La “menuda” virtud del pudor se encuentra, en los actuales momentos,
cumpliendo una tarea extraordinaria: ayudar al hombre contemporáneo a superar
una de las más desgarradoras heridas de su vivir cotidiano, la dicotomía
alma-cuerpo. El pudor, en efecto, es aquella virtud que enseña a descubrir y
a preservar la propia intimidad: la intimidad de toda la persona, no sólo de
aquélla física. Dice el Catecismo: “El pudor nace con el despertar de la
conciencia del sujeto. Enseñar el pudor es despertar el respeto de la persona
humana”. Y también: “El pudor preserva la intimidad de la persona.
Consiste en rehusarse a mostrar lo que tiene que estar escondido” (2521).
“Las formas que el pudor asume varían de una cultura a otra. De todas
maneras en todas partes aparece como el presentimiento de una dignidad
espiritual propia del hombre” (2524). Y por último: “El pudor cuida el
misterio de las personas y de su amor” (2522). Y todo esto, hay que decirlo,
no es sólo en favor del alma, sino también del cuerpo. Si se pierde el
sentido del alma, se pierde también el sentido del cuerpo.
Quien tenga dificultad para darse cuenta que nuestras almas están
atropelladas, reflexione sobre lo que nuestro cuerpo reclama. Sobre cómo se
lamenta de estar olvidado. El cuerpo pide participar en el juego. Hay que
escuchar con atención a los muchachos y a las muchachas que van con
frecuencia a la discoteca. Los mayores dicen: “Hay tal ruido que no se puede
hablar, ¿cómo entenderse?” Necios: Es el lenguaje no verbal a ser
activado. La discoteca es el lugar del cuerpo sin alma: del hacer, no del
hablar. Exactamente la misma alma sin cuerpo y el mismo cuerpo sin alma del
resto de la semana.
En los días de semana se habla con las palabras, en la discoteca se habla con
el cuerpo.
Los adultos dicen: “¿Por qué eso de esperar tanto para irse, por qué eso
de no entrar en la
discoteca antes de las once y media?”. Necios: El evento requiere el rito y
el ritual del
acercamiento a la dimensión sólo física sirve para bajar los niveles de
guardia de la
cotidianidad, hay que abrir otras fronteras comunicativas. Nos encontramos en
los mismos
lugares, en el mismo bar, tomamos, comemos la pizza, nos vestimos de una
determinada forma
(nuevos toreros para nuevas corridas). Y cuando estamos “dentro, bueno,
cuando se está dentro, el volumen cierra algunos canales y abre otros. Se
estimula el baile, se evidencia el cuerpo, se
enciende su movimiento, su latir.
Los días comunes de la semana de donde ellos arrancan, los pensamientos
cotidianos que ellos quieren hacer resbalar, son palabras, son discursos, son
relaciones en donde ellos nunca han sido tratados “como personas”. En el
trabajo, en la amistad, en el amor, sus relaciones han sido siempre empapadas
por la razón técnica: el mundo de la materia, el mundo de la economía, el
mundo de la psicología. En resumidas cuentas el mundo de lo experimentable y
medible. Han sido siempre descuidados en la dimensión más profunda: la metafísica,
la religiosa. Aquel mundo no conoce más dimensiones, El mismo se mantiene
lejos y aleja a quienes se le acercan. Aquellos muchachos son seres
desconocidos a sí mismos. La cotidianidad es el lugar en el cual somos
continuamente expropiados de la propia intimidad, del propio misterio, de la
propia historia, es decir del propio dónde y del propio cuándo. Y no hay que
olvidar que cuándo y dónde son las categorías del cuerpo. Su cuerpo -el
cuerpo, la persona de cada uno de ellos- no ha sido tratado como receptáculo
de un misterio, de aquel misterio con nombre y apellido que es cada uno. Alma
y cuerpo no se han alimentado nunca uno del otro. En la discoteca prevalece la
misma lógica: un aquí y ahora puramente físico, todavía sin historia, bien
lejos de cualquier contexto.
