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LOS MANDAMIENTOS
I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL DECÁLOGO
San Agustín llama al Decálogo
compendio y síntesis de todas las leyes. "Porque, aunque fueron muchas las cosas
que Dios habló a los hombres, dos solamente fueron las tablas de piedra dadas a
Moisés: las tablas del Testamento, que habían de guardarse en el arca (1) Todo
lo demás que el Señor había preceptuado se resume y contiene en los diez
mandamientos, grabados en estas dos piedras. Mandamientos que, a su vez, se
resumen en los dos preceptos del amor a Dios y al prójimo, de los cuales, según
testimonio del mismo Cristo, penden toda la ley y los profetas (Mt
32,40) (2).
El estudio del Decálogo deberá ser, por consiguiente, ocupación preferida y
asidua de todo sacerdote(3), no sólo porque a ellos han de conformar sus propias
vidas, sino también por la obligación que les incumbe, mis que a nadie, de
instruir al pueblo fiel en la ley del Señor: Los labios del sacerdote -dice el
profeta Malaquías-han de guardar la sabiduría y de su boca ha de salir la
doctrina, porque es un enviado de Yave Sebaot (Ml
2,7). Ministros de Dios, y tan cercanos a Él, deben los
sacerdotes transformarse en su propia imagen, de gloria en gloria, a medida que
obra en ellos el Espíritu del Señor (2Co
3,18). Habiéndoles constituido Cristo luz del mundo (Mt
5,14), deben ser guía de ciegos, luz de los que viven en
tinieblas, preceptor de rudos, maestro de niños (Rm
2,19); y, si a guno fuere hallado en falta, ellos, como
depositarios de lo espiritual, deben corregirles con espíritu de mansedumbre (Ga
6,1).
Siendo, además, jueces en las confesiones, y debiendo dictar sentencia según la
cualidad y gravedad de los pecados, deben conocer perfectamente la ley, si no
quieren incurrir en el grave delito de incapacidad y acarrear daños a las
conciencias, cuyas acciones y responsabilidades han de juzgar. Según precepto
del Apóstol, todo sacerdote ha de saber impartir la sana doctrina (2Tm 4,23);
una doctrina inmune de error y con auténtica eficacia medicinal para las
enfermedades del alma, que consiga hacer de los fieles un pueblo grato a Dios y
celador de obras buenas ().
II. MOTIVOS QUE DEBEN INDUCIRNOS A SU PERFECTA OBSERVANCIA
a) Dios es su autor
Entre los muchos motivos que deben impulsar al hombre a la observancia de la ley
divina, hay uno decisivo: que el mismo Dios es su autor.
San Pablo dice que la ley fue entregada a Moisés por los ángeles(4): mas es
indudable que su autor fue Dios personalmente. Así lo atestiguan las mismas
fórmulas usadas por el divino Legislador (más adelante las analizaremos) e
infinidad de textos esparcidos a lo largo de las Sagradas Escrituras(5).
Tenemos, por lo demás, la prueba en nosotros mismos. Cada hombre lleva escrita
en su corazón una ley, en virtud de la cual sabe distinguir el bien del mal, lo
justo de lo injusto, lo licito de lo ilícito. La íntima sustancia de esta ley
natural, impresa por el Creador en el alma, coincide perfectamente con la ley
escrita; señal evidente de que es Dios el único autor de una y otra.
Con las tablas del Sinaí no intentó Dios dar al hombre una nueva luz, sino más
bien esclarecer y hacer más perspicaz la interior luz de la conciencia, que las
depravadas costumbres de los hombres y su obstinada perversión habían
obscurecido.
Nadie piense, por consiguiente, que, por haber sido abrogada la ley de Moisés,
el Decálogo ha perdido su fuerza obligatoria: todos estamos obligados a obedecer
a los mandamientos, no precisamente porque nos fueron manifestados por medio de
Moisés, sino porque sus dictámenes están esculpidos en el alma misma del hombre
y porque Cristo los explicó y ratificó después en su Evangelio.
El gran fundamento, pues, sobre el que se apoya la fuerza obligatoria de esta
divina ley será siempre el hecho de haber emanado del mismo Dios, cuya sabiduría
y justicia son eternos imperativos del hombre y a cuyo infinito poder nadie
puede sustraerse.
Por esto siempre que Dios imponía, mediante los profetas, el respeto a la ley,
declaraba su Ser divino con la misma fórmula puesta al principio del Decálogo:
Yo soy Yave, tu Dios (Ex
20,2). Y en Malaquías: Si yo soy Señor, ¿dónde está mi temor? (Ml
1,6).
