3100
CAPITULO I:
Primer mandamiento del Decálogo
"No tendrás a otro Dios que a mí" (Ex 20,3)
I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL MANDAMIENTO
La primera parte del decálogo contiene los tres mandamientos que se refieren a Dios, y en la segunda siguen lógicamente los que se refieren al prójimo, ya que sólo en Dios se encuentra la razón de todo cuanto debemos hacer por el prójimo; entonces amamos cristianamente al prójimo cuando lo hacemos por amor de Dios.
II. DOBLE ASPECTO DEL PRECEPTO
Las palabras del primer
mandamiento contienen un doble precepto: el uno positivo, puesto que Dios, al
prohibir al hombre crearse otros dioses, pos;tivamente manda que le sea dado el
honor y respeto debido a Él, único Dios verdadero; y el otro negativo, contenido
en la expresión misma: No tendrás otro Dios que a mí.
1) Incluye el primer aspecto del precepto la práctica de las tres virtudes
teologales: fe, esperanza y caridad. En realidad, si reconocemos a Dios como es,
es decir, eterno, inmutable, siempre igual a sí mismo, afirmamos con ello su
infinita veracidad, y, por consiguiente, la obligación de aceptar sus palabras y
de adherirnos a sus preceptos con plena fe y reconocimiento de su autoridad (1).
Si reconocemos además su omnipotencia, su bondad, sus beneficios, ¿cómo no
colocar en Él nuestra ilimitada confianza y esperanza? (2). Y si Él es la
infinita bondad y el infinito amor derramado sobre nosotros, ¿cómo no ofrecerle
todo nuestro amor? (3).
Por esta razón en las Sagradas Escrituras Dios inicia y concluye invariablemente
todos sus preceptos: "Yo soy el Señor", 2) La segunda parte del mandamiento: "No
tendrás otro Dios que a mí", expresa una misma obligación moral, ya claramente
contenida en el precepto positivo de adorarle como a único verdadero Dios; Dios
no puede ser más que uno.
Sin embargo, hízose necesaria la explícita prohibición por la ignorancia
religiosa de muchos pueblos antiguos que, adorando al verdadero Dios, pretendían
al mismo tiempo mantener el culto de otras muchas falsas divinidades.
Los mismos hebreos cayeron fácilmente en la idolatría, teniendo que intervenir
enérgicamente los profetas para defender la pureza monoteísta del culto
israelítico. Elias les echará en cara ásperamente su "renquear de ambas piernas"
(4). Más tarde los samaritanos adorarán simultánea mente al Dios de Israel y a
los dioses del paganismo (5).
III. EXCELENCIA DE ESTE PRIMER MANDAMIENTO
La suma importancia y
superioridad de este primer mandamiento debe inferirse no tanto de su prioridad
de orden, cuanto de su naturaleza, dignidad y excelencia. Porque son infinitas
las razones por las que debemos amar y venerar a Dios por encima de todos los
reyes y señores de la tierra. Él nos creó y nos gobierna; Él nos nutrió desde el
seno de la madre y nos sacó a la luz de la vida; Él nos provee de todo lo
necesario para subsistir.
Pecan gravemente contra este mandamiento los que no tienen fe, esperanza o
caridad. Y son éstos:
a) los herejes e incrédulos;
b) los que dan crédito a sueños, adivinaciones y espíritus (6);
c) los que desesperan de la propia salvación y se dejan dominar por la
desconfianza en la misericordia divina;
d) los que ponen su única esperanza en el omnipotente poder de las riquezas,
salud, fuerzas físicas del cuerpo, etc.
De todos ellos tratan extensamente los autores en sus tratados morales "de
vicios y pecados".
IV. LEGITIMIDAD DEL CULTO A LOS ÁNGELES Y SANTOS
Pero notemos que no se opone al
culto, debido únicamente a Dios, la veneración e invocación de los ángeles y
santos, ni el culto tributado a sus reliquias, que la Iglesia ha reconocido
siempre como legítimos.
