ESPIRITUALIDAD DE LAS RELACIONES HUMANAS
Roser BOFILL
* Directora de «Foc Non»
Barcelona
¿Pueden existir relaciones humanas sin lo que consideramos
espiritualidad, vida espiritual? Yo creo que sí... Hay relaciones
humanas de compromiso, relaciones humanas familiares, amistosas,
de conveniencia... A no ser que vivamos como anacoretas o en una
isla desierta, no podemos prescindir de las relaciones humanas. Esto
es, del trato con los que nos rodean. Incluso para el marketing
empresarial, para una buena imagen, hoy se tienen en cuenta las
relaciones humanas.
Tal vez porque, sobre todo en las ciudades, la vida se ha vuelto tan
deshumanizada —desconocemos incluso a nuestros vecinos—, las
relaciones humanas se cotizan en nuestra sociedad. No es que las
relaciones de unas personas con otras suelan, por lo general, ser
modélicas, pero sí hay un interés social en que sean buenas.
Practicadas así, como una exigencia social, las relaciones humanas
pueden existir sin que mezclemos para nada la espiritualidad.
Los vendedores, los artistas, los que de algún modo tienen por su
oficio que tener trato con el público, esto es, con personas, cuidan de
modo especial sus relaciones humanas. Sólo que a veces, si es por
puro interés o como obligación, no parecen sinceras. Aquella sonrisa
desaparece al menor tropiezo, o surge la crítica cuando se marcha el
conocido con quien estabas hablando, o aquel vendedor cambia de
cara cuando ve que no ha podido colocarte su producto...
Afortunadamente, ya sea por interés o por costumbre, tratamos de
ser amables con los demás. De otro modo, es posible que
anduviéramos atropellándonos más aún de lo que nos atropellamos, o
que fuéramos más indiferentes aún con quienes están a nuestro lado.
Las buenas relaciones humanas son, en definitiva, guardar las
formas: eso que siempre ha sido la buena educación.
Pueden existir sin que nuestra vida espiritual se vea comprometida
ni mezclada en ese ejercicio de amabilidad.
¿Qué aporta la espiritualidad?
Pero lo que me parece realmente imposible para los cristianos es
vivir la espiritualidad —es decir, cultivar el espíritu—y dar un sentido
más profundo a la convivencia, sin tener en cuenta el «amaos los
unos a los otros», sin cuidar del trato que tenemos con cuantos nos
rodean, con el otro. Un trato que tiene o tendría que basarse en el
amor; que puede tomar la forma, no sólo de acto positivo (prestar una
ayuda), sino también de respeto (intentar comprender las acciones de
los demás sin juzgar) o de dejar obrar en libertad cuando nos parece,
por ejemplo, que aquello no debería hacerse y, sin embargo, no nos
entrometemos para gobernar, ni siquiera con la mejor intención, las
vidas ajenas. Relaciones que requieren también tiempo. Una de las
cosas que más difícil nos resulta dar es nuestro tiempo: cuando
teníamos pensado hacer tal cosa, y un amigo nos llama, nos dejan el
nieto en casa o cae enferma la suegra. . . El amor que requieren las
relaciones humanas, cuando éstas tienen un fundamento espiritual, lo
abarca todo, deja pocos resquicios por donde escaparse. El amor al
prójimo es exigente. «Estos mandamientos se resumen en dos:
amarás a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo» es
la suprema norma. Y con esta norma por delante, con este mandato
como guía, las relaciones humanas adquieren para un creyente todo
su sentido. Son, o deberían ser, algo muy distinto de unas relaciones
humanas meramente sociales. (Que también tienen sus exigencias, no
vayamos a creer...).
Obras, no palabras
A-H/A-DEO: Pongamos, por ejemplo, la vida de un santo como San
Juan de la Cruz, el gran místico, el gran poeta. La experiencia que
tuvo del amor divino no le hizo olvidar jamás el cuidado de sus
hermanos. Todo lo contrario. Y le veremos atento, no sólo a las
necesidades espirituales, sino también materiales de sus frailes: le
gusta que se celebren fiestas o que, si se da el caso, hagan un día
una comida extra; cuidó de los enfermos del hospital cuando era un
muchacho, y seguirá cuidándolos ya en su madurez... No se queja en
su enfermedad por sus dolores ni por el trato que recibe de un
hermano. Y podríamos ir analizando más episodios de su vida... Me
parece a veces que quizá hemos puesto demasiada atención en su
doctrina y sus escritos—verdaderamente notables, tanto espiritual
como literariamente—, y hemos olvidado sus hechos: esos aspectos
sencillos y profundamente humanos de su vida. Por la sola doctrina,
no sería santo; por sus escritos, tampoco. Es santo por su vida de
oración, de entrega y de servicio... Tal vez sería conveniente para
todos acercarnos más a los místicos y ver cómo su amor a Dios se
manifiesta en su amor a los hombres. Que no va una cosa por un
camino. y otra por otro.
