Confucianismo
EnciCato
Por Confucianismo se entiende el complejo sistema de enseñanzas morales,
sociales, políticas y religiosas construido por Confucio sobre las antiguas
tradiciones chinas y perpetuado como religión de Estado hasta nuestros días (O
sea, hasta finales de la última dinastía china, Qing, cuyo postremo emperador,
Pu Yi, debió abdicar siendo niño aún, en 1912, como resultado de la Revolución
iniciada por Sun Yixian. N.T.). El Confucianismo se orienta no simplemente a
hacer hombres de virtud sino también hombres educados y de buenas maneras. El
hombre perfecto debe combinar las cualidades del santo, del académico y del
gentilhombre. El Confucianismo es una religión sin revelación positiva, con un
mínimo de enseñanza dogmática, cuyos rituales populares se centran en las
ofrendas a los muertos. En ella, la noción del deber se extiende más allá de la
esfera de la moral estrictamente dicha para abarcar casi todos los detalles de
la vida.
I. CONFUCIO, EL MAESTRO
El mayor exponente de esta notable religión fue K'ung-Tze (Kong Zi, según el
moderno sistema Pinyin de latinización del idioma chino, reconocido ya
mundialmente, N.T.), o K'ung-Fu-Tze (Kong Fu Zi. Idem, N.T.), latinizado por los
primeros misioneros jesuitas como Confucio. Confucio nació en 551 a.C., en lo
que entonces era el estado feudal de Lu, y que ahora está incluido en la moderna
provincia de Shan-tung (Shang Dong. Idem, N.T.). Sus padres, aunque no eran
ricos, pertenecían a la clase superior. Su padre era un guerrero, que se había
distinguido tanto por sus hazañas como por su noble ascendencia. Confucio era
apenas un niño cuando su padre murió. Desde su niñez mostró gran aptitud para el
estudio, y si bien hubo de trabajar como sirviente en sus años mozos para
mantenerse a sí mismo y a su madre, siempre encontró tiempo para proseguir sus
estudios favoritos. Progresó tanto en ello que a los veintidós años abrió una
escuela a la muchos llegaron atraídos por la fama de sus conocimientos. Su
habilidad y fiel servicio le merecieron una promoción al cargo de ministro de
justicia. Bajo su sabia administración el Estado alcanzó un grado de prosperidad
y orden moral que nunca antes había visto. Pero a través de las intrigas de
estados rivales, el Marqués de Lu fue llevado a preferir los placeres vulgares a
la preservación del buen gobierno. Confucio intentó, con sanos consejos, volver
a su señor al camino del deber, pero todo fue en vano. A raíz de ello, Confucio
renunció a su alto puesto a costo de su tranquilidad y comodidad personales, y
abandonó el país. Durante catorce años fue de estado en estado, acompañado de
sus fieles discípulos, buscando algún señor que quisiese escuchar sus consejos.
Sufrió muchas privaciones. En más de una ocasión estuvo en riesgo inminente de
ser acechadoacechadoa y muerto por sus enemigos, pero su valor, y la confianza
en el carácter providencial de su misión, nunca lo abandonaron. Finalmente
volvió a Lu, donde pasó los últimos cinco años de su larga vida animando a otros
al estudio y a la práctica de la virtud, y edificando a todos con su noble
ejemplo. Murió el año 478 a.C., a los setenta y cuatro años de edad. Su vida
coincidió casi exactamente con la de Buda, quien falleció dos años antes, a la
edad de ochenta.
Poca duda cabe que Confucio poseía una noble y avasalladora personalidad. Ello
queda claro por los datos que tenemos acerca de su carácter, por sus elevadas
enseñanzas morales, y por los hombres de altos ideales a los que educó para que
siguieran su labor. En su entusiasta cariño y admiración, ellos lo declararon el
más grande de los hombres, el sabio infalible, el hombre perfecto. Los propios
dichos que de él se conservan muestran que él nunca pretendió poseer la plenitud
de la virtud o de la sabiduría. Él estaba consciente de sus limitaciones y nunca
intentó ocultar dicha conciencia. Mas de su amor por la virtud y la sabiduría no
puede haber duda. En las "Analectas", VII, 18, se le describe como "alguien que
en su apasionada búsqueda del conocimiento olvidó la comida, y en el gozo de
alcanzarlo olvidó su pena". Cualquier cosa que en las constancias del pasado, ya
en la historia, ya en la poesía lírica, o en los ritos y ceremonias, fuese
edificante y conducente a la virtud, él lo buscaba con celo infatigable y lo
daba a conocer a sus discípulos. Era un hombre de naturaleza afectiva, compasivo
y sumamente considerado con los demás. A sus discípulos valiosos los amó
entrañablemente y, a su vez, mereció de ellos su perdurable devoción. Era
modesto y sin afectaciones en su porte, inclinado a la seriedad, pero poseía sin
embargo una jovialidad natural que raramente lo abandonaba. Educado desde la
niñez en la adversidad, aprendió a encontrar satisfacción y serenidad de mente
aún donde faltaban las comodidades ordinarias. Gustaba mucho de la música vocal
e instrumental y frecuentemente cantaba, acompañándose del laúd. Su sentido del
humor se revela en una crítica que hizo de un canto muy estrepitoso: "¿Porqué
utilizar un cuchillo para reses cuando se quiere matar un gallo?".
