de libertad.
- Ante el innegable peligro de disolución ecléctica de la
tradición, la institución eclesial siente la tentación de ajustar cada
vez más las piezas de la doctrina tradicional y de embetunar el
«depósito de la fe y la tradición». Suena la hora, tal vez, de
recuperar el también innegable pluralismo dentro de la iglesia.
¿Acaso una iglesia pluralista no reúne las condiciones para ser
realmente más católica y para conjurar los fantasmas del
relativismo?
-Las instituciones tienen la tendencia a buscar fieles entre sus
seguidores. Esta inercia institucional está presente en nuestra
iglesia. Se quieren creyentes que pertenezcan sin condiciones ni
fisuras a la institución. Pero ¿es esto la fe eclesial o, por el
contrario, no es más bien su negación? El momento actual, que se
dice pluralista e individualista, ¿no representaría una llamada y
una ocasión para un «desasimiento institucional» que facilitara la
fe eclesial en nuestro tiempo? La pervivencia comunitaria, como
nos enseñan las religiones orientales, ¿no se logra mejor mediante
el reforzamiento de la experiencia personal que se comunica y vive
con otros, que mediante reforzamientos institucionales (legales,
doctrinales y rituales)?
-El enemigo de la fe personal es la adhesión pasiva y
disciplinar. Necesitamos comunidades donde el creyente sea
instado y acompañado a la experiencia personal y a la incansable
penetración intelectual y vivencial del Misterio al que apunta la fe.
Necesitamos creyentes con convicciones más fundadas y una fe
más personalizada.
-Un obstáculo a la fe eclesial y personal lo constituye el
eclesiasticismo, la celosa consideración, por parte de los
eclesiásticos, de que la comunidad de fe es propiedad suya que
deben cuidar y velar; y todo lo que se aparte de sus
consideraciones y visiones ya no es eclesial. Pero la iglesia no son
sólo los eclesiásticos. La fe eclesial no es la fe que se espera
eclesiásticamente.
-La fe eclesial es fundamentalmente evangélica: debe
testimoniar el Evangelio de Jesús. Si la comunidad de creyentes no
tiene la misión de manifestar al mundo un Dios que se acerca
misericordiosa y solidariamente al hombre, la fe se evapora. La
verdadera fe eclesial se confronta con el criterio de la misión al
mundo. Sin solidaridad efectiva con los hombres de hoy y sus
miserias, no hay fe eclesial, aunque piadosamente se pretenda.
¿Será demasiado utópico trabajar y esperar que algunas de
estas posibilidades se den en la institución eclesial católica? Quizá
es que no lo hemos querido ni buscado con suficiente ahinco y
perseverancia...
5. El creyente y la fe eclesial
I/SANTA-PECADORA: Volvámonos ahora hacia el creyente.
Éste también se ve amenazado en la ardua tarea de lograr una fe
madura, personal y eclesial. También el individuo tiene su cuota de
responsabilidad por el infantilismo de su fe o por su individualismo
particularista. No todo es determinismo institucional. De todos
modos, el creyente está llamado a mantener en tensión dos
elementos a menudo conflictivos.
- Una fe personal relativamente madura debe ser consciente de
que la comunidad de creyentes cristianos es pecadora. La
denominada «santidad de la iglesia» no le viene dada a ésta por
sus miembros no pecadores ni por una institución sin fallos, sino
que procede de la presencia activa del Espíritu y de la aceptación
personal de ese Espíritu de Jesús. Por tanto, la iglesia real, como
cada uno de nosotros, es santa y pecadora a la vez. La fe
auténtica no buscará, por consiguiente, comunidades o grupos
impolutos o sin debilidades, sino que perseverará en la fe a pesar
de los pecados.
- La responsabilidad ante los fallos y las debilidades de la
comunidad eclesial no hará creyentes evasivos o deseosos de
«abandonar el barco», sino lealmente críticos y denunciadores de
esos pecados. Se necesitará alguna dosis de valentía y resistencia
frente al «qué dirán» eclesiástico para superar el silencio pasivo o
resentido. Y serían de desear autoridades y fieles receptivos a la
voz profética y molesta de los autocríticas. De ese modo, la fe
eclesial tendría connotaciones más realmente humanas que las
puras muestras de aquiescencia a la autoridad.
- La fe eclesial es opción por la causa de Jesús vivida en la
corriente viva de una tradición y una comunidad. No es afiliación a
un grupo ni a una ideología. Por tanto, el creyente que no tenga
una experiencia profunda de Jesús no puede ser verdadero
creyente eclesial; será, a lo más, aspirante, simpatizante o
miembro de una asociación.
- El creyente maduro de fe eclesial tendrá que afirmar
frecuentemente, ante la situación de la iglesia, la mezcla de dolor y
de amor, de rechazo y de adhesión que le provoca. Más realista y
madura que la sola afirmación de la gloria de la pertenencia
eclesial parece la expresión lux mea, crux mea («mi luz y mi cruz»),
o la usada por Marcel Légaut, ma mere et ma croix («mi madre y mi
cruz»).
