Estado e Iglesia
ENCICATO
La Iglesia y el Estado son ambos sociedades perfectas, lo que es decir, cada uno
aspirando al bien común proporcionado con la necesidad de la humanidad en su
conjunto y finalmente en un tipo de vida genérico, y cada uno jurídicamente
competente para proveer todos los medios necesarios y suficientes para ello. El
Estado está éticamente demostrado de ser tal, y la Iglesia tiene similar
demostración desde la teología de la Revelación Cristiana. En razón de su
coexistencia en la tierra, comunidad de sujetos, y una necesidad común de
algunos medios de actividad iguales, es inevitable que ellos deban tener
relaciones mutuas en el orden jurídico. Para expresar estas relaciones
brevemente desde un punto de vista ético, que el alcance del presente artículo,
será necesario puntualizar:
I. Los fundamentos de sus respectivos derechos;
II. El ámbito de sus respectivas jurisdicciones;
III. Sus mutuas relaciones corporativas;
IV. La unión de la Iglesia y el Estado;
V, Teorías Contrarias.
I. LOS FUNDAMENTOS DE SUS DERECHOS
Todos los derechos y obligaciones en la tierra vienen en última instancia de
Dios, a través de la Ley Divina, ya sea natural o positiva. El carácter de
nuestros deberes y obligaciones naturales es determinado por el propósito para
el cual el Creador dio forma a la naturaleza del hombre, y el conocimiento
natural de ellos se adquiere por la razón humana de las aptitudes, tendencias y
necesidades de la naturaleza. Las obligaciones y derechos que descienden de la
Ley Positiva están determinados por algunos propósitos adicionales de Dios, por
sobre y por encima de las exigencias de la naturaleza humana, y pueden ser
aprendidos solamente por la Revelación Divina, ya sea en sus declaraciones
explícitas o en sus contenidos racionales. El hombre tiene un fin último de su
existencia: la felicidad eterna en una vida futura. Pero el hombre tiene otro
doble propósito próximo: ganarse sus títulos para la felicidad eterna, y obtener
hasta cierta medida la felicidad temporal consistente con el previo propósito
cercano. El Estado es una institución natural, cuyos poderes, por lo tanto,
provienen de la ley natural y están determinados por el carácter del propósito
natural del Estado más cualquier limitación que Dios haya ordenado en la Ley
Positiva Divina debido a los requerimientos del fin último del hombre. La
Iglesia es una institución positiva de Cristo el Hijo de Dios, cuyos poderes,
por lo tanto, derivan de la Ley Positiva Divina y están determinados por la
naturaleza del propósito que Él le ha asignado, más cualquier concesión ulterior
que Él haya hecho para facilitar el cumplimiento de ese propósito. En cualquier
consideración de las mutuas relaciones de la Iglesia y el Estado, son
fundamentales las proposiciones arriba expuestas.
El objetivo del Estado es la felicidad temporal del hombre, y su consiguiente
propósito la preservación del orden jurídico externo y la provisión de una
abundancia razonable de los medios del desarrollo humano en cuanto a los
intereses de sus ciudadanos y su prosperidad. El propio hombre, sin embargo,
como hemos dicho, tiene un objetivo ulterior de felicidad perfecta a realizarse
solamente después de la muerte y consecuentemente el consiguiente propósito de
ganarse en esta vida sus derechos a la misma. En la búsqueda de este último
propósito, hablando en abstracto, él tiene el derecho natural a constituir una
organización social que tome las riendas del deseo de Dios como su peculiar
responsabilidad. En concreto, sin embargo, i.e., en realidad, por la ley
positiva, Dios ha anulado este derecho natural y ha establecido una sociedad
universal (la Iglesia) para la Divina adoración y para asegurar la perfecta
felicidad en el mas allá. Además, Dios, ha señalado al hombre un destino que no
puede ser obtenido por meros medios naturales, y consecuentemente Dios le ha
concedido al hombre medios adicionales proporcionados con este propósito final,
poniendo estos medios a disposición del hombre a través del ministerio de la
Iglesia. Finalmente, Él ha determinado la forma de la adoración pública externa
que debe rendirse, centrando el mismo alrededor de un sacrificio, cuya
importancia es intrínseca, al ser, como es, la repetición del Sacrificio del
Calvario. El objetivo de la Iglesia es, por tanto, la felicidad sobrenatural
perfecta del hombre; su consiguiente objetivo, salvaguardar el orden moral
interno del bien y del mal; y sus manifestaciones externas, ocuparse por la
adoración divina y proveer al hombre los medios sobrenaturales de la gracia. El
Estado, entonces, existe para ayudar al hombre en su felicidad temporal, la
Iglesia, para hacerlo en la eterna. De estos dos propósitos, el segundo es más
fundamental, un bien humano más grande, mientras que el primero no es necesario
para la adquisición del segundo. El subsiguiente propósito dominante del hombre
debe ser obtener los derechos para la salvación eterna: para ello, si fuera
necesario, el debe racionalmente sacrificar su felicidad temporal. Está claro,
por lo tanto, que el propósito de la Iglesia es superior en orden a la Divina
Providencia y al recto esfuerzo humano que el del Estado. De allí que, en caso
de una colisión directa entre ambos, la voluntad de Dios y la necesidad del
hombre requiere que el guardián del propósito de menor rango debe ceder. Es el
mismo el argumento para la extensión de los poderes de la sociedad superior en
una medida en el dominio de la inferior no va a ser sostenida en tal extensión
cuando se trata de medidas de la inferior dentro de la superior.
II. EL ALCANCE DE LA JURISDICCIÓN
Como hay muchos Estados distintos de igual derecho natural, los sujetos de cada
uno son limitados en número, y el gobierno de los mismos está prácticamente
restringido al adentro de su propio territorio. Dentro de este territorio tiene
poder completo para gobernarlos, definiendo sus derechos y en algunos casos
restringiendo el ejercicio de esos derechos, confiriendo derechos puramente
civiles e imponiendo obligaciones cívicas, manteniendo a sus ciudadanos en una
condición de moralidad pública adecuada, siendo propietario y calificando la
propiedad privada, todo dentro de las exigencias del objetivo cívico de
preservar el orden jurídico externo y promover la prosperidad de los ciudadanos,
y sobre todo obligar mediante la promulgación de la Ley Divina, tanto natural
como positiva. En una palabra, el Estado controla sus propios sujetos, en la
búsqueda de su propio fin natural, en todas las cosas en que un derecho superior
no lo detiene. Un derecho superior será un derecho existente debido a un
ulterior o más esencial destino del hombre que el que la sociedad civil persigue
para él.
La Iglesia tiene el derecho de predicar el Evangelio en todos lados, queriéndolo
o no cualquier autoridad estatal, y de este modo asegurar los derechos de sus
miembros entre los sujetos de cualquier organización política civil que sea.. La
Iglesia tiene el derecho de gobernar a sus sujetos en cualquier lugar que se
encuentre, declarando para ellos el bien y el mal moral, restringiendo cualquier
uso de sus derechos que pueda poner en peligro su eterno bienestar,
confiriéndoles derechos puramente eclesiásticos, adquiriendo y manteniendo
propiedades, y facultando a sus asociaciones subordinadas a hacer lo propio,
todo dentro de los límites de los requerimientos de su triple propósito, como lo
prescribe la Ley Positiva Divina, de preservar el orden interno de la fe y la
moral y sus manifestaciones externas, de proveer los medios adecuados de
santificación a sus miembros y de cuidar de la adoración Divina, y sobre todo
obligar por los principios eternos de integridad y justicia declarados en la Ley
de Dios natural y positiva.
En toda materia puramente temporal, en tanto permanezca como tal, la
jurisdicción del Estado sobre sus propios sujetos se levanta no solamente
suprema, sino, en lo que a la Iglesia concierne, única. La materia puramente
temporal es aquella que tiene una necesaria relación de ayuda u obstáculo a la
felicidad temporal del hombre, la finalidad última de la sociedad civil, de tal
manera que es al mismo tiempo indiferente en si misma como ayuda u obstáculo a
la felicidad eterna del hombre. Es de dos tipos: primariamente incluye todos los
actos humanos así relacionados, y personas secundarias o cosas externas en tanto
ellas están involucradas en tales actos. En todas las materias puramente
espirituales, en tanto las mismas permanezcan tales, la jurisdicción de la
Iglesia sobre asuntos eclesiásticos prevalece con la completa exclusión del
Estado, al no ser la Iglesia en esto jurídicamente dependiente en modo alguno
del Estado para el ejercicio de sus poderes legítimos. La materia puramente
espiritual está primariamente constituida de los actos humanos necesariamente
relacionados a la ayuda u obstáculo a la felicidad eterna del hombre, el fin
último de la Iglesia, y al mismo tiempo indiferentes en si mismos como ayuda u
obstáculo a la felicidad temporal del hombre; secundariamente se extiende a
todas las personas y objetos externos involucrados en tales actos. En todas las
materias que no son puramente espirituales ni puramente temporales, pero que al
mismo tiempo tienen ambos caracteres, pueden entrar ambas jurisdicciones, lo que
da ocasión a colisión, para la cual debe haber un principio de solución. En caso
de directa contradicción, que haga imposible que ambas jurisdicciones sean
ejercidas, la jurisdicción de la Iglesia prevalece, y la del Estado es excluida.
La razón de esto es obvia: ambas autoridades vienen de Dios en cumplimiento de
sus propósitos en la vida del hombre: Él no puede contradecirse a Sí Mismo; Él
no puede autorizar poderes contradictorios. Su voluntad real y concesión de
poder es determinado por el propósito superior de Su Providencia y la necesidad
del hombre, que es la felicidad eterna del hombre, la finalidad última de la
Iglesia. En vista de este fin Dios le concede a ella la única autoridad que
puede existir en el caso en cuestión.
En un caso en el que no haya directa contradicción pero exista una posibilidad
de que sea ejercida por ambas jurisdicciones sin herir a la superior, aunque
ninguna jurisdicción es invalidada, y ambas podrían, hablando absolutamente,
ejercitarlas si consulta mutua, prácticamente hay un claro principio hacia algún
ajuste entre ambas, desde el momento que ambas jurisdicciones están interesadas
en evitar fricciones. Aunque los concordatos no fueron diseñados precisamente
para este propósito, han sido usados en muchos casos para tales ajustes (ver
CONCORDATO). Consistentemente con la superioridad del propósito esencial
indicado arriba, la decisión judicial sobre cuándo una cuestión involucra o no
un tema espiritual, ya sea total o parcialmente, reside en la Iglesia. No puede
recaer en el Estado, cuya jurisdicción, debido a la inferioridad de su fin
último y consiguientes propósitos, no tiene tal facultad judicial con relación a
la materia de una jurisdicción que está tan lejos por sobre la suya como su fin
último y consiguiente propósito lo está por sobre la del Estado. De modo análogo
toda corte superior es siempre juez de su propia jurisdicción y contra una
inferior.
Todo lo arriba expresado es cuestión de principio, fuera de discusión como una
cuestión de derecho objetivo, y supone que la jurisdicción será aplicada a
través de los respectivos sujetos del mismo. De hecho la obligación de sumisión
en un ciudadano de un Estado, a la jurisdicción superior de la Iglesia no existe
cuando el ciudadano no es un sujeto de la Iglesia, sobre los cuales la Iglesia
no reclama ningún poder de gobierno. Puede ser también oscurecido subjetivamente
por accidente en quien, aunque en derecho es un sujeto de la Iglesia, fracasa en
su buena fe, a través de una conciencia errónea, para reconocer este hecho, y
por consecuencia, el derechos de la Iglesia y su propio deber. El sujeto del
Estado ha sido definido bastante claramente por la ley humana y las costumbres;
pero la frecuente rebelión, continuada a través de los siglos, de grandes
números de los sujetos de la Iglesia ha confundido en la mente del mundo no
Católico la noción de quién es según la ley revelada, un sujeto de la Iglesia.
El sujeto jurídico de la Iglesia es todo humano que ha recibido válidamente el
Sacramento del Bautismo. El nacimiento dentro de la Iglesia por el bautismo es
análogo al nacimiento dentro del territorio del Estado del retoño de uno de sus
ciudadanos.
Sin embargo, este recién nacido sujeto del Estado puede, bajo ciertas
circunstancias, renunciar a su alianza a su Estado nativo y ser aceptado como
sujeto de otro. No así uno nacido en la Iglesia por el bautismo: el bautismo es
un sacramento que deja un carácter indeleble sobre el alma, que el hombre no
puede quitar y por tanto escapar a la legítima sujeción. Sin embargo, como en el
Estado, un hombre puede ser un sujeto sin los derechos completos de la
ciudadanía; puede aún, permaneciendo como sujeto, perder esos derechos por su
propio acto o por los de sus padres; por tanto, análogamente, no todo sujeto de
la Iglesia es un miembro de ella, y una vez miembro, puede perder los derechos
sociales de la membresía en la Iglesia sin cesar de ser su sujeto. Para la
completa membresía en la Iglesia, además del válido bautismo, uno debe por la
unión de la fe y lealtad, estar en fraternidad con ella, y no ser privado de los
derechos de membresía por la censura eclesiástica. Por tanto, aquellos
válidamente bautizados Cristianos que viven en cisma o, ya sea por razón de
apostasía o de educación inicial, profesan una fe diferente de la de la Iglesia,
o son excomulgados por ello, no son miembros de la Iglesia, aunque en materia de
derecho objetivo y obligación son todavía sus sujetos. En la práctica la
Iglesia, mientras retiene su derechos sobre todos los sujetos –excepto en
algunas cuestiones que no es el momento mencionar – no insiste en ejercer su
jurisdicción sobre nadie que no sea sus miembros, como es claro que no puede
esperar obediencia de aquellos Cristianos que, siendo en fe o gobierno separados
de ella, no ven en ella derecho de autoridad, y consecuentemente no reconocen
ningún deber de obedecerla. Sobre aquellos que no son bautizados no reclama
ningún derecho a gobernarlos, aunque tenga el inalienable derecho a predicar el
Evangelio entre ellos y a esforzarse por ganarlos para hacerlos miembros de la
Iglesia de Cristo y por tanto ciudadanos de su política eclesial.
III. RELACIONES CORPORATIVAS MUTUAS ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO
Toda sociedad perfecta debe reconocer los derechos de toda otra sociedad
perfecta; debe dar cumplimiento a todas las obligaciones consiguientes a esos
derechos; debe respetar su autonomía; y puede demandar el reconocimiento de sus
propios derechos y el cumplimiento de las obligaciones que surgen de los mismos.
Si uno puede también ordenar tal reconocimiento y cumplimiento es otra cuestión:
uno no implica el otro; así, por ejemplo, los Estados Unidos puede demandar sus
derechos de Inglaterra, pero no puede mandarle a Inglaterra que los reconozca,
ya que los Estados Unidos no tiene autoridad sobre Inglaterra o alguna otra
nación. Prescindiendo de esto por el momento, la Iglesia debe respetar los
derechos del Estado a gobernar a sus sujetos en todas las cuestiones temporales,
y, si los sujetos del Estado son igualmente sujetos de la Iglesia, debe conducir
a estos últimos al cumplimiento de sus deberes civiles como a una obligación en
conciencia. Por otra parte, en principio, como una cuestión de deber objetivo,
el Estado esta obligado a reconocer los derechos jurídicos de la Iglesia en
todas las cuestiones espirituales ya sea en forma pura o de carácter mixto, y
sus derechos judiciales a determinar el carácter de las cuestiones de
jurisdicción, con relación, específicamente, a su calidad espiritual. Aún más,
el Estado, esta obligado a prestar el debido culto a Dios, como se sigue del
mismo argumento de la ley natural que prueba la obligación de la externa
adoración del hombre, esto es, que el hombre debe reconocer su dependencia de
Dios y su sujeción a Él en cada capacidad en la cual es así dependiente, y por
tanto no solamente en su capacidad privada como un individuo sino también en
aquella pública, corporativa capacidad por la cual él y sus conciudadanos
constituyen el Estado. El debido culto, en la presente economía, es aquella de
la religión de Cristo, encomendada al cuidado de la Iglesia. El Estado debe
también proteger a la Iglesia en el ejercicio de sus funciones, en razón de que
el Estado está obligado a proteger todos los derechos de sus ciudadano, y entre
ellos sus derechos religiosos, que en realidad serían inseguros e infructíferos
si la Iglesia no fuera protegida. El Estado está bajo obligación de promover los
intereses espirituales de la Iglesia; desde que el Estado está obligado a
promover todo aquello que por reacción natural obra en favor del desarrollo
moral de sus ciudadanos y consecuentemente por la paz interna de la comunidad, y
en la condición presente de la naturaleza humana, ese desarrollo es
necesariamente dependiente de la influencia espiritual de la Iglesia.
Habiendo pues, una obligación como tal sobre el Estado, proveniente del Derecho
Natural y del Derecho Divino Positivo, de rendir el culto Divino público de
acuerdo con la orientación de la Iglesia, a cargo de la cual ha puesto Cristo
los deberes del culto en el orden presente de las cosas, y también una
obligación de proteger a la Iglesia y de promover sus intereses, la Iglesia
claramente tiene un perfecto derecho a demandar el cumplimiento de esas
obligaciones, ya que su negligencia la privaría de los beneficios provenientes
de su cumplimiento. Para tener el posterior derecho de ordenar al Estado en su
observancia implica que la Iglesia tiene el derecho de imponer las obligaciones
de su autoridad en los mismos, para exigirlos imperativamente del Estado. Ahora,
en temas puramente temporales, mientras ellos permanezcan tales, la Iglesia no
puede ordenar al Estado nada más que lo que ella pueda ordenar a los sujetos del
Estado, aún cuando estos son al mismo tiempo sus propios sujetos. Pero en
cuestiones espirituales y mixtas que reclaman acción corporativa del Estado, la
cuestión depende de si las personas físicas que constituyen la personalidad
moral del Estado son por si mismas sujetos de la Iglesia. En caso de que lo
fueran, entonces la Iglesia tiene en consecuencia jurisdicción sobre el Estado
en este aspecto. La razón es que debido a la supremacía en los fines de la vida
del hombre de su felicidad eterna, el hombre en todas sus capacidades, aún en su
naturaleza civil, debe dirigir sus actividades de modo tal que ellas no puedan
impedir este fin, y donde la acción, aún en su capacidad oficial o civil es
necesaria para este fin último esta limitada a ubicar su acción: más aún, en
todas estas actividades tan significativas en su fin, desde que son de tal modo
materia espiritual, cada sujeto de la Iglesia esta bajo la jurisdicción de la
Iglesia. Si, entonces, las personas físicas que constituyen la persona moral del
Estado son los sujetos de la Iglesia, son aún así, en esta capacidad conjunta,
sujetos a ella en cuestiones similares, tales como, en el cumplimiento de todas
las obligaciones civiles del Estado hacia la religión y la Iglesia. La Iglesia,
debido a la inutilidad de su insistencia, o debido a los mayores males que así
se evitarán, puede renunciar al ejercicio de esta jurisdicción; pero en
principio es suya.
En la práctica distinguimos, desde un punto de vista religioso, cuatro clases de
autoridad civil.
Primero, en un Estado Católico, en el cual, a saber, las personas físicas que
constituyen la personalidad moral del Estado son Católicas, la jurisdicción de
la Iglesia en cuestiones de su competencia es de toda manera completa.
Segundo, en un Estado no Cristiano, por ejemplo el de los Turcos, donde el
residente no es ni bautizado, la Iglesia no reclama jurisdicción sobre el Estado
como tal: está faltando el fundamento de tal jurisdicción.
Tercero, en un Estado Cristiano pero no-Católico, donde los residentes, aunque
son sujetos por el bautismo no son miembros de la Iglesia, per se la
jurisdicción de la Iglesia se mantendría, pero per accidens su ejercicio es
imposible.
Cuarto, un Estado mixto, a saber, residentes cuya personalidad moral es
necesariamente de diversas religiones, y prácticamente se hallan fuera de la
jurisdicción eclesiástica, desde el momento que la afiliación de algunos de los
residentes no puede hacer un sujeto de la Iglesia desde la personalidad moral
constitucional conformada por elementos de los que no todos comparten tal
afiliación. La subordinación aquí indicada es indirecta: no que la Iglesia no
alcanza directamente materias espirituales y mixtas, sino que respecto de ellos
alcanza directamente solo sus materias inmediatas, e indirectamente, a través de
ella, el Estado que ellos constituyen.
Nuevamente, el Estado como tal no actúa directamente en tales cuestiones por el
objetivo sobrenatural de la Iglesia (la felicidad eterna de todos sus sujetos),
sino por su propio objetivo temporal en la medida que tal acción actúe por sus
felicidades temporales; y por tanto actúa por la Iglesia por acción indirecta.
No hay un argumento paralelo para darle al Estado jurisdicción indirecta sobre
la Iglesia en cuestiones puramente temporales, y por tanto son de competencia
únicamente del Estado. Aún cuando hubiera un solo Estado universal en el mundo,
la Iglesia no sería un miembro del mismo, ya que sus miembros no son ciudadanos
del Estado hasta el punto de que en toda capacidad ellos deban someter sus
actividades a los objetivos del Estado, particularmente no las actividades
concernientes directamente con los superiores objetivos de la vida eterna. Más
aún, la Iglesia no está constituida meramente por el ejercicio de los derechos
naturales de los hombres que son ciudadanos del Estado, sino por el legado
sobrenatural de la Ley Divina Positiva. Finalmente, la Iglesia en su capacidad
corporativa nos está obligada a buscar la felicidad temporal de sus miembros
como un medio para su eterno bienestar, mientras que el Estado como tal está
obligado a la adoración Divina y a la protección y promoción de los intereses de
la religión, porque este es un elemento necesario involucrado en la perfecta
felicidad temporal de los ciudadanos Católicos. El Estado, por lo tanto, no
tiene, ni en cuestiones temporales ni espirituales, ninguna autoridad sobre la
Iglesia como tal, sin embargo puede tener mucha sobre cosas puramente temporales
sobre los miembros de la Iglesia, los que son sujetos del Estado. El Estado
puede, como fue dicho más arriba, demandar sus derechos de la Iglesia: no puede
ordenarle.
IV. UNION DE IGLESIA Y ESTADO
Hay cierta confusión en la mente del público acerca del significado de la unión
de la Iglesia y el Estado. La idea esencial de tal unión es la condición de los
asuntos en los que un Estado reconoce su relación natural y sobre natural con la
Iglesia, profesa la Fe, y practica el culto de la Iglesia, la protege, no dicta
leyes que la hieran, mientras que, en caso de necesidad y a su instancia toma
todas medidas civiles justas y necesarias para procurar el objetivo Divinamente
señalado de la Iglesia – en la medida que todas ellas hacen al objetivo esencial
del propio Estado, la felicidad temporal de los ciudadanos. Que este es en
principio la normal y éticamente apropiada condición para un verdadero Estado
Católico debería ser evidente partiendo de las obligaciones religiosas del
Estado Católico como arriba se manifestara. Que en la práctica haya en el pasado
obrado el mal sobre ambos, la Iglesia y el Estado, es un efecto accidental
consecuente de la fragilidad y las pasiones de los instrumentos humanos que se
encontraban entonces dirigiendo la Iglesia, o el Estado, o ambos. Como un
intento parcial de asegurarse contra las consecuencias de tal mal, la Iglesia ha
establecido por siglos concordatos con Estados Católicos; pero ni aún estos han
podido salvar siempre la situación. Porque los concordatos, como todo otro
acuerdo, aunque es firme en principios, en la práctica son sólo tan fuertes
cuanto concienzudos aquellos cuya obligación es observarlos. La inconciencia
puede destruirlos a placer. Entre la Iglesia y los Estados no-Cristianos o
Cristianos pero no-Católicos, se espera una condición de separación,
significando una condición de indiferencia del Estado hacia la Iglesia, ya que
están faltando los fundamentos de las obligaciones específicas involucradas en
la unión. Tal separación sería criminal para un Estado Católico, como ignorancia
de la sagrada obligación del Estado.
Para un Estado que fue alguna vez Católico y en unión con la Iglesia declarar
una separación sobre la base de que ha cesado de ser Católico es una acción que
en materia de derecho objetivo no tiene sustento; pues en verdad objetiva el
deber del pueblo sería recuperar su fe perdida, si realmente la ha perdido, o
vivir conforme a ella si en realidad no estuviera perdida. Pero en la suposición
que lo esencial de los residentes de un Estado se haya transformado de Católicos
en no Católicos, no ya por una pretensión hipócrita, sino de total buena fe –
una condición más fácil de suponer que de que se realice – el Estado a través de
errada conciencia puede procurar la separación sin falta subjetiva, con tal de
que la separación se efectúe sin la sumaria disolución de contratos existentes,
sin la violación de derechos conferidos de la Iglesia o sus miembros. Puede
hacerse de paso notar, que en las recientes instancias de separación en Francia
y Portugal, i.e., la ruptura de una condición de unión existente entre la
Iglesia y el Estado, ha sido conducida con violación de derechos y contratos
naturales y positivos, y ha resultado, como se buscó, en un intento de completo
sometimiento, en materias de religión, de la Iglesia y de todos los sujetos
civiles, a la tiranía de las administraciones que se mofan de toda religión.
Parece una necesidad práctica en tiempos malignos, cuando la unidad de la fe
está faltando tan ampliamente, y un modus vivendi que, si se lleva sinceramente,
parece producir poco daño al derecho objetivo como puede esperarse en la
condición de conciencias sinceramente diferentes en materia de derechos
establecidos por la Ley Positiva Divina, que en Estados cuya personalidad esta
hecha constitucionalmente de todo tipo de fe religiosa, muchas de ellas sinceras
en su diversidad, debería haber una abstención gubernamental de cualquier culto
o profesión de creencia denominacional específica, y una protección general y
aliento a los individuos en la práctica de la religión de acuerdo con sus
propios principios religiosos, dentro de los límites de la Ley Natural, o de la
aceptación general del Cristianismo.
V. TEORIAS CONTRARIAS
Las teorías opuestas a la posición Católica sobre la verdadera relación entre la
Iglesia y el Estado son triples, difiriendo en la amplitud de la negación del
derecho eclesiástico.
A. Liberalismo Absoluto.
El Liberalismo Absoluto es la más extrema. Al tener su fuente en los principios
de la Revolución Francesa y comenzando con aquellos que niegan la existencia de
Dios, toma naturalmente la posición de que el Estado prescinde de Dios, el
Estado, dice, es ateo. Emprendiendo, con la eliminación de la revelación y la
Ley Positiva Divina, para volver a principios puramente naturales, acepta de
Rousseau y los Utilitaristas el principio de que todos los derechos provienen
del Estado, toda la autoridad de los consentidos deseos del pueblo del Estado.
La lógica posición que sigue es que la Iglesia no tiene derechos – ni aún el
derecho a la existencia – salvo aquellos que le son concedidos por el poder
civil. Por lo tanto no es una sociedad perfecta, sino una criatura del Estado,
del que depende en todas las cosas y del cual debe estar directamente
subordinada, si se le permite existir en absoluto (Ver LIBERALISMO).
B. Liberalismo Calificado.
El Liberalismo Calificado, como ha sido formulado por Cavour y Minghetti en
Italia al cierre de la primera mitad del siglo diecinueve, no va tan lejos.
Mientras afirma que admite que la Iglesia es más o menos una sociedad perfecta
con fundamentos en la Ley Positiva Divina de la Revelación Cristiana, sostiene
que la Iglesia y el Estado están separados de tal manera como para perseguir sus
fines respectivos independientemente en beneficio de los individuos, no teniendo
ningún tipo de subordinación uno de otro. Consecuentemente, en todos los asuntos
públicos el Estado debe prescindir de toda sociedad religiosa, y la trata
acordemente como a cualquier asociación privada dentro del Estado o como una
corporación extranjera. El axioma de este más nuevo Liberalismo “Una Iglesia
libre en un Estado libre”, que en realidad significa una Iglesia debilitada con
no más libertad que las cambiantes políticas, internas y externas, de un Estado
elija darle, lo cual eventualmente, como puede preverse, equivale a servidumbre.
(Ver ITALIA: Gobierno Político y Civil: Iglesia y Estado.)
C. Realismo
La Teoría de los Realistas concedía a la Iglesia una cierta cantidad de derecho
social de su Divino Fundador, pero condicionaban el ejercicio de todos los
derechos sociales de los consintientes del gobierno civil. Esta teoría,
originada con el Galicanismo, prácticamente negaba a la Iglesia ser una sociedad
perfecta en tanto y en cuanto hacía depender su jurisdicción para su ejercicio
válido, en el poder civil. La teoría gradualmente extendió sus argumentos tan
lejos como para hacer a la Iglesia indirectamente subordinada al Estado,
atribuyéndole al Estado la autoridad para prohibir a la Iglesia cualquier acto
jurídico que pudiera obrar en detrimento del Estado y a ordenar a la Iglesia en
caso de necesidad, a poner todos su poderes a promover los intereses del Estado.
CHARLES MACKSEY
Transripto por Tomas Hancil y Joseph P. Thomas
Traducido por Luis Alberto Alvarez Bianchi