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INTRODUCCIÓN
I. SIGNIFICADO Y VALOR DE ESTA CUARTA PARTE DEL CATECISMO
Especial interés y atención
deben dedicar los pastores de almas a la instrucción del pueblo sobre la
esencia, el valor y modo práctico de hacer la oración, por ser notable la
ignorancia de no pocos cristianos sobre esta materia.
Preciosa síntesis de qué y cómo debemos orar es la fórmula divina del
Padrenuestro, que el mismo Cristo se dignó enseñar a los apóstoles y, por su
medio, a todos los cristianos. Pongamos el máximo empeño en que todos la
comprendan y aprendan palabra por palabra, hasta convertirla en la espontánea y
continua oración de su religiosa piedad.
Y, para facilitar la tarea, antes de pasar a la explanación particular de cada
una de las peticiones del Padrenuestro, convendrá fijar bien los principios
fundamentales de la teología católica sobre la oración.
II. PRINCIPIOS GENERALES SOBRE LA ORACIÓN
1) Precepto divino.- La
necesidad de la oración brota ante todo del hecho de habernos sido impuesta como
obligación, no como mero consejo, por Jesucristo nuestro Señor: Es preciso orar
en todo tiempo (Lc
18,1) (1) Obligación y necesidad confirmadas por nuestra santa
madre la Iglesia en la fórmula con que introduce la oración del Padrenuestro en
el santo sacrificio de la misa: "Instruidos con preceptos saludables, y
siguiendo una forma de institución divina, nos atrevemos a decir:
Padrenuestro... (2)
Habiéndole suplicado los apóstoles: Señor, enséñanos a orar (Lc
11,1), Jesús, movido precisamente por esta nuestra absoluta
necesidad de la oración, se dignó precisarnos la fórmula concreta del
Padrenuestro, avalándola con la firme esperanza de que el Padre escucharía
cuanto pidiéramos en su nombre. Y Él mismo quiso darnos ejemplo orando
constantemente y aun dedicando noches enteras a la oración (3).
Los apóstoles, adoctrinados por tan admirable Maestro, multiplicarán después
insistentemente sus más apremiantes exhortaciones sobre la necesidad de la
oración. Mención especial merecen los muchos pasajes de San Pedro, San Juan y
San Pablo (4).
2) Exigencia de la criatura.-Pruébase, además, la necesidad de la oración por la
imperiosa necesidad que todos tenemos de recurrir a ella como al mejor
intérprete de núes-tras personales necesidades temporales y eternas ante Dios.
En realidad, el Señor no tiene contraída obligación ninguna con nadie (5). No
nos queda, pues, más recurso que suplicarle humildemente lo que necesitamos y
agradecerle el habernos dado en la oración el medio necesario para obtenerlo.
Apoyados en nuestras solas fuerzas, nada podemos; pero todo es posible al que
confiadamente sabe pedir. ¿No ha dicho Cristo que la oración expulsa los mismos
demonios? (6)
Quienes, por consiguiente, ignoran o descuidan la práctica asidua y humilde de
la oración, se privan a sí mismos de la posibilidad de obtener los dones divinos
(7). San Jerónimo escribe: Escrito está: A todo el que pide, se le da; y si a ti
no se te da, es porque no pides; pide, pues, y recibirás (8).
Es un deber el de la oración
que, además, acarrea copiosísimos y dulcísimos frutos a las almas cuando saben
vivirlo.
1) Servicio y alabanza de Dios.- Con ella, en primer lugar, honramos y alabamos
a Dios. La Sagrada Escritura compara la plegaria a un suave perfume: Séate mi
oración como incienso ante ti (Ps
140,2).
Al hacer oración nos reconocemos subditos de Dios y le confesamos principio y
fuente de todo bien; le invocamos como nuestro refugio y defensa, como nuestra
seguridad y salvación. Es el mismo Dios quien nos dice: Invócame en el día de la
angustia; yo te libraré, y tú cantarás mi gloria (Ps
49,15).
2) Seguridad de ser escuchados.- Otro fruto precioso de la oración es el saber
que nuestras súplicas son escuchadas por Dios. San Agustín dice: La oración es
la llave del cielo; porque sube la plegaria y baja la misericordia de Dios. Muy
baja está la tierra y muy sublime es el ciclo; pero Dios escucha siempre el
clamor del hombre cuando procede de un corazón puro (9).
Y aquí radica el valor y eficacia de la oración: en que por ella conseguimos las
más espléndidas riquezas de los cielos. Fruto suyo son los dones del Espíritu
Santo, que nos guía, ilumina y asiste; la conservación e incolumidad de la fe,
la exención de las penas, la defensa en las tentaciones, la victoria del demonio
y las más bellas alegrías de la vida espiritual, según la palabra de Cristo:
Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que sea
cumplido vuestro gozo (Jn
16,24).
No puede dudarse que la bondad de Dios escucha siempre y acoge nuestras
plegarias. La Sagrada Escritura está llena de testimonios que lo confirman.
Recordemos, sólo a modo de ejemplo, aquellas palabras del profeta Isaías:
Entonces llamarás, y Yave te oirá; le invocarás, y Él dirá:
Heme aquí...; antes que ellos me llamen, les responderé yo; todavía no habrán
acabado de hablar, y ya los habré escuchado (Is
58,9
Is 65,24).
Sucede, no obstante, con frecuencia, que el Señor no nos concede lo que le
pedimos. Pero es innegable que también en estos casos el Señor mira por nuestro
bien, o concediéndonos mayores y mejores bienes que los que nosotros le habíamos
pedido, o porque aquello que deseábamos no nos era necesario ni útil, y hasta
quizá nos era perjudicial para el alma. Cuando Dios nos está propicio-escribe
San Agustín-nos niega aquello que nos concede cuando está airado (10).
Otras veces ocurre esto porque lo pedimos tan mal, con tanta flojedad y tibieza,
que ni casi nosotros mismos sabemos lo que pedimos. Debiendo ser la oración una
elevación de nuestra alma a Dios, nos distraemos con preocupaciones extrañas, y
salen de nuestros labios las palabras sin ninguna atención y devoción. ¿Cómo
puede ser plegaria esta vana confusión de sonidos? ¿Y cómo hemos de pretender en
serio que Dios nos escuche, si nosotros mismos demostramos palpablemente con
nuestra negligencia y descuido dar muy poca importancia a lo que pedimos?
Sólo quien ore atenta y devotamente, puede confiar obtener lo que suplica. Y lo
obtendrá con divina superabundancia (11), como sucedió al hijo pródigo de la
parábola, que, arrepentido de su pecado, sólo pedía ser acogido como esclavo y
fue festejado como hijo (12).
Y no sólo las palabras. Los meros deseos más íntimos del alma-sin esperar a que
lleguen a expresarse externamente-son acogidos siempre favorablemente por Dios
cuando brotan de un corazón sencillo: Tú, ¡oh Y ave!, oyes las preces de los
humildes, fortaleces su corazón, les das oídos (Ps
10,17).
3) Práctica de virtudes.- Otro fruto de la oración es el ejercicio y crecimiento
de las virtudes, especialmente de la fe. Los que no creen en Dios, no pueden
orar eficazmente: ¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? (Rm
10,14). En cambio, cuanto mayor sea la fe, tanto más fervorosa
será la plegaria con que nos apoyemos en la bondad y misericordia de Dios, de
quien esperamos cuanto nos es necesario.
Es cierto que Dios puede darnos todos sus dones sin que se los pidamos y sin que
ni siquiera pensemos en nuestra necesidad, como lo hace con las criaturas
irracionales. Mas para el hombre, Dios es Padre, y quiere ser invocado por sus
hijos; quiere que cada día le supliquemos con confianza y que cada día se lo
agradezcamos con consciente gratitud.
Se aumenta también en la oración el fervor de la caridad, sintiéndonos obligados
a amar a Dios con tanta mayor intensidad cuanto más le reconocemos en la
experiencia como autor de todos nuestros beneficios. Y, como sucede siempre
entre corazones que se aman, nos levantaremos de su contacto más inflamados en
amor, por haberle conocido un poco más y haber gustado más íntimamente sus
alegrías.
Quiere el Señor que oremos asiduamente, porque en la plegaria se agrandan y
dilatan las aspiraciones espirituales; y por esta asiduidad y deseos nos hacemos
dignos de los beneficios de Dios, de los que nuestra alma, inicialmen-te
perezosa y mezquina, era quizá indigna.
Quiere además el Señor que comprendamos y reconozcamos que sin su ayuda nada
podemos con nuestras solas fuerzas, mientras que con el auxilio de su gracia
podemos conseguirlo todo. Sólo en la oración encontraremos las poderosas armas
para vencer al demonio y demás enemigos espirituales. Contra el demonio y sus
armas-escribe San Hilario-sólo podemos combatir con el grito de nuestras
plegarias (13).