Del hecho de que un rey prohiba que nadie se presente abusivamente como rey y
exija para sí honores reales, no se deduce que prohiba tributar el homenaje
debido a los magistrados o ministros de su reino.
Es cierto que la Biblia utiliza a veces la expresión "adorar" refiriéndola a los
ángeles (7); pero es claro que la palabra "adorar" tiene aouí un significado muy
distinto del culto de adoración debido a sólo Dios. Y si alguna vez leemos que
los ángeles rehusaron la adoración de los hombres (8), se ha de entender que lo
hacían rechazando el honor que a sólo Dios es debido.
Es el mismo Espíritu Santo el que nos manda que a sólo Dios sean dados el honor
y la gloria (1Tm 1,17), quien nos prescribe honrar a los padres y ancianos (9).
Y son los santos patriarcas, fieles defensores del culto al único Dios
verdadero, quienes adoraban-inclinándose en actitud de homenaje o de súplica-a
los reyes (10). Si, pues, es debido este honor a los reyes, por quienes Dios
gobierna el mundo, con mucha más razón deberá tributarse a los ángeles,
ministros de Dios en el gobierno de la Iglesia y de toda la creación, y por cuya
intervención son concedidos constantemente beneficios insignes a las almas y a
los cuerpos de los hombres. Añádase a esto la misma superioridad de su grandeza
sobre todas las dignidades humanas y la suma caridad con que nos aman. Movidos
por ella, intervienen constantemente delante de Dios-según explícito testimonio
de la Escritura-por los pueblos que les han sido encomendados y por los hombres
que custodian, cuyas oraciones y lágrimas presentan ante Dios (11).
En el Evangelio, Cristo conminó terribles amenazas contra quienes se atreven a
escandalizar a los pequeñuelos, porque sus ángeles ven de continuo en el cielo
la faz de mi Padre, que está en los cielos (Mt
18,10).
Hemos, pues, de invocar a los ángeles, porque están perpetuamente delante de
Dios y porque asumen gozosos el patrocinio de salvación de quienes les han sido
encomendados.
A) TESTIMONIOS DE LA SAGRADA ESCRITURA
En la Sagrada Escritura abundan ejemplos muy significativos de invocaciones a
los ángeles. Jacob pidió a uno, con el que había luchado, que le bendijera; y
aún le obligó a hacerlo, protestando que no le dejaría libre sino después de
recibir su bendición (Gn
32,24-26). Y en otra ocasión implora la bendición de un ángel
invisible: El ángel que me ha librado de todo mal, bendiga a estos niños (Gn
48,16).
De lo dicho podrá colegirse también con claridad que el honor tributado a los
santos que durmieron en el Señor, las invocaciones a ellos dirigidas y la
veneración de sus reliquias, no sólo no menoscaban la gloria de Dios, sino que
la acrecientan, avivando y confirmando en nuestros corazones la esperanza del
cielo y el santo deseo de imitar sus virtudes.
B) DOCTRINA CATÓLICA La autoridad de los Padres y Concilios (12) ha confirmado
siempre esta doctrina de la Iglesia. Espléndidamente la expone San Jerónimo (13)
y San Juan Damasceno (14).
C) PRÁCTICA DE LA IGLESIA
Únase a ello la constante tradición, que la Iglesia recibió de los apóstoles y
ha conservado fielmente. Práctica que se apoya en los explícitos testimonios de
la Escritura, que abiertamente celebra la gloria de los santos (15). ¿Cómo
podremos rechazar nosotros los elogios que el mismo Dios ha tejido en su honor?
Otra razón por la que deben ser venerados e invocados los santos es el haber
sido constituidos junto al trono de Dios nuestros constantes intercesores. Por
sus súplicas y méritos son concedidos al hombre numerosos beneficios divinos. Si
en el cielo será mayor la alegría por un pecador que haga penitencia que por
noventa y nueve justos que no necesitan de penitencia (Lc
15,7), es claro que los santos en el cielo interceden con sus
plegarias por la conversión de los pecadores.
