¿CÓMO LEER LA BIBLIA?
Meditaciones imprescindibles para que el libro de la Palabra de Dios
no se convierta en causa "de nuestra propia perdición" (2 P 3, 16)
1. La Biblia, ¿libro prohibido?
Nuestra época es testigo de un interés extraordinario por conocer
la Palabra de Dios. Se multiplican las ediciones de la Biblia, se
escriben comentarios, se celebran sesiones de estudios, cada vez
se quiere conocer mejor los libros sagrados...
Este interés llama más la atención porque sigue a una época en
la que la Biblia parecía un libro prohibido. En realidad, nunca ha
sido un libro prohibido. Nadie puede prohibir a Dios que hable, ni
que conozcamos lo que Dios ha dicho.
Pero durante tiempo nos hemos mantenido muy alejados de la
Biblia.
Como en tantas otras cosas, hemos sido víctimas de las
circunstancias. La Reforma luterana usó y abusó de la Biblia.
Sometida al libre examen de cada uno, sirvió para justificar
doctrinas que nunca en ella se habían escrito. Esto fue ocasión
para que el Magisterio de la Iglesia exigiese una serie de
condiciones para la lectura de la Biblia, que pudiesen inmunizar de
errores al lector. La consecuencia fue que la Biblia apenas se leía.
Así se evitaban falsificaciones, mutilaciones y torcidas
interpretaciones. Pero el pueblo cristiano se veía privado del
contacto directo con la Palabra de Dios.
Hoy la Biblia ha pasado a un primer plano.
Vamos a intentar una aproximación a la Biblia, llevados de la
mano de la Constitución sobre la Divina Revelación, del Concilio
Vaticano II.
2. Dios habla a los hombres
Dios quiso, con su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y
manifestar el misterio de su voluntad: por Cristo, la Palabra hecha
carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el
Padre y participar de la naturaleza divina. En esta Revelación, Dios
invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos trata
con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía.
La Revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente
ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la salvación
manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras
significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su
misterio. La verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre
que transmite dicha revelación resplandece en Cristo, mediador y
plenitud de toda revelación.
DEI VERBUM, NÚM. 2.
-Dios intenta en la revelación, ante todo, la manifestación del
misterio de salvación realizado en Cristo. Ninguna realidad de este
mundo es objeto de una enseñanza divina, dada por modo de
revelación, si no es desde el punto de vista de su relación con la
revelación de este misterio de salvación en Cristo. Éstas son las
enseñanzas que deben buscarse en la Escritura Sagrada. En ella
no hay ninguna verdad divinamente garantizada más que en los
puntos que a ésta se refieren; fuera de sí, no aporta enseñanza
alguna positiva que exija de nuestra parte una adhesión de fe.
-Dios nos habla como amigos. Con profunda intimidad y con
progresiva lentitud. El Antiguo Testamento fue una lenta
preparación hasta que llegó la plenitud total en Cristo. Incluso la
revelación, ya acabada, ha de ser todavía explicitada en la Iglesia e
interpretada en su tradición bajo la acción del Espíritu Santo, que
lleva a los hombres a la entera verdad (Jn 16,13). El contenido
positivo de cada texto debe, por lo tanto, ser apreciado en una
perspectiva dinámica. La verdad de cada texto debe entenderse
teniendo en cuenta el conjunto de la revelación y su carácter
progresivo.
-La Biblia, pues, debe entenderse en su totalidad, pues sólo así
tiene verdadero sentido. No podemos quedarnos en unas creencias
de unos tiempos anteriores a Cristo, ciertamente manifestadas en la
Biblia, pero tendentes a una manifestación ulterior más plena. Como
tampoco es lícito citar simplemente una frase aislada de contexto
para demostrar una cuestión que nos interesa.
-Dios se revela no sólo con palabras, sino también con obras, en
una plena e intrínseca dependencia de unas y otras. Lo más
característico de nuestra revelación cristiana es que Dios ha
entrado en nuestra historia.
