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CAPITULO V "Descendió a los infiernos y al tercer día
resucitó de entre los muertos"
Muy
interesante es, sin duda, que conozcamos la gloria de la sepultura de
Jesucristo; pero importa mucho más que conozcamos los gloriosos laureles que
consiguió venciendo al demonio y vaciando las sillas del infierno. De este
misterio y de la triunfante resurrección de Jesucristo trata el presente
artículo del Símbolo.
Podrían estudiarse perfectamente por separado estos dos misterios; aquí, sin
embargo, siguiendo el ejemplo de los Santos Padres, los trataremos
conjuntamente.
Esto hemos de
creer en la primera parte del artículo: muerto Jesucristo, descendió a los
infiernos su alma (85), y allí permaneció todo el tiempo que el cuerpo estuvo en
el sepulcro.
Con ello afirmamos también que la misma Persona de Cristo estuvo presente a la
vez en el infierno y en el sepulcro. Ni debe extrañarse nadie de esta
afirmación, pues, como tantas veces hemos repetido, aunque el alma se separó del
cuerpo, nunca se separó la divinidad ni del alma ni del cuerpo.
Y para mejor
comprender estas verdades de nuestra fe católica, convendrá primero precisar
bien el significado que aquí tiene la palabra infierno.
Algunos, impía y neciamente, quisieron hacerla sinónima de "sepulcro". En el
artículo anterior afirmábamos que Cristo nuestro Señor fue sepultado; y no
habría razón ninguna para que los apóstoles, en la redacción del Símbolo,
repitieran la misma verdad y con una fórmula más oscura.
Por la palabra infierno se significa aquí aquella morada oscura donde estaban
retenidas las almas de quienes, muertos antes de la venida de Cristo, no habían
conseguido aún la bienaventuranza celestial.
La Sagrada Escritura nos ofrece numerosos ejemplos de esta significación. San
Pablo escribe: Para que al nombre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en los
cielos, en la tierra y en los abismos (Ph
2,10). Y San Pedro, a su vez, en los Hechos de los Apóstoles:
Dios le resucitó, rompiendo las ataduras del infierno (Ac
2,24).
Este lugar de las almas retenidas no era único:
1) Existe, ante todo, una cárcel horrible y tenebrosa, donde yacen, atormentadas
con fuego eterno, las almas de los condenados y los demonios. Este lugar es
llamado en la Sagrada Escritura "gehenna", "abismo" y propiamente "infierno"
(86).
2) Existe, además, el fuego del purgatorio, donde, sufriendo por cierto tiempo,
se purifican las almas de los justos antes de serles franqueadas las puertas del
cielo, en el que no puede entrar cosa impura (Ap
21,27).
Es ésta una verdad de fe que, según la proclamación de los Concilios, está
claramente contenida en la Sagrada Escritura y en la Tradición Apostólica. Hoy
más que nunca urge predicarla diligentemente, porque vivimos tiempos en que los
hombres no sufren la sana doctrina (2 Tm 4,3) (87).
3) Existía, por último, un tercera morada, donde estaban retenidas las almas de
los justos muertos antes de la venida de Jesucristo. Allí, sin dolor alguno
sensible y alimentados por la esperanza de redención, gozaban de una vida serena
y apacible. A estas almas justas que esperaban la llegada del Salvador en el
seno de Abraham libertó Jesucristo cuando descendió a los infiernos.
Y hemos de
creer como, dogma de fe que Cristo bajó a los infiernos no sólo con su infinito
poder y eficacia redentora, sino realmente, con su alma y su presencia.
La Sagrada Escritura lo afirma explícitamente en aquella profecía de David: No
dejarás tú mi alma en el infierno (Ps
15,10).
Mas, aunque Cristo bajó realmente a los infiernos, no por eso sufrió mengua
alguna su infinito poder, ni se mancilló un solo ápice su esplendorosa santidad.
Este hecho, por el contrario, resultó una nueva y solemne confirmación de su
santidad y divinidad, tantas veces demostradas con milagros. Lo entenderemos
mejor si comparamos las causas por las que Cristo y los demás hombres bajaron a
los infiernos:
1) Éstos bajaron como prisioneros; Él, en cambio, descendió como vencedor y
libre entre los muertos, para ahuyentar a los demonios que tenían aprisionadas a
aquellas almas.
