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CAPITULO XI "Creo en la resurrección de la carne"
La Sagrada
Escritura no sólo propone explícitamente como dogma que hemos de creer el
misterio de la resurrección de la carne, sino que además lo razona y confirma
con múltiples argumentos () (218). Ello nos dará idea de la importancia especial
de esta verdad - fundamento firmísimo de la esperanza de nuestra salvación - y
de su valor respecto a la fe cristiana. San Pablo escribe: SÍ la resurrección de
los muertos no se da, tampoco Cristo resucitó. Y, si Cristo no resucitó, vana es
nuestra predicación, vana vuestra fe (1Co
15,13-14).
Procuremos poner en el estudio y explicación de este dogma tanto interés al
menos como han puesto muchos impíos para negarlo y destruirlo. Así lo exigen,
además, los frutos inmensos que de él se derivan - en seguida lo veremos - para
la vida espiritual de los cristianos.
Lo primero
que se ha de notar en este artículo del Símbolo es que la resurrección de los
hombres viene designada con el nombre de resurrección "de la carne". Y esto no
se hizo arbitrariamente.
Con ello los apóstoles quisieron enseñarnos otra verdad: la inmortalidad del
alma humana. Para que nadie creyese que el alma muere con el cuerpo y con él
vuelve a la vida (), sólo se menciona en este artículo la resurrección de la
carne.
Y aunque es verdad que algunas veces en la Sagrada Escritura la palabra carne
significa al hombre completo -toda carne es heno (Is
40,6); el Verbo se hizo carne ]n, 1,14), etc.-, aquí, sin
embargo, se refiere únicamente al cuerpo, para que creamos que en esta dualidad
delrtal (219). Como nadie puede resucitar si primero no muere, sería impropio
hablar de resurrección del alma.
Otra razón de poner la palabra carne fue para refutar la herejía de Himeneo y
Fileto, quienes, ya en tiempos de San Pablo, sostenían que la resurrección de
que se habla en la Sagrada Escritura no es una resurrección corporal, sino
meramente espiritual: de la muerte del pecado, a la vida de la gracia (220). Con
la palabra carne queda refutado el error y confirmada la resurrección corporal.
Innumerables
hechos de la Escritura y de la Historia eclesiástica confirman este dogma. El
Antiguo Testamento nos habla de muertos resucitados por Elias y por Elíseo
(221). El Evangelio nos narra las resurrecciones obradas por Cristo (222), por
los apóstoles (223) y por otros (224). Todos estos pasajes constituyen la más
espléndida confirmación de esta verdad.
Y, si creemos que muchos muertos resucitaron, también hemos de creer que todos
nosotros resucitaremos un día. Éste es el mejor fruto que deben reportarnos tan
estupendos milagros: la total adhesión de nuestra fe al misterio de la
resurrección de la carne.
Son muchos textos de la Escritura que podrán utilizar aun los medianamente
versados en las Sagradas Letras. Mención especial merecen en el Antiguo
Testamento las palabras de Job: Porque lo sé: mi Redentor vive, y al fin ¡se
erguirá como fiador sobre el polco; y después que mi piel se desprenda de mi
carne, en mi carne contemplaré a Dios (), y las del profeta Daniel: Las
muchedumbres de los que duermen en el polvo de la tierra, se despertarán, unos
para eterna vida, otros para eterna ver güenza y confusión (). En el Nuevo
Testamento, recordemos la disputa de Cristo con los saduceos sobre esta materia
(225), el relato del último juicio (226) y la doctrina expuesta con tanta
agudeza como claridad por San Pablo en sus epístolas a los fieles de Corinto y
de Tesalónica (227).
Como premisa
primera, quede bien claro el hecho: la resurrección de la carne es un dogma que
tenemos que creer.
No obstante, siempre será muy útil demostrar con argumentos y ejemplos la
conformidad de nuestros dogmas con la razón humana.
San Pablo responde a quien pregunte cómo pueden resucitar los muertos: ¡Necio!