Esta primera reflexión arrancará del alma de los fieles, no sólo un saludable
deseo de observar los mandamientos, sino también un profundo y humilde
agradecimiento al Señor, por haberse dignado darnos en la expresión de su
voluntad el camino seguro de la salvación. La Sagrada Escritura, aludiendo
frecuentemente a este gran beneficio divino, nos invita a reconocer nuestra
dignidad y la misericordia de Dios: Guardadlos y ponedlos por obra (), gracias a
Dios, pues, en ellos está vuestra sabiduría, y vuestro entendimiento a los ojos
de los putblos, que, al conocer todas esas leyes, se dirán: Sabia e inteligente
es, en verdad, esta gran nación (Dt
4,6): No hizo Dios tal a gente alguna y a ninguna otra manifestó
sus juicios (Ps
147,20).
b) Especiales características de su promulgación
Si añadimos a este primer motivo la consideración del modo y circunstancias con
que quiso Dios dar a Moisés su ley, fácilmente crecerá en todos nosotros la
veneración y el respeto hacia los mandamientos divinos.
Según testimonio de la Sagrada Escritura, tres días antes de la promulgación del
Decálogo, debieron los hombres-por mandato divino-lavar sus vestidos y
abstenerse de las uniones conyugales, como digna preparación para recibir la
ley. Al tercer día se les mandó acudir a los pies del monte Sinaí, desde cuya
cima les había de hablar Dios; pero sólo a Moisés le fue permitido subir a la
cumbre del monte. Y allí descendió el Señor, envuelto en toda su majestad, entre
truenos, relámpagos y nubes encendidas; y comenzó a hablar a Moisés y le entregó
las dos tablas de la ley (6).
Con todo esto pretendió Dios evidentemente enseñarnos que su Ley debe ser
recibida y practicada con corazón puro y humilde, advirtiéndonos al mismo tiempo
que sus transgresores incurrirán en la terrible ira divina.
c) Facilidad con que puede cumplirse
Es, además, el Decálogo una ley que no presenta dificultades insuperables. San
Agustín escribe: ¿Quién querrá decir que es imposible al hombre amar a su Dios,
al Dios que es su Creador benéfico y amaníísimo Padre? ¿Quién querrá decir que
es imposible amar la propia carne en la persona de nuestros hermanos? Pues bien,
el que ama, cumplió la ley (7). Y el Apóstol San Juan nos dice que los
mandamientos de Dios no son pesados (8). San Bernardo añade que no pudo Dios
exigir al hombre cosa más justa, ni más digna, ni más preciosa(9). Y de nuevo
San Agustín, maravillado de la infinita bondad de Dios, exclama: ¿Qué es el
hombre, Señor, para que tú desees ser amado por él y amenaces con gravísimas
penas, si alguno no lo hace? ¡Como sino fuera ya harta pena el no amarte! (10).
Ni puede tomarse como pretexto para dejar de amar a Dios la fragilidad de la
naturaleza, pues es el mismo Dios, que pide ser amado, el que ha derramado su
amor sobre nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido
dado (Rm
5,5); y nuestro Padre celestial da este divino Espíritu a cuantos
se lo piden (Lc
11,13).
Por esto suplicaba San Agustín: Manda lo que quieras, Señor, pero concédeme
aquello que mandas (11).
No hay razón, pues, para acobardarse, aterrados ante la dificultad de los
mandamientos divinos; teniendo siempre a nuestra disposición la ayuda de Dios y
los méritos de Cristo, que con su muerte venció y arrojó fuera al príncipe de
este mundo (Jn
12,31), nada será difícil para el que ama.
d) Necesidad de su observancia
Subrayemos, por último, la absoluta necesidad que todos tenemos de obedecer a la
ley divina (12). Tanto más cuanto que no han faltado en nuestros días quienes,
impíamente y con el máximo daño para sí mismos y para los demás, se han atrevido
a sostener que, fácil o difícil, la ley no es necesaria para la salvación.