2) Además, todos los hombres que bajaron a los infiemos fueron atormentados con
penas terribles; muchos, con el suplicio eterno de la condenación; otros, aunque
libres de las penas de sentido, con la privación de Dios y la angustiosa espera
de la bienaventuranza. Cristo, en cambio, bajó no para sufrir, sino para liberar
las almas de los justos de aquella cárcel molesta y comunicarles el fruto de su
pasión.
Nada hubo, pues, en esta bajada de Cristo a los infiernos que disminuyera su
infinita dignidad y poder.
1) Cristo
nuestro Señor bajó a los infiernos principalmente para liberar las almas de los
justos de aquella cárcel, donde el demonio las retenía como presa suya, y
llevarlas consigo al cielo.
Prodigio que el Redentor llevó a cabo de una manera admirablemente gloriosa:
apareció radiante entre los prisioneros, inundándoles de su esplendorosa luz; y
en el mismo instante de su aparición, todos quedaron llenos de inmensa alegría;
y les concedió, sobre todo, la más deseada Üe las bienaventuranzas: el ver a
Dios. De esta manera cumplía Jesucristo la promesa que hiciera I al buen ladrón
sobre la cruz; Hoy serás conmigo en el paraíso (Lc
23,43). Esta liberación de los justos había sido ya profetizada
mucho antes por Oseas: ¿Dónde están, ¡oh muerte!, tus plagas? Yo los rescataré
del infierno ().
Lo mismo fue significado por el profeta Zacarías cuando dijo: Mas cuanto a ti,
por la sangre será consagrada tu alianza. Yo he sacado a tus cautivos del baño.
Tus cautivos han vuelto a la fortaleza llenos de esperanzas (Za
9,11)/
Y el apóstol San Pablo: Despojando a los principados y las potestades, los sacó
valientemente a la vergüenza, triunfando de ellos con la cruz (Col
2,15). ¦ /
Para entender mejor la fuerza de este misterio, conviene recordar que Cristo con
su pasión, no sólo rescató a los justos que nacieron después de su venida, sino
también a cuantos habían preexistido desde Adán y a cuantos habían de nacer
hasta el fin de los tiempos. Antes de su muerte y resurrección, las puertas del
cielo estuvieron cerradas para todos; las almas de los justos o entraban en el
seno de Abraham o () iban al fuego del purgatorio, si tenían algo que satisfacer
y expiar.
2) Hay, además, otra razón por la que Cristo bajó a los infiernos: para
manifestar allí, como antes lo hiciera en el cielo y en la tierra, su eterno
poder y su gloria. Para que al nombre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en
los cielos, en la tierra y en los infiernos (Ph
2,10).
¿Quién no admirará aquí con estupor la inmensa bondad de Dios para con los
hombres? No se conformó con sufrir por nosotros una muerte cruel, sino que quiso
bajar a los mismos abismos de la tierra para libertar a las almas, por Él tan
amadas, y llevarlas consigo al reino de su gloria.
5. DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS...
Especialísimo
interés merece la explicación de esta secunda parte del artículo. Recordemos el
encargo del Apóstol a su discípulo Timoteo y a cuantos, como él, sientan
responsabilidad de las almas: Acuérdate de que Jesucristo, del linaje de David,
resucitó de entre los muertos ().
El significado del artículo es éste: Nuestro Señor expiró sobre la cruz a la
hora nona del viernes; el mismo día la tarde fue sepultado por los discípulos,
quienes, autorizados por Pilatos (88), bajaron el cuerpo de la cruz y lo
depositaron en el sepulcro nuevo de un huerto cercano; las al tercer día de la
muerte (), a primera hora de la mañana el alma de Cristo se unió de nuevo con el
cuerpo. De este modo nuestro Redentor, después de haber estado muerto durante
tres días, volvió a la vida que había abandonado al morir y resucitó (89).
Con la
palabra resurrección significamos no solamente que Cristo triunfó de la muerte
(), sino, y sobre todo, que Cristo resucitó por su propia virtud v poder: cosa
que sólo de Él puede afirmarse.
En realidad, poder volver a la vida después de muerto por propia virtud, ni
entra en el ámbito de posibilidades de la naturaleza humana, ni jamás fue
conceaido a hombre alguno. Es prodigio reservado exclusivamente al infinito
poder divino, según testimonio de San Pablo: Porque, aunque fue crucificado en
su debilidad, vive por el poder de Dios (2Co
13,4). Y como nunca se seoaró este divino poder ni del cuerpo en
el sepulcro, ni del alma que descendió a los infiernos, pudo muy bien el cuerpo
juntarse de nuevo con el alma, y el alma con el cuerpo.
