3500 CAPITULO V Quinto
mandamiento del Decálogo
No matarás. (
Ex
20,13)
I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL
MANDAMIENTO
Jesucristo asegura en su Evangelio
que los pacíficos son bienaventurados, porque serán llamados hijos de Dios (
Mt
5,21). Este mero recuerdo bastará
para engendrar en el corazón de los cristianos un profundo respeto al quinto
mandamiento, que, imponiendo la obligación de la fraternidad, concordia y paz
entre todos los hombres, se convierte en el gran pacificador de nuestras almas.
Puede colegirse también la extraordinaria importancia de este precepto de otro
hecho bíblico: la primera prohibición que impuso Dios a los hombres
supervivientes, después del diluvio universal, fue esta: Yo demandaré vuestra
sangre, que es vuestra vida, de mano de cualquier viviente, como la demandaré de
mano del hombre, extraño o deudo (Gn
9,5). Y ésta fue la primera ley del
Antiguo Testamento, recordada por Cristo en el Evangelio: Habéis oído que se
dijo a los antiguos: No matarás; el que matare será reo de juicio. Pero yo as
digo... (Mt 5,21).
Ley de capital trascendencia para el sumo de todos los intereses del hombre-el
derecho a la vida-, que Dios tutela al prohibir en este mandamiento el
homicidio.
Aceptémosla, pues, con corazón alegre y agradecido, puesto que todos y cada uno
nos encontramos incluidos y protegidos en ella. Conminando terribles castigos
contra sus transgresores, procuró la bondad infinita de Dios que nadie ofendiese
ni dañase a ninguno de sus hermanos.
II. DOBLE ASPECTO DEL PRECEPTO
Dos aspectos distintos presenta
también este mandamiento:
a) Negativamente, prohibe matar (1).
b) Positivamente, impone la caridad, la concordia y la paz con todos, aun con
los enemigos (2).
III. ASPECTO NEGATIVO
A) Excepciones
En cuanto al primer aspecto, notemos que el precepto no prohibe de manera
absoluta toda clase de muerte.
1) No prohibe, ante todo, matar a los animales, puesto que el mismo Dios
permitió al hombre alimentarse de sus carnes (3).
San Agustín escribió a este propósito: La expresión "no matarás" no se refiere a
los vegetales, a quienes falta toda facultad sensible; ni a los animales
irracionales, que de ningún modo están ligados con el hombre (4).
2) En segundo lugar, entra dentro de los poderes de la justicia humana el
condenar a muerte a los reos. Tal poder judicial, ejercido conforme a las leyes,
sirve de freno a los delincuentes y de defensa a los inocentes.
Dictando sentencia de muerte, los jueces no sólo no son reos de homicidio, sino
más bien ejecutores de la ley divina, que prohibe matar culpablemente. Éste es,
en efecto, el fin del precepto: tutelar la vida y la tranquilidad de los
hombres; y a esto exactamente deben tender los jueces con sus sentencias: a
garantizar con la represión de la delincuencia esta tranquilidad de vida querida
por Dios. El profeta David escribe: De mañana haré perecer a todos los impíos de
la tierra y exterminaré de la ciudad de Dios a todos los obradores de la
iniquidad (
Ps 100,8)
(5).
3) Por la misma razón no pecan los soldados que en guerra justa combaten y matan
a los enemigos. Siempre que su móvil no sea la codicia o la crueldad, sino el
deseo y la tutela del bien público (6).
4) Ni, por supuesto, constituyen pecado las muertes ejecutadas por expreso
mandato de Dios. Los hijos de Leví no pecaron de hecho cuando dieron muerte por
orden del Señor a millares de personas; más aún, Moisés alabó su acción: Hoy os
habéis consagrado a Yave, haciéndole cada uno oblación del hijo y del hermano (Ex
32,29).
5) Tampoco falta contra este mandamiento quien involuntariamente, y no por
deliberado propósito, ocasiona la muerte a otro. El Deuteronomio dice: He aquí
el caso en que el homicida que allí se refugie tendrá salva la vida: si mató a
su prójimo sin querer, sin que antes fuera enemigo suyo, ni ayer ni anteayer.
Así, si uno va a cortar leña en el bosque con otro y, mientras maneja con fuerza
el hacha para derribar el árbol, salta del mango el hierro y da a su prójimo y
le mata (Dt 19,4-5).