4) Remedio contra las fuerzas del mal.-Fruto de la oración es también aquella
suprema iluminación con la que Dios nos hará comprender nuestra natural
inclinación al mal y nos dará conciencia de la debilidad frente a los
movimientos instintivos de la concupiscencia. Sólo las fervorosas oraciones nos
alcanzarán la necesaria fortaleza de alma para no caer, y nos purificará de
nuestras culpas pasadas.
5) Pararrayo de la ira divina.- Por último, la oración según doctrina de San
Jerónimo (14) - aplaca la ira divina.
Cuando Moisés oponía sus ardientes súplicas a la cólera de Dios, que quería
vengarse de los pecados de su pueblo, el Señor le dice: ¡Déjame! (Ex
32,10).
En realidad, nada hay que pueda aplacar con más eficacia la ira de Dios y
desarmarla de los rayos con que quiere y debe castigar los delitos de los
pecadores como la fervorosa oración de las almas piadosas (15).
Explicada ya la necesidad y
utilidad de la oración, convendrá que conozcan los cristianos las distintas
maneras que hay de orar.
San Pablo, exhortando a Timoteo a orar santa y piadosamente, distingue varias
clases de oraciones: Ante todo, te ruego que se hagan peticiones, oraciones,
súplicas y acciones de gracias por todos los hombres (1Tm
2,1).
Pueden consultarse con provecho las páginas espléndidas escritas sobre esta
materia por los Santos Padres, especialmente por San Hilario y San Agustín (16).
Entre las distintas especies de oración merecen singular relieve dos, de las que
en algún sentido se derivan todas las demás: la oración de petición y la de
acción de gracias. En realidad, cuando nos acercamos a Dios para orar, o lo
hacemos para implorar algo que necesitamos o para darle gracias por algún
beneficio recibido. Son sentimientos y exigencias necesarias en toda alma que
ora. El mismo Dios nos lo recuerda en la Escritura: Invócame en el día de la
angustia; yo te libraré, y tú cantarás mi gloria (Ps
49,15).
Por lo demás, nuestra misma condición de criaturas y de pecadores habla bien
elocuentemente de la necesidad que tenemos en nuestra miseria de la bondad y
misericordia de Dios. El Señor, por su parte, no desea otra cosa sino hacernos
bien: su corazón divino no es para el hombre más que benignidad infinita. Basta
mirarnos para comprenderlo: nuestros ojos, nuestra voluntad e inteligencia, todo
nuestro ser, es don y prenda de la divina largueza. ¿Qué tienes-pregunta San
Pablo-que no lo hayas recibido'!' (1Co
4,7). Y si todo lo nuestro es don gratuito de Dios, ¿cómo no
inflamarnos en un sentimiento constante e inagotable de adoración y gratitud?
1) ORACIÓN DE PETICIÓN
Muchos y muy variados son los modos y grados con que los hombres cumplen su
deber de orar. Será conveniente exponerlos con el máximo cuidado posible para
que todos tengamos un concepto claro, no sólo de la oración, sino también del
modo de hacerla y para que nos estimulemos a orar lo más perfectamente posible.
a) ¿QUIÉNES DEBEN PEDIR?aa) La plegaria mejor es, sin duda, la de las almas
justas y buenas, que, apoyadas en una fe viva, y a través de los distintos
grados de la oración mental, llegan hasta la contemplación del infinito poder de
Dios, de su inmenso amor y suma sabiduría.
De aquí brotará en ellas la segura esperanza de obtener, no sólo lo que piden en
la oración, sino también todos aquellos dones que Dios da con soberana largueza
a las almas que en Él se abandonan.
Elevadas al cielo estas almas con la doble ala de la fe y la esperanza, se
llegarán a Dios inflamadas en caridad, le alabarán y le darán gracias por los
grandes beneficios que les ha concedido. Y, como hijos que se abandonan en el
abrazo amoroso de su amantísimo Padre, le presentarán humilde y confiadamente
todos los sentimientos y nuevas necesidades.
A esta forma de oración aludía el profeta en su Salmo: Derramo ante Él mi
querella, expongo ante Él mi angustia (Ps
141,3). La palabra "derramar" significa que el que ora de esta
manera no calla nada ni oculta nada, sino que todo lo revela, refugiándose
confiado en el seno amoroso del Padre. Concepto expresado muchas veces en las
Sagradas Escrituras: ¡Oh pueblo!, confia siempre en Él. Derramad ante Él
vuestros corazones, que Dios es nuestro asilo (Ps
61,9); Echa sobre Y ave el cuidado de ti, y Él te sostendrá, pues
no permitirá jamás que el justo vacile (Ps
54,23).
A este mismo qrado de oración se refería San Agustín cuando escribió: La
esperanza y la caridad piden lo que la fe cree (17).
ab) Otra categoría de orantes la constituyen los pecadores, quienes, no obstante
sus pecados, se esfuerzan por levantarse hasta Dios. Su fe está como muerta, sus
fuerzas están extenuadas, y casi no pueden levantarse de la tierra; no obstante,
reconocen humildemente sus pecados y desde el fondo de su profunda abyección
imploran el perdón y buscan la par.
Dios no rechaza jamás esta oración, sino que la escucha y acoge misericordioso.
Él mismo nos invita: Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que
yo os aliviaré (Mt
11,28).
Tal fue la oración del pobre "publicano", que, aunque no osaba levantar sus ojos
al cielo, salió, sin embargo, justificado del templo (18).
ac) Una tercera categoría de orantes la forman aquellos que, carentes aún de la
verdadera fe cristiana, se sienten movidos, bajo el impulso de la recta razón
natural, al estudio y búsqueda de la verdad, y piden a Dios en la oración ser
iluminados.
Si saben perseverar en sus deseos. Dios no rehusará sus plegarias, porque la
divina clemencia jamás se hace sorda a los gritos de las almas sinceras. Los
Hechos de los Apóstoles nos ofrecen un ejemplo bien significativo en el caso del
centurión Cornelio (19).
ad) Una última categoría de orantes es la de aquellos que no sólo no están
arrepentidos de sus pecados, sino que, acumulando pecados sobre pecados, se
atreven a implorar de Dios hipócritamente el perdón de unas faltas que
voluntariamente proponen seguir repitiendo.
Semejantes infelices no deberían aspirar ni siquiera al perdón de los hombres;
mucho menos al de Dios, si se empeñan en mantener estas disposiciones. Escrito
está de Antíoco: Y oraba el malvado al Señor, de quien no había de alcanzar
misericordia (2M
9,13).
Antes de orar se impone una verdadera y sincera contrición de los pecados, con
propósito firme de no volver a cometerlos.
b) ¿QUÉ COSAS DEBEN PEDIRSE?-
Para que nuestra oración sea escuchada por Dios, es necesario que pidamos cosas
justas y honestas. De otro modo nos veremos reprendidos por el mismo Señor: No
sabéis lo que pedís (Mt
20,22).
Debe pedirse todo aquello que rectamente puede desearse, como el mismo Jesús nos
exhortaba: Pedid lo que quisiereis y se os dará (Jn
15,7).
ba) Nuestras intenciones y deseos deben conformarse ante todo a esta regla: que
nuestras peticiones nos acerquen lo más posible a Dios, nuestro sumo Bien.
Desear y pedir nuestra unión con Él y cuanto nos ayude a conse- guirla,
desechando y apartándonos de cuanto de una u otra Ymanera pueda distanciarnos de
Dios.
bb) Esta primera norma general nos ayudará a conocer cuándo y cómo debemos pedir
a Dios todos los demás tienes.
Algunos de ellos pueden convertirse, y muchas veces se convierten de hecho, en
incentivos del pecado, especialmente si se trata de bienes terrenos y externos:
salud, fuerza, belleza, riquezas, dignidades, honores, etc. Es claro que su
petición debe subordinarse siempre a la necesidad y en cuanto no sean contrarios
a los designios divinos; sólo así podrán ser escuchadas por Dios nuestras
plegarias.
Nadie, por otro lado, debe poner en duda la licitud de estas peticiones de
bienes humanos. La Sagrada Escritura nos dice que así oraba Jacob: Si Y ave está
conmigo, y me protege en mi viaje, y me da pan que comer y vestidos que vestir,
y retorno en paz a la casa de mi padre, Y ave será mi Dios (Gn
28,20). Y Salomón: No me des pobreza ni riquezas. Dame aquello de
que he menester (Pr
30,8). Y cuando seamos escuchados por Dios en estas peticiones,
acordémonos de la advertencia del Apóstol: Los que compran, como si no
poseyesen, y los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen; porque pasa la
apariencia de este mundo (1Co
7,30-31); y de las palabras del salmista: Si abundan las
riquezas, no apeguéis a ellas vuestro corazón (Ps
61,11).
