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CAPITULO IV LA PENITENCIA
I. NECESIDAD E IMPORTANCIA DEL ESTUDIO DE ESTE SACRAMENTO
A nadie se le ocultará la necesidad del sacramento
de la penitencia, puesta que todos experimentamos en carne propia la gran
fragilidad y debilidad de nuestra humana naturaleza.
De aquí el diligente interés con que debe estudiarse tan insigne y
transcendental medio de salvación. Mayor interés, si cabe, que el que pusimos en
el estudio del bautismo, porque el bautismo se administra solamente una vez, sin
que pueda reiterarse, mientras que la penitencia se puede y se debe recibir cada
vez que se recae en pecado mortal después del bautismo1.
El Concilio de Trento observó que la penitencia es tan necesaria a los que caen
en pecado después del bautismo como lo es el bautismo a los que aun no han sido
reengendrados a la fe (2).
Conocidísima es la sentencia de San Jerónimo: La penitencia es la segunda tabla
de salvación en el naufragio (3), plenamente admitida después por todos los
teólogos que han tratado de esta materia. Porque así como, hundida la nave, no
queda otro refugio para salvar la vida que aferrarse a una tabla flotante, del
mismo modo, perdida la inocencia bautismal, no queda otra esperanza de salvación
que recurrir al sacramento de la penitencia.
Sirvan estas reflexiones para evidenciar el cuidado especial que debe ponerse en
materia tan importante no sólo por parte de los sacerdotes, sino también de los
fieles. Convencidos todos de nuestra humana fragilidad, nuestro primer y más
ardiente deseo debe ser caminar en la vida de Dios, sin caer; pero, si alguna
vez tenemos la desgracia de tropezar, será necesario acordarnos de la suma
bondad del Señor - el buen Pastor, que busca la oveja extraviada y cura sus
heridas (4) - y recurrir sin dilación a la sobrenatural medicina del sacramento
de la penitencia.
(Y ante todo convendrá tener una noción clara de la
significación de este nombre. Porque la palabra "penitencia" se presta a algunas
ambigüedades, que podrían inducirnos a error. Algunos la entienden en el sentido
de "satisfacción"; otros, sin preocuparse de los efectos de la vida pasada que
hemos de expiar, la entienden simplemente como "una nueva vida"; significado
este último católicamente erróneo.
Son varias las significaciones de la penitencia:
1) Se arrepienten primeramente quienes experimentan disgusto de alguna cosa que
antes les agradaba, sin detenerse a pensar si se trata de una cosa buena o mala.
En este sentido hacen penitencia todos aquellos cuya tristeza es - en frase de
San Pablo - según el mundo y no según Dios (5). Pero esta penitencia no produce
la salud, sino la muerte.
2) En segundo lugar se arrepiente quien se duele de un delito cometido, mas no
porque sea ofensa de Dios, sino por consideraciones puramente personales (6).
3) Por último, se arrepiente el que se duele íntima mente en el alma por el
pecado cometido, en cuanto que con él ofendió a Dios (7).
Cuando la Sagrada Escritura afirma que Dios se arrepiente de alguna cosa (8), no
se refiere evidentemente a ninguno de estos tres sentidos. La palabra
"arrepentirse", referida a Dios, tiene un significado totalmente figurativo, en
cuanto que a nosotros, los hombres, nos parece ver en la conducta divina un modo
de obrar semejante al nuestro cuando nos arrepentimos, es decir, cuando
cambiamos de parecer respecto de alguna cosa. Así leemos que Dios se arrepintió
de haber hecho al hombre (9) y de haber elegido como rey a Saúl (10).
Nótese, sin embargo, que entre estas tres definiciones de la penitencia hay una
diversidad esencial. La primera es defectuosa: falta en ella el discernimiento
entre el mal, del que siempre debemos arrepentimos, y el bien, del que nunca
debemos cansarnos; la segunda es únicamente fruto de una conmoción o turbación
de ánimo, mas no de motivos sobrenaturales; sólo la tercera es propiamente
virtud unas veces y sacramento otras. A esta última nos referimos aquí.
III. LA PENITENCIA COMO VIRTUD
Y ante todo interesa tratar de la penitencia como virtud, no sólo porque importa mucho que los cristianos tengan un concepto exacto de todas las virtudes, sino también porque ella constituye la materia misma del sacramento. Ignorada esta virtud, se ignoraría la eficacia sacramental de la penitencia; si no vivimos sinceramente su realidad interior, la del alma, de poco nos serviría cuanto hiciéramos externamente.
Llamamos "penitencia interior" a aquella virtud por
la que nos convertimos a Dios de todo corazón, detestamos profundamente los
pecados cometidos y proponemos firmemente la enmienda de las malas costumbres,
esperanzados por ello de obtener el perdón de la misericordia divina.
A esta virtud interior se une con frecuencia (si bien no es un efecto necesario)
un doloroso pesar del alma, verdadera emoción sensible. Por esto muchos Padres
definieron la penitencia como un "dolor interior del alma".
Es necesario que la fe preceda a la penitencia en el que se arrepiente, porque
ninguno podrá convertirse a Dios si antes no cree firmemente en Él (11). Por
consiguiente, la fe no puede decirse propiamente una parte de la penitencia,
sino más bien su raíz.
1) Que esta penitencia interior sea una verdadera y
propia virtud lo demuestran con claridad los repetidos preceptos con que se nos
inculca en la Sagrada Escritura (12). Y es evidente que únicamente son
inculcados por la Ley los actos que proceden de virtud.
2) Por lo demás, nadie puede dudar que sea acto de virtud el dolerse del mal en
el tiempo, modo y medida oportunos. Sucede a veces que los hombres no se
arrepienten como deben de los pecados cometidos, y hasta llegan algunos - según
sentencia de Salomón - a alegrarse del mal cometido (13). Otros, en cambio, se
afligen hasta el punto de desesperar de su propia salvación, como parece su
cedió en el caso de Caín - insoportablemente grande es mi castigo (Gen. 4,13) -y
como ciertamente sucedió en el caso de Judas, quien, arrepintiéndose, perdió en
la horca la vida y el alma (14). La virtud de la penitencia nos enseñará a
guardar la justa medida en nuestro dolor.
3) Puede deducirse la misma verdad de los tres objetivos que como fin se propone
el que se arrepiente since- ramente de sus pecados: a) cancelar la culpa y lavar
las manchas de su alma; b) dar a Dios una digna satisfacción por los pecados
cometidos, cumpliendo así un acto de justicia, pues aunque entre Dios y los
hombres no existan relaciones de rigurosa justicia, dado el abismo infinito que
nos separa de Él, existen sin embargo de alguna manera, como existen entre el
padre y el hijo, entre el señor y los siervos; c) por último, el que se
arrepiente quiere retornar a la gracia de Dios, en cuya enemistad y desgracia
incurrió por el pecado. Todos estos fines y motivos declaran bien claramente que
la penitencia es verdadera y propia virtud.
El proceso normal por el que debemos llegar los
pecadores a la posesión y vivencia de esta virtud es el siguiente:
1) Primeramente la misericordia de Dios nos previene, convirtiendo hacia Él
nuestros corazones (15). Esta gracia imploraba el profeta: Conviértenos a tú ¡oh
Yave!, y nos convertiremos (Lam. 5,21).
2) En segundo lugar, iluminados por esta luz, nos volvemos a Dios por medio de
la fe. Es preciso que quien se acerque a Dios, crea que existe y que es
remunerador de los que le buscan (He
11,6).
3) Seguidamente el alma, considerando la atrocidad de las penas debidas al
pecado, se siente movida por el espíritu de temor y se aparta de las culpas
cometidas. A esto parecen referirse aquellas palabras de Isaías: Como la mujer
encinta, cuando llega el parto, se retuerce y grita en sus dolores, así
estábamos nosotros lejos de ti, ¡oh Yavél (Is
26,17).
4) Interviene ya la esperanza, impetrando la misericordia de Dios, a quien
humildemente ofrecemos el propósito de enmendar nuestras vidas (16).
5) Finalmente, se enciende en nuestros corazones la caridad, y de ella nace
aquel santo temor que conviene a hijos buenos y sencillos. Inflamados en este
amor, no temeremos en adelante más que ofender a la divina majestad, y
decididamente abandonaremos el pecado.
A través de estos grados llega el alma a la posesión de esta sublime virtud de
la penitencia. Virtud que debe estimarse como celestial y divina, ya que a ella
liga la Sagrada Escritura la promesa del reino de los cielos: Arrepentios,
porque el reino de los cielos está cerca (Mt
3,2) ; Si el malvado se retrae de su
maldad y guarda todos mis mandamientos y hace lo que es recto y justo, vivirá y
no morirá (Ez
18,21) ; Yo no me gozo en la muerte
del impío, sino en que se retraiga de su camino y viva (Ez
33,11), expresiones todas que
evidentemente se refieren a la vida eterna y bienaventurada.
IV. LA PENITENCIA COMO SACRAMENTO
Además de la penitencia interior, existe la
exterior, que constituye propiamente el sacramento.
Consiste éste en ciertas señales externas y sensibles por las que se manifiesta
lo que espiritualmente se realiza en lo íntimo del alma.
A) Institución divina
1) Notemos, ante todo, que quiso Cristo enumerar explícitamente a la penitencia
entre los sacramentos para que no tuviéramos duda alguna sobre la remisión de
los pecados, prometida por Dios en Ezequiel: Si el malvado se retrae de su
maldad y guarda todos mis mandamientos y hace lo que es recto u justo, vivirá y
no morirá (Ez
18,21).
Justamente inseguros del juicio propio de nuestras acciones, nos habríamos
sentido constantemente oprimidos por la angustiosa duda de nuestro
arrepentimiento interior. Saliendo al paso de esta natural ansiedad, quiso
Jesucristo instituir el sacramento de la penitencia para que la absolución
visible del sacerdote nos diera la certeza del perdon de nuestros pecados y se
aquietase nuestra conciencia en virtud de la fe en el sacramento. Porque la
palabra del sacerdote, que legítimamente nos absuelve de los pecados, debe tener
para nosotros el mismo valor que la palabra de Cristo cuando dijo al paralítico:
Confía, hijo, tus pecados te son perdonados (Mt
9,2).
2) Además, no pudiendo nadie salvarse sino por medio de Cristo y por los méritos
de su pasión, fue muy conveniente la institución de este sacramento, por cuya
virtud y eficacia fluye hasta nosotros la sangre de Cristo y lava los pecados
cometidos después del bautismo, obligándonos así a reconocernos deudores de
Cristo por el beneficio de la reconciliación (17).
B) Verdadero sacramento
Y no será difícil demostrar que la penitencia es un verdadero y propio
sacramento (18).
1) Así como el bautismo es sacramento porque cancela todos los pecados, y
especialmente el original, del mismo modo la penitencia, que borra todos los
pecados personales cometidos después del bautismo (19), justamente debe
considerarse como verdadero y propio sacramento.
2) Además - y éste es el argumento capital-, pues to que todos los signos
externos, tanto del penitente como del sacerdote, significan lo que internamente
se obra en el alma, es evidente que la penitencia tiene verdadera y propia razón
de sacramento.
Sacramento - lo hemos repetido muchas veces - es un signo de cosa sagrada. Y el
pecador arrepentido claramente manifiesta con sus actos y palabras haber
separado su corazón del pecado. E igualmente las palabras y acciones del
sacerdote significan con evidencia la eficaz misericordia de Dios, que perdona
los pecados.
3) Tenemos aún una prueba más clara en las mis mas palabras de Jesucristo: Yo te
daré las llaves de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en el
cielo (Mt
16,19). La absolución sacerdotal
expresa exacta mente aquella remisión de los pecados que efectivamente produce
en el alma.
C) "Setenta veces siete"
La penitencia es un sacramento que puede repetirse. Cuando Pedro preguntó a
Cristo si podía perdonar hasta siete veces, el Señor le respondió: No digo yo
hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete (Mt
18,22).
Si tropezáramos, pues, con almas que desconfían de la infinita bondad y
misericordia de Dios, procuremos confortarlas y levantar su espíritu a la
continua esperanza de la gracia divina. Mucho les ayudará para ello la
consideración de este y otros pasajes evangélicos y las distintas razones de
confianza desarrolladas por San Juan Crisós - tomo y San Ambrosio en sus obras
De lapsis (20) y De poenitentia (21).
V. PARTES ESENCIALES DE LA PENITENCIA
Aspecto importantísimo de la penitencia, por el que
se distingue notablemente de los demás sacramentos, es la materia.
En otros sacramentos, la materia es siempre una cosa sensible, natural o
artificial (agua, crisma, pan, vino, etc. ) ; en la penitencia, en cambio, son
los mismos actos del penitente los que constituyen la cuasi materia del
sacramento: contrición, confesión y satisfacción, como enseña el Concilio de
Trento (22).
Llámanse estos actos del penitente "partes" del sacramento de la penitencia en
cuanto que se exigen en él, por institución divina, para obtener la integridad
del sacramento y para la plena y perfecta remisión de los pecados.
El Concilio de Trento los denomina "cuasi materia" no porque no tengan verdadera
razón de materia sacramental, sino porque no pertenecen a la clase de materias
sensibles que se aplican externamente al conferir otros sacramentos, como sucede
en el bautismo con el agua y en la confirmación con el crisma.
Fundamentalmente coinciden con lo dicho quienes afirman que los pecados mismos
son la materia de este sacramento. Porque así como decimos que la leña es
materia del fuego en cuanto que por él se consume, del mismo modo podemos decir
que los pecados son materia de la penitencia en cuanto por ella son destruidos.
La forma de la penitencia son las palabras Yo te
absuelvo de tus pecados (23). Así consta de aquel pasaje de San Mateo: En verdad
os digo, cuanto atareis en la tierra será atado en el cielo y cuanto desatareis
en la tierra será desatado en el cielo (Mt
18,18), y de la doctrina enseñada por
el mismo Cristo a los apóstoles.
Y, puesto que la forma del sacramento debe significar la realidad que
efectivamente produce, las palabras Yo te absuelvo, expresan que en este
sacramento se efectúa realmente la remisión de los pecados.
Forma expresiva y perfecta, ya que los pecados son como cadenas que aprisionan
al alma (24), y de los que sólo por el sacramento de la penitencia podemos
liberarnos. Y con la misma verdad pronuncia estas palabras el sacerdote sobre el
penitente que, movido de contrición perfecta y con propósito de confesarse, haya
obtenido ya de Dios el perdón de sus pecados.
CEREMONIAS Y RITOS. - A la forma sacramental se unen después varias oraciones,
no necesarias para la esencia misma de la forma, pero si muy aptas para alejar
todo aquello que por culpa del que la recibe pudiera impedir la eficacia y
virtud del sacramento (25).