Algunos se han atrevido a afirmar que este patrocinio de los santos es
perfectamente inútil, porque Dios no tiene necesidad de intermediarios ni
intercesores para socorrer las necesidades del hombre. San Agustín responde
eficazmente a esta objeción, observando que con frecuencia no suele Dios
conceder sus gracias sin la intercesión de algún mediador que suplique (16). Y
lo confirma la Sagrada Escritura con los sinnificativos ejemplos de Abimelec
(17) y de los amigos de Job, cuyos pecados fueron perdonados por las suplicantes
plegarias de Abraham y Job (18).
Ni puede argüirse que el recurso al patrocinio de los santos indica pobreza y
debilidad de fe, cuando el mismo Evangelio nos dice que el centurión-cuya
grandeza de fe alabó Tesús tan elogiosamente-envió al Maestro los ancianos de
los judíos para implorar la salud de su siervo enfermo (19).
Es doctrina cierta de fe que uno es el Mediador entre Dios y los hombres, el
hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de todos (1Tm
2,5), y por su muerte ñas reconcilió el Padre celestial (Rm
5,10); y realizada la redención eterna, entró en el santuario
celeste, donde vive siempre para interceder por nosotros (). Pero en nada se
opone esta doctrina fundamental del cristianismo al culto e invocación de los
santos. El mismo San Pablo, tan profundo defensor de la única mediación de
Cristo, insiste en solicitar con ahinco las plegarias de los hermanos cristianos
vivos aún sobre la tierra, para que le ayuden ante Dios (20): señal evidente de
que en nada atenúan la gloria de Cristo mediador ni las plegarias de los santos
en el cielo ni la intercesión de los justos sobre la tierra.
Una confirmación categórica de que no desagradan a Dios nuestros cultos y
plegarias a sus santos son los estupendos prodigios obrados en sus sepulcros. En
efecto, constantemente presenciamos milagros obrados por su intercesión: ciegos,
mancos y tullidos que recobran la salud de sus miembros enfermos, muertos que
vuelven a la vida; posesos que se ven libres de la tiranía del demonio, etc.
Autoridades tan seguras como San Ambrosio y San Agustín nos cuentan estos
prodigios, no sólo oídos o leídos, sino presenciados por ellos mismos. Si
todavía vivos tuvieron con frecuencia los santos el don de hacer milagros sobre
la tierra (21), ¿cómo no pensar que Dios continuará complaciéndose en sus
plegarias y en la oferta de sus méritos en nuestro favor? La misma Biblia nos
recuerda el hecho del cadáver que, colocado casualmente en e1 sepulcro de
Elíseo, recibió inmediatamente la vida al contacto de los huesos del profeta
(22).
Al primer mandamiento añadió
Dios esta prohibición: No te harás imágenes talladas, ni figuración alguna de lo
que hay en lo alto de los cielos, ni de lo que hay abajo sobre la tierra, ni de
lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas y no las
servirás (Ex
20,4-5).
Algunos creyeron que era éste un precepto distinto y aunaron los dos últimos
mandamientos () en uno solo. San Agustín, en cambio, cuya sentencia seguimos,
distingue los dos últimos, y considera estas palabras como una precisión del
primer mandamiento.
No debe interpretarse esta prohibición divina en el sentido de que Dios haya
querido proscribir de manera absoluta el arte de la pintura, de la escultura y
de la plástica en general. En la misma Biblia leemos que por mandato divino
fueron hechas imágenes y simulacros de querubines (23) y de una serpiente de
bronce (24).
La prohibición intentaba únicamente impedir que los hebreos caveran en la
idolatría tributando un culto divino a las imágenes.