Por mandato divino puede y debe el hombre usar de las riquezas, como de todas
las demás cosas que hay en el mundo, pero sin olvidar que todas ellas son
propiedad absoluta de Dios y que nos las concedió para vivirlas en mutua caridad
con todos nuestros hermanos. La salud y todos los demás bienes externos nos han
sido dados para que más fácilmente podamos servir a Dios y más fácilmente
proveer a las necesidades e indigencias de nuestro prójimo.
Podemos y debemos también pedir en nuestra oración los bienes del alma y de la
inteligencia (ingenio, arte, ciencia, etc.), pero siempre igualmente a condición
de que nos sirvan para glorificar a Dios y salvar nuestras almas.
Mas lo que hemos de desear y pedir constantemente y sin limitación de ninguna
clase, es la gloria de E>ios y todas aquellas cosas que puedan unirnos con
nuestro sumo Bien, como son la fe, el temor de Dios y su santo apior.
c) ¿POR QUIÉNES DEBE PEDIRSE?-
ca) Por todos, sin excepción alguna ni distinciones de amistad o enemistad,
religión o raza. Todos los hombres-enemigos, extraños o pecadores-son nuestros
prójimos; y si a todos hemos de amar, según el precepto de Cristo, por todos
habremos de orar, porque la oración es un deber del amor. Ante todo te
ruego-amonestaba Pablo a Timoteo-que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y
acciones de gracias por todos los hombres (1Tm
2
1Tm 1).
Hemos de pedir, pues, para todos los hombres, las cosas necesarias, primeramente
para el alma, y' después para el cuerpo.
cb) De manera especial tenemos obligación de pedir por los pastores de almas.
También se lo recordaba San Pablo a los Colosenses: Orad a una también por
nosotros, para que Dios nos abra puerta para la palabra (Col
4,3). Y lo mismo encargaba a los fieles de Tesalónica (20).
En los Hechos de los Apóstoles se nos dice igualmente: Pedro era custodiado en
la cárcel; pero la. Iglesia oraba instantemente a Dios por él (). Y San Basilio,
después de insistir en el mismo deber, aduce la razón: Hemos de pedir p>or
aquellos que nos reparten el pan de la verdad (21).
cc) Hemos de pedir también por las autoridades, por los reyes y jefes de Estado
(22). A nadie se le ocultará que de ellos depende en gran parte el bien público.
Pidamos al Señor que sean buenos, piadosos y justos.
Y hemos de orar también por los
que ya lo son, para que viendo ellos cuánta necesidad tienen de las oraciones de
los subditos, no se ensoberbezcan en su dignidad.
cd) Jesús nos manda expresamente pedir por los que nos persiguen y calumnian
(23).
ce) Más aún: es costumbre cristiana, que, según testimonio de San Agustín (24),
se remonta a los tiempos apostólicos, pedir también por todos los separados de
la misma Iglesia: por los infieles, para que resplandezca en ellos la fe
verdadera; por los idólatras, para que sean liberados de los errores de la
impiedad; por los judíos, para que reciban la luz de Ja verdad sus almas
oscurecidas; por los herejes, para que, vueltos a la salud, sean iluminados por
los preceptos cristianos; por los cismáticas, para que por el vínculo de la
verdadera caridad retornen a la comunión de la Iglesia, de la que un día se
apartaron (25).
Que estas plegarias, animadas por el soplode la catolicidad, sean muy eficaces
ante el Señor, lo nemuestra el gran número de convertidos que constantemente
arranca la gracia de Dios del poder de las tinieblas, trasladándoles al
admirable reino del Hijo de su amor (Col
1,13); verdaderos vasos de ira, maduros para la perdición,
convertidos en vasos de misericordia (Rm
9,22-23).
) Es también constante tradición eclesiástica y apostólica el pedir por los
difuntos, de lo que ya dijimos bastante al tratar del santo sacrificio de la
misa.
i]) Ni es del todo inútil el pedir por quienes, a pesar de todo, se obstinan en
seguir pecando con pecados de muerte (1Jn
5,16).
Aunque de momento de nada les sirvan las oraciones de los buenos, es obra de
caridad cristiana el seguir rogando por ellos, y tratar así de aplacar la ira
divina con nuestras propias lágrimas.
Ni deben ser obstáculo para el cumplimiento de este deber las maldiciones que en
la Sagrada Escritura o en los Santos Padres vemos frecuentemente conminadas
contra tales pecadores. Estas palabras deben entenderse en el sentido de una
predicción de los males que alcanzarán a los impenitentes, o en el sentido de
condenación directa contra el pecado-no contra las personas-, para conseguir que
los pecadores, aterrados por ellas, se abstengan de seguir pecando (26).
2) ORACIÓN DE ACCIÓN DE GRACIAS
El segundo modo de orar es la reconocida gratitud que debemos elevar a Dios por
los divinos e innumerables beneficios que cada día acumula sobre nosotros y
sobre todos los hombres.
Oramos así cuando en la sagrada liturgia alabamos al Señor por la multitud
incontable de santos que Él ha suscitado en su Iglesia y celebramos la victoria
y triunfo que ellos consiguieron en la tierra, con la ayuda divina, contra todos
sus enemigos.
Un ejemplo admirable de esta clase de oración lo tenemos en la plegaria del Ave
María. En ella alabamos y agradecemos a Dios por haber colmado a la Santísima
Virgen con toda la plenitud de sus divinos dones y nos complacemos con la misma
Madre de Dios por su sublime dignidad: Dios te salve, María, llena eres de
gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres. Movida
precisamente por esta predilección de Dios con la Santísima Virgen, completó la
Iglesia la dulce plegaria, implorando la intercesión maternal de Santa María
sobre nosotros, pobres pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte (27).
Y así nosotros, pobres desterrados e hijos de Eva, peregrinos en este terreno
valle de lágrimas, hemos de invocar constantemente a la que es Madre de
misericordia y Abogada del pueblo cristiano. Porque si Ella ruega por nosotros,
si Ella se mueve en nuestro socorro, nada le será negado por aquel Dios ante
quien tiene méritos tan excelsos; por aquel Dios ante quien siempre intercede
maternalmente por nosotros, sus hijos pecadores.
Que sea Dios - entendiendo por Dios a las tres divinas Personas - a quien hemos
de dirigir nuestras plegarias, invocando su santo nombre, es verdad ínsita en
nuestras almas por la misma razón natural. Tenemos además un explícito
mandamiento divino: Invócame en el día de la angustia (Ps
49,15).
Es cierto que también recurrimos con la oración a los santos. Es ésta una
verdad-a ella nos hemos referido más ampliamente en otro lugar-sobre la cual la
santa Iglesia y las almas cristianas no tienen duda alguna. Pero hay una
diferencia esencial entre estas dos formas de oración: no invocamos
evidentemente de la misma manera a Dios y a los santos. Y conviene aclarar bien
esta profunda diferencia, para evitar todo posible error.
Invocamos a Dios para que Él mismo nos conceda los bienes que necesitamos o nos
libre de los males que sufrimos. Los santos, en cambio, son invocados como
amigos de Dios e intercesores gratos a Él, para que nos obtengan de Dios los
auxilios y beneficios que de Él esperamos.
Las mismas formas que utilizamos para orar, expresan claramente esta diferencia.
A Dios le decimos: Ten misericordia de nosotros o Escúchanos; a los santos en
cambio: Rogad por nosotros.
En toda fórmula de oración debe subentenderse siempre este precepto, para no
atribuir a las criaturas lo que es exclusivo de Dios. Así, cuando pedimos
directamente a los santos que tengan misericordia de nosotros-fórmula que
podemos decir rectamente, porque en verdad son misericordiosos con nosotros-,
intentamos decirles que, apiadados de la miseria de nuestra condición, nos
ayuden con la intercesión y valor que gozan ante Dios. Y si recitamos el
Padrenuestro ante la imagen de un santo cualquiera, entendemos que pedimos al
siervo de Dios ruegue por nosotros y con nosotros, presentando con nosotros y
para nosotros las peticiones formuladas en la oración dominical; que se
constituya en nuestro intérprete y abogado en la presencia del Señor, como
claramente lo enseñó San Juan en su Apocalipsis (28).
1) PREPARACIÓN CONVENIENTE.-
Dice la Sagrada Escritura: Antes de hacer un voto, míralo bien, no seas como
quien tienta al Señor (Si
18,23).
Es tentar a Dios el pedir el bien cuando se obra el mal, o hablar con Dios
cuando se tiene el alma distraída y alejada de lo que se pide.
