Constantin Andronikof
CONTEMPLACIÓN Y
LITURGIA
Publicado en Il Dio Giano, Sear Edizioni, Scandiano, 1992.
Constantin Andronikof, nacido en
1916 en San Petersburgo (Petrograd) y fallecido en París en 1998, fue durante
años profesor de teología litúrgica en el Instituto de Teología Ortodoxa Saint-Serge
de París. Trabajó como intérprete en el ministerio de Asuntos Extranjeros del
gobierno francés y fue miembro fundador de la AIIC (Association Internationale
des Interprètes de Conférence, con sede en Genève, Suiza). Autor de numerosas
obras y traducciones, de entre las que cabe destacar Des mystères sacramentels
(París, Cerf, 1998) y Le sens de la liturgie (París, Cerf, 1988), fue una de las
más notables personalidades de la tradición ortodoxa. Del último libro citado
hay publicada una traducción castellana de Lázaro Pons Velázquez (El sentido de
la liturgia. La relación entre Dios y el hombre, Valencia, Edicep, 1992, 340
pp.). El artículo aquí reproducido apareció publicado en "Cahiers de
l'Université Saint Jean de Jérusalem", nº 11: La contemplation comme action
nécessaire, coloquio celebrado en París del 18 al 20 de mayo de 1984, Berg
International Éditeurs (129, boulevard Saint-Michel, 75005, París), 1985. Hasta
hoy mismo desconocía la existencia de la traducción castellana de Edicep; la
presente conferencia aparece en ella formando el capítulo XI, aunque existen
ligeras variaciones. * * *
Para emprender un discurso sobre la contemplación, la theôria, es necesario en
primer lugar ser conscientes del carácter paradójico de nuestro intento. En
efecto, hablar "teóricamente" de la theôria es contradictorio y, a priori,
imposible, dado que se trata de un hecho de la experiencia, y no de una
especulación. Ni su génesis ni su ejercicio dependen de un análisis racional, y
su fruto no es lógicamente susceptible de formulación ni puede ser objeto de una
exposición convincente. La contemplación consiste en suma en ver un misterio, o
en oírlo (lo que es lo mismo cuando se llega a un cierto nivel de percepción
espiritual). Sin embargo, disponemos de muchos testimonios dados por quienes han
cultivado esta experiencia, los Padres o "atletas" espirituales. Ellos han
definido su objeto, absteniéndose de explicarlo, aunque enunciando la manera y
el método de enfocarlo. Así pues, es solamente en la medida reservada en la que
han hablado de él que podemos aventurarnos a decir algo de segunda mano.
Dicho esto, no dejará de plantearse una pregunta natural y perentoria: ¿debemos
resignarnos a no considerar más que desde el exterior, como turistas en un
museo, la extraordinaria adquisición cuya existencia inaccesible para nosotros
revelan los Padres, o podemos interiorizarla y participar vivamente en ella
apropiándonosla en una cierta medida? La fe y la tradición cristianas nos
permiten responder a la pregunta de manera afirmativa: en efecto, podemos
constatar que hay una actividad humana que nos pone en contacto directo con las
realidades de la visión o de la audición místicas, y que nos incita consciente e
inconscientemente a asociarlas y a integrarlas: es la "obra común" de la oración
de la Iglesia, que culmina en la liturgia eucarística.
Ahora bien, ¿qué nos enseñan los maestros de la contemplación (me refiero a los
de la tradición ortodoxa)? En primer lugar, nos hacen comprender que tanto su
preparación como su efectividad, y el estado al cual conduce, son una acción
incesante y también un encarnizado combate. No separan la praxis de la theôria.
Ésta es un desenlace de aquella, pero a su vez provoca una intensificación de
todo el modo de vida, según un comportamiento o politeia conforme a las
iluminaciones recibidas, y no sólo en el hombre interior, sino también con
respecto al mundo y al prójimo. Es literalmente tras un cuerpo a cuerpo, y tras
un espíritu a espíritu sin tregua con lo trascendente y con lo inmanente,
positivo o negativo, bienhechor o maléfico, que han podido en particular superar
una doble paradoja: describir un proceso no objetivable que se abre sobre algo
que es esencialmente indecible y que al mismo tiempo constituye la suprema
realidad, ya que es el ser divino en sus manifestaciones.
¿Nos bastaría, sin embargo, con escuchar sus discursos para comprender la
contemplación y para adquirir el medio de acceder a ella? ¡No! Sus advertencias
abundan, y son serias. "Vosotros, que lo ignoráis todo y que carecéis de la
percepción y de la experiencia de la iluminación y de la contemplación divinas,
¿cómo no os espantáis por el solo hecho de escribir o de hablar de ellas? Si es
cierto que debemos rendir cuentas por toda palabra ociosa (Mt. XII, 36), ¿con
cuánta mayor razón no seremos juzgados por ello y castigados como habladores de
nada?" (1).
Si hablar sin decir nada es condenable desde el instante en que no se trata
únicamente de un juego intelectual, sino de un ejercicio que interesa a todo el
organismo humano para ponerlo en relación con la esencia de las cosas y con las
realidades divinas, cuánto más temible es enunciar ideas falsas, dañinas. En
efecto, si el visionario está en contacto con lo alto que le ilumina, lo está
también con lo bajo que intenta entenebrecerle. El espíritu del bien no está
solo en la obra y a su alrededor; los espíritus del mal velan y los demonios
hallan un terreno de actuación privilegiado en aquellos que se esfuerzan por
percibir lo invisible. De ahí la frecuencia de las exaltaciones huecas, de los
falsos éxtasis y de los desórdenes psíquicos, nutridos por una imaginación
pasional y por pensamientos desviados que conducen a furores fanáticos
(relativos, por ejemplo, al poder, al sexo, a la ideología...).
La única guía infalible en la materia es la doctrina recta, fundada en la
Revelación, fijada en la Escritura, profundizada, desarrollada y conducida por
la Tradición. Es así que la mística verdadera no es sino la visión directa de
los misterios de la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Dicho
de otro modo, dogma y mística van a la par, irrefutablemente indivisibles. (Por
dogma entendemos aquí no solamente lo que la Iglesia ha debido formular, como en
Nicea, en Calcedonia, etc., sino también los "hechos dogmáticos" mucho más
numerosos que constituyen el cristianismo, comenzando con el dogma de la propia
Iglesia, que jamás ha sido objeto de un decreto conciliar). La libertad del
contemplativo se manifiesta precisamente por la acción ascética que le libera de
la "ilusión espiritual", de la terrible distracción, tentación bien conocida por
los monjes y despreciada por los filósofos, que le hace ignorar la verdad que
hace libre, la elección de Aquel que es la Verdad, gracias al Espíritu de la
Verdad (2).
No es entonces sino después de haber dominado las pasiones del alma y del
cuerpo, y de haber domeñado las imaginaciones y los pensamientos anárquicos del
intelecto, al precio de una acción perseverante y ardua, que uno puede comenzar
la acción contemplativa. El único método para ello, y los maestros son unánimes
a este respecto, consiste en seguir rigurosamente lo que se ha llamado los
"mandamientos" de Dios, y que más exactamente son los preceptos de la vida
perfecta, que Dios lega como talentos a nuestra voluntad y a nuestra libertad.