Demos, por consiguiente, los pecadores infinitas gracias a Dios, que se ha
dignado conceder tan estupendo poder a los sacerdotes de su Iglesia. A
diferencia de los de la Antigua Ley, que habían de limitarse a testificar que un
leproso había sido curado de su mal (26), los sacerdotes de la Nueva Ley no sólo
declaran absueltos de sus pecados a los penitentes, sino que efectivamente ellos
les absuelven como ministros de Dios (27), del Dios que personalmente realiza
este prodigio, como Autor y Padre de toda justicia y gracia (28).
Procuremos los cristianos observar con religiosa piedad todos los ritos propios
de este sacramento. Ello nos ayudará a grabar más profundamente en el alma la
gracia conseguida por la penitencia: nuestra reconciliación de siervos con el
Señor clementísimo, y, mejor aún, de hijos con el Padre amantísimo. Al mismo
tiempo ellos nos recordarán el deber de gratitud, obligatoria para todos, por
tan inmenso beneficio.
El que se confiesa arrepentido de sus pecados:
1) Se arrodilla primeramente a los pies del sacerdote, humilde y rendidamente,
para reconocer en este acto de humillación la necesidad de extirpar las raíces
de su soberbia, origen y causa de todos sus pecados (29).
2) En el sacerdote, sentado como legítimo juez, reconoce la persona y potestad
de Jesucristo, a quien aquél representa en éste como en los demás sacramentos.
3) Por último, el penitente acusa sus pecados, reconociéndose reo y merecedor de
las graves penas, y suplicando humildemente el perdón.
Todos estos ritos se remontan a la más remota anti - qüedad, cuyos más claros
testimonios pueden verse ya en la obra de San Dionisio Areopagita (30).
Nada más eficaz para excitar en nosotros el deseo de
frecuentar lo más posible este sacramento como la consideración de los grandes
beneficios que produce en las almas. De la penitencia puede decirse que, si son
amargas sus raíces, resultan, en cambio, suavísimos sus frutos.
El valor principal de la penitencia consiste en restituir* nos a la gracia de
Dios, estrechándonos a Él en íntima y gran amistad.
Sigúese a esta reconciliación, especialmente en las almas que lo reciben con
santa devoción, una inefable paz y tranquilidad de conciencia, unida a una
profunda alegría de espíritu, porque no hay delito, por grande y monstruoso que
sea, que no quede cancelado en este sacramento cuantas veces sea necesario (31).
Dice el Señor por boca del profeta: Si el malvado se retrae de su maldad y
guarda todos mis mandamientos y hace lo que es recto y justo, vivirá y no
morirá. Todos los pecadas que cometió no le serán recordados (Ez
18,21). Y San Juan Evangelista: Si
confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos y limpiarnos de
toda iniquidad (1Jn
1,9). Y más adelante: Mijitos míos,
os escribo esto para que no pequéis. Si alguno peca, abogado tenemos ante el
Padre, a Jesucristo, justo. Él es la propiciación por nuesttos pecados. Y no
sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo (1Jn
2,1-2).
Y si leemos en la Sagrada Escritura que algunos no consiguieron misericordia a
pesar de haberla implorado con vehemencia (32), debe entenderse que fue porque
no estaban arrepentidos de corazón de sus pecados.
Encontramos de hecho en la Sagrada Escritura y en los Padres sentencias que
parecen afirmar no haber remisión para ciertos pecados. Es necesario
interpretarlas en el sentido de que su perdón resulta sobremanera dificultoso.
Porque así como decimos incurable a una enfermedad si el enfermo rehusa las
medicinas que habrían de sanarle, existe también una especie de pecados que no
se remiten ni se perdonan porque el pecador rehuye la misericordia de Dios y
positivamente la rechaza. En este sentido escribe San Agustín: Cuando un hombre
que llegó a conocer a Dios por la gracia de Jesucristo, viola la caridad
fraterna y se agita contra la gracia misma insidiosamente, la mancha de este
pecado es tal, que no se resigna a humillarse para pedir perdón, aunque los
remordimientos le obliguen a reconocer y confesar su pecado (33).
Y es tan propia y privativa de la penitencia la virtud de perdonar los pecados,
que sin ella no es posible no sólo obtener, mas ni siquiera conseguir perdón.
Escrito está: Si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis (Lc
13,3). Es cierto que estas palabras
se aplican sólo a los pecados graves y mortales; pero también los leves o
ligeros exigen una congrua penitencia. Dice San Agustín: La penitencia que se
hace cada día en la Iglesia por los pecados veniales, sería ciertamente vana si
éstos se pudie* tan remitir sin ella (34).
VII ACTOS QUE EL PENITENTE DEBE PONER PARA LA INTEGRIDAD DEL SACRAMENTO
Mas para no hablar de una manera general de cosas
que hemos de practicar, convendrá precisar particularmente la cualidad de una
verdadera y santa penitencia.
Constituyen la penitencia - además de la materia y forma, elementos comunes a
todos los sacramentos - tres actos necesarios para su integral perfección:
contrición, confesión y satisfacción (35). San Juan Crisóstomo habla de ellos en
estos términos: La penitencia obliga al pecador a soportarlo todo con ánimo
pronto y gustoso; en su corazón, la contrición; en sus labios, la confesión, y
en las obras, una perfecta humildad o saludable satisfacción (36).
Estos tres elementos son de suyo necesarios como partes integrantes de un todo.
Suprimido cualquiera de ellos, faltaría algo a la total perfección de la
penitencia, del mismo modo que el cuerpo humano consta de muchos miembros
(manos, pies, ojos, etc. ), y ninguno de ellos puede faltar sin dañar a la
perfección del todo.
Mas si atendemos a la íntima esencia del sacramento, la contrición y la
confesión son de necesidad absoluta, mientras que la satisfacción, sin ser
absolutamente necesaria, sólo determinaría con su falta una imperfección y
defecto grave en el mismo sacramento.
Y están tan inseparablemente unidos entre sí estos tres elementos, que la
contrición encierra el propósito y la voluntad de confesarse y satisfacer; la
contrición y la satisfacción implican la confesión; y la satisfacción es lógica
consecuencia de la confesión y de la contrición.
Podemos demostrar la necesidad de estos tres elementos por una doble razón:
1) Ofendemos a Dios de tres maneras: por pensamiento, por palabra y por obra. Es
lógico, pues, y justo
que, sometiéndonos a las llaves de la Iglesia, nos esforcemos por aplacar la
justicia de Dios y alcanzar el perdón de los pecados por los mismos medios con
que le hemos ofendido.
2) La penitencia es la contrapartida del pecado cometido; penitencia querida por
el pecador, pero dejada al arbitrio de Dios, contra el cual se pecó. Es
necesario, por consiguiente, de una parte, que el pecador quiera dar esta
reparación, y esto constituye la contrición; y es necesario además que el
penitente se someta al juicio del sacerdote, que ocupa el lugar de Dios, para
que pueda precisarle la pena conforme al número y a la gravedad de las culpas:
de aquí la necesidad de la confesión y de la satisfacción.
A) Contrición
Conviene precisar bien la naturaleza y eficacia de cada uno de estos tres
elementos. Y empezaremos por la contrición, que debe dominar constantemente a
las almas arrepentidas de sus pecados pasados y cuando de nuevo caen en los
mismos.
1) Su NATURALEZA. -El Concilio de Trento la define de esta manera: Un dolor del
alma y una detestación del pecado cometido, con propósito de no volver a pecar.
Y más adelante, hablando del acto de la contrición: Este acto prepara para la
remisión de los pecados, siempre que vaya acompañado de la confianza en la
misericordia de Dios y del propósito de cumplir cuanto se requiere para recibir
bien el sacramento de la penitencia (37).
Resulta de esta definición que la esencia de la contrición no consiste solamente
en que uno deje de pecar, en resolverse a cambiar de vida o en iniciar de hecho
esta nueva vida, sino también, y sobre todo, en aborrecer, detestar y expiar las
culpas cometidas.
A esto se refieren las expresiones de la Sagrada Escritura utilizadas por los
Santos Padres: Consumido estoy a fuerza de gemir; todas las noches inundo mi
lecho y con mis lágrimas humedezco mi estrado (Ps
6,7) ; Ha oído
Yave la voz de mi llanto (Ps
6,9) ; Chillo como golondrina y gimo
como paloma. Mis ojos se consumen miran"
do a lo alto... ; a pesar de mi mal, acabaré el curso de mis años (Is
38,14-15). Es evidente en estas
expresiones y otras similares el odio de los pecados cometidos y la de testación
de la vida pasada.
Mas si es cierto que el Concilio define la contrición como un dolor, no quiere
ello decir que se trate de un dolor externo y sensibLc La contrición es un acto
de la voluntad. San Agustín dice que el dolor acompaña a la penitencia, pero no
es la penitencia (38).
El Concilio de Trento definió la detestación del pecado con la palabra dolor: a)
porque en este sentido la usa la Sagrada Escritura: ¿Hasta cuándo, por fin, te
olvidarás, Yavé, de mí? ¿Hasta cuándo esconderás de mí tu rostro? ¿Hasta cuándo
mandatás dolores sobre mi alma, y penas de continuo sobre mi corazón? (Ps
12,2) ; b) y porque, efectivamente,
de la contrición nace el dolor en aquella parte del alma llamada concupiscible,
donde tiene su sede la fuerza de la pasión.
Por consiguiente, el dolor es efecto de la contrición. Para mejor expresarlo, en
el Evangelio se recuerda la costumbre de mudar los vestidos: ¡Ay de ti, Corozaín;
ay de ti, Betsaida!, porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros
hechos en ti, mucho ha que en saco y ceniza hubieran hecho penitencia (Mt
11,21) (39).
Por lo demás, el nombre de contrición con que se designa la detestación del
pecado expresa suficientemente bien y con toda propiedad la eficacia del dolor.
Porque así como las substancias materiales - para tomar de ellas una comparación
- son trituradas y molidas por una pesada muela de piedra o de otra materia más
dura, del mismo modo nuestros corazones, endurecidos por la soberbia, se
quebrantan y desmenuzan por la penitencia. Y por esto ningún otro dolor, ni aun
el que produce la muerte de las personas más queridas, se llama contrición, sino
sólo el dolor de haber perdido la gracia de Dios y la inocencia.
Esta detestación del pecado suele denominarse frecuentemente con otros nombres.
A veces se la llama contrición del corazón, por tomar la Sagrada Escritura la
voluntad por el corazón del hombre (40) ; y como éste es el principio vital de
los movimientos del cuerpo, así la voluntad regula y gobierna todas las
potencias del alma. Otras veces es llamada compunción del corazón. Muchos Padres
adoptaron esta expresión como título para sus obras sobre la contrición de los
pecados (41) : porque así como con hierros quirúrgicos se abren los tumores para
hacer salir la materia purulenta, así también con el bisturí de la contrición se
abren y sajan los corazones para que salga el veneno mortal del pecado. Por
último, el profeta Joel llama a la contrición escisión del corazón: Convertios a
mí de todo corazón en ayuno, en llanto y en gemido. Rasgad vuestros corazones (Jl.
2,12-13).
2) Sus CUALIDADES. -a) El dolor de haber ofendido a Dios por el pecado debe ser
ante todo sumo e inmenso, superior a todo otro posible dolor.
En realidad, la contrición es un acto de amor que procede del temor filial;
luego su medida debe inferirse en la misma del amor. Ahora bien, el amor con que
amamos a Dios es máximo; luego la contrición que de él se deriva debe llevar
consigo un vehementísimo e intenso dolor del alma. Si de verdad amamos a Dios
sobre todas las cosas, es lógico que detestemos sobre todas las cosas lo que de
Él nos aparta.
La Sagrada Escritura usa los mismos términos para expresar la intensidad del
amor y la intensidad de la contrición. Del amor dice: Amarás al Señor, tu Dios,
con todo tu corazón (,Mt. 22,37). Y de la contrición: Convertios a mí de todo
corazón (Jl. 2,12). Luego si Dios es el máximo bien que debemos amar, también el
pecado deberá ser el mayor de los males que hemos de odiar: porque con la misma
razón que estamos obligados a reconocer en Dios el objeto supremo de nuestro
amor, nos vemos también obligados a reconocer en el pecado el objeto de nuestro
más profundo aborrecimiento.
Es el mismo Cristo quien expresamente nos dice en el Evangelio que el amor de
Dios se ha de anteponer a todo: El que ama al padre o a la madre más que a mí,
no es digno de mí (Mt
10,37) ; El que quiera salvar su
vida, la perderá (Mt
16,25).
San Bernardo dice que así como el amor no tiene límite ni medida, porque la
medida del amor a Dios es amarle sin medida, tampoco puede tenerla la intensidad
de la detestación del pecado (42).
b) La contrición debe ser, además, vivísima y perfecta, de modo que excluya toda
negligencia y pereza. En el Deuteronomio está escrito: Buscarás a Yave, tu Dios;
y le hallarás si con todo tu corazón y con toda tu alma le buscas (Deut. 4,29).
Y Jeremías: Buscadme y me hallaréis. Sí, cuando me busquéis de todo corazón, yo
me mostraré a vosotros, palabra de Yave (Jer. 29,13).
c) Y aun cuando la contrición no sea tan perfecta, puede, sin embargo, ser
siempre verdadera y eficaz. Es cierto que frecuentemente nos conmueven más las
cosas sensibles que las espirituales; la muerte de un hijo, por ejemplo, nos
arranca las lágrimas más fácilmente que la contemplación de la fealdad del
pecado. Mas en este caso se trata de sensibilidad y de emoción, mientras que el
dolor del pecado procede de un juicio particular, de una apreciación del alma, a
la que sigue la determinación de la voluntad más que la conmoción sensible,
fuente de lágrimas.
No obstante esto, las lágrimas son un signo, no despreciable, de intensidad de
dolor. San Agustín escribe: No hay en ti entrañas de caridad cristiana si lloras
al cuerpo que perdió el alma y no lloras al alma que perdió a Dios (43). Y
Tesucristo en el Evangelio: ¡Ay de ti, Corozaín; ay de ti, Betsaida!, porque si
en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros hechos en ti, mucho ha qve en
saco y ceniza hubieran hecho penitencia (Mt
11,21). Rastará recordar los eiemplos
famosos de los ninivitas (44), de David (45), de la Magdalena (46), de Pedro
(47), etc. Todos imploraron con lágrimas copiosas la misericordia de Dios y
alcanzaron el perdón de sus pecados.
d) Será muy oportuno habituarse a formular un acto concreto de contrición por
cada pecado mortal, según las Palabras de Ezequías: Repasaré delante de tí, con
dolor de mi alma,. el curso de mis años (Ts. 38,15). Repasar to-'os los años de
la vida equivale a rebuscar uno a uno todos los pecados para llorarlos con el
corazón. También Eze - f"">l dice: Si el malvado se retrae de su maldad y guarda
todos mis mandamientos u hace lo que es recto y justo, vivirá y no moriré. (Ez
18
Ez 21).