3. Respuesta a la revelación: la Fe
Cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe. Por
la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el
homenaje total de su entendimiento y voluntad, asintiendo
libremente a lo que Dios revela. Para dar esta respuesta de la fe es
necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con
el auxilio del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios,
abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y
creer la verdad. Para que el hombre pueda comprender cada vez
más profundamente la revelación, el Espíritu Santo perfecciona
constantemente la fe con sus dones.
DEI VERBUM, NÚM. 5.
-La respuesta a la Revelación es la fe, que se define como
"entrega entera y libre a Dios". El diálogo iniciado se convierte en
verdadero encuentro entre personas. Esto es lo más característico
de la fe cristiana, cuyo fundamento esencial no se encuentra en la
aceptación de unas verdades, sino en la aceptación personal que
lleva como consecuencia la admisión de unas verdades. No es, por
tanto, la fe cristiana "creer que existe algo", sino abrirse
profundamente a una relación personal con Dios que se nos
comunica. No ofrecemos a Dios en el acto de fe una adhesión
intelectual, sino una total aceptación personal; es el hombre entero
que se ofrece a Dios.
-Con ese espíritu de fe debemos acercarnos a la lectura de la
Biblia. En nada se parece a la actitud meramente apologética, que
busca y rebusca en la Biblia unas frases con las que demostrar
unas verdades, o para arrojarlas en la cara a los que consideramos
"enemigos".
4. Escritura, Tradición y Magisterio.
La Tradición y la Escritura están estrechamente unidas y
compenetradas; manan de la misma fuente, se unen en un mismo
caudal, corren hacia el mismo fin. La sagrada Escritura es la
Palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu
santo. La Tradición recibe la Palabra de Dios, encomendada por
Cristo y el Espíritu Santo a los Apóstoles, y la transmite íntegra a
sus sucesores; para que ellos, iluminados por el Espíritu de la
verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su
predicación. Por eso la Iglesia no saca exclusivamente de la
Escritura la certeza de todo lo revelado. Y así ambas se han de
recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción.
La Tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la
Palabra de Dios, confiado a la Iglesia. Fiel a dicho depósito, el
pueblo cristiano entero, unido a sus pastores, persevera siempre en
la doctrina apostólica y en la unión, en la Eucaristía y la oración, y
así se realiza una maravillosa concordia de Pastores y fieles en
conservar, practicar y profesar la fe recibida.
El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios, oral o
escrita, ha sido encomendado únicamente al Magisterio de la
Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo.
Pero el Magisterio no está por encima de la Palabra de Dios, sino
a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues por
mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha
devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de
este depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por
Dios para ser creído.
Así, pues, la Tradición, la Escritura el Magisterio de la Iglesia,
según el plan prudente de Dios, están unidos y ligados, de modo
que ninguno puede subsistir sin los otros; los tres, cada uno según
su carácter, y bajo la acción del único Espíritu Santo, contribuyen
eficazmente a la salvación de las almas.
DEI VERBUM, NÚM. 9 y 10.
La Revelación de Dios tiene un destino universal en el espacio y
en el tiempo, en estrecha vinculación con la universalidad y
continuidad de la comunidad creyente, que es "sacramento de
salvación" para la humanidad entera.
El mensaje de salvación, preparado y prefigurado en Israel como
antiguo Pueblo de Dios, se hizo eficazmente presente en el misterio
de Cristo, y pasa a través de los Apóstoles al nuevo Pueblo elegido
en Cristo.
La Revelación sigue el mismo proceso histórico que la historia de
salvación. Lograda su plenitud con la venida de Cristo y consumado
el misterio de Cristo con su glorificación y con la misión del Espíritu
de la verdad, esta revelación se continúa en el seno de la
comunidad creyente por la predicación y la fe en primer lugar, y
después por su consignación escrita en la Escritura, como libro de
la comunidad eclesial y en unión indisoluble con la Tradición oral.