Ni que decir tiene que la condición inamisible es la fe, pues "si no creéis, no
conoceréis" (Is., VI, 9). El iniciador del monaquismo egipcio, Orígenes, cita
esta frase del profeta Isaías para introducir su doctrina de la contemplación
gnóstica y la aclara con el precepto fundamental del Verbo encarnado: "Si os
mantenéis en mi palabra... conoceréis la verdad" (Jn, VIII, 31-32). "Aquel que
permanece en la verdad de la fe y que reside en el Logos haciendo las obras del
Logos, éste conoce la verdad" (Coment. sobre Mt., XVI, 9, y sobre Jn., XIX,
3-18). He aquí el esquema que plantea Orígenes: el comportamiento (politeia)
según los preceptos del Verbo, conforme a la fe, conduce por la virtud al
conocimiento (gnôsis), luego a la sabiduría (sophia) (equivalente al estado de
contemplación). La práctica de las obras de Dios, en la piedad, abre el espíritu
del hombre a la energía del Espíritu Santo. La fe en acto, por el conocimiento y
la sabiduría, conduce a la visión (3). Para ilustrar su idea, Orígenes recurre a
la tipología bíblica; es así, dice, que Abraham, por la fe, obedece en sus
obras; que Isaac obtiene el conocimiento; pero Jacob alcanza la contemplación
(Prólogo al Comentario sobre el Cantar).
Desde el gran alejandrino, el vínculo indisoluble entre la contemplación y la
acción está claramente establecido. Éstas se condicionan y se alimentan
mutuamente. Este principio será constante en todos los maestros espirituales
hasta nuestros días. Sentimientos y pensamientos deben encarnarse y manifestarse
en la vida, tanto interior como exteriormente. Si la acción precede a la
contemplación, ésta requiere de la práctica de las obras de Dios. Su expresión
primera es la piedad (theosebeia). Tal es precisamente la virtud, según
Orígenes, de la doctrina cristiana y su ventaja supereminente con respecto a la
filosofía de Platón o de Plotino. Incluso aunque los griegos hubieran alcanzado
una correcta concepción de Dios, "han tenido a la verdad cautiva de la
injusticia", como declara el apóstol; "no han rendido a Dios ni la gloria ni la
acción de la gracia que le corresponde; por el contrario, se han extraviado en
sus vanos razonamientos y su corazón insensato se ha entenebrecido"; debido a
"su inteligencia sin juicio, hacen lo que no conviene" (Rom. I, 18, 21, 28). Al
no haber entregado su inteligencia y su corazón, no han adecuado su vida a su
conocimiento ni han realizado el culto conveniente a Dios. Orígenes utiliza en
Contra Celso la argumentación paulina (4). La filosofía, en efecto, debe ser
justa no solamente en el sentido de la razón, sino también en el de la religión,
es decir, buena y útil. La verdadera filosofía es la que salva. Los Padres
ascetas a menudo la llaman "filosofía práctica", que, culminando en la
contemplación de las realidades celestiales, deviene la verdadera theologia, es
decir, la visión de las energías divinas o, en general, de los "bienes", ta
agatha, que dispensa Dios.
No hay más que aplicar estos principios, tan simples y claros. Pero aquí
comienzan las dificultades. Son peligrosas en grados diversos, tanto para aquel
que se compromete en la vía de la experiencia espiritual como para el observador
exterior. Para el primero, se trata en efecto de comenzar ante todo un combate
sin tregua contra sí mismo, a fin de vencer las pasiones que los demonios
suscitan en él, y contra el mundo-prisión que oculta al cosmos de Dios; debe
"crucificar al mundo para sí", y también "crucificarse al mundo", para alcanzar
la impasibilidad, es decir, la pureza que le hará receptivo a la luz, y después
transparente a ésta (5). Debe luego ejercitarse sin descanso para mantenerse en
el estado de iluminación. "En el momento en que todo nuestro celo, toda nuestra
fe y todo nuestro deseo consisten en esforzarnos... en observar los preceptos de
Dios", por la praxis de "la conversión (incluyendo el arrepentimiento), la
compunción, la humildad, entonces se abre para nosotros como una pequeña
apertura en el techo visible del cielo y se nos aparece la luz inmaterial y
noética (inteligible)...". Esto, siguiendo a los anacoretas egipcios o a los
cenobitas palestinos y bizantinos, san Simeón el Nuevo Teólogo lo enseña aún en
el año mil a sus hermanos del monasterio de San Mammas del que era superior;
pero añade: "Todo esto no es más que un comienzo para los novicios en la empresa
de la piedad, para aquellos que vienen dispuestos a los combates de la
virtud...". Sin embargo, "quien ha perseverado durante un cierto tiempo...
aprende maravillas tras maravillas, misterios tras misterios, contemplaciones
tras contemplaciones... y ve y comprende (noôn) y es iniciado (myoumenos)".
Incluso en este estadio, el iniciado no se halla sin embargo en una especie de
arrobamiento pasivo, en el que su inteligencia y sus sentidos estarían en
síncope. Por el contrario, la actividad del hombre es entonces particularmente
intensa, pues "está como en la luz, o más bien con la luz, y no como en un
éxtasis continuo; pero se ve a sí mismo y a aquello que le concierne, tanto, que
percibe el estado en que se halla su prójimo". Es también perfectamente
consciente del hecho de que su iniciación no es sino rudimentaria, pues "sabe de
antemano que... sobre todo después de la resurrección, cuando contemple tal como
es esta luz insostenible... (entonces) «lo que el ojo no ha visto... lo que no
ha ascendido hasta el corazón del hombre, lo que Dios tiene dispuesto para
aquellos que le aman» (I Cor., II, 9), (esto) le será revelado más distintamente
que esa luz que está actualmente en él mismo y por la cual es iluminado" (6). Es
evidente, pues, que es preciso un conocimiento y una maestría profunda de todo
el organismo humano en su relación con la energía de Dios que le ha creado e
informado, y con las potencias infernales que intentan deformarle y destruirle.
Doble complejidad y doble profundidad, pues lo esencial divino es insondable.
Sólo el Espíritu puede sondearlo y conferir al alma humana la energía propia
para penetrar en él. Ahora bien, el Espíritu sopla donde quiere y cuando quiere,
y ningún método es capaz de constreñir su libertad y su juicio. El asceta no
dispone más que de la esperanza de sus oraciones para buscar humildemente el don
gratuito de la gracia. Pero esta esperanza es firme, está fundada en la promesa
fiel del Señor: "Pedid y se os dará". Toda la vida humana, por lo demás, según
la enseñanza experimental y mística de san Serafín de Sarov (principios del
siglo XIX), ¿no depende de la "apropiación" del Espíritu Santo? La petición
misma del Espíritu es ya suscitada por Él, pues sin Él el alma es incapaz de
expresar y de elevar su plegaria.
Hablamos del alma. Pero, ¿qué es? Las dificultades comienzan, o, quizá mejor,
continúan, tanto en el orden existencial como ontológico, para el asceta
experimentador y para el observador discursivo. En efecto, en lo que atañe a la
doctrina de la estructura tripartita del hombre, los Padres son muy discretos
sobre el espíritu, aunque hablan abundantemente del cuerpo y del alma, sin por
ello abrir todos los secretos a todo el mundo. Están obligados a expresarse con
discernimiento, según lo que pueda ser ajustado al grado de madurez espiritual
de las personas a quienes se dirigen. "Lo propio de la justicia es distribuir la
palabra según la dignidad de cada uno, enunciando ciertas cosas oscuramente,
significando otras mediante enigmas, y expresando otras claramente para el
provecho de los simples" (7).