Por esto será muy conveniente declarar los caminos de la oración y las
disposiciones necesarias para hacerla bien.
a) La primera disposición esencial para orar es un espíritu verdaderamente
humilde, consciente y arrepentido de sus pecados; un sentimiento de indignidad
para acercarnos a Dios, que brota de la conciencia de pecado y nos hace
sentirnos inmerecedores, no sólo de alcanzar cosa alguna de su divina Majestad,
sino aun de comparecer ante su presencia.
Las Sagradas Escrituras insisten machaconamente en esta primera disposición
necesaria para orar: Convirtiéndose a la oración de los despojados, no despreció
su plegaria (Ps
101,18); La oración del humilde traspasa las nubes y no descansa
hasta llegar a Dios, ni se retira hasta que el Altísimo fija en ella su mirada (Si
35,21).
Significativos sobremanera son los ejemplos evangélieos-entre tantísimos
otros-del publicano, que ni aun desde lejos se atrevía a levantar sus ojos al
altar (29), y el de la mujer pecadora, que, arrojada a los pies de Cristo, los
bañaba con todas sus lágrimas (30).
b) De este sentimiento de humildad brotará el dolor de los pecados, o al menos
un sentimiento de desagrado por no acertar a arrepentimos convenientemente. Sin
este necesario sentimiento no puede esperarse el perdón.
Hay determinados pecados que específicamente impiden sean escuchadas nuestras
súplicas por Dios. En general, todos los pecados contra la caridad y la
humildad:
ba) Los homicidios, crueldades y violencias contra el prójimo, de los que dice
el Señor por Isaías: Cuando alzáis vuestras manos, yo aparto mis ojos de
vosotros; cuando hacéis vuestras muchas plegarias, no escucho. Vuestras manos
están llenas de sangre (Is
1,15).
bb) La ira y la discordia, de las que dice San Pablo: Quiero que los hombres
oren en todo lugar, levantando las manos puras, sin ira ni discusiones (1Tm
2,8).
bc) El ser implacables con las ofensas. Semejantes sentimientos de alma nos
impiden ser escuchados por Dios. Cuando os pusieseis en pie para orar - nos
amonesta el Maestro -, Si tenéis alguna cosa contra alguien, perdonadlo primero,
para que vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone a vosotros vuestros
pecados (Mc
11,25); Porque, si no perdonáis a los hombres las faltas suyas,
tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecadas (Mt
6,15).
bd) El ser duros e inhumanos con los menesterosos. También centra éstos está
escrito: El que cierra sus oídos al clamor del pobre, tampoco cuando él clame
hallará respuesta (Pr
21,13).
be) El ser soberbios, porque Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes
da la gracia (Jc
4,16) (31).
bf) El menospreciar la ley del Señor. Es abominable la oración de aquel que se
aparta de la ley (Pr
28,9).
Es claro que todo esto exige, cuando se pide el perdón, una detestación de todos
los pecados cometidos contra Dios y contra el prójimo.
c) Otra disposición necesaria para orar es la fe, sin la cual no puede tenerse
un verdadero conocimiento de Dios y de su misericordia. De esta virtud ha de
nacer la confianza, que sostiene toda oración: Todo cuanto con fe pidiereis en
la oración lo recibiréis (Mt
21,22).
San Agustín escribe: Si falta la fe, pereció la oración (32). Y San Pablo afirma
categóricamente que esta virtud es indispensable para orar: Pero ¿cómo invocarán
a Aquel en quien no han creído? (Rm
10,14).
Por otra parte, si la fe es necesaria para la oración, ésta es indispensable a
su vez para creer. Porque es la fe la que inspira nuestras plegarias, y son las
plegarias las que, quitando toda duda, solidifican y fortalecen la fe.
d) Con la fe es necesaria la esperanza, generadora de toda confianza. San
Ignacio exhortaba así a los que se acercaban a orar: No llevéis a la oración un
ánimo incierto. ¡Bienaventurado el que no dudare! (33).
La fe y la esperanza engendran en nosotros la confianza segura de ser
escuchados: Pero pida con fe, sin vacilar en nada, que quien vacila es semejante
a las olas del mar, movidas por el viento y llevadas de una parte a otra parte (Jc
1
Jc 6).
Son innumerables los motivos que dan esta garantía a nuestra confianza:
a) El máximo de todos es el saber que la voluntad de Dios es sumamente
favorable, y tan infinita su misericordia hacia nosotros, que no dudó en
mandarnos llamarle Padre, para que nosotros nos sintiéramos con toda verdad
hijos (34).
?) El número incontable de quienes en la oración encontraron lo que necesitaron
para el cuerpo y para el alma.
y) La seguridad de tener a Cristo, primer y perfecto orante, como divino
intercesor ante el Padre por nosotros:
Hijitos míos, os escribo esto para que no pequéis. Si alguno peca, abogado
tenemos ante el Padre, a Jesucristo, justo. Él es la propiciación por nuestros
pecados (1Jn
2,1). Y San Pablo: Cristo Jesús, el que murió, aún más, el que
resucitó, el que está a la diestra de Dios, es quien intercede por nosotros (Rm
8,34); Porque uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y
los hombres, el hombre Cristo Jesús (1Tm
2,5); Por esto hubo de asemejarse en todo a sus hermanos, a fin
de hacerse pontífice misericordioso y fiel, en las cosas que tocan a Dios, para
expiar los pecados del pueblo (He
2,17).
No debe, pues, representar un obstáculo para esperar ser escuchados nuestra
propia indignidad. Sepamos reponer toda la esperanza y confianza en la autoridad
y omnipotencia de Jesucristo, nuestro intercesor, por cuyos méritos y plegarias
nos concederá el Padre todo cuanto pidamos en su nombre.
8) Ni puede olvidarse que el inspirador de todas nuestras plegarias es el
Espíritu Santo, bajo cuya dirección nuestras oraciones serán necesariamente
escuchadas: Porque hemos recibido el Espíritu de adopción, por el que clamamos:
¡Abba, Padre! (Rm
8,15
Ga 4,6); Y el mismo Espíritu divino
vendrá en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos
conviene; mas el Espíritu aboga por nosotros con gemidos inefables (Rm
8,26).
e) Y si alguna vez sentimos vacilar nuestra fe, recurramos al grito lastimoso de
los apóstoles: ¡Señor, acrecienta nuestra fe! (Lc
17,5), o a la exclamación de aquel padre de un hijo mudo: ¡Ayuda
mi incredulidadl ().
e) Lograremos, finalmente, la máxima certeza de ser escuchados por Dios en
nuestras oraciones, animadas por la fe y llenas de esperanza, si procuramos
conformar a la divina ley y voluntad del Señor nuestros pensamientos, acciones y
peticiones. Si permanecéis en mí-dice Cristo- y mis palabras permanecen en
vosotras, pedid lo que quisiereis y se os dará Jn 15,7).
2) EN ESPÍRITU Y EN VERDAD.-Máxima importancia tiene también el modo de hacer la
oración, porque, aunque ésta sea siempre un bien, no nos reportará fruto alguno
si no sabemos hacerla como conviene. Santiago dice expresamente que muchas veces
no se obtiene lo que se pide porque se pide mal (35).
Se ha de orar ante todo en espíritu y verdad, porque el Padre celestial desea
que así se le adore (Jn
4,23).
Ora de esta manera quien hace su plegaria con íntimo y ardiente afecto del alma,
sin excluir por esto la oración vocal. Es innegable que la oración que brota de
un fervoroso e íntimo espíritu es muy superior a cualquiera otra; y Dios la
escucha siempre, aunque no se exteriorice con palabras, porque ante Él están
siempre patentes aun los más ocultos pensamientos (36).
Así escuchó Dios la súplica de Ana, madre de Samuel, expresada solamente con
lágrimas (37). Y David escribe: De tu parte me dice el corazón: buscad mi
rostro; y yo, Yavé, tu rostro buscaré (Ps
26,8).
3) ORACIÓN VOCAL.-También es útil y necesaria la oración vocal, porque enciende
el deseo del alma y aviva la fe del que ora. San Agustín escribe a Proba: A
veces nos excitamos más fácilmente para acrecentar los santos deseos con
palabras y otras expresiones. Otras nos vemos obligados, por el ardor del deseo
y de la piedad, a manifestar con palabras nuestros íntimos sentimientos. Porque
cuando el ánimo exulta de alegría, es necesario que exulte también la lengua. Y
es muy lógico que ofrezcamos a Dios este doble sacrificio del alma y del cuerpo
(38).
En muchos pasajes de la Sagrada Escritura aparece claramente que los apóstoles
utilizaron este modo de oración (39).