A tales muertes, ejecutadas involuntaria e inconscientemente, no puede
imputárseles culpa alguna. San Agustín dice: Nadie piense que se nos puede
imputar como culpa lo que hacemos por el bien y por lo lícito, aunque se
siguiere contra nuestra voluntad cualquier mal (7).
Puede haber culpa, sin embargo, en casos semejantes:
a) Cuando el homicida involuntario intenta una acción ilícita ().
b) Cuando la muerte involuntaria es fruto de negligencia, imprudencia o de no
haber considerado atentamente todas las circunstancias.
6) Por último, es evidente que no quebranta la ley el que, habiendo antes puesto
todas las cautelas posibles, se ve obligado a matar a otro en legítima defensa
(8).
B) Prohibiciones
Aparte de las excepciones señaladas, el mandamiento prohibe taxativamente toda
otra muerte, cualquiera que sea la cualidad del homicida, del muerto y del mismo
acto homicida.
1) Por lo que respecta a la persona del homicida, a ninguna exceptúa el
mandamiento: ni a los ricos o poderosos ni a los superiores o padres. A todos
indistintamente prohibe Dios matar, sin diferencia o distinción alguna personal.
2) Si atendemos a quienes pueden ser muertos, tiene
igualmente el mandamiento una extensión universal; no hay hombre, por abyecta o
baja que sea su condición, que no quede tutelado por esta divina ley. Ni está
permitido a nadie quitarse la propia vida, de la que en modo alguno podemos
considerarnos dueños absolutos. Por esto no dice el Señor: No matarás a otro,
sino simplemente: No matarás.
3) Finalmente, por lo que respecta al modo mismo de muerte, no existe tampoco
excepción alguna. No sólo está prohibido matar con las propias manos, con
espadas, piedras, palos, lazos y venenos, sino también con los consejos, ayudas,
concurso o cualquier otro modo. Los judíos llegaron a interpretar el mandamiento
divino como si sólo estuviera prohibido el matar con las propias manos. El error
es evidente, si pensamos que todos los preceptos divinos tienen un valor de
índole espiritual, obligándonos no sólo a conservar las manos materialmente
limpias, sino también el corazón. El Evangelio dice que ni siquiera nos está
permitido el dejarnos dominar por la ira: Hebéis oído que se dijo a los
antiguos: no matarás..., pero yo os digo que todo el que se irrita contra su
hermano será reo de juicio; •el que le dijere "raca" será reo ante el Sanedrín,
y el que le dijere "loco" será reo de la gehenna del fuego (Mt
5,21-22).
El Señor ve culpa, por consiguiente, en la simple ira contra un hermano, aunque
ocultemos este resentimiento en lo más íntimo del corazón. Quien, además, cede
al impulso de la pasión y manifiesta su ira externamente, comete un pecado más
grave; y mucho más aún si la ira se transforma en injuria y violencia del
prójimo. Siempre, naturalmente, que no exista causa justificada. Es justificado
y permitido por Dios el enojo con que reconocemos y corregimos las faltas de
nuestros subordinados (9).
Pero, en todo caso, la ira del cristiano no debe ser nunca explosión iracunda de
su sensibilidad herida, sino exigencia del Espíritu Santo, cuyos templos somos,
en los que habita Jesucristo (10).
Hay otros muchos pasajes en el Evangelio en los que el Señor se refiere a la
perfecta observancia de este precepto: Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y
diente por diente. Pero yo os digo: no resistáis al mal, y si alguno te
5. QUINTO MANDAMIENTO
abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra; y al que quiera litigar
contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto; y si alguno te
requisara para una milla, vete con él dos (Mt
5,38-41).
C) El homicidio
De todo lo dicho puede colegirse cuan frecuentes son las faltas contra este
mandamiento y cuan inclinados somos los hombres, si no a matar con las manos, sí
al menos a pecar con el corazón contra los propios hermanos.
Por esto la Sagrada Escritura insiste frecuentemente en los remedios que hemos
de usar contra esta peligrosa tendencia. Y son numerosas las llamadas de Dios
contra la monstruosa gravedad del homicidio (11).
A tal grado llega esta divina abominación, que manda el Señor matar a los mismos
animales que de alguna manera hubieran dañado a los hombres (12), y quiere que
nosotros sintamos un profundo horror a la sangre, para que siempre sepamos
conservar limpias las manos y puro el corazón de este pecado.
Todo homicida debe ser considerado como un verdadero enemigo del género humano y
un siniestro profanador de la creación; tratando de suprimir al hombre-rey de
todas las criaturas y por quien, según afirma el mismo Dios (Gn
1,26), fueron hechas todas las
cosas-, pretende destruir la universal obra de Dios.
