Si bien el concepto de "santo"
existe en otras religiones con mayor o menor fuerza (y no exactamente con el
mismo significado) la religión católica romana es la única que posee un
mecanismo formal, continuo y altamente racionalizado para llevar a cabo el
proceso de canonización de una persona; sólo en la Iglesia de Roma se
encuentra un número de profesionales cuyo trabajo consiste en investigar las
vidas de quienes han sido considerados santos por su comunidad y/o conocidos (y
en convalidar los milagros requeridos).
A los ojos del mundo, la canonización se parece bastante al premio Nobel: nadie
sabe realmente por qué se elige a un candidato y no a otro, ni quién –
aparte del Papa – se encarga de la selección. Incluso a los católicos
romanos el proceso de canonización se les presenta como algo tan lento y tan
misterioso como la gestación de una perla o la formación de un astro.
Podríamos empezar diciendo que el proceso de canonización es algo así como la
capacidad de discernimiento, con apoyo doctrinario y la ayuda de Dios, de la
santidad de una persona en base a su perfecta ortodoxia y el ejercicio de
virtudes llevadas al grado heroico con el propósito de, dándole reconocimiento
por el grado de perfección alcanzado, presentarla como modelo de conducta a los
creyentes y como poderoso intercesor ante Dios.
Si bien la canonización es un proceso intrínsecamente eclesiástico, en
principio no son los obispos ni los investigadores profesionales del Vaticano
quienes postulan una causa, sino cualquiera que, mediante oraciones, uso de
reliquias, solicitud de "favores divinos" y devociones semejantes,
contribuye a la reputación de santidad de un candidato. En efecto, según la
tradición y la ley de la Iglesia, toda causa ha de originarse entre los
creyentes, y en este sentido, el proceso tiene su origen en Dios mismo, quien da
a conocer a través del pueblo la identidad de los santos auténticos.
Los santos mismos, desde luego, no tienen ninguna necesidad de ser venerados.
Según la metáfora de San Pablo, ellos han corrido ya la carrera y ganado sus
laureles. La canonización es, en otras palabras, un ejercicio estrictamente
póstumo.
Canonizar quiere decir declarar que una persona es digna de culto universal. La
canonización se lleva a cabo mediante una solemne declaración papal de que una
persona está, con toda certeza, con Dios. Gracias a tal destreza, el creyente
puede rezar confiadamente al santo en cuestión para que interceda en su favor
ante Dios. El nombre de la persona se inscribe en la lista de los santos de la
Iglesia y a la persona en cuestión se la "eleva a los altares", es
decir, se le asigna un día de fiesta para la veneración litúrgica por parte
de la Iglesia entera.
¿Por
qué un proceso de canonización?
De un modo u otro, los cristianos han reconocido y rogado a muchos santos a
través de la historia. Al principio se trataba de un acto mas bien espontáneo
de la comunidad cristiana local, mientras que hoy en día se presenta para los
católicos como un largo y dificultoso proceso, conducido por funcionarios del
Vaticano y regido por normas y procedimientos legales.
En el sentido literal, canonizar significa incluir un nombre en el canon o lista
de los santos. A lo largo de los siglos, las comunidades cristianas han
compilado numerosas listas de sus santos y mártires. Muchos de esos nombres se
han perdido para la historia. La obra más completa que existe sobre los santos,
la Biblioteca Sanctorum, abarca actualmente dieciocho volúmenes y menciona a
más de diez mil santos con sus vidas y milagros.
A continuación haremos un relato muy breve del desarrollo del sistema de
canonización.
Todas las etapas de la historia han recibido santos con un carisma particular.
Cada santo tiene el suyo propio y puede observarse, por los acontecimientos de
la época y el estadio de la cristiandad de cada tiempo, una especie de
semejanza entre el tipo de santidad que surge en un período con el período
mismo que se está viviendo, algo así como lo que ocurre con las costumbres o
con la forma de pensar de cada época.
Así, frente a las persecuciones encarnizadas que sufrieron los primeros
cristianos, encontramos con gran frecuencia que la santidad iba unida al
martirio. Desde el principio mismo se consideraba "santos" a todos los
creyentes bautizados, en sentido lato. En un sentido particular, siempre han
existido personas sobresalientes, que llevaron la virtud y la coherencia a
mayores niveles que el resto de los creyentes. A finales del siglo primero,
estando la tierra regada de sangre de mártires, el concepto de santidad estaba
fuertemente asociado al martirio.
Sin embargo, no todos los cristianos que fueron encarcelados, torturados o
deportados a las minas imperiales perecieron. A algunos se les negó el martirio
a pesar de haber hecho confesión pública de su fe. Aunque sobrevivieron, esos
"confesores", como se les llamó, eran reverenciados por su público
testimonio de la fe y por su disposición a morir por ella.
Pero con la entronización de Constantino como primer emperador cristiano, a
principios del siglo IV, la Iglesia entró en una nueva era de relaciones
pacíficas con el Estado romano y por lo tanto, la etapa de martirio casi
exclusivo tocó a su fin, comenzando a surgir nuevos modelos de santidad. Entre
aquéllos, el predominante fue el de los solitarios que vivían en ermitas (los
llamados anacoretas) y monjes que iniciaban una nueva forma de imitar a Cristo.
Así, la Iglesia llegó gradualmente a venerar a las personas por la
ejemplaridad de sus vidas no menos que con su muerte.
Con el transcurso del tiempo, los ejemplos de santos reconocidos incluyeron
también a misioneros y a obispos, a monarcas cristianos que mostraron
extraordinaria solicitud para con sus súbditos, y a los apologetas célebres
tanto por su defensa intelectual de la fe como por su ascetismo personal. En la
Edad Media, la lista se amplió mucho con nombres de fundadores de órdenes
religiosas, tanto hombres como mujeres, cuyos votos de pobreza, castidad y
obediencia se insertaban en la tradición espiritual de los primitivos ascetas
del desierto.