La virtud ‘pequeña’ del pudor nos socorre. A cuerpos sin alma no se
pueden ofrecer almas sin cuerpos. Es necesario absolutamente alejar de
nosotros cualquier visión maniquea. Es decir, cualquier punto de vista
fundado en la idea de que el cuerpo es sólo un conjunto de fastidiosos
inconvenientes. Este tipo de mentalidad que -por osmosis- desde el cuerpo se
transfiere a la historia, al mundo y finalmente a toda al realidad, conduce
inevitablemente a dos extremos: la utopía y al desencanto. Los nazismos y los
comunismos, las utopías de nuestro siglo, han pretendido ya (y obtenido)
considerables tributos de vidas humanas; el cinismo, el desencanto, la
aquiescencia, la resignación (que a menudo se traducen en colaboración con
las utopías) están cobrando el resto (y son los demás, millones de
personas).
Santo Tomás, en la Suma Contra Gentiles, ya sostenía que, desde siempre,
después del pecado original, el hombre tiende al maniqueísmo, es decir tiene
la perenne tentación de atribuir el desorden (es decir, el pecado en todas
sus manifestaciones) no a sí mismo sino a la materia, al mal que está fuera
de sí (y tómese nota en esto del sorprendente punto de contacto existente
entre musulmanes y protestantes). “Era bueno, entonces”, concluye con su
candor angelical, “que Dios nos salvara a través de las cosas
materiales”. Agréguense a esto los frecuentes llamados de Juan Pablo II. Él,
por ejemplo, afirma que ‘la separación en el hombre entre el espíritu y el
cuerpo tuvo como consecuencia el afirmarse de la tendencia a considerar el
cuerpo humano no según las categorías de su específica semejanza con Dios,
sino según aquéllas de su semejanza con todos los otros cuerpos presentes en
la naturaleza, cuerpos que el hombre utiliza como material para su actividad
tendiente a la producción de bienes de consumo. En tal perspectiva antropológica
la familia humana se encuentra ante la experiencia de un nuevo maniqueísmo,
en el cual ni el cuerpo vive del espíritu ni el espíritu vive del cuerpo:
ellos están radicalmente contrapuestos (...). Y es así como esta civilización
neomaniquea lleva a mirar la sexualidad humana más como un terreno de
manipulación y de aprovechamiento, que como la realidad de aquel estupor
original que, en el amanecer de la creación, empuja a que Adán exclame
delante de Eva: “Es carne de mi carne y hueso de mis huesos” (Gn
2,23 )2.
Y ésta no es una afirmación aislada. Ya desde el principio de su pontificado
el actual Vicario de Cristo ha recordado que “el hombre es la señal que
transmite eficazmente en el mundo visible, el misterio invisible escondido en
Dios desde la eternidad. Esta señal es el cuerpo. Él es capaz de hacer
visible lo que es invisible: lo espiritual y lo divino. Ha sido creado para
transferir en la realidad visible del mundo el misterio escondido en Dios
desde la eternidad. Ahora bien, el sentido del pudor es instrumento
indispensable para que el cuerpo viva del espíritu y el espíritu viva del
cuerpo. El espíritu humano, en efecto, puede llegar a lo invisible sólo a
través de lo visible; y porque el único “lugar” en el cual lo invisible
se representa, se hace visible y descriptible, es el cuerpo humano en sus
relaciones con otros cuerpos humanos, es justamente a través del
descubrimiento de la específica semejanza del cuerpo con Dios que el espíritu
humano puede llegar a Dios.
Es necesario descubrir que el cuerpo no es externo al espíritu, es la
autoafirmación de él, es su imagen. Lo que compone la vida biológica en el
hombre es también constitutivo para la persona, al punto que la persona se
realiza a sí misma también en el cuerpo. Por esto el cuerpo es expresión de
la persona. Es en él donde se puede ver la realidad invisible del espíritu.