Osando ocupar un puesto en la categoría de los "simples" (tomado aquí el término
sólo en su sentido psicológico inmediato), recordemos la enseñanza de los
maestros espirituales sobre la naturaleza y la actividad del alma, tal como es
resumida por san Máximo el Confesor (siglo VII). El alma, dice, es esencialmente
dinámica; está compuesta de una "potencia intelectual", nous, y de una "potencia
vital", la psychè propiamente dicha. La facultad contemplativa y la facultad
activa pertenecen a la potencia noética. "La facultad contemplativa se llama
espíritu, y la activa razón. El motor de la potencia noética es el espíritu, y
el de la potencia vital (o su "providencia") es la razón... El espíritu se llama
y es sabiduría cuando mantiene firmemente sus propios movimientos vueltos hacia
Dios. En cuanto a la razón, se llama y es inteligencia cuando, empleando todas
sus fuerzas en unir sabiamente con el espíritu la potencia vital sobre la que
rige... ella demuestra que no es diferente del espíritu. (La razón, es decir, la
potencia activa) desemboca en el bien por su actividad, por medio de la fe y
conforme a la virtud... Por la acción, la razón llega a la virtud, y por la
virtud a la fe, que es realmente el conocimiento cierto de las cosas de Dios. La
razón lo posee en principio en potencia, y luego lo revela en una actividad
adecuada a la virtud por la manifestación de las obras. Pues, según lo que está
escrito, «la fe sin las obras es algo muerto» (St., II, 17)". Así, declara
Máximo, es en el espíritu y en la razón, en la contemplación y en la acción
unificadas, "que consiste el verdadero conocimiento de las cosas divinas y
humanas... El término de toda la muy divina filosofía de los cristianos".
Como si respondiera por anticipado al tema de esta sesión de la Universidad San
Juan de Jerusalén: "La contemplación como acción necesaria", san Máximo el
Confesor precisa que esta "gnosis infalible" o "inolvidable" que se obtiene por
la energía de la sabiduría y de la fe "es un movimiento perpetuo... que tiene
por objeto lo conocible que supera todo conocimiento y cuyo término es la
verdad". Si "la razón es la actividad y la manifestación del espíritu... la
acción lo es de la contemplación". En fin, cuando todas estas energías se
armonizan y concurren a la gnosis, el alma alcanza "la íntima concordancia con
la verdad y el bien, a saber, con Dios" (8). (Es importante notar que este
proceso corresponde exactamente al de la santificación o la deificación, es
decir, al objetivo de la vida cristiana).
Este "movimiento perpetuo", esta acción del alma en vistas a la theôria o la
theologia, necesita naturalmente de esfuerzos ascéticos incesantes que, tornando
al espíritu del hombre cada vez más transparente al Espíritu Santo, le permitan
acrecentar gradualmente su conocimiento espiritual, pneumatikè gnôsis. De ahí la
necesidad, ya mencionada, de conocer bien los elementos orgánicos y funcionales
del recorrido para superar los obstáculos: oscurecimientos, imperfecciones,
escollos, acechos; en suma, el pecado y sus servidores, que afectan a los
constituyentes de la naturaleza humana. "Las faltas, dice san Simeón, provienen
del cuerpo para el alma y para la inteligencia; provienen del alma para la
inteligencia; y de la inteligencia y del cuerpo para el alma" (9). En efecto, es
todo el conjunto pneumo-psico-somático del hombre lo que interviene, y cada una
de sus partes debe concurrir a la iluminación del conjunto. En cuanto a los
demonios, según la experiencia de Evagrio el Póntico, aquellos "que atacan a la
parte pasional del alma (pathètikos) se oponen a la práctica; en cuanto a los
que acosan a la parte racional (logistikos), se les llama enemigos de toda
verdad y adversarios de la contemplación" (10). Ya habíamos advertido esta
relación íntima entre la contemplación y la verdad.
Bien sabemos, sin embargo, que el hombre jamás se halla en un estado estable, ni
en sentido negativo ni en sentido positivo. Por un lado, en efecto, lo propio
del espíritu es ser dinámico, y su vida es movimiento, pero no sin brusquedades;
por otro, su elevación hacia el Reino que divisa no es lineal ni continua, pasa
por altos y bajos, por progresos y recaídas, a lo largo de su "combate
invisible", y no obstante tan concreto, para alcanzar la impasibilidad que abre
los ojos del alma. De todas formas, "el Reino se conquista por la fuerza" (Mt.,
XI, 12), y "cada uno despliega su fuerza para entrar" (Lc., XVI, 16). Quien
quiera llegar a verlo debe conocer sus propias "fluctuaciones", como dice san
Simeón, "a fin de consolidar y dejar segura la casa del alma" (o de "gobernar su
nave"). O, una vez más, "lo que procura el conocimiento de todo esto es una vida
(bios) conducida indefectiblemente en la exactitud (meta akribeias) y según la
regla", es decir, según los preceptos de Dios y la norma (horon) y el modelo (typon)
correspondiente que uno se fija. Y, todavía otra vez, esto implica la actividad
de la conciencia humana integral, pues "la inteligencia sin los sentidos no
puede desarrollar sus energías, y sin la inteligencia los sentidos no pueden
desarrollar las suyas" (11).
Se trata, en definitiva, de unificar y ordenar todas estas facultades en un acto
único, pues el alma, la inteligencia, la razón, constituyen "una unidad de
esencia (ousia) y de naturaleza (physis). Y este ser único es el que experimenta
sensaciones y razona... el que discierne, concibe, delibera... el que quiere o
no quiere, el que escoge o no escoge, el que ama u odia" (12). Entonces,
"gracias a esta acción común de todos los sentidos a la vez" o "en las
sensaciones diversas de la única facultad", "aquellos que han sido dignos de ver
el bien universal... que comprende lo que es uno y múltiple... llaman gnosis a
la teoría y, a la inversa, teoría a la gnosis". Una vez purificados por la
conversión del corazón y por la humildad, podemos esforzarnos "en unir con Dios
todas nuestras sensaciones juntas como si fuera sólo una". Entonces, "oiréis por
la visión, veréis en la audición y aprenderéis en la contemplación" (ibid.).
¿Qué es, pues, aquello que podemos así ver, oír y aprender? Sólo lo saben
inmediatamente aquellos que han contemplado. Pero no podrían decirlo, y no
solamente porque el misterio es indecible en sí y porque el propio Dios es
incognoscible, sino también porque la verdadera teología en la que desemboca la
teoría es justamente una experiencia, y una experiencia del Uno, como la llama
el Areopagita, que no puede ni analizarse ni formularse. La unidad alcanzada por
las facultades en la luz del Espíritu Santo tampoco depende de una
desmultiplicación discursiva. La naturaleza misma de Dios hace que esto sea
imposible. La Revelación nos lo hace comprender. Nos entrega en efecto a
"definiciones" de Dios (si acaso podemos hablar de definiciones con respecto a
lo eterno y a lo incomprensible) enunciadas o matizadas por ideas hechas a
nuestra medida, luego accesibles por su aspecto antropomórfico y por su virtud
simbólica: Dios no es solamente el Ser y la Verdad. También es el Amor. Si
queremos conocer a Dios, debemos entonces no sólo contemplarle con la
inteligencia (de la cual forma parte la razón), sino también conocerle con el
corazón. Sólo mediante una acción conjunta del nous y del kardia, unificados en
"el alma", podemos elevarnos al verdadero conocimiento de Dios. Por otra parte,
no puede verdaderamente conocerse algo o alguien sin amarle. En el límite, la
gnosis noética se identifica con la gnosis agápica. Los propios místicos están
divididos sobre la cuestión de saber si el amor sigue al conocimiento o si le
precede. Para muchos de ellos, son indiscernibles en la contemplación suprema.