De esta manera fue posible el retorno a la vida, por propia virtud y la
resurrección de entre los muertos. David, inspirado por Dios, ya lo había
profetizado: Han vencido su diestra u su santo brazo (). El mismo Señor lo
confirmará más tarde con su palabra: Yo doy mi vida para tomarla de nuevo; tengo
poder para volverla a tomar (Jn
10,17); v en otra ocasión dirá a los iudíos para corroborar la
verdad de sus predicaciones: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré
(): palabras que sus oyentes interpretaron del templo maemífico de piedra
construido sobre el monte, pero que Cristo refería al templo de su cuerpo, como
explícitamente consta en el mismo santo Evangelio.
Y cuando en las Sagradas Escrituras se afirma que Cristo fue resucitado por su
Padre (90), se han de entender estas palabras dichas de Cristo sólo en cuanto
hombre, del mismo modo que se han de referir a Él, en cuanto Dios, los textos en
que se afirma que resucitó por su propia virtud.
Fue también
singular privilegio de Cristo el ser el primero de todos en gozar del beneficio
divino de la resurrección.
La Sagrada Escritura le llama el primogénito de los muertos (91). Y San Pablo
escribió: Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que
mueren. Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la
resurrección de los muertos. Y como en Adán hemos muerto todos, así también en
Cristo somos todos vivificados. Pero cada uno a su tiempo; el primero. Cristo;
luego, los de Cristo (1Co
15,20-23).
Estas palabras del Apóstol han de entenderse de la resurrección perfecta:
aquella con la que seremos introducidos a la vida eterna después de haber sido
suprimida definitivamente la muerte. Y es sólo en este sentido en el que
atribuímos a Cristo la primacía de la resurrección.
Porque, si hablamos de resurrección temporal (), fueron muchos los hombres
resucitados antes de Cristo (92); pero todos revivieron con la condición de
volver a morir. Cristo nuestro Señor, en cambio, de tal manera resucitó después
de haber vencido y sometido a la muerte, que no puede volver a morir. Así lo
atestigua aquel clarísimo testimonio del mismo San Pablo: Cristo, resucitado de
entre los muertos, ya no muere; la muerte no tiene ya dominio sobve Él (Rm
6,9).
Con esta
expresión no se pretende afirmar que Cristo permaneciese en el sepulcro tres
días completos. Decimos con toda verdad y exactitud que "resucitó al tercer día
de entre los muertos", porque su santo cuerpo permaneció en el sepulcro un día
entero natural, parte del anterior y parte del siguiente.
Por un lado, no quiso el Señor dilatar su resurrección hasta el fin del mundo,
para demostrarnos que era verdadero Dios; y por otrc, no quiso resucitar en
seguida de entre los muertos, sino al tercer día, para que pudiéramos constatar
y creer que era al mismo tiempo verdadero hombre y que su muerte había sido
real. Los tres días transcurridos en el sepulcro fueron suficientes para
demostrarnos que realmente había muerto.
Los Padres
del primer Concilio de Constantinopla añadieron en este artículo las palabras
según las Escrituras. Inspirándose en el Apóstol (93), quisieron ponerlo
explícitamente en el Símbolo por ser fundamental para la fe cristiana el
misterio de la resurrección de Cristo. Si Cristo no resucitó - escribe San Pablo
-, vana es nuestra predicación, vana es nuestra fe...; y si Cristo no resucitó,
vana es vuestra fe, aún estáis en vuestros pecados (1Co
15,14-17). Y San Agustín, maravillado ante la doctrina de este
artículo de la fe, escribía: "No es cosa grande creer que Jesucristo murió: en
esta creencia convienen fácilmente paganos, judíos, pecadores y todos los
hombres. Mas los cristianos creemos en la resurrección; ésta es nuestra fe:
creemos que Cristo ha resucitado" (94).
Por esto nos habló Cristo tantas veces de su resurrección. Casi nunca trató con
sus discípulos de la pasión sin referirse también a la resurrección (95). Así
cuando dice: El Hijo del hombre, que será entregado a los gentiles, y
escarnecido, e insultado, y escupido, y, después de haberle azotado, le quitarán
la vida, añade en seguida: Y al tercer día resucitará (Lc
18,32-33). Y en otra ocasión, pidiéndole los judíos algún milagro
para demostrar su doctrina, les responde: La generación mala y adúltera busca
una señal, pero no le será dada más señal que la de Jonás el profeta. Porque,
como estuvo Jonás en el vientre de la ballena tres días y tres noches, así
estará el Hijo del hombre tres días y tres noches en el seno de la tierra (Mt
12,39-40).