De dos maneras distintas puede incurrirse en este gravísimo pecado de idolatría:
1) Venerando como divinidades a los ídolos materia les e imágenes: si se les
atribuye una virtud divina o se les invoca y se pone en ellos una confianza que
en sólo Dios debe ponerse. La Sagrada Escritura reprende frecuentemente a los
paganos porque ponían su esperanza en los ídolos (25).
2) Tratando de expresar plásticamente la forma de la divinidad, como si la
divinidad tuviera efectivamente una forma corpórea y pudiera plasmarse en
colores o figuras.
San Juan Damasceno escribe: ¿Quién podrá plasmar la imagen de un Dios que es
invisible, que no tiene cuerpo, que es infinito y no puede concretarse en figura
alguna? (26)
El Concilio II de Nicea ha expuesto ampliamente esta doctrina (27). Y San Pablo
echaba en cara a los paganos el haber trocado la gloria del Dios incorruptible
por la semejanza de la imagen del hombre corruptible, y de aves, cuadrúpedos y
reptiles (Rm
1,23). En otros pasajes, la Escritura llama idólatras a los
hebreos, que, olvidados del Dios verdadero-trocaron su gloria por la imagen de
un buey que come hierba (Ps
105,20)-, se crearon un becerro de oro, delante del cual
gritaban: Israel, ahí tienes a tus dioses, los que te han sacado de la tierra de
Egipto (Ex
32,4).
Habiendo prohibido el Señor a los hebreos el culto de los dioses extraños para
librarlos del peligro de la idolatría, les prohibió igualmente toda imagen de la
divinidad. De aquí la fuerza con que Isaías echará en cara a su pueblo las
culpas idolátricas: ¿A quién, pues, compararéis vuestro Dios, qué imagen haréis
que se le asemeje? (Is
40,18). De aquí igualmente la insistencia con que Moisés tratará
de apartarles del mismo pecado, apoyándose en el símbolo del fuego: Puesto que
en el día en que os habló Yave de en medio del fuego, en Horeb, no visteis
figura alguna, guardaos bien de corromperos haciéndoos imagen alguna tallada...
(Dt
4,15); evidente alusión al posible peligro da tributar, por
error, a alguna criatura el culto y honor que sólo a Dios son debidos.
VI. UTILIDAD DEL CULTO A LAS IMÁGENES
No obstante lo dicho, nadie
considere irreligioso o contrario a la ley divina el representar de alguna
manera sensible a las Personas de la Santísima Trinidad conforme se aparecieron
a los hombres en el Antiguo o Nuevo Testamento (28). Porque ninguno será tan
necio que llegue a ver en estas representaciones la misma divinidad, siendo
claro que con ellas únicamente se pretende representar de algún modo algunas de
las propiedades o acciones atribuidas a Dios.
Así, en la visión del profeta Daniel se nos pinta a Dios como el Anciano de
muchos días, sentado en un trono, delante de los libros abiertos (29); símbolo
de la eterna e infinita sabiduría con la que Dios ve y juzga, como en un libro
abierto, los pensamientos y acciones de todos los hombres.
También los ángeles son representados con forma humana y con alas, para
significar su benevolencia hacia los hombres y la prontitud con que ejecutan las
órdenes de Dios. San Pablo dice de ellos: Todos son espíritus administradores,
enviados para, servicio, en favor de los que han de heredar la salud (He
1,14).
En el Evangelio y en los Hechos de los Apóstoles se utilizan habitualmente las
figuras de paloma y de lenguas de fuego para significar al Espíritu Santo (30).
En cuanto a Nuestro Señor Jesucristo, a su Santísima Madre y a los sanios, que
tuvieron una naturaleza como la nuestra, es claro que no sólo no está prohibido
representarles en imágenes, sino que más bien ello constituye un acto de
devoción y de piedad. Es ésta una doctrina constantemente mantenida en la
Iglesia desde los tiempos apostólicos y confirmada unánimemente por los Padres y
santos Concilios.