Ésta es una de las razones por las que tanto la operación como el objeto de la
contemplación son inexpresables en términos puramente racionales.
Ahora bien, a menudo se escucha la siguiente pregunta: ¿por qué hacer todo eso?
¿Por qué esos ejercicios espantosos, esos ayunos inhumanos, esa praxis rigurosa?
¿No basta con "salvarse" creyendo en Dios, aplicando el Decálogo y contentándose
con la esperanza, aún a riesgo de resignarse a la ignorancia? Es, guardando las
proporciones, como si se preguntara al alpinista por qué desea escalar el
Himalaya, o al investigador o al artista por qué no se satisfacen con su
intuición y desean realizar su obra. Quien se da a la contemplación no se
contenta con la existencia, por irreprochable que parezca legalmente: desea
anticipar, inaugurar la verdadera vida, es decir, ser inmortal, pues ha gustado
la verdad ontológica que le permite liberarse de aquello que causa la corrupción
y la muerte. Y, como ha revelado el propio Hijo de Dios, la vida eterna consiste
en conocer a Dios (Jn., XVII, 3). De ahí el impulso y el esfuerzo por acceder a
ella.
Los hechos dogmáticos están ahí para dar fe de esta posibilidad. La experiencia
mística la demuestra. La inteligencia del hombre lleva la imagen de Dios, su
elemento logistikos participa del Logos. Mucho más: sabemos que esta
participación no se refiere simplemente a una percepción intelectual, sino que
también entraña una cohabitación e incluso una sinergia de lo divino y de lo
humano. El proyecto de Dios es establecernos en su morada. Él nos lo ha dicho (Jn.,
XIV, 23). Quiere que su imagen, que llevamos en nosotros debido a que somos
creados por Él, alcance su perfecta semejanza. Esto está expresado de varias
maneras, tanto por la Escritura como por los Padres de la Iglesia, en términos
de adopción, de filiación, de deificación o de herencia del Reino. ¿Es preciso
recordar que se trata del fin mismo de la creación del hombre? He aquí cómo san
Ireneo de Lyon lo resume en una célebre fórmula: "El Verbo encarnado se ha hecho
hombre y el Hijo de Dios (se ha hecho) hijo del hombre para que el hombre
comprenda el Verbo de Dios, y, recibiendo su adopción, se convierta en hijo de
Dios" (13). "Este resumen de la Historia santa, retomado con variantes en todas
las épocas, está en la base de la enseñanza espiritual del Oriente cristiano"
(14).
Por otra parte, ¿no es todo el Evangelio el anuncio del Reino? Ahora bien,
revela Cristo, el Reino no está "aquí" ni "allá", "está en vosotros" (Lc., XVIII,
21). Este "en vosotros" es precisado por la Escritura apostólica como siendo el
hombre interior o "el hombre secreto del corazón". Las parábolas evangélicas nos
enseñan en efecto que el corazón es el campo en el que está escondido el tesoro,
donde está sembrada la semilla de mostaza, la masa que crece gracias a la
levadura de la Palabra y del Espíritu, el interior de la copa que debe ser
limpiada, el receptáculo de la perla... En suma, el corazón es el "lugar" humano
de Cristo y del Espíritu Santo. San Pablo, en particular, rogaba al Padre que el
Espíritu "fortifique en vosotros el hombre interior, y que Cristo habite en
vuestros corazones por la fe" (Ef., III, 16-17), pues "Dios nos ha marcado con
su sello y ha puesto en nuestros corazones las arras del Espíritu" (II Cor., I,
22). Estas "arras del Espíritu" son las del Reino (es conocida la variante de la
segunda petición del Padre Nuestro: "que tu Espíritu descienda sobre nosotros",
en lugar de "venga a nosotros tu Reino", tal como la refieren ciertas versiones
de Lc., XI, 2, y, en especial, san Gregorio de Nisa).
Se comprende así que el corazón del hombre sea el hogar de su actividad
espiritual para conquistar el Reino y, especialmente, que sea como la cámara
mística de la inteligencia. Se comprende además que los tesoros que oculta no
deban ser entregados a los cerdos, es decir, a los demonios, y que sea muy
naturalmente así el objeto de sus constantes ataques. Dimitri Karamazov
expresaba esta profunda intuición de Dostoïevski: toda la historia de la
humanidad es la lucha de Dios contra el diablo, y el campo de batalla es el
corazón del hombre.
Comprendemos ahora mejor lo que los Padres ascetas nos dicen acerca de la
identidad entre gnôsis y agapè: en el estadio de la santidad o de la perfección,
la inteligencia es amante y el corazón es noético. Y también, en la práctica,
que una acción purificadora y exorcista (inaugurada para siempre por el
bautismo) deba ser constantemente ejercida tanto sobre el nous como sobre el
kardia. En efecto, para el "atleta espiritual", la simple observación de los
preceptos no es suficiente para iluminar el espíritu. "Las energías de los
preceptos no bastan para curar perfectamente a las potencias del alma si las
contemplaciones que les corresponden no se continúan en el intelecto" (15).
Dicho de otro modo, si la praxis ha conducido a una theôria, es necesario
todavía verificar la conformidad de la visión con los preceptos, con la
"curación" o con la pureza del alma; y, para ello, hacer pasar el contenido de
la contemplación por la criba intelectual de la verdad. Este criterio, a nuestro
alcance, es el dogma (entendido como ha sido dicho anteriormente). En realidad,
la inteligencia y el corazón proceden constantemente a una mutua verificación
por la fe, ya que Dios no es solamente Logos, sino también Pneuma, a saber:
amor. En cuanto al nous (del que es menos incómodo hablar), el amor contribuye a
purificarlo liberándolo primero de su imaginación fantasmagórica, es decir,
corporal. Lo cual no significa que se despoje de las imágenes válidas, de los
tipos y de los símbolos (en especial, los iconos pueden mediatizar la
contemplación). El corazón libera sobre todo a la inteligencia de la
multiplicidad y del racionalismo, de los conceptos, es decir, de la "idolatría
de las ideas". "Todo concepto formado por el entendimiento para tratar de
alcanzar y cercar a la naturaleza divina no sirve más que para fabricar un ídolo
de Dios y no para hacerlo conocer" (16). "Es gracias al amor, recuerda Evagrio,
que la inteligencia ve al amor primero, a saber, a Dios" (17). En este sentido,
conviene invertir la famosa fórmula de Leonardo de Vinci: "Un gran amor es hijo
de un gran conocimiento. Nosotros, cristianos de Oriente, podemos decir: una
gran conocimiento es hijo de un gran amor" (18).
Naturalmente, este conocimiento de la fe se manifiesta mediante las obras. Éstas
no son una justificación, sino una consecuencia necesaria. La gnosis agápica no
puede dejar de ser seguida por una acción "caritativa", puesto que la gnosis
divina incluye el conocimiento de los seres, y su impregnación por el Espíritu
permite al hombre descubrir el logos de las cosas. En un grado determinado de
profundidad (o de altura), la sabiduría humana inspirada discierne la sabiduría
del cosmos (19). Y, por su fundamento sofiánico, las criaturas revelan al
Creador. Entonces, el hombre, consciente de la sabiduría común de todo lo
creado, puede actuar y reaccionar en el momento oportuno.