Es evidente que esta herética doctrina contrasta abiertamente con infinidad de
testimonios bíblicos, y especialmente con la doctrina de San Pablo, de cuya
autoridad han pretendido abusar para defender su error (13). El pensamiento del
Apóstol es bien explícito: Nada es la circuncisión, nada el prepucio, sino la
guarda de los preceptos de Dios (1Co
7,19). Y en otro lugar: Ni la circuncisión es nada, ni el
prepucio, sino la nueva criatura (Ga
6,15): expresión esta última que abiertamente se refiere a quien
conforma su vida con los divinos mandamientos, pues quien conoce y observa los
preceptos de Dios es quien le ama de verdad, según testimonio del mismo Jesús en
San Juan: El que recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama (Jn
14,21) (14).
Es cierto que el hombre puede ser justificado-transformado de pecador en
santo-antes de aplicar a su conducta personal cada uno de los mandamientos de la
ley; pero no lo es menos que el que tiene uso de razón no puede justificarse, si
no está dispuesto a observar todos los preceptos de Dios.
e) Frutos preciosos que nos reporta
En el salmo 18 han sido maravillosamente cantados los ricos y dulces frutos de
la ley divina.
El inspirado salmista ensalza en él la ley de Dios como el más vivo esplendor de
los astros. Porque éstos, con su admirable canto de la gloria divina, llegaron a
arrancar la admiración de los mismos paganos, elevándoles a magnificar la
sabiduría, poder y grandeza del omnipotente Creador de todas las cosas (15). Mas
la ley del Señor convierte a Dios el alma del hombre (16); y éste, descubriendo
en los mandamientos los caminos de la voluntad divina, endereza por ellos sus
pasos. Y como sólo el temor de Dios es principio de verdadera sabiduría (17),
sólo la ley-hace sabios a los humildes y pequeños (18). En ella está la fuente
de toda su alegría, el manantial del conocimiento de Dios y la garantía de las
recompensas presentes y eternas para quienes la observan.
Mas no debe cumplirse la ley del Señor únicamente por las ventajas que nos
reporta, sino, y sobre todo, par.i dar a Dios todo el amor y todo el honor que
le son debidos, ya que se dignó descubrirnos en ella su divina voluntad.
No puede el hombre-criatura dotada de libertad- dejarse aventajar por los seres
irracionales (19). Dios pudo perfectamente obligarnos, como a esclavos, a la
observancia necesaria de su ley sin perspectiva alguna de premio; pero su
infinita bondad quiso fundir en una única y admirable armonía su gloria y
nuestra propia felicidad.
Por esto concluye el salmista con aquella espléndida afirmación: Los que guardan
los mandamientos hallarán gran merced (Ps
18,12). Felicidad que se refiere no sólo a una prosperidad de
vida terrena-Serás bendito en la ciudad y bendito en el campo (Dt
28,3)-, sino también a aquella gran recompensa que nos será dada
en los cielos (), a aquella medida buena, apretada, colmada y rebosante (Lc
6,38) que mereceremos con nuestras buenas obras y con el auxilio
de la divina misericordia.
III. INSTITUCIÓN DIVINA DEL DECÁLOGO
A) Expresión de la ley natural
Aunque el Decálogo fue dado por Dios a los judíos por medio de Moisés (20),
preexistía ya, sin embargo, como ley natural impresa en el alma del hombre. Y
Dios exigió siempre-aun antes de su promulgación oficial en el Sinaí-que fuese
observado por todos los hombres Z1.
B) Su promulgación al pueblo hebreo
Será sumamente interesante analizar las palabras con que fue promulgada al
pueblo hebreo (), así como conocer la historia del pueblo israelítico.
Entre todas las gentes eligió Dios a los descendientes de Abraham,
constituyéndoles primicias de una raza elegida y asignándoles la posesión de la
tierra de Canaán22. Con todo, tanto Abraham como su inmediata descendencia
tuvieron que peregrinar por diversas regiones del Oriente durante cuatro siglos,
antes de poder establecerse definitivamente en la tierra prometida (23). En todo
este tiempo Dios no dejó de proteger a su pueblo. Pasaron de una a otra nación y
de un reino a otro pueblo (Ps
104,13); mas el Señor no permitió que se les hiciese injuria y
fueron dominados por Él sus enemigos.
Y cuando determinó que los descendientes de Abraham pasasen a Egipto, les hizo
preceder de José, por cuya prudencia se libraron del hambre ellos y los egipcios
(24). Y en esta tierra rodeó el Señor a su pueblo de mayores atenciones: les
defendió de la hostilidad del Faraón, les multiplicó de manera prodigiosa (25)
y, cuando la dureza de la esclavitud se les hizo insoportable, suscitó como
caudillo a Moisés, que había de conducirles de nuevo a la libertad (26).