Más aún, el Génesis nos dice que el hombre ha sido hecho a imagen de Dios (Gn
9,6). Pretender, pues, matarle
violentamente, equivale a querer levantar las manos contra el mismo Dios y
destruir su imagen visible. La Sagrada Escritura se refiere amargamente a los
homicidas: Corren sus pies al mal y se apresuran a derramar sangre (Ps
13,3). Este derramar sangre nos dará
una idea de la abominable maldad del delito; y ese correr sus pies es figura
expresiva del espíritu diabólico que impulsa al homicida.
IV. ASPECTO POSITIVO
A) Caridad fraterna
Lo que el Señor nos manda substancialmente en este mandamiento es que tengamos
paz con todos (13). Jesús nos dice en el Evangelio: Si vas a presentar una
ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti,
deja allí tu ofrenda ante el altar; ve primero a reconciliarte con tu hermano y
luego vuelve a presentar tu ofrenda (
Mt
5,23-24).
Sin excepción alguna, hemos de amar con caridad a todos los hermanos en virtud
de esta ley, expresión luminosa del amor. San Juan nos recuerda: Quien aborrece
a su hermano, es homicida (1 Jn 3,15). No es el odio, sino la caridad y el amor,
lo que Dios nos preceptúa.
CUALIDADES DE LA CARIDAD.-
La caridad, con todas sus
expresiones y con todas sus cualidades:
1) Caridad paciente, que dice San Pablo (
1Co
13,4). La paciencia es también un
precepto divino inherente al quinto mandamiento; aquella paciencia por la que,
se gún el Señor, salvaremos nuestras almas (Lc
21,19).
2) Caridad benigna, dice también el Apóstol (1Co
13,4). Es también deber nuestro la
beneficencia en su sentido más amplio: socorrer a los pobres con lo necesario,
dar de comer al hambriento y de beber al sediento, vestir al desnudo, hacer
siempre el bien con tanta mayor generosidad cuanto más apremiante sea la
indigencia.
Benignidad y caridad mucho más meritorias cuando no se sabe distinguir entre
amigos y enemigos. Jesucristo nos dice: Amad a vuestros enemigos y orad por los
que os persiguen (Mt
5,44). Y San Pablo añade: Si tu
enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber; que haciendo
así amontonáis carbones encendidos sobre su cabeza. No te dejes vencer del mal,
antes vence al mal con el bien (Rm
12,20-21).
B) Otras virtudes
Por último, radicando siempre en la ley general de la caridad, nos prescribe el
mandamiento la práctica de la mansedumbre, amabilidad y otras virtudes
similares.
C) Perdón de las ofensas
Pero la expresión más sublime de la caridad, y en la que de modo especial hemos
de procurar ejercitarnos, es la concesión del perdón al enemigo, considerándole
como hermano. La Sagrada Escritura insiste particularmente sobre este deber,
llamando bienaventurados a los que lo cumplen (14), afirmando que serán por ello
perdonados sus propios pecados (15) y declarando que no conseguirán la remisión
de sus culpas quienes rehusen practicar este deber (16).
El apetito de venganza está tan enraizado en el corazón del hombre, que no
siempre, ni aun siquiera los cristianos, llegamos a persuadirnos de que el
perdón de las ofensas es un estricto deber religioso. El santo Evangelio, en
cambio, y la doctrina de los Padres son bien tajantes y expresivos en esta
materia. Será preciso recurrir, cuando fuere necesario, a la autoridad de estos
testimonios para confundir la terquedad y dureza de quienes se dejan dominar por
los ardientes deseos de venganza.
Tres cosas, sobre todo, deben subrayarse:
1) El que se sienta agraviado, debe pensar que, bien analizado el fenómeno en
sus últimas raíces, la causa principal de la ofensa no recae precisamente en la
persona del ofensor. Recordemos las palabras del santo Job, tan cruelmente
injuriado y atacado por sus enemigos y por el demonio: Desnudo salí del vientre
de mi madre y desnudo tornaré allá. Yavé me lo dio: Yavé me lo ha quitado (Jb
1,21).
La lección es bien clara: todo cuanto sufrimos en esta vida, o viene
directamente de Dios o es permitido por Él, Padre y Autor de toda justicia y
misericordia. Designios amorosos de Dios, que no nos castiga como a enemigos,
sino que nos corrige como a hijos (17).