Y no sólo ver, También escuchar. En silencio, escuchar sus suspiros. Y por
el hecho de que el cuerpo es la visibilidad de la persona, pero la persona es
la imagen de Dios, el cuerpo, en todo su ámbito relacional, es a la vez el
espacio en el cual lo divino se representa. Se hace visible. Se puede
describir. Para acercarse al misterio de Dios el hombre necesita ver, tocar.
Necesita detenerse y ver. Necesita, deteniéndose, hacer que este ver se
transforme en tocar.
La rosa y la ortiga
Hay dos formas para no enseñar la virtud del pudor: hacer de ella una pura
teoría o hacer de ella solamente una práctica. Estos dos errores marcan la
diferencia entre la rosa y la ortiga. Hay que proponerse ser rosas: a nadie le
gustan las ortigas.
Y hemos llegado al punto decisivo: la virtud del pudor es la virtud del
sentido del pudor. Como el sentido de justicia, el buen sentido, o el sentido
estético; el sentido de la medida. El sentido del ridículo.
Cuando se habla, por ejemplo, del “sentido de la justicia” se quiere decir
que la persona en cuestión no sólo tiene un buen “conocimiento” de los
principios, de la teoría, de lo que es justo e injusto, sino también -y
sobre todo- que tiene la capacidad de aplicar con facilidad tal conocimiento;
de ver, como por instinto, dónde está la justicia en las situaciones
complejas, no del todo claras desde el punto de vista teórico. Esto es el
punto: la persona que tiene el sentido de la justicia sobresale en las
situaciones extremas. En aquellas situaciones que por ser “extremas” son
representadas no por un solo criterio, por un solo principio, sino por muchos,
a veces aparentemente contrastantes. No hay dudas que un tal sentido de la
justicia no es simple fruto del conocimiento teórico de la moral y del
derecho, sino también, y sobre todo, es fruto de la virtud de la justicia.
Así se trata, entonces, de educar a la capacidad de distinguir con facilidad,
casi por instinto, si es o no púdica una situación no del todo clara. Tal
capacidad, en el caso del pudor, vuelve a conducir casi completamente a la
capacidad de volver a despertar en sí el sentido de vergüenza, una especie
de incomodidad, también emotiva, que en algunos casos llega a tener unas
manifestaciones hasta visibles: nos “ponemos rojos”, nos sonrojamos (es lo
que sucedió a Adán y a Eva después del pecado original; la “virtud
menor” del pudor llegó de inmediato como la sangre a la herida).
Educar al sentido del pudor significa, entonces, enseñar a percibir -también
sensible y
emotivamente-, que se está en una situación lesiva para la propia intimidad.
No es por nada
seguro, entonces, que cuando se dice “no sentir nada” no sentirse incómodos,
esa situación sea
realmente no lesiva de la propia intimidad. Se podrá estar seguros de que sea
así sólo en el
caso en que ordinariamente se desarrolle sobre de sí un “trabajo” de
educación tal que permita
ser delicados y atentos a los valores de la propia persona. Si no fuera así,
la hipótesis que en
realidad se estén sufriendo violaciones sin que nos demos cuenta sería, muy
probable y
tristemente, sólo una hipótesis.
En resumidas cuentas, la muchacha que siente asomarse en si la mujer, que se
da cuenta de que empiezan a mirarla como mujer (que le salen discursos de
mujer, y de mujer son aquellos discursos que le interesan) (y lo mismo vale
por el hombre), una muchacha así, se rebela al tener al lado una mujer
(madre, hermana, amiga) puramente “práctica” o solamente “teórica”.
Que tenga sólo discursos de centímetros o de cortes. Necesita, en cambio, de
una amiga que sea como ella, y que apunte a la santidad. A una teoría se
puede contraponer otra teoría, sin embargo nadie puede refutar una vida. Lo
diré con palabras de monseñor Alvaro del Portillo: “Los más útiles en la
Iglesia de Jesús no son los así llamados hombres prácticos y tampoco los
simples pregoneros de teorías, sino los verdaderos contemplativos, dominados
por una pasión lucidísima e incansable: divinizar y transfigurar en Cristo y
con Cristo toda la realidad creada. No es una paradoja aseverar que, en la
Iglesia de Jesús, sólo la mística resulta verdaderamente práctica”.