El binomio Revelación-comunidad creyente radica en la
constitución y existencia misma de ambas realidades. El nacimiento
del Pueblo de Dios, tanto en la Antigua como en la Nueva Alianza,
manifiesta una serie ininterrumpida de vínculos de dependencia con
el constituirse mismo de la revelación y con su desarrollo progresivo
a lo largo de la historia de la salvación.
El Pueblo de Dios recibe su existencia en la revelación, y la
revelación supone necesariamente el Pueblo de Dios, que la recibe
y transmite vitalmente en su peregrinar histórico. La Iglesia no
puede existir sin la revelación, y la revelación no puede transmitirse
sino en la Iglesia. La Iglesia es la presencia visible y actuación
eficaz de la revelación en el mundo, preparada por Dios en la
antigua alianza, llevada a su plenitud en Cristo con su Espíritu, y
destinada a continuarse hasta su plena consumación en la visión
gloriosa.
La revelación, pues, ha sido entregada a la Iglesia para que, en
el seno de esta comunidad de salvación, el mensaje cristiano llegue
a todos sus destinatarios en este tiempo medio, desde la
entronización de Cristo Resucitado a la derecha del Padre, hasta su
segunda venida gloriosa al fin de los tiempos como juez glorioso de
la humanidad entera.
Una característica del comunicarse de Dios a los hombres,
universalmente válida en la historia de salvación, es que la
revelación, tanto en su fase de preparación y promesa como en su
fase de plenitud, no se dirige primariamente a un individuo aislado,
sino a la comunidad de la que forma parte.
La revelación, en la fase de entrada en la historia y en la fase de
su transmisión continua en el tiempo y en el espacio, implica una
comunidad de creyentes que recibe y transmite la Palabra de Dios
revelada, y esta comunidad creyente implica por su misma
naturaleza la revelación.
Si entendemos bien esta mutua vinculación de la revelación y de
la comunidad creyente, nos daremos cuenta de que no se puede
concebir a la Iglesia como una congregación de hombres ya
existente y constituida en sí a la que posteriormente se confía la
revelación. La Iglesia, por el contrario, se constituye en la misma
revelación.
La revelación y la voluntad salvadora de Dios tienen como meta
la salvación de los hombres. Toda la revelación debe transmitirse
íntegra a todos los hombres de todas las edades, comenzando por
la edad apostólica, porque a todas abraza la voluntad salvadora de
Dios.
El paso del Evangelio de Cristo a los apóstoles está garantizado
por el mismo Cristo. La obra reveladora de Cristo no se consuma
sino con la misión del Espíritu de la verdad. Aquellos días de
convivencia del Cristo Resucitado con sus apóstoles y demás
discípulos fueron muy fecundos para completar la revelación de los
misterios del Reino comenzada en los días de su vida mortal. El
mandato dado por Cristo a los apóstoles de predicar este Evangelio
significa transmitir toda esta plenitud de la revelación.
Los apóstoles realizan su misión primero por la predicación oral.
Ellos hicieron eficazmente presente esta salvación de Cristo
testimoniándola con su palabra, con su actividad sacramental y con
el ejemplo de su vida integralmente cristiana.
Más tarde, los mismos apóstoles y otros de su generación
pusieron por escrito el mensaje de la salvación, inspirados por el
Espíritu Santo. Para que el Evangelio se conservara
constantemente íntegro y vivo en la Iglesia, los apóstoles dejaron
como sucesores suyos a los obispos, entregándoles su propio
cargo del magisterio.
Pablo recomienda a todos los cristianos de Tesalónica que "oren
para que la Palabra de Dios corra" (2 Tes 3,1). La palabra
predicada en la Iglesia no es sólo la palabra de los apóstoles, de
modo que todos los demás sean meros oyentes, sino la palabra de
toda la comunidad de creyentes, en la que los ministros sagrados y
el pueblo cristiano contribuyen mutuamente a hacerla eficazmente
presente al mundo y a conservarla en el tiempo. Algo parecido
decía también Pablo a los cristianos de Corinto (1 Cor 14, 26):
"Cuando os reunís, cada uno aporta su carisma: quien salmo, quien
doctrina, quien revelación, quien lengua, quien interpretación. Sea
todo para aprovechar a otros".
Dada la dificultad de precisar los límites a los que puede
extenderse la tradición, y dada la indeterminación en que queda
esa posibilidad de desbordar el sentido histórico de la sagrada
Escritura, es preciso un factor de estabilidad que garantice la
unidad de la fe. Es el Magisterio de la Iglesia a quien compete
interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida
oralmente.
La Iglesia recibió de Dios el encargo y el deber de conservar e
interpretar la Palabra de Dios.
Los exegetas y teólogos ayudan con sus estudios a la Iglesia
para que madure su conocimiento de la Palabra de Dios. Al
Magisterio de la Iglesia corresponde, por voluntad de Dios, el
conservar e interpretar auténticamente esa Palabra de Dios.
De ninguna manera puede esto suponer que el Magisterio de la
Iglesia esté por encima de la Palabra de Dios: más bien está a su
servicio, para descubrirla, interpretarla y darla a conocer.
Las definiciones solemnes de los concilios y de los Papas son
absolutamente infalibles. Cuando exponen auténticamente el
significado de un pasaje concreto de la Escritura, queda definido
que ése y no otro es su auténtico sentido. Poquísimos son los
textos que han recibido esta interpretación auténtica.
La transmisión de lo que los Apóstoles enseñaron y predicaron es
el origen de la Tradición eclesial. Esa tradición apostólica va
creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo, al mismo
tiempo que la comunión de fe la vive, la testimonia, la celebra y la
transmite. Crece la comprensión de las palabras e instituciones
transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian
repasándolas en su corazón, cuando comprenden internamente los
misterios que viven, cuando los proclaman los Obispos, sucesores
de los Apóstoles en el carisma de la verdad. La Tradición es así
algo vivo, dinámico, en donde se enraiza el Magisterio eclesial.
5. La Biblia, Palabra de Dios.
La revelación que la sagrada escritura contiene y ofrece ha sido
puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo. La santa
madre Iglesia, fiel a la fe de los Apóstoles, reconoce que todos los
libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes,
son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración
del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor, y como tales han sido
confiados a la Iglesia. En la composición de los libros sagrados,
Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus
facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por
ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo
que Dios quería.
DEI VERBUM, NÚM. 11.
La expresión "Dios es autor de la Escritura" se entendió en algún
tiempo con el sentido concreto de "autor literario", y en función de
evitar todo error. Así León XIII entendía la inspiración, como:
-iluminación del entendimiento para evitar el error de los juicios;
-influjo en la voluntad para moverla eficazmente;
-asistencia sobre las facultades ejecutivas, para que no se
deslizara error alguno en la redacción.
La Constitución de Divina Revelación del Concilio Vaticano II tiene
una perspectiva diferente. Sitúa la inspiración de la Biblia en el
contexto de la Revelación:
-la Revelación plena llegó a los Apóstoles de boca de Cristo;
-Cristo confió a esos mismos Apóstoles la misión de transmitir y
conservar esa Revelación (la recibida en el AT como preparación y
la actual cristiana);
-esa transmisión se hace por una doble vía: por la predicación
oral y por la consignación escrita, realizada por inspiración del
mismo Espíritu Santo enviado por Cristo;
-la inspiración, en concreto, es la asistencia especial de Dios para
la puesta por escrito de esa Revelación.
Dios es "autor de la Escritura" porque suya es la Revelación que
contiene, y suya la asistencia especial para que esa Revelación
fuera puesta por escrito. No es necesario entenderlo en el sentido
estricto de "autor literario".
Los autores humanos no actúan como meros instrumentos inertes
en manos de Dios. De hecho, el concilio quiso evitar la palabra
"instrumento" que aparecía en el documento inicial. Por el contrario,
dice que esos hombres actúan con todas sus facultades y talentos,
de modo que son "verdaderos autores", puestos al servicio de Dios.
6. La verdad de la Biblia.
Como todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados,
lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que los Libros sagrados
enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo
consignar en dichos libros para salvación nuestra.
DEI VERBUM, NÚM. 11.
La verdad de la Escritura es un hecho admitido por todos los
cristianos de todos los tiempos. Hasta el siglo XVI no se presentan
problemas serios. Cuando -por una parte- se sigue interpretando la
Biblia "al pie de la letra", y -por otra parte- avanzan las ciencias,
surgen los conflictos. El "caso Galileo" fue posible por no distinguir
suficientemente entre la verdad de la Biblia y la verdad de la
interpretación.
No es camino adecuado querer restringir el campo de la
inspiración, como si fuesen solamente inspiradas las cuestiones
importantes, las cosas "de fe y costumbres". Toda la Biblia está
inspirada por Dios. Necesitamos un criterio teológico para
interpretarla correctamente.
Ése ha sido el mérito fundamental del concilio Vaticano II cuando
nos presenta ese criterio: "La verdad que Dios hizo consignar en
esos libros para nuestra salvación".
No se habla ya de modo negativo: "ausencia de error", sino
positivamente de la "verdad". Una formulación nueva, que responde
a lo que ya había dicho San Agustín: "Dios no quiere hacer
astrónomos o matemáticos, sino cristianos".
7. La Biblia, palabra humana.
BI/PALABRA-HUMANA: Dios habla en la Escritura por medio de
hombres y en lenguaje humano; por lo tanto, el intérprete de la
Escritura, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe
estudiar con atención lo que los autores querían decir y lo que Dios
quería dar a conocer con dichas palabras.
Para descubrir la intención del autor, hay que tener en cuenta,
entre otras cosas, los géneros literarios. Pues la verdad se
presenta y enuncia de modo diverso en obras de diversa índole
histórica, en libros proféticos o poéticos, o en otros géneros
literarios. El intérprete indagará lo que el autor sagrado dice e
intenta decir, según su tiempo y cultura, por medio de los géneros
literarios propios de su época. Para comprender exactamente lo
que Dios propone en sus escritos, hay que tener muy en cuenta el
modo de pensar, de expresarse, de narrar que se usaba en tiempo
del escritor, y también las expresiones que entonces más se usaban
en una conversación ordinaria.
DEI VERBUM, NÚM. 12.
La primera labor del intérprete es descubrir en las palabras
escritas el sentido literal que el autor sagrado quiere expresar. Para
esto, no basta conocer el significado material de las palabras
utilizadas. Conocer el sentido literal no quiere decir que haya que
leerlo al pie de la letra. Es necesario conocer los géneros literarios,
las distintas maneras de expresarse, propias de la época, y el estilo
empleado en este libro.
El sentido literal a veces será metafórico, hiperbólico, irónico...
Por poner algunos ejemplos, es muy distinto el modo de afirmar y
el grado de enseñanza en la historia, la novela, el teatro.
En la historia se trata de afirmar directamente lo ocurrido. Tendrá
mayor valor cuanto mayor sea el número de documentos que se
citen para apoyar lo que se afirma.
En la novela de fondo histórico, el autor expone un hecho
histórico, pero con libertad para vestirlo con su imaginación.
En una obra de teatro -lo mismo que en una novela- el autor no
se hace responsable de lo que dice cada uno de los personajes,
sino sólo de la enseñanza global. Por ejemplo, Cervantes no afirma
directamente cuanto dicen Don Quijote o Sancho Panza. Para
hablar de los "libros de caballería" trata de interpretar lo que los
"quijotes" o los "sanchopanzas" dirían en cada circunstancia
determinada.
En la Biblia tienen cabida todos los modos de hablar, con la única
excepción de la mentira. En cuestiones relacionadas con la ciencia,
se puede hablar según las apariencias de los sentidos, por ejemplo
cuando decimos que "el sol sale y se pone". La historia es válida
cuando nos narra cosas realmente sucedidas, aunque no sea una
historia documentada al modo científico.
Lo importante será averiguar, no lo que dice al pie de la letra,
sino lo que los autores quieren decir con eso.
8. Resumen.
Resumiendo lo dicho, y tratando de reducirlo a esquema,
podríamos decir que en la Biblia es verdad:
a) lo que dice la Biblia;
b) en el sentido en que lo dice;
c) en orden a nuestra salvación.
a) Lo que dice la Biblia:
Este enunciado parece una perogrullada. Naturalmente que, si
hablamos de la Biblia, será verdad lo que dice la Biblia. La realidad
es que muchos problemas que se plantean a la Biblia se refieren o
tienen su punto de partida en cosas que no están en la Biblia.
Adiciones que se han podido hacer a lo largo de los tiempos, o
interpretaciones tergiversadas. El primer paso, normalmente
reservado a los especialistas, será un estudio crítico sobre el texto,
su traducción y su interpretación.
b) El sentido en que lo dice:
No basta, para conocer la verdad de la Biblia, saber lo que en ella
se dice materialmente. Unas mismas palabras materiales pueden
tener significados muy diversos, según el uso del lenguaje.
El Hijo de Dios se hizo hombre, un hombre concreto.
Encarnándose en un cuerpo humano determinado. Con las
características propias de una raza: la judía. Acomodándose a las
formas de vivir propias de su época. Pudo haber elegido cualquier
otra raza y cualquier otro tiempo; pero si decide encarnarse ha de
hacerlo de un modo concreto, puesto que no existe el hombre
universal, sino hombres determinados.
De la misma manera, la Palabra de Dios se encarna en la palabra
humana.
En la palabra concreta, con el vocabulario, la sintaxis y los giros
propios de la lengua y de la época en que fue escrita, con las
diferencias propias de los distintos autores que la transcribieron. Lo
mismo se emplea el estilo poético de Isaías que el lenguaje sobrio
del evangelista Marcos. Es necesario conocer la manera de pensar
y de hablar de aquellos hombres para poder interpretar
correctamente la Palabra de Dios.
En el lenguaje común de los hombres no siempre se afirma de la
misma manera. Es más, hay veces que una afirmación se expresa
con una pregunta, una duda, una exageración o hipérbole. Por
ejemplo, una madre puede pedir silencio a su hijo diciendo:
-ya te he dicho que te calles;
-¿no te he dicho que te calles?
-no sé cómo hay que decirte que te calles;
-te he dicho mil veces que te calles...
La afirmación directa, la pregunta, la duda, la hipérbole son
distintas maneras de significar lo mismo. Estas mismas maneras de
afirmar se encuentran en la Biblia:
-Os aseguro que cielos y tierra pasarán, pero mis palabras no
pasarán (Mt 24, 35).
-¿Quién de vosotros podrá acusarme de pecado? (Jn 8,46).
-No recuerdo si bauticé a alguno más... (1 Cor 1,14-16).
-Es un país de gigantes: a su lado parecemos saltamontes. Sus
ciudades tienen unas murallas que llegan hasta el cielo (Núm 13,
33).
c) En orden a nuestra salvación
Ésta es la finalidad propia de los libros sagrados. Se trata de
libros religiosos. Todo lo demás pierde interés. Ése es el aspecto
propio, el prisma bajo el que se consideran todas las verdades
expuestas en la Biblia.
Segundo capitulo del libro
Biblia y Testigos de Jehová
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