La
Supresión de los Jesuitas (1750-1773)
EnciCato
La Supresión es la parte más dura de la historia de la Compañía. Después de
haber disfrutado durante dos siglos y medio de una muy alta estima entre el
pueblo católico, reyes, prelados y papas de repente pasó a ser objeto de una
frenética hostilidad, fue cubierta de injurias, y eliminada con una dramática
rapidez. Cada obra de los Jesuitas –sus vastas misiones, sus nobles colegios,
sus iglesias- les fue arrebatada o fue destruida. Fueron desterrados y la orden
fue suprimida con discursos severos y denunciatorios, incluso por parte del
Papa. Lo que contrasta de la forma más sorprendente es que en esos momentos sus
protectores eran antiguos enemigos: los rusos y Federico de Prusia. Al igual que
muchos intrincados problemas, su solución puede hallarse empezando por aquello
que es de fácil comprensión. Si retrocedemos una generación vemos que cada uno
de los tronos que intervinieron de forma activa en la Supresión, incluido el
Papa, estaba desbordado. Francia, España, Portugal e Italia fueron, y todavía
son, víctimas de las extravagancias del movimiento revolucionario. La Supresión
de la Compañía se debió a las mismas causas que en una posterior evolución
dieron lugar a la Revolución Francesa. Estas causas variaron ligeramente según
el país. En Francia se combinaron muchas influencias, como veremos: desde el
jansenismo al librepensamiento, hasta la por entonces acuciante impaciencia por
el antiguo orden de cosas (véase Francia, VI, 172). Algunos han creído que la
Supresión se debió en principio a estas corrientes de pensamiento. Otros la
atribuyen principalmente al absolutismo de los borbones. Pero, aunque en Francia
el rey era reacio a la Supresión, las fuerzas destructoras adquirieron su poder
debido a su indolencia al ejercer el control que solamente él poseía en esa
época. Fuera de Francia, es evidente que la autocracia, que actuaba por medio de
arrogantes ministros, fue la causa determinante.
Portugal
En 1750 José I de Portugal nombró a Sebastián José Carvalho, posteriormente
Marqués de Pombal (q.v.), como su primer ministro. Las disputas de Pombal con
los Jesuitas empezaron con un desencuentro por un intercambio de territorio con
España. San Sacramento fue intercambiado por las Siete Reducciones de Paraguay,
que pertenecían a España. Allí, las maravillosas misiones de la Compañía eran
codiciadas por los portugueses, que creían que los Jesuitas eran mineros de oro.
Así, los indios fueron obligados a salir de su país; y los Jesuitas procuraron
conducirlos pacíficamente a las lejanas tierras que les fue asignada. Pero,
debido a las severas condiciones impuestas, se levantaron en armas en contra del
traslado, y se originó la llamada guerra de Paraguay la cual, por supuesto, fue
desastrosa para los indios. Luego, paso a paso, la disputa con los Jesuitas fue
llevada hasta sus extremos. El débil rey fue persuadido para eliminarlos de la
corte; empezó una guerra de panfletos en su contra; en primer lugar, se prohibió
a los padres que asumieran la administración temporal de las misiones y
posteriormente fueron deportados de América.
El 1 de abril de 1758 el anciano papa Benedicto XIV decretó un breve en el que
nombraba al cardenal Saldanha investigador de las alegaciones contra los
jesuitas, que habían sido recobrados en nombre del rey de Portugal. Pero de ahí
no se deduce que el Papa hubiese prejuzgado el caso en contra la orden. Al
contrario, si tenemos en cuenta todas las cartas e instrucciones enviadas al
Cardenal, vemos que el Papa era notablemente escéptico con respecto a la
gravedad de los abusos alegados. Ordenó una mínima investigación, pero se
encaminó a salvaguardar la reputación de la Compañía. Todas las cuestiones de
gran importancia le fueron devueltas. El Papa falleció cinco semanas más tarde,
el 3 de mayo. En 15 de mayo, Saldanha, habiendo recibido el Breve quince días
antes, omitiendo la minuciosa visita casa a casa que había sido ordenada, y
pronunciándose sobre las cuestiones que el Papa le había reservado, declaró que
los Jesuitas eran culpables de haber ejercido comercio ilícito, público y
escandaloso tanto en Portugal como en sus colonias. Tres semanas más tarde, por
instigación de Pombal, a los Jesuitas les fueron arrebatadas todas sus
facultades en todo el patriarcado de Lisboa. Antes de que Clemente XIII (q.v.)