Aquella muchacha tiene necesidad de personas que permitan, a quienes las
encuentra, de estar en contacto con el misterio de su existencia: con Dios en
ellas.
Es en la intimidad de la amistad donde se descubre y se reconstruye la propia
intimidad. Si esto no sucede se caerá necesariamente en el discurso de los
centímetros de falda, de cortes, de piel desnuda. Si se abandona la
perspectiva teleológico, necesariamente se cae en un discurso de
“reglas”. la pregunta ineludible es: ¿qué tipo de persona tengo que ser?
Para las morales modernas, fruto de la ilustración, ésta es una pregunta a
la cual nos podemos acercar sólo indirectamente. La pregunta principal desde
su punto de vista se refería a las reglas: ¿cuáles reglas tendríamos que
seguir? ¿Y por qué tendríamos que respetarlas? No sorprende que haya sido
ésta la pregunta principal, si volvemos a recordar las consecuencias de la
eliminación de la teleología aristotélica del mundo moral.
El recurso de la amistad
Ahora, la pregunta arriba formulada encuentra una respuesta sólo en la
amistad: con Dios y con el hombre. Explica Mac-Intyre: ‘El intento para
responder a esta pregunta antes que nada tiene que aclarar a aquellas personas
que no pueden alcanzar su propio bien si quedan en el aislamiento, y que las
relaciones que ellas mantienen con el fin de satisfacer sus necesidades
primarias, son incapaces de aumentar su grado de conocimiento acerca de lo que
sea su bien. Póngase atención en que anterior a este proceso cognitivo está
la secuencia de necesidad que pasa desde aquellas físico-biológicas a aquéllas
de la vida moral (Suma Teológica, 1-11, 94,2). Lo que tiene que
descubrir la persona necesitada de una adecuada educación moral es que lo que
necesita es un amigo que sea un maestro en las virtudes. Para todos los que
son todavía moralmente inmaduros, la necesidad de amigos es absolutamente
necesaria si quieren ser virtuosos (Comentario sobre la Ética, VII,
lect. l), de manera que si alguien quisiera preguntar por qué una persona
tiene que aprender a constituir una relación de amistad, sería suficiente
contestar que a través de la amistad aquella persona aprenderá qué tipo de
persona quiere ser”.
Podrán ser así tuteladas y valorizadas las respectivas peculiaridades.
Muchachos y muchachas empezarán a saber que son psíquicamente distintos. Es
todo un lindo caminar a lo largo de un mismo camino: el descubrir la propia
intimidad, junto con la conciencia de la unidad de la persona, conduce a la
defensa de la intimidad de su propio cuerpo. Si descubro que soy misterio,
evidentemente la tendencia a esconder los valores sexuales y la vida sexual
será el camino natural apto a descubrir los valores de la persona misma, el
modo adecuado de hablar de la realidad de la persona en cuanto misterio. De
esta forma nos hacemos capaces de donarnos. El pudor pone en evidencia el
valor de la persona, no en una forma abstracta, sino de modo concreto, ligado
a los valores del sexo si bien al mismo tiempo superior a él.
Es así como “el pudor regula las miradas y los gestos en conformidad con la
dignidad de las personas y de su amor” (2521); “inspira la elección del
vestuario. Se rebela contra la exposición del cuerpo humano en función de
una curiosidad morbosa de cierta publicidad, o contra el requerimiento de unos
mass media a ir demasiado lejos en revelar confidencias íntimas. El
pudor dicta una manera de vivir que permite resistir a las sugerencias de la
moda y a las presiones de las ideologías dominantes” (2523). Porque no
existe sólo un pudor del cuerpo sino también de los sentimientos,
“mantiene el silencio o la discreción allí donde pueda aparecer el riesgo
de una curiosidad morbosa” (2522).
Con una amiga se puede cumplir la necesaria evaluación de nuestros propios
comportamientos prácticos; ella se encuentra en la intimidad de la otra
persona, ha sido admitida, y por eso puede emitir un juicio práctico de
conformidad entre la intimidad de la persona y la intimidad de la situación,
juicios que, si nos esforzáramos en hacerlos ‘absolutos’, harían
inevitablemente caer en el ridículo.
Responsabilidad de la mujer
Se habrá notado que los ejemplos reportados, las situaciones descritas, son
casi siempre referidas al género femenino. No es sólo casualidad. No creo
que la mujer tenga una responsabilidad más grave: creo, más bien, que la
mujer sabe lo que el hombre no sabe. La Iglesia, al contrario de como se dice
a veces, no atribuye ‘la culpa’ a la mujer. María Goretti no tenía
ninguna responsabilidad en los “deseos” de su agresor. Simplemente se
dirige a la mujer, porque sabe que ella puede llegar allá donde el hombre no
puede, a veces, ni siquiera intentarlo.
Digámoslo con la Sagrada Escritura. El Éxodo enseña que con lo que se
adorna a nuestras esposas y a nuestras hijas nos construimos los ídolos que
adoramos. “El pueblo, viendo que Moisés tardaba en bajar de la montaña, se
agolpó alrededor de Aarón y le dijo: Haznos un Dios que camine al frente de
nosotros, porque no sabemos lo que le haya sucedido a aquel Moisés el hombre
que nos hizo salir de Egipto. Aarón les respondió: Saquen los aros de oro
que llevan sus esposas y sus hijas y tráiganmelos” (Éxodo, 32,
1-20). Quien tiene brújula en el corazón, quien sabe adorar a Dios (y por
ende, reconoce quién es Moisés), no adora a sus criaturas. Quien duda de que
Moisés viva (que Dios viva) quiere ídolos. Y el proceso idolátrico empieza
desde “la flor y nata”, desde la última creatura, la mujer. Nótese bien:
son sus pendientes, sus gracias, que se transforman en objeto de adoración,
no “ella”. Sin embargo, el hombre, cuando sabe reconocer quién es Dios,
sabe enmarcar Sus obras maestras, sabe enmarcar de oro a la mujer. Y apenas lo
olvida es justamente a la mujer que el hombre veja. Todo esto, si se conoce el
corazón del hombre, es muy fácil de explicar. El hombre que ha olvidado su
dignidad busca sucedáneos de Dios a través de tres principales formas
viciosas: lujuria, avaricia, búsqueda del poder (con todas sus variantes:
violencia, soberbia, envidia, celos, etc.). En general, los primeros pecados
de quien no adora a Dios (siendo ya esto un pecado) son en contra de la
pureza. Antes que la avaricia y la búsqueda del poder. Por esto, cuando la
mujer era sana, cuando la mujer se negaba, la sociedad (el hombre) estaba a un
paso de salvarse.
Digámoslo con el arte. El insustituible rol femenino es indicado
estupendamente por Kafka. Me refiero a aquella especie de ‘profecía’ de
la época moderna que constituye ‘El Proceso’. Es sabido que para Josef
K., el protagonista, las mujeres presentes en la novela son puros objetos eróticos,
todos iguales y todos por igual faltos de personalidad. Y él busca su
intervención; más aún, significativamente, la relación con ellas es aquélla
de la plegaria: ‘¡Señorita Burstner! Parecía una plegaria más que una
llamada’. Esto es lo que sucede en un mundo en el cual en lugar de un Padre
hay sólo un Juez eterno, que todo lo transforma en juicio. Sí, K. ruega a
las mujeres: a lo mejor una mujer podría liberarlo fácilmente de las penas
de su vida desesperada. Una mujer podría construir para él un pequeño mundo
hecho de calor, de besos, de amor. K. sabe que aquella idea es falsa. Y es
falsa exactamente porque es demasiado fácil. Por esto lo conducirá todavía
más abajo; pero, aun a sabiendas, no logra renunciar a ello; tanta es su
fuerza. Se nota que la plegaria es algo natural para el hombre.
Lo que sirve es el evento de una mujer fuerte: que sabe decir que no. Es esto
el milagro de Dios. El digitus Dei.