Así, en los objetos de su visión o de su audición, y tanto por su conocimiento
pragmático como por su conocimiento teórico, el sujeto que contempla reconoce a
Aquel que es el fundamento de todo ser, el Sujeto supremo, "Dios todo en todos"
(Ef., I, 23; IV, 10; Col., III, 11). "El amor une al alma con las virtudes
mismas de Dios al buscar por el sentido noético el (sentido) invisible" (20). La
contemplación establece una relación personal entre un yo y el Yo. La
inteligencia noética, imagen de Dios, no sale de sí misma, no cae en "éxtasis";
por el contrario, alcanza el más alto grado de conciencia de sí, tal como ya
habíamos hecho notar, justamente porque es propulsada por el impulso personal
del corazón, que jamás ama más que a algo, y nunca a lo anónimo o lo abstracto.
El contemplador se aproxima a un estado de visión inmediata de sí mismo y del
Ser, al cual alude san Pablo: "Conoceremos como somos conocidos" (I Cor., XIII,
12), un estado al cual no llegaremos sino después de la resurrección.
Tal es la grandiosa empresa de los Padres espirituales. Es también peligrosa,
pues "para aquellos que todavía son jóvenes y no están aún firmemente
establecidos desde hace tiempo en el ejercicio (ergasia, el trabajo) de las
virtudes... esta contemplación es fuente de orgullo y de ruina" (21), una
advertencia formulada desde Orígenes, Dídimo, Evagrio... Por ello, insiste
Nicetas, "quien ha decidido filosofar (tratar con sabiduría) sobre las cosas
divinas y humanas, necesariamente debe poseer una doctrina ortodoxa y una vida
honorable y pura... Así, la palabra se desarrollará sin obstáculo y la obra
confluirá con la palabra" (22).
La acción que ha implicado la obra de la contemplación, que llega así a su cima
gracias a la potencia del Verbo y del Espíritu, en sinergia con una larga y
perseverante práctica del hombre, no cesa, tal como ya se ha indicado. Por el
contrario, tiende a intensificarse y a ganar en eficacia. Y ello según dos
direcciones, hacia el interior y hacia el exterior. El contemplador ha adquirido
en efecto la "ciencia de los seres", gnôsis tôn ontôn o theôria physikè,
incluida la suya propia. Referida a las criaturas, es decir, a las entidades
relativas y finitas de la naturaleza, esta ciencia puede alcanzar un cierto
grado de perfección. En este caso, la ignorancia queda limitada. Ello significa
que el conocimiento de lo visible, e incluso de las funciones psico-somáticas,
es lo bastante seguro como para requerir y justificar una acción exterior sobre
el mundo y sobre el prójimo. Desapegado de sus propias pasiones, dominando sus
"fluctuaciones" y superando sus tentaciones (a pesar de todo inevitables), el
visionario se despoja de sus conceptos parciales y de los juicios sentimentales
y fragmentarios que atomizan y oscurecen el discernimiento. Cuanto más se acerca
a Dios, más se santifica y se deifica, y más su imagen divina se hace semejante
y el amor de Dios ilumina su inteligencia y es más capaz de evaluar la
multiplicidad real con el criterio de la verdad simple. Hacia sus hermanos puede
ser no solamente confesor, sino también padre espiritual, "anciano", geron, guía
esclarecido por una sabiduría que la compunción y la humildad han hecho
inalterable y por un saber que la gnosis y el amor han hecho clarividente y
fructífero. Puede entonces legítimamente actuar sobre su prójimo para conducirle
a los bienes y hacerle expandir en el mundo la luz que habita en él. Testigo
actual de la proximidad del Reino, cumplirá una misión de transfiguración
cósmica.
En cuanto a su vida interior, su actividad carece ya de límites: el conocimiento
de Dios, gnôsis theou o theologia, es infinito. Lo cual entraña una ilimitada
ignorancia, tal como indica Evagrio a imitación de sus maestros en teología, san
Basilio y san Gregorio de Nacianzo (23). Habiéndose hecho "partícipe de la
naturaleza divina" (II P. I, 4), su inteligencia se alberga en el corazón y su
conocimiento es amor; y viceversa (24). Penetra así en lo incognoscible, y su
ignorancia deviene "docta". Mediante sus dos acciones, la interior y la
exterior, se asocia a la actividad de las potencias incorporales, no sólo en la
obra de la glorificación del Altísimo, sino también en la misión de
transformación del mundo, a saber: en la economía de la salvación, a fin de que
la buena voluntad de Dios se cumpla sobre la tierra así como se cumple en el
cielo. Contribuye así a realizar la tercera petición del "Padre Nuestro". "Sin
estar en el cielo, concurre con las fuerzas celestiales al incesante canto; y,
manteniéndose en la tierra, como un ángel, conduce a todas las criaturas a Dios"
(25).
Pero entonces, ¿qué es de nosotros, de los "simples"? Si no tenemos la
determinación, o la fuerza, o el tiempo, o la perseverancia de ascender a estas
alturas embriagadoras (que en realidad son cumbres de la "sobriedad
espiritual"), o si nuestra misión en este mundo es diferente (y hay tantas como
individuos), ¿debemos limitarnos a una ignorancia en absoluto docta, a una
especie de agnosticismo larvado o de "fe del carbonero" (¿por qué no se habla
jamás de la fe del universitario, por ejemplo?), resignándonos a la nostalgia o
al olvido de lo inaccesible, sustentándonos con un escaso alimento espiritual?
¿Acaso no aspiramos todos a recibir "las arras del Espíritu" para que nuestra
vida alcance un máximo posible de consistencia y de coherencia en vistas a su
finalidad, el Reino? ¿Y no experimentamos, poco o mucho, tarde o temprano, "el
deseo ardiente de sobrevestir nuestra habitación celestial", pues sabemos o
presentimos indudablemente que poseemos una que nos está reservada y que nos
espera, "a fin de que lo mortal sea absorbido por la vida" (II Cor. V, 1-2, 4)?
¿Deberemos renunciar a ello, a falta de consagrar toda nuestra existencia al
seguimiento de una contemplación quizá electiva? ¡No!
Si bien no todos poseemos la visión directa de los misterios celestiales,
sabemos que la fe es "un medio de conocer realidades que no se ven" (Heb. XI,
1). Y si bien "no os habéis acercado a una realidad palpable", como hizo Moisés,
"os habéis llegado a la Jerusalén Celestial y a la compañía de muchos millares
de ángeles... y a Dios... y a los espíritus de los justos hechos perfectos, y a
Jesús, el Mediador de la Nueva Alianza" (XII, 18, 22-24). Y, puesto que, por
Jesús, hemos recibido un "reino inamovible" (XII, 28; cf. X, 10, 14, 19), el
apóstol visionario nos exhorta a ofrecer sin cesar "un sacrificio de alabanza,
el fruto de los labios que confiesan su nombre" (XIII, 15), a elevar "plegarias,
oraciones, súplicas, acciones de gracia", pues esto es "bueno y agradable a los
ojos de Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres sean salvados y
alcancen el conocimiento de la verdad" (I Tim., II, 1, 3-4). Tampoco olvidemos
la promesa atestiguada por la Escritura nueva y antigua: "Todos serán instruidos
por Dios" (Is. XI, 9; LIV, 13; Jer. XXXI, 33-34; Jn. VI, 45). Tal es la función
de la liturgia.