se hubiese convertido en papa (6 de julio de 1758) la obra de la Compañía había
sido destruida, y en 1759 fue civilmente suprimida. El último paso se dio como
consecuencia de un complot contra el chambelán Texeiras, pero sospechoso de
haber sido promovido por el rey, y que los Jesuitas supuestamente habían
apoyado. Pero los motivos de sospecha nunca fueron planteados y mucho menos
probados. La cumbre de la persecución de Pombal se alcanzó con la quema en la
hoguera (1761) del piadoso padre Malagrida (q.v.), aparentemente por herejía;
mientras, los otros padres, que habían sido encarcelados, perecieron en gran
número. Las relaciones entre la Iglesia de Portugal y Roma se interrumpieron
hasta 1770.
Francia
La Supresión en Francia fue ocasionada por los daños infligidos en 1755 por las
naves inglesas en el comercio francés. Los misioneros jesuitas tenían
importantes intereses en Martinica. Ni comerciaron ni pudieron comerciar, esto
es, comprar barato y vender caro, más que cualesquiera otros religiosos. Pero sí
que vendieron productos en sus grandes granjas misioneras, en las que estaban
empleados muchos nativos, y esto fue permitido en parte para proteger a los
sencillos e ingenuos nativos de la plaga de los intermediarios deshonestos. El
padre Antoin La Vallette, superior de las misiones de La Martinica, administró
estas transacciones con no poco éxito, y dicho éxito le animó a ir más lejos.
Comenzó a pedir prestado dinero para trabajar en los inmensos recursos
subdesarrollados de la colonia, existiendo una carta del gobernador de la isla
fechada en 1753 alabando su empresa. Pero con el comienzo de la guerra, naves
que transportaban bienes de un valor estimado de 2.000.000 de libras fueron
capturadas y se llegó a la bancarrota, y por una gran suma. Sus acreedores
fueron incitados a reclamar el pago ante el procurador de París pero él,
confiando en lo que ciertamente era la letra de la ley, rechazó su
responsabilidad en las deudas de una misión independiente, aunque se ofreció a
negociar un acuerdo, para el que tenía depositadas esperanzas. Los acreedores
acudieron a los tribunales y se decretó una orden (1760) obligando a la Compañía
a pagar y dando libertad para el embargo en caso del no pago.
Los padres, por consejo de sus abogados, apelaron al Grand’chambre del
Parlamento de París. Resultó ser un paso imprudente. Ya que no sólo el
Parlamento apoyó a la cámara baja (8 de mayo de 1761) sino que una vez que
tuvieron el caso en sus manos, los enemigos de la Compañía en dicha asamblea
decidieron asestar un gran golpe a la orden. Los distintos enemigos se unieron.
Los jansenistas eran numerosos entre las gens-de-robe, y en este momento tenían
especiales ganas de ser vengados del partido ortodoxo. Los sorbonistas, también,
los rivales universitarios de la gran orden de la enseñanza, se unieron al
ataque. También lo hicieron los galicanos, los filósofos y los enciclopedistas.
Luis XV era débil y la influencia de su corte estaba dividida; mientras su
esposa e hijos estaban sinceramente de parte de los Jesuitas, su competente
primer ministro, el Duque de Choiseul (q.v.), le hizo el juego al Parlamento, y
la favorita real, Madame de Pompadour, a la que los Jesuitas habían negado la
absolución, fue una agria oponente. La determinación a tiempo del Parlamento de
París echó encima a toda la oposición. El ataque a los Jesuitas, propiamente,
fue abierto por el jansenista abad Chauvelin, el 17 de abril de 1762, quien
denunció la Constitución de los Jesuitas como causa de los dudosos desfalcos de
la orden. A esto le siguió el compte-rendu sobre las Constituciones, 3-7 de
julio de 1762, plagado de conceptos erróneos, aunque aún no desbordante de
hostilidad. Al siguiente día, Chauvelin se rebajó a usar unos medios vulgares
pero eficaces, excitando el odio por medio de la denuncia de los principios
morales y las enseñanzas de los Jesuitas, especialmente en materia de
tiranicidio.