Las siguientes reflexiones nos ayudarán a comprender mejor el significado profundo de este misterio.
1) La
resurrección del Señor fue necesaria en primer lugar, para demostrar la justicia
de Dios. Era lógico que el Padre glorificara al Hijo, que por obediencia a Él
había aceptado toda clase de humillaciones. Así pensaba San Pablo cuando
escribía a los Filipenses: Se humilló hecho obediente hasta la muerte, y muerte
de cruz, por lo cual Dios le exaltó (Ph
2,8-9).
2) En segundo lugar fue necesaria la resurrección para confirmar nuestra fe, sin
la cual el hombre no puede justificarse. Y el argumento máximo de la divinidad
de Jesucristo es, sin duda, el hecho de haber resucitado por su propia virtud.
3) Además fue necesaria la resurrección para alentar y apoyar nuestra esperanza.
Si Cristo ha resucitado, nosotros podemos tener la certeza de que también un día
resucitaremos con Él, debiendo seguir los miembros la misma suerte que la
cabeza. Así concluye San Pablo toda su argumentación cuando escribe sobre este
punto a los fieles de Corinto (96) ya los de Tesalónica (97). Y el Príncipe de
los Apóstoles: Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que por su
gran misericordia nos engendró a una viva esperanza por la resurrección de
Jesucristo de entre los muertos para una herencia incorruptible (1P
1,34). 4) Por último, la resurrección del Señor fue necesaria
como precioso broche de oro del misterio de nuestra redención. Con su muerte nos
había liberado del pecado y con su resurrección nos restituyó los bienes
superiores que habíamos perdido por la culpa. Por eso escribía San Pablo:
Nuestro Señor Jesús, que fue entregado por nuestros pecados y resucitado para
nuestra justificación (Rm
4,24-25). Para que nada faltara a la salud del hombre, fue
necesario que Cristo resucitase, como antes había sido necesaria su muerte.
De todo lo
dicho podremos deducir ya y comprender las grandes utilidades que la
resurrección de Cristo reportó a nuestras almas.
1) En ella reconocemos a un Dios inmortal, lleno de gloria, vencedor de la
muerte y del demonio. Y todo esto lo creemos y confesamos con toda verdad de
Jesucristo.
2) Fruto de la resurrección de Cristo es también la resurrección de nuestro
cuerpo. Ella es la causa eficiente y ejemplar de la nuestra; todos resucitaremos
como y porque Cristo resucitó.
Refiriéndose a esta resurrección de los cuerpos, escribía San Pablo: Porque,
como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de
los muertos (). Dios se valió de la humanidad de Cristo como de instrumento
eficiente para todo cuanto obró en el misterio de nuestra redención; por tanto,
su resurrección fue una especie de instrumento para conseguir la nuestra.
Fue también ejemplar, por ser la de Cristo la más perfecta de todas las
resurrecciones. Y así como el cuerpo de Cristo al resucitar a gloria inmortal
fue transformado, también nuestros cuerpos, débiles y mortales, resucitarán
transformados en gloria de inmortalidad (98). Esto predicaba el mismo San Pablo:
Esperamos al Salvador y Señor Jesucristo, que reformará el cuerpo de nuestra
vileza conforme a su cuerpo glorioso (Ph
3,20-21).
El mismo concepto puede aplicarse al alma muerta por el pecado. San Pablo notó
también cómo la resurrección de Cristo puede servir de ejemplo a esta
resurrección espiritual: Para que como Él resucitó de entre los muertos para la
gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque, si hemos
sido injertados en Él por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la
de su resurrección (Rm
6,4-5). Y poco más adelante añade: Pues sabemos que Cristo,
resucitado de entre los muertos, ya no muere; la muerte ya no tiene dominio
sobre Él. Porque, muriendo, murió al pecado una vez para siempre; pero,
viviendo, vive para Dios. Así, pues, haced cuenta de que estáis muertos al
pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús (Rm
6,9-11).
Dos son los
ejemplos que debemos imitar en la resurrección de Cristo. Uno es que,
purificados de todo pecado, iniciemos una nueva vida, en la que deben
resplandecer la honestidad de costumbres, la pureza, la santidad, la modestia,
la justicia, la caridad y la humildad.
Otro es el perseverar en esta nueva vida para que, con la ayuda de Dios, no nos
separemos jamás del camino de la justicia que una vez emprendimos.