Los santos en el instante de su muerte renacen a la vida eterna. En ese aspecto,
los cristianos son los únicos en cuanto al dies natalis que conmemoran a sus
héroes no el día de su natalicio sino el día de su muerte y renacimiento.
El principal lugar de culto de los santos eran sus tumbas. Después de su
muerte, los creyentes recogían sus restos, los guardaban en recipientes
sellados y los depositaban en catacumbas o en otras tumbas secretas. Más tarde,
en el aniversario de la muerte-renacimiento del santo, los amigos y familiares
celebraban una reunión litúrgica en torno a los restos.
La creencia se funda en que el espíritu del santo, aunque se halla en el cielo,
está de un modo especial presente en sus despojos, dado que el cuerpo y el alma
son esposos sólo temporalmente separados. Por dondequiera que se veneraban las
reliquias de un santo, el cielo y la tierra se encontraban y se entremezclaban
de una manera enteramente novedosa para las sociedades occidentales.
A medida que las tumbas de los santos iban convirtiéndose en lugares de
peregrinación – y de grandes fiestas -, se construían iglesias sobre ellas
para albergar las reliquias y asegurar una celebración más digna de los santos
patronos de la localidad.
En suma, el culto de los santos hacía revivir a los muertos, infundía vida a
la leyenda y proporcionaba a cada comunidad de cristianos sus propios santos
patronos. Con su crecimiento exuberante, el culto de los santos arraigó por
dondequiera que llegara la cristiandad. Al final, los obispos comprendieron que
era preciso podar esas vidas, porque saber a quién rezaba la gente era un
asunto de gran importancia. No había nada malo en la aclamación popular, pero
se comenzaba a entender que el entusiasmo de los creyentes por sus patronos
celestiales podía sufrir eventuales desengaños. ¿Cómo podían asegurarse las
autoridades de la Iglesia de que los santos invocados por la gente eran
realmente santos?
Los mártires no presentaban ningún problema. Su autenticidad como santos se
basaba en el hecho de que la comunidad había presenciado su muerte ejemplar. Se
creía que el martirio era algo más que un acto de valentía humana. Morir por
Cristo requería apoyo sobrenatural. Se creía que sólo el poder de Cristo
conseguía, obrando en el mártir, sostenerlo hasta el sangriento final. Incluso
los pecados que el santo hubiera cometido quedaban borrados por el martirio
siendo éste lo más elevado que se le podía pedir a un cristiano piadoso. El
martirio constituía, en suma, el sacrificio perfecto e implicaba la
consecuencia de la perfección espiritual. Una cosa era, sin embargo, reconocer
la santidad de los mártires y otra hacer lo propio con los que no lo eran.
¿Cómo podía saber la Iglesia si alguien que no había sufrido martirio había
perseverado en al fe hasta el final de su vida?
El interrogante se planteó por primera vez, según parece, en relación con los
confesores. Como los mártires, los confesores eran reverenciados incluso cuando
se hallaban en prisión. Otros cristianos acudían, a veces con gran riesgo para
ellos mismos, a socorrerlos. Después se otorgaba a menudo a los supervivientes,
como hemos visto, privilegios y posiciones de honor en la comunidad. Pero
desgraciadamente no todos los confesores mantenían intacta su virtud después
del sufrimiento recibido, perdiendo por ejemplo la humildad, o la misma fe.
Con frecuencia se trataba a los ascetas, mucho antes de morir, con la misma
deferencia que solía concederse a los mártires. Del mismo modo que éstos se
purificaban por el sufrimiento y la muerte, así, se pensaba que los ascetas se
purificaban mediante el rigor de su disciplina espiritual.
En una palabra, eran considerados, como los confesores, "santos
vivientes", y las historias de sus vidas comenzaron a surgir.
Pero otra vez se planteaba la pregunta de cómo los creyentes podían saber que
el asceta, en la soledad de su celda, no había sucumbido a la tentación.
¿Podían estar seguros de que un "santo viviente" había muerto en
perfecta amistad con Dios y era, por tanto, capaz de interceder por ellos?
Resultó que la prueba se hallaba en sus milagros. Aparte de su reputación
personal de santidad, los confesores y los ascetas eran juzgados dignos de culto
por el número de milagros que obraban póstumamente pro intermedio de sus
tumbas o de sus reliquias. San Agustín tuvo gran influencia al defender la idea
de que los milagros eran señales del poder de Dios y pruebas de la santidad de
aquéllos en cuyo nombre se obraban. Su convicción se vio reforzada tras el
descubrimiento, en 415, de los restos de san Esteban en Tierra Santa y su
posterior dispersión entre varios santuarios occidentales. Los milagros no
tardaron en producirse, y San Agustín, deseoso de reafirmar en la fe a los
creyentes, tomó nota de ellos.
En el siglo V existían, por tanto, varios de los elementos que finalmente
serían codificados en el procedimiento formal que sigue la Iglesia para la
canonización. A los santos se los identificaba como tales en función de:
1)
su reputación entre la gente, sobre todo la del martirio,
2)
las historias y leyendas en que se habían transformado sus vidas, como ejemplos
de virtud heroica y
3)
la reputación de obrar milagros, en especial aquellos que se producían
póstumamente sobre las tumbas o a través de las reliquias.
Aunque no todas las historias se aceptaban sin crítica, habrían de pasar
varios siglos más hasta que la Iglesia insistiera en que tales elementos fuesen
verificados mediante una investigación sobre la vida y muerte de los santos.
Mientras tanto, éstos continuaban siendo objeto de culto, no de investigación.
Para la santidad bastaba con que el fallecido fuera recordado, venerado y, ante
todo, invocado.