En el Parlamento, el caso de los Jesuitas ya era desesperado. Tras un largo
conflicto con la corona en el que el indolente y dominado soberano erró al
imponer su deseo bajo cualquier propósito, el Parlamento promulgó sus famosos
“Extraits des assertions”, un libro azul, podríamos decir, que contenía un
conglomerado de pasajes de teólogos y canonistas jesuitas y en los que fueron
acusados de toda clase de inmoralidades y errores: desde el tiranicidio, la
magia y el arrianismo a la traición, el socinianismo y el luteranismo. El 6 de
agosto de 1762 se publicó el último arrêt condenando a la Compañía a la
extinción, pero la intervención del rey dio lugar a ocho meses de demora. A
favor de los Jesuitas hubo testimonios sorprendentes, sobre todo los procedentes
del clero francés, en las dos convocatorias emplazadas para el 30 de noviembre
de 1761 y el 1 de mayo de 1762. Pero la serie de cartas y discursos publicados
por Clemente XIII se convirtieron una declaración jurada verdaderamente
incontestable a favor de la orden. Sin embargo, nada permitió detener al
Parlamento. El contra-edicto del rey retrasó de hecho la ejecución de su arrêt,
y entretanto fue propuesta una solución por parte de la Corte. Si los jesuitas
franceses se separaban de la orden, bajo un vicario francés, con costumbres
francesas, la corona aún los protegería. A pesar del peligro de rechazar, los
Jesuitas no consintieron; y al consultar al Papa, él (no Ricci) usó la famosa
frase Sint ut sunt, aut non sint (de Ravignan, “Clement XIII”, I, 105, las
palabras también son atribuidas a Ricci). La intervención de Luis aplazó la
ejecución del arrêt contra los Jesuitas hasta el 1 de abril de 1763. Entonces,
los colegios fueron cerrados, y por otro arrêt del 9 de marzo de 1764, los
jesuitas fueron obligados a renunciar a sus votos bajo pena de destierro.
Solamente tres sacerdotes y unos cuantos escolares aceptaron las condiciones. A
finales de noviembre de 1764 el rey firmó a disgusto el edicto disolviendo la
Compañía en todos sus dominios, ya que todavía estaban protegidos por algunos
parlamentos provinciales, como en Franco-Condado, Alsacia y Artois. Pero en la
redacción del edicto canceló numerosas cláusulas, que implicaban que la Compañía
era culpable; y, escribiendo a Choiseul, concluyó con estas ligeras pero
significantes palabras: “Si acepto el consejo de otros por la paz de mi reino,
tendréis que hacer los cambios que proponga, o no habré conseguido hada. Y no
digo nada más, no sea que diga demasiado”.
España, Nápoles y Parma
La Supresión en España, y sus cuasi-dependencias Nápoles y Parma, y en las
colonias españolas fue llevada a cabo por medio de reyes y ministros
autocráticos. Sus deliberaciones fueron llevadas en secreto, y ciñeron a sí
mismos sus deliberaciones a propósito. Sólo hace pocos años que una pista ha
conducido hasta Bernardo Tanucci, el anticlerical ministro de Nápoles, quien
adquirió una gran influencia sobre Carlos III antes de que el rey pasase del
trono de Nápoles al de España. En la correspondencia de este ministro se hallan
todas las ideas que guiaron de vez en cuando la política española. Carlos,
hombre de buen carácter moral, confió su gobierno al Conde de Aranda y a otros
seguidores de Voltaire; y trajo de Italia a un ministro de finanzas, cuya
nacionalidad hizo al gobierno impopular, mientras que sus exacciones dieron
lugar en 1766 a disturbios y a la publicación de varios pasquines, sátiras y
ataques a la administración. Se convocó un consejo extraordinario para
investigar la cuestión, y se declaró que gente tan sencilla como los amotinados
nunca podría haber producido panfletos políticos. Procedieron a obtener
información secreta, cuyo propósito no se conoce; pero los registros conservados
muestran que en septiembre el consejo resolvió incriminar a la Compañía, y que
el 29 de enero de 1767 se ejecutó su expulsión. Se enviaron a los magistrados de
cada localidad en las que residían los Jesuitas órdenes secretas, que serían
ejecutadas entre el 1 y el 2 de abril de 1767. El plan marchaba silenciosamente.