Las palabras de San Pablo no sólo proponen la resurrección de Cristo como
ejemplar de la nuestra, sino afirman también que ella nos ofrece y concede la
energía necesaria para resucitar y la fortaleza y aliento precisos para
perseverar en la santidad, en la justicia y en la observancia de los
mandamientos divinos (99).
Así como de la muerte de Cristo no solamente tomamos ejemplo para morir al
pecado, sino también la fuerza necesaria para hacer efectiva esta muerte
espiritual, del mismo modo su resurrección nos da fuerzas para conseguir la
santidad y para caminar - sirviendo a Dios piadosa y santamente - en esta nueva
vida a la que hemos resucitado.
Esto fue, sobre todo, lo que quiso conseguir el Señor con su resurrección: que
los que antes estábamos muertos con Él al mundo y al pecado, con Él
resucitáramos a una nueva forma y a una nueva ley de vida.
El apóstol
San Pablo enumera las señales que deben manifestar nuestra propia resurrección
espiritual: Si fuisteis, pues, resucitados con Cristo, buscad las cosas de
arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios (Col
3,1).
Sólo quien aspire a tener su vida, sus honores, su descanso y riquezas allí
donde está Cristo, realmente ha resucitado con Él.
Y cuando añade el Apóstol: Pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra
(Col
3,2), nos ofrece otra nota distintiva con la que podemos
constatar si de verdad hemos resucitado con Cristo. Pues así como el gusto suele
indicar la salud o enfermedad de nuestro cuerpo, así también quien saboree las
cosas verdaderas, puras, justas, santas (100); quien, con íntimo gusto
espiritual aprecie la dulzura de las cosas celestiales, tendrá en esto la mejor
garantía de haber resucitado realmente con Cristo a una nueva vida espiritual.
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NOTAS
(85) Porque
también Cristo murió una vez por los pecadores, el Justo por los injustos, para
llevarnos a Dios. Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu, y en
Él fue a predicar a los espíritus que estaban en la prisión (1P 3,18-19).
(86) Posiblemente no hay otro dogma en la Iglesia tan impugnado como el del
infierno; y es que en realidad tampoco hay otra verdad cristiana que resulte tan
molesta y desagradable; una verdad que se desearía que no lo fuera para poder
echarnos ese peso de encima.
Por si esto fuera poco, ciertas corrientes modernistas, demasiado indulgentes
con el espíritu de la época, han pretendido paliar las verdades crudas del
infierno, o por lo menos quitarles importancia para la vida cristiana, bajo el
pretexto de que nuestras relaciones con Dios han de ir por vías de amor y no de
terror.
Sin embargo, no podemos olvidar que el temor santo de Dios (de su castigo) es el
comienzo de la sabiduría (Ps 110,10) y que, aunque estemos en el siglo xx, las
verdades eternas tienen la misma actualidad teológica y pastoral que tuvieron en
los primeros momentos de la era cristiana. Es el mismo Pontífice actualmente
reinante quien frente a esas desviaciones sospechosas les decía a los
predicadores cuaresmeros de Roma en el año 1949:
"... La predicación de las primeras verdades de la fe y de los fines últimos no
sólo no ha perdido su oportunidad en nuestros tiempos, sino que ha venido a ser
más necesaria y urgente que nunca. Incluso la predicación sobre el infierno. Sin
duda alguna hay que tratar ese asunto con dignidad y sabiduría. Pero, en cuanto
a la sustancia misma de esa verdad, la Iglesia tiene ante Dios y ante los
hombres el sagrado deber de anunciarla, de enseñarla sin ninguna atenuación,
como Cristo la ha revelado, y no existe ninguna condición de tiempo que pueda
hacer disminuir el rigor de esa obligación... Es verdad que el deseo del cielo
es un motivo en sí mismo más perfecto que el temor de la pena eterna; pero de
esto no se sigue que sea también para todos los hombres el motivo más eficaz
para tenerlos lejos del pecado y convertirlos a Dios" (AAS 41 (1949) 185).
En los límites necesariamente breves de una nota no es posible desarrollar todo
el vasto contenido de esta verdad. Reduciendo a síntesis la doctrina, vamos a
exponerla a modo de conclusiones, distinguiendo bien claramente, para norma del
lector, lo que es de fe y lo que es conjetura más o menos cierta dentro de la
teología.
