Caballeros Templarios
(Caballeros de la
Orden del Temple)
Los Caballeros Templarios fueron iniciadores de las
órdenes de caballería, y son el prototipo
sobre el que se modelaron las demás. Son destacables en la historia debido a
(1) sus comienzos modestos, (2) su maravilloso
crecimiento, y (3) su trágico final.
1. SUS COMIENZOS MODESTOS
Inmediatamente después del rescate de Jerusalén, los Cruzados regresaron en masa a sus hogares, considerando que sus votos habían quedado cumplidos. Restaba aún la defensa de esta conquista precaria, que estaba rodeada por vecinos Mahometanos. En el año 1118, durante el reinado de Balduino II, el caballero de Champagne, Hugo de Payens y ocho compañeros, se obligaron a defender el reino Cristiano, mediante votos perpetuos formulados en presencia del Patriarca de Jerusalén. Balduino aceptó sus servicios y les asignó en su palacio un sector contiguo al templo de la ciudad; de allí su título de "pauvres chevaliers du temple". Eran pobres en verdad, habiéndose reducido a vivir de limosnas y, por ser ellos sólo nueve, no estaban preparados para brindar servicios de importancia, salvo como escoltas a los peregrinos en su camino desde Jerusalén a la ribera del Jordán, frecuentado en esa época como sitio de devoción.
Los Templarios aún no tenían hábito o regla distintivos. Hugo de Payens viajó
a Occidente para procurar la aprobación de la Iglesia y lograr reclutas. En el
Concilio de Troyes (1128), al cual asistió y en el que
San Bernardo fue la figura gravitante,
los Caballeros Templarios adoptaron la Regla de San Benito, de acuerdo
a su reciente reforma por los Cistercienses. Además del voto de los
cruzados, aceptaron no sólo los tres votos perpetuos, sino también las reglas
austeras concernientes a la capilla, al refectorio y al dormitorio. Asimismo,
adoptaron el hábito blanco de los Cistercienses, agregándole una cruz roja.
No obstante lo austero de la regla monástica, los reclutas acudían en tropel a la nueva orden, que en adelante abarcó cuatro categorías de hermandad: los caballeros, equipados como la caballería de la Edad Media; los escuderos, que constituían una caballería ligera; y dos clases de hombres no combatientes: los grajeros, encargados de administrar lo temporal; y los capellanes, que eran los únicos investidos de las órdenes sacerdotales, para ejercer su ministerio ante las necesidades espirituales de la orden.
2. SU MARAVILLOSO CRECIMIENTO
La orden debió su rápido crecimiento en popularidad al hecho de combinar el fervor religioso y la hazaña bélica, las dos grandes pasiones del Medioevo. Aún antes de haber demostrado los Templarios su valía, las autoridades eclesiásticas y laicas los colmaron de favores espirituales y temporales de todo tipo. Los papas los colocaron bajo su inmediata protección, eximiéndolos de toda otra jurisdicción, tanto episcopal como secular. Sus propiedades fueron asimiladas a los bienes eclesiásticos y exentos de toda imposición, aún de los diezmos eclesiásticos, mientras que sus templos y cementerios no podían ser sometidos a interdicto. Esto pronto provocó conflicto con el clero de Tierra Santa, en la medida que el aumento de los bienes raíces de la orden condujo, en virtud de su exención del diezmo, a la disminución del ingreso de las iglesias, y los interdictos, a la sazón objeto del uso y del abuso por el episcopado, devinieron hasta cierto punto inoperantes dondequiera que la orden poseía iglesias y capillas en la que se celebrase en forma regular el culto Divino. Ya en el año 1156, el clero de Tierra Santa procuró la restricción de los privilegios exorbitantes de las ordenes de caballería, pero cada una de las objeciones fue descartada en Roma, con el resultado de una creciente antipatía del clero secular hacia estas órdenes. No fueron menos importantes los beneficios temporales recibidos por la orden de parte de todos los soberanos de Europa. Los Templarios tenían comandancias en todos los estados. En Francia formaron nada menos que once alguacilazgos, subdivididos en más de cuarenta y dos comandancias ; en la Palestina, los Templarios extendieron sus posesiones mayormente espada en mano a expensas de los Mahometanos. Son aún célebres sus castillos, merced a las