A esta prodigiosa liberación se refiere el mismo Dios en las primeras palabras
del decálogo: Yo soy Yave, tu Dios, que te he sacado de la tierra de Egipto, de
la casa de la servidumbre (Dt
5,6).
Dios eligió entre todas las gentes a los descendientes de Abraham para que fuese
su pueblo escogido y para establecer en ellos el verdadero culto divino, no
porque ios judíos aventajasen a los demás en santidad o grandeza, sino por pura
y amorosa predilección, como el mismo Señor se lo recuerda expresamente (27).
Sosteniendo y acrecentando una raza de suyo tan humilde y necesitada, quiso
hacer más palpable en el mundo su generoso poder. Con ellos-tan escasos
numéricamente y tan desconocidos- se unió estrechamente, no desdeñando el
dejarse considerar como su Dios particular quien era Señor de cielos y tierra.
De esta manera intentó estimular la emulación de todos los demás pueblos de la
tierra, quienes, al ver la protección y felicidad de los israelitas, se
sentirían obligados a convertirse también ellos a aquel Dios tan poderoso y
bueno, el único y verdadero Dios (28).
San Pablo insiste en la misma observación cuando confiesa que el hecho de la
verdadera fe y felicidad llevada por él al mundo pagano con la predicación del
Evangelio, debía suscitar en su raza el espíritu de emulación y convertirla a
Dios (29).
Y el hecho de que Dios permitiera en su pueblo escogido tan largas
peregrinaciones y tan dura esclavitud, encierra para nosotros una admirable
lección: las predilecciones divinas son siempre para quienes, pereqrinos del
cielo sobre la tierra, se ven constantemente incomprendi-dos y perseguidos por
el mundo (30). Cuanto menos participemos de su espíritu terreno tanto más fácil
y eficazmente alcanzaremos la intimidad de Dios. Y para que entendiésemos
también que la felicidad del que se consagra al servicio divino es infinitamente
más grande que los mezquinos goces del que sirve al mundo, la Sagrada Escritura
dice: Habrán de servirle para que sepan distinguir entre lo que es servirme a mí
y servir a los reyes de las gentes (2Ch 12,8).
Una lección más. Dios prorrogó más de cuatrocientos años el cumplimiento de sus
promesas, para que el pueblo escogido aprendiera a alimentar su espíritu con ia
fe y la esperanza. Porque quiere el Señor que sus fieles sintamos profundamente
nuestra total dependencia de Él y pongamos en Él y en su infinita bondad toda
nuestra esperanza.
Notemos, por último, el lugar y tiempo en que Dios se decidió a dar a su pueblo
la ley. Lo hizo después de liberarlo de la esclavitud de Eqipto y en pleno
desierto, para que el recuerdo del beneficio recibido con la libertad y la
terrible aspereza del camino dispusiesen mejor su espíritu para recibirla. Es
condición del hombre ser particularmente sensible a los beneficios y muy
inclinado a refugiarse en la ayuda divina cuando se siente destituido de toda
esperanza humana. Y en ello se encierra una nueva lección espiritual para
nosotros: tanto más dispuestos y fuertes nos sentiremos para recibir la doctrina
de Dios cuanto más alejados nos mantengamos de las alegrías mundanas y de las
satisfacciones carnales. Dice el santo profeta: ¿A qirién va a enseñársele la
sabiduría? ¿A quién va a dársele lecciones de doctrina? ¿A los recién desteta
dos? ¿A los que apenas han sido arrancados de los pechos? (Is
28,9).
Particular
atención merecen las palabras con que se iüi-cia la divina promulgación del Decá
oao Ponnamos el máximo empeño en grabarlas profundamente en nuestros corazones:
A) Yo soy Yave, tu Dios (Ex
20,2).
Estas palabras nos recuerdan que el Legislador de ios hombres es nuestro mismo
Creador, el que nos dio el sei y de quien esencialmente dependemos. Con toda
verdad
y derecho podemos repetir las palabras del salmista: Él es nuestro Dios, y
nosotros el pueblo que Él apacienta, y el rebaño que Él guía (Ps
94,7). Su asidua y sentida repetición bastará para engendrar en
nuestros corazones un profundo respeto a la ley y una pronta y generosa renuncia
al pecado.
B) Que te he sacado de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre (Ex
20,2).