La contemplación no es sino un acercamiento a la salvación. Y si constituye un
privilegio de happy few, la salvación no es eine private Sache: se ofrece a la
libertad y a la voluntad de todos los hombres.
Aún aquí, además de los preceptos generales que son de todas formas inamisibles,
abundan las afirmaciones de la Escritura, como las que acabamos de recordar, y
los hechos dogmáticos. Hay uno que prevalece sobre todos: el Dios-Hombre, "el
iniciador de la fe y el que la lleva a su cumplimiento" (Heb. XII, 2), nos ha
prometido él mismo, y "él es fiel" (X, 23), que cada vez que "dos o tres" se
reúnan en su nombre, él estará entre ellos (Mt. XVIII, 20). Si la salvación
consiste en unirnos a Dios, Cristo nos afirma que es posible por la oración; y
nos asegura su presencia "real". Y cuando nuestra plegaria culmine en la
liturgia eucarística, Cristo no solamente estará "entre" nosotros, sino en
nosotros. Mucho más: "Éste es mi cuerpo...", y la Iglesia es el Cuerpo de
Cristo, y nosotros somos sus miembros. La comunión provoca un proceso inverso al
de la alimentación ordinaria: nosotros no asimilamos, sino que somos asimilados.
Según una doctrina eucarística constante desde san Agustín y san Cirilo de
Jerusalén hasta san Nicolás Cabasilas (siglo XIV), el sentido de la comunión,
"remedio de inmortalidad" (san Ignacio de Antioquía) es hacernos "conformes",
symmorphous, y también "concorporales", syssomous, con Cristo, como
prefiguración del Reino a cuyo respecto se nos llama a hacernos "co-herederos"
con él. En efecto, "si alguno está en Cristo, es una nueva criatura" (II Cor. V,
17).
Esta condición no está reservada sólo a los anacoretas contemplativos. Y es un
gran místico, san Simeón, quien nos lo proclama: "Tal es el estado al que debe
llegar todo hombre que cree en el Hijo de Dios, pues él nos ha dado el poder de
convertirnos en hijos de Dios (Jn. I, 12); y, si lo queremos, no hay nada que
nos lo impida (26). Pues es para esto que ha venido toda la economía y la
condescendencia del Hijo de Dios, para hacernos partícipes de su divinidad y de
su Reino (II P. I, 4)" (27). Una vez más, Dios desea llegar a todos aquellos que
invocan su nombre (y quizá a todos los demás, aunque no nos lo ha dicho más que
a propósito de los fieles). Y éste es el objeto mismo de la liturgia.
Ello significa prácticamente que incluso aunque los misterios no sean vistos tal
como lo son en la contemplación, su sentido aparece y su energía transfiguradora
se actualiza invisiblemente en la liturgia. Dicho de otro modo, la realidad
eficaz de los misterios contemplados se manifiesta espiritualmente en potencia
en el corazón y en la inteligencia de quienes participan en la liturgia de la
Iglesia y asumen, no la visión, sino la posesión o, más exactamente, el
disfrute, es decir, su efecto. Se trata del aspecto sacramental de la liturgia.
Realiza en el alma de los orantes lo que la contemplación hace ver y oír a los
santos místicos. No tiene como finalidad la experiencia de la theôria, sino la
experiencia existencialmente espiritual del sacramento. Y, como en la
contemplación, las acciones conjugadas de lo divino y de lo humano, por
inconmensurables que sean, inauguran la plenitud del Reino.
De todas formas, y en general, incluso la theôria más concreta no es más que una
profecía in actu, una anticipación de los "bienes futuros", de "lo que el ojo no
vio, ni el oído oyó, ni ha ascendido a corazón de hombre" (I Cor. II, 9). Y, sin
embargo, repitámoslo, esto que es invisible, inaudible e inaccesible, es lo que
"Dios ha preparado para aquellos que le aman"; y "Dios nos lo ha revelado por el
Espíritu" (9-10). La liturgia apunta justamente a poner en marcha sacramental o
mistéricamente esta revelación para el hombre (luego para el universo creado,
incluidos los ángeles). Sólo el colegio apostólico, por la voz de su corifeo,
san Juan el Teólogo y el Visionario, podía decir que había "oído, visto y
palpado" el Logos (I Jn. I, 1). A partir de la Ascensión, la cualidad de la
visión, incluso entre los más perfectos de los místicos, es radicalmente
diferente de la de los apóstoles. Éstos han sido los testigos directos. Las
generaciones cristianas que les han seguido, incluidos los contemplativos, no
son más que testigos de los testigos, por la fe y las obras, y los últimos de
ellos son los que les han transmitido la tradición. La liturgia es el testimonio
más completo y más vivo que podemos encontrar.
Ahora bien, la finalidad de la creación, revelada por el propio Verbo creador, y
a la que la theôria percibe noéticamente, no es modificada ni anulada ni tampoco
perdida por ello. Se trata siempre, para el hombre, de ser deificado, es decir,
de unirse a Dios haciéndose "concorporal" con el Dios-Hombre y "coheredero" de
los "bienes" con el Hijo, de "todo lo que Dios ha preparado para aquellos que le
aman" (y que, así, le conocen). También Dios les ha dado la vía que a ello
conduce: la de la participación en su propia naturaleza. Es la vía actualizada
por la Eucaristía.
El Padre espiritual al que ya hemos citado lo atestigua con sencillez: "Estos
bienes eternos... no están en una elevada fortificación... ni ocultos en algún
abismo... están a tu alcance y delante de tus ojos... ¿Qué son?... Es el cuerpo
mismo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo". Así, pues, "hazte santo por la
práctica de los preceptos de Dios y toma parte en los santos misterios... La
vida eterna es la participación en los misterios" (Simeón, op. cit., I,
430-435).
Se constata la relación ontológica entre la acción personal de la contemplación
y la "obra común" del culto; tienen el mismo objetivo: la unión con Dios. Los
diferentes oficios cotidianos constituyen otros tantos grados que el fiel escala
para elevarse hasta la celebración del misterio. A lo largo de la noche y del
día, se traslada de las tinieblas originales de la creación, del pecado, a la
iluminación del Reino, es decir, desde la vísperas, que abren el ciclo litúrgico
circadiano, a las completas en maitines. A lo largo de la semana cumple el
peregrinaje de los seis días de la economía de la salvación, que le lleva al Día
del Señor, el séptimo del cumplimiento y, todos juntos, al Octavo Día de la vida
nueva que no tendrá fin, cuando comulgue con Dios. En el año, sigue y revive de
fiesta en fiesta las manifestaciones de la vida de Dios entre los hombres, hasta
participar en el gran pasaje pascual de la muerte a la vida y a los dones del
Espíritu Santo.
Todo esto es simbólico, escatológico y actual, no menos que dinámico, motivando
y movilizando tanto a la inteligencia como al corazón, a la vez recapitulación
de las obras de Dios, afirmación de las verdades de fe, purificación, ruego y
obtención de la gracia, alabanza y glorificación. La contemplación, tanto como
la acción litúrgica, tienen por motivo este versículo del Salmo L/LI que se
recita en todos los oficios de maitines: "Crea en mí, oh Dios, un corazón
limpio; y renueva un espíritu recto dentro de mí".