Bien consideradas todas las cosas, los que llamamos ofensores o enemigos, en el
fondo no son más que instrumentos en manos de Dios. Es cierto que un hombre
puede odiar a otro y desearle toda clase de males; pero, en realidad, no puede
dañarle, si Dios no lo permite. Por esta profunda persuasión soportó serenamente
José las vejaciones de sus hermanos (18) y por idéntica razón toleró David las
injurias que le infirió Saúl (19).
Es muy interesante la reflexión de San Juan Crisósto-mo a este propósito: Cada
uno-dice-es causa de su propio mal; quienes se creen injuriados o maltratados
por otros, deberán pensar que las injurias de fuera y las lesiones externas no
son el verdadero mal; éste consiste más bien en las bajas pasiones internas del
odio, envidia y sed de venganza, que ellos mismos alimentan dentro del alma
(20).
2) El saber perdonar las injurias recibidas nos reporta dos insignes ventajas:
a) La primera reside en la promesa de Cristo: Si vosotros perdonáis a otros sus
faltas, también os perdonará a vosotros vuestra Padre celestial (Mt
6,14); prueba evidente de lo mucho
que agrada a Dios este acto de virtud.
b) En segundo lugar, quien sepa perdonar adquirirá una perfección y nobleza que
le hará, en cierta manera, semejante al mismo Dios, que hace salir el sol sobre
los malos y buenos y llueve sobre justos e injustos (Mt
5,45). 3) Son gravísimos los males e
inconvenientes en que incurren quienes niegan el perdón a sus enemigos.
El odio es siempre un pecado grave, y es gravísima culpa insistir en él con
pertinacia. Los dominados por él se vuelven sedientos de venganza; y la
esperanza de vengarse del adversario les tiene día y noche en tal alboroto de
sangre e ira, que su mente no cesa de maquinar la muerte y toda clase de actos
delictivos. De ahí lo sumamente difícil que resulta hacerles comprender lo
razonable que es perdonar las injurias y olvidar los insultos recibidos; con
razón se ha comparado su corazón a la herida que aun conserva clavada la flecha.
Son muchos, además, los pecados que siguen al odio, como eslabones obligados.
San Juan escribía: El que aborrece a su hermano está en tinieblas, y en
tinieblas anda sin saber adonde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos (1Jn
2,11).
Viene así a convertirse su odio en verdadero foco de miserias morales: juicios
temerarios, palabras injuriosas, acciones de ira, movimientos de cólera,
envidia, maledicencia..., no sólo contra su personal enemigo, sino contra toda
su familia, parientes y amigos.
Por esta germinación de males se ha llamado al odio el pecado diabólico (21):
porque el demonio fue homicida desde el principio (Jn
8,44). Y Cristo nuestro Señor llamó a
los fariseos, que tramaban su muerte, hijos del diablo.
D) Remedios contra el pecado del odio
La Sagrada Escritura señala también los remedios oportunos contra el pecado del
odio:
1) El primero y más eficaz es el ejemplo de Cristo. Condenado por sus
enemigos-no obstante su absoluta inocencia (22), flagelado, coronado de espinas
y clavado en una cruz, Jesús perdonó a sus enemigos con aquellas palabras llenas
de misericordia: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen (Lc
23,34). Con razón escribió San Pablo
que su sangre vertida habla mejor que la de Abel (He
12,24).
2) El segundo remedio que señala la Escritura es la constante memoria de la
muerte y de! juicio: En todas tus obras, acuérdate de las postrimerías y no
pecarás jamás (Si 7,40).
Recordemos que hemos de morir--más pronto quizás de lo que pensamos-, y que en
aquella hora suprema sentiremos necesidad de recurrir a la misericordia de Dios.
Este recuerdo constante de la misericordia divina bastará para apagar en
nosotros todo sentimiento de ira y venganza, pues no hay camino ni medio más
eficaz para conseguir el perdón misericordioso de Dios, que el saber perdonar
generosamente las propias injurias y pagar con amor a quien nos las infirió.
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NOTAS
(1) El que hiera mentalmente a otro, será castigado con la muerte (Ex
21,12). Habéis oído que se dijo a los
antiguos: No matarás; el que matare, seca reo de juicio. Pero yo os digo que
todo el que se irrita contra su. hermano, será reo de juicio; el que le dijere "raca"
será reo ante el sanedrín, y el que le dijere "loco" será reo de la gehenna de
fuego (Mt 5,21-22).
(2) Pero ahora deponed también todas estas cosas: ira, indignación, maldad,
maledicencia y torpe lenguaje. No os engañéis unos a otros; despojaos del hombre
viejo con todas sus obras y vestios del nuevo, que sin cesar se renueva, para
lograr el perfecto conocimiento según la imagen de su Creador, en quien no hay
griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro o escita, siervo o
libre, porque Cristo lo es todo en todos (Col
3,8-11); cf. Ep 4,2ss).
(3) Cuanto vive y se mueve (animales) os servirá de comida (Gn
9,3). Santo Tomás dice (Contra
Gentiles, el 12 n.7) que el hombre puede usar de todos los animales libremente,
incluso matándoles, sin que por ello les haga injuria alguna, ya que Dios les
crió para servicio del hombre: Le diste (al hombre) el señorío... sobre las
ovejas, los bueyes, todo juntamente, y sobre todas las bestias del campo, las
aves del cielo, los peces del mar... (Ps
8,7-9). Claro está que no tenemos
derecho a maltratarles porque sí; esto sería una crueldad repugnante. Pero,
absolutamente hablando, puesto que los animales fueron puestos por Dios a
nuestra disposición, éstos no tienen derecho a exigirnos nada. De ellos podemos
valemos para cualquier oficio que redunde en nuestro provecho, e incluso
matarles, con tal de que lo hagamos obrando como seres racionales, no por
crueldad o ensañamiento, pues también de estas acciones deberemos dar cuenta a
Dios.
(4) SAN AGUSTÍN, De civ. Dei, 1.1 c.20: ML 41,35.
(5) Ha sido doctrina constante en la Iglesia católica que el Estado puede
imponer la pena de muerte a ciertos crímenes graves para tutelar el orden y la
seguridad de los ciudadanos. Santo Tomás, refiriéndose a la pena de muerte
impuesta por sentencia judicial, dice que "tal género de muerte no es
homicidio". En el Antiguo Testamento es impuesta la pena de muerte a ciertos
crímenes: El que derramare la sangre humana por mano de hombre, será derramada
la suya (Gn 9,6).
El que hiere mortalmente a otro, será castigado con la muerte (Ex
21,12
Ex 14,23).
Con la misma pena se castiga la inmolación de los hijos a los dioses falsos (cf.
Lv 20,2-3). La respuesta de Jesucristo a Pilato presupone que el Estado tiene
derecho a condenar a muerte a los criminales (cf. Jn 19,10-11), porque, según
dice San Pablo, la autoridad es el ministro de Dios, vengador para castigo del
que obra el mal (Rm
13,4). El argumento que se aduce para
probar este derecho del Estado puede resumirse en estas palabras: así como el
individuo tiene derecho a defender su vida, incluso matando al adversario que
intenta quitársela, de idéntica forma el Estado tiene derecho a defenderse
contra los enemigos externos (la guerra) y contra los enemigos internos (pena
capital) que con sus crímenes amenazan tirar por tierra la seguridad social. Se
funda esta doctrina en el postulado de la justa defensa, siempre que por otro
medio no puede repelerse al injusto agresor (cf. nota 8). En este caso, como
dice Santo Tomás, "la ejecución de un malhechor es lícita, pues tiene por fin el
bienestar de toda la comunidad" (2-2, q.64, a.3). Sin embargo, hay algunos que
niegan la licitud de la pena capital, fundados en un principio falso; creen que
el crimen es una enfermedad hereditaria, o cuando menos, nacida del ambiente en
que se vive, negando así que el acto criminal sea perfectamente voluntario. Para
estos autores, la cadena perpetua es peor aún que la pena de muerte. Pensamos
que esto no es exacto, pues mientras se vive, se conserva alguna esperanza y aun
puede preverse algún posible indulto. Pero, aun concediendo mayor gravedad a la
cadena perpetua, podemos responder que, si el Estado tiene derecho a imponer un
castigo más duro que la pena de muerte, hay que concluir necesariamente que
también tiene derecho para imponer esa pena. Es cierto que, en algunas naciones
de Europa-Bélgica, Holanda, Italia, Portugal, Rumania, etc.-y en algunos estados
de Norteamérica, está abolida la pena de muerte, con resultados muy discutibles.
Desde luego, esta abolición nada prueba en contra de la licitud a imponerla. A
lo sumo, puede seguirse que el Estado suspende temporalmente el ejercicio de un
derecho.
(6) La Iglesia católica, aunque cree que la guerra es una de las peores
calamidades que puede caer sobre un pueblo, sin embargo, si es justa, no la
condena, antes sostiene que es lícita y moral. Así condenó el pacifismo de los
cuáqueros, que no entendían la compatibilidad de la guerra y el cristianismo.