notables ruinas que quedan de ellos: Safèd, construida en el año 1140; Karak del desierto (1143); y el más importante de todos, Castillo Peregrino, erigido en el 1217 para dominar un estratégico desfiladero sobre la costa del mar. La vida de los Templarios era plena de contrastes en estos castillos, que eran a la vez monasterios y cuarteles de caballería. Un contemporáneo describe a los Templarios como que eran "a su vez leones de guerra y corderos del hogar; rudos caballeros en el campo de batalla, monjes piadosos en la capilla; temibles para los enemigos de Cristo, la suavidad misma para con Sus amigos" (Jacques de Vitry). Por haber renunciado a todos los placeres de la vida, enfrentaban la muerte con indiferencia altiva; eran los primeros en atacar y los últimos en la retirada, siempre dóciles a la voz de su conductor, con la disciplina del monje sumada a la disciplina del soldado. Como ejército, nunca fueron muy numerosos. Un contemporáneo nos cuenta que había 400 caballeros en Jerusalén a la cumbre de su prosperidad; no cita la cantidad de escuderos, que eran más numerosos. Pero era un cuerpo de hombres escogidos quienes, por su noble ejemplo, alentaron al resto de las fuerzas Cristianas. De tal modo, fueron el terror de los Mahometanos. De ser derrotados, era sobre ellos que el vencedor desahogaba su furia, más aún cuando les estaba prohibido ofrecer pago de rescate. De ser tomados prisioneros, rechazaban con desdén la libertad que les era ofrecida a cambio de la apostasía. En el sitio de Safèd (1264), en el que hallaron la muerte noventa Templarios, otros ochenta fueron tomados prisioneros y, rehusando negar a Cristo, murieron como mártires de la Fe. Esta fidelidad les costó cara. Se ha calculado que, en menos de dos siglos, perecieron en guerra casi 20.000 Templarios, contando caballeros y escuderos.
Estas frecuentes hecatombes dificultaron el crecimiento de la orden en
cantidad de integrantes y también acarreó la decadencia del auténtico espíritu
de las cruzadas. A medida que la orden se vio forzada a echar mano inmediata
de los reclutas, perdiendo vigencia la norma Latina originaria que establecía
el requisito de un período de prueba. Fueron admitidos aún los hombres que,
habiendo sufrido la excomunión, deseaban expiar sus pecados, como era el caso
con muchos cruzados. Todo lo que se requería de un nuevo miembro era una
obediencia ciega, tan imperiosa en el soldado como en el monje. Debía
declararse a sí mismo "serf et esclave de la maison" (texto Francés de la
regla). Para probar su sinceridad, era sometido a una prueba secreta, sobre
cuya naturaleza nada ha sido descubierto jamás, aunque ha dado origen a las
acusaciones más extraordinarias. La gran riqueza de la orden puede también
haber contribuido a una cierta laxitud en la moral, pero los cargos más serios
contra ella eran su insoportable orgullo y amor por el poder. En el apogeo de
su prosperidad, se decía que poseía 900 propiedades. Con la acumulación de sus
ingresos había amasado una gran fortuna, que estaba depositada en sus templos
de Paris y Londres. Numerosos príncipes y otras personas habían depositado
allí sus bienes personales por la rectitud y el crédito sólido de tales
banqueros. En París, se guardaba el tesoro real en el Templo. Bastante
independiente, salvo por la lejana autoridad del papa, y con un poder
equivalente al de los principales soberanos temporales, la orden pronto asumió
el derecho de dirigir el débil e indeciso gobierno del Reino de Jerusalén, una
monarquía feudal transmisible por línea femenina, expuesto a todas las
desventajas de las minorías, regencias y discordias domésticas. No obstante,
los Templarios pronto hallaron la oposición de la
Orden de los
Hospitalarios, que se habían militarizado a su tiempo, siendo primero
imitadores y luego rivales de los Templarios. Esta inoportuna interferencia de
las órdenes en el gobierno de Jerusalén solamente sirvió para multiplicar las
disidencias internas, en momentos que el temible poder de Saladin amenazaba la
existencia misma del Reino Latino. Mientras los Templarios se
sacrificaban con su acostumbrada bravura en esta contienda final, fueron en
parte responsables, sin embargo, de la caída de Jerusalén.
Para poner fin a
esta mortífera rivalidad entre las órdenes militares, había a mano un remedio
muy simple: su fusión. Esto fue oficialmente propuesto por San Luis en
el Concilio de Lyons (1274). Nuevamente fue propuesto en 1293 por el
Papa Nicolás IV, quien llamó a una consulta general de los Estados cristianos
sobre este punto. Esta idea es recogida por todos los publicistas de la época,
quienes demandan la fusión de las órdenes existentes, o bien la creación de
una tercera orden que las suplante. De hecho, la cuestión de los cruzados
nunca había sido tomada tan afanosamente como luego de su fracaso.
Como nieto de San Luis, Felipe el Hermoso no podía permanecer indiferente a
estas propuestas para una cruzada. Por ser el príncipe más poderoso de la
época, le correspondía dirigir el movimiento. Para asumir tal dirección, todo
lo que exigía era la provisión necesaria de hombres y especialmente de dinero.
Tal la génesis de su campaña para la supresión de los Templarios. Ha sido
enteramente atribuida a su bien conocida codicia. Aún bajo este supuesto
necesitaba un pretexto, ya que no podía, sin sacrilegio, poner las manos sobre
bienes que formaban parte del dominio eclesiástico. Para justificar tal
proceder era necesaria la sanción de la Iglesia, cosa que el rey sólo podría
obtener si mantenía el sagrado propósito al que estaban destinadas las
posesiones. Aún admitiendo que fuera suficientemente poderoso como para tomar
los bienes de los Templarios en Francia, todavía requería del aval de la
Iglesia para asegurar el control sobre sus posesiones en otros países de la
Cristiandad. Tal el propósito de la ladina negociación de este porfiado y
artero soberano, así como de sus pérfidos consejeros frente a Clemente V,
un papa Francés débil de carácter y fácil de engañar. El rumor sobre un
acuerdo previo entre el rey y el papa ha sido finalmente descartado. Fue una
revelación dudosa, que permitió a Felipe encarar desde la ortodoxia el
perseguir a los Templarios como herejes, lo que le dio la oportunidad que
ansiaba para invocar la acción de la Santa Sede.
3. SU TRÁGICO FINAL
En el juicio a los
Templarios deben distinguirse dos fases: la comisión real y la comisión papal.
Primera fase: La comisión real
Felipe el Hermoso efectuó un interrogatorio preliminar y, con la fuerza de las
así llamadas revelaciones de unos pocos miembros indignos y degradados, se
enviaron órdenes secretas a través de Francia para arrestar a todos los
Templarios en el mismo día (13 de octubre de 1307) y de someterlos a la
interrogación más rigurosa. Se mostró en apariencia que esto fue hecho por el
rey a pedido de los inquisidores eclesiásticos, pero en la realidad era sin su
cooperación.
En este interrogatorio se empleó sin piedad la tortura, cuyo uso era
autorizado por el cruel procedimiento de la época para el caso de crímenes
cometidos sin testigos. A causa de la falta de evidencia los acusados podían
ser condenados solamente por su propia confesión y, para obtener su confesión,
el empleo de la tortura era considerado necesario y legítimo.
Existía un rasgo en la organización de la orden que daba origen a la sospecha,
tratándose del secreto con el que se efectuaban los ritos de iniciación. El
secreto es explicable, desde que las recepciones e efectuaban siempre durante
los capítulos, y debido los temas delicados y graves tratados, los capítulos
eran y debían necesariamente ser realizados en secreto. Una indiscreción en
materia de secreto acarreaba la exclusión de la orden. El secreto de estas
iniciaciones tenía, no obstante, dos graves desventajas.
Dado que estas recepciones podían efectuarse dondequiera que existiese una
comandancia, se realizaban sin publicidad y
estaban libres de toda supervisión o control de autoridades superiores,
quedando las pruebas confiadas a la discreción de subalternos que a menudo
eran rudos e incultos. Bajo tales condiciones no es de extrañarse que
inadvertidamente hayan entrado abusos. Basta sólo recordar lo que ocurría a
diario en las hermandades de artesanos, donde la iniciación de un nuevo
miembro era demasiado a menudo tomada como ocasión para una parodia más o
menos sacrílega del
Bautismo o de la Misa.
La segunda desventaja de este secreto era que brindaba una oportunidad a los
enemigos de los Templarios, que eran numerosos, para inferir a partir de este
misterio toda suposición maliciosa concebible y basar en ella las monstruosas
imputaciones. Los Templarios fueron acusados de escupir sobre la Cruz, de
negar a Cristo, de tolerar la sodomía, de adorar a un ídolo, todo en el
más impenetrable secreto. Así era la Edad Media, cuando los prejuicios eran
tan vehementes que, a fin de destruir al adversario los hombres no rehuían de
inventar los cargos más criminales. Bastará con recordar las similares, aunque
más ridículas que ignominiosas acusaciones efectuadas contra el papa Bonifacio
VIII por el mismo Felipe el Hermoso.
La mayoría de los acusados se declaró culpable de estos crímenes secretos
luego de ser sometidos a tan feroz tortura que muchos de ellos sucumbieron.
Algunos efectuaron similares confesiones sin el uso de la tortura, es verdad,
pero por miedo a ella; la amenaza había sido suficiente. Tal era el caso del
mismo gran maestre, Jacques de Molay, quien luego admitió haber mentido
para salvar la vida.
Llevada a cabo sin la autorización del Papa, quien tenía a las órdenes
militares bajo su jurisdicción inmediata, esta investigación era radicalmente
corrupta en cuanto a su finalidad y a sus procedimientos. No sólo introdujo
Clemente V una enérgica protesta, sino que anuló el juicio íntegramente y
suspendió los poderes de los obispos y sus inquisidores. No obstante, la
ofensa había sido admitida y permanecía como la base irrevocable de todos los
procesos subsiguientes. Felipe el Hermoso sacó ventaja del descubrimiento, al
hacerse otorgar por la Universidad de París el título de Campeón y Defensor de
la Fe, así como alzando a la opinión pública en contra de lo horrendos
crímenes de los Templarios en los Estados Generales de Tours. Más aún, logró
que se confirmaran delante del papa las confesiones de setenta y dos
Templarios acusados, quienes habían sido expresamente elegidos y entrenados de
antemano. En vista de esta investigación realizada en Poitiers (junio de
1308), el papa que hasta entonces había permanecido escéptico, finalmente se
mostró interesado y abrió una nueva comisión, cuyo proceso él mismo dirigió.
Reservó la causa de la orden a la comisión papal, dejando el juzgamiento de
los individuos a las comisiones diocesanas a las que devolvió sus poderes.
Segunda fase: la comisión papal
La segunda fase del proceso fue un interrogatorio papal, que no era
restringido a Francia, sino que se extendió a todos los países Cristianos de
Europa y hasta al Oriente. In la mayoría de los demás países — Portugal,
España, Alemania, Chipre — los Templarios fueron hallados inocentes; en
Italia, salvo por unos pocos distritos, la decisión fue la misma. Pero en
Francia, al reasumir sus actividades las inquisiciones episcopales, aceptaron
los hechos como se habían establecido en el juicio y se limitaron a
reconciliar a los arrepentidos miembros culpables, imponiendo diversas
penalidades canónicas que se extendían hasta la prisión perpetua. Sólo
aquéllos que persistían en la herejía debían ser entregados al brazo secular,
pero debido a una interpretación rígida de esta medida, aquéllos que negaban
sus confesiones anteriores eran considerados herejes reincidentes; de tal
suerte, cincuenta y cuatro Templarios que se habían retractado luego de haber
confesado, fueron condenados como reincidentes y quemados públicamente el 12
de mayo de 1310. Subsecuentemente, los demás Templarios que habían sido
juzgados, con muy pocas excepciones, se declararon culpables.
Al mismo tiempo la comisión papal asignada al examen de la causa de la orden,
había asumido sus deberes y reunió la documentación que habría de ser sometida
al papa y al concilio general convocado para decidir sobre el destino final de
la orden. La culpabilidad de las personas aisladas, que se evaluaba según lo
establecido, no entrañaba la culpabilidad de la orden. Aunque la defensa de la
orden fue efectuada deficientemente, no se pudo probar que la orden, como
cuerpo, profesara doctrina herética alguna o que una regla secreta, distinta
de la regla oficial, fuese practicada. En consecuencia, en el Concilio
General de Viena, en Dauphiné el 16 de octubre de 1311, la mayoría fue
favorable al mantenimiento de la orden.
El Papa, indeciso y hostigado, finalmente adoptó un curso medio: decretó la
disolución, no la condenación de la orden, y no por sentencia penal sino por
un Decreto Apostólico (Bula del 22 de marzo de 1312). Suprimida la orden, el
papa mismo debía decidir acerca del destino de sus miembros y cómo disponer de
sus bienes. Las propiedades fueron entregadas a la rival Orden de Los
Hospitalarios para ser usadas en su propósito originario, cual era la defensa
de los Santos Lugares. Sin embargo en Portugal y en Aragón, el dominio fue
entregado a dos ordenes nuevas, la Orden de Cristo en Portugal y la
Orden de Montesa en Aragón. En cuanto a los miembros, a los Templarios
reconocidos sin culpa se les permitió ya sea unirse a otra orden militar o
bien regresar al estado secular. En este último caso, se les otorgó una
pensión vitalicia, con cargo a los bienes de la orden. Por otra parte, los
Templarios que se habían declarado culpables delante de sus obispos habrían de
ser tratados "conforme a los rigores de la justicia, atemperados por una
misericordia generosa".
El Papa reservó para su propio arbitrio la causa del gran maestre y de
sus tres primeros dignatarios. Ellos habían confesado su culpabilidad; restaba
reconciliarlos con la Iglesia, luego que hubieren atestiguado su
arrepentimiento con la solemnidad acostumbrada. Para darle más publicidad a
esta solemnidad, delante de Notre-Dame fue erigida una plataforma para la
lectura de la sentencia. Pero en el momento supremo, el gran maestre recuperó
su coraje y proclamó la inocencia de los Templarios y la falsedad de sus
propias supuestas confesiones. En reparación por este deplorable instante de
debilidad, se declaró dispuesto al sacrificio de su vida. Sabía el destino que
le aguardaba. Inmediatamente después de este inesperado coup-de-théâtre
fue arrestado como herético reincidente junto a otro dignatario que eligió
compartir su destino y por orden de Felipe fueron quemados en la estaca frente
a las puertas del palacio. Esta valiente muerte impresionó profundamente al
pueblo y, dado que tanto el papa como el rey fallecieron poco después, corrió
la leyenda que el gran maestre desde el seno de las llamas los había convocado
a los dos a comparecer dentro del año frente al tribunal de Dios.
Tal fue el trágico fin de los Templarios. Si consideramos que la Orden de los
Hospitalarios finalmente heredaron, aunque no sin dificultades, las
propiedades de los Templarios y recibieron muchos de sus miembros, podríamos
decir que el resultado del juicio fue prácticamente equivalente a una
largamente postergada unión de dos órdenes rivales. Pues los Caballeros
(primero de Rodas, luego de Malta) recogieron y continuaron en otro lugar el
trabajo de los Caballeros del Templo.
Este juicio formidable, el mayor en ser conocido, tanto si consideramos el
gran número de acusados, la dificultad en descubrir la verdad en una multitud
de sospechas y evidencias contradictorias, o las múltiples jurisdicciones
simultáneamente activas en todas partes de la Cristiandad, desde Gran Bretaña
a Chipre, aún no ha finalizado. Todavía es objeto de apasionada discusión por
historiadores que se han dividido en dos bandos, a favor y en contra de la
orden. Para nombrar solamente a los principales, los siguientes hallan
culpable a la orden: Dupuy (1654), Hammer (1820), Wilcke (1826), Michelet
(1841), Loiseleur (1872), Prutz (1888), y Rastoul (1905); los siguientes la
encuentran inocente: Padre Lejeune (1789), Raynouard (1813), Havemann (1846),
Ladvocat (1880), Schottmuller (1887), Gmelin (1893), Lea (1888), y Fincke
(1908). Sin tomar partido en este debate, que no está todavía agotado, podemos
observar que los documentos más recientes sacados a la luz, en particular los
que ha extraído recientemente Fincke de los archivos del Reino de Aragón,
hablan con más y más fuerza a favor de la orden.
CHARLES MOELLER
Transcrito por Sean Hyland
Traducido por David Oscar Lawes