Y en el mismo sentido es - cribía San Agustín: Examine el pecador la cualidad de
su pecado serrún el lugar, el tiempo, la especie y la persona (48).
e) Pero, sobre todo, jamás debemos desesperar de la suma bondad e infinita
clemencia del Señor. Deseoso de nuestra salvación, no sólo no retarda Dios el
concedernos el perdón, sino que abraza con amor eterno al pecador arrepentido,
apenas éste entra dentro de sí mismo y detesta sus culpas. Él mismo nos impone
esta dulce esperanza por medio del profeta: La impiedad del impío no le será
estorbo el día en que se convierta de su iniquidad (Ez
33,12).
3) Sus CONDICIONES. -De lo dicho anteriormente podrán colegirse con facilidad
las condiciones necesarias para una verdadera contrición. Condiciones que todos
debemos conocer para que cada uno sepa esforzarse en conseguirlas y pueda
discernir cuándo se encuentra lejos de ellas.
a) La primera condición necesaria es el odio y la de testación de todos los
pecados. Si solamente nos arrepintiéramos de algunos, nuestra penitencia no
sería saludable, sino fingida y engañosa. Porque quien observe toda la Ley, pero
quebrante un ¡solo precepto, viene a ser reo de todos (Jc
2,10).
b) En segundo lugar, la contrición debe implicar el propósito de confesarse y
cumplir la penitencia impuesta.
De esto hablaremos más adelante.
c) Debe además tener el penitente firme propósito de reformar su vida. El
profeta dice: Si el pialvado se rectrae de su maldad, y guarda todos mis
mandamientos, y hace lo que es recto y justo, vivirá y no morirá. Todos los
pecados que cometió no le serán recordados..., y si el malvado se aparta de su
iniquidad que cometió y hace lo que es recto y justo, hará vivir su propia
alma... ; volveos y convertios de vuestros pecados, y así no serán la causa de
vuestra ruina. Arrojad de sobre vosotros todas las iniquidades que cometéis y
haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo (Ez
18,21-31). Y el mismo Cristo dijo a
la adúltera sorprendida en su pecado: Ni yo te condeno tampoco; vete y no peques
más (Jn
8,11) ; y al paralítico curado junto
a la piscina Probática: Mira que has sido curado; no vuelvas a pecar (Jn
5,14).
La naturaleza misma de las cosas y la razón demuestran claramente la necesidad
de estas condiciones, absolutamente imprescindibles para una verdadera y sincera
contrición: el arrepentimiento de los pecados pasados y el propósito de no
volver a cometerlos. Cualquiera que desea reconciliarse con un amigo ofendido,
debe deplorar la injuria que le hizo y guardarse cuidadosamente de no volver a
repetirla.
d) Es necesario también que el alma que se arrepiente delante de Dios de sus
pecados, funde su arrepentimiento en la obediencia a los preceptos divinos.
Todos los hombres estamos sometidos a la ley de Dios, sea ésta natural, divina o
humana. Por consiguiente, si alguno robó, está obligado a la restitución; y, si
ofendió a la dignidad o a la vida del prójimo, debe igualmente satisfacerLc San
Agustín escribe a este propósito: No se perdona el pecado si no se restituye lo
quitado (49).
e) Por último, entre todos los deberes inherentes a la contrición de los propios
pecados, debe recordarse de manera especial el de perdonar las injurias
recibidas de otros. De esto nos amonesta explícitamente el mismo Señor: Porque,
si vosotros perdonáis a oí'os sus faltas, también os perdonará a vosotros
vuestro Padre celestial. Pero, si no perdonáis a los hombres las faltas suyas,
tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados (Mt
6,14) (50).
Esto es cuanto debe explicarse sobre la contrición. Lo demás que acerca de ella
pudiera añadirse, ayudará sin duda para hacerla más perfecta, mas no es
necesario para su esencia.
4) Su EFICACIA. -Y como no basta la mera consideración de las cosas necesarias
para conseguir la salvación, sino que es preciso saber conformar nuestras vidas
a ellas, será muy conveniente exponer la eficacia y utilidad de la contrición.
Las demás obras espirituales (limosna, ayuno, oración, etc. ) pueden tal vez ser
rechazadas por Dios por culpa del que las practica (51) ; mas la contrición
siempre es grata y acepta a sus ojos. Dice el profeta: El sacrificio grato a
Dios es un corazón contrito y humillado (Ps
50,19). En realidad, apenas el
pecador concibe en su corazón un sincero dolor del pecado, Dios le otorga el
perdón, como afirmaba el mismo profeta: Te confesé mi pecado y te descubrí mi
iniquidad. Dije: Confesaré a Yave mi pecado, y tú perdonaste mi iniquidad (Ps
31,5).
Y el mismo Evangelio nos cuenta que Jesucristo envió a diez leprosos a los
sacerdotes, y antes de llegar a ellos quedaron ya curados (52). ¡Tal es el poder
de la contrición, por la que Dios nos concede el perdón de las culpas!
5) ¿CÓMO LLEGAR A CONSEGUIRLA?-En cuanto al modo con que podemos excitar en
nuestra alma una sincera contrición de los pecados, atengámonos a las siguientes
normas:
a) Será muy útil ante todo examinar frecuentemente la propia conciencia y ver si
hemos observado los mandamientos de la ley de Dios y los preceptos de la
Iglesia. En caso de encontrar alguna caída, deberemos acusarnos en seguida ante
el Señor, pidiendo humildemente perdón y suplicándole se digne concedernos
tiempo para hacer penitencia.
b) Sobre todo debemos implorar la divina gracia para no recaer de nuevo en la
culpa que tan vivamente nos pesa haber cometido.
c) Arrancaremos además del alma un definitivo aborrecimiento del pecado si
consideramos su suma y ver gonzosa maldad y los daños gravísimos que nos
ocasiona, privándonos de la divina bondad, de los dones y promesas de Dios y
condenándonos a una muerte eterna en tre tormentos sin fin (53).
B) Confesión
Supuesta la contrición, la confesión constituye el segundo elemento esencial de
la penitencia.
Esta mera reflexión bastará para hacernos caer en la cuenta de su extraordinaria
importancia y del sumo interés que, por consiguiente, debe ponerse en su
estudio; todo cuanto, por la infinita misericordia de Dios, se conserva hasta
hoy en la Iglesia de santo, piadoso y religioso, se debe en gran parte a la
confesión.
Por ello no nos extrañará que el enemigo del género humano, maquinando derribar
desde sus mismos cimientos la fe católica, haya dirigido contra la confesión sus
mejores y más satánicos tiros por medio de todos los satélites de la impiedad
(54).
1) Su NECESIDAD. -Subrayemos ante todo la utilidad, más aún, la necesidad de la
confesión (55).
Es cierto que la contrición perdona los pecados. Mas ¿quién puede estar seguro
de haber llegado a tal grado de arrepentimiento que iguale con su dolor la
grandeva del pecado? Pocos podían esperar por este solo camino el perdón de sus
pecados. Fue, por consiguiente, necesario
que Cristo, en su infinita bondad, pusiese en las manos de todos un medio más
fácil de salvación, como lo hizo al entregar a su Iglesia las llaves del reino
de los cielos (56).
Todos debemos creer firmemente, según la doctrina de la fe católica, que, si
alguno está sinceramente arrepentido de sus pecados y decidido a no cometerlos
más en adelante, aunque su dolor no sea suficiente por sí para obtener la
remisión de sus culpas, éstas se le perdonan en virtud de las llaves, siempre
que se confiese debidamente con un sacerdote.
Todos los Padres de la Iglesia enseñaron siempre que con las llaves se abren las
puertas del cielo (57). Y el Concilio de Florencia sancionó esta certísima
verdad, declarando que el efecto propio de la penitencia es la absolución de los
pecados (58).
Puede colegirse además la necesidad de la confesión de los mismos datos de la
experiencia: nada resulta tan eficaz a los pecadores para enmendar sus
depravadas costumbres como el verse obligados a manifestar los más secretos
pensamientos de su corazón, las acciones y las mismas palabras, a un amigo
prudente y fiel que pueda ayudarle con sus consejos. Del mismo modo, quien se
sienta turbado por los remordimientos de sus culpas, encontrará alivio y paz
descubriendo las enfermedades y las llagas de su alma al ministro de Dios, que
queda obligado personalmente por la severísima ley del sigilo sacramental. De
esta manera la confesión les proporcionará sin duda preciosos y divinos
remedios, no sólo para curar las actuales enfermedades de su espíritu, sino
también para guiar y sostener sus almas, de modo que no les sea fácil ya recaer
de nuevo en los mismos pecados.
Recordemos por último una nueva ventaja de la confesión, que interesa a toda la
vida social. Porque es innegable que sin ella el mundo se vería en breve
inundado de innumerables maldades secretas. El hábito del mal volvería poco a
poco a los hombres tan depravados, que les empujaría a cometer las cosas más
nefandas y hasta gloriarse públicamente de ellas. La vergüenza de la confesión
refrena el frenesí y el deseo del pecado, oponiendo un dique eficaz a la
creciente malicia de los hombres.
2) Su NATURALEZA. -Defínese así la confesión: Una acusación de los pecados hecha
en el sacramento de la penitencia para recibir el perdón en virtud de las
llaves.
a) Es ante todo una acusación, porque los pecados no se han de referir haciendo
ostentación del mal cometido - como lo hacen los que se alearan de habe- obrado
el mal (Pr
2,14) -, ni como un mero relato entre
personas que no tienen otra cosa que hacer. Hemos de acusar los pecados
declarándonos culpables y con deseo de castigar en nosotros el mal cometido.
b) Debe ser además una acusación hecha para obtener el perdón. Porque es muy
distinto el tribunal de la penitencia de los tribunales humanos. En éstos la
confesión del delito va seguida de la condena y del castigo, mientras que en el
sacramento sigue la absolución de la culpa y el perdón del culpado.
En este mismo sentido, aunque con diferentes palabras, han definido los Santos
Padres de la Iglesia la confesión. San Aqustín dice: La confesión es la
manifestación de una enfermedad oculta hecha con la esperanza del perdón (59). Y
San Gregorio Magno: La confesión es una detestación de los pecados (60). Una y
otra, como se ve, pueden fácilmente reducirse a la definición anteriormente
dada.
3) INSTITUCIÓN DIVINA. -Cristo nuestro Señor, el que todo lo ha hecho bien (Mc
7,37), nos dejó en este sacramento
una prueba infinita de bondad y misericordia.
Estando congregados los apóstoles en el Cenáculo, después de su resurrección,
sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Sanio; a quien perdonareis los
pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos
(Jn
20,22-23). Con ello constituía a los
apóstoles jueces de esta causa y les daba la potestad de retener y de perdonar
los pecados.
Y lo mismo significó el Señor cuando mandó a los apóstoles desatar a Lázaro con
ocasión de su resurrección (61). San Agustín comenta así este pasaje: Los
sacerdotes pueden ya aprovechar a otros, pueden perdonar abundantemente a los
que se confiesan, remitiéndoles los pecados. Al darles el Señor el poder de
desatar a Lázaro resucitado, mostró que les concedía la facultad de desatar
(62).
Y es una confirmación de lo mismo el hecho de que Cristo ordenase a los diez
leprosos del Evangelio que se presentaran a los sacerdotes y se sujetaran a su
juicio (63).
Es claro que, habiendo conferido Cristo a los sacerdotes la facultad de retener
y perdonar los pecados, les constituyó con ello jueces en la materia. No siendo
posible, como acertadamente advierte el santo Concilio de Trento, pronunciar una
sentencia justa sobre cualquier argumento ni respetar las saqradas reglas de la
justicia al asignar las penas de los delitos si no se ha conocido y ponderado
enteramente la causa, lógicamente se sigue que los penitentes deben exponer a
los sacerdotes en la confesión todos y cada uno de los pecados cometidos. Esta
doctrina decretada por el Concilio ha sido constantemente enseñada por la
Iglesia (65).
Si además repasamos con atención los escritos de los Santos Padres,
encontraremos en ellos frecuentes y explícitos testimonios no sólo de la
institución divina del sacramento por parte de Cristo, s;no también de la ley
evannélica de la confesión sacramental, o, como dicen los Padres grieoos, de la
"exomologesis" o "exagoreusis".
Y aun en el Antiono Tegmento encontramos va numerosas figuras que parece deben
referirse a la confesión, en los distintos sacrificios realizados por los
sacerdotes para la expiación de las múltiples clases de pecados (65).
4) RITOS Y CEREMONIAS. -Convendrá también considerar los ritos y ceremonias con
que la Iglesia ha rodeado la administración y el uso del sacramento de la
penitencia. Es cierto que estas ceremonias no pertenecen a su íntima esencia,
pero resaltan notablemente su valor y disponen a las almas con toda la eficacia
de la piedad para recibir con mayor abundancia la gracia divina.
Postrado a los pies del sacerdote, con la cabeza descubierta, los ojos cerrados
y las manos juntas en actitud de súplica, el pecador acusa humildemente sus
pecados, demostrando así aún con el gesto exterior reconocer en el sacramento
una virtud divina, que él implora con toda el alma, buscando la misericordia de
Dios.
5) OBLIGACIÓN DE LA CONFESIÓN. -Cristo instituyó la confesión censando que su
uso nos habría de ser necesario. Él sabía bien, y claramente nos lo manifestó,
que las conciencias gravadas oor el pecado mortal no podrían volver a la vida
esoiritual sino mediante este sacramento (66).
Y para subrayar esta necesidad utilizó aquella admirable metáfora de las llaves
del remo de los cielos. Con ella quiso definir la facultad de administrar la
penitencia (67) : porque así como nadie puede entrar en un lugar cerrado sin
recurrir al que tiene las llaves, de igual modo el que quiera entrar en el reino
de los cielos debe recurrir al sacerdote, a cuya fidelidad confió Cristo las
llaves con que se abren sus puertas. Sólo así cabe concebir el uso de las llaves
en la Iglesia: si existiera otro camino para llegar al cielo, el que ha recibido
de Cristo la facultad de las llaves habría recibido un oficio vano y una misión
inútil.
Bien lo entendía San Agustín cuando escribió: Ninguno pretenda hacer penitencia
sólo en secreto, delante del Señor, diciendo: Dios, que me ha de perdonar,
conoce todo y lee en mi corazón. No, porque entonces se habría dicho en vano:
Cuanto desatareis en la tierra será desatado en el cielo. ¿O es que acaso Cristo
confió a su Iglesia sin razón las llaves del reino de los cielos? (68)
También San Ambrosio escribía en su libro De pae - nitentia, contra los herejes
novacianos, que reservaban a sólo Dios el poder perdonar los pecados: ¿Quién
venera más a Dios, el que obedece sus mandatos o el que los resiste? Dios nos
mandó obedecer a sus ministros, y sólo obedeciéndoles damos en realidad honor a
Dios (69).
Nadie puede poner en duda, por consiguiente, que la ley de la confesión es de
origen divino.
Veamos ahora a quiénes obliga, en qué edad cotnien za esta obligación y en qué
tiempo del año debe cumplirse.
Por un canon del Concilio Lateranense, que empieza: "Todo fiel de uno y otro
sexo", consta que ninguno está obligado a la ley de la confesión antes de llegar
al uso de la tazón (70). Y esta edad no puede conmutarse por un número definido
de años igual para todos.
En línea general, deberemos sostener que los niños tienen obligación de
confesarse desde el momento en que aparece en ellos la capacidad de distinguir
entre el bien y el mal, y, por consiguiente, la capacidad de pecar. Es la edad
en que somos capaces de razonar y de tomar decisiones de índole espiritual
respecto a nuestra eterna salvación. Quienes al llegar a esta edad cometen algún
pecado grave, no pueden salvarse más que por la confesión de sus culpas.
En el mismo canon del Concilio Lateranense se establece el tiempo más oportuno
para hacer la confesión, imponiendo a todos los fieles la obligación de confesar
los pecados al menos una vez al año. lis claro, sin embargo, que las situaciones
de tantas almas exigen un uso más frecuente de este sacramento. Por supuesto,
cada vez que nos encontremos en peligro de muerte, o hayamos de realizar un acto
que exige el estado de gracia (administrar, por ejemplo, o recibir sacramentos),
no puede descuidarse la confesión. Dígase lo mismo en el caso en que, aplazando
excesivamente la confesión, podríamos después olvidarnos de algún pecado grave
cometido; porque es cierto que no podemos confesar los pecados que no
recordemos, pero también lo es que Dios no nos perdona los pecados sino mediante
el sacramento de la penitencia (71),
6) Sus CUALIDADES. -De las muchas prescripciones que deben observarse en una
recta y santa confesión, unas son esenciales al sacramento, otras no. De todas
ellas di" remos sólo algunas palabras, no escaseando los libros y tratados
ascéticos, donde fácilmente puede encontrarse urta más amplia explicación.
a) Ante todo, la confesión debe ser íntegra, es decir, deben manifestarse al
sacerdote todos los pecados mortales.
Los veniales no destruyen la gracia de Dios; por consiguiente, si bien es
laudable y provechoso el confesarles, también (así suelen hacerlo los cristianos
verdaderamente piadosos), pueden, no obstante, omitirse sin culpa y expiarse de
otras muchas maneras.
Los pecados mortales, en cambio, deben acusarse todos y cada uno, aun los más
secretos, aun aquellos que violan los dos últimos mandamientos del decálogo;
sucede con frecuencia que éstos hieren más gravemente al alma que los que se
cometen externa y públicamente.
Esta necesidad de acusar totalmente los pecados graves fue enseñada siempre por
la Iglesia, según testimonio de los Santos Padres, y claramente definida en el
Concilio de Trento (72). San Ambrosio escribe: Nadie puede ser perdonado si no
confiesa su pecado (73). San Jerónimo, comentando el Eclesiastés, escribe
también: El que ha sido mordido secretamente por la serpiente diabólica y ha
sido infectado por el veneno del pecado con desconocimiento de todos, si se
calla y no hace penitencia ni quiere descubrir su herida al hermano o al
maestro, al maestro que tiene en sus manos el poder de curarlo, no podrá ser
útil en modo alguno (74). Y San Cipriano en su libro De lapsis: Aun aquellos que
no son reos del delito de sacrificio idolátrico o de libelo, aunque solamente
hayan pensado en ello, deben confesar su culpa con dolor a los sacerdotes de
Dios 75. Es un punto este sobre el cual es común la doctrina de los Padres.
b) En segundo luqar debe ponerse en la confesión aquel sumo cuidado y diligencia
que ponemos en los asuntos más qraves de la vida, ya que se trata de sanar las
heridas de nuestra alma y de arrancar con todas las enerqías posibles las mismas
raíces del pecado.
No debemos limitarnos a acusar distintamente los pecados graves; es necesario
manifestar todas aquellas circunstancias que agravan o disminuyen notablemente
su malicia (76).
Hay algunas de suyo tan graves, que bastan por sí solas para dar al pecado la
naturaleza de culpa mortal; éstas es necesario siempre confesarlas. El que ha
matado, por ejemplo, debe decir si la víctima era un clérigo o un seglar.
El que ha tenido relaciones carnales con una mujer, debe especificar si era
soltera o casada, pariente o consagrada a Dios con votos. Todas estas
circunstancias constituyen especiales clases de pecados: en el primer caso, se
trata de simple fornicación; en el segundo, de adulterio; en el tercero, de
incesto, y en el cuarto, de sacrilegio.
También el hurto es genéricamente un pecado; pero el que roba cinco pesetas peca
mucho más levemente que el que roba cien, doscientas, o el que sustrae una
fuerte suma, y más aún si se trata de una suma sagrada.
Otras circunstancias son también el tiempo y el lugar de pecado. Omitimos aducir
ejemplos de ellas, pues pueden encontrarse fácilmente en las obras de los
moralistas.
Éstas son las circunstancias que deben explicarse. Nótese, sin embargo, que las
no específicamente agravantes pueden callarse en la confesión sin culpa alguna.
Es tan necesario para la confesión que la acusación de los pecados sea
efectivamente ínteqra y completa, que, si alguno de propósito confiesa en parte
sus culpas y en parte las omite, no sólo no saca provecho alguno de tal
confesión, sino que comete un nuevo pecado, de sacrilegio (77) Ni siquiera
merecería el nombre de confesión sacramental esta mera relación de pecados; el
penitente debería repetirla de nuevo acusando este nuevo pecado de profanación
de la santidad del sacramento.
Pero si la confesión fue incompleta por causas no queridas de propósito (olvido
involuntario, insuficiente examen de conciencia, etc., siempre que el penitente
tuviera intención de confesar todos sus pecados, no es necesario repetir la
confesión. Bastará confesar al sacerdote, en otra ocasión, los pecados
olvidados, cuando se acuerde de ellos (78). Puede ocurrir, sin embargo, que el
examen de conciencia se haga con demasiada rapidez y descuido, equivalente a un
verdadero deseo de omitir los pecados; en tal caso sería ioualmente necesaria la
repetición de la confesión mal hecha.
c) La acusación de los pecados debe ser además franca, escueta, sencilla y
clara, no concebida artificiosamente, como sucede con frecuencia en algunos, que
más parecen querer contar la historia de su vida que confesar arrepentidos sus
pecados. La confesión debe mostrarnos al sacerdote tales cuales somos a nuestros
ojos, dando lo cierto como cierto y lo dudoso como dudoso. Si no se confiesan
los pecados o se entremezclan discursos extraños a ellos, es evidente que la
confesión carece de estas virtudes.
d) Es digno de alabanza que la acusación de los pecados se haga con prudencia y
vergüenza. No está bien perderse en demasiadas y larqas parrafadas; expóngase
con brevedad y modestia sólo y cuanto pertenezca a la naturaleza y a la especie
de cada pecado.
e) Tanto el confesor como el penitente procuren además que su confesión sea
secreta. Por esto jamás es lícito confesar los propios pecados por medio de un
intermediario, o por carta, lo que sería una grave violación del secreto
sacramental.
f) Por último, procuren cuidadosamente los fieles purificar su alma mediante la
frecuencia de la confesión.
Nada más saludable para el alma en pecado o asediada de peligros espirituales
que confesar inmediatamente sus culpas. No afirmamos que no pueda un pecador
vivir largos años aún, pero sería verdaderamente vergonzoso que, usando tanto
cuidado en la higiene y cuidado del cuerpo y del vestido, fuéramos luego tan
gravemente descuidados en lo que se refiere a la pureza y al esplendor del alma,
tan frecuentemente ofuscado por las horrendas manchas del pecado.
7) EL MINISTRO. -El ministro de la penitencia es el sacerdote que tenga
potestad, ordinaria o delegada, de absolver los pecados. Y no sólo deberá tener
la potestad de orden, sino también la de jurisdicción (79).
Recordemos a este propósito las palabras de Cristo en San Juan: A quien
perdonareis los pecados, le serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les
serán retenidos (Jn
20,23).
Es evidente que no dirigió el Señor estas palabras a todos, sino sólo a los
apóstoles y a los sacerdotes, que habían de sucederles en este oficio.
Y pruébalo también la misma razón: la gracia concedida por este sacramento se
deriva a los miembros de la Cabeza, que es Cristo; es lógico, por consiguiente,
que sea administrada al Cuerpo místico, que son los fieles, por aquellos que
tienen el poder de consagrar sobre el altar el cuerpo real del Señor. Tanto más
cuanto que en virtud de la penitencia reciben los cristianos la pureza del alma
necesaria para acercarse a la Eucaristía.
Los testimonios de los Padres de la Iglesia dejan entrever el gran respeto y
honor con que se rodeó siempre al sacerdote que rige con potestad ordinaria a su
grey: según ellos, ningún sacerdote puede ejercer actos de administración
sacramental en la parroquia de otro sin la autorización del que la regenta, si
no se trata de un caso de extrema necesidad. Así lo entendía también San Pablo
cuando mandó a Tito constituir sacerdotes en cada ciudad que alimentaran y
formaran a los fieles con el manjar celestial de la doctrina cristiana y de los
sacramentos (80).
Sin embargo, para que nadie corra peligro de condenación eterna, el santo
Concilio de Trento declaró ser práctica constante de la Iglesia de Dios que
cualquier sacerdote pueda en caso de peligro de muerte, y si no hay posibilidad
de recurrir al propio párroco, no sólo perdonar todo género de pecados, aun los
reservados a cualquier potestad, sino también absolver del vínculo de
excomunicación (81).
Además de la potestad de orden y jurisdicción, absolutamente necesarias, el
ministro de la penitencia debe poseer una vasta doctrina y una notable
prudencia, porque desempeña al mismo tiempo oficio de juez y médico de las
almas.
No basta una ciencia cualquiera. Como juez debe indagar sobre los pecados
cometidos, clasificarlos en sus específicas categorías y distinguir los pecados
más graves de los más leves, según la cualidad y condiciones de cada penitente.
Y en cuanto médico necesita el confesor una suma prudencia. Es deber suyo el
saber proveer al enfermo de los remedios más eficaces para sanar el alma y
prevenirla contra las nuevas posibles acometidas del mal.
De aquí la necesidad para todo cristiano de elegir con exquisito cuidado un
sacerdote dotado de integridad de vida, de ciencia e inteligencia, capaz de
valorar la importancia de su oficio, perspicaz en el sancionar la conveniencia
de la pena para cada culpa y prudente en el juzgar quién debe ser absuelto y
quién debe quedar ligado.
8) EL SIGILO SACRAMENTAL. -Siendo tan legítimo el que las almas deseen
celosamente que sus culpas y propias vergüenzas queden absolutamente ocultas,
sepan los fieles que no tienen razón alguna de temer que el sacerdote pueda
jamás revelar a ninguno los pecados oídos en confesión (82).
Las sanciones establecidas en los sagrados cánones (83) son gravísimas contra
aquellos confesores que no guardan sepultados en el más inviolable secreto los
pecados escuchados en el sacramento de la penitencia. El Concilio ecuménico
Lateranense decreta: "El sacerdote no debe jamás descubrir al pecador ni con
palabras, ni con señas, ni con cualquier otro medio" (84).
9) REGLAS PARA ESCUCHAR CONFESIONES. -Expuesta la doctrina del ministro,
réstanos decir unas palabras sobre el uso y práctica de la confesión.
a) Dolorosamente son muchos los cristianos que descuidan hasta el máximo su vida
cristiana, y especialmente este sagrado deber de confesar los pecados. Será
siempre sagrado deber sacerdotal el acudir con toda diligencia en socorro de
estas pobres almas, hasta conseguir que sus confesiones no sean defectuosas o
sacrilegas.
Procuremos sobre todo poner atención en dos cosas: que el penitente conciba un
verdadero dolor de sus pecados y que alimente un sincero propósito de no volver
a pecar. Conseguida esta doble disposición, será fácil excitarles a dar gracias
a Dios por tan gran beneficio y a implorar la divina gracia para poder resistir
a las tentaciones y vencer sus perversas tendencias.
Inculquémosles también la práctica de la cotidiana meditación de la pasión del
Señor, con la que se encenderá en sus corazones el deseo de imitar a Jesucristo
y de amarle durante toda su vida. Una de las causas más frecuentes y más graves
de la desconfianza de las almas frente a los asaltos del demonio es, sin duda
ninguna, el descuido de la meditación de las verdades eternas, donde el fuego
del amor divino ayuda a estimular y reforzar el espíritu para la lucha.
Mas si el penitente se encuentra reacio al dolor, de tal manera que no se le
pueda decir verdaderamente arrepentido, esfuércese el sacerdote por hacerles
concebir el deseo de la contrición. Éste le ayudará a implorar el don de la
divina misericordia.
b) Frente a los penitentes que se esfuerzan por excusar o atenuar por todos los
medios sus pecados, será necesario reprimir su soberbia. Es el caso de quien,
acusando sus propios arrebatos de ira, hace recaer la culpa sobre los demás,
lamentándose de haber sido injuriado primero por ellos. El sacerdote le hará ver
que este estado de ánimo está dictado por el orgullo, y que, no teniendo en
cuenta su propia culpa, termina por acrecentar más que disminuir la gravedad del
mal. ¿Qué mérito hay en efecto en tener paciencia sólo cuando nadie nos afrenta?
Esto no es propio de un verdadero cristiano. Más perfecto y evangélico será
siempre el saber ofrecer a Dios el homenaje de la propia paciencia, y desde
luego más eficaz para corregir, con el testimonio de la propia mansedumbre, al
hermano que pecó contra nosotros.
c) Mucho más doloroso es el caso de quienes, dominados por una funesta
vergüenza, no se atreven a confesar sus propios pecados. Es necesario animarles
con oportunas exhortaciones, haciéndoles ver que no hay motivo alguno para
avergonzarse de la confesión, desde el momento en que nadie puede maravillarse
de que un hombre peque. ¿No entra esto dentro de la condición de debilidad en
que todos nos encontramos?
d) Hay otros penitentes en fin que, o por la poca costumbre que tienen del
sacramento o porque no han puesto diligencia alguna al hacer el examen, no saben
hacer su confesión, y frecuentemente ni siquiera comenzarla. Convendrá enseñar a
éstos que antes de presentarse al sacerdote es necesario haber concebido un
verdadero dolor de los pecados, lo que en modo alguno es posible si ni siquiera
los conocen. Si, a pesar de ello, aun se constatara que semejantes penitentes
están absolutamente privados de la necesaria preparación, se les debe invitar
amablemente a retirarse el tiempo necesario para hacer una buena preparación y
que vuelvan después. Y si acaso insistiesen en querer confesarse, protestando
haberse preparado con cuidado, podrá escucharles el sacerdote (sobre todo si
teme que no han de volver), si nota en ellos un deseo sincero de enmendar su
vida y la buena disposición de reconocer su propia negligencia, con el propósito
de procurar en lo sucesivo un mayor cuidado en sus confesiones. Todo esto, sin
embargo, exige una escrupulosa cautela por el bien de las almas.
En la práctica, pueden los sacerdotes atenerse a esta norma: si, escuchada la
confesión, constatan que no faltó la diligencia en la acusación ni el dolor de
los pecados, podrán absolver al penitente; mas, si faltare lo uno y lo otro, le
despedirán afablemente, mas sin ocultarle que es necesario mayor esfuerzo para
examinarse y prepararse dignamente al sacramento.
e) Puede suceder que el penitente, especialmente si se trata de una mujer,
olvidando en la acusación algún pecado, del que se acuerda apenas se levanta del
confesonario, no se atreva a volver al confesor, o por miedo de ser juzgada reo
de culpas particularmente graves o por temor de que el pueblo la juzgue ávida de
especial alabanza por su particular delicadeza de conciencia. Será conveniente,
pues, insistir con los penitentes y en las instrucciones al pueblo que la
memoria es frágil y puede fácilmente olvidar los pecados, y, por consiguiente,
no deben avergonzarse de volver al confesonario para decir el pecado olvidado.
Todas estas cosas y otras parecidas deben tener muy presentes los sacerdotes que
escuchan confesiones.
C) Satisfacción
El tercer elemento de la penitencia es la satisfacción. 1) Su SIGNIFICADO Y
VALOR. -Expondremos primeramente su genuino significado y eficacia, porque
frecuentemente han tomado de aquí los enemigos de la Iglesia ocasión para
polémicas y discordias, con grave daño de la piedad cristiana.
Satisfacer, en general, es pagar íntegramente lo que se debe. Decimos que uno
está "satisfecho" cuando no le falta nada debido. En el caso específico de la
reconciliación con un amigo, satisfacer significa ofrecer aquello que es
suficiente para reparar la ofensa y la injuria que se le causó. En otras
palabras: satisfacción es la compensación del mal inferido.
En nuestro caso, los teólogos indican con el nombre de satisfacción la
compensación que el hombre ofrece a Dios por los pecados cometidos. Y como en
ello puede haber muchos grados, divídese la satisfacción en varias especies.
a) La satisfacción más excelente es sin duda aquella por la que se ofrece a
Dios, en compensación de nuestras culpas, todo lo que a Él se le debe en
estricto rigor de justicia. Tal satisfacción suficiente para aplacar
perfectamente a Dios y volverlo propicio, únicamente pudo ser ofrecida por
Jesucristo en la cruz, precio supremo e integro de nuestra deuda de pecadores.
Ninguna cosa creada habría podido librarnos de la deuda infinita contraída por
el pecado. Fue necesario que Cristo se ofreciera como propiciación por nuestros
pecados; y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo (1Jn
2,2). La oferta y el sacrificio de
Cristo fueron plena y total satisfacción, perfectamente adecuada a las
exigencias contraídas por la humanidad con el cúmulo de pecados cometidos (85).
El valor infinito del sacrificio de Cristo rehabilitó al hombre en la presencia
del Padre. Sin su virtud nuestras acciones humanas habrían permanecido
eternamente privadas de todo valor y de todo mérito.
Recordemos a este propósito las palabras de David. El profeta se pregunta: ¿Qué
podré yo dar a Yave por todos los beneficios que me ha hecho? Y responde: Tomaré
el cáliz de la salud c invocaré el nombre de Yavé (Ps
115,12-13). Con la palabra "cáliz"
expresa el profeta la satisfacción ofrecida a Dios en el sacrificio de Cristo.
b) Una segunda clase de satisfacción es la llamada canónica: aquella que por
antiquísima costumbre de la Iglesia se impone al penitente en el momento de la
absolución bajo la forma de una determinada pena, cuyo cumplimiento ha tomado el
nombre técnico de "satisfacción".
c) Con este mismo nombre se indica todo género de penitencias que
voluntariamente afrontamos por nuestros pecados, aunque no hayan sido impuestas
por el sacerdote.
Esta satisfacción no pertenece propiamente a la naturaleza del sacramento, como
sucede con la canónica, siempre que vaya unida a ella el propósito firme de no
recaer más en pecado.
d) Con particular atención a este último aspecto, es decir, al propósito,
algunos teólogos definieron la satisfacción como un acto que da a Dios el honor
debido (86), subrayando que no se puede dar honor a Dios si al mismo tiempo no
se procura evitar absolutamente todo nuevo pecado.
e) De aquí un ulterior sentido de la satisfacción:
"satisfacer es contar las causas de los pecados para no dejar entrada a sus
sugestiones" (87).
f) Finalmente, otros teólogos prefieren definir la satisfacción como una
purificación por la que el alma queda limpia de toda mancha de pecado y absuelta
de las penas temporales contraídas por ellos.
2) Su NECESIDAD. -Él concepto de satisfacción engendrará necesariamente en las
almas la persuasión de que deben ejercitarse continuamente en su práctica.
a) El pecado deja en el alma una doble consecuencia: la culpa y la pena. Por la
confesión se perdona siempre la culpa, y por lo mismo el castigo eterno del
infierno debido a la culpa; pero no siempre se condonan todas las huellas o
reliquias del pecado y la pena temporal debida por los mismos. Así lo declaró el
Concilio de Trento (88).
Y de ello tenemos ejemplos significativos en la Sagrada Escritura (89). Entre
todos es sin duda el más expresivo el caso de David: el santo rey, a pesar de
haberle asegurado el profeta Natán de parte de Dios que su pecado había sido
perdonado - Yave te ha perdonado tu pecado; no morirás (2 Re. 13,12) -, se
impone voluntariamente gravísimas penas, implorando día y noche la divina
misericordia: Lávame más y más de mi iniquidad y limpíame de mi pecado, pues
reconozco mis culpas y mi pecado está siempre ante mí (Ps
50,4-5). El profeta intenta con ello
conseguir del Señor no sólo el perdón de la culpa, sino también el de las penas
debidas a ellas; pide al Señor le reintegre al estado de pureza, gracia y decoro
antecedentes a la culpa, purificándole de toda mancha de pecado. Y, no obstante
sus plegarias, continuó Dios castigándole con la muerte del hijo nacido del
pecado, con la traición y muerte de su hijo predilecto Absalón y con todas las
penas que le había preanunciado (90).
También en el Éxodo vemos que Dios, aunque aplacado por las plegarias de Moisés
había ya perdonado al pueblo el pecado de la idolatría, sin embargo, amenaza con
penas gravísimas que ha de castigar tan enorme delito. Y el mismo Moisés
confirma que el Señor se vengará severísima - mente hasta la tercera y cuarta
generación (91).
Por lo demás, éste es un punto de segura doctrina católica, afirmada
constantemente por los testimonios de los Padres (92). El Concilio de Trento
explicó ampliamente las razones por las que no se perdona toda la pena del
pecado en el sacramento de la penitencia, como sucede en el bautismo: "Aun la
razón de la divina justicia parece exigir que sean recibidos diversamente a la
gracia aquellos que por ignorancia pecaron antes del bautismo y aquellos que,
rescatados ya una vez de la esclavitud del pecado y de Satanás y adornados con
el don del Espíritu Santo, no dudaron en violar conscientemente el templo de
Dios y entristecer al Espíritu divino (93). Y conviene a la divina clemencia que
no nos sean perdonados los pecados sin alguna satisfacción, no sea que, juzgando
cosa de poco la culpa y despreciando al Espíritu Santo, nos deslicemos en la
primera ocasión a culpas más graves, acumulando así la ira divina para el día de
la venganza (94). Porque no hay duda que estas penas satisfactorias retraen en
gran manera del pecado, y sujetan como un freno, y hacen a los penitentes más
cautos y vigilantes para el futuro" (95).
b) Son además estas penitencias como pruebas para documentar la sinceridad de
nuestro dolor y como una reparación que ofrecemos a la Iglesia, gravemente
ofendida por nuestras culpas.
San Agustín escribe: Dios no desprecia al corazón contrito y humillado. Mas como
muchas veces el dolor de un corazón es desconocido por los otros y no llega a su
conocimiento ni con palabras ni mediante otro signo cualquiera, oportunamente la
Iglesia ha fijado tiempos de penitencia, en las que se dé satisfacción a la
misma Iglesia y en las que se nos perdonen los pecados (96).
Añádase a lo dicho que nuestra penitencia es un ejemplo elocuente para los
demás. Por ella comprenderán la necesidad de ordenar santamente sus vidas según
las normas de la virtud cristiana. Contemplando las penas impuestas a nuestros
pecados, entenderán que es necesario en la vida espiritual tener especiales
cautelas para el bien y para la corrección de las propias costumbres.
Por esto la Iglesia exigía antiguamente que quien había pecado en público
hiciera pública penitencia, para que, amonestados los demás, evitasen en
adelante con más cuidado sus propias culpas. Y no sólo por los pecados públicos;
también por los ocultos, especialmente los más graves, imponíase a veces
penitencia; siempre y sin excepción por los pecados públicos, a los que no se
concedía la absolución si antes no se aceptaba dicha penitencia. Mientras se
conminaba ésta, los sacerdotes oraban a Dios por el pecador, exhortando a los
demás a hacer lo mismo. Recuérdese a este propósito el particular cuidado y celo
de San Ambrosio, cuyas lágrimas, según se refiere, llegaron a veces a suscitar
un vivo dolor de corazón en las almas que se acercaban a la confesión con
evidente frialdad (97).
Más tarde cesó la antigua disciplina eclesiástica de la penitencia pública, y el
fervor de la vida cristiana se atenuó tanto, que no pocos cristianos llegaron a
creer que para alcanzar el perdón de los pecados no era necesario el íntimo y
vivo dolor de los mismos, sino que bastaba una ficticia apariencia de
arrepentimiento.
c) Recordemos también que, aceptando las penas por nuestros pecados,
reproducimos en nuestras almas la imagen de Cristo, nuestra Cabeza, que por
nosotros y por nuestras culpas padeció y fue tentado (He
2,18).
¿Qué cosa puede concebirse más deforme - escribe San Bernardo - que un miembro
alegre bajo una cabeza coronada de espinas? (98) Y, según San Pablo, somos
coherederos de Cristo supuesto que padecemos con Él (Rm
8,17) ; porque, si padecemos con Él,
también con Él viviremos; si sufrimos con Él, con Él reinaremos (2Tm
2,11-12).
d) Escuchemos sobre este punto la voz de los Padres de la Iglesia. San Bernardo
afirma que en el pecado se encuentra la mancha y la pena; la primera es
cancelada por la divina misericordia, mas para sanar de la segunda es
indispensable la medicina de la penitencia. Porque así como cuando se cura una
herida quedan aún cicatrices, que también necesitan atención y cuidado,
igualmente, cuando en el alma se perdona la culpa, quedan aún reliquias del
pecado que necesitan remedio (99).
San Juan Crisóstomo insiste en lo mismo: No basta sacar del cuerpo la flecha que
lo ha herido; es necesario además curar la herida que se formó. También en el
alma, conseguido el perdón del pecado, debe curarse por la penitencia la llaga
que éste produjo (100).
San Agustín, a su vez, enseña expresamente que en el sacramento de la penitencia
hemos de distinguir la miseria cotdia divina de la divina justicia; la primera
perdona las culpas y la pena eterna; la segunda castiga al hombre con las penas
temporales (101).
e) Pensemos, por último, que las penas aceptadas de buen grado en penitencia por
los pecados previenen los suplicios establecidos por Dios, según la doctrina de
San Pablo: Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos condenados. Mas
juzgados por el Señor, somos corregidos para no ser condenados con el mundo (1Co
11,31-32).
Si atentamente pesamos todas estas razones, no podremos menos de excitarnos
sobremanera a abrazar gustosamente las obras de penitencia.
3) Su EFICACIA. -La satisfacción deriva todo su valor de los méritos de la
pasión de Jesucristo (102). Por ellos conseguimos estos dos grandes bienes: a)
el mérito de la vida eterna - el mismo Señor dice que ni un solo vaso de agua
dado en su nombre quedará sin recompensa (Mt
10,42) - y b) el mérito de satisfacer
por nuestros pecados.
Mas no se crea que por esto disminuye el valor de la perfecta y superabundante
satisfacción de Cristo. Al contrario, resulta mucho más espléndida, porque tanto
más abundante se descubre ser la gracia de Cristo cuanto que no solamente nos
comunica sus méritos personales, sino que también actúa en nosotros, por medio
de nuestras obras satisfactorias, los méritos que como Cabeza alcanzó y derivó
por medio de los santos y justos, que son sus miembros.
Y sólo por esta causa son meritorias las obras buenas de los justos que viven en
gracia; porque Cristo, como la cabeza con relación a los miembros (103) y como
la vid con relación a los sarmientos (104), no cesa de difundir su propia gracia
a todos los que le están unidos mediante la caridad. Esta gracia de Cristo
previene siempre a nuestras buenas acciones, las acompaña y las sigue, haciendo
posible en nosotros el mérito y la satisfacción.
Nada, por consistente, falta a los justos. Mediante sus buenas acciones, hechas
con el concurso de Dios, pueden, por una parte, cumplir la divina ley según la
capacidad de la naturaleza humana, y, por otra, merecer la vida eterna, si
mueren en gracia de Dios (105). Recordemos la sentencia del mismo Cristo: El que
beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed, que el agua que yo le dé se
hará en él una fuente que salta hasta la vida eterna (Jn
4,13-14).
4) Sus CONDICIONES. -Para que de verdad sea eficaz la satisfacción debe
responder a dos requisitos:
a) Que el alma esté en gracia y amistad de Dios. Por que las obras hechas sin fe
y sin caridad no pueden ser en modo alguno gratas a Dios (106).
b) Que las obras emprendidas sean para el que las ejecuta de alguna manera
dolorosas. Debiendo ser compensaciones de los pecados cometidos, o, en frase de
San Cipriano, redentoras de los pecados (107), es evidente que deben ser de
alguna manera dolorosas y amargas, aunque no siempre y necesariamente el que
obra el bien lo encuentre penoso. No es raro que la costumbre de sufrir y el
ardiente amor a Dios con que aceptamos los sufrimientos consigan quitar a las
obras más dolorosas toda razón de pena; mas no por esto las priva de su eficacia
satisfactoria, porque es propio de los hijos de Dios inflamarse de tal manera en
su amor, que no sientan dolor en las penas soportadas por Él.
5) OBRAS SATISFACTORIAS. -Las obras buenas capaces de tener valor satisfactorio
ante Dios pueden reducirse a tres categorías: la oración, el ayuno y la limosna.
a) Corresponden estas obras al triple orden de bienes que hemos recibido de
Dios: los espirituales, los corporales y los externos.
b) Representan además el medio más eficaz para arrancar las raíces de todos los
pecados. Porque todo lo que hay en el mundo es esclavo de una triple
concupiscencia: la de la carne, la de tos ojos y la de la soberbia de la vida (1Jn
2,16). Y es claro que a esta triple
concupiscencia se oponen las tres medicinas del ayuno, la limosna y la oración.
c) Y si atendemos al tríplice orden de personas que ofendemos con nuestros
pecados - Dios, el prójimo y nosotros mismos-, aparecerá también evidente la
congruidad de esta clasificación: con la oración aplacamos a Dios, con la
limosna damos satisfacción al prójimo y con el ayuno nos dominamos a nosotros
mismos.
Por lo demás, la misma vida se encarga de ofrecernos abundante material de
satisfacción meritoria por nuestros pecados. Nuestro vivir terreno está
fatalmente acompañado de innumerables penas, angustias y desgracias; si
supiéramos siempre soportar con paciencia cuanto el Señor quiera mandarnos,
acumularíamos un notable caudal de méritos y satisfacciones que ofrecer al
Señor; pero, si nos hacemos recalcitrantes a sus divinas disposiciones y
rehuimos el sufrimiento, nos privamos de todo mérito y renunciamos a tanto fruto
satisfactorio, exponiéndonos al castigo de aquel Dios que toma justa venganza
del pecado.
6) COMUNICABLES A TODO EL CUERPO MÍSTICO. -Una nueva razón de reconocimiento y
gratitud al Señor es el habernos concedido poder satisfacer también por nuestro
prójimo. Y esto únicamente compete a la satisfacción.
Ningún otro elemento de la penitencia es sustituible; nadie puede arrepentirse
por otro ni confesarse en su lugar. Pero el que está en gracia de Dios puede
pagar por otro el débito contraído con la divina justicia. En otras palabras,
todo cristiano puede llevar la carga de sus hermanos (Ga
6,2).
Nadie dudará de este misterioso poder derivado de la comunión de los santos.
Renacidos para Cristo todos en el mismo bautismo, partícipes de los mismos
sacramentos, alimentados con la misma carne, bebiendo la misma sangre, todos
somos miembros del mismo Cuerpo místico del Señor (108). Y así como el pie
cumple su cometido no solamente para su propio provecho, sino en función del
bien común de los demás miembros; o así como los ojos no solamente se favorecen
a sí mismos, sino que ayudan a todas las partes del organismo, del mismo modo en
el Cuerpo místico de Cristo las obras buenas son de común utilidad y de común
satisfacción para todos los miembros que le componen.
Mas, aunque todas las obras buenas puedan ser ofrecidas para la común
satisfacción del cuerpo, no todos sus miembros reciben las mismas ventajas.
Porque las obras satisfactorias son como ciertas medicinas y métodos curativos,
prescritos al penitente para sanar las malas inclinaciones de su espíritu; y
¿cómo podrán reportar utilidad curativa quienes no se las aplican a sí mismos, o
cómo habrán de aprovechar a aquellos que no hacen nada por satisfacer a Dios y
curar su propio mal?
VIII. ALGUNAS ADVERTENCIAS SOBRE LA ADMINISTRACIÓN DEL SACRAMENTO
Y para terminar el estudio del sacramento de la
penitencia, subrayaremos aún algunas advertencias prácticas:
1) Antes de conceder la absolución, el sacerdote debe averiguar si el penitente
infirió algún daño al prójimo en las haciendas o en la buena fama, teniendo
obligación, por consiguiente, de restituir o reparar. En tales casos no puede
ser absuelto si antes no repara el daño ocasionado, o al menos no promete
repararlo cuanto antes.
Y puesto que muchos prometen fácilmente, pero difícilmente se deciden después a
cumplir lo prometido, será necesario constreñirlos con aquellas palabras de San
Pablo: El que robaba, ya no robe; antes bien afánese trabajando con sus manos en
algo de provecho de que poder dar al que tiene necesidad (Ep
4,28).
2) En segundo lugar la satisfacción no debe fijarse a capricho, sino con sentido
de justicia, de prudencia y de piedad (109). Y para que el penitente pueda darse
cuenta de que sus pecados son valorados según una justa regla objetiva y pueda
además reconocer su gravedad, estará bien alguna vez recordarles las penas
decretadas por los cánones penitenciales a ciertos pecados.
En linea general, la medida de la satisfacción impuesta debe estar regulada por
la naturaleza de la culpa.
Entre todas las fórmulas de satisfacción, será muy buena cosa imponer
determinadas oraciones, especialmente por los difuntos.
Se exhortará además a los penitentes a repetir con frecuencia las penitencias
impuestas y a alimentar en sus vidas, aun después de haber cumplido todo cuanto
exige la naturaleza del sacramento, la práctica de la virtud penitencial.
3) Y si alguna vez, con motivo de algún escándalo externo, fuese necesario
imponer alguna penitencia pública, no se ceda con facilidad ante las
insistencias del penitente, que rehusa aceptarla, sino convénzasele que es útil
para él y para los demás aceptarla de buen grado.
Todo esto es cuanto debe exponerse sobre el
sacramento de la penitencia.
Muy necesario y provechoso será conocerlo en teoría, pero mucho más el saber y
querer vivirlo santa y piadosamente con la ayuda de Dios (110).
(1) Entonces se le
acercó Pedro y le preguntó: Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano si
peca contra mí? ¿Hasta siete veces? Dícele Jesús: No digo yo hasta siete veces,
sino hasta setenta veces siete (Mt,18,22).
Si peca tu hermano contra ti. corrígele, y si se arrepiente, perdónale (Lc
17,3).
"Cualquiera, si después de la recepción del bautismo recayera en pecado, puede
siempre ser reparado por la verdadera penitencia" (C. Lateranense IV, el: D 430;
cf. C. Trid., ses. XIV, de Poenit, cn. l: D 911).
(2) La necesidad de la penitencia para obtener el perdón de los pecados
cometidos después del bautismo, que nos enseña el C. Trid., está contenida en
las mismas palabras de la institución divina de la penitencia: A quienes
perdonareis los pecados les serán perdonados, y a quienes se los retuviereis le
serán retenidos (Jn
20,23).
Cristo no sólo concedió a los apóstoles el poder de perdonar, sino también de
retener los pecados, lo cual sería inútil y ridículo si hubiera otros medios,
menos costosos incluso, por los que se perdonaran.
Es evidente además que no sólo aquellos pecados que han sido sometidos una vez
al poder de las llaves, no se pueden perdonar por otros medios - para que tenga
verdadero sentido la concesión hecha por Cristo a los apóstoles-, sino que todo
pecado - mortal - para ser perdonado debe someterse al tribunal de la
penitencia. De lo contrario, todos los pecadores recurrirían a otros medios de
conseguir el perdón, siendo así que la confesión es más dura y penosa, y
entonces aquel poder de perdonar los pecados concedido de un modo tan solemne
por Cristo a los apóstoles, resultaría vano, ya que nadie se sometería a él (cf.
C. Trid., ses. XIV, de Poenit., el: D894).
(3) SAN JERÓNIMO, Epist. 130: ML 22,1115.
(4) Yo soy el buen pastor, g el buen pastor da la vida por las ovejas (Jn
10,11).
(5) Pues la tristeza según Dios es causa de penitencia saludable, de que jamás
hay por qué arrepentirse; mientras que ¡a tristeza según el mundo lleva a la
muerte (2Co
7,10).
(6) Viendo entonces Judas, el que le había entregado, cómo era condenado, se
arrepintió y devolvió las treinta monedas de plata a los príncipes de los
sacerdotes y ancianos (Mt
27,3).
(7) Por eso, pues, ahora dice Yavé: Convertios a mí de todo corazón en ayuno, en
llanto y en gemido (Jl. 2,12).
(8) A ver si te escuchan y se convierten cada uno de su mal camino, y me
arrepiento yo del mal que por sus malas obras había determinado hacerles (Jer.
26,13).
(9) Se arrepintió de haber hecho al hombre de la tierra, doliéndose grandemente
en su corazón (Gcn. 6,6).
(10) Estoy arrepentido de haber hecho rey a Saúl, pues se aparta de mí y no hace
lo que le digo (1 Re. 15,11).
(11) "Mas cuando el Apóstol dice que el hombre se justifica por la fe y
gratuitamente (Rm
3,22-24),
esas palabras han de ser entendidas en aquel sentido que mantuvo y expresó el
sentir unánime y perpetuo de la Iglesia católica, a saber, que se dice somos
justificados por la fe porque la fe es el principio de la humana salvación, el
fundamento y raíz de toda justificación, sin la cual es imposible agradar a Dios
(He
11,6)
y llegar al consorcio de sus hijos... " (C. Trid., ses. VI, de la justificación,
c. 8: ; cf. ibid., c. 6: ).
En cambio, el mismo Concilio determinó que no es necesaria la fe fiducial que
los protestantes requerían (C. Trid., ses. XIV c. 3 y cn. 4: ).
(12) Arrepentios, porque el reino de los cielos está cerca (Mt
3,2).
Arrepentios, porque se acerca el reino de Dios (Mt
4,17).
Cumplido es el tiempo, y el reino de Dios está cercano; arrepentios y creed en
el Evangelio (Mc
1,15).
(13) Se gozan en hacer el mal y se huelgan en la perversidad
del vicio (Pr
2,14).
(14) Cf.
Mt 27,3-5
Ac 1,18.
(15) "Declara además (el sacrosanto Concilio) que el principio de la
justificación misma de los adultos ha de tomarse de la gracia de Dios
preveniente por medio de Cristo Jesús... De ahí que, cuando en las Sagradas
Letras se dice: Convertios a mí y yo me convertiré a vosotros (Za
1,3),
somos advertidos de nuestra libertad; cuando respondemos: Conviértenos, Señor, a
ti y nos convertiremos (Trcn. 5,21), confesamos que somos prevenidos de la
gracia de Dios" (C. Trid., ses. VI c. 5: D 797).
(16) Le presentaron un paralítico acostado en un lecho, y viendo Jesús la fe de
aquellos hombres dijo al paralítico: Confía, hijo, tus pecados te son perdonados
(Mt
9,2).
(17) Cristo concedió a los apóstoles, y en ellos a la Iglesia jerárquica, la
potestad de perdonar los pecados. La narración de San Juan nos lo asegura: Según
me envió mi Padre, así os envió yo. Diciendo esto, sopló y les dijo: Recibid el
Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados les serán perdonados, a quienes
se los retuviereis les serán retenidos (Jn
20,22-23).
Los protestantes, para rechazar el sacramento de la penitencia, se vieron
obligados a tergiversar el sentido de las palabras del Señor, queriendo ver en
ellas la potestad de anunciar el Evangelio.
El Concilio Tridentino los condenó y enseñó que sólo en el sentido tradicional
de la Iglesia podían ser admitidas. "El Señor, empero, entonces principalmente
instituyó el sacramento de la penitencia, cuando, resucitado de entre los
muertos, sopló sobre sus discípulos diciendo: Recibid el Espíritu Santo, a
quienes perdonareis los pecados... (Jn
20,22).
Por este hecho tan insigne y por tan claras palabras, el común sentir de todos
los Padres entendió siempre que fue comunicada a los apóstoles y a sus legítimos
sucesores la potestad de perdonar y retener los pecados... Por ello este santo
Concilio, aprobando y recibiendo como muy verdadero este sentido de aquellas
palabras del Señor, condena las imaginarias interpretaciones de aquellos que,
contra la institución de este sacramento, falsamente las desvían
hacía la potestad de predicar la palabra de Dios y anunciar el Evangelio de
Cristo" (C. Trid., ses. XIV, el: D 894).
Y ya en la ses. VI, c. 14, había enseñado que el efecto de este sacramento era
el perdón real y verdadero de los pecados, y no la mera declaración jurídica y
externa de absolución (D 807).
Falsa es también la interpretación de los montañistas en los primeros siglos,
según los cuales esta potestad no fue concedida a la Iglesia universal, sino a
los espirituales de su secta; y la opinión de los modernistas, que quieren ver
en la penitencia un caso particular de la evolución general que propugnan.
(18) "Si alguno dijere que la penitencia' en la Iglesia católica
no es verdadera y propiamente Sacramento..., sea anatema" (C. Trid., ses. XIV,
de Poenit., cn. l: D 911).
En la potestad conferida por Cristo a la Iglesia para perdonar los pecados
postbautismales tenemos todos los elementos que integran la noción de
sacramento:
a) Signo sensible, tanto de parte del penitente, que compungido y con propósito
de enmienda acusa sus pecados, como por parte del ministro que absuelve mediante
determinadas palabras.
b) Simbólico, pues la absolución significa precisamente el perdón que se concede
por la gracia.
c) Eficaz, es decir, que realmente da la gracia.
d) Perenne, porque Cristo concedió esta potestad a los apóstoles y a sus
sucesores sin límites en el tiempo.
e) Instituido por Cristo (cf. Jn 20,22).
(19) De las palabras de Cristo (Jn
20,22)
claramente se desprende que la potestad de perdonar los pecados concedida a los
apóstoles la recibieron sin limitación alguna, para perdonar todos los pecados y
a todos ios pecadores.
En contra de esta limitación de la potestad de absolver se aducen algunos textos
de la Escritura de fácil solución, y. gr. él pecado contra el Espíritu Santo,
que no se perdona en esta vida ni en la otra (Mt
12,31).
Respondemos sencillamente que se trata del pecado de los fariseos, empeñados en
atribuir al poder de Satanás los milagros que Cristo hacía en virtud del
Espíritu Santo, y se dice irremisible en tanto que mientras permanezca esta mala
voluntad es imposible alcanzar el perdón, pues con su soberbia se cerraban su
único camino: la penitencia.
De las mismas palabras de Cristo se deduce que esta potestad se extiende sólo a
los pecados cometidos después del bautismo. Por dos razones: a) Porque el
bautismo, previo necesariamente como "puerta de los Sacramentos", perdona todos
los pecados, b) Porque el perdón en el sacramento de la penitencia se otorga de
modo judicial, lo cual sólo es posible hacer con los subditos, y solamente por
el bautismo los hombres se hacen subditos de la Iglesia.
(20) SAN CRISÓSTOMO, De lapús: MG 64,361ss.
(21) SAN AMBROSIO, De poenitentia: ML 16,486ss.
fe.
(22) Ses. XIV, c. 3, cn. 4: D 896.
(23) La absolución ha de ser dada: a) oralmente. Así lo enseña la constante
tradición de la Iglesia: b) solamente al que está presente. La presencia es algo
relativo, y en este punto tiene gran importancia el común sentir de las gentes.
(24) Cf. Is. 5,18; Prov. 5,22.
(23) "Aunque no son esenciales para la absolución las preces que por la Iglesia
se han añadido a la fórmula absolutoria, no deben, sin embargo, omitirse sin
causa justa" (CIC 885).
"La forma del sacramento de la penitencia, en que está puesta principalmente su
virtud, consiste en aquellas palabras del ministro: Yo te absuelvo, etc., a las
que ciertamente se añaden laudablemente, por costumbre de la santa Iglesia,
algunas preces, que no afectan en manera alguna a la esencia de la forma misma
ni son necesarias para la administración del sacramento" (C. Trid., ses.
XIV c. 3: D 896).
(26) Cf. Lev. 13,9-17.
(27) Cf. C. Trid., ses. XIV c. 6: D 902.
(28)
¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Siendo Dios quien justifica, ¿quién los
condenará? (Rm
8,33).
(29) Porque el pecado es el principio de la soberbia y la fuente que le alimenta
mana maldades (Eclo. 10,15).
(30) SAN DIONISIO, Epist, ad Dem. : MG 3,1083-1099.
(31) "Y a la verdad, la realidad y efecto de este sacramento, por lo que toca a
su virtud y eficacia, es la reconciliación con Dios, a la que algunas veces, en
los varones piadosos y los que con devoción reciben este sacramento, suele
seguirse la paz y serenidad de la conciencia con vehemente consolación del
espíritu" (C. Trid., ses. XIV c. 3: D 896).
(32) Cf. 2 Mac. 9,13, y Heb. 12,17.
(33) SAN AGUSTÍN, De Serm. Domini in monte,1. 1, c. 22: ML 34,1266.
Ya dejamos expuesto (cf. nota 19) que Cristo concedió a la Iglesia potestad para
perdonar todos los pecados.
Debido a algunos casos de la primitiva historia de la Iglesia, ha habido' quien
ha sostenido que la Iglesia no tuvo conciencia desde un principio de este poder
que su divino Fundador le otorgó, o que al menos no quiso usar siempre de él y
así negó el perdón a ciertos pecadores y a determinados pecados.
De hecho, herejes como los montañistas y los novacianos negaron que la Iglesia
pudiera perdonar los pecados que ellos llamaban irremisibles o "más graves", y
que en concreto eran el adulterio, la apostasía y el homicidio.
Además, según las determinaciones de algunos Concilios e iglesias particulares,
no se debía conceder el perdón a los pecadores moribundos que no habían cumplido
la penitencia pública, a los que después de haberla hecho volvían a caer en
pecados que exigían la misma penitencia y a los clérigos mayores que cometieran
algún delito capital.
Para solucionar la dificultad obsérvese: a) Que estos datos están tomados de
algún Padre aislado o de iglesias particulares y no reflejan el sentir de la
Iglesia universal, b) No se les negaba el perdón, que, por otra parte,
ciertamente sabemos que siempre ¡se les concedía si estaban bien dispuestos,
sino únicamente se les exigían mayores muestras de penitencia, o a lo sumo se
les privaba de algún beneficio externo.
La mente de la Iglesia fue clara desde un principio. La tenemos en el primer
Concilio ecuménico, el de Nicea. "Acerca de los que están para salir de este
mundo, se guardará también ahora la antigua ley canónica, a saber: que, si
alguno va a salir de este mundo, no se le prive del último y más necesario
viático... " (cn. 13: D 57).
(34) SAN AGUSTÍN, Hom. 50, c. 8: ML 33,1089.
(35) Estos tres actos se requieren, por parte del penitente, para obtener la
remisión de los pecados, cualquiera que sea el modo en que entren a constituir
el sacramento de la penitencia.
Además se han de manifestar externamente, y el sacerdote tiene obligación de
comprobar su existencia, y de negar la absolución en caso de que alguno de ellos
faltare.
No son necesarios, sin embargo, como quiso Lutero, lo que él llamó "terrores de
la conciencia", ni la fe fiducial (C. Trid., ses. XIV cn. 4: D 914).
(36) SAN CRISÓSTOMO, Hom. de Penit. : MG 49,299 y ss., en GRACIANO, de Poenit.,
dist. 3 c. 8: Perfecta: ML 187,1595.
(37) Cf. C. Trid., ses. XIV c. 4: D 897.
(38) SAN AGUSTÍN, Hom. 50, el: ML 33,1086.
(39) Cf. Gcn. 37,34; 2 Re. 6,30; Lc 10,13.
(40) Cí. Gcn. 6,6; Mt. 5,8; 15,18; Lc 24,25.
(41) SAN CRISÓSTOMO, De compunctione: MG 49,323ss. SAN ISIDORO, De Sent, c. 12:
ML 83,613-614.
(42) SAN BERNARDO, De diligencio Deo, el: ML 182,974-975
(43) SAN AGUSTÍN, Serm. 65 de Scriptutis: ML 38,430.
(44) Los ninivitas se levantarán el día del juicio contra esta generación y la
condenarán; hicieron penitencia a la predicación de Joñas, u han aquí algo más
que Jonás (Mt
12,41).
(45) David di¡o a Natán: He pecado contra Yavé. Y Natán dijo a David: Yavé te ha
perdonado tu pecado. (2 Sam. 12,13).
(46) Cf. Lr. 7,37-38.
(47) Cf. Mt. 26,75.
(48) SAN AGUSTÍN. De vera et falsa poenit., c. 19: ML 40. 1124, en GRATIANO, De
Poenit. dist. 15, c. Consideret: ML 187,1631.
(49) SAN AGUSTÍN, Epist. ad Macedón. : ML 33,662.
(50) Cf. también Mt. 18,33; Mc 11,2-5; Lc 11,4.
(51) Yavé abomina el sacrificio del impío y se agrada en la oración del justo (Pr
15,8).
(52) Cf. Lc 17,14.
(53) El C. Tridentino declaró el verdadero concepto de contrición tal cual se
requiere para el sacramento de la penitencia; concepto que los protestantes
habían falseado.
Para ellos, contrición era el terror espontáneo que surge en la conciencia del
pecador. El Concilio, en cambio, definió que era algo voluntario y libre:
precisamente el dolor y el odio del pecado cometido, juntamente con el propósito
de no volver a pecar.
La contrición puede ser doble: a "I perfecta, nacida de la consideración de 3a
suma bondad de Dios y del amor a SI, a quien con el pecado ofendimos; b)
imperfecta, llamada vulgarmente atrición, es el dolor de los pecados originado
no precisamente del amor a Dios, sino de la vergüenza del pecado, del temor del
castigo, etc.
La contrición perfecta es suficiente para obtener el perdón del pecado y
alcanzar la gracia. Por eso, antes de la confesión y de recibir la absolución,
el pecador, que tiene verdadera contrición perfecta de sus pecados, queda
justificado, aunque, como veremos, existe siempre la obligación de confesarse y
recibir la absolución.
De esta contrición perfecta hay que entender lo que nos dice el Catecismo Romano
cuando nos habla de la eficacia de la contrición.
En cambio, la sola atrición no justifica por sí misma, sino solamente unida con
la confesión y la recepción de la absolución sacramental.
Aunque más imperfecta que la contrición, la atrición es algo bueno, realmente un
don de Dios, y de todo punto necesaria para la confesión cuando no se tiene
contrición perfecta. Así lo enseñó el C. Trid. (ses. XIV: D 898).
Una y otra han de revestir necesariamente ciertas cualidades: a) Verdadera,
aunque no es necesario que sea sensible, ya que, siendo actos de la voluntad,
basta que en ella realmente exista la detestación y el odio del pecado.
b) Sobrenatural: referida a Dios.
c) Suma en la perfección: considerando el pecado como el mayor mal posibLc No
hace falta que sea suma también en la intensidad, ni se requiere determinada
duración. Basta que de hecho se pueda decir que hay verdadero dolor de los
pecados.
d) Universal: que abarque todos los pecados. Implícitamente al menos aquellos de
los que no se acuerde.
Debe ser anterior a la absolución. Por lo cual nadie debe acercarse a la
confesión sin tener verdadero dolor de los pecados.
(54) Así en el siglo xiv Wiclef, según el cual la confesión es cosa inútil,
instituida por la Iglesia y no por nuestro Señor Jesucristo.
Latero y los protestantes al principio la admitieron, pero más tarde negaron su
valor y sacramentalidad.
Los modernos acatólicos, partidarios de la evolución, han rechazado igualmente
su origen divino.
En la misma institución por Cristo del sacramento de la penitencia se contiene
la institución de la confesión. Efectivamente, siendo el sacerdote ministro de
este sacramento, como juez que absuelve o retiene los pecados, necesariamente se
presupone la confesión de ellos, para que el ministro conozca la causa y dicte
sentencia.
Por otra parte, la misma historia de la Iglesia, a la que quisieron recurrir los
enemigos, y en que creyeron encontrar apoyo, demuestra sobradamente que desde un
principio fue practicada. Obligados por los descubrimientos continuos de nuevos
datos históricos, han tenido que confesar que ya en los primeros siglos era no
sólo conocida, sino frecuente.
Por eso ya a mediados del siglo m los obispos, para poder atender a las
múltiples obligaciones de su cargo pastoral, se vieron obligados a crear el
cargo de "presbítero penitenciario", dedicado al ministerio de oír confesiones.
"De la institución del sacramento de la penitencia ya explicada, entendió
siempre la Iglesia universal que fue también instituida por el Señor la
confesión íntegra de los pecados (Jc
5,16
Jc 1
Jn 1,9
Lc 17,14),
y que es por derecho divino necesaria a todos los caídos después del bautismo...
" (C. Trid., ses. XIV c. 5: D 899).
(55) Cf. C. Trid., ses. XIV, cn. 7: D 917.
(56) En la nueva Ley, la confesión es necesaria para obtener
la justificación, no bastando la contrición perfecta, ya que ésta, aunque
también justifica, pero sólo lo hace dependientemente de aquélla.
Como dice el C. Tridentino (ses. XIV c. 4: D 898), la contrición perfecta
justifica únicamente si va unida al voto de la confesión; por tanto, existe
siempre la obligación de recibir sa - cramentalmente el perdón.
(57) SAN AMBROSIO, Serm. in Qaadrages.,17: ML 17,657-658 en GRATIAN., De Poenií.,
dist. l, c. Ecce nunc: ML 187,1532. SAN AGUSTÍN, De adult, coniug., c. 9; ML
40,476.
(58) "El efecto de este Sacramento es la absolución de los pecados" (C. Flor.,
Decreto pro Arm,: D 699).
(59) SAN AGUTÍN, Serm. 57: ML 38,433; De vera et falsa poenit., c. 10: ML
40,1122.
(60) SAN GREGORIO, Hom. 40 in Evang. : ML 76,1302; Mora - lium,1.
10, c. 15: ML 75,935-936.
(61) Cf. Jn 11,44.
(62) SAN AGUSTÍN, De vera et falsa poenit., c. 10: ML 40,1122.
(63) Lc 17,14-15.
(64) Cf C. Trirí.. sesXIV c S- T> W9.
(65) Cf. Lev. c. 4-9; Núm. c. 5-9,12.
14. 15.
(66) Siendo necesaria la confesión para obtener el perdón, es clara la
obligación que tiene el pecador de acudir al tribunal de la penitencia para
conseguirlo.
La Iqlesia, imponiendo como obligatoria la confesión anua!, no ha hecho más eme
urgir y determinar este mandamiento de su divino fundador.
(67) Cf. Mt. 16,9.
(68) SAN AGUSTÍN, Hom. 49; Sevm. 392: ML 39,1711.
(69) SAN AMBROSIO, De Poenit., c. 2,1. 1: ML 16,488.
(70) "Todo fiel de uno y otro sexo, después que hubiere llegado a los años de la
discreción, confiese fielmente él solo, por lo menos una vez al año, todos sus
pecados... " (C. Lat. IV, c. 21: D 437).
(71) La disciplina vigente en la Iglesia la tenemos en el Código de Derecho
Canónico:
"Todo fiel de uno u otro sexo, una vez que ha llegado a la edad de la
discreción, esto es al uso de la razón, tiene obligación de confesar fielmente
todos sus pecados, una vez por lo menos cada año" (cn. 906).
(72) La integridad de la confesión obliga a manifestar todos los pecados
mortales cometidos después del bautismo no confesados, aunque estén perdonados o
por un acto de contrición perfecta o porque se omitieron en una confesión
anterior buena.
La integridad puede ser formal o material, según que se manifiesten todos los
pecados cometidos o solamente aquellos de los que se tiene conciencia después de
un examen diligente y prudente.
No siempre se requiere la integridad material para hacer una buena confesión, ya
que algunas veces esto será imposible por no acordarse el penitente de todos sus
pecados. Entonces es suficiente la integridad formal.
Para que la confesión sea íntegra se requiere: a) que se acusen todos los
pecados; b) su especie moral ínfima; c) su número; d) si ha sido solamente de
pensamiento, o deseo, o si se realizó.
Ha de tenerse en cuenta:
1) Que sólo hay que acusar aquellas circunstancias que
se conocían cuando se cometió el pecado y que además se sabía
que agravaban o añadían nueva malicia moral al pecado. Sólo
así se pudo contraer la malicia de aquella circunstancia.
2) Si no se sabe el número exacto de pecados, se ha de
decir el número aproximado; y, si después se descubre el número
exacto, no hay obligación de manifestarlo, a menos que la dife
rencia fuera muy notabLc
3 ) La integridad de la confesión no implica la obligación
de acusar todos los pecados veniales, aun cuando el penitente
no acuse pecado mortal alguno.
Intimamente unida a la integridad está la sinceridad, que obliga a no mentir
nunca en la confesión.
Por razón de la insinceridad se comete pecado grave:
a) Cuando voluntariamente se oculta un pecado grave.
b) Cuando se confiesa . un pecado grave no cometido.
c) Cuando se acusa falsamente un solo pecado venial, por
que entonces se hace nulo el sacramento por falta de materia
suficiente.
(73) SAN AMBROSIO, De Parad., c. 14, n. 71: ML 14,328.
(74) SAN JERÓNIMO, Super c. 10, Eccl: ML 23,1152.
(75) SAN CIPRIANO, De íapsis, n. 28: ML 2,503.
(76) "Si alguno dijere que para la remisión de los pecados en el sacramento de
la penitencia no es necesario de derecho divino confesar todos y cada uno de los
pecados mortales... y las circunstancias que cambian la especie del pecado...,
sea anatema (C. Trid., ses. XIV, cn. 7: D 917; cf. c. 5: D 899).
(77) La razón es que, no pudiendo perdonarse un pecado sólo, sino ouc
necesariamente se perdonan todos o no se perdona ninguno, al no acusarlos todos
- si se hace voluntariamente - no se le perdonan aquéllos que no acusa, y, por
tanto, tampoco los demás. Y como además ha usado mal de un sacramento, comete un
nuevo pecado, de sacrilegio.
(78) Es consecuencia de todo lo anteriormente expuesto, porque aun queda la
obligación impuesta por Cristo de someter todos los pecados a la potestad de las
llaves, otorgada por Él a la Iglesia.
(79) Solamente el sacerdote puede administrar el sacramento de la penitencia.
Esto supone que el ministro de este sacramento haya recibido, mediante . una
ordenación válida, la potestad llamada de orden, es decir, aquella que se
confiere en la ordenación, de la que es como una parte la potestad de perdonar
los pecados.
Contra los errores que a través de los siglos defendieron diversos herejes, el
Concilio Tridentino enseñó la verdadera doctrina:
"Si alguno dijere... que no sólo los Sacerdotes son ministros de la absolución,
sino que a todos los fieles de Cristo fue dicho: Lo que atareis sobre la
tierra..., sea anatema" (ses. XIV, cn. 10: D 920).
En efecto, sólo a los apóstoles y a sus legítimos sucesores entregó Cristo el
poder de perdonar los pecados.
Así lo entendió la constante tradición de la Iglesia.
Cuando en algunos documentos antiguos se dice que los mártires perdonaban los
pecados, se significa no el perdón sacramental, sino la benignidad con que
trataban a los pecadores.
Y aunque en algún tiempo hubo costumbre de confesar con el diácono o con laicos
piadosos, sin embargo, los mismos autores del tiempo advertían que no era
confesión sacramental, es decir, en orden a recibir la absolución, porque ésta
únicamente la impartían los sacerdotes.
Además de la potestad de orden, que se confiere al sacerdote en la ordenación,
se requiere, para que absuelva válidamente, potestad de jurisdicción.
Jurisdicción es la potestad de regir a los subditos en orden al fin
sobrenatural.
Así lo enseñó siempre la Tradición, y el Concilio Tridentino, con su supremo
magisterio, confirmó esta doctrina, que además se contiene en el Código de
Derecho Canónico.
La razón es clara: el sacramento de la penitencia es un juicio, y la absolución,
una sentencia judicial, y, no pudiéndose dar sentencia judicial más que sobre
los subditos, es natural que todo penitente, cuando se confiese, deba ser
subdito del confesor; mas sólo son subditos aquellos sobre los que se tiene
jurisdicción. Luego el sacerdote que 'no tenga potestad de jurisdicción no puede
absolver:
"Para absolver válidamente de los pecados se requiere en el ministro, además de
la potestad de orden, potestad de jurisdicción, ordinaria o delegada, sobre el
penitente" (CIC c. 872; cf. C. Trid., ses. XIV, c. 7: D 903).
(80) Te dejé en Creta para que acabases de ordenar lo que faltaba y
constituyeses por las ciudades presbíteros en la forma que te ordené (Tit. 1,5).
(81) Movida por diversas causas, que así lo aconsejaban, mandó la Iglesia
antiguamente que la confesión se hiciese con el propio párroco o con otro, pero
siempre con el permiso de aquél.
Hoy, cambiadas las circunstancias, permite que la confesión pueda hacerse con
cualquier sacerdote, con tal que éste haya recibido jurisdicción para oír
confesiones.
En caso de peligro de muerte, cualquier sacerdote tiene jurisdicción para
absolver (cf. CIC 882).
(82) Si en algún punto de su disciplina se ha mostrado la Iglesia extremadamente
rigurosa, es en el sigilo sacramental. Copiamos íntegramente los cánones que lo
determinan:
1) El sigilo sacramental es inviolable; guárdese, pues, muy bien el confesor de
descubrir en lo más mínimo al penitente ni de palabra, ni por algún signo, ni de
cualquier otro modo y por ninguna causa.
2) Están asimismo obligados a guardar el sigilo sacramental el intérprete y
todos aquellos a quienes de un modo o de otro hubiese llegado noticia de la
confesión" (CIC 889).
3) " Le está prohibido en absoluto al confesor hacer uso, con gravamen del
penitente, de los conocimientos adquiridos por la confesión, aunque no haya
peligro alguno de revelación" (cn. 890).
4) " El confesor que tuviere la osadía de quebrantar directamente el sigilo
sacramental, queda excomulgado con excomunión reservada de un modo especialísimo
a la Santa Sede, y el que lo hace indirectamente está sujeto a las penas que se
determinan en el cn. 2368 § 1.
5) Todo aquel que tuviere la temeridad de quebrantar lo que se manda en el cn.
889 § 2, debe ser castigado según la gravedad de la culpa, con una pena
saludable, que puede ser hasta la excomunión" (cn. 2369).
1) Es materia del sigilo sacramental no sólo todo pecado -mortal o venial--,
sino todo aquello que sin tener razón de pecado se declaró en confesión en orden
a manifestar los pecados.
Se viola el secreto sacramental no sólo cuando se revela el pecado y el pecador
que lo cometió, sino también cuando sin manifestar el pecador, se manifiestan
tales circunstancias que pueden crear peligro de descubrir al penitente.
Una y otra están castigadas con las más severas penas.
Prohibe, además, severísimamente la Iglesia todo uso de los conocimientos
adquiridos en confesión, aun cuando no haya peligro de violación del sigilo,
cuando esto recayere en perjuicio del penitente.
(83) GRACIANO, De Poenit, dist. 6 c. 2: ML 187,1640.
(84) C. Lat. IV, c. 21: D 438.
(85) Por eso nos hizo gratos a su amado, en quien tenemos la redención por la
virtud de su sangre, la remisión de los pecados, según las riquezas de su
gracia, que supetabundantemente derramó sobre nosotros en perfecta sabiduría y
prudencia (Ep
1,6-8).
(86) SAN ANSELMO, Car Deus homo,1. 1 c. ll: ML 158,366-367.
(87) SAN AGUSTÍN, De Ecclesiast. DogmaL, c. 24: ML 42,1118. Apud GRATIAN., De
Poenit, dist. 3 c. 3: ML 187,1594.
(88) Además del castigo eterno que merece el pecado mortal, el pecador se hace
reo de una pena temporal.
Los protestantes pretendieron que la remisión del pecado mortal llevaba consigo
no sólo el perdón del castigo eterno, sino también todo reato de pena temporal.
Lo contrario - dicen- sería restar méritos a la pasión de Cristo, en cuya sola
virtud se nos perdona toda la deuda de nuestros pecados.
El Concilio Tridentino definió:
"Si alguno dijere que toda la pena se remite siempre por parte de Dios
juntamente con la culpa, a. s. " (C. Trid., 'ses. XIV, cn. 12; D 922).
Indudablemente, Cristo hubiera podido hacer que el sacramento de la penitencia
nos perdonara todo débito de pena temporal y eterna.
Mas quiso asociarnos con nuestras buenas obras a su sagrada pasión y darlas un
valor redentor de la pena temporal que por el pecado merecemos.
Por eso la necesidad de la satisfacción mediante las obras del penitente no
mengua el valor de la pasión de Cristo, porque todo el mérito de nuestras buenas
obras le viene de ella, y sólo por ella son satisfactorias.
Así la Iglesia acostumbró a imponer a los penitentes en todos los tiempos
saludables penitencias.
(89) Cf. Gcn. 3,17-19; Núm. 12,10; 20,12; Ex 33,32.
(90) Cf. 2 Sam. 12,18; 14; 18,14.
(91) Cf. Ex 32,11. 14. 34.
(92) SAN AMBROSIO, De Poenit,1. 2 c. 6 y 7: ML 16,525-534.
(93) ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el espíritu de Dios habita en
vosotros? Si alguno profana el templo de Dios, Dios le destruirá, porque el
templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros (1Co
3,16-17).
(94) Pues conforme a tu dureza y a la impenitencia de tu co-' razón, vas
atesorando ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios
(Rm
2,5).
(93) C. Trid, ses. XIV c. 8: D 904.
(9C) SAN AGUSTÍN, Enchirid., c. 65: ML 40,262. Apud GRA - TIAN., De poenit.,
dist. l c. 84: ML 187,1552-1553.
(97) SAN AMBROSIO, De única Poenií.,1. 2 c. 10: ML 16,541. Apud GRATIAN., De
Poenit, dist. 3 el: ML 187,1594.
(98) SAN BERNARDO, Serm. 5, de ómnibus sanctis: ML 183,480.
(99) SAN BERNARDO, In Serm. de coena Domini: ML 183, (271) -274.
(100) SAN JUAN CRISÓSTOMO, en GRACIANO, De Poenit., dist. 3
c. 8, Perfecta: 187,1595.
(101) SAN AGUSTÍN, In Ps. 50: ML 36,592.
(102) Cf. 2 Cor. 3,5; Rom. 8,17; Flp. 4,13; 1 Cor. 1,31. "Si alguno dijere que
en manera alguna se satisface a Dios por los pecados en cuanto a la pena
temporal por los merecimientos de Cristo... " (C. Trid., ses. XXIV cn. 13: D
923).
(103) A Él sujetó todas las cosas bajo sus pies y le puso por
cabeza de todas las cosas en su Iglesia, que es su cuerpo, la
plenitud del que lo acaba todo en todos (EL 1,23).
(104) Cf. Jn 15,1-8..
(105) Cf. 1 Cor. 15,18; 2 Tim. 4,8.
(106) Sí hablando lenguas de hombres y de ángeles... ; y si teniendo el don de
profecía y conociendo todos los misterios de Dios... ; y si repartiere toda mi
hacienda y entregare mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad, nada me aprovecha
(1Co
13,1-3).
(107) SAN CIPRIANO, Epist. 12: ML 3,821ss.
(108) Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y todos
los miembros no tienen la misma misión, así nosotros, siendo muchos, somos un
solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los demás (Rm
12,4-5).
(109) "Deben, pues, los sacerdotes del Señor, en cuanto su espíritu y prudencia
se lo sugiera, según la calidad de las culpas y la posibilidad de los
penitentes, imponer convenientes y saludables penitencias... " (C. Trid., ses.
XIV c. 8: D 905).
(110) Dos escollos existen para aprovecharse del sacramento de la penitencia. La
mayoría de nuestros cristianos chocan en uno o en otro, pudiéndose dividir en
dos amplios sectores plenamente diferenciados. Son, digámoslo así, el
retraimiento y la familiaridad.
No sabríamos decir cuál de los dos sea más perjudicial para el alma. Para unos y
otros, el único remedio será conocer y estimar dignamente este admirable don de
Dios.
Indudablemente es el sacramento de la penitencia el más costoso, el que más
exige al cristiano. El Concilio de Trento lo reconoce, mas añade también la
razón al señalar el fundamento de distinción entre el bautismo y la penitencia.
Es muy natural que se exija más a quien ya una vez se le otorgó con toda
generosidad el perdón en el bautismo y, olvidándose de este gran beneficio,
volvió a pecar, que a aquellos que nunca habían sido absueltos de sus pecados.
Además, esta misma dificultad y sacrificio sirven para que el pecador se
abstenga de cometer nuevos pecados ante la consideración de un remedio que le
resulta penoso.
No seamos, sin embargo, protestantes y desconfiemos de la amorosa misericordia
del Señor. Todo está ordenado al mayor bien de nuestras almas. El esfuerzo y el
vencimiento de sí mismo que supone el sacramento de la penitencia, no intenta
más que alejarnos del pecado, poniéndonos un freno en su consideración.
Mas nada son todas las dificultades con relación a los frutos que en el
sacramento obtenemos. En él se nos ofrece, sin
reservas, el perdón. Incluso, frecuentemente, el gozo y la satisfacción que
lleva consigo, cuando uno se acerca con humildad y sinceridad a los pies del
confesor, sabiéndose de nuevo reconciliado con Dios.
Sólo es preciso para acercarse al sacramento de la penitencia, compungido, pero
con confianza esperanzada a la vez, conservar el sentido del pecado y saber
gustar la alegría de ser hijo de Dios.
Para otros, en cambio, el peligro viene de otra parte. Y sin duda es mucho más
grave, por no conocerlo como tal peligro. En él tropiezan las almas buenas,
sencillamente buenas, pero sin preocupaciones mayores de perfección. Éstas son
las que "gustan" de todo lo religioso, también de la confesión. Incluso les
sirve de motivo de orgullo espiritual. Pero no saben sacar fruto de esas
frecuentes y múltiples confesiones realizadas con la mejor intención. ¿Por qué?
La razón es muy sencilla. Se han olvidado de que la penitencia es para recibir
el perdón de los pecados. Y acaso, sobre todo, de que para ser perdonados es
absolutamente y de todo punto necesario tener dolor de ellos. Sin una y otra
cosa no se puede dar el sacramento.
Quien no tenga conciencia de pecado, no puede acercarse al tribunal de la
penitencia. El testimonio de nuestra conciencia y la enseñanza de la misma
Teología nos dirá claramente que todos, aun los santos, pecamos muchas veces.
Tal vez, sin embargo, la mayor dificultad provenga de la falta de dolor
verdadero, de auténtico y sincero arrepentimiento. Dolor que no es un
sentimiento inconsciente o provocado, sino la detestación voluntaria y libre del
pecado, aunque el sentimiento esté ausente.
Para unos y otros, un consejo. Para los primeros, confianza en el Señor. La
penitencia es el sacramento de la misericordia y del perdón, pues es el
sacramento pensado por Cristo especialmente para los pecadores.
Para los segundos, humildad y sinceridad. Ante Dios, que sabe todas nuestras
vidas, no cabe otra actitud.