Esa mañana, 6000 jesuitas fueron expulsados como convictos a la costa, donde
fueron deportados, primero a los Estados Pontificios y finalmente a Córcega.
Tanucci llevó a cabo una política similar en Nápoles. El 3 de noviembre los
religiosos, otra vez sin un juicio, y ahora incluso sin acusación, fueron
expulsados a la frontera con los Estados Pontificios, y se les amenazó con la
muerte si regresaban. Ha de indicarse que en estas expulsiones, cuanto más
pequeño es el estado más grande es el desprecio de los ministros hacia cualquier
clase de ley. El Ducado de Parma era la más pequeña de las llamadas cortes
borbónicas, y tan agresiva en su anticlericalismo que Clemente XIII le dirigió
(el 30 de enero de 1768) un monitorium, o advertencia, según el cual los excesos
serían penalizables con censuras eclesiásticas. Llegado este momento, todos los
partidarios de la “Familia Compacta” Borbón se enfurecieron con la Santa Sede, y
solicitaron la destrucción completa de la Compañía. Como preámbulo, Parma
expulsó a los Jesuitas de sus territorios confiscando sus posesiones, como era
habitual.
Clemente XIV
Desde estos momentos hasta su muerte (2 de febrero de 1769), Clemente XIII fue
acosado con grosería y violencia máximas. Partes de sus estados fueron
incautados por la fuerza, fue insultado por los representantes borbones, y quedó
patente que, como no cediese se originaría un cisma, tal y como en Portugal
acababa de ocurrir. El cónclave subsiguiente duró desde el 15 de febrero a mayo
de 1769. Las cortes borbónicas, por medio de los llamados “cardenales de la
corona”, consiguieron excluir algunos partidos, apodados Zelanti, que hubiesen
tomado una posición sólida en defensa de la orden, y finalmente eligieron a
Lorenzo Ganganelli, que tomó el nombre de Clemente XIV. Cretineau-Joly (Clemente
XIV, p. 260) afirmó que Ganganelli, antes de su elección, se comprometió con los
cardenales de la corona, por medio de algún tipo de condición, a suprimir la
Compañía, lo que habría implicado una infracción del juramento del cónclave.
Esto fue refutado mediante la declaración del agente español Azpuru, que fue
especialmente designado para actuar con los cardenales de la corona. Escribió el
18 de mayo, justo antes de su elección: “ninguno de los cardenales ha llegado
tan lejos como para proponer a alguien que la Supresión fuese asegurada por
medio de un compromiso verbal o escrito”, y justo después del 25 de mayo
escribió: “Ganganelli ni hizo una promesa ni la rechazó”. Por otra parte, parece
que sí que escribió algunas palabras, que fueron tomadas por los cardenales de
la corona como indicación de que los borbones se habrían salido con la suya con
respecto a él (cartas de de Bernis del 28 de julio y 20 de noviembre de 1769).
Tan pronto como Clemente subió al trono la corte española, respaldada por los
otros miembros de la “Familia Compacta”, renovó su arrolladora presión. El 2 de
agosto de 1769, Choiseul escribió una severa carta solicitando la Supresión en
dos meses, y el Papa hizo su primera promesa escrita garantizando dicha medida,
pero declaró que necesitaba más tiempo. Luego comenzaron una serie de acciones,
siendo algunas interpretadas de un modo natural como mecanismos de escape para
retrasar el terrible acto destructivo hacia el que Clemente era empujado. Pasó
más de dos años tratando con las cortes de Turín, Toscana, Milán, Génova,
Bavaria, etc., que no consentían tan fácilmente los proyectos de los borbones.
El mismo objetivo ulterior quizá pueda detectarse en algunas de las calumnias
infligidas a la Compañía. En varios colegios, como los de Frascati, Ferrara,
Bolonia y el Colegio Irlandés de Roma, después de un prolongado examen, los
Jesuitas fueron expulsados con mucha hostilidad. Y hubo momentos, como por
ejemplo después de la caída de Choiseul, en los que parecía como si la Compañía
se hubiese salvado; pero siempre prevaleció la obstinación de Carlos III.