Con frecuencia se tiene a Confucio como el prototipo de hombre virtuoso sin
religión. Se afirma que sus enseñanzas son principalmente éticas, en las que se
buscaría en vano una recompensa en la vida futura como sanción de buena
conducta. Pero la familiaridad con las antiguas religiones chinas y de los
textos confucianistas deja al descubierto lo hueco de la aseveración de que
Confucio estaba desvinculado de cualquier pensamiento o sentimiento religioso.
Él fue religioso a la manera de los hombres religiosos de su tiempo y de su
tierra. Al no hacer referencias a premios y castigos en la vida venidera él
sencillamente estaba siguiendo el ejemplo de sus ilustres predecesores chinos,
cuyas creencias religiosas no incluían este elemento de la retribución futura.
Los clásicos chinos, antiguos ya incluso en tiempos de Confucio, no tienen nada
que decir del infierno. Sí tienen, sin embargo, mucho que decir de los premios o
castigos otorgados en la presente vida por el Cielo que todo lo ve. Hay una
multitud de textos que muestran abiertamente que él no se separó de la creencia
tradicional en el supremo Dios-cielo y los espíritus subordinados, en la divina
providencia y en la recompensa, y en la existencia consciente de las almas
después de la muerte. Tales convicciones religiosas de su parte quedaron
expresadas en múltiples actos de piedad y culto.
II. LOS TEXTOS CONFUCIANISTAS
Dado que el Confucianismo en su sentido más amplio abraza no sólo las enseñanzas
inmediatas de Confucio, sino también los documentos, costumbres y ritos
tradicionales que él ratificó con su aprobación y que hoy se apoyan sobre todo
en su autoridad, entre los textos reconocidos como confucianistas se cuentan
varios que aún en sus días eran venerados como herencia sagrada del pasado. Los
textos están divididos en dos categorías conocidas como los "king" (ching. Idem,
N.T. ) (clásicos), y los "shuh" (libros). Se reconocen comúnmente cinco, y a
veces seis, "king", que son los primeros en importancia.
El primero de ellos es el "Shao King" (Shuh Ching. Idem, N.T.) (Libro de la
Historia), una obra religiosa y moral, que detecta la mano de la Providencia en
una serie de eventos grandiosos de la historia pasada e inculca la lección de
que el Dios-cielo concede prosperidad y larga vida únicamente al gobernante
virtuoso que es motivado por el verdadero bienestar de su pueblo. La unidad de
su composición puede muy bien ubicar la fecha de su publicación en algún punto
alrededor del siglo sexto a. C., aunque las fuentes en que se basan los primeros
capítulos podrían ser casi contemporáneas a los mismos sucesos relatados.
El segundo "king" es el así llamado "She-king" (Shi Ching. Idem, N.T.) (Libro de
los Cantos), frecuentemente mencionado como las "Odas". De sus 305 breves poemas
líricos, algunos pertenecen a la época de la dinastía Shang, (1766-1123 a.C.).
El resto, y quizás la parte mayor, a los cinco siglos de la dinastía Chow (Zhou.
Idem, N.T.), o sea, hasta cerca del año 600 a. C.
El tercer "king" es el así llamado "I-king" (I Ching. Idem, N.T.) (Libro de los
Cambios), un enigmático tratado sobre adivinación utilizando tallos de una
planta nativa, los cuales, una vez arrojados y según se conformen, dan
diferentes indicaciones referentes a alguno de los sesenta y cuatro hexagramas
formados por tres líneas continuas y tres discontinuas. Las breves explicaciones
que los acompañan, en gran medida arbitrarias y fantásticas, se ubican en el
tiempo de Wan y de su ilustre hijo, Wu, fundadores de la dinastía Chow (1122
a.C.). Desde el tiempo de Confucio, la obra se ha visto acrecentada por una
serie de apéndices, en número de diez, de los cuales ocho se atribuyen a
Confucio. Sin embargo, únicamente una porción de éstos es probablemente
auténtica.