Si, por medio de una práctica interna diferente de la contemplación, la liturgia
nos pone sin embargo en contacto con los bienes divinos por su proclamación
dogmática y por su operación sacramental, es porque Dios, "fiel a su promesa",
está realmente presente, aunque de manera mística, cada vez que una asamblea de
fieles le invoca, aunque sean sólo "dos o tres", o diez mil; y porque el
descenso renovado del Espíritu Santo, su epíclesis pentecostal, hace posible y
eficaz esta presencia. Así, por la liturgia, la Iglesia realiza su propio ser in
via durante el eón de gracia de este mundo, esperando, profetizando y
anticipando el eón eterno del Reino. "Haced esto en conmemoración mía hasta que
yo vuelva". La Iglesia se proclama y se actualiza como la Novia a punto de
convertirse en Esposa, evocada por el Visionario del Apocalipsis. Ella responde
con su acción litúrgica a la llamada: "Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven",
Maran atha (Ap. XXII, 17).
Para hacerlo, la Iglesia pone en acción todos los medios que la naturaleza
creada del hombre y las energías increadas de Dios ponen a su disposición.
Primero (a diferencia de la contemplación, que se resuelve en silencio), la
palabra, medio privilegiado de la Revelación y, por ello, de la religión
cultual, desde que en el "principio" Dios ha hablado. Después, el sacramento,
que es "el punto culminante de la vida de la Iglesia, el «lugar» en el que la
tensión teantrópica, la sinergia de la epíclesis divina y de la anagogía humana
alcanzan su máximo de realización, a saber: la participación de la naturaleza
humana en la naturaleza divina" (28). Por otra parte, entre la palabra litúrgica
y el acto sacramental, ¿hay una frontera cualitativa? ¿No es ya sacramental por
naturaleza la oración, puesto que es el propio Espíritu Santo el que grita: Abba,
Padre, y quien "intercede por nosotros con gemidos inefables", haciéndonos
"hijos adoptivos" y "herederos de Dios" (Rom. XIII, 15, 26, 17)? Toda palabra
litúrgica (himnos, lecturas escriturarias, predicación, plegarias...) es por sí
misma una operación mística. No olvidemos que el latín sacramentum traduce el
griego mystèrion, tal como han precisado Tertuliano, Ambrosio, Agustín.... y que
deben asimilarse en "sacramento" su sentido secreto y su sentido operatorio.
Por lo demás, el papel del discurso en el culto no consiste en discutir,
cuestionar o demostrar dialécticamente, sino en proclamar y demostrar, en
introducir a la realización sacramental, en describir los efectos y dar gracias.
El culto es la proclamación por la Iglesia de las verdades de la fe, que la
hacen ser lo que es. Pero ella está en devenir. De ahí la repetición "siempre y
sin cesar" de su oración como acción necesaria de todos, surgida de la
Revelación, nutrida por la contemplación de unos pocos. Por su carácter
epifánico (al hacernos revivir en las fiestas los grandes acontecimientos de la
vida terrenal de Cristo, de su Madre, de los santos, testimonio de la Iglesia),
por su carácter discursivo (enunciado, comentario de la doctrina) y por su
elemento místico (asimilación de la presencia de Dios en la eucaristía), la
liturgia es "el sacramento de la verdad". Une a la Iglesia con aquel que es la
Verdad, por la potencia del Espíritu de la Verdad, según la voluntad y en el
amor del Padre. Como ya hemos dicho, es la Iglesia una realización efectiva del
misterio en el que participa el contemplativo por su gnosis noética y agápica.
Resulta de ello que no podría separarse la praxis de la theologia, ni el dogma
de la mística, ni en la liturgia ni en la contemplación. Tanto una como otra son
necesaria y naturalmente acción, una común, colegial, la otra individual; pero
ambas son esencialmente eclesiales, pues el misterio único participado es el de
la Iglesia. "Si el cuerpo de Cristo es la Iglesia y la cabeza de este cuerpo es
Cristo, que modela el rostro de la Iglesia según su propio carácter, quizá es
por ello que los amigos del Esposo mantienen firme el corazón al contemplarla,
pues claramente han visto en ella a lo invisible" (29).
Apenas nos queda tiempo para ilustrar todo esto. Mencionaremos dos o tres
ejemplos sacados de la liturgia tal como la celebran los ortodoxos desde hace
más de mil años. Primero, en cuanto a la proclamación de la verdad, tomemos el
ejemplo del dogma escatológico (y por supuesto trinitario): "Venga a nosotros tu
Reino". Además de que el Padre Nuestro es naturalmente pronunciado en todos los
oficios y en la liturgia eucarística, éste comienza con la invocación: "Bendito
sea el Reino del padre, del Hijo y del Espíritu Santo". Y la mayoría de las
oraciones concluyen con una proyección "por los siglos de los siglos". A
propósito de la noción de Cristo como luz del mundo, hay "momentos" litúrgicos
que hacen particularmente evidentes sus aspectos a la vez místicos e inmediatos:
la doxología de los maitines (oficio por excelencia de la luz) comienza con:
"Gloria a ti, que nos muestras la luz", y termina así: "En tu luz veremos la
luz" (Salmo XXXV, 10); por su parte, el oficio de prima concluye con esta
oración (basada en Jn. VI, 9): "Oh, Cristo, luz verdadera que ilumina y
santifica a todo hombre de este mundo, que brille sobre nosotros la luz de tu
rostro, a fin de que en ella veamos la luz inaccesible...".
La fiesta de la Natividad es su demostración anual, y el himno propio de Navidad
no deja de indicar su aplicación concreta a la verdadera gnosis, sean cuales
sean los medios empleados: "Tu nacimiento, Cristo nuestro Dios, ha hecho
irradiar en el mundo la luz del conocimiento. Por ella, en efecto, aquellos que
servían a las estrellas (los Magos) han aprendido de una estrella a adorarte,
Sol de Justicia, y a reconocerte como el Oriente de lo alto. Señor, gloria a
ti". Este tema será muchas veces retomado y comentado en las celebraciones para
hacer resaltar tal o cual aspecto. He aquí aún, en referencia a la gnosis (al
mismo tiempo que se afirma el hecho dogmático de que la luz del Logos es la de
Dios, luego es trinitaria): "La triple luz, Señor... proyéctala con clamorosas
revelaciones en nuestra inteligencia, a fin de apartarnos de la ilusión
espiritual que desvía (la falaz y divisora planitud) y de guiarnos a la
deificación unificadora" (30).
Constatamos una vez más que el objeto de la mística y el de la liturgia se
confunden, incluso aunque no se alcancen del mismo modo. Es por ello que no
podría decirse que una precede a la otra. De hecho, si bien son modalmente
diferentes, son no obstante ontológicamente indivisibles.
En fin, en cuanto a la acción, bajo una forma u otra, puede decirse que es
continua en la liturgia, no sólo en el dominio del intelecto y del sentimiento,
según el desarrollo de la palabra por las lecturas, las oraciones y los himnos,
sino también en el dominio físico, por la sucesión de los movimientos y de los
gestos simbólicos y rituales. Por ejemplo, tal como advertía san Basilio, "cada
vez que nos arrodillamos y que nos levantamos, mostramos in actu que el pecado
nos echa por tierra, y que el amor de nuestro Creador por los hombres nos
conduce al cielo" (31). En primer lugar, la liturgia incita a la conversión,
movimiento por excelencia, condición primera de la vida según la verdad
religiosa, sobre la cual tanto insisten todos los místicos. ¿Debe recordarse que
es el tema de la primera predicación de Cristo (Mc. I, 15; Mt. IV, 17), la
misión que confía a los discípulos (Lc. XXIV, 47) antes de dejar este mundo en
la Ascensión, la respuesta apostólica a la multitud que, con "el corazón
compungido", pregunta "¿qué haremos?" (Hch. II, 37)? Las primeras palabras de
todos los oficios apelan ritualmente a los fieles a la conversión, al mismo
tiempo que la simbolizan: "Venid, adoremos y arrodillémonos ante Dios nuestro
Rey".