Existe la oración llamada privada, en la que las palabras pueden avudar al
íntimo ardor de nuestra personal piedad; y la pública, instituida como
manifestación religiosa de la comunidad de los fieles, que no puede
absolutamente hacerse, por lo menos en algunos momentos, sin el ministerio de la
palabra.
Este modo de hacer la oración en espíritu es exclusivo de los cristianos. Cristo
mismo la contrapuso a las plegarias locuaces de los paganos: Y orando no seáis
habladores, como los gentiles, que piensan ser escuchados por su mucho hablar.
No os asemejéis, pues, a ellos, porque vuestro Padre celestial conoce las cosas
de que tenéis necesidad antes de que se las pidáis (Mt
6,7-8).
Pero, aunque prohibe el Señor la locuacidad en la oración, nunca intentó
condenar las plegarias que, por largas que sean, brotan de un vehemente fervor
del espíritu. Él mismo nos dio ejemplo pasando noches enteras en oración (40) y
repitiendo una y otra vez la misma fórmula (41). Quiso enseñarnos únicamente que
no es el vano sonido de las palabras lo que cuenta en la oración, ni su
extensión o brevedad, sino el espíritu con que se hace.
Contra este espíritu pecan no sólo los locuaces, sino también los hipócritas.
Cuando oréis-vuelve a amonestarnos de nuevo Jesús-, no seáis como los
hipócritas, que gustan de orar en pie en las sinagogas y en los cantones de las
plazas para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su
recompensa. Tú, cuando ores, entra en tu cámara y, cerrada la puerta, ora a tu
Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo escondido, te
recompensará (Mt
6,5-6).
Esta secreta estancia de que nos habla el Señor debe entenderse de la intimidad
del corazón, en la que el hombre debe no sólo entrar, sino encerrarse, para que
no irrumpa del exterior la distracción, que turbe la serenidad y pureza de su
oración. Porque el Padre celestial escucha las peticiones que se le hacen con
intención pura y santos pensamientos (42).
4) PERSEVERANCIA EN LA ORACIÓN.- La oración requiere además una constante
asiduidad. También nos lo recuerda Cristo en el Evangelio con el ejemplo de
aquel juez que, aunque no temía a Dios ni a los hombres, vencido, sin embargo,
por la insistencia de una pobre viuda, acabó por ceder a su petición (43).
Faltan contra esta humilde y constante perseverancia quienes después de haber
orado una o dos veces, viendo que no consiguen lo que piden, cesan sin más de
orar. Cristo nos dice expresamente que no hemos de cansarnos de orar 44. Y lo
mismo enseñará más tarde San Pablo (45).
Si alguna vez sentimos desfallecer nuestra voluntad, pidamos a Dios, como la más
preciosa gracia, el saber perseverar en la oración.
5) EN NOMBRE DE JESUCRISTO.-También nos exige Jesucristo, como una condición,
que nuestras plegarias vayan dirigidas al Padre en su nombre y valorizadas con
los méritos de su intercesión: En verdad, en verdad os digo:
cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido
nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que sea cumplido vuestro gozo (Jn
16,23-24); Lo que pidiereis en mi nombre, eso haré, para que el
Padre sea glorificado en el Hijo (Jn
14,13).
6) CON FERVOR Y ESPÍRITU DE PENITENCIA.-Por último, imitemos en nuestras
plegarias el fervor tan ardiente con que las hacían los santos y juntemos
siempre con la oración el agradecido reconocimiento, tan frecuente en todas las
oraciones de San Pablo (46).
Unamos también a ellas el ayuno y la limosna, porque el ayuno facilita muchísimo
la oración (difícilmente logrará levantarse hasta Dios, ni aun siquiera entender
lo que es orar, una mente embotada por el exceso de comida y bebida), y la
limosna tiene una profunda afinidad espiritual con la oración. Porque ¿cómo
podrá invocar la ayuda del Padre el que no es caritativo con el prójimo, con el
hermano que necesita vivir de su piedad y socorro? Quien no sienta la caridad,
no debe hacer más que una petición: pedir perdón por su dureza e invocar de Dios
el espíritu de amor que le falta.
De esta manera proveyó el Señor el remedio para todos nuestros pecados. Porque
con ellos, u ofendemos a Dios, o injuriamos al prójimo, o nos dañamos a nosotros
mismos. Y con la oración aplacamos a Dios, con la limosna reparamos las ofensas
hechas al prójimo, y con el ayuno purificamos las manchas de nuestra alma.
NOTAS:(1) Estad siempre gozosos y orad sin cesar (1 Tes. 5,16-17). Tomad el
yelmo de la salud y la espada del espíritu, que es la palabra de Dios, con toda
suerte de oraciones y plegarias, orando en todo tiempo con fervor... (Ep
6,17-18; cf. Col 4,1-3).(2) Misal Romano, canon de la misa, oración previa al
Pater noster.(3) Aconteció por aquellos días que salió Él haría la montaña para
orar, y pasó la nqche orando a Dios (Lc 6,12).(4) ... Sed, pues, discretos y
velad en la oración (1 P 4,7). Carísimos, si el corazón no nos arguye, podemos
acudir con fiados a Dios, y si pedimos, recibiremos de Él, porque guarda mos sus
preceptos... (1 Jn 3,21-22). Y el mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra
flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene} mas el mismo
Espíritu aboga en nos otros con gemidos inefables (Rm 8,26; cf. 1 P 3,6-8;
Ph4,5-6; 1 Tm 2,4-6; 5,4-6; He 4,15-16).(5) Porque ¿quién conoció el pensamiento
del Señor?... O ¿quién primero le dio para tener derecho a retribución?
(Rm11,34-35).(6) ... Se acercaron los discípulos a Jesús, y aparte le
preguntaron: ¿Cómo es que nosotros no hemos podido arrojarle? (al demonio)...
Díjoles: Esta especie no puede ser lanzada sino por la oración y el ayuno (Mt
17,19-21).(7) Pedid y se,os dará... Porque quien pide recibe, quien busca halla
y a quien llama se le abre (Mt 7,7-8; cf. Mt 21-22; Mc 11,24; Lc 11,9; Jn
14,13-14; 16,23-24).(8) SAN JERÓNIMO, Cotn. in c. 7 de S. Mí.: ML 29,581.(9) SAN
AGUSTÍN, Serm. 47 de Temp.: ML 39,1838.(10) SAN AGUSTÍN, Serm. 33 de Verbis Dom.,
y en la Eplst. 130, c.14 n.26; ML 33,504-505.(11) Al que es poderoso para hacer
que copiosamente abundemos más de lo que pedimos o pensamos... (Ep 3,20).(12)
Cf. Lc 15,10ss.(13) SAN HILARIO, In Ps. 65 n.4: ML 9,425.(14) SAN JERÓNIMO,
Sobre ]er., c.8 n.16- ML 28,915.(15) Yavé dijo a Moisés: Ya veo que este pueblo
es un pueblo de cerviz dura. Déjame, pues, que se desfogue contra ellos mi
cólera y los consuma... Moisés imploró a Yavé, su Dios, y le dijo: ¿Por qué, ¡oh
Yavé!, vas a desfogar tu cólera contra tu pueblo, que sacaste de la tierra de
Egipto?... Apaga tu cólera y perdona la iniquidad de tu pueblo. Acuérdate de
Abraham, Isaac u Jacob, tus siervos... Y se arrepintió Yavé del mal que había
dicho haría a su pueblo (Ex, 32,9-14).(16) SAN HILARIO, In Ps. 140, n.2: ML
9,825; SAN AGUSTÍN, Epíst. 55: ML 33,635ss.(17) SAN AGUSTÍN, Enchir., c.7 n.2:
ML 40,234.(18) Cf. Lc. 18,10ss.(19) Cf. Act. 10,1-6.(20) Hermanos, orad por
nosotros (1 Tes. 5,25).(21) SAN BASILIO, Mor. ReguL, 56 c.5: MG 31,787.(22) Ante
todo te ruego que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias
por todos los hombres, por los emperadores y por todos los constituidos en
dignidad... (1 Tím. 2,1-2).(23) Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y orad
por los que os persiguen (Mt 5,44). Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer;
si tiene sed, dale de beber (Pr 25,21; cf. 1 Co 4-12).(24) SAN AGUSTÍN, Epist.