Mas, por otra parte, condena también el principio pagano de que una nación tiene
derecho a agredir a otra siempre y cuando le convenga. Hay guerras justas, y en
tal caso la declaración de la guerra es lícita. Para ello se requieren las
siguientes condiciones: a) Que los derechos de un Estado sean violados por otro
Estado o, cuando menos, estén en grave peligro de ser violados. b) Que la causa
que motiva la guerra sea proporcionada a los males que se prevé han de seguirse.
c) Que hayan sido agotados todos los medios para llegar a un acuerdo pacífico.
d) Que haya esperanzas fundadas de que una declaración de guerra mejorará la
situación. Si estas condiciones exigidas por los moralistas católicos para
justificar la guerra se cumpliesen siempre-rarísima vez se han cumplido-, las
guerras serían un fenómeno extraordinario.
(7) SAN AGUSTÍN, Ep tst. 47 Publicolae: ML 33,187.
(8) "La causa de legítima defensa contra agresor injusto excluye por completo el
delito, si se ejercita con la debida moderación; en otro caso, solamente
disminuye la imputabilidad, así como también la causa de provocación" (CIC
2205). Ésta es la doctrina vigente en
la Iglesia católica; las condiciones necesarias para que la muerte del injusto
agresor sea lícita son: a) Que el mal inferido para repeler la agresión no
exceda les límites de la estricta defensa. b) Que no sean rechazadas en la
práctica con defensa occisiva las injurias verbales; lo contrario sería un
abuso. c) Que el daño que infiere el agresor sea muy grave y moralmente
presente. Como daño muy grave se considera la pérdida de la vida, la lesión del
pudor, la mutilación o deformación grave de los miembros principales, la pérdida
de los bienes de fortuna en gran valor. d) Que el daño sea injusto, aunque lo
sea tan sólo materialmente; por esta razón es lícita la agresión occisiva contra
un borracho o un loco que guardase las demás condiciones de injusto agresor.
(9) Cf. Ep 4,26; Ps 4 y 5.
(10) Cf. Ep 3,17.
(11) Caín, después de haber matado a Abel, oye la voz de
Dios, que le dice: ¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano está
clamando a mí desde la tierra (Gn
4,10). Cf. Ex 21,12 y Lv 24,17.
(12) Y ciertamente yo demandaré vuestra sangre, que es vuestra vida, de mano de
cualquier viviente (Gn
9,5); Si un buey acornea a un hombre
o a una mujer y se sigue la muerte, el buey será lapidado; no se comerá su
carne... (Ex 21,28).
(13) A ser posible y cuanto de vosotros depende, tened paz con todos (Rm
12,18).
(14) Cf. Ps 7,5: Rdo 78,2- Mt 5.4.9.44; 6,14; Mc 11,25-26; Lc 6,37-38; Ac 7,59;
Ep 4,32; Col 3,13.
(15) Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no
seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; absolved y seréis
absueltos. Dad y se os dará... (Lc
6
Lc 36-38).
(16) El que se venga, será víctima de la venganza del Señor, que le pedirá
exacta cuenta de sus pecados (Si
28,1). Pero, sí no perdonáis a los
hombres las faltas suyas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados (Mt
6,15).
(17) No desdeñes, hijo mío, las lecciones de tu Dios; no te enoje que te
corrija, porque al que Yavé ama le corrige, y aflige al hijo que le es más caro
(Pr 3,11-12).
(18) Pero no os aflijáis y no os pese haberme vendido para aquí, pues para
vuestra vida me ha traído Dios aquí antes de vosotros. No sois, pues, vosotros
los que me habéis traído aquí; es Dios quien me trajo (Gn
45,5-8).
(19) David dijo a Abisaí y a todos sus seguidores: Ya veis que mi hijo salido de
mis entrañas busca mi vida; con mucha más razón ese hijo de Benjamín. Dejadle
maldecir, pues se lo ha mandado Yavé (2 Re. 16,11).
(20) SAN JUAN CRISÓSTOHO, Quod nemo laedatur nisi a seipso: MG 52,459-480.
(21) En esto se conocen los hijos de Dios y los hijos del diablo: el que no
practica la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano (1 Jn
3,11).
(22) Dispuesta estaba entre los impíos su sepultura y fue en la muerte igualado
a los malhechores; a pesar de no haber en él maldad, ni haber mentira en su boca
(Is 53,9).