En torno al infierno, que en la Sagrada Escritura recibe diversos nombres:
gehenna (Mt 10,28 Mt 5,22 Mt 5,29), abismo (Lc 8,31), horno de fuego (Mt 13,42
Mt 50), fuego eterno (Mt 18,8), tinieblas exteriores (Mt 8,12) etc., la fe con
seguridad inconmovible - y tachando, por tanto, de hereje al que lo negare-
enseña:
1) Su existencia, como lugar al que descienden inmediata mente las almas que
mueren en pecado mortal. Jesús dirá el día del juicio a los que no le hayan
servido: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, y los jusfos a la vida
eterna (Mt 25,41-46). Pueden verse también Lc 12,22-24; Mt 9,43-44; 10, 28;
13,49-50. Ésa es la indiscutible enseñanza de la Sagrada Escritura, confirmada
reiteradamente por el magisterio eclesiástico (cf. Concilio de Lyón: D 464; y la
definición de Benedicto XII: "Definimos además que, según la común ordenación de
Dios, las almas de los que mueren en actual pecado mortal, inmediatamente
después de su muerte descienden al infierno, donde son atormentadas con las
penas infernales": D 531).
2) La pena de daño en el infierno, que consiste en la privación de la visión
beatífica y de los bienes que de ella se siguen. Es decir, la privación de
aquello que constituye el fin y término de nuestra existencia: el gozo y
posesión de Dios.
Como la madre arrancada de su hijo, y aún más, porque la comparación eis
desvaída, así estará el alma del condenado arrancada de su Dios (cf. Mt 25,41;
25,46; 24,35).
3) A la pena de daño se le une la llamada pena de sentido, que atormenta desde
ahora las almas de los condenados y atormentará sus mismos cuerpos después de la
resurrección universal. Pena que consiste principalmente en el tormento de fuego
(cf. Lc 16,24; Mt 25,41; Símbolo Atanasiano: D 40; C. Arelatense: D 160). Fuego,
además, que, cualquiera que sea su naturaleza, atormentará a cuerpos y almas (cf.
Lc 16,24, y la citada definición de Benedicto XII).
4) La fe enseña, por fin, que las penas del infierno - y esto es lo que hace más
terrible la realidad del mismo - serán eternas. No tendrán nunca fin, y cuando
parezca que están terminando, comenzarán siempre de nuevo. Un continuo empezar
sin término ni acabamiento posible. Muchos son los textos de la Sagrada
Escritura y las enseñanzas del magisterio eclesiástico (cf. Mt 25,41 y la
declaración del papa Vigilio contra los errores de Orígenes: "Si alguno dice o
siente que el castigo de los demonios o de los hombres impíos es temporal y que
en algún momento tendrá fin, o que se dará la reintegración de los demonios o de
los hombres impíos, Sea anatema": D 211).
Un lugar de tormentos y para siempre. Sin esperanza alguna de redención, porque
ni el pecador se rehabilitará nunca (D 211), ni Dios puede perdonar el pecado
sin arrepentimiento del pecador; arrepentimiento que, por lo demás, nunca podrá
formular el condenado con valor meritorio, porque se terminó para él la
posibilidad de merecer.
Junto a estas verdades dogmáticas, se han erigido otros postulados, que, comunes
a todos los teólogos, ofrecen plena certeza dentro de la esfera de la teología:
a) que, aunque hoy nosotros no lo podamos comprender, porque nuestra alma,
acostumbrada al cuerpo, parece estar en él como en propia sede, la pena de daño
es la más terrible de las penas del infierno. El alma, libre algún día del
despojo del cuerpo, querrá volver hacia Dios, imán de atracción infinita, fuente
única e inagotable de su felicidad, y no podrá. Toda una eternidad ansiando, y
no pudiendo alcanzar lo ansiado (1-2 q.87 a.4).
b) que el fuego del infierno no es metafórico, sino real, verdadero, como se
desprende sin dificultad de la misma Sagrada Escritura. Sin embargo, no están de
acuerdo los teólogos sobre su naturaleza. Para Santo Tomás y, en general, los
teólogos antiguos, es de la misma especie que el fuego de la tierra; los
modernos, en cambio, creen que es un fuego análogo al nuestro, creado
especialmente por Dios para atormentar a los condenados (Supl 97,6; MICHEL, Feu
de lénfer: DTC 5,2223-2224);
c) que, además de la pena del fuego, la pena de sentido abarca otro conjunto de
tormentos infernales. Es esta sentencia común en teología, deducida por los
teólogos de la misma Sagrada Escritura y de la constante tradición patrística.