149 ad Vital, c.2 n.17: ML 33,978.(25) Un ejemplo oficial de esta oración la
tenemos todavía en la actual liturgia del Viernes Santo, en la llamada "Misa de
Presantificados".(26) Cf. Ps6,78.108; Is 2; Jer. 10,25.(27) El "Ave María"
consta de dos partes distintas. La primera, de origen bíblico, está formada por
las palabras del ángel en el día de la Anunciación y por las que dijo a la
Virgen su prima Santa Isabel.La segunda ("Santa María, Madre de Dios...") suele
atribuirse por tradición al papa Celestino I (f 432), quien la compondría en
ocasión y como recuerdo del Concilio de Éfeso. No consta, sin embargo, que esto
sea verdaderamente histórico. Lo más seguro es que casi durante toda la Edad
Media se venía repitiendo tan sólo la primera parte del Ave María, a la que se
añadió la palabra "Jesús" en tiempos de Urbano IV. Ya desde el siglo XII
empezaron a circular diversas frases que fueron añadiéndose a la primera, pero
sólo en el siglo xvi se fijó definitivamente el texto del Ave María en su forma
actual. San Pío V introdujo oficialmente esta plegaria en el breviario,
prescribiendo que fuera recitada, después del Pater noster, al principio de cada
una de las horas canónicas.(28) Llegó otro ángel y púsose en pie junto al
altar... El humo de los perfumes subió con las oraciones de los santos, de la
mano del ángel a la presencia de Dios (Ap. 8,3-4).(29) Cf. Lc 18,13.(30) Cf. Lc
7,37-38.(31) Cf. 1 P 5,5; Pr 3,34.(32) SAN AGUSTÍN, Serm. 115, el "De Verbis
Domini": ML 38,655.(33) SAN IGNACIO, Epis. 10 ad Heronem, n.7: MG 5,915.(34) No
llaméis padre a nadie sobre la tierra, porque uno solo es vuestro padre, el que
está en los cielos (Mt 23,9).(35) No tenéis porque no pedís; pedís y no recibís
porque pedís mal, para dar satisfacción a vuestras pasiones (Sant. 4,2-3).(36)
Cf Dt 21,21. (37) Cf. 1 Re. 1.10; 26-27.(38) SAN AGUSTÍN, Epist. 130, c.9 n.18:
ML 33,501. (39) Cf. Act. 11,5; 16,25; 1 Co 14,15; Ep 5,19; Col 3,16,
etcétera.(40) Cf. Lc 6,12.(41) Cf. Mt 26,41.42.44.(42) Cf. lis. 29,15-16.(43)
Cf.'Lc. 18,2-3.(44) Les dijo una parábola para mostrar que es preciso orar en
todo tiempo y no desfallecer (Lc 18,1).(45) Estad siempre gozosos, y orad sin
cesar (1 Tes. 5,17).(46) Y todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo
en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Pache por Él (Col 3,17; cf. 1
Co 14,17-18; Ep 19,20; 1 Tm 2-1).
CAPITULO I Pórtico de la oración dominical
Padre nuestro, que estás en los cielos. (Mt 6, 9)
I. SIGNIFICADO Y VALOR DE ESTAS PALABRAS
Antes de formular cada una de las peticiones concretas de que consta la oración del Padrenuestro, quiso Jesucristo, su divino autor, precederla de una fórmula introductiva que ayudase al alma a entrar devotamente en la presencia de Dios Padre, con plena confianza de ser escuchada por Él. Son pocas palabras, pero llenas de significado y de misterio: Padre nuestro, que estás en los cielos.
Ésta es la palabra con que, por expreso mandato divino, hemos de comenzar nuestra oración. Hubiera podido elegir Jesús una palabra más solemne, más majestuosa: Creador, Señor... Pero quiso eliminar todo cuanto pudiera infundirnos temor, y eligió el término que más amor y confianza pudiera inspirarnos en el momento de nuestro encuentro con Dios; la palabra más grata y suave a nuestros oídos; el sinónimo de amor y ternura: ¡Padre!
A) Padre por creación, por providencia y por redención
Por lo demás, Dios es
efectivamente nuestro Padre. Y lo es, entre otros muchos, por este triple
título:
1) Por creación.- Dios creó al hombre a su imagen y semejanza; cosa que no hizo
con las demás criaturas. Y en este privilegio singular radica precisamente la
paternidad divina respecto de todos los hombres, creyentes y paganos (1).
2) Por providencia.-Dios se manifiesta Padre, en se-qundo lugar, por su singular
providencia en favor de todos los hombres (2).
Un aspecto concreto y bien significativo de esta divina providencia se revela en
los ángeles, bajo cuya tutela esta mos todos los hombres. La amorosa bondad de
Dios, nuestro Padre, ha confiado a estos espíritus puros la misión de custodiar
y defender al género humano y la de vigilar al lado de cada hombre para su
protección y defensa.
Así como los padres de la tierra eligen guías y tutores para los hijos que han
de realizar un largo viaje por regiones difíciles y peligrosas, del mismo modo
nuestro Padre celestial, en este camino que nos ha de llevar hasta la patria del
cielo, se cuidó de asignar a cada uno de sus hijos un ángel que esté a su lado
en los peligros, que le sostenga en las dificultades, que le libre de las
asechanzas de los enemigos y le proteja contra los asaltos del mal; un ángel que
le mantenga firme en el camino recto y le impida extraviarse por sendas
equivocadas, víctima de las dificultades y de las emboscadas del enemigo (3).
La Sagrada Escritura nos ofrece preciosos documentos sobre la importancia y
eficacia de este ministerio de los ángeles, criaturas intermedias entre Dios y
los hombres. En ella aparecen frecuentemente estos espíritus angélicos, enviados
por Dios para realizar visiblemente gestas admirables en defensa y protección de
los hombres: prueba evidente de su constante presencia y del continuo ejercicio
de su tutela en nuestro favor, aunque no siempre podamos experimentarlo de una
manera sensible.
El ángel Rafael, por ejemplo, se une a Tobías como compañero y guía de su viaje
y le devuelve incólume al padre, después de haberle salvado de la voracidad del
pez y de las asechanzas del demonio; le amaestra en los deberes de la vida
conyugal y devuelve la vista a su padre, anciano y ciego (4).
Un ángel liberó también a San Pedro de la cárcel, despertándole del sueño,
desatándole las cadenas y obligándole a seguirle hasta dejarle libre y salvo
(5).
Ejemplos parecidos se encuentran a cada paso en las Sagradas Escrituras (6), y
ellos son índices de la importancia suprema que tiene el ministerio de los
ángeles, no sólo en ciertas circunstancias concretas, sino habitualmente, en
favor de los hombres, a quienes guían y protegen desde la cuna a la tumba en su
caminar hacia la salvación eterna.
Esta doctrina debe suscitar en nosotros no sólo un sentimiento de profundo
alivio y consuelo, sino, sobre todo, una gratitud infinita hacia la paternal
providencia de Dios, nuestro Padre, que tan amorosos cuidados se toma por
nosotros, sus criaturas.
Y no es sólo esto. Las manifestaciones de la Providencia divina hacia el hombre
constituyen una gama de riquezas casi infinita. No habiendo cesado nosotros de
ofenderle desde el principio del mundo hasta hoy con innumerables maldades, Él
no sólo no se cansa de amarnos, mas ni siquiera de excogitar constantes v
paternales cuidados en nuestro favor. La peor de las ofensas que puede el hombre
en su locura inferir a Dios, es el dudar de su amor de Padre. Jamás se indignó
tanto contra su pueblo israelítico como cuando éste, blasfemando, afirmó que
había sido abandonado por Él: Habían tentado a Y ave, diciendo: ¿Está Y ave en
medio de nosotros o no? (Ex
17,7). Y de nuevo en Ezequiel se indigna el Señor contra su
pueblo, que se atrevió a murmurar: Y ave no nos ve; se ha alejado de la tierra (Ez
8,12).
No. Dios no puede olvidarse del hombre. En Isaías leemos que el pueblo hebreo se
lamentaba de haber sido abandonado por Dios, y el Señor le responde con aquella
delicadísima comparación: Sión decía: Y ave me ha abandonado, el Señor se ha
olvidado de mí. ¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no
compadecerse del hijo de sus entrañas? Y aunque ella se olvidara, yo no te
olvidaría. Mira, te tengo grabada en mis manos (Is
49,14-16).
Ahí están como confirmación las páginas bíblicas, tan negras por un lado y tan
luminosas por otro, de la historia de nuestros primeros padres. Cuando las
repasamos y vemos a Adán y a Eva pecadores bajo el peso de la terrible sentencia
de Dios: Por haber escuchado a tu mujer, comiendo del árbol que te prohibí
comer..., por ti será maldita la tierra; con trabajo comerás de ella todo el
tiempo de tu vida; te dará espinas y abrojos y comerás de las hierbas del campo
(Gn
3,17-18); cuando les vemos arrojados del paraíso y leemos que fue
colocado a su puerta un querubín con la espada de fuego, para que perdieran toda
esperanza de retorno (Gn
3,24); cuando, por último, les contemplamos oprimidos con toda
clase de males por Dios, vengador de su pecado, ¿cómo no pensar que todo acabó
ya para el hombre? Sin la ayuda de Dios, quedará a merced de todos los pecados.