Quede bien claro, por consiguiente, que la costumbre de conservar las sagradas
imr genes en las iglesias y el hecho de prestarles un culto de
devoción-dirigido, claro está, no a las imágenes mismas, sino a las personas que
representan-es perfectamente lícito y se ha practicado constantemente en la
Iglesia, con evidentes ventajas para la piedad de los fieles. Pueden verse a
este respecto los escritos de San Juan Damasceno Sobre las imágenes y los
cánones del II Concilio de Nicea.
No negamos que también en ésta como en todas las instituciones, por muy santas
que sean, puede haber abusos. Para evitarlos bastará que los sacerdotes y fieles
se atengan fielmente a los decretos del Concilio de Trento, que más de una vez
explican oportunamente la utilidad de las sagradas imágenes, como escuelas
plásticas de la doctrina revelada en uno y otro Testamento, como recuerdos del
hecho de la redención y de las empresas de los santos y como estímulos para
honrar y reproducir en nuestras propias vidas las virtudes de Cristo y de sus
siervos.
VII PENAS CONTRA LOS TRANSGRESORES DEL MANDAMIENTO
Dice el Señor: Yo soy Yave, tu
Dios; un Dios celoso, que castigo en los hijos las iniquidades de los padres
hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian y hago misericordia
hasta mil generaciones de los que me aman y guardan mis mandamientos (Ex
20,5-6). Dos cosas deben notarse a propósito de estas últimas
palabras del primer mandamiento:
1) Que las penas con que Dios conmina aquí a los transgresores de su ley deben
entenderse válidas para todos los mandamientos, aunque, por la particular
importancia de este primero, Dios haga una explícita y solemne amenaza en éste.
En efecto, en toda ley se impone al hombre su observancia con el premio y con la
pena. La Sagrada Escritura alude constantemente a las promesas y a las amenazas
de Dios respecto a la observancia o a la transgresión de los preceptos divinos.
Omitiendo otros muchos pasajes tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento,
recordemos siquiera algunos del Evangelio: Si quieres entrar en la vida, guarda
los mandamientos (Mt
19,17); No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino
de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos (Mt
7,21); Todo árbol que no dé fruto será cortado y arrojado al
fuego (Mt
3,10); Todo el que se irrita contra su hermano será reo de juicio
(Mt
5,22); Si no perdonáis a los hombres las faltas suyas, tampoco
vuestro Padre os perdonará vuestros pecados (Mt
5,15).
2) Que estas promesas y amenazas divinas tienen muy distinta eficacia sobre las
almas buenas y sobre los pecadores. Porque los buenos, los que son movidos por
el espíritu de Dios (Rm
8,14) y le obedecen con generosa docilidad, verán en estas
expresiones del Señor una promesa de pozo, una luminosa prueba de las
disposiciones con que Dios les mira. En ellas apreciarán el cuidado del Dios
amantísimo de los hombres, que estimula con los atractivos del premio y con las
amenazas del castiqo al verdadero culto y a la salvación. Reconocerán también en
ellas la infinita bondad del Señor, que, con los santos mandamientos, quiere
hacer converger toda actividad humana a la gloria de su divino nombre. Todo esto
alimentará en ellos la esperanza de que, así como manda lo que quiere, Dios les
dará la energía necesaria para obedecerle.
Los pecadores, en cambio, esclavos de la culpa y más temerosos de los castigos
divinos que amantes de la virtud, no verán más que la aspereza y gravedad de los
mandamientos divinos y de las amenazas que les acompañan.
Convendrá tratar a estas almas con verdadero sentímiento de piedad,
infundiéndoles ánimos y tomándoles casi por la mano para llevarles prudentemente
a la observancia de la ley.
Con estas
últimas palabras del primer mandamiento pretendió además el Señor presentar al
hombre estímulos eficaces para suscitar en su espíritu el respeto a la divina
ley.