Pensemos en Francisco de Asís y en su amor a la naturaleza, en su
amor a los amigos que con él emprenden la aventura de una vida de
pobreza. Francisco cuida también a los leprosos. Francisco baila y
canta ante el belén. ¿No dicen que fue él quien que construyó el
primer belén de todos los tiempos?
O fijémonos en Teresa de Jesús, atenta a sus hermanas,
buscándoles cobijo, llamándolas al buen humor, a la alegría y a la
fraternidad. . . O en Santa Teresa de Lisieux, a quien algunos llaman
«la pequeña», con lo que nos la hacen aún más próxima. Hay detalles
en ella que pasan a veces inadvertidos incluso a sus hermanas, como
su empeño en acompañar a una monja que siempre refunfuñaba y le
reprochaba cualquier detalle, y a la que «nadie podía soportar»; o su
costumbre, durante la oración, de ofrecer pacientemente a Dios ese
ruidito insidioso y obsesivo de una monja que picaba los dientes con
las uñas—¿a quién no le pone nervioso un ruidito persistente cuando
queremos concentrarnos?—; o su decisión de callar sin queja alguna
ante las salpicaduras del agua que le venían al rostro procedentes de
la hermana que lavaba a su lado... Cito de memoria pequeños rasgos
que me vienen a la mente; rasgos humanos, enternecedores,
cotidianos, de algunos de nuestros más grandes santos. Dicen que,
cuando murió Teresa de Lisieux, una de las monjas del convento
comentó que no sabrían qué decir de su vida, tan sencilla y
aparentemente tan ordinaria como había sido.
No había aquí ninguna gana de aparentar buena imagen, ni de
vendernos un producto, ni siquiera de manifestar esa exquisita
educación que hace agradable la vida. Había mucho más... Todos
ellos fundamentaban ese trato con sus semejantes en su amor a Dios.
«Hijos —dice el evangelista Juan en su Primera Carta—, no os améis
con frases y palabras, sino con hechos y de verdad». Bien claro les
decía, y nos dice a nosotros, que ese amor a Dios sólo se demuestra,
sólo se vive, sólo se hace presente, en el amor a los hermanos. «A
Dios nadie lo ha visto nunca; pero, si nos amamos, él está en
nosotros, y su amor ha llegado a la plenitud». Y más adelante: «Si
alguien afirma yo amo a Dios, pero no ama a su hermano, es un
mentiroso; porque el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede
amar a Dios, a quien no ve». A propósito, me parece que era Bruce
Marshall, el autor católico que se puso tan de moda en los años
sesenta, el que bromeaba con ironía diciendo que precisamente lo
difícil era... ¡amar a los que vemos!
Pero éste es el mandamiento que hemos recibido de Jesús: quien
ama a Dios, ha de amar al hermano. Puede ser un amor tan grande
que lleve al martirio, como está ocurriendo estos días con tantos y
tantos misioneros de Ruanda y de Argel, o como ocurrió con
monseñor Romero o con Ellacuría y sus compañeros en El Salvador.
Y como ocurre con tantos otros de los que ni sabemos el nombre.
Pero hay otra manera, al alcance de todos, de cualquier cristiano, de
amar a Dios: dejando poco a poco pequeños retazos de la vida en
atenciones con quienes vivimos y con cuantos nos rodean.
El otro día, durante un coloquio en una televisión comarcal, un
psicoanalista cristiano dijo: «Cuanto mayor me hago, más claro veo
que el bien debo hacerlo con los que están a mi lado, a mi alrededor,
a un metro de distancia». No quería decir con ello que olvidáramos
tantas desgracias y penurias del resto de la humanidad; lo que quería
decir es que sería absurdo—y lo es muchísimas veces—que fuéramos
más capaces de hacer un buen discurso o dar una buena limosna
para Bosnia, pongamos por caso, y luego, en casa o con los que
trabajan a nuestro lado, ser unos tipos insoportables y a quienes
todos tienen que servir y atender en las cosas más elementales.