Y, sin embargo, precisamente entonces, entre los tremendos signos de la ira
divina, aparecerá para él la luz de la misericordia. El Dios que les condena,
con sus mismas manos hizo dos túnicas de pieles para Adán y para Eva, y los
vistió (Gn
3,21). ¡Él auxilio divino del Padre no faltaría jamás a los
hombres!
David expresó magníficamente este misterio de la caridad de Dios, jamás vencida
ni igualada por las ofensas del hombre: ¿Se ha olvidado acaso Dios de hacer
clemencia, o ha cerrado airado su misericordia? (Ps
76,100). Habacuc se vuelve al Señor para decirle: En la ira no te
olvides de la misericordia (). Y Miqueas: ¿Qué Dios como tú, que perdonas la
maldad y olvidas el pecado del resto de la heredad? No persiste por siempre en
su enojo, porque ama la misericordia ().
Es un hecho que cuando nos creemos más perdidos y nos sentimos más privados del
socorro divino, es cuando Dios tiene más compasión de nosotros y más se nos
acerca y asiste su infinita bondad. Precisamente en sus iras suspende la espada
de la justicia y no cesa de derramar los inagotables tesoros de su misericordia.
3) Por redención.-Es éste un tercer hecho en el que, más aún que en la misma
creación y providencia, resalta lá voluntad decidida que Dios tiene de proteger
y salvar al hombre. Porque esta fue la máxima prueba de amor que pudo darnos:
redimirnos del pecado, haciéndonos hijos suyos. A cuantos le recibieron, dióles
poder de venir a ser hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre; que no de
la ¡sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios,
somos nacidos (Jn
1,12-13).
Por esto precisamente llamamos al bautismo-primera prenda y señal de la
redención-"el sacramento de la regeneración": porque en él renacemos como hijos
de Dios. Lo que nace del Espíritu es espíritu. No te maravilles de que te he
dicho: es preciso nacer de arriba (Jn
3,6-7). Y el apóstol San Pedro: Habéis sido engendrados no de
semilla corruptible, sino incorruptible, por la palabra viva y permanente de
Dios (1P
1,23).
En virtud de la redención recibimos el Espíritu Santo y fuimos hechos dignos de
la gracia de Dios y, mediante ella, de la divina filiación adoptiva: Que no
habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes habéis
recibido el espíritu de adopción por el que clamamos: ¡Abba, Padre! (Rm
8,15). Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados
hijos de Dios, y lo seamos (1Jn
3,1).
Es lógico que al amor del
Padre-Creador, Conservador y Redentor-corresponda el cristiano con todo su amor.
Amor que necesariamente debe importar obediencia, veneración y confianza
ilimitadas.
Y ante todo salgamos al paso de una posible objeción, fruto de ignorancia y no
pocas veces de perversidad. Es fácil creer en el amor de Dios-oímos decir a
veces- cuando en la vida nos asiste la fortuna y todo nos sonríe; mas, ¿cómo
será posible sostener que Dios nos quiere bien y piensa y se preocupa de
nosotros con amor de Padre, cuando todo nos sale al revés y no cesan de
oprimirnos obstinadamente una tras otra las peores calamidades?. ¿No será más
lógico pensar en estos casos que Dios se ha alejado de nosotros, y aun que se
nos ha vuelto hostil?
La falsedad de estas palabras es evidente. El amor de Dios, nuestro Padre, no
desaparece ni disminuye jamás. Y aun cuando encarnizadamente se acumulen sobre
nosotros las pruebas, aun cuando parezca que nos hiere la mano de Dios (Jb
19,21), no lo hace el Señor porque nos odie, sino porque nos ama.
Su mano es siempre de amigo y de Padre: Parece que hiere y, sin embargo, sana (Dt
32,39); y lo que parece una herida, se convierte en medicina.
Así castiga Dios a los pecadores, para que comprendan el mal en que han
incurrido y se conviertan, salvándoles de este modo del peligro de eterna
condenación. Si castiga con la vara nuestras rebeliones y con azotes nuestros
pecados, su mano es movida siempre por la misericordia (Ps
88,33).
Aprendamos, pues, a descubrir en semejantes castigos el amor paternal del Señor
y a repetir con el santo Job: Él es el que hace la herida, Él quien la venda; Él
quien hiere y quien cura con su mano (Jb
5,18). Y con Jeremías: Tú me has castigado, y yo recibí el
castigo; yo era coma toro indómito: conviérteme y yo me convertiré, pues tú eres
Y ave, mi Dios (). También Tobías supo descubrir en su ceguera la mano de Dios
que le hería: ¡Bendito tú, oh Dios, y bendito sea tu nombre!... Porque después
de azotarme, has tenido misericordia de mí (). Ni pensemos jamás en medio de la
tribulación que Dios se despreocupa de nosotros, y mucho menos que desconoce
nuestros males, cuando Él mismo nos ha dicho: No se perderá ni un solo cabello
de vuestra cabeza (Lc
21,18). Consolémonos, en cambio, con aquellas palabras de San
Juan: Yo reprendo y corrijo a cuantos amo (), y con aquella exhortación de San
Pablo: Hijo mío, no menosprecies la corrección del Señor y no desmayes
reprendido por Él; porque el Señor a quien ama le reprende, y azota a iodo el
que recibe por hijo. Soportad la corrección. Como con hijos se porta Dios con
vosotros. ¿Pues qué hijo hay a quien su padre no corrija? Pero, si no os
alcanzase la corrección de la cual todos han participado, argumento sería de que
erais bastardos y no legítimos. Por otra parte, hemos tenido a nuestros padres
carnales, que nos corregían, y nosotros los respetábamos: ¿no hemos de
someternos mucho más al Padre de tos espíritus para alcanzar la vida? (He
12,5-9).
A.) Padre de todos. Y nosotros" todos hermanos
Aun cuando recemos privadamente
la oración dominical, decimos siempre los cristianos: "Padre nuestro", y no:
"Padre mío", porque el don de la divina adopción nos constituye miembros de una
comunidad cristiana en la que todos somos hermanos y hemos de amarnos con amor
fraterno. Porque todos vosotros sois hermanos... Y uno solo es vuestro Padre, el
que está en los cielos (Mt
23,8-9).
De ahí el nombre de hermanos, tan común en la literatura apostólica, con que se
designaban los primeros cristianos. De aqui también la realidad
sublime-consecuencia obligada de la divina adopción-de nuestra fraternidad con
Cristo, Hijo unigénito del Padre: Porque Él no se avergüenza de llamarnos
hermanos, diciendo: Anunciaré tu nombre a mis hermanos (He
2,11-12). Realidad vaticinada hacía ya muchos siglos por el
profeta David (7). Y el mismo Cristo dijo a las piadosas mujeres: No temáis; id
y decid a mis hermanos que vayan a Galilea y que allí me verán (Mt
28,10).
El mismo hecho de que Jesucristo use esta expresión después de resucitado,
demuestra claramente que nuestra fraternidad con él no estuvo limitada al tiempo
de su vida mortal en la tierra, sino que sigue subsistiendo en la inmortalidad
de la gloria, después de su resurrección y ascensión, y seguirá subsistiendo por
toda la eternidad. El Evangelio nos dice que en el supremo día, cuando venga a
juzgar a todos los hombres, desde el trono de su majestad, Jesús llamará
hermanos a todos los hombres, por pobres y humildes que hayan sido en la tierra
(8).
Doctrina ampliamente desarrollada por San Pablo. Según él, somos coherederos del
cielo con Cristo (9); siendo Él el primogénito y el heredero universal (10), con
Él participaremos, como hermanos, en la heredad de los bienes celestiales, según
la medida de la caridad con que nos hayamos mostrado ministros y coadjutores del
Espíritu Santo ".
Por este Espíritu divino somos movidos a la virtud y a las obras buenas, y al
mismo tiempo, sostenidos en la batalla por la salvación; y al final de la vida,
después de la lucha victoriosa, recibiremos del Padre el premio de la corona
reservada para cuantos siguieron a Cristo en el combate (12): Porque no es Dios
justo para que se olvide de vuestra obra y del amor que habéis mostrado hacia su
nombre, habiendo servido a los santos y perseverando en servirles (He
6,10).