Esta segunda expresión literalmente se refiere sólo a los judíos, rescatados de
la esclavitud de Egipto; pero cspiri-tualmente tiene una realización mucho más
verdadera en todos los redimidos, que fuimos liberados por Dios no de una
esclavitud terrena, sino del uuqo del pecado n del po-der de las tinieblas, y
trasladados al reino del Hijo de su amor (Col
1,13).
Con espíritu profético ensalzó Jeremías la grandeza de esta liberación
espiritual: Vendrá tiempo, palabra de Yavé, en que no se dirá ya: Vive Yave, aue
sacó a los hi¡cs de Israel de la tierra de Egipto, sino: Vive Yave, aue sacó a
los hiios de Israel de la tierra del Aquilón y de las otras en que los dispersó,
cuando yo los haga volver a su tierra, a la que di a sus padres. Yo voy a mandar
muchos pescadores, palabra de Yavé, que los pescarán (Jr
16,14-16).
El Padre nos reunió en uno, por medio de su Hijo, a todos los hijos de Dios que
estábamos dispersos (), para que no ua corno esclavos del pecado, sino como
siervos de la justicia (Rm
6,17), le sirvamos en santidad u justicia en su presencia todos
nuestros días (Lc
1,74-75).
De aquí el saber oponer a toda tentación las palabras de San Pablo: Los que
hemos muerto al pecado, ¿cómo vivir todavía en él? (Rm
6,2). No vivamos ya para nosotros, sino para Aquel que por
nosotros murió y resucitó (2Co
5,15). Él es nuestro Señor, que nos adquirió con su sangre (Ac
28,20); ¿cómo podremos seguir pecando y crucificando de nuevo al
Hijo de Dios? (He
6,6). Libres ya, y con aquella libertad con que Cristo nos libró,
entreguemos nuestros miembros al servicio de la justicia para la santidad, como
antes pusimos nuestros miembros al ser vicio de la impureza y de la iniquidad
para la iniquidad (Rm
6,19).
____________________
NOTAS:
(1) Cf. Ex 31,18; 32,15.
(2) El resumen de toda la ley en los mandamientos del amor a Dios y al prójimo,
que en último término no son más que uno. ha sido el tema central de la
predicación de Jesús, continuada por San Pablo, San Juan y los más genuinos
representantes de la tradición evangélica. Al doctor que le preguntaba por el
mayor mandamiento de la ley, le contesta Jesús, más allá de su pregunta,
diciéndole (Mt
27,34-40) que en realidad sólo hay un mandamiento, que resume en
si teda la ley: el amor de Dios manifestado en el amor al prójimo. Para Jesús-
es nota dominante del Evangelio-, la manifestación auténtica del amor a Dios es
e! amor al prójimo; amor que debe extenderse incluso a los que nos persiguen y
calumnian, para así ser verdaderamente hijos del Padre celestial, que hace lucir
su sol y envía su lluvia sobre los justos y sobre los pecadores (Mt
5,45). Por eso quiso Jesús hacer de la caridad "su mandamiento" (Jn
15,12) y el distintivo de sus verdaderos discípulos (Jn
17,21), más exacto y seguro que cualquier otro distintivo
externo. Y en el último juicio que Jesús hará de la conducta de los hombres,
será la caridad la norma para discernir las vidas auténticamente al servicio de
Cristo: Venid,, benditos de mi Padre..., porque tuve hambre, y me disteis de
comer... (Mt
25,34-35). Es de suma importancia el que se haga resaltar esta
doctrina fundamental y primerísima en la concepción cristiana de la vida. Porque
puede suceder que quede soterrada bajo el cúmulo de normas, fórmulas y prácticas
de vida, que nacen más del pensamiento de los hombres que de las fuentes del
Evangelio. También nosotros corremos el peligro de desvirtuar en la práctica con
nuestras tradiciones los preceptos divinos, y concretamente éste del amor al
prójimo por Dios, que Jesús quiso llamar el suyo por antonomasia. La caridad, o
amor a Dios y al prójimo, único principio con dos manifestaciones distintas sólo
en apariencia, es la disposición del alma que dignifica, ennoblece, santifica y
hace verdaderamente cristianas a todas las demás manifestaciones de nuestro
espíritu.
(3) Bienaventurado el varón que no anda en consejo de impíos, ni camina por la
senda de los pecadores, ni se sienta en compañía de malvados. Antes tiene en la
ley de Y ave su complacencia y a ella día y noche atiende (Ps
1,1-2).
(4) La ley fue dada por causa de las transgresiones, promul gada por ángeles (Ga
3,19).
(5) Cf. Ex 24,11-13; Lv 4,22-27; Is 33,21-23; Ez, 20,6-8; Os. 13,3-5; Rm
2,13-15...
(6) Bajó de la montaña Moisés a donde estaba el pueblo y lo santificó... Al
tercer día por la mañana hubo truenos y relámpagos y una densa nube sobre la
montaña y un muy fuerte sonido de trompetas, y el pueblo temblaba en el
campamento. Moisés hizo salir de él al pueblo para ir al encuentro de Dios y se
quedaron al pie de la montaña. Todo el Sinaí humeaba... El sonido de la trompeta
se hacía cada vez más fuerte. Moi sés hablaba, y Yavé le respondía mediante el
trueno. Descendió Yavé sobre la montaña del Sinaí..., y habló Dios todo esto,
diciendo: "Yo soy Yavé, tu Dios..." (Ex
19,7-25).
(7) SAN AGUSTÍN, De Mor. Eccl, XXV: ML 32,1309.
(8) Pues éjsta es la caridad de Dios, aue guardemos sus preceptos. Sus preceptos
no son pesados (1 Jn 5,3). Pues mi yugo es blando, y mi carga liejera (Mt
11,30).
(9) SAN BERNARDO, Lib. de diligendo Deo: ML 182,973ss.
(10) SAN AGUSTÍN, Confesiones, 1.1 c.5: ML 32,663.
(11) SAN AGUSTÍN, Confesiones, 1.10: ML 32,796.
(12) C. Trid., ses.VI, de lustificatione, c.10: D 792ss.
(13)()ues conforme a tu dureza y a la impenitencia de tu corazón, vas atesorando
ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, que dará
a cada uno según sus obras; a los que, con perseverancia en el bien obrar buscan
la gloria y el honor y la incorrupción, la gloria eterna; pero a los contumaces
rebeldes a la verdad, que obedecen a la injusticia, ira e indignación (Rm
2,5-8).
(14) Cf. 2Tm 4,8; He 5,9; 1P 1,10; Jn 14,21-23.
(15) Cf. Ps 18,1-7; Rm 1,20.
(16) Tenía ante mis ojos todos sus mandatos y no rehuía sus leyes, sino que con
él fui íntegro y me guardé de la iniquidad (Ps
17,23-24). La ley de Yavé es perfecta, restaura el alma (Ps
18,8).
(17) Y dijo al hombre: El temor de Dios, ésa es la sabiduría (Jb
28,28).
(18) Retrae también () a tu siervo de los movimientos de soberbia, no se adueñen
de mí; entonces seré perfecto, libre de todo crimen (Ps
18,14).
(19) Bendecid a Yavé, vosotras, todas sus milicias, que le servís y obedecéis su
voluntad (Ps
102,21).
(20) Cf. Ex 19,20; Dt 5,2.
(21) Y con esto muestran que los preceptos de la ley están escritos en sus
corazones, siendo testigo su conciencia y las sentencias con que entre sí unos y
otros se acusan o se excusan (Rm
2,15).
(22) Dt 4,37; Gn 12,5.
(23) Cf. Gn 15,13; Ex 12,36.
(24) Gn 37,28-36; 41,40-41; 41,56-57.
(25) Ex 1,9-10.
(26) Ve, pues (); yo te envío a Faraón para que saques a mi pueblo, a los hijos
de Israel, de Egipto (Ex
3,10).
(27) Si Yavé se ha ligado con vosotros y os ha elegido, no es por ser vosotros
los más en número entre todos los pueblos, pues sois el más pequeño de todos.
Porque Yavé os amó... (Dt
7,7-8).
(28) Mirad: Yo os he enseñado leyes y mandamientos, como Yavé, mi Dios, me los
ha enseñado a mí, para que los pongáis por obra en la tierra en que vais a
entrar para poseerla. Guardadlos y ponedlos por obra, pues en ellos está vuestra
sabiduría y vuestro entendimiento a los ojos de los pueblos, que al conocer
todas esas leyes se dirán: sabia e inteligente es, en verdad, esta gran nación (Dt
4,5-6).
(29) Y a vosotros, los gentiles, os digo que mientras sea apóstol de las gentes
haré honor a mi ministerio, por ver si despierto la emulación de los de mi
linaje y salvo a alguno de ellos (Rm
11,13-14).
(30) Adúlteros, ¿no sabéis que la amistad del mundo es enemiga de Dios7 Quien
pretende ser amigo del mundo, se hace enemigo de Dios (Jc
4,4).