1) Dios ES FUERTE.-Con frecuencia la naturaleza humana, soliviantada contra las
amenazas divinas, va mendigando en vano pretextos para escapar a la ira de Dios
y a las penas del pecado. Mas el que tiene una fe segura en la fortaleza de
Dios, se verá obligado a exclamar con el profeta: ¿Dónde podría alejarme de tu
espíritu? ¿Adonde huir de tu presencia? (Ps
38,7).
Quien desconfía de las promesas divinas tiembla ante la fuerza de sus enemigos
espirituales y fácilmente termina por convencerse de que es incapaz para
resistirlos; pero quien posea una fe segura y animosa (31), no sólo no temerá
nada, sino que, apoyándose en la fuerza y virtud divinas, sentirá toda la
energía que se le deriva al alma de su contacto cpn Dios: El Señor es mi luz y
mi salud-exclamaba David-, ¿a quién he de temer? El Señor es el baluarte de mi
vida, ¿ante quién he de temblar? (Ps
26,1).
2) Dios ES CELOSO.-Si pensáramos que Dios no se cuida de las cosas humanas, que
no se preocupa de nuestro amor o de nuestro pecar, nuestra vida estaría
totalmente dominada por un confusionismo caótico. Pero si creemos que la mirada
de Dios está sobre nosotros, ¡qué cambio para toda nuestra vida!
No debe pensarse, ni de lejos, que este divino celo implique en Dios-como sucede
en los hombres-perturbación alguna de ánimo. Significa sencillamente aquel
divino amor y aquella admirable providencia por la que Dios no tolera, ni puede
tolerar, que un alma se aparte impunemente de Él o que, apartándose, quede
tranquila y sin castigo (32).
El celo de Dios es, pues, su misma justicia, sincera y serena, por la que el
alma, apartada del amor de su Señor, es repudiada y, como culpable de adulterio,
alejada de su divina y amorosa unión.
Este mismo celo del Señor se manifiesta, en cambio, dulce y suave, cuando nos
muestra la inefable voluntad divina en pruebas de amor y como providencia de
salvación. Manifestándose celoso de nuestro amor, revela Dios el íntimo e
infinito amor con que nos ama, como Esposo de nuestras almas. No se concibe, en
efecto, amor humano más apasionado ni unión más íntima que la existente entre
dos esposos.
Aprovechemos esta reflexión para caer en la cuenta de que hemos de preocuparnos
del honor y del culto de Dios como celosos, más aún que como amantes. He sentido
vivo celo por Yave Sebaot (3 Re. 19,14); Porque me consume el celo de tu casa (Ps
68
Ps 10).
3) Dios CONMINA CON PENAS TERRIBLES A LOS TRANSGRESORES DE SU LEY.-No puede el
Señor permitir que los pecadores queden impunes; los castigará pues, o como
padre que reprende a sus hijos o como juez severo que atormenta a los
delincuentes. Dice Moisés: Has de saber, pues, que Yavé, tu Dios, es el Dios que
guarda la alianza y la misericordia hasta mil generaciones a las que le aman y
guardan sus mandamientos: pero retribuye en cara al que le aborrece,
destruyéndole (Dt
7,9-10).
Y en el libro de Josué: Vosotros no seréis capaces de servir a Yavé, que es un
Dios santo, un Dios celoso: Él no perdonará vuestras transgresiones y vuestros
pecados; cuando os apartéis de Yavé y sirváis a dioses extraños. Él se volverá,
u después de haberos hecho el bien, os dará el mal y os consumirá ().
La amenaza de Dios de extender sus castigos hasta la tercera y cuarta qeneración
debe entenderse no en el sentido de que los hijos pagarán siempre las penas de
las culpas de sus padres, sino en el sentido de que es absolutamente necesaria
una expiación; y si los padres culpables no expían, su posteridad no podrá del
todo evitar la ira y la pena divina.
