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CAPITULO IV Cuarto mandamiento del Decálogo
Honra a tu padre y al tu madre, püi aí que vivas largos años en la tierra que Yavé, tu Dios, te da (Ex 20,12)
I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL MANDAMIENTO
Si es grande la excelencia de
los tres primeros mandamientos-superiores a todos los demás por la sublime
dignidad de su objeto: Dios-, también son necesarios para la vida cristiana (y
debe ponerse igualmente sumo interés en su explicación) los siete restantes.
Éstos son una escuela perfecta de caridad fraterna e indirectamente nos conducen
también a Dios, motivación última del amor al prójimo. Jesucristo, Nuestro
Señor, nos dijo que el amor al prójimo es un precepto en todo semejante al del
amor de Dios (1)
La caridad fraterna, además, aparte de los abundantísimos y preciosos frutos que
reporta a las almas, es la mejor prueba de la obediencia que debemos al primer y
fundamental precepto del amor divino: Pues el que no ama a su hermano, a quien
ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve (1 |n. 4,20). Y de la misma
manera, si no amamos y respetamos a los padres, a quienes debemos por voluntad
divina todo el obsequio y a quienes tenemos siempre a nuestro lado, ¿cómo
honraremos a Dios, nuestro mayor y mejor Padre, absolutamente invisible para
nosotros?
El ámbito de este mandamiento es vastísimo. Porque, además de aquellos que nos
dieron físicamente la vida, existen otros muchos a quienes debemos rodear del
mismo respeto y amor que a los padres, o por razón de su dignidad y autoridad, o
por los beneficios que nos reportan, o por los cargos que ocupan.
Además de esta eficacia directa sobre los hijos y subditos, tiene el mandamiento
otra y muy grande sobre la función de los padres y superiores, llamados a
cooperar con Dios, procurando que cuantos viven bajo su poder o atribuciones se
conformen a la divina ley. Entendiendo los hijos y subditos que es Dios el que
quiere y manda que se trate a los padres con toda veneración, se facilitará
muchísimo la misión de éstos.
II. Su DIFERENCIA CON LOS TRES PRIMEROS PRECEPTOS
Dios hizo grabar los diez
mandamientos en dos tablas distintas (2). En la primera estaban los tres
primeros, ya explicados, y en la segunda los siete restantes. Y esta misma
división material nos habla de su íntima diferencia.
1) Todo cuanto se manda o prohibe al hombre en las leyes divinas hay que
encuadrarlo en uno de estos dos aspectos: el amor de Dios y el amor del prójimo.
iLos tres primeros preceptos del Decálogo nos enseñan y exigen el amor de Dios;
y en los siete restantes se contiene cuanto dice relación al amor de nuestros
prójimos.
El objeto común de los preceptos de la primera tabla es Dios, sumo Bien del
hombre; en los otros, es el bien del prójimo. Los primeros miran al supremo
Amor, los segundos al amor inmediato de los hombres. Aquéllos tienden
directamente al último fin; éstos, a los medios que llevan a aquél.
2) Otra diferencia es que el motivo en que se basa el amor de Dios es el mismo
Dios, porque Dios debe ser amado en sumo grado por sí mismo, y no por razón de
ninguna otra realidad; y el amor del prójimo nace del amor de Dios, y a él debe
ordenarse siempre como a regla segura.
Por consiguiente, si amamos a los padres, obedecemos a los patronos y respetamos
a los superiores, lo hacemos por Dios, que les creó y les constituyó para regir
la sociedad humana. Y les prestamos honor en cuanto vemos en ellos una divina
investidura de dignidad, refiriéndose así nuestro amor y reverencia, a través de
sus personas, al mismo Dios.
Jesucristo lo afirma expresamente, refiriéndose a los superiores espirituales:
El que os recibe a vosotros, a mí me recibe, y el que me recibe a mí, recibe al
que me envió (Mt
10,40). Y San Pablo amonesta a los esclavos: Sier-vos, obedeced a
vuestros amos según la carne, como a Cristo, con temor y temblor en la sencillez
de vuestro corazón; no sirviendo al ojo, como buscando agradar al hombre, sino
como siervos de Cristo, que cumplen de corazón la voluntad de Dios (Ep
6,5-6).
3) Añádase a esto que el honor, la veneración y el culto de Dios deben tender
hasta lo infinito, como infinitamente puede aumentar nuestro amor hacia Él:
Amarás a Yavé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu poder
(Dt
6,5
Mt 22,37
Mc 12,30
Lc 10,27).
El amor al prójimo, en cambio, tiene sus límites bien definidos: Amarás a tu
prójimo como a ti mismo (Lv
19,18
Mt 20,39). El que pretendiera amar
al prójimo como a Dios mismo, comptería un gravísimo pecado: Si alguno viene a
mí-dice Cristo-y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a
sus hermanos, a sus hermanas y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo (Lc
14,26). Y en otra ocasión: Deja a los muertos sepultar a sus
muertos, y tú vete y anuncia el reino de Dios (Lc
9,60). Y más claramente, en San Mateo: El que ama al padre o a la
madre más que a mí, no es digno de mí (Mt
10,37).
Evidentemente, nadie puede dudar que Dios ha ordenado amar y respetar a los
padres; pero es lógico, y así lo exige la Ley, que el honor y el culto debido a
Dios, Padre y Creador de todas las cosas, debe superar todo otro sentimiento,
incluso el amor a los padres. Y si en alguna ocasión este sentimiento
pretendiera obstaculizar nuestro camino hacia Dios, es evidente que hemos de
preferir la voluntad divina a la arbitrariedad de cualquier criatura, incluido
el padre y la madre, según aquella divina palabra: Es preciso obedecer a Dios
antes que a los hombres (Ac
5,29).
Expliquemos ya cada una de las
palabras con que se formula el mandamiento.
A) Honrar padre y madre
Honrar significa sentir alta estima de una persona y tener en gran aprecio
cuanto a ella se refiera. Incluye, pues, este vocablo: amor, obsequio,
obediencia y reverencia.
Sabiamente puso Dios esta palabra en el cuarto mandamiento, y no las de "amar" o
"temer", porque no siempre el amor va acompañado del obsequio y de la
obediencia, y el temor no incluye siempre el amor. En cambio, cuando
sinceramente se honra a una persona, se la ama y se la respeta.
Las palabras padre y madre se usan aquí en un sentido muy amplio. Comprenden no
solamente a quienes nos dieron la vida humana, sino también a otras personas,
como claramente se deduce de muchos textos bíblicos (3).
La Sagrada Escritura llama padres a los prelados y pastores de la Iglesia: No
escribo esto para confundiros, sino para amonestaros, como a hijos míos
carísimos. Porque aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, pero no muchos
padres, que quien os engendró en Cristo por el Evangelio fui yo (1Co
4,14). Y en el Eclesiástico: Alabemos a los varones gloriosos,
nuestros padres, que vivieron en el curso de las edades (Si
44,1).
Son llamados padres también las personas revestidas de autoridad y poderes de
gobierno. Naamán, por ejemplo, era llamado padre por sus esclavos (4).
Igualmente son llamados padres quienes de alguna manera tienen cuidado,
protección y tutela sobre otros: los tutores, pedagogos y maestros, etc. Elias y
Elíseo ion llamados padres por sus discípulos (5), Finalmente, las personas
venerandas por su edad, los ancianos, a quienes también se debe reverencia y
respeto (6).
Ciertamente que, entre todos, deben ser honrados y amados los padres que nos
dieron la vida. A ellos especialmente se refiere el mandamiento. Ellos son para
nosotros como la imagen del Dios inmortal y en ellos vemos la idea de nuestro
origen supremo; de ellos se sirvió el Señor para darnos la vida y para
infundirnos el alma inmortal; ellos nos acercaron a los sacramentos y nos
educaron en la religión, en la cultura, en la vida civil y en las buenas
costumbres.
Y la explícita referencia que hace el mandamiento a la madre debe estimularnos a
valorar sus particulares dones y sacrificios: el tembloroso cuidado con que nos
llevó en su seno y el trabajo penoso con que nos dio la vida y vigiló nuestros
primeros pasos (7).
1) AMOR FILIAL.-El honor que damos a los padres debe brotar del amor rebosante
en nuestros corazones de hijos.
Amor que, prescindiendo de otros motivos, debe ser para nosotros un deber de
correspondencia. Todos los padres sienten por sus hijos un amor tan profundo,
tan inmenso, que no rehusan por ellos sacrificio alguno, ni trabajo, ni pena.
Ninguna recompensa mejor, ni más grata, pueden esperar que sentirse igualmente
amados por sus queridos hijos.
José, elevado a la categoría de virrey de Egipto, recibió a su anciano padre con
profundas manifestaciones de afecto (8), y Salomón se levantó del trono real
para recibir a su madre con toda reverencia, haciéndola sentar después a su
diestra (9).
2) OTROS DEBERES.-Si el amor es el primero de nuestros deberes para con los
padres, no es el único. Hemos de honrarles también:
a) Con nuestra oración a Dios, para que les conceda el necesario bienestar en la
vida, la estima de los demás y la propia complacencia divina y de los santos que
están en el cielo.
b) Con la sumisión a sus deseos y criterios, según el consejo de Salomón:
Escucha, hijo mío, tas amonestacio nes de tu padre y no desdeñes las enseñanzas
de tu madre; porque serán corona de gloria en su cabeza y collar en tu cuello (Pr
1,8-9). San Pablo añade: Hijos, obedeced a vuestros padres en
todo, que esto es grato al Señor (Col
3,20); Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor, porque es
justo (Ep
6,1).
Exhortaciones que la misma Escritura confirma con significativos ejemplos:
Isaac, atado y conducido por su padre al sacrificio, obedece sin protestar (10);
los Recabitas, fieles al consejo paterno, se abstuvieron por toda la vida de
beber vino (11), etc.
c) Con la imitación de sus santos ejemplos. La prueba de mayor afecto es querer
imitarles, guiados por sus prudentes consejos,
d) Con la ayuda de todo lo necesario para su sostenimiento y bienestar. El mismo
Cristo reprobó la conducta de los fariseos: ¿Por qué traspasáis vosotros el
precepto de Dios por vuestras tradiciones? Pues Dios dijo: Honra a tu padre y a
tu madre, y quien maldijere a su padre o a su madre, sea muerto. Pero vosotros
decís: Si alguno dijere a su padre o a su madre: "Cuanto de mí pudiere
aprovecharte, sea ofrenda", ése no tiene que honrar a su padre; u habéis anulado
la palabra de Dios por vuestra tradición (Mt
15,3-6).
Deber que se acentúa y agrava especialmente cuando los padres se encuentran
enfermos de peligro. Deben entonces los hijos extremar sus cuidados para
proporcionarles a tiempo los últimos sacramentos y facilitarles la visita y
asistencia de aquellas personas especialmente religiosas que puedan fortalecer
su debilidad, animándoles y levantando su esperanza a la eternidad. Fortalecidos
así por la fe. esperanza y caridad, y con los auxilios religiosos, pasarán a la
vida eterna, no oprimidos por el temor de la muerte, sino animados por el deseo
del cielo.
e) Por último, ya después de su muerte, deben demostrar los hijos su amor a los
padres cuidándose de su sepultura y funerales, celebrando misas en sus
aniversarios y ejecutando fielmente su voluntad testamentaria.
B) Honrar a los constituidos en autoridad
Deben animarnos idénticos sentimientos de amor, respeto y veneración hacia todos
aquellos que-como antes notábamos-participan de alguna manera de la condición de
padres: los obispos, los sacerdotes, la autoridad civil, los tutores, los
maestros, los ancianos, etc.
1) A propósito de los obispos y sacerdotes, escribía San Pablo: Los presbíteros
que presiden bien, sean tenidos en doble honor, sobre todo los que se ocupan en
la predi-cación y la enseñanza (1Tm
5,17). Y los fieles de Galacia dieron especiales pruebas de
afectuoso acatamiento al Apóstol, por lo que él les alabó: Yo mismo testifico
que, de haberos sido posible, los ojos mismos os hubierais arrancado para
dármelos (Ga
4,15).
Y justamente deben los íieles procurar a los sacerdotes los medios necesarios
para su decoroso mantenimiento. San Pablo escribió: ¿Quién milita jamás a sus
propias expensas? (1Co
9,7). Y el Eclesiástico ordena: Teme al Señor y honra al
sacerdote y dale la porción que te está mandado: las primicias y la ofrenda por
el pecado (Si
7,33-34).
Débeseles también a los sacerdotes obediencia: Obedeced a vuestros
padres-escribía San Pablo-y estadles su jetos, que ellos velan sobre vuestras
almas, como quien ha de dar cuenta de ellas (He
13,17). Y Jesucristo nos insiste en el mismo deber aunque se
trate de malos sacerdotes: En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y
/os fariseos. Haced, pues, y guardad lo que os digan, pero no los imitéis en las
obras, porque ellos dicen y no hacen (Mt
33,2-3).
2) Idénticos principios deben regular nuestra conducta con los civilmente
constituidos en autoridad. San Pablo, en su Carta a los Romanos, explica
ampliamente los deberes de respeto, honor y sujeción que con ellos deben
ligarnos (12); en otra ocasión manda hacer oración por ellos (13). Y San Pedro
escribía en idéntico sentido: Por amor del Señor, esíad sujetos a toda autoridad
humana; ya el emperador, como soberano; ya a los gobernadores, como delegados
suyos (1P
2,13). En realidad, el honor que tributamos a los poderes humanos
va referido al mismo Dios, cuya infinita potestad encarnan en su autoridad
participada. En ellos veneramos la providencia de Dios, que les confirió las
funciones de gobierno público y se sirve de sus personas como de delegados y
representantes de su supremo poder ".
Y aunque se trate de tiranos u hostiles a nosotros por sus ideas o por el
abusivo ejercicio de su autoridad, hemos de obedecerles. Por extraño que nos
parezca, no son éstos motivos suficientes para rebelarnos contra ellos, porque
no es a los hombres a quienes obedecemos, sino a la autoridad divina que
representan. La Sagrada Escritura nos ofrece el ejemplo de David honrando a
Saúl15, su acérrimo enemigo: Entre estos enemigos de la paz, yo soy todo paz (Ps
119,7).
En un único caso no es lícito obedecer a la autoridad constituida: cuando
pretende imponernos alguna cosa injusta o malvada. Porque en tal caso dejan de
obrar en virtud de un poder legítimo, movidos únicamente por su propia
injusticia y perversidad.
G) El premio prometido a los observantes
El mismo Dios-después de
imponernos el precepto: "Honra a tu padre y a tu madre"-nos señala el premio de
su observancia: "Para que vivas largos años en la tierra". Con ello significa el
Señor que gozarán dilatadamente del don de la vida quienes mejor hayan sabido
apreciar, respetar y agradecer el valor del padre y de la madre, que le dieron
el ser y la luz.
Con esta promesa de longevidad se refiere el Señor no sólo a la vida eterna y
bienaventurada, sino también a la posesión de una larga existencia terrena, como
aclara San Pablo: La piedad es útil para todo u tiene promesas para la vida
presente y para la futura (1Tm 4,8). Alguno objetará quizá que no es demasiado
apreciable el don de una vida larga, cuando tantos santos (Job, David, Pablo...)
expresamente afirman preferir la muerte a esta vida, tan llena frecuentemente de
trabajos y calamidades 16. Es cierto; pero no lo es menos que la promesa de Dios
expresada en aquellas palabras: Que Yave, tu Dios, te dará (Ex
20,3), incluye no solamente el hecho de una larga existencia,
sino también las necesarias gracias espirituales y corporales para poder vivirla
tranquila y serenamente. En el Deute-ronomio se nos redacta la misma promesa de
esta manera: Para que vivas largos años y seas feliz en la tierra que Yave, tu
Dios, te da (Dt
5,16). Y San Pablo repite la misma expresión en su Carta a los
Efesios ".
El sentido de la promesa es claro. ¿Cómo explicar, pues, que con frecuencia sea
tan breve la vida de aquellos que piadosamente aman y honran a sus padres? La
respuesta es doble:
a) O porque Dios realizó en ellos, con la muerte, lo sustancial de la promesa,
llevándoseles providencialmente antes que la vida pudiese desviarles de la
virtud y santidad: Fue arrebatado por que la maldad no pervirtiese su
inteligencia y el engaño no extraviase su alma (Sg
4,11).
b) O porque Dios les saca de la tierra, antes que sobrevengan tiempos de
perturbación y de desventura, para librarles de ellos, según la palabra del
profeta: Desaparecen los buenos, y no hay quien entienda que el justo es
recogido ante la aflicción (Is
57,1
Sg 4,10).
En ambas hipótesis el Señor les substrae benignamente a los peligros de su
virtud y a los castigos decretados para los hombres, ahorrándoles así las
lágrimas y lutos por sus parientes y amigos. De donde puede argüirse que nos
encontramos inminentes a tiempos de desventura cuando vemos que los justos
mueren en edad temprana.
Y así como premia Dios la
conducta de los hijos que saben ser buenos y agradecidos para con sus padres,
reserva igualmente duros castigos para los perversos y desagradecidos. Escrito
está: El que maldijere a su padre o a su madre, será muerto (Ex
21,17
Lv 20,9
Mt 15,4): El que maltrata a su padre
y ahuyenta a su madre, es un hijo infame y deshonroso (Pr
19,26); El que maldice a su padre o a su madre verá extinguirse
su lámpara en oscuridad tenebrosa (Pr
20,20); Al que escarnece a su padre y pisotea el respeto de su
madre, cuervos del valle le sa-quen los ojas y devórenle aguiluchos (Pr
30,17).
La Sagrada Escritura cita numerosos casos de hijos que ofendieron a sus padres,
contra los cuales hizo recaer Dios su venganza (18). Absalón, por ejemplo, murió
asesinado por haber injuriado a su padre David (19). Y el Deuteronomio dice de
quienes no respetan a los sacerdotes: El que, dejándose llevar de la soberbia,
no escuchare al sacerdote, que está allí para servir a Yave, tu Dios, o no
escuchare al juez, será condenado a muerte (Dt
17,12).
V. DEBERES DE LOS PADRES PARA CON LOS HIJOS
La misma ley
divina que impone a los hijos el deber de amar y obedecer a los padres,
establece también los graves deberes de éstos para con los hijos: educarlos en
la religión y honestidad de costumbres y proporcionarles las reglas prácticas
para vivir santamente en el servicio de Dios (20). Así leemos lo hicieron los
padres con su hija Susana (21).
Ante todo, deben ser los padres para sus hijos maestros de virtud con el ejemplo
de su piedad, modestia, continencia y santidad.
Evitarán además:
1) Hablar, tratar o mandar a sus hijos con excesiva aspereza. San Pablo les
dice: Padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, por que no se hagan
pusilánimes (Col
3,21
Ep 6,4). Con
excesivo rigor no conseguirán más que engendrar en ellos un carácter tímido y
pusilánime. Más que castigar, han de saber corregirles razonablemente.
2) Por otra parte, especialmente en caso de faltas morales, no descuiden la
conveniente reprensión y castigo.
La excesiva indulgencia de los padres es causa de la ruina de muchos hijos.
Tenemos el ejemplo del sumo sacerdote Helí, castigado por Dios con la muerte por
haber sido de masiado débil con sus hijos (22).
3) Por último, no se dejen guiar, ni aun para sus hijos, por miras demasiado
bajas y cálculos de interés terreno. Son muchos los padres que parece no tienen
más ideal que dejar a sus hijos pingües fortunas y vistosos patrimonios,
educándoles más en la avaricia y ambición de riquezas que en la religión, piedad
y virtud. ¿Cabe vulgaridad más crasa e innoble que preferir para los hijos el
dinero a los valores del alma? En su afán de legarles una considerable herencia,
con todo el enorme peso de sus vicios y bajos instintos, se convierten para
ellos en miserables instigadores a la condenación eterna, cuando debieron ser
sus mejores guías para el cielo (23).
Consideren seriamente los padres el santo ejemplo del anciano Tobías (24) y
procuren educar a sus hijos en el servicio de Dios y en la santidad. Será la
mejor semilla para cosechar de ellos copiosos frutos de amor, veneración y
respeto (25).
______________
NOTAS:
(1) El segundo, semejante a éste, es: "Amarás al prójimo como a ti mismo" (Mt
22,29). El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Mayor que éstos no hay mandamiento alguno (Mc
12,31).
(2) Dijo Yavé a Moisés: Sube a mí al monte y estáte allí. Te daré unas tablas de
piedra, y escritas en ellas las leyes y mandamientos que te he dado para que se
las enseñes (Ex
24,12).
Cf. Dt 4,13; Ex 31,18; Dt 9,10.
(3) Cf.Jdt 17,10; 18,19; 4 Re. 2,12; Is 22,21; Ps 44,17, etc.
(4) Cf. 4 Re. 5,3; 1 Mac. 2,65.
(5) Cf. 2 Re. 2,12.
(6) Álzate ante una cabeza blanca y honra la persona del anciano (Lv
19,32).
(7) Acuérdate, hijo, de los muchos trabajos que ella pasó por ti cuando te
llevaba en su seno; cuando muera, dale sepultura a mi lado, en el mismo sepulcro
(Tb
4,4). Y como el que atesora es el que honra a su madre (Si
3,5). De todo corazón honra a tu padre y no olvides los dolores
de tu madre (Si
7,29).
(8) Cf. Gn 41,43; 46,29; 47,7.
(9) Cf. 3 Re. 2,19.
(10) Cf. Gn 22,8-9.
(11) Cf. Jr 35,8.
(12) Todos habéis de estar sometidos a las autoridades superiores, que no hay
autoridad sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas; de suerte
que quien resiste a la autoridad, resiste a la disposición de Dios (Rm
13,1-2).
(13) Ante todo te ruego que se hagan peticiones... por los emperadores y por
todos los constituidos en dignidad (1Tm 2,1-2).
(14) Cf. Is 45,1-2; Jr 27,6-7; Ez 29,19-20.
(15) Cf. 1 Re. 24,7.
(16) () Cf. Job 7,3; Ps 119,6; Flp. 1,23.
(17) "Honra a tu padre y a tu madre", tal es el primer
mandamiento, seguido de promesa, "para que seáis felices y tengáis larga vida
sobre la tierra" (Ep
6,2-3).
(18) Cf. Gn 9,24-25; 45,22; 49,4.
(19) Cf. 2 Re. 1,14.
(20) Cuando os pregunten vuestros hijos: ¿Qué significa para vosotros este
rito?, les responderéis: Es el sacrificio de la Pascua de Yavé, que pasó de
largo por las casas de los hijos de Israel en Egipto... (Ex
26,27). Cuando se completaba la rueda de los días de convite, iba
Job y purificaba (), y, levantándose de madrugada, ofrecía por ellos holocaustos
según su número: pues decía Job: No sea que hayan pecado mis hijos y se hayan
apartado de Dios en su corazón (Jb
1,5). Cf. Pr 19,18; Si 7,26;
(21) Cf. Da 13,2-3.
(22) Cf. 1 Re. 4,18.
(23) Cf. Si 2,18-19; 5,12-14 y 6,2-3.
(24) Cf. Tb c.4.
(25) "Los padres tienen obligación gravísima de procurar con todo empeño la
educación de sus hijos, tanto la religiosa y moral como la física y civil, y de
proveer también a su bien temporal" (CIC
1113).