Del siglo VI al X, el culto de los santos se expandió en progresión
geométrica. A medida que la fe se difundió entre los godos y los francos y,
luego, entre los celtas de las islas Británicas y los eslavos de Europa
oriental, los cristianos recién convertidos exigían el reconocimiento de sus
propios santos y mártires, que a menudo eran los mismos misioneros a quienes
ellos habían dado muerte por predicar la fe. La Iglesia estimulaba a su vez la
veneración de reliquias entre los recién bautizados, a fin de fortalecer su fe
y prevenirlos de la recaída en la adoración de los antiguos ídolos.
Inevitablemente, ese tráfico de reliquias alentaba los abusos, tales como venta
o falsificación de las mismas. Desde el siglo VIII, los papas ordenaron que los
restos de los mártires romanos fuesen retirados de las catacumbas y colocados
en las iglesias de la ciudad para evitar ulteriores profanaciones y descuidos.
No es sorprendente, por tanto, que la historia de la canonización, tal como
entendemos ahora este proceso, comenzara con la necesidad de establecer una
supervisión de las reliquias y de los santuarios. Sólo una vez asegurado tal
control, los obispos empezaron, con un proceso gradual, a encarar el problema de
la convalidación del culto de nuevos santos.
No fue hasta el siglo XVII, después de la pseudo-reforma protestante, que se
estableció un canon universal para la Iglesia entera.
Del siglo V al siglo X, los obispos fueron desempeñando un papel mucho más
directo en la supervisión de los cultos emergentes. Antes de agregar un nuevo
nombre al calendario local, los obispos insistían en que los solicitantes
presentaran informes escritos (las llamadas vitae) sobre vida, virtudes y muerte
del candidato, así como informaciones sobre sus milagros y, en su caso, acerca
de su martirio. Los prelados más exigentes pedían además testimonios
presenciales, sobre todo tratándose de milagros. Hay que anotar, sin embargo,
que esos procedimientos rudimentarios servían más para asegurarse de la
reputación de santidad del candidato que para examinar su dignidad o virtud
personal.
Una vez obtenida la aprobación del obispo o del sínodo regional, el cuerpo era
exhumado y trasladado a un altar, acto que venía a simbolizar la canonización
oficial. Por último, se le asignaba al nuevo santo un día para la celebración
litúrgica de su fiesta y se inscribía su nombre en el santoral local. De esa
manera informal la canonización se convirtió gradualmente en una función
eclesiástica.
Poco a poco, sin embargo, los obispos iban cayendo en la cuenta de que había
serias razones para escudriñar con mayor cuidado las vidas de los candidatos
antes de otorgarles el beneplácito episcopal.
¿Cómo podía la Iglesia venerar a unos santos cuyo martirio no era auténtico
o que renegaban de la fe ortodoxa? Y, en cuanto a los milagros, ¿quién podía
saber si no fueron realizados con la ayuda del diablo? Era evidente que hacía
falta alguna forma de "control de calidad".
Hacia finales del siglo X, había una creciente tendencia a encargar los honores
de la canonización a los papas, en virtud de su autoridad suprema. De esta
manera, al agregar al culto una especie de sello oficial, se esperaba una mayor
probabilidad de que el santo fuese reconocido más allá de la comunidad local.
Habrían de pasar, sin embargo, siete siglos más hasta que el entero proceso de
canonización quedara firmemente sometido al control papal. Para que ellos
sucediera, debían realizarse previamente dos condiciones históricas: un
extraordinario refinamiento de los procedimientos de canonización y, por otra
parte, la consolidación de la autoridad que el Papa ejercía sobre la Iglesia.
Ninguna de las dos se cumplió instantáneamente ni sin conflictos. Como era de
esperar, la extensión del control papal sobre el proceso de canonización, aun
siendo gradual, no fue siempre recibida con entusiasmo en todas partes. En
primer lugar, muchos santos habían muerto hacía largo tiempo y eran objeto de
vigorosos cultos locales. ¿Cómo podía el Papa, después de tantos años,
negarles validez? ¿Y cómo podían él o sus legados llevar a cabo una
investigación retrospectiva sobre la vida de un santo para decidir si realmente
merecía la veneración del pueblo?
A pesar de los resquemores, en el transcurso de las décadas, la intervención
papal en la canonización fue haciéndose más pronunciada. Con cada vez mayor
frecuencia, los papas exigían pruebas de los milagros y virtudes en forma de
declaraciones de testigos fiables.
A partir de entonces, el proceso de canonización se volvió cada vez más
meticuloso. El reglamento exigía esencialmente la creación de tribunales
locales con delegados papales que escuchaban las declaraciones de los testigos
que estaban allí para confirmar las virtudes y los milagros del candidato.
Estos últimos eran sometidos a un escrutinio particularmente severo.
Aún así, no fue hasta el siglo XIV, con el traslado de la corte papal a
Avignon, que los papas lograron instituir unos métodos bien reglamentados para
investigar las vidas de los nuevos candidatos a la santidad.
Gracias a las reformas canónicas que tuvieron lugar entonces, los
procedimientos de canonización adquirieron la forma explícita de un proceso
legal en toda regla entre los solicitantes, a los que presentaba un procurador
oficial o defensor de la causa, y el Papa, representado por una nueva especie de
funcionario de la curia, el "promotor de la fe", más conocido
popularmente como "abogado del diablo". Además, la Santa Sede
exigía, antes de tomar en consideración una causa, que el proceso a favor del
candidato fuese solicitado mediante cartas de "reyes, príncipes y otras
personas prominentes y honradas" (lo cual incluía, obviamente, a los
obispos). En otras palabras, la vox populi no bastaba para comprobar la
reputación de santidad si no recibía el apoyo de las jerarquías
eclesiásticas. Los procesos se prolongaban a menudo durante meses y se
celebraban localmente.