El cuarto "king" es el "Li-ki" (Li-chi. Idem, N.T.) (Libro de los Ritos). En su
forma actual el libro data del siglo segundo de nuestra era. Constituye una
compilación de un amplio número de documentos cuya mayor parte se remonta a la
parte inicial de la dinastía Chow. La obra proporciona normas minuciosas de
conducta referentes a ceremonias religiosas de culto, funciones de la corte,
relaciones sociales y familiares, vestido. En pocas palabras se refiere a todas
las esferas de la actividad humana. Continúa siendo aún la guía más autorizada
del comportamiento correcto para todo chino cultivado. En el "Li-ki" se
encuentran muchos de los dichos atribuidos a Confucio y dos largos tratados
compuestos por sus discípulos, de los que se puede decir que reflejan con
substancial acierto los dichos y las enseñanzas del Maestro. Uno de ellos es el
tratado conocido como "Chung-Yung" (La Doctrina del Medio) y conforma el libro
XXVIII del "Li-ki". El otro tratado, que forma el libro XXXIX del "Li-ki", es el
llamado "Ta-hio" (Ta Hsüeh. Idem, N.T.) (Gran Aprendizaje). Pretende contender
la descripción de un líder virtuoso hechas por el discípulo Tsang-tze, basado en
las enseñanzas del Maestro. El quinto "king" es el breve tratado histórico
conocido como "Ch'un-ts'ew" (Ch'un Ch'iu. Idem, N.T.) (Primavera y Otoño) y del
que se dice que fue escrito por el mismo Confucio. Consiste en una serie
interrelacionada de simples anales del reino de Lu que van del año 722 al 484
a.C. A esos cinco "king" se les añade un sexto, el así llamado "Hiao-king" (Hsiao
Ching. Idem, N.T.) (Libro de la Piedad Filial). Los chinos atribuyen su
composición a Confucio, pero en la opinión de los críticos investigadores, es el
producto de la escuela de su discípulo, Tsang-tze.
Se acaba de hacer mención de los dos tratados incorporados en el "Li-ki", "La
Doctrina del Medio" y "El Gran Aprendizaje". En el siglo XI de nuestra era esas
dos obras fueron unidas con otros textos confucianistas constituyendo lo que se
conoce como "Sze-shuh" (Shih Shu. Idem, N.T.) (Cuatro Libros). El primero de
estos es "Lun-yü" (Analectas). Esta es una obra de veinte breves capítulos que
nos muestran qué clase de persona era Confucio en la vida diaria y conservan
muchos de sus impresionantes dichos referentes a temas morales e históricos. La
obra, escrita por alguno de la siguiente generación, parece incorporar el
auténtico testimonio de sus discípulos.
El segundo lugar en el "Shuh" se le da al "Libro de Mencio". Mencio, "Meng-tze"
(Meng-zi. Idem, N.T.), no fue discípulo directo del Maestro; vivió cerca de un
siglo después. Adquirió gran fama como exponente de la enseñanza Confucianista.
Sus dichos, en su mayoría referentes a temas morales, fueron atesorados por sus
discípulos y publicados bajo su nombre. En tercer y cuarto orden del "Shuh"
están "El Gran Aprendizaje" y "La Doctrina del Medio".
Nuestros primeros conocimientos de los contenidos de los textos confucianistas
se los debemos a la penosa investigación realizada por los misioneros jesuitas
en China durante los siglos diecisiete y dieciocho. Ellos unían al celo heroico
por la extensión del Reino de Cristo una diligencia y una habilidad tales para
el estudio de las costumbres chinas, literatura e historia que les han dejado un
reto perdurable a sus sucesores investigadores. Entre ellos podemos mencionar a
los Padres Prémare, Régis, Lacharme, Gaubil, Noël, Ignacio da Costa, por quienes
fueron traducidos y explicados con gran erudición la mayoría de los textos
confucianistas. Era natural, sin embargo, que sus estudios pioneros en un campo
tan difícil estuviera destinado a ceder su lugar a los monumentos más precisos y
completos de la investigación moderna. Pero aún allí tienen dignos
representantes en académicos de la talla del Padre Zottoli y Henri Cordier,
cuyos estudios chinos rinden evidencia de su vasta erudición. Los textos
confucianistas fueron hechos asequibles a los lectores de habla inglesa por el
Profesor Legge. Al lado de su obra monumental en siete volúmenes, intitulada
"Los Clásicos Chinos" y su versión del "Ch'un ts'ew", ese autor ha terminado las
traducciones revisadas de "Shuh", "She", "Ta-hio", "Y" y "Li-ki" en los
volúmenes III, XVI, XXVII, y XXVIII de "Los Libros Sagrados del Oriente".