Entre esas penas se enumeran la compañía de los demonios y demás condenados, el
tormento de los sentidos corporales internos y externos ("no hay vicio que no
tenga su propio tormento": KEMPIS, Imitación de Cristo, I 24), el gusano roedor
de la conciencia (así interpretan los Padres y teólogos los textos escritu -
rísticos Is 66,24; Judit 16,21; Ecli. 7,19; Mc 9,43ss.), el llanto y el crujir
de dientes, expresión metafórica de la verdadera rabia y desesperación del
condenado (Mt 15,50).
Se trata, en fin, en teología de otras cuestiones complementarias relacionadas
con la verdad del infierno: psicología del condenado, desigualdad de las penas,
si es posible su mitigación, etc. Para ello, como en general para todo lo
relacionado con este dogma, nos remitimos al P. Royo, O.P., o.c, 312-379.
(87) Extractamos también aquí las maravillosas páginas del P.Royo, al que de
nuevo nos remitimos (o.c, p.399-472).
La verdad del purgatorio, atacada más duramente que la del infierno, por la
menor evidencia con que aparece en la Sagrada Escritura, fue impugnada ya en el
siglo II por Basílides, y en el iv por Erio, a quien refutó San Agustín. Negada
por al - bigenses, cataros y valdenses en los siglos xn y XHI, puede decirse que
los mayores enemigos fueron los protestantes a partir del siglo xvi con Lutero,
quien, aunque al principio la admitió, terminó por negarla, al decir - según su
opinión - que no constaba en libro alguno canónico.
Frente a esa doctrina, la Iglesia enseña como verdad de fe que exite el
purgatorio, es decir, un estado en el que las almas que murieron en gracia de
Dios con el reato de alguna pena temporal debida por sus pecados, se purifican
enteramente antes de entrar en el cielo. Baste consultar el C. II de Lyón, en
1274 (D 464), la constitución Benedictos Deas, de Benedicto XII, en 1336 (D
530); el C. de Florencia en 1439: "En nombre de la Santísima Trinidad, del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo, con aprobación de este Concilio universal de
Florencia, definimos que por todos los cristianos sea creída y recibida esta
verdad de fe, y asi todos profesen que..., si los verdaderos penitentes salieron
de este mundo antes de haber satisfecho con frutos dignos de penitencia por lo
cometido y omitido, sus almas son purificadas con penas purificadoras después de
la muerte" (D 691-693). A su vez, el C. de Trento, en la sesión VI sobre la
justificación, definió esta verdad en el siguiente canon contra los
protestantes: "Si alguno dijere que, después de recibida la gracia de la
justificación, de tal manera se le perdona la culpa y se le borra el reato de la
pena eterna a cualquier pecador arrepentido, que no queda reato alguno de pena
temporal que haya de pagarse o en este mundo o en el otro en el purgatorio,
antes de que pueda abrirse la entrada en el reino de los cielos, sea anatema" (D
840).
Las afirmaciones de la Iglesia, ¿son arbitrarias, sin fundamento alguno
escriturístico, como pretendió Lutero? De ningún modo. Es cierto que la palabra
purgatorio no aparece en la Sagrada Escritura; pero no lo es menos que tanto en
el Antiguo Testamento (2 Mac. 12,41-46) como en el Nuevo Testamento (Mt 12,31-32
Lc 12,47-48), y sobre todo en el texto clásico de San Pablo a los Corintios (1Co
3,10-15), está suficientemente delineada y definida la realidad de un estado del
alma posterior a la muerte tal como lo hemos presentado. Y por lo que se refiere
a la tradición patrística, el testimonio se convierte en aplastante y abrumador.
Baste citar, entre otros muchos, el testimonio de San Agustín:
"Durante el tiempo que media entre la muerte del hombre y la final resurrección,
las almas quedan retenidas en lugares recónditos, según es digna cada una de
reposo o de castigo, conforme a lo que hubiere merecido cuando vivía en la
carne. Y no se puede negar que las almas de los difuntos reciben alivio de la
piedad de sus parientes vivos, cuando por ellas se ofrece el sacrificio del
Mediador o cuando se hacen limosnas en la Iglesia" (Enchitidion, 109-110: ML
40,283; cf. también MICHEL, Purgatoire: DTC 13,1179-1237).
Si la existencia del purgatorio constituye para nosotros un dogma sobre el que
no puede haber la menor incertidumbre, no podemos decir otro tanto sobre la
naturaleza de las penas del mismo. Empecemos por afirmar que la Iglesia no ha
definido nada sobre esta cuestión. Sin embargo, es doctrina común, sólidamente
fundada en los principios teológicos más firmes, que, a semejanza del infierno,
hay en el purgatorio una doble pena, que corresponde a los dos aspectos del
pecado (la aversión a Dios y el gozo ilícito de las cosas creadas): la dilación
de la gloria y la pena de sentido.
a) Dilación de la gloria.-En todo pecado hay esencialmente una aversión de Dios.