Recuérdese a este propósito el caso tan significativo del rey Josías. Dios le
perdonó en vista de su singular piedad y le concedió descender en paz al
sepulcro de sus padres, sin que asistiera a los inminentes males pronunciados
contra el reino de Judá y contra la misma ciudad de Jerusalén por las maldades
de Manases, su abuelo; mas, después de su muerte, la venganza de Dios alcanzó a
sus descendientes, sin perdonar a sus mismos hijos (33).
Ni ha de verse contradicción entre esta conducta divina y las palabras de
Ezequiel: El alma que pecare, ésa perecerá (Ez
18,4). San Gregorio, totalmente concorde con la doctrina de los
Santos Padres, lo explica así: Todo el que reproduce la maldad de su padre, está
también vincu* lado a su culpa. Mas el que no imita su maldad, no es portador de
su carga moral. Y así el hijo malo de padre malo, no sólo paga las culpas
propias, sino también las de su padre, no habiendo temido añadir a la
perversidad pa- terna, contra la cual estaba el Señor airado, su propia maldad;
es justo, por lo demás, que el que, a la vista de un seuero juez, no se contuvo
de seguir los pasos de un mal padre, sea obligado aun en esta vida a pagar las
culpas del propio padre impío.
No olvidemos, sin embargo, que en Dios la bondad y la misericordia hacia
nosotros superan siempre su justicia. Si ésta se extiende hasta la tercera y
cuarta generación de los que le odian, su misericordia llega hasta la milésima
generación de los que le aman y guardan sus mandamientos (Ex
20
Ex 5-6).
4) CONTRA AQUELLOS QUE LE ODIAN.-Estas palabras expresan la verdadera esencia
del pecado. ¿Puede acaso concebirse algo más horrible o nefasto que llegar a
odiar la misma Bondad infinita, y la verdad esencial, que es Dios?
Y este odio está presente en todo pecado. Porque así como dice Cristo que el que
recibe sus preceptos y los guarda, ése es el que le ama (Jn
14,21), así debe decirse con toda verdad que el que desprecia la
ley del Señor le odia.
5) HARÁ MISERICORDIA CON LOS QUE LE AMAN.-Esta expresión manifiesta el motivo
que debe animar la observancia de la ley divina. Porque es necesario que quienes
obedecen a los preceptos de Dios lo hagan movidos por el amor. Mas de esto
volveremos a hablar en la explicación de cada uno de los restantes mandamientos.
________________
NOTAS:
(1) Porque yo, Yavé, no me he mudado, y vosotros, hijos de Jacob, no habéis
cesado (Ml
3,6). Todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba,
desciende del Padre de las luces, en el cual no se da mudanza ni sombra de
alteración (Jc
1,17). Cf. Ps 101,28; Dt 32,4.
(2) Yavé, mi Dios, a ti me acojo; sálvame de cuantos me per siguen; líbrame.
Guárdame, Yavé, que a ti me confío. Ostenta tu magnífica piedad, tú que salvas
del enemigo a los que a ti se acogen (Ps
7,2
Ps 15,1
Ps 16,7). Cf. Ps
17,31; 70,1; 72,28, etc. Pr 16,20.
(3) ¿O es que desprecias la riqueza de su bondad, paciencia y longanimidad,
desconociendo que la bondad de Dios te atrae a penitencia? (Rm
2
Rm 4). Y yo les
di a conocer tu nombre y se lo haré conocer, para que el amor con que tú me has
amado esté en ellos y yo en ellos (Jn
17,26). Cf. Rm 12,9.
(4) Y, acercándose Elias a todo el pueblo, les dijo: ¿Y hasta cuándo habéis de
estar vosotros claudicando de un lado y de otro? Si Yavé es Dios, seguidle a Él:
y si lo es Baal, id tras él (3 Re. 18,21).
(5) Cf. 4 Re. 17,27-29; 17,33-41.
(6) No practicaréis la adivinación y la magia (Lv
19,26). Cf. Dt 18,10; Is 2,6; Jcr. 27,9; D 2182.
(7) Y, alzando los ojos (), vio parados cerca de él tres varones. En cuanto los
vio salióles al encuentro..., se postró en tierra... (Gn
18
Gn 2). Cf. Gn
19,1; Núm. 22,31; Is 5,15.
(8) Me arrojé a sus pies para adorarle, y me dijo: Mira, no hagas eso; consiervo
tuyo soy y de tas hermanos, los que tienen el testimonio de Jesús. Adora a Dios
(Ap
19,10).
(9) Honra a tu padre y a tu madre para que vivas largos años en la tierra que Y
ave, tu Dios, te da (Ex
20
Ex 12). Cf. Dt
5,16. Álzate ante una cabeza blanca y honra la persona del anciano (Lv
19,32).
(10) Gen, 23,7-12; 42,6; 1 Re. 24,9; 25,23; 2 Re. 9,6-3.
(11) Mas Miguel, uno de los príncipes supremos, vino en mi ayuda, y yo me quedé
allí ¡unto a los reyes de Persia (Da
10,13). Cuando orabais tú y tu nuera, Sara, yo presentaba ante el
Santo vuestras oraciones (Tb
12,12).
(12) Cf. C. Nicea, ses.VII: D 302.
(13) SAN JERÓNIMO, Contra Vigilantio: ML 33,353-368.
(14) SAN JUAN DAMASCENO, De fide orthodoxa, 1.4 c.16: MG 94,1167-1176.
(15) Cf. Eccl. 44ss.
(16) SAN AGUSTÍN, Super Ex, 1.2 q.149: ML 34,645-646.
(17) Rogó Abraham por Abimelec. ti curó Dios a Abimetec, a su mujer q a sus
siervos... (Gn
20,27).
(18) Y Job, mi siervo, voaará por vosotros, y en atención a él no os haré mal (Jb
42,8).
(19) Cf. Mt 8,10; Lc 7,3.
(20) Os exhorto, hermanos, por nuestro Señor Jesucristo y por la caridad del
espíritu, a que me ayudéis en esta lucha mediante vuestras oraciones a Dios por
mí (Rm
15,30).
(21) Cf. 4 Re. 2.14; Ac 19,12; 5.15. ¦
(22) Cf. 4 Re. 13,21.
(23) Harás dos Querubines de oro (Ex
28
Ex 18). Hizo en
el santuario dos querubines de madera de olivo (3 Re. 6,23). Cf. 2Ch 3,7.
(24) Y Yavé dijo a Moisés: Hazte una serpiente de bronce y ponía sobre un asta
().
(25) Cf. Is 10,10-11; 40,18-19; Sg 13,16-18; Ps 113,8; Dcut. 4,16-17..
(26) SAN TUAN DAMASCENO, De fide orthodoxa, 1.4 c.16; MG 94,1170-1171.
(27) C. Nicea, ses.VII: D 302.
(28) Cf. Gn 18,2; Mt 17,5-6.
(29) Estuve mirando hasta que fueron puestos tronos, y vi a un anciano de muchos
días, cuyas vestiduras eran blancas como la nieve, y los cabellos de su cabeza,
como lana blanca. Su trono llameaba como llamas de fuego... Sentóse el Juez y
fueron abiertos los libros... (Da
7,9-10).
(30) Bautizado Jesús, salió luego del agua. Y he aquí que vio abrirse los cielos
y al Espíritu Santo de Dios descender como paloma y venir sobre Él (Mt
3,16). Aparecieron como divididas lenguas de fuego, que se
posaron sobre cada uno de ellos, quedando todos llenos del Espíritu Santo (Ac
2,3).
(31) Pero pide con fe, sin vacilar en nada, que quien vacila es semejante a las
obras1 de-1 mal, movidas por el viento... (Jc
1,6).
(32) Porque los que se alejan de ti perecerán; arruinas a los que te son
infieles (Ps
72,27).
(33) Cf. 4 Re. 22,19-20; 2Ch 24 y 25.