A mediados de 1772 Carlos situó un nuevo embajador en Roma, don José Moñino,
luego Conde de Floridablanca, un hombre severo y duro, “lleno de artificio,
sagacidad y disimulo, empeñado como nadie en la Supresión de los Jesuitas”.
Hasta este momento las negociaciones habían estado en manos del inteligente
diplomático Cardenal de Bernis, embajador francés del Papa. Moñino tomó la
delantera y de Bernis se convirtió en partidario de imponer la aprobación de sus
recomendaciones. Finalmente, el 6 de septiembre, Moñino entregó un estudio en el
que sugería al Papa una línea a seguir, que en parte adoptó redactando el breve
de la Supresión. En noviembre se vislumbraba el final, y en diciembre Clemente
puso a Moñino en comunicación con un secretario; esbozaron juntos el documento,
quedando lista el acta el 4 de enero de 1773. El 6 de febrero Moñino la recibió
del Papa en una forma que pudiese ser transmitida a las cortes de los borbones,
el 8 de junio se tuvieron en cuenta sus modificaciones y el acta se llevó a su
forma final y fue firmada. El Papa se demoró hasta que Moñino le forzó a
imprimir las copias; como éstas tenían fecha, no había posibilidad de retraso
tras esa fecha, que era la del 16 de agosto de 1773. Fue emitido un segundo
breve que establecía la forma en que la Supresión sería llevada a cabo. Para
mantener el secreto se introdujo una reglamentación que, en países extranjeros,
dio lugar a algunos resultados inesperados. El breve no iba a ser publicado Urbi
et Orbi sino solamente a cada colegio o ubicación por medio del obispo local. En
Roma, el padre general fue recluido junto con sus asistentes, primero en el
Colegio Inglés y luego en Castel S. Angelo. Los documentos de la Compañía fueron
entregados a una comisión especial, junto con sus títulos de acciones y sus
reservas de dinero, 40.000 scudi (más o menos 50.000 dólares), que casi
completamente pertenecían a instituciones benéficas concretas. Comenzaron una
investigación sobre los documentos, pero no dieron lugar a ningún resultado.
En el Breve de la Supresión, la característica más sorprendente era la larga
lista de alegaciones contra la Compañía, sin mencionar lo que estaba a su favor;
el tono general del breve era muy desfavorable. Por otra parte, los cargos
fueron enumerados categóricamente; no fueron enunciados definitivamente como
para ser probados. El objetivo era presentar a la orden como habiendo ocasionado
conflictos perpetuos, contradicciones y problemas. Para lograr la paz la
Compañía debía ser suprimida. Una explicación concluyente de estas y otras
anomalías no ha sido aún aportada con certeza alguna. La principal razón es sin
duda que la Supresión era una medida administrativa, no una sentencia judicial
basada en investigaciones jurídicas. Se ve que la vía escogida evitó muchas
dificultades, sobre todo la abierta contradicción con los papas precedentes,
quienes muy a menudo alabaron y confirmaron a la Compañía. De nuevo, tales
afirmaciones eran menos propensas a la controversia; hubo diferentes formas de
interpretar el Breve que fueron respectivamente encargadas a Zelanti y a
Bourbonici. La última palabra sobre la cuestión es sin duda la de Alfonso de
Ligorio: “¡Pobre Papa! ¿Qué podía hacer en su situación, con todos los soberanos
conspirando para exigir la Supresión? En cuanto a nosotros, debemos guardar
silencio, respetar el juicio de Dios, y mantenernos en paz”.
Crétineau-Joly, Clement XIV et les jésuites (París, 1847); Danvilla y Collado,
Reinado de Carolos III (Madrid, 1893); Delplace, La suppression des jésuites in
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Chute des jésuites (París, 1864); Nippold, Jesuitenorden von seiner
weiderherstellung (Mannheim, 1867).
J.H. POLLEN
Transcrito por Michael Donahue
En agradecimiento por cuatro años de educación jesuítica en Loyola University de
Chicago. AMDG.
Traducido por José Gallardo Alberni