Estos tres verbos "no nos invitan simplemente y de manera abstracta a «orar»,
sino a efectuar concretamente dos acciones consecutivas: la de desplazarnos y la
de ponernos luego en estado de adoración activa, para realizar nuestro «culto
lógico». Este movimiento no es en efecto aquel que consiste en desplazarnos de
un punto a otro en el espacio tridimensional de nuestra existencia física.
Estriba en abandonar un lugar de densidad espiritual mínima (aunque no nula,
pues en tal caso la llamada no sería escuchada) para encaminarnos hacia un lugar
de densidad espiritual más fuerte, incluso máxima (aunque no total, pues sería
el propio Reino del Espíritu), es decir, hacia la Iglesia, ella misma in via,
cuyo fin es precisamente ese Reino, con el cual coincidirá cuando «la medida sea
alcanzada» y su movimiento culminado" (32), pues entonces vivirá de los "bienes"
que sólo algunos de sus miembros habían contemplado hasta entonces (32a). Con
las primeras palabras de su liturgia, la Iglesia llama a todos sus miembros (a
saber, a sí misma) a comenzar, a recomenzar un proceso escatológico siempre
renovado hic et nunc, hasta el "momento" en el que el culto temporal se haya
convertido en la liturgia eterna, de la que "Dios mismo es el Templo" (Ap. XXI,
22), siendo ya perfecta su unión con el hombre.
La liturgia presenta además una ventaja inapreciable con respecto a la
contemplación: ella es cierta y es segura. No implica los peligros que amenazan
la vía solitaria de la contemplación. Está exenta de la parte de aventura que
representa siempre en sus inicios y a veces en sus conclusiones una excursión
mística al más allá. Ninguna desviación subjetiva, ninguna ilusión extática, de
arrebato intelectual. No contiene sino la expresión de la fe de la Iglesia,
"columna y fundamento de la verdad" (I Tim. III, 15). En fin, si los demonios
pueden hallar acceso a ella, al menos a su periferia, son impotentes, no
obstante, pues son exorcizados por la potencia de la presencia del Señor. Y los
que participan en la liturgia permanecen indemnes durante tanto tiempo como se
hallen en la energía teantrópica y sacramental de la oración de la Iglesia.
En resumen, dinamizando el entero organismo del hombre por el Logos y el Pneuma,
su alma, su inteligencia, su corazón y su cuerpo, la liturgia constituye el
"lugar" de un reencuentro energético, de una retro-acción o de una sinergia
entre Dios y el hombre. Es la "ocasión" de la fe en acto o de la contemplación
aplicada. El aspecto propiamente litúrgico de esta acción cesa en el momento de
la "despedida", cuando los fieles retornan al mundo, pero su efecto operatorio y
sacramental de santificación debe seguir siendo el motor de su comportamiento,
de su politeia, conforme a la verdad vivida.
No sabríamos concluir de una manera más significativa esta aproximación a
nuestro tema que con este canto del Jueves Santo, antes de la comunión: "Venid,
fieles, el Verbo ha ascendido y nosotros somos enseñados por él... venid a la
alta estancia a gozar de la economía del Señor y de la Cena de inmortalidad".
NOTAS
1. San Simeón el Nuevo Teólogo, Traités théologiques et éthiques I, SC 122,
París, 1966; Éthique I, 12, p. 307.
2. Cf. Dogme et Mystique, en Contacts, nº 120, 4º trim., 1982, París; Le Service
de la Vérité, en Contacts, nº 91, 3º trim., 1975.
3. Cf. Marguerite Harl, Origène et la fonction révélatrice du Verbe incarné,
París, 1958, pp. 261-263.
4. I, 62; VI, 1, 2 y otros.
5. Doroteo de Gaza, siglo VI, Instrucción I, 12-14; Oeuvres spirituelles, SC 92,
París, 1963, pp. 165-169.
6. Simeón, op. cit., Éthique I, 1, pp. 395-440.
7. Sócrates, citando el Gnóstico de Evagrio, en Hist. Eccles., IV, 23; PG LXVII,
1520 A.
8. Mistagogía V; trad. M. Lot-Borodine, Irénikon 13 (1936), 15 (1938), y en
Initiation chrétienne (A. Hamman), París, 1963, pp. 260-266.
9. Catéchèses III; SC 113, París, 1965; Catéchèses XXV.
10. Praktikos, 84; SC 171, París, 1971.
11. Catéchèses XXV, ibid.
12. Éthique III; SC 122, pp. 403 ss.
13. Adv. haer. III, 19, 1; PG VII, 939 B; SC 34 (1952), p. 332; III, 16, 3; ibid.,
922 BC; SC, p. 282.
14. Th. Spidlik, La spiritualité de l'Orient chrétien, Roma, 1978, p. 333.
15. Evagrio, Praktikos, 79; l. c. p. 667.
16. San Gregorio de Nisa, Vie de Moïse; SC 1, París, 1941, p. 112.
17. Carta 56; ed. Frankenberg, p. 605.
18. B. Vycheslavtsev, El corazón en la mística cristiana y en la mística hindú,
en Pout', París, 1929 (en ruso).
19. Cf. san Basilio el Grande, Hom. in princip. Prov.; PG XXIX, 388 C.
20. Diádoco de Fótice (+ c. 486), Oeuvres spirituelles, SC 5 bis, París, 1966,
cap. I, p. 85.
21. Nicetas Estétatos (+ c. 1090), Sobre el paraíso noético, 35; Opuscules et
lettres, SC 81, París, 1961.
22. Profesión de fe, 1; ibid., p. 444.
23. Chap. gnostique I, 71; III, 63; en Praktikos, op. cit.
24. Gregorio de Nisa, De l'âme et de la résurrection, PG XLVI, 96 C; cf. Spidlik,
op. cit., pp. 328-331.
25. San Gregorio Palamas, Des Passions, PG CL, 1081 AD; cf. Gregorio Nacianceno,
Hymne au Christ, PG XXXVII, 1327.
26. San Basilio, Sur le baptême; PG XXXI, 437 B.
27. Simeón, op. cit., Éthique III; SC 122, 1. p. 385-390.
28. Cf. C. Andronikof, Dogme et liturgie, XXVe Conférence Saint-Serge, Éd.
Liturg., Roma, 1979.
29. San Gregorio de Nisa, Homélie VIII sur le Cantique des Cantiques; trad. de
M. Canévet, La Colombe et les ténebres, París, 1967, p. 118.
30. Texto de san Teodoro Estudita, siglo VIII, 9º oda del canon de maitines,
martes de la segunda semana del carisma.
31. Traité du Saint-Esprit; SC 17, cap. 27, p. 238.
32. Cf. C. Andronikof, La dynamique de la parole et la liturgie, en Gestes et
paroles dans les diverses familles liturgiques, Roma, 1978, p. 13-29.
32a. [Todo este párrafo no aparece en la traducción de Edicep].