Lo que tú siembras no nace si no muere. Y lo que siembras no es el cuerpo que ha
de nacer, sino un simple grano, por ejemplo, de trigo o algún otro tal. Y Dios
le da el cuerpo según ha querido a cada una de las semillas el propio cuerpo. Y
poco después: Se siembra en corrupción y se resucita en incorrupción (1Co
15,36-42).
San Gregorio apunta otras semejanzas: la luz cada día desaparece de nuestros
ojos, como si muriera, y vuelve de nuevo, como si resucitara; los árboles
pierden su verdor, y de nuevo lo adquieren, como si resucitaran; y las semillas
mueren y se pudren, germinando de nuevo resucitadas (228).
Los teólogos
aducen además valiosos argumentos para probar este dogma:
1) Siendo las almas inmortales por naturaleza, y te niendo una inclinación
natural, como parte del hombre, a unirse con los cuerpos, el permanecer
eternamente separadas de ellos sería algo contrario a su misma naturaleza.
Y como todo lo violento y contrario a la naturaleza no puede ser perdurable,
parece muy lógico se unan de nuevo a los cuerpos. Luego se impone la
resurrección de los mismos.
De este argumento se sirvió el mismo Jesucristo cuando, disputando con los
saduceos, dedujo la resurrección de los cuerpos de la inmortalidad de las almas
(229).
2) Dios justo ha establecido en la otra vida castigos para los malos y premios
para los buenos. Muchos hombres mueren sin haber pagado las penas merecidas o
sin haber recibido el premio de sus virtudes. Es justo, pues, y necesario que
las almas se junten de nuevo con los cuerpos, para que también éstos, con
quienes estuvieron unidas para el bien y para el mal, reciban el merecido premio
o castigo.
Este argumento fue ampliamente desarrollado por San Juan Crisóstomo en una
espléndida homilía al pueblo antioqueno (230). Y San Pablo había escrito también
a propósito de lo mismo: Si sólo mirando a esta inda tenemos la espetanza puesta
en Cristo, somos los más miserables de los hombres (1Co
15,19).
La miseria de que habla el Apóstol, evidentemente no se refiere al alma, que,
siendo inmortal, podría gozar siempre de la bienaventuranza en la vida futura,
aunque no resucitaran los cuerpos. San Pablo se refiere al hombre total, que
sería la más miserable de todas las criaturas si su cuerpo no recibiera premio
por tantos trabajos y sufrimientos como padecieron, por ejemplo, los apóstoles
en esta vida.
Más claramente desarrolló el mismo San Pablo este pensamiento en su Carta a los
Tesalonicenses: Y nosotros mismos nos gloriamos de vosotros en las iglesias de
Dios, por vuestra paciencia y vuestra fe en todas vuestras persecuciones y en
las tribulaciones que soportáis. Todo esto es prueba del justo juicio de Dios,
para que seáis tenidos por dignos del reino de Dios, por el cual padecéis. Pues
es justo a los ojos de Dios retribuir con tribulación a los que os atribulan, y
a vosotros, atribulados, con descanso en compañía nuestra en la manifestación
del Señor Jesús, desde el cielo, con sus milicias angélicas, tomando venganza en
llamas de fuego sobre los que desconocen a Dios y no obedecen al Evangelio de
nuestro Señor Jesús (2Th 1,4-8).
3) Por último, el hombre no puede conseguir la felicidad perfecta mientras el
alma esté separada del cuerpo. Como toda parte separada del todo es imperfecta,
así tambien el alma que no está unida al cuerpo. Es, pues, necesaria la
resurrección de los cuerpos para que nada falte a la plena felicidad del alma.
Esto
supuesto, salgamos al paso de una posible pregunta: ¿Quiénes han de resucitar?
San Pablo responde en su Carta a los Corintios: Y como en Adán hemos muerto
todos, así también en Cristo somos todos vivificados (1Co
15,22).
Todos, pues, resucitaremos: los buenos y los malos. Sin embargo, no será igual
la suerte de unos y otros; porque saldrán los que han obrado el bien para la
resurrección de la vida, y los que han obrado el mal, para la resurrección del
juicio (Jn
5,29) (231).
Y cuando decimos todos nos referimos a cuantos hayan1 muerto hasta el día del
juicio y a cuantos morirán enton - ees. San Jerónimo afirma que la Iglesia
sostiene como sentencia cierta que todos los hombres han de morir (232). Lo
mismo opina San Agustín (233).
Ni se oponen a esta sentencia las palabras de San Pablo a los Tesalonicenses:
Los muertos en Cristo resucitarán primero; después nosotros, los vivos, los que
quedamos, jun - to con ellos seremos arrebatados en las nubes al encuentro del
Señor en los aires (1Th
4,16). San Ambrosio las comenta de esta manera: "En el mismo
rapto les sobrevendrá la muerte, y, como en un sueño, el alma salida del cuerpo
al instante se volverá a él. Morirán, pues, al ser arrebatados, para que cuando
lleguen a la vista del Señor () reciban la vida con su presencia" (234).
También será
de sumo provecho precisar con certeza que cada uno resucitará con el mismísimo
cuerpo que tuvo durante la vida, aunque antes se hubiere corrompido y reducido a
cenizas.
1) Tal es el pensamiento del Apóstol: Porque es preciso que lo corruptible se
vista de incorrupción y que este ser mortal se revista de inmortalidad (1Co
15,53). La palabra esíe se refiere evidentemente al cuerpo. Job
había ya profetizado claramente lo mismo: En mi carne contemplaré a Dios. ¡Yo le
veré, veránle mis ojos, no otros! ().
2) Por lo demás, esto se infiere de la misma definición de resurrección.
Resucitar, según San Juan Damasceno, es "volver a la condición que habíamos
perdido" (235).
3) Recordemos, por último, la razón anteriormente apuntada sobre la necesidad de
la resurrección. Los cuerpos -decíamos - han de resucitar, porque todos hemos de
comparecer ante el tribunal de Cristo, para que reciba cada uno según lo que
hubiere hecho por el cuerpo, bueno o malo (2Co
5,10). Luego conviene que el hombre resucite con el mismo cuerpo
con que sirvió a Dios o al demonio, para que en aquel mismo cuerpo reciba la
corona del triunfo y el premio o la pena eterna y el suplicio.
Y no
solamente resucitará el cuerpo. Resucitará también todo aquello que pertenece a
la realidad de la naturaleza corpórea y todo aquello que exige el decoro y
perfección del hombre.
San Agustín tiene a este propósito un insigne testimonio: "No tendrán entonces
los cuerpos defecto alguno. Si algunos fueron en vida demasiado gruesos y
obesos, no volverán a tomar toda aquella corpulencia excesiva; será considerado
como superfluo cuanto exceda la proporción normal. Y al contrario, todo aquello
que se hubiere consumido en el organismo por enfermedad o vejez, será
reintegrado por el divino poder de Cristo. Como en el caso de delgadez,
raquitismo, etc. Porque Cristo no sólo reparará nuestro cuerpo, sino que además
reformará todo aquello que perdimos por las miserias y deficiencias de la vida".
Y más adelante: "El hombre no volverá a tomar los cabellos que tenía, sino
únicamente los que le convengan, según aquello del Evangelio: Todos los cabellos
de vuestra cabeza están contados" (236).
En primer lugar serán restituidos todos los miembros del cuerpo, por ser todos
ellos partes integrantes de la naturaleza del hombre. Y así, los que por
nacimiento o enfermedad estuvieron privados de la vista, los cojos, los mancos y
los defectuosos en cualquier otro miembro, resucitarán con un cuerpo íntegro y
perfecto. En caso contrario, no quedaría totalmente satisfecho el deseo natural
del alma de unirse con su cuerpo; deseo que creemos con certeza ha de ser
cumplido en la resurrección.
Es manifiesto, por otro lado, que la resurrección de los cuerpos, como la
creación de los mismos, se encuentra entre las más estupendas obras divinas. Y
así como en el principio hizo Dios todas las cosas perfectas, así también
sucederá en la última resurrección.
A propósito de los mártires escribía San Agustín: "No estarán privados de
aquellos miembros que les fueron amputados en el martirio. Semejante mutilación
no dejaría de ser un defecto en sus cuerpos. De otra manera, los mártire* que
fueron decapitados deberían resucitar sin cabeza. Pero permanecerán en sus
miembros las cicatrices gloriosas de la espada, más resplandecientes que todo el
oro y piedras preciosas, como lo son las cicatrices de las llagas de Cristo"
(237).
Y no solamente los mártires. También los pecadores resucitarán con todos sus
miembros aun cuando éstos le? hubieran sido amputados por su culpa. La acerbidad
y agudeza de su suplicio estará en proporción con los miembros que poseen; por
consiguiente, la íntegra restitución de los mismos no redundará para ellos en
ventaja, sino en desgracia y miseria. Los méritos no se atribuyen a los
miembros, sino a la persona con cuyo cuerpo están unidos; y así, a quienes
hicieron penitencia, se les restituirán para premio, y a los malos para su
suplicio.
Semejantes reflexiones conseguirán inflamar y alentar nuestro espíritu en el
amor a la virtud; contemplando las miserias y trabajos de esta vida, esperaremos
ardientemente aquella dichosa gloria de la resurrección que está reservada para
los buenos.
Resucitaremos
con el mismo cuerpo substancial que tuvimos en la tierra. Pero, una vez
resucitados, nuestra condición será muy distinta.
Ésta - entre otras - será la gran diferencia entre nuestros cuerpos resucitados
y los que tuvimos en la tierra: aquí estaban sujetos a la ley de la muerte;
pero, una vez resucitados, todos - los buenos y malos - seremos inmortales.
Esta maravillosa reintegración de la naturaleza es mérito de la victoria de
Cristo sobre la muerte. Dice la Sagrada Escritura: Destruirá a la muerte para
siempre (Is
25,8); y en otro lugar: ¿Dónde están, ¡oh muerte!, tus plagas? ¡Oh
muerte!, yo mismo seré tu muerte (Os
13,14). Explicando estas palabras, escribe el Apóstol: El último
enemigo reducido a la nada será la muerte (1Co
15,26). Y en San Juan leemos: La muerte no existirá más ().
Era muy conveniente que el pecado de Adán fuese vencido con inmensa superioridad
por el mérito de Cristo, que destruyó el imperio de la muerte; como era
igualmente muy conforme a la justicia divina que los buenos pudieran gozar para
siempre de una vida bienaventurada, y que los pecadores, en cambio, sufriendo
penas - eternas, buscasen la muerte, sin encontrarla; deseasen morir, y la
muerte huyera de ellos ().
Y esta inmortalidad será, sin ninguna duda, común a los buenos y a los malos.
Los cuerpos
resucitados de los santos tendrán ciertas propiedades maravillosas, que les
harán inmensamente más nobles y espléndidos que fueron antes de la resurrección.
Los Padres, apoyándose en la doctrina de San Pablo, señalaron cuatro, llamadas
dotes:
Es una
cualidad por la que los cuerpos resucitados, en modo alguno podrán sufrir y se
verán libres de todo dolor y molestia. Ni el frío, ni el calor, ni las lluvias
podrán dañarlos. Pues así en la resurrección de los muertos: se siem bra en
corrupción y resucita en incorrupción (1Co
15,42).
Los escolásticos llamaron a esta dote impasibilidad, y no incorrupción, para
significar una cualidad exclusiva de los cuerpos gloriosos. Los de los
condenados son también incorruptibles, mas no impasibles, y estarán sujetos a
los rigores del frío, del calor y de cualquier otra molestia (238).
En virtud de
esta dote, los cuerpos de los santos resplandecerán como el sol. Entonces los
justos - dice Jesucristo en San Mateo - brillarán como el sol en el reino de mi
Padre (Mt
13,43). Y para que nadie dudase de su palabra, lo confirmó con el
ejemplo de su transfiguración (239).
San Pablo llama a esta dote unas veces gloria, y otras, claridad. Reformará el
cuerpo de nuestra vileza conforme a su cuerpo glorioso en virtud del poder que
tiene para someter a sí todas las cosas (Ph
3,21). Y en otro lugar: vSe siembra en ignominia y se levanta en
gloria. Se siembra en flaqueza y se levanta en poder (1Co
15,43).
El pueblo de Israel vio en el desierto una pálida imagen de esta gloria, cuando
Moisés, después de haber hablado con Dios en el Sinaí, apareció tan
resplandeciente en su rostro, que los hebreos no podían sostener la mirada
(240).
Consiste esta claridad en un resplandor que rebasará al cuerpo de la íntima y
perfecta felicidad del alma; una especie de comunicación de esa misma felicidad
que goza el alma, del mismo modo que el alma será bienaventurada por una
comunicación de la felicidad de Dios.
Mas no poseerán todos los santos en igual medida esta propiedad (241): todos
serán igualmente impasibles, pero no igualmente esplendorosos. Uno es el
resplandor del sol -dice San Pablo-, oíro el de la luna y otro el de las
estrellas; y una estrella se diferencia de la otra en el resplandor. Pues así en
la resurrección de los muertos (1Co
15,41-42).
Es una dote
por la que el cuerpo quedará libre del peso que ahora le oprime y podrá moverse
con suma rapidez y facilidad extraordinaria a donde el alma quisiere (242).
Exponen ampliamente esta propiedad del cuerpo resucitado San Agustín en La
ciudad de Dios (243) y San Jerónimo en su Comentario a Isaías (244). A ella
alude también el Apóstol: Se siembra en ignominia y se levanta en gloria. Se
siembra en flaqueza y ¡se levanta en poder (1Co
15,43).
En virtud de
esta propiedad, el cuerpo estará sometido en todo al imperio del alma y la
servirá y obedecerá perfectamente.
San Pablo la expresaba con aquellas palabras: Se siembra cuerpo animal y se
levanta un cuerpo espiritual (1Co
15,44).
Consideremos
por último los frutos que tantos y tan sublimes misterios pueden reportarnos.
1) Ante todo, debe brotar de nuestros corazones un grito de reconocimiento,
agradeciendo al Señor se haya dignado revelar a los pequeñuelos las cosas que
ocultó a los sabios y discretos (Mt
11,25). ¡Cuántos hombres ilustres, verdaderas lumbreras en la
ciencia humana, desconocieron estas verdades para nosotros tan ciertas! El habér
noslas Dios manifestado a nosotros, que jamás hubiéramos llegado a comprenderlas
con nuestra pobre inteligencia, es motivo sobrado para que estemos alabando sin
cesar su infinita misericordia.
2) Otro fruto espontáneo de estos misterios será la facilidad con que podemos
consolarnos y consolar a los demás ante la muerte de amigos y allegados. San
Pablo alude a estos motivos de conformidad cuando escribe a los fieles de
Tesalónica sobre los difuntos (245).
Y no sólo ante la muerte. En todos los trabajos y miserias de esta vida nos
servirá de gran alivio el pensamiento de nuestra futura resurrección. El santo
Job animaba su espíritu dolorido con la esperanza de poder contemplar un día -
en la resurrección - a su Dios y Señor (246).
3) El pensamiento de la resurrección, por último, será de una eficacia sin igual
para ayudarnos a llevar una vida recta, íntegra y libre de pecado. Pensando en
los inmensos tesoros que para entonces tenemos preparados, fácilmente nos
animaremos a vivir santa y piadosamente. Y al contrario, pocos motivos tan
eficaces para refrenar nuestros apetitos y apartarnos del pecado como el
pensamiento de los suplicios y males con que serán castigados los condenados,
que en el último juicio resucitarán para su condenación (247).
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NOTAS
(218) Cf. Da 12,1-3 2M 7,9-14 2M
7,22-29 2M 12,42-45 Jb 19,25-26 Lc 20,34-36 Jn 5,28-29 Jn 6,40-44 Jn 11,23-26
2Co 4,14 1Th 4,13-18.
(219) Una de las verdades fundamentales de la religión católica es que nuestra
alma sobrevivirá después de la muerte. A nadie se le ocultará su importancia y
trascendencia práctica para la vida.
Ha sido definida repetidas veces por la Iglesia esta doctrina como dogma de fe (cf.
D 16 40 86 738 1797...). Mas no es necesario recurrir al campo estrictamente
dogmático; desde un punto de vista puramente filosófico resulta también
evidente. Insinuemos algunos argumentos:
1) Es una creencia universal.-No hay en el globo tributan bárbara que no crea
más o menos vagamente en la inmortalidad del alma. Y esto desde los tiempos
prehistóricos, como lo están confirmando las excavaciones y dólmenes de
recientes descubrimientos. Una creencia tan general y de tan vital influencia en
la vida del hombre, necesariamente tiene que tener un fundamento: de lo
contrario, la razón humana sería incapaz de adquirir con certeza verdad alguna.
2) Por la misma naturaleza del alma.-Que el alma humana sea esencialmente
independiente del cuerpo, al que informa y da vida, lo demuestra el hecho de que
nuestra mentalidad puede formar conceptos abstractos y sacar conclusiones
lógicas.
Luego de que el cuerpo muera no se sigue que también muera el alma. Además, el
cuerpo se compone de partes extensas, mientras el alma es una substancia simple,
indivisible y espiritual: incorruptible. Podría en absoluto ser aniquilada por
Dios, pero la razón y la fe de consuno nos dicen que Dios no la aniquilará
jamás. Jesucristo nos dijo en San Mateo: Éstos (los malos) irán al tormento
eterno; pero los justos, a la vida perdurable (Mt 25,46).
3) La naturaleza de la mente y de la voluntad.-Una y otra buscan la verdad
infinita y la felicidad perfecta. Y ni una ni otra se dan en esta vida, donde el
bien nunca es perfecto. Negada la vida de ultratumba y la inmortalidad del alma,
estas ansias y aspiraciones del espíritu iserían un contrasentido.
4) La prueba ética.-Dios, legislador santo y justo, al promulgarnos la ley
moral, reservó para la otra vida una sanción eficaz. No hay ley sin sanción. Y
basta abrir los ojos para comprobar que las sanciones que acá abajo se aplican a
los transgresores no responden a una regla de equitativa justicia; no es
infrecuente que se premie el pecado y el vicio, mientras se vitupera y desprecia
al virtuoso. La razón perdería el tino si le dijesen que la Hermana de la
Caridad y la prostituta serán medidas por el mismo rasero. El mundo se nos
convertiría en un caos (cf. CONWAY, C. S. P., Buzón de preguntas, p.49-50).
(220) "La resurrección de la carne fue negada por los gentiles, que se reían de
San Pablo oyéndole hablar de ella en el areó - pago de Atenas (Ac 17,32). Entre
los judíos la negaron los saduceos, a quienes confundió el Señor (Mt 22,23).
Desde los tiempos apostólicos comenzaron a surgir las herejías en contra de la
resurrección. San Pablo tuvo que reargüir a ciertos habitantes de Corinto que la
negaban también (1Co 15,12), y a Himeneo y Fileto, que, extraviándose de la
verdad, decían que la resurrección se ha realizado ya (2Tm 2,17). Posteriormente
negaron la resurrección o enseñaron doctrinas falsas en torno a ella los
seleucianos, herminianos, gnósticos, maniqueos, priscilianistas, valdenses,
albigenses, socinianos y otros herejes, entre los que destaca Celso. Entre los
protestantes circulan también errores relativos a la resurrección, sobre todo
entre los liberales. Finalmente, los modernos racionalistas, materialistas y
panteístas se hacen eco de aquellos viejos errores y herejías" (P. Royo, O, P.,
Teología de la salvación, p.576).
(221) Cf. 1R 17,22 2R 4,34.
(222) Cf. Mt 9,25; Lc 7,13-15, yJn 11,43.
(223) Cf. Ac 9,40.
(224) SAN AMBROSIO, Sean. 48, en la fiesta de Santa Inés, virgen y mártir (ML
17,725s.).
(225) y cuanto a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído lo que Dios os
ha dicho: Yo soy el Dios de Abvaham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Dios
no es Dios de muertos, sino de vivos (Mt 22,31-32).
Porque, cuando resuciten de entre los muertos, ni se casarán ni serán dados en
matrimonio, sino que serán como ángeles en los cielos. Por lo que toca a la
resurrección de los muertos, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la
zarza, cómo habló Dios, diciendo: Yo soy el Dios de Abraham, y el Dios de Isaac,
u el Dios de Jacob? No es Dios de muertos, sino de vivos. Muy errados andáis (Mc
12,25-26).
(226) Jesús les dijo: En verdad os digo que vosotros, los que me habéis seguido
en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente sobre el trono de su
gloria, os sentaréis vosotros también sobre doce tronos para juzgar a las doce
tribus de Israel (Mt 19,28).
En verdad, en verdad os digo que llega la hora, y es ésta, en que los muertos
oirán la voz del Hijo, y los que la escucharen vivirán; pues así como el Padre
tiene la vida en sí mismo, así dio también al Hijo tener la vida en sí mismo, y
le dio poder de juzgar, por cuanto Él es el Hijo del hombre. No os maravilléis
de esto, porque llega la hova en que cuantos están en los sepulcros oirán su voz
(Jn 5,25-28).
(227) pero ¿irá alguno: ¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo volverán
a la vida? ¡Necio! Lo que siembras no nace si no muere. Y lo que siembra no es
el cuerpo que ha de nacer, sino un simple grano, por ejemplo, de trigo, o algún
otro tal. Y Dios le da el cuerpo seqún ha querido, a cada una de las semillas el
propio cuerpo. No es toda carne la misma carne, sino que una es la de los
hombres, otra la de los ganados, otra la de las aves, y otra la de los peces. Y
hay cuerpos celestes y cuerpos terrestres, y uno es el resplandor de los cuerpos
celestes y otro el de los terrestres. Uno es el resplandor del sol, otro el de
la luna y otro el de las estrellas; y una estrella se diferencia de la otra en
el resplandor.
Pues así en la resurrección de los muertos: se siembra en corrupción y se
resucita en incorrupción (1Co 15,35-42).
Sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús, también con ]esús nos resucitará y
nos hará estar con vosotros (2Co 4,14).
No queremos, hermanos, que ignoréis lo tocante a la suerte de los muertos, para
que no os aflijáis como ios demás que carecen de esperanza. Pues, si creemos que
Jesús murió y resucitó, así también Dios por Jesús tomará consigo a ¡os que áe
durmieron en Él (1Th 4,13-18).
(228) SAN GREGORIO, Moral, 1.14 c.55: ML 75.1076.
(229) Cf. Mt 22,31-32.
(230) CRISÓSTOMO, Hom. 44 in loannem: MG 59,247-250.
(231) Las propiedades de la muerte sobre lals que hablan los teólogos son dos:
su unicidad y su universalidad. Que es única, todos están convencidos. Nadie
murió por segunda vez; y los casos milagrosos de resurrección narrados en el
Evangelio y aun en las mismas vidas de los santos no pueden ser juzgados a tenor
de la ley ordinaria. Por lo mismo que milagrosos, son casos que escapan la
actual ordenación de las cosas y que Dios puede querer para alguno de sus fines
providenciales: probar la divina misión de Cristo, la santidad de algún siervo
suyo, etcétera.
Respecto a la universalidad, la Sagrada Escritura ofrece algunas dificultades,
que conviene aclarar. Vayamos por partes:
1) Todos los hombres, procedentes de Adán por vía de generación natural, están
condenados a morir. Y esta obligación vige en virtud de la ley impuesta por Dios
al género humano como castigo del pecado original.
Así, pues, como por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la
muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos habían pecado (Rm
5,12).
Porque, como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la
resurrección de los muertos. Y como en Adán hemos muerto todos, así también en
Cristo somos todos vivificados (1Co 15,21-22).
Por cuanto a los hombres les está establecido morir una vez, y después de esto
el juicio (He 9,7).
2) ¿Es posible que esta ley general sufra de hecho alguna excepción? Hay tres
textos difíciles de San Pablo (1Co 15,51 1Th 4,15-18 2Co 5,4), de los que el
primero, para mayor confusión, ofrece en el original griego un sentido muy
distinto del que presenta la Vulgata.
¿Cómo deben interpretarse? Los PP. Colunga y Bover (cf. Sagrada Biblia de Nácar
- Colunga y Bover - Cantera en las notas correspondientes a estos textos) dan la
interpretación tal como la prefieren los partidarios de la excepción de la ley:
en favor de los justos que vivan cuando sobrevenga el fin del mundo.
Consiguientemente, según esta interpretación, la universalidad de la muerte no
es absoluta; aquéllos que estén con vida cuando se acerque el fin del mundo, no
morirán.
3) Sin embargo, como, por una parte, puede darse una interpretación de esos
textos suficientemente coherente con la universalidad de la muerte sin forzarlos
para nada; y como, por otra, está la opinión unánime de todos los Padres latinos
y algunos griegos, de los escolásticos antiguos, con Santo Tomás a la cabeza; de
la mayor parte de los exegetas antiguos y bastantes modernos, que no conceden
excepción alguna a la ley de la muerte, parece que es más probable concluir en
favor de una total universalidad que no admite excepción. Santo Tomás aduce
razones muy fuertes sobre esta universalidad, que no parece deba tambalearse por
la dificultad, ciertamente real, en explicar unos textos (cf. Supl. 78,1). En
esta cuestión, como en otras complementarias al tratado de la muerte, nos
remitimos una vez más al P.ROYO (O.C, p.239ss.), en donde con la amplitud
necesaria puede saciarse cumplidamente el lector.
(232) SAN JERÓNIMO. Epíst. 52, a Mimerio y Alejandro: ML 22, 966-980.
(233) SAN AGUSTÍN, De civitate Dei, 1.20 c.20: ML 41,687.
(234) SAN AMBROSIO, Epístola I aTes., c.4: ML 17,473.
(235) SAN JUAN DAMASCENO, De fide orthodoxa, 1.4 c.28: MG 94,1219.
(236) SAN AGUSTÍN, De civitate Del, 1.22 el9,20 y 21: ML 41.780-784.
(237) SAN AGUSTÍN, De civitate Dei, 1.22 c.20: ML 41,782.
(238) No padecerán hambre ni sed, calor ni viento solano que los afliia. Porque
los guiará el que de ellos se ha compadecido, y los llevará a sus aguas
manantiales (Is 49,10).
Ya no tendrán hambre, ni tendrán ya sed, ni caerá sobre ellos el sol ni ardor
alguno, porque el Cordero, que está en medio del trono, los apacentará y los
guiará a las fuentes de aguas vivas y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos (Ap
7,16-17).
Y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá
duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado (Ap 21,4).
(239) y se transfiguró ante ellos; brilló su rostro como el sol y sus vestidos
se volvieron blancos como la luz (Mt 17,2).
(340) Cuando bajó Moisés de la montaña del Sinaí, traía en sus manos las dos
tablas del testimonio, y no sabía que su faz se había hecho radiante desde que
había estado hablando con Y ave (Éx. 34,29).
Pues si el ministerio de muerte escrito con letras sobre piedras fue glorioso,
hasta el punto de que no pudieran los hijos de Israel mirar el rostro de Moisés
a causa de su resplandor, con ser transitorio... (2Co 3,7).
(241) En la casa de mi Padre hay muchas moradas (Jn 14,2).
(242) Al tiempo de su recompensa brillarán y discurrirán como centellas en
cañaveral (Sg 3,7).
Pero los que confían en Y ave renuevan sus fuerzas y echan alas como de águila,
y vuelan velozmente sin cansarse, y corren sin fatigarse (Is 40,31).
Se siembra en ignominia, y se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza, y se
levanta en poder (1Co 15,43).
(243) SAN AGUSTÍN, De civitate Dei, c.18: ML 41,390-391.
(244) SAN JERÓNIMO, C.40 de Isaías: ML 24,413-424.
(245) No queremos, hermanos, que ignoréis lo tocante a la suerte de los muertos,
para que no os aflijáis como los demás que carecen de esperanza (1Th 4,13).
(246) Y después que mi piel se desprenda de mi carne, en mi carne contemplaré a
Dios.
¡Yo le veré, veránle mis ojos, no otros! ¡Abrásense en mi seno mis entrañas! (Jb
19,26-27).
(247) Saldrán los otie han obrado el bien, para la resurrección de la vida, y
los que han obrado el mal, para la resurrección del juicio (Jn 5,29).