El castigo de esa aversión es la pena de daño, que en el infierno consiste en la
privación de la visión beatífica y de todos los bienes que se siguen de ella.
¿Puede decirse lo mismo del purgatorio? Los teólogos están acordes en decir que
propiamente no hay pena de daño, porque ésta responde esencialmente a una
aversión de Dios, aversión que el alma encarcelada en el purgatorio no tiene en
modo alguno. ¿En qué consiste, pues, esta impropiamente dicha pena de daño del
purgatorio? En una dilación de la gloria. Con la esperanza de alcanzarla
ciertamente, porque no es más que una privación temporal, pero con toda la
intensidad de dolor y terribilidad ¦-no podemos olvidarlo un momento los
cristianos - que supone un destierro, por muy temporal que sea, de algo que
estamos ansiando.
"Cuan grande sea este dolor - escribe el teólogo Lesio-, podemos conjeturarlo
por cuatro consideraciones. En primer lugar, se ven privadas (las almas del
purgatorio) de un tan gran bien precisamente en el momento en que hubieran
debido gozarlo. Ellas comprenden la inmensidad de este bien con una fuerza que
iguala únicamente a su ardiente deseo de poseerlo. En segundo lugar advierten
claramente que han sido privadas de ese bien por su propia culpa. En tercer
lugar deploran la negligencia que les impidió satisfacer por aquellas culpas,
cuando hubieran podido hacerlo fácilmente, mientras que ahora se ven
consfreñidas a sufrir grandes dolores; y este contraste aumenta
considerableirente la acerbidad de su dolor. Finalmente se dan perfecta cuenta
de qué grados de gloria celestial tan fácilmente accesibles les ha privado su
culpable negligencia durante su vida terrestre. Y todo esto, aprehendido con
conciencia vivísima, excita en ellos un vehementísimo dolor... Es creíble que
aquel dolor sea muchísimo mayor que el que los hombres puedan llegar a conseguir
en esta vida por los daños materiales; porque aquel bien es mucho más excelente,
y la aprehensión más viva, y más ardiente el deseo de poseerlo" (De per. div.,
1.13 c.17).
b) Pena de senhcfo.-Que existe, es una verdad constante en la tradición
católica. Es una pena paralela a la misma del infierno por la que se castiga el
otro aspecto del pecado: el goce ilícito de las criaturas. ¿En qué consiste esta
pena en el purgatorio? Aquí surge una controversia entre los teólogos sobre si
el fuego del purgatorio es real y corpóreo o no. Los
Padres latinos, como en general todos los teólogos escolásticos, antiguos y
modernos, sostuvieron y sostienen que el fuego del purgatorio es un fuego real y
corpóreo; mientras que los Padres griegos, admitida esa naturaleza de fuego para
el infierno, la negaban para el purgatorio, porque - y ésta era la razón en que
se basaban - no es necesario un fuego corpóreo en el purgatorio, toda vez que
allí solamente han de ser castigadas las almas y no los cuerpos. Planteada la
cuestión con toda su fuerza en el Concilio de Florencia (1438-1445), se entabló
una dura discusión entre los teólogos griegos y latinos. La Iglesia no quiso
dirimir la contienda, limitándose a definir la doctrina del purgatorio en la
siguiente forma: "Definimos que... los penitentes que salieran de este mundo
antes de haber satisfecho con dignos frutos de penitencia por sus acciones y
omisiones son purificadas sus almas después de la muerte con penas purifica -
doras" (D 693). La fórmula florentina, pues, deja en pie la cuestión. Más tarde
el Concilio de Trento tampoco dijo nada sobre la naturaleza de estas penas. Sin
embargo, la opinión común en la Iglesia aboga por la existencia de un fuego real
en el purgatorio, confirmada además por varios documentos pontificios, aunque no
de carácter dogmático (cf. Cuestionario de Clemente VI a los armenios: D 570;
declaración de Inocencio IV sobre los ritos griegos en el C. I de Lyón: D 456;
la de Benedicto XV al extender a la Iglesia universal el privilegio de las tres
misas el día de los Fieles Difuntos: ASS 7 f 1915) p.404).
Se plantean otros temas en torno del purgatorio, