En primer lugar, la madurez
no es invulnerabilidad. Nuestra sociedad presenta a veces la
madurez como si fuese una cierta inmunidad a toda tentación o maldad, como
si lo bueno y lo malo fueran cosas de niños.
Los adultos suelen creer que
ya están más allá del bien y del mal (para usar una expresión de
Nietzsche). Basta pensar en los carteles colocados en las salas de cine o
en los periódicos que anuncian películas pornográficas: Sólo para
personas maduras (como si la preocupación por lo moral fuese sólo un
asunto de niños).
La verdad, por supuesto, es todo lo contrario. Un adulto es maduro
precisamente porque no necesita que nadie le diga que debe obrar el bien y
evitar el mal. Actúa según sus convicciones personales y su recta
conciencia.
Una persona madura reconoce sus debilidades. Evita las ocasiones que
pueden conducirlo al mal y busca las oportunidades para hacer el bien.
Como diría Alexander Pope: Los necios corren allí donde los ángeles no
se atreven ni a pisar.
Pensar que la madurez es invulnerabilidad equivale a decir que una persona
no puede hacerse daño con una sierra eléctrica, simplemente porque es
madura. El adulto es capaz de usar herramientas peligrosas de alto poder
precisamente porque está alerta ante el peligro y toma las precauciones
necesarias para evitar cualquier accidente.
El segundo error es concebir la madurez como infalibilidad. Madurez
no significa posesión de todas las respuestas. Nada más lejos de la
realidad.
Sócrates afirmó que el hombre sabio es aquel que reconoce su propia
ignorancia. Mientras más madura es una persona, reconoce con mayor
humildad sus límites. La humildad, como decía Santa Teresa de
Ávila, es la verdad. Ni más ni menos. Y la verdad es que todos
podemos equivocarnos. La persona madura reconoce sus debilidades y no se
precipita en sus juicios. Pondera, estudia, consulta y decide con
prudencia.
El tercer error consiste en asociar la madurez con la inflexibilidad.
Algunos, equivocadamente creen que la madurez consiste en una seriedad
impasible y en una perpetua rigidez, como si el reír, el gozar de las
cosas sencillas y el saber relativar los problemas fuesen signos de
inmadurez. Lo hermoso de la madurez es su armonía. Reír, conversar,
apreciar a los demás, admirar las maravillas de la naturaleza..., son
cualidades humanas bellísimas y forman parte de la madurez.
La persona verdaderamente madura sabe cuándo es tiempo de ponerse serio y
cuándo tomar las cosas con tranquilidad; no lleva su vida con
superficialidad sino se guía por principios claros. El Eclesiastés nos
ofrece una excelente sinópsis del equilibrio que es fruto de la madurez:
Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo:
Su tiempo el nacer, y su tiempo el morir...
Su tiempo el destruir, y su tiempo el edificar...
Su tiempo el llorar, y su tiempo el reír...
Su tiempo el lamentarse, y su tiempo el danzar...
Su tiempo el callar, y su tiempo el hablar...
Madurez significa tener la capacidad para discernir entre un tiempo y
otro, y para saber lo que conviene en cada ocasión.
Los adultos suelen creer que
ya están más allá del bien y del mal (para usar una expresión de
Nietzsche). Basta pensar en los carteles colocados en las salas de cine o
en los periódicos que anuncian películas pornográficas: Sólo para
personas maduras (como si la preocupación por lo moral fuese sólo un
asunto de niños).
La verdad, por supuesto, es todo lo contrario. Un adulto es maduro
precisamente porque no necesita que nadie le diga que debe obrar el bien y
evitar el mal. Actúa según sus convicciones personales y su recta
conciencia.
Una persona madura reconoce sus debilidades. Evita las ocasiones que
pueden conducirlo al mal y busca las oportunidades para hacer el bien.
Como diría Alexander Pope: Los necios corren allí donde los ángeles no
se atreven ni a pisar.
Pensar que la madurez es invulnerabilidad equivale a decir que una persona
no puede hacerse daño con una sierra eléctrica, simplemente porque es
madura. El adulto es capaz de usar herramientas peligrosas de alto poder
precisamente porque está alerta ante el peligro y toma las precauciones
necesarias para evitar cualquier accidente.
El segundo error es concebir la madurez como infalibilidad. Madurez
no significa posesión de todas las respuestas. Nada más lejos de la
realidad.
Sócrates afirmó que el hombre sabio es aquel que reconoce su propia
ignorancia. Mientras más madura es una persona, reconoce con mayor
humildad sus límites. La humildad, como decía Santa Teresa de
Ávila, es la verdad. Ni más ni menos. Y la verdad es que todos
podemos equivocarnos. La persona madura reconoce sus debilidades y no se
precipita en sus juicios. Pondera, estudia, consulta y decide con
prudencia.
El tercer error consiste en asociar la madurez con la inflexibilidad.
Algunos, equivocadamente creen que la madurez consiste en una seriedad
impasible y en una perpetua rigidez, como si el reír, el gozar de las
cosas sencillas y el saber relativar los problemas fuesen signos de
inmadurez. Lo hermoso de la madurez es su armonía. Reír, conversar,
apreciar a los demás, admirar las maravillas de la naturaleza..., son
cualidades humanas bellísimas y forman parte de la madurez.
La persona verdaderamente madura sabe cuándo es tiempo de ponerse serio y
cuándo tomar las cosas con tranquilidad; no lleva su vida con
superficialidad sino se guía por principios claros. El Eclesiastés nos
ofrece una excelente sinópsis del equilibrio que es fruto de la madurez:
Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo:
Su tiempo el nacer, y su tiempo el morir...
Su tiempo el destruir, y su tiempo el edificar...
Su tiempo el llorar, y su tiempo el reír...
Su tiempo el lamentarse, y su tiempo el danzar...
Su tiempo el callar, y su tiempo el hablar...
Madurez significa tener la capacidad para discernir entre un tiempo y
otro, y para saber lo que conviene en cada ocasión.
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