III. LA DOCTRINA
Los fundamentos religiosos
La religión de la antigua China, a la que Confucio prestó su adhesión reverente,
era una forma de culto a la naturaleza, muy cercana al monoteísmo. Aunque se
reconocían muchos espíritus asociados con la naturaleza- espíritus de montañas y
ríos, de la tierra y de los granos, de los cuatro cuartos del cielo, el sol, la
luna y las estrellas- todos estaban subordinados al supremo Dios-cielo, T'ien
(Cielo), también llamado Ti (Señor), o Shang-ti (Supremo Señor). Todos los demás
espíritus no eran sino sus ministros, actuando siempre en obediencia a su
voluntad. T'ien era quien sostenía la ley moral, practicando una providencia
benigna sobre los hombres. Nada que se hiciese en secreto podía escapar su ojo
omnipresente. Su castigo para las malas acciones tomó ya la forma de calamidades
o muerte prematura, ya la de alguna desgracia ocurrida a los descendientes del
malvado. En numerosos pasajes del "Shao-" y "She-king" encontramos esta
creencia, afirmada como motivación a la conducta recta. La muestra de que esto
no fue soslayado por Confucio está en su dicho: "quien ofende al Cielo no tiene
ya a quien orar". Otro motivo cuasi religioso para la práctica de la virtud era
la creencia de que las almas de los parientes difuntos dependían en gran parte
para su felicidad de la conducta de los descendientes vivos. Se enseñaba que los
hijos tenían el deber hacia sus padres difuntos de contribuir a su gloria y
felicidad con una vida virtuosa. A juzgar por los dichos de Confucio que han
sido preservado, él no desdeñaba esos motivos hacia una vida virtuosa, pero
ponía mayor énfasis en el amor a la virtud por sí misma. Los principios de
moralidad y su aplicación concreta en las variadas relaciones de la vida diaria
quedaron incorporados en esos textos sagrados, los cuales, a su vez,
representaban las enseñanzas de los antiguos sabios, educados por el Cielo para
instruir a la humanidad. Dichas enseñanzas no fueron inspiradas, tampoco fueron
reveladas, pero sí eran infalibles. Los sabios nacían dotados de una sabiduría
querida por el Cielo para iluminar a los hijos de los hombres. Era, por tanto,
una sabiduría providencial, más que sobrenatural. La noción de una revelación
divina positiva está ausente de los textos chinos. Seguir la ruta del deber tal
como ha quedado establecido en las reglas autorizadas de conducta está al
alcance de todo hombre, mientras su naturaleza, buena de nacimiento, no quede
irremediablemente perturbada por influencias perniciosas. Confucio sostenía la
opinión tradicional de que todos los hombres nacen buenos. No hay la menor señal
en su enseñanza de algo semejante al pecado original. Parece haber sido incapaz
incluso de reconocer tendencias hereditarias perniciosas. Para él, lo que
pervierte al hombre es el medio ambiente malo, el mal ejemplo y una inexcusable
concesión ante los apetitos malos que cualquiera que usase correctamente sus
fuerzas naturales podría y debería dominar. La caída moral causada por las
seducciones de espíritus malvados no tenía lugar en su sistema. Como tampoco hay
noción de una gracia divina para reforzar la voluntad e iluminar la razón en la
lucha contra el mal. Hay una o dos alusiones a la oración, pero nada que muestre
que la oración diaria es recomendable para quien aspira a la perfección.
Apoyos para la virtud
En el Confucianismo, los apoyos para el cultivo de la virtud son naturales y
providenciales, ni más ni menos. Pero en este desarrollo de la perfección moral,
Confucio siempre buscó encender en los demás el amor entusiasta que sentía él
mismo por la virtud. Para él, la empresa primordial en la vida es hacerse uno
tan bueno como sea posible. Cualquier cosa que sea conducente a la práctica de
la bondad debería ser ardientemente buscada y usada. Para ello, el conocimiento
correcto debe ser considerado como indispensable. Al igual que Sócrates,
Confucio sostenía que el vicio nace de la ignorancia y que el conocimiento
conduce infaliblemente a la virtud. El conocimiento en el que él insistía no ea
simplemente el científico, sino una familiaridad edificante con los textos
sagrados y las reglas de virtud y propiedad. Otro factor en el que él ponía gran
énfasis era la influencia del buen ejemplo. Le encantaba proponer a la
admiración de sus discípulos a los héroes y sabios de la antigüedad, con cuyas
nobles hazañas y palabras los intentaba familiarizar insistiendo en el estudio
de los clásicos antiguos. Muchos de los dichos que nos quedan de él son elogios
de esos valientes hombres de virtud. Y no dejó de reconocer el valor de
compañeros buenos y de altos ideales. Su lema fue asociarse con los
verdaderamente grandes y hacer amistad con los más virtuosos. Además de la
asociación con los buenos, Confucio recalcaba en sus discípulos la necesidad de
acoger siempre la corrección fraterna de los propios errores. También,
consecuentemente, se les inculcaba el examen diario de la conciencia. Como una
ayuda más para la formación de un carácter virtuoso, él tenía una alta opinión
de una cierta dosis de autodisciplina. Reconocía el peligro, especialmente en
los jóvenes, de caer en hábitos de blandura y amor por lo fácil. De ahí que él
hacía hincapié en una viril indiferencia hacia comodidades afeminadas. También
reconocía en el arte de la música un apoyo poderoso para encender el entusiasmo
por la práctica de la virtud. Enseñaba a sus discípulos las "Odas" y otros
cantos edificantes, que cantaban juntos acompañados de laúdes y arpas. Todo
esto, unido al magnetismo de su influencia personal, daban a su enseñanza una
fuerte cualidad emocional.