Hemos de pronunciar, pues, con profundo y sobrenatural sentimiento filial las
palabras "Padre nuestro", sabiendo -como explica San Juan Crisóstomo-que Dios
escucha con agrado la plegaria que hacemos por los hermanos. Porque pedir cada
uno para sí mismo es natural; pero pedir también por los demás es fruto de la
gracia. A lo primero nos impulsa la necesidad; lo segundo brota de la caridad. Y
más agrada a Dios esta oración que la plegaria que brota a impulso de la sola
necesidad personal (13).
Sentimiento de fraterna caridad, que debe ser el alma no sólo de nuestra
oración, sino de todos nuestros contactos con el prójimo. En la Iglesia tiene
que haber diversos grados, diversas condiciones y oficios; mas esta variedad no
debe ofuscar en lo más mínimo el espíritu de íntima unidad y santa fraternidad
que vincula entre sí a todos los redimidos; lo mismo que en el cuerpo la
distinta función y las diversas cualidades de los miembros no quitan de hecho a
esta o aquella parte ni el nombre ni la cualidad de miembro de un único
organismo (14).
Dígase lo mismo de la vida social. Por muy elevado que se encuentre uno en
dignidad (aun los mismos reyes) no puede olvidar ni dejar de reconocer que es
hermano de todos sus subditos, unidos a él en la comunidad de la misma fe
cristiana. Porque los reyes no fueron creados por un Dios distinto del que creó
a los subditos, ni los ricos o poderosos por otro distinto del de los pobres y
humildes. No hay más que un Dios, Padre y Señor de todos.
No existe, por consiguiente, más que una nobleza espiritual de origen, idéntica
para todos los hombres; una única dignidad y un único esplendor de raza: todos
somos igualmente hijos de Dios y herederos de su cielo; todos tenemos un mismo
Espíritu y participamos de una misma fe (15); no es distinto el Cristo de los
ricos y poderosos que el de los pobres y humildes; ni son distintos para unos y
para otros los sacramentos de la vida cristiana; ni será diverso el destino
final de unos y otros. Todos somos miembros de su cuerpo (Ep
5,30); todos hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Porque
cuantos en Cristo hemos sido bautizados, nos hemos vestido de Cristo. No hay ya
judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos somos
uno en Cristo Jesús (Ga
3,26
Ga 27) (16).
Son preceptos estos muy dignos de ser meditados con la más profunda atención,
porque el principio de nuestra sobrenatural igualdad y fraternidad alentará y
animará a los pobres y sencillos y será a la vez el correctivo mas eficaz del
orgullo y arrogancia de los sabios y poderosos según el mundo (17).
B) Oremos siempre con espíritu filial
Cada vez, pues, que un cristiano
recite esta plegaria, acuérdese que llega a la presencia de Dios como un hijo a
la de su padre. Y al repetir: Padre nuestro, piense que la divina bondad le ha
levantado a un honor infinito: no quiere Dios que oremos como siervos temerosos
y atemorizados, sino como hijos que se abandonan con confianza y amor en el
corazón de su Padre.
De esta consideración brotará espontáneo el sentimiento que debe animar
constantemente nuestra piedad: el deseo de ser y mostrarnos cada vez más dignos
de nuestra cualidad de "hijos de Dios" y el esforzarnos por que nuestra oración
no desdiga de aquella estirpe divina a la que por infinita bondad pertenecemos
(18). San Pablo nos dice: Sed, en fin, imitadores de Dios como hijos amados (Ep
5,1). Que pueda de verdad decirse de todo cristiano que reza el
Padrenuestro lo que el Apóstol decía de los fieles de Tesalónica: Todos sois
hijos de la luz e hijos del día, no lo sois de la noche ni de las tinieblas ().
Dios está en todo el mundo: en
todas sus partes y en todas sus criaturas. Mas no se interprete esto como una
distribución y presencia local (), sino como una infinita, universal e íntima
presencia espiritual. Porque Dios es espíritu puro, y repugna a su esencia
divina toda composición y división.
Él mismo dice de sí en Jeremías: Por mucho que uno se oculte en escondrijos, ¿no
le veré yo? Palabra de Y ave. ¿No lleno yo los cielos y la tierra? Palabra de
Yavé (). Cielos y tierra: todo el universo existente con todas las cosas que en
él se contienen. Todo lo ocupa Dios, todo lo abraza con su poder y lo domina con
su virtud, sin que por esto esté contenido Él y circunscrito en algún lugar o en
alguna cosa. Porque Dios está presente a todos los seres y en todas las cosas,
creándolas y conservándolas en su ser creado, pero no limitado por ninguna de
ellas, de manera que deje de estar presente en todo lugar por esencia y
potencia, según aquella expresión de David: Si subiere a los cielos, allí estás
tú; si bajare a los abismos, allí estás presente (Ps
138,8).
Dios, pues, está presente en todo lugar y en todas las cosas sin circunscripción ni limitación de ninguna clase. La Escritura, sin embargo, afirma frecuentemente que su morada es el cielo (19). Con semejante expresión quiso el Señor acomodarse a nuestro lenguaje de hombres, para quienes el cielo es la más bella y noble de todas las cosas creadas. El esplendor y pureza luminosa que irradia, la grandeza y belleza sublime de que está revestido, las mismas leyes inmutables que le regulan, hacen que el cielo se nos presente como la sede menos indigna de Dios, cuyo divino poder y majestad cantan constantemente. Por esto afirma la Escritura que en él tiene Dios su morada, sin que por ello dejen de notar los mismos Libros Sagrados con insistente constancia la omnipresencia divina, afirmando expresamente que Dios se encuentra en todas partes por esencia, presencia y potencia.
Y así, cuando
repetimos el Padrenuestro, contemplamos a nuestro Dios no sólo como el Padre
común, sino también como el Rev de cielos y tierra. Este pensamiento levantará
hasta Él nuestro espíritu, despegándole de las cosas de aquí abajo. Y a la
esperanza y confianza filial-que su nombre de "Padre" nos inspira--uniremos la
humildad y adoración con que debe acercarse la criatura a la majestad divina del
Padre, "que está en los cielos".
Y una nueva lección de estas palabras será la naturaleza de las cosas que hemos
de pedir. Un hijo puede pedir a su padre todo cuanto necesita; pero el cristiano
debe saber que todas las cosas de la tierra deben pedirse con relación al cielo,
para el cual fuimos creados y al cual nos dirigimos como a último fin. San Pablo
nos amonesta: Si fuisteis, pues, resucitados con Cristo, buscad las cosas de
arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios; pensad en las cosas de
arriba, no en las de la tierra (Col
3,1-2).
NOTAS:
(1) ¿Así pagas a Yavé, pueblo loco y necio? ¿No es Él el padre que te crió; Él,
que por sí mismo te hizo y te formó? (Dt 32,6; cf. Is 63,16; 64,8; Mal. 1,6; Jer.
3,4-19; Mt 6,8-15; 10,20; Lc 6,36; 11,2-13).
(2) Cf. Mt 6,25ss.
(3) Cf. Gn 48,16; Tob. 5,21; Ps 90,11; Mt 18,10; Act 12,15; He 1,14.
(4) Tob. 5,5j 62-3; 6,8; 8,3; 6,16ss.; 11,7-8; 15, etc.
(5) Cf. Act. 12,7ss.
(6) Cf. Gn cc.6.7.8.12.28, etc.
(7) Que pueda yo hablar en tu nombre a mis hermanos y ensalzarte en medio de la congregación (Ps 21,23).
(8) Y el Rey les dirá: En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos, a mí me lo hicisteis •(Mt 25,40).
(9) El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo... (Rm 8,16-17).
(10) Él (Cristo) es la cabeza del cuerpo de la Iglesia; Él es el principio, el primogénito de los muertos... (Col 1,18; cf. He 1,2).
(11) Porque nosotros sólo somos cooperadores de Dios, y vosotros sois arada de Dios, edificación de Dios (1 Co 3,9).
(12 ¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos corren, pero uno solo alcanza el premio? (1 Co 9,24; cf. Ap. 2,10).
(13) SAN JUAN CRISÓSTOMO, Hom, 19 in Mti MG 57,278-280.
(14) Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y todos los miembros no tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros (Rm12,4-5; cf. 1 Co 12,12; Ep 4,7).
(15) Respondió Jesús: En verdad, en verdad te digo que quien no naciere del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de los cielos (Jn 3,5; cf. Rm 6,3; Col 2,38).
(16) Cf. Jn 17,2; Act. 4,32; 1 Co 10,17; Col 3,11.
(17) ¡Tanto como se habla hoy de cuestiones sociales!... En la doctrina expuesta aquí se halla la verdadera y cristiana solución a todas las cuestiones agitadas en torno a este problema.
(18) Siendo, pues, linaje de Dios, no sabemos pensar que la divinidad es semejante al oro... (Act. 17,29).
(19)Ps 2.10.113, etc.