Todo eso del amor al prójimo es fácil de decir y no tan fácil de
practicar. La espiritualidad en las relaciones humanas requiere estar
muy atentos para descubrir cómo vive, qué le pasa, en qué podemos
ayudar o qué podemos aprender de nuestro prójimo. Sólo
aprendiendo a mirar a nuestro alrededor y a comprender, no nos
consideraremos el centro del mundo. Nuestro yo se cuela para
situarse en primera fila, con gran habilidad, a la menor ocasión.
En una entrevista que realicé no hace mucho a Mosén Joan
Alemany, Párroco de San Ildefonso de Barcelona, me contó cómo,
cuando estudiaba en Lovaina, conoció y trató al canónigo Leclerc,
que les decía: «Cuando vayáis de viaje, preguntad el nombre del que
os lleva las maletas». Y les explicaba que habían de hacerlo para
situarse en su lugar, para aprender de él, para conocer la riqueza del
otro.
El secreto de saber ver a Dios en el otro
¡Qué pesadas, qué vulgares, qué poco atractivas nos parecen a
veces —seamos sinceros—muchas personas! Y, sin embargo, es ese
prójimo al que debemos amar si amamos a Dios. A todos y a cada uno
de ellos los ama Dios con amor infinito. El camino para lograr amar
también nosotros a nuestro prójimo ha de ser, creo yo, tener a Dios
presente en nuestra vida. Recuerdo que una de las mejores
cosas—por no decir la mejor—que me enseñaron las monjas en mis
tiempos de colegiala fue el vivir la presencia de Dios. No veo que
ahora se insista mucho en las homilías sobre ello. Dios está presente
en todos los momentos de nuestra vida y en todos los momentos de
las vidas de los demás. A menudo, puede que nos repelemos porque
no entendemos sus caminos, pero la mayoría de las veces es
consolador saberle cerca... Da sentido. Una espiritualidad para los
laicos, que no disponemos de horas de oración, de retiros, ni de
ejercicios, debiera acentuar esta presencia. Es la forma más sencilla,
y a la vez más misteriosa, de relacionarnos con ese Dios que no
vemos.
PRESENCIA-DE-D: No se trata de que seamos perfectamente
conscientes, de manera continua, de que vivimos en la presencia de
Dios. La vida es ajetreada, mil cosas a un tiempo atraen nuestra
atención, y a veces, cuando vuelves del trabajo en el autobús, te das
cuenta de que aquel día ni por un momento has pensado en El. Pero
te das cuenta. Y lo sientes. Sólo este vivir en presencia de Dios, sólo
esta comunicación con el Silencioso, proporciona, o debiera
proporcionar, un sentido distinto a cuanto hacemos. Ya sea
rezar—por descontado—, o trabajar, o viajar, o tomarnos una copa...
Dios está con nosotros, a nuestro lado, en nosotros. Y está en el
vecino que ha subido conmigo en el ascensor, en el dependiente que
me ha vendido unos zapatos, en el niño que se pone pesado porque
no quiere comer... Sólo este vivir en su presencia es lo que nos puede
hacer vivir de un modo distinto nuestras relaciones humanas. Es el
secreto.
Todo ello, aunque lo sepamos, aunque intentemos vivirlo, anda muy
confuso en nuestra vida, llena de afanes de «tantas idas y venidas,
tantas vueltas y revueltas»... Pero el ejercicio de vivir la presencia de
Dios debiera ser natural en nuestra vida. Algo habitual. Nuestra
relación con los demás, penetrados por esa presencia de Dios, sería,
a buen seguro, más bondadosa, más paciente, más respetuosa, más
capaz de perdonar y de olvidar.
El amor no acaba nunca...
Hay tareas, trabajos, ejercicios... que se empiezan y se acaban. Una
puede, al final, respirar tranquila y decir: por fin he acabado. Cuando
se trata del amor al prójimo, no es éste el caso. Hemos de ejercitarnos
en el amor cada día, cada mañana. No hay huelga ni vacaciones. El
ejercicio del amor en nuestra vida de cristianos es lo único que
cuenta. Nuestras relaciones humanas son la piedra de toque de
nuestra espiritualidad.
Todos tenemos en la mente aquel pasaje que hemos leído mil
veces, donde, después de describirnos cómo es el amor, Pablo
afirma: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y el amor; pero el amor es
el más grande». La espiritualidad de las relaciones humanas es, en
definitiva, hacer presente el amor de Dios en el mundo.
BOFILL-Roser
SAL TERRAE 1994/11 Págs. 783-788