A pesar de esas medidas, el período comprendido entre 1200 y 1500 asistió a la
más amplia difusión del culto de los santos en toda la historia de la Iglesia
occidental. Cada ciudad y cada pueblo veneraba a su propio santo patrono, y el
ascenso de las órdenes mendicantes agregaba nuevos nombres a las listas. A
partir de entonces el papado introdujo una nueva distinción: de entonces en
adelante, tenían derecho a ser llamados sancti (santos) solamente aquellos que
hubieran sido canonizados por el Papa, mientras que los que eran venerados sólo
localmente o por determinadas órdenes religiosas recibían el nombre de beati
(beatos). Se toleraban así los cultos locales y se reservaba, sin embargo, el
reconocimiento oficial a aquellos siervos de Dios cuyas vidas y virtudes
ofrecían los mejores ejemplos a la cristiandad entera. Por eso la canonización
papal apuntaba a presentar a los creyentes unas vidas dignas de ser imitadas, y
no a unos santos que solamente fuesen invocados para pedir milagros y otros
favores.
Pero no fue hasta el pontificado de Urbano VIII (1623-1644) que el papado obtuvo
por fin el control completo de la canonización de los santos. En una serie de
decretos papales, Urbano definió los procedimientos canónicos por los que
habían de regirse las beatificaciones y las canonizaciones. Una de esas
decisiones merece especial atención. El Papa prohibió estrictamente cualquier
forma de veneración pública – incluida la publicación de libros de milagros
o revelaciones, atribuidos a un supuesto santo – hasta que la persona en
cuestión no hubiera sido beatificada o canonizada por solemne declaración
papal.
En los siglos siguientes, los refinamientos del proceso de canonización se
debieron mayormente a influencias exteriores. La evolución de la historia como
ciencia crítica, por ejemplo, afectó gradualmente la manera en que la
Congregación manejaba los textos, aunque tuvo un efecto menos visible sobre la
redacción de las vitae. Y, lo que es más importante, la evolución de la
medicina científica, redujo en grado considerable el número y la variedad de
favores divinos aceptables como milagros sin lugar a dudas. Pero la
"ciencia" decisiva sigue siendo el derecho canónico con sus
exigencias. La prueba fundamental la seguían constituyendo los testimonios
presenciales; el objetivo principal era comprobar el martirio o las virtudes
heroicas. Incluso el término técnico usado por la Iglesia, processus o
proceso, tiene claras connotaciones jurídicas.
El proceso moderno de canonización
En 1917, el reglamento formal para la canonización fue incorporado al Código
de Derecho Canónico. Para quienes no eran estudiosos del derecho canónico o no
leían latín, todo el proceso fue expuesto pormenorizadamente por un clérigo
católico británico, Canon Macken, en un libro publicado en 1910.
El procedimiento había adquirido, a lo largo de cuatro siglos de refinamiento,
una cierta reputación hagiográfica propia por la precisión jurídica que
mostraba en el descubrimiento y la verificación de los santos auténticos.
En los procesos de canonización, todo se reduce a ciencia exacta. Los
procedimientos legales de las naciones civilizadas se basan en gran medida en
los métodos establecidos de la Iglesia. Pero en ninguna otra parte hallamos la
misma severa regularidad y estricta disciplina que se practica en esos
exámenes. En todas las fases se observa un máximo de diligencia y precisión
y, mirando el asunto desde un punto de vista puramente humano, es preciso
admitir que, si existe alguna institución, algún método de investigación
conocido que sea capaz de alcanzar el pleno conocimiento de la verdad, entonces
el procedimiento sereno y reflexivo de la Iglesia es el que con mayor derecho
puede aspirar a tal distinción. El gran objetivo de todas las investigaciones,
desde el principio hasta el fin, es excluir toda posibilidad de error o engaño
y asegurar que la verdad reluzca en todo su esplendor. Durante el antiguo
régimen canónico, al igual que en el curso del nuevo, el sistema apuntaba a
hallar respuestas a los siguientes interrogantes generales:
¿Goza el candidato de la reputación de haber muerto como mártir o de haber
practicado las virtudes cristianas en grado heroico?
Como prueba de tal reputación, ¿invoca la gente la intercesión del candidato
ante Dios al rezar por favores divinos?
¿Qué mensaje o ejemplo particular aportaría a la Iglesia la canonización del
candidato?
¿Está la reputación de martirio o de virtudes extraordinarias del candidata
basada en hechos?
Por el contrario, ¿hay algo en la vida o en los escritos del candidato que
presente un obstáculo para su canonización? Específicamente, ¿ha escrito,
enseñado o defendido opiniones heterodoxas o contrarias a la fe o a la moral
católicas?
¿Hay entre los signos divinos atribuidos a la intercesión del candidato
algunos que sean inexplicables para la razón humana y que constituyan, por
tanto, potenciales milagros?
¿Hay alguna razón pastoral por la que el candidato no debiera ser beatificado
en este momento?
¿Después de la beatificación del candidato, se han producido gracias a su
intercesión otros milagros que pudieran ser interpretados como señales divinas
de que el beato es digno de canonización?
¿Hay alguna razón pastoral por la que el beato no debiera ser canonizado, o no
en el momento presente?
El proceso de canonización sufrió un nuevo cambio en la década de 1980.
Algunas formalidades jurídicas continuaron siendo las mismas, pero la dinámica
subyacente sufrió un cambio de orientación.
Lo que sigue es una descripción del sistema de canonización, con toda su
circunspección, tal como existía aún en fecha tan reciente como 1982:
En la práctica, el proceso de canonización involucra una gran variedad de
procedimientos, destrezas y participantes: promoción por parte de quienes
consideran santo al candidato; tribunales de investigación de parte del obispo
o de los obispos locales; procedimientos administrativos por parte de los
funcionarios de la congregación; estudios y análisis por asesores expertos;
disputas entre el promotor de la fe (el "abogado del diablo") y el
abogado de la causa; consultas con los cardenales de la congregación. Pero, en
todo momento, únicamente las decisiones del Papa tienen fuerza de obligación;
él sólo posee el poder de declarar a un candidato merecedor de beatificación
o canonización.
Bajo el antiguo sistema jurídico, una causa de éxito pasaba por las siguientes
fases típicas:
1) Fase prejurídica. Hasta 1917, el derecho canónico exigía que pasaran por
lo menos cincuenta años desde la muerte del candidato antes de que sus virtudes
o martirio pudieran discutirse formalmente en Roma. Se trataba así de asegurar
que la reputación de santidad de que gozaba un candidato era duradera y no
meramente una fase de celebridad pasajera. Incluso ahora, suprimida la regla de
los cincuenta años, se exhorta a los obispos a distinguir con sumo cuidado
entre una auténtica reputación de santidad, manifiesta en oraciones y otros
actos devotos ofrecidos al difunto, y una reputación estimulada por los medios
de comunicación y la "opinión pública"
Durante esa fase se permiten, sin embargo, una serie de actividades
extraoficiales. Primero, un individuo o un grupo reconocido por la Iglesia puede
anticiparse al proceso con la organización de una campaña de apoyo al
candidato potencial. En la práctica, esos "impulsores" de una causa
suelen ser miembros de alguna orden religiosa, dado que sólo ellos tienen los
recursos y los conocimientos necesarios para llevar el proceso hasta el final.
Normalmente se forma una hermandad, se hacen colectas de dinero, se solicitan
informaciones sobre favores divinos, se publica un boletín, se imprimen
tarjetas de oraciones y, con no poca frecuencia, se publica una biografía
piadosa. Ésa es, en efecto, una fase de promoción, encaminada a alentar la
devoción privada y a convencer al obispo o al juez eclesiástico responsable de
la diócesis, en donde murió el candidato, de la existencia de una genuina y
persistente reputación de santidad. Por último, los iniciadores se convierten
en "el solicitante" del proceso cuando piden formalmente al obispo la
apertura de un proceso oficial.
2) Fase informativa. Si el obispo local decide que el candidato posee los
méritos suficientes, inicia el Proceso Ordinario. El propósito de ese proceso
es suministrar a la congregación los materiales suficientes para que sus
funcionarios puedan determinar si el candidato merece un proceso formal. A tal
fin, el obispo convoca un tribunal o corte de investigación. Los jueces citan a
testigos que declaren tanto a favor como en contra del candidato, que de ahí en
adelante es llamado "el siervo de Dios". En caso de ser necesario, las
sesiones se celebran en cualquier sitio en donde haya vivido el siervo de Dios
El fin de ese procedimiento de investigación es doble: primero, establecer si
el candidato goza de una sólida reputación de santidad y, segundo, reunir los
testimonios preliminares aptos para comprobar si tal reputación se halla
corroborada por los hechos. El testimonio original es transcrito por acta
notarial, sellada y conservada en el archivo de la diócesis. Unas copias
selladas (hasta 1982 se necesitaba todavía un permiso especial de la
congregación para presentar copias mecanografiadas en lugar de copias escritas
a mano) se remiten a Roma por un mensajero especial del Vaticano.
El obispo local debe confirmar que el siervo de Dios no es objeto de culto
público; esto es, hay que comprobar que el candidato no se ha convertido, con
el paso del tiempo, en objeto de veneración pública. Esa exigencia, formal,
pero necesaria, se remonta a las reformas del Papa Urbano VIII, que prohibió,
como hemos visto, el culto de los santos no oficialmente canonizados por el
Papa.
3) Juicio de ortodoxia. Es un proceso concomitante, el obispo nombra unos
funcionarios encargados de recoger los escritos publicados del candidato; al
final, se reúnen también cartas y otros escritos inéditos. Los documentos se
envían a Roma, donde en el pasado eran examinados por censores teológicos, que
rastreaban eventuales enseñanzas u opiniones heterodoxas; hoy, los censores no
intervienen ya, pero los exámenes continúan realizándose. Obviamente, cuanto
más haya escrito el candidato, cuanto más osado haya sido su intelecto en
materia de fe, con tanto más rigor serán escudriñadas sus obras. Como regla
general, los disidentes de la enseñanza oficial de la Iglesia son rechazados
sin más rodeos. Aunque la congregación no cuenta con ninguna estadística
sobre los motivos de rechazos de las causas, los que trabajan allí confirman
que el hecho de no haber superado ese examen de pureza doctrinaria es la razón
más frecuente por la que ciertas causas han sido canceladas o suspendidas
indefinidamente.
Los promotores de una causa bloqueada tienen, sin embargo, una oportunidad de
refutar los cargos de heterodoxia imputados a su candidato, en caso de que haya
algún malentendido.
Desde 1940, los candidatos deben superar otro examen adicional. A título de
revisión preventiva, todos los siervos de Dios deben recibir de Roma el nihil
obstat, la declaración de que no hay "nada reprochable" acerca de
ellos en las actas del Vaticano. En la práctica, con ello se alude a las actas
de la Congregación para la Doctrina de la Fe, encargada de la defensa de la fe
y la moral, o de otra cualquiera de las nueve congregaciones (la Congregación
para los Obispos, para el Clero, etc.) que pueda tener motivos para contar con
datos acerca del candidato. La razón de ese procedimiento reside en la
posibilidad de que una o varias congregaciones puedan hallarse en posesión de
informaciones privilegiadas relativas a los escritos o a la conducta moral del
candidato, que acaso pudieran influir sobre el seguimiento de la causa. Raras
veces se encuentra algo objetable; desde 1979, por ejemplo, sólo hubo una causa
que no obtuvo el nihil obstat.
4) La fase romana. Es aquí donde empieza la verdadera deliberación. En cuanto
los informes del obispo local llegan a la congregación, se asigna la
responsabilidad de la causa a un postulador residente en Roma. Hay unos
doscientos veintiocho postuladores adscritos a la congregación; la mayoría de
ellos, sacerdotes pertenecientes a órdenes religiosas. La tarea del postulador
consiste en representar a los solicitantes de la causa; es el solicitante quien
le paga, a menos que se trate de un caso de caridad. El solicitante paga
también los servicios de un abogado defensor, elegido por el postulador entre
una docena aproximada de juristas canónicos, clérigos y legos, especializados
y en posesión de un permiso de la Santa Sede para ocuparse de las causas de los
santos.
A partir de los materiales suministrados por el obispo local, el abogado prepara
un resumen, encaminado a demostrar a los jueces de la congregación que la causa
debe ser iniciada oficialmente. En el resumen, el abogado arguye que existe una
verdadera reputación de santidad y que la causa ofrece pruebas suficientes para
justificar un examen más detenido de las virtudes o del martirio del siervo de
Dios.
A continuación, se entabla una dialéctica escrita en la que el promotor de la
fe, o "abogado del diablo", propone objeciones al resumen del abogado
defensor y éste replica. Ese intercambio suele repetirse varias veces y, a
menudo, transcurren años o incluso décadas antes de que todas las diferencias
entre el abogado de la causa y el promotor de la fe hayan quedado
satisfactoriamente resueltas. Finalmente, se prepara un volumen impreso, llamado
positio, que contiene todo el material desarrollado hasta el momento, incluidos
los argumentos del promotor de la fe y del abogado. La positio la estudian los
cardenales y los prelados oficiales (el prefecto, el secretario, el
subsecretario y, si es necesario, el jefe de la sección histórica) de la
congregación, que pronuncian su sentencia en una reunión formal celebrada en
el Palacio Apostólico. Como en el veredicto de un jurado de instrucción, un
juicio positivo implica que hay buenas razones para iniciar el proceso (processus).
Una vez aceptado el veredicto por la congregación, se le notifica al Papa,
quien emite un decreto de introducción, salvo que tenga a su vez razones para
denegarlo. La manera en que lo hace es significativa. Se supone que, si la causa
ha resistido al examen hasta ese punto, cuenta con buenas posibilidades de
éxito; pero, aún así, muchas fracasan. En consecuencia, para subrayar el
hecho de que en esa fase la causa ha recibido únicamente la aprobación
administrativa del Papa, éste no firma el decreto con su nombre pontificio, por
ejemplo, Papa Juan Pablo II, sino que emplea solamente su nombre de pila: Placet
Carolos ("Karon acepta").
Una vez se ha instruido la causa, pasa a la jurisdicción de la Santa Sede; se
la llama entonces un "proceso apostólico". El promotor de la fe o sus
asistentes elaboran otra serie de preguntas, destinadas a obtener informaciones
específicas sobre las virtudes o el martirio del siervo de Dios. Esas preguntas
se remiten a la diócesis local, donde un nuevo tribunal, esta vez integrado por
jueces delegados de la Santa Sede, vuelve a interrogar a los testigos aún
vivos. Los jueces tienen también la posibilidad de requerir declaraciones de
testigos nuevos y, en caso de necesidad, éstos pueden incluso ser trasladados a
Roma para contestar a las preguntas.
De hecho, el proceso apostólico es una versión más estricta del proceso
ordinario. Su objetivo es demostrar que la reputación de santidad o de martirio
del candidato está basada en hechos reales. Cuando los testimonios están
completos, la documentación se envía a la congregación, donde se traduce el
material una de las lenguas oficiales. Hasta este siglo, sólo había una lengua
oficial, el latín. Gradualmente se añadieron el italiano, el español, el
francés y el inglés, conforme al creciente número de causas provenientes de
países en donde se hablan dichas lenguas. Después, los documentos los examinan
el subsecretario y su equipo, para comprobar que todas las formalidades y los
protocolos jurídicos han sido observados con precisión. Al concluir este
proceso, la Santa Sede emite un decreto sobre a validez del mismo, con lo que
garantiza su uso legítimo.
Como siguiente paso, el postulador y su abogado preparan otro documento, llamado
informativo, que resume de manera sistemática los argumentos a favor de la
virtud o del martirio. A ese documento se agrega un sumario de las declaraciones
de los testigos, especificadas con relación a los argumentos que se trata de
demostrar. Tras estudiarlo, el promotor de la fe hace sus objeciones a la causa
y el abogado le contesta con la ayuda del postulador. Ese intercambio de
argumentos se imprime, y la entera colección de documentos se somete al estudio
y al juicio de los funcionarios de la congregación y al de sus asesores
teológicos. Las dificultades y reservas resultantes de esa reunión son
recogidas como nuevas objeciones del promotor de la fe y, por segunda vez, le
responde el abogado defensor. Este intercambio forma la base de una segunda
reunión y de un segundo juicio, que incluye esta vez a los cardenales de la
congregación. El mismo proceso se repite después por tercera vez, pero en
presencia del Papa. Si se dictamina que el siervo de Dios practicó las virtudes
cristianas en grado heroico o que murió como mártir, se le otorga entonces el
título de "venerable".
5) La sección histórica. En 1930, el Papa Pío XI instituyó una sección
histórica, especializada en causas antiguas y en ciertos problemas que el
proceso puramente jurídico no era capaz de resolver. En primer lugar, las
causas para las cuales no quedan ya testigos presenciales vivos se asignan a esa
sección para su examen histórico; las decisiones sobre la virtud o el martirio
se toman en esos casos mayormente a partir de pruebas históricas. En segundo
lugar, muchas otras causas se remiten a la sección histórica cuando algún
punto controvertido requiere un examen de archivos u otra clase de
investigación histórica. En tercer lugar, los miembros de la sección
histórica investigan, en muy raras ocasiones, las llamadas causas antiguas para
verificar la existencia, origen y continuidad del culto a ciertos personajes
considerados santos, la mayoría de los cuales vivieron mucho antes de que se
instituyera la canonización pontificia. Tales personajes pueden recibir, a
discreción del Papa, un decreto de beatificación o de canonización
"equivalentes". El Index ac Status Causarum (edición de 1988)
contiene trescientos sesenta y nueve nombres cuyos cultos han sido confirmados.
Entre los más recientes que recibieron la canonización equivalente, se halla
Inés de Bohemia, declarada santa por el Papa Juan Pablo II el 12 de noviembre
de 1989, a los setecientos siete años de su muerte.
6) Examen del cadáver. A veces se exhuma, previamente a la beatificación, el
cadáver del candidato para su identificación por el obispo local. Si se
descubre que el cadáver no es el del siervo de Dios, la causa continúa, pero
deben cesar las oraciones y otras muestras privadas de devoción ante la tumba.
El examen se realiza únicamente para fines de identificación, aunque, si
resulta que el cuerpo no se ha corrompido, tal descubrimiento puede aumentar el
interés y el apoyo que recibe la causa. Cuando se enterró, por ejemplo, en
1860 al obispo John Newmann, el cadáver no fue embalsamado. Un mes después, se
abrió subrepticiamente la tumba y se halló el cuerpo aún intacto, y la
noticia se difundió por toda Filadelfia. Su sepulcro se convirtió en una
especie de santuario, las oraciones dirigidas a él se multiplicaron, y de esa
manera, se divulgó la reputación de su santidad.
A diferencia de algunas otras Iglesias cristianas, ante todo la Rusa ortodoxa,
la Iglesia católica romana no considera un cuerpo incorrupto como señal
inequívoca de santidad. Sin embargo, durante siglos se ha venido creyendo que
los cadáveres de los santos despiden un aroma dulce – el llamado "olor
de santidad" – y la incorrupción se toma por indicio de favor divino.
Esa tradición continúa influyendo en los creyentes, aunque no en los
funcionarios de la congregación.
7) Procesos de milagros. Todo el trabajo realizado hasta este punto es, a los
ojos de la Iglesia, el producto de la investigación y del juicio humanos,
rigurosos pero no obstante, falibles. Lo que hace falta para la beatificación y
la canonización son señales divinas que confirmen el juicio de la Iglesia
respecto a la virtud o el martirio del siervo de Dios. La Iglesia toma por tal
señal divina un milagro obrado por intercesión del candidato. Pero el proceso
por el cal se comprueban los milagros es tan rigurosamente jurídico como las
investigaciones sobre el martirio y las virtudes heroicas.
El proceso de milagros debe establecer:
a) que Dios ha realizado verdadera un milagro – casi siempre la curación de
una enfermedad – y
b) que el milagro se obró por intercesión del siervo de Dios.
De manera semejante al proceso ordinario, el obispo de la diócesis, en donde
ocurrió el milagro alegado, reúne las pruebas y toma acta notarial de los
testimonios; si los datos lo justifican, envía dichos materiales a Roma, donde
se imprimen como positio. En la congregación se celebran varias reuniones para
discutir, refutar y defender las pruebas; a menudo, se busca información
adicional. Esta vez, el caso lo estudia un equipo de médicos especialistas,
cuya tarea consiste en determinar que la curación no ha podido producirse por
medios naturales. Una vez emitido el juicio correspondiente, se traspasa la
documentación a un equipo de asesores teológicos para que decidan si el
milagro alegado se realizó efectivamente mediante oraciones al siervo de Dios y
no, por ejemplo, mediante oraciones simultáneas dirigidas a otro santo ya
establecido. Al final, los dictámenes de los asesores circulan a través de la
congregación y, en caso de decisión favorable de los cardenales, el Papa
certifica la aceptación del milagro mediante un decreto formal.
El número de milagros requeridos para la beatificación y la canonización ha
disminuido con el transcurso de los años. Hasta hace poco, la regla eran dos
milagros para la beatificación y otros dos, obrados después de la
beatificación, para la canonización, si la causa se basaba en la virtud. En el
caso de los mártires, los últimos papas han eximido generalmente las causas de
la obligación de comprobar milagros para la beatificación, considerando que el
último sacrificio es de por sí suficiente para merecer el título de beato. A
los no mártires se les sigue exigiendo, sin embargo, dos milagros para la
canonización. Evidentemente, el proceso debe repetirse para cada milagro.
8) Beatificación. Previamente a la beatificación, se celebra una reunión
general de los cardenales de la congregación con el Papa, a fin de decidir si
es posible iniciar sin riesgo la beatificación del siervo de Dios. La reunión
guarda una forma altamente ceremoniosa, pero su objetivo es real. En los casos
de personajes controvertidos, tales como ciertos papas o mártires que murieron
a manos de Gobiernos que aún siguen en el poder, el Papa puede efectivamente
decidir que, pese a los méritos del siervo de Dios, la beatificación es, por
el momento, "inoportuna". Si el dictamen es positivo, el Papa emite un
decreto a tal efecto y se fija un día para la ceremonia.
Durante la ceremonia de beatificación se promulga un auto apostólico, en el
cual el Papa declara que el siervo de Dios debe ser venerado como uno de los
beatos de la Iglesia. Tal veneración se limita, sin embargo, a una diócesis
local, a una región delimitada, a un país o a los miembros de una determinada
orden religiosa. A ese propósito, la Santa Sede autoriza una oración especial
para el beato y una misa en su honor. Al llegar a este punto, el candidato ha
superado ya la parte más difícil del camino hacia la canonización. Pero la
última meta le queda aún por alcanzar. El Papa simboliza ese hecho al no
oficiar personalmente en la solemne misa pontificia con que concluye la
ceremonia de beatificación, sino que, después de la misa, se dirige a la
basílica para venerar al recién beatificado.
9) Canonización. Después de la beatificación, la causa queda parada hasta que
se presenten – si es que se presentan – adicionales señales divinas, en
cuyo caso todo el proceso de milagros se repite. Las fichas activas de la
congregación contienen a varios centenares de beatos, algunos de ellos muertos
hace siglos, a quienes les faltan los milagros finales, posbeatificatorios, que
la Iglesia exige como signos necesarios de que Dios sigue obrando a través de
la intercesión del candidato. Cuando el último milagro exigido ha sido
examinado y aceptado, el Papa emite una bula de canonización en la que declara
que el candidato debe ser venerado (ya no se trata de un mero permiso) como
santo por toda la Iglesia universal. Esta vez el Papa preside personalmente la
solemne ceremonia en la basílica de San Pedro, expresando con ello que la
declaración de santidad se halla respaldada por la plena autoridad del
pontificado. En dicha declaración, el Papa resume la vida del santo y explica
brevemente qué ejemplo y qué mensaje aporta aquél a la Iglesia.
Éste es, en esencia, el proceso por el cual la Iglesia católica romana ha
canonizado durante los últimos cuatro siglos.
Actualmente se mantiene el aspecto jurídico del viejo sistema –
esencialmente, la celebración de tribunales locales ante los que declaran los
testigos -, pero se aspira a comprender y valorar la forma específica de
santidad del candidato en su contexto histórico preciso. A grandes rasgos,
funciona como sigue:
La investigación y la recogida de pruebas están ahora bajo la autoridad del
obispo local. Antes de iniciar una causa, éste debe consultar, sin embargo, a
los otros obispos de la región para decidir si tiene sentido pedir la
canonización del candidato; obviamente, en la moderna era de las comunicaciones
instantáneas, un santo cuya reputación de santidad no trasciende los confines
del vecindario es difícil de justificar. Luego, el obispo designa a los
funcionarios necesarios para investigar la vida, las virtudes y/o el martirio
del candidato. Una parte de la investigación incluye todavía las declaraciones
de testigos oculares; pero lo que más importa es que la vida y el trasfondo
histórico del candidato sean rigurosamente investigados por expertos entrenados
en los métodos histórico-críticos. Se reúnen los escritos publicados e
inéditos del candidato o relacionados con él, y unos censores locales los
evalúan para comprobar la ortodoxia del candidato. En otras palabras, esa
decisión ya no se toma en Roma. Aún así, el candidato debe pasar todavía una
prueba de control de las congregaciones vaticanas interesadas y recibir el nihil
obstat de la Santa Sede. Si el obispo queda satisfecho con los resultados de la
investigación, envía los materiales a Roma.
El objetivo principal de la congregación es facilitar la confección de una
positio convincente. Una vez aceptada la causa, la congregación designa un
postulador y un relator. A partir de ahí, corre a cargo del relator supervisar
la redacción de la positio. Ésta debe contener todo lo que los asesores y
prelados de la congregación necesitan para juzgar la aptitud del siervo de Dios
para la beatificación y la canonización. Debe contener, pues, un nuevo tipo de
biografía, una que describa y defina sinceramente la vida y las virtudes o el
martirio del candidato, teniendo en cuenta también todas las pruebas
contrarias. Después, el relator elige a un colaborador para que redacte la
positio. En el caso ideal, ese colaborador es un erudito originario de la misma
diócesis o, cuando menos, del mismo país del candidato, e instruido tanto en
teología como en el método histórico-crítico. En los casos más complejos,
el relator puede recurrir a colaboradores adicionales, incluidos los seglares
especialistas en la historia del período o del país particular en que vivió
el candidato.
Una vez terminada la positio, ésta es estudiada por los expertos. Si es
necesario, pasa antes por los asesores históricos. Luego, la examina un equipo
de ocho teólogos elegidos por el prelado teólogo; si seis o más de ellos la
aprueban, va a la junta de cardenales y obispos para que emitan su juicio. Si
éstos la aprueban, la causa pasa al Papa para que tome su decisión.
Los relatores no tienen nada que ver con los procesos de milagros, que se juzgan
de la misma manera que antes. La diferencia reside en que, desde la reforma, el
número de milagros requeridos reside en que, el número de milagros requeridos
ha sido reducido a la mitad: uno para la beatificación de los no mártires,
ninguno para los mártires. Después de la beatificación, tanto mártires como
no mártires sólo necesitan un milagro para obtener la canonización.
Vista en perspectiva histórica, la reforma representa una nueva fase de la
evolución del proceso de canonización. En rigor, la congregación se ocupa
ahora en primer lugar de la beatificación, no de la canonización; es decir, la
congregación es esencialmente un mecanismo dedicado a estudiar la vida, las
virtudes y el martirio de los candidatos propuestos por los obispos locales.
Incluso a los mártires se los examina ahora en cuanto a sus virtudes, con el
fin de comprobar si sus vidas encierran algún mensaje valioso para la Iglesia.
Aunque la canonización sigue siendo el objetivo de toda causa, se trata,
funcionalmente hablando, de un ejercicio auxiliar y a plazo indefinido,
consistente en comprobar un milagro de intercesión que no agrega nada a la
importancia del beato o la beata ni al significado que tiene para la Iglesia, si
bien es la manifestación de Dios de Su deseo de que sea venerado por toda la
cristiandad.
Este dossier pretende dar una visión sumamente genérica del tema referido. Hay
infinidad de matices, procesos históricos y dilemas resueltos y por resolver
que, desgraciadamente, son imposibles de explayar en un trabajo de estas
proporciones. Sin embargo, tenemos la esperanza de dejar al lector con una mayor
cultura respecto a un tema que, como escribía en 1985 el autor de un estudio
popular sobre el Vaticano: "El misterio de la santidad y el proceso
canónico, con todas sus dimensiones espirituales de intercesión divina,
reliquias y milagros, es probablemente el mayor enigma de la Iglesia, después
de la Misa misma".