- El creyente de fe eclesial y personal madura será, sobre todo
en la situación pluralista y cambiante del presente, un buscador de
la verdad, más que un poseedor de la misma. La fe del creyente
actual está llamada a ser más reflexiva y personalizada que antes,
más abierta y firme, más experiencial y desasida, para ser
realmente adulta y poder persistir.
- La fe eclesial requiere un tipo de hombre realmente interesado
en la fe: en el conocimiento y experiencia de Jesús, en la situación
de la iglesia y del mundo que le toca vivir. Sin una fuerte pasión
desatada por la experiencia personal y el acompañamiento
comunitario, es casi imposible la existencia de una fe eclesial firme.
La fe eclesial es don de Dios y respuesta (esfuerzo) personal.
6. Hacia un cristianismo comunitario y personalizado
Lo afirmado hasta ahora es lo siguiente: una verdadera fe
eclesial lo es también personal y supone un cristianismo vivo,
consciente y responsable.
Tan enemigo de la fe eclesial es el individualismo particularista,
falso desde sus presupuestos, como el convencionalismo
comunitario, disciplinar y superficial. La verdadera fe eclesial
requiere creyentes adultos que se tomen en serio la fe, es decir, la
experiencia cristiana. Sin este tipo de personas, hablaremos de la
fe eclesial como de algo deseable, pero que no será realizable; o
aceptaremos, como en todo lo humano, que hay grados, niveles,
procesos...
Ya hemos visto también que a la configuración de una
verdadera fe eclesial no le es ajena la misma institución eclesial. El
modo como funcione la asamblea de los fieles condiciona la
aparición o no de una verdadera fe eclesial. La dimensión
estructural de la comunidad de los seguidores de Jesús facilita o
entorpece la vivencia de la misma fe. De ahí la importancia de que
la autoridad, la organización, el estilo de relaciones y el modo de
tratar con las creencias no entorpezcan la asimilación profunda y
abierta, consciente y responsable de la fe.
Vivimos momentos en los que, si uno echa una mirada
alrededor, descubre con facilidad un mundo religioso —cristiano y
no cristiano— que favorece más la adhesión acrítica y fervorosa
que la inteligencia honda y abierta del Misterio de Dios. Parece
como si la religión sólo propiciara la afectividad descontrolada y la
irracionalidad, o como si su única alternativa fuera la religiosidad
individualista o la pertenencia burocrática y fría. En estos
momentos nos vienen a la memoria las graves palabras de Martin
Buber cuando decía que Dios nos había regalado su revelación,
pero nos había condenado a las religiones.
¿No podría ser el cristianismo, la comunidad de los seguidores y
proseguidores de la causa de Jesús, quien ofreciera la posibilidad
de una fe personal y eclesial, individual y comunitaria, lúcida y
crítica, a la vez que cálida y fervorosa? ¿O tendremos que
resignarnos a la unilateralidad de la piedad inconsciente y ñoña o
a la agresividad del crítico marginado? ¿O acaso elegiremos
prescindir de las instituciones y «montárnoslo a nuestro aire»?...
Perderíamos una ocasión verdaderamente histórica para
prestar una aportación que no parece fácil vayan a prestarla otras
religiones. Hay muchos que tampoco quieren, de hecho, este
cristianismo en nuestra iglesia; pero al menos los que
comprendemos que la fe, la opción por Jesucristo, pasa por este
modo de entender la fe, deberíamos empeñarnos en su
consecución.
La fe eclesial, este «hábito del corazón» cristiano, remueve el
interior de nuestros espíritus y las formas de nuestra institución
comunitaria. Y termina postulando un creyente apasionado y libre y
una organización al servicio de esa fe y de ese hombre, creyente o
no creyente.
Conclusión
Hemos explorado brevemente el carácter eclesial de nuestra fe,
verdadera piedra de toque de la fe cristiana. No hay fe en
Jesucristo que se desconecte de la fe en la comunidad de los que
prosiguen su causa.
Característica o hábito nada fácil cuando se quiere vivir en
serio. No es fácil para la comunidad transmitir ni facilitar una fe
eclesial, tentada como está por el logro de adhesiones pasivas y
disciplinares por la membrecía que solicitan todas las
organizaciones y sus clérigos... Desde luego, no es nada fácil en el
momento actual, ante los peligros del relativismo y el eclecticismo
del medio socio-cultural, que tiende a un individualismo en la fe
exagerado y particularista.
Tampoco es fácil para el creyente individual, amenazado
siempre por la mediocridad humana y tentado de ceder a los
reclamos de la pertenencia convencional. Difícil tarea la de
conjugar la adhesión cálida con la crítica libre; la colaboración
desprendida con la afirmación de la causa del Señor Jesús por
encima de todo; la humildad de los hijos con la adultez de los
emancipados...
Una tarea, más que un logro. Un hábito en proceso abierto, ya
que supone una adultez que combina una serie de dimensiones
polares: una fe muy personal y libre, arraigada a la vez, práctica y
responsablemente, en una comunidad marcada por la permanente
ambigüedad del pecado.
Un fruto, sin duda, del Espíritu.
SAL-TERRAE 1995/01. Págs. 43-53