Virtudes Fundamentales
Confucio insistió principalmente en las cuatro virtudes de sinceridad,
benevolencia, piedad filial y propiedad como los cimientos para una vida de
bondad perfecta. Para él, la sinceridad era una virtud cardinal. De acuerdo al
uso que él le daba, dicha virtud significaba mucho más que una mera relación
social. Ser verídico y sin recovecos en el hablar, fiel a las propias promesas,
consciente en el cumplimiento de las obligaciones propias para con los demás-
todo ello estaba incluido en la sinceridad y aún más. El varón sincero, a los
ojos de Confucio, era aquel cuya conducta siempre está basada en el amor por la
virtud y que, en consecuencia, buscaba observar las reglas correctas de conducta
tanto en su corazón como en sus acciones externas, tanto en la soledad como en
la presencia de otros. La benevolencia, que se muestra en un amable cuidado por
el bienestar de los demás y en la disposición para ayudarlos en tiempos de
necesidad, es también un elemento fundamental de la enseñanza de Confucio. Se le
percibe como el detalle característico del hombre bueno. Mencio, el ilustre
exponente del Confucianismo, tiene la siguiente- y notable- expresión: "La
benevolencia es el hombre" (VII, 16). En los dichos de Confucio encontramos
enunciada varias veces su "regla de oro" en su forma negativa. En las
"Analectas", XV,13, leemos que cuando un discípulo le pidió un principio rector
para toda conducta, el Maestro respondió: "¿Acaso no es la benevolencia mutua
tal principio? Lo que no quieras que te hagan a ti no lo hagas a los demás".
Esto es asombrosamente parecido a la "regla de oro" encontrada en el primer
capítulo de las "Enseñanzas de los Apóstoles"--"Cualquier cosa que no te
gustaría que te hicieran a ti, no la hagas a los demás". También se encuentra en
Tobías, iv,16, que es donde aparece por primera vez en la Sagrada Escritura. Él
no estaba de acuerdo con el principio sostenido por Lao-tze de que la ofensa
debería ser pagada con amabilidad. Su lema era: "Responde a la ofensa con
justicia y a la amabilidad con amabilidad" (Analectas, XIV, 36). Parece ser que
él veía el asunto desde el punto de vista práctico y legal del orden social.
"Recompensar la amabilidad con amabilidad", dice en otra parte, "actúa como un
motivador para la gente. Responder a la ofensa con justicia actúa como una
advertencia" (Li-ki, XXIX, 11). La tercera virtud fundamental en el sistema
confucianista es la piedad filial. En el "Hiao-king", Confucio aparece diciendo:
"La piedad filial es la raíz de toda virtud"--"De todos las acciones de los
hombres, no hay ninguna mayor que la de la piedad filial". Para los chinos de
ayer y de hoy, la piedad filial mueve al hijo a amar y respetar a sus padres,
contribuir a su comodidad, y darles a ellos felicidad y honor a su nombre a
través de tener un éxito honorable en la vida. Pero, al mismo tiempo, llevaba
esa devoción a un grado tal que se convertía en algo excesivo y erróneo. Como
consecuencia del sistema patriarcal que ahí prevalecía, la piedad filial incluía
la obligación para los hijos de vivir, aún después de casados, bajo el mismo
techo que el padre y prestarle obediencia casi infantil toda la vida. La
voluntad de los padres tenía carácter de absoluta, llegando al extremo de hacer
que el hijo se divorciara, por sobre sus sentimientos personales, si su mujer no
podía satisfacer los deseos de sus padres. Si un hijo responsable se viera en la
necesidad de aconsejar a un padre descarriado, se le enseñaba a corregirlo con
la mayor mansedumbre; aunque el padre lo golpeara hasta sangrar, no debería
mostrar ningún resentimiento. Por más malo que fuese el padre, nunca perdía su
derecho al respeto filial de su hijo. Otra virtud de importancia primordial en
el sistema confucianista es la "propiedad". Ella abarca toda la esfera de la
conducta humana, motivando al hombre superior a llevar a cabo siempre la acción
correcta en el lugar correcto. Dicha virtud encuentra su máxima expresión en las
así llamadas reglas ceremoniales, que no se limitan a ritos religiosos y normas
de comportamiento moral, sino que se extienden a la asombrosa cantidad de usos y
costumbres convencionales que rigen la etiqueta china. Estos ya se definían en
tiempos de Confucio como las trescientas mayores y tres mil menores reglas
ceremoniales, todas las cuales debían ser cuidadosamente aprendidas para guiar
la conducta apropiada. Tanto los usos convencionales como las reglas de
comportamiento moral llevaban con ellas un sentido de obligación que descansaba
primordialmente en la autoridad de los sabios-reyes y, en último término, en la
voluntad del Cielo. Despreciar tales normas o desviarse de ellas era equivalente
a un acto de impiedad.
Ritos
En el "Li-ki" se declara que son seis las principales observancias ceremoniales:
coronaciones, matrimonios, rituales de duelo, sacrificios, fiestas y
entrevistas. Bastará con tratar brevemente los primeros cuatro, que han
persistido sin cambios notables hasta el día de hoy. La coronación era una
ceremonia de alegría, con la que se honraba al hijo al llegar a sus veinte años
de edad. En presencia de parientes e invitados, el padre daba a su hijo un
nombre especial y le colocaba un gorro de cuatro puntas como señales distintivas
de su virilidad madura. Todo esto acompañado de una fiesta. La ceremonia del
matrimonio era de gran importancia. Casarse para tener hijos varones era una
grave obligación de todo hijo. Ello era necesario para preservar el sistema
patriarcal y proveer el culto a los antepasados en los años venideros. Según se
establece en el "Li-ki", la regla era que el varón joven debía casarse a los
treinta y la mujer a los veinte. La propuesta de matrimonio y su aceptación no
eran asunto de los interesados sino de sus padres. Los arreglos preliminares
eran hechos por un intermediario después de que, a través de la adivinación, se
tenía certeza de que los signos de la unión buscada eran propicios. Las partes
no podían tener el mismo apellido, ni tener relación sanguínea hasta el quinto
grado. El día de la boda, vestido con sus mejores ropas, el joven novio iba a la
casa de la novia para de ahí llevarla en su carruaje a la casa de su padre,
donde éste la recibía rodeado de sus alegres invitados. En copas improvisadas,
hechas de las mitades de un melón, se servían bebidas dulces que se entregaban a
los novios. Al tomar un sorbo de cada una, ellos significaban su unión en
matrimonio. Consecuentemente, la novia pasaba a formar parte de la familia de
sus suegros y sujeta, como su esposo, a la autoridad de aquéllos. La monogamia
era fomentada como la situación ideal, pero no se prohibía el tener esposas
secundarias, llamadas concubinas. Esto último se recomendaba cuando la esposa no
podía tener hijos varones y el esposo la amaba demasiado como para divorciarse
de ella. Existían siete causas, además de la infidelidad, que justificaban el
repudio de la esposa, y una de ellas era la ausencia de hijos varones. También
los ritos funerarios eran de suma importancia. Su exposición ocupa la mayor
parte del "Li-ki". Eran sumamente elaborados y muy variables en cuanto al
detalle y a la duración, según el rango y la relación del difunto con los
dolientes. Los más impresionantes de todos eran los rituales fúnebres para el
padre. Durante los tres primeros días, el hijo, vestido de arpillera áspera
hecha de cáñamo blanco, ayunaba, saltaba y gritaba. Pasado el entierro, para el
cual se dan indicaciones muy precisas, el hijo debía llevar la ropa de luto de
arpillera durante veinticuatro meses, alimentándose apenas con algo de comida, y
viviendo en una choza construida al efecto a un lado de la tumba. Se narra en
las "Analectas" la indignada condena hecha por Confucio ante la sugerencia de
uno de sus discípulos de que el período de duelo se recortara a un año. Otra
clase de ritos de suma importancia eran los sacrificios, mencionados
repetidamente en los textos confucianistas, donde se dan instrucciones para su
apropiada celebración. La idea de propiciamiento a través de la sangre está
totalmente ausente de la noción china de sacrificio. Todo se reduce a una
ofrenda de alimentos para expresar el culto reverente de los participantes; una
fiesta solemne para honrar a los espíritus, a los que se invita y de los que se
cree que disfrutan de la diversión. Se preparan carne y bebidas de toda clase;
hay música vocal e instrumental, y danzas de pantomima. Los ministros
celebrantes no son los sacerdotes sino los jefes de familia, los señores
feudales y, principalmente, los reyes. No hay sacerdocio en el Confucianismo.
El culto del pueblo en general se limita al así llamado culto a los antepasados.
Algunos piensan que apenas se le puede llamar culto siendo, como es, una fiesta
para honrar a los familiares difuntos. Tanto en los tiempos de Confucio como hoy
día, había en cada hogar, desde el palacio del mismo rey hasta la más humilde
choza campesina, una cámara o closet llamada "templo de los antepasados", donde
se guardan reverentemente unas tablillas de madera en las que se inscriben los
nombres de los padres difuntos, abuelos y más remotos antepasados. En fechas
preestablecidas se colocaban ofrendas de fruta, vino y carnes preparadas ante
las tablillas, en las que se creía que los espíritus ancestrales hacían su
morada de descanso temporal. Además, semestralmente, en primavera y otoño, cada
clan realizaba honras públicas para los antepasados comunes. Éstas consistían en
un refinado banquete acompañado de música y danzas, al que se invitaba a los
antepasados difuntos pues se creía que ellos participaban en él junto con los
miembros vivos del clan. Aún más refinadas y grandiosas eran las fiestas
trienales o quinquenales ofrecidas por el rey a sus fantasmagóricos antepasados.
Las familias y clanes sólo ofrecían fiestas en honor de aquellos difuntos
vinculados con ellos por parentesco. Había, sin embargo, algunos benefactores
públicos cuya memoria era recordada por todos y a los cuales se les hacían
ofrendas de alimentos. El mismo Confucio llegó a ser honrado así después de su
muerte, ya que se le consideró el más grande de los benefactores públicos. Aún
hoy día se mantiene fielmente en China esta veneración religiosa del Maestro.
Hay en la Universidad Imperial de Peking (Beijing. Idem, N.T.) un templo en el
que se conservan las tablillas de Confucio y de sus discípulos más importantes.
Dos veces al año, en primavera y otoño, el emperador hacía una visita real a
dicho recinto y solemnemente hacía ofrendas de comida, acompañado de un discurso
orante que expresaba su gratitud y devoción.
En el cuarto libro del "Li-ki" se hace referencia a los sacrificios que el
pueblo acostumbraba ofrecer a los "espíritus de la tierra", o sea aquellos que
velaban sobre los campos de la localidad. La gente no tomaba parte activa, sin
embargo, en el culto a los espíritus de mayor rango. Ello formaba parte de los
deberes de los funcionarios más elevados, de los señores feudales y del rey.
Cada señor feudal ofrecía sacrificios al espíritu subordinado del que se suponía
que tenía cuidado especial sobre su territorio. Pero era una prerrogativa
exclusiva del rey el ofrecer sacrificios a los espíritus del reino, tanto
grandes como pequeños, especialmente al Cielo y a la Tierra. Cada año se
celebraban varios sacrificios de este tipo. Los más importantes eran los del
solsticio de invierno y verano, en los que se reverenciaba respectivamente al
Cielo y a la Tierra. Para explicar esta anomalía hay que tener en mente que el
sacrificio, a los ojos de los chinos, es una fiesta para los espíritus
visitantes y, que, según sus normas de propiedad, los espíritus más elevados
debían ser honrados por los representantes más elevados de los vivos.
Encontraban muy apropiado que fuera únicamente el rey, el Hijo del Sol, quien
por si mismo y por su pueblo, realizara ofrendas solemnes al Cielo. Y así es
hasta nuestros días. El culto sacrificial para el Cielo y la Tierra es celebrado
solamente por el emperador, al que asiste, claro, un pequeño ejército de
ayudantes, y con una grandeza de ceremonial que es asombroso contemplar. Orar
privadamente al Cielo y quemar incienso para él, era una forma válida de mostrar
la piedad apropiada a la deidad mayor. Esto aún se practica, sobre todo en noche
de luna llena.
Política
Confucio no conoció sino una forma de gobierno: la monarquía tradicional de su
tierra natal. Era la extensión a la nación entera del sistema patriarcal. El rey
ejercía una autoridad absoluta sobre sus súbditos, como un padre sobre sus
hijos. Gobernaba por derecho divino. Era erigido providencialmente por el Cielo
para iluminar al pueblo con leyes sabias y conducirlo al bien con su ejemplo y
autoridad. De ahí su título: "Hijo del Cielo". Pero para merecer ese título
debía el rey reflejar la virtud del Cielo. Sólo el rey de altos ideales era
quien ganaba el favor del Cielo y era recompensado con prosperidad. El rey
indigno perdía la asistencia del Cielo y se convertía en una nulidad. En los
textos confucianistas abundan las lecciones y advertencias referentes a este
tema del gobierno correcto. Se hace el más fuerte énfasis en el valor del buen
ejemplo por parte del gobernante. Una y otra vez se asienta el principio de que
el pueblo no puede dejar de practicar la virtud cuando el gobernante pone el
mayor ejemplo de conducta recta. Por otro lado, en más de un lugar se deja ver
la implicación de que cuando abundan el crimen y la miseria, se debe buscar la
causa en un rey indigno y en ministros carentes de principios.
IV. HISTORIA DEL CONFUCIANISMO
Sin duda alguna fue esta inflexible actitud del Confucianismo respecto a los
líderes malvados y egoístas lo que casi causó su extinción hacia finales del
siglo tercero a.C. Shi Hwang-ti , quien derrocó a la dinastía Chow en el año 213
a.C., promulgó el decreto que ordenaba que todos los libros confucianistas,
excepto el "Y-king", debían ser destruidos. Se amenazó con la pena de muerte a
aquellos estudiosos que fuesen encontrados o en posesión de los libros
prohibidos, o enseñándolos a otros. Cientos de maestros confucianistas se
negaron a sujetarse a la ley y fueron enterrados vivos. Para cuando vino la
reacción contraria, durante la dinastía Han, en el año 191 a.C., el trabajo de
exterminación estaba casi completo. Gradualmente, sin embargo, aparecieron
copias más o menos bien conservadas, y los textos confucianistas poco a poco
fueron colocados de nuevo en el lugar de honor. Generaciones de estudiosos han
dedicado sus mejores años a la interpretación de los "king" y los "shu", con el
resultado de que a su alrededor se ha reunido una obra literaria monumental.
Como religión de estado de China, el Confucianismo ha ejercido una profunda
influencia en la vida nacional. Esta influencia ha sido apenas tocada por las
formas inferiores del Budismo y Taoismo, las cuales, en cuanto cultos populares,
empezaron a florecer en China alrededor del siglo primero de nuestra era. En la
burda idolatría de esos cultos, los ignorantes encontraban la satisfacción de
sus necesidades religiosas que la religión del Estado no les podía dar. Sin
embargo, no dejaban de ser confucianistas por el hecho de abrazar el Taoísmo y
el Budismo. Estos cultos no eran ni son otra cosa que adherencias de las
creencias confucianistas y de las costumbres de las clases bajas, formas
populares de devoción que se colgaban como parásitos a la religión ancestral.
Los chinos educados despreciaban tanto las supersticiones budistas como las
taoístas. Esto no obstaba para que algunos, que nominalmente mantenían su
adhesión al Confucianismo puro y simple, sostuvieran opiniones racionalistas
referentes al mundo de los espíritus. En números, los confucianistas alcanzaban
los trescientos millones. (Hasta 1911, antes de la Revolución China. La
"Revolución Cultural" de Mao Zedong, 1951-52, buscó erradicar totalmente las
expresiones vigentes hasta entonces de cultura y educación, entre las que se
encontraba el Confucianismo, por considerarlo expresión de aristocracia
contrarrevolucionaria y decadente. No lo logró del todo. Regímenes posteriores
han abierto de nuevo las puertas a la investigación, y con ello, el
Confucianismo ha recuperado un poco de su antigua influencia en China. N.T.).
V. CONFUCIANISMO vs. CIVILIZACIÓN CRISTIANA
Hay mucho que admirar en el Confucianismo. Ha enseñado una concepción noble del
Dios-cielo. Ha inculcado un notablemente alto estándar de moralidad. Ha
promovido, en la medida que sabía cómo, la influencia purificadora de la
educación literaria y del comportamiento cortés. Pero hoy se encuentra afectada
por los serios defectos que caracterizan a toda civilización imperfecta en sus
remotos comienzos. La asociación del T'ien con inumerables espíritus de la
naturaleza, espíritus del sol, de la luna y de las estrellas, de las colinas, de
los campos y de los ríos, el uso supersticioso de la adivinación por medio de
ramitas y conchas de tortuga y la burda noción de que los espíritus superiores
acompañados de las almas de los muertos se regalaban con ofrendas de espléndidos
banquetes, no pueden aguantar la prueba de la inteligente crítica moderna.
Tampoco puede responder adecuadamente una religión a las necesidades religiosas
del corazón humano cuando limita la participación del pueblo en la adoración
solemne de la divinidad, cuando no encuentra utilidad en la oración, cuando no
reconoce realidades tales como la gracia, cuando no tiene una enseñanza definida
respecto a la vida futura. En cuanto sistema social, el Confucianismo ha elevado
a los chinos a un nivel intermedio de cultura, pero por generaciones les ha
impedido mayor progreso. Su rígida insistencia en los rituales y costumbres que
tienden a perpetuar los sistemas patriarcales con sus anexos de poligamia y
divorcio, de reclusión y discriminación excesivas de la mujer, y de una indebida
limitación de la libertad individual, el Confucianismo contrasta dolorosamente
con la progresiva civilización cristiana.
CHARLES F. AIKEN
Transcrito por Rick McCarty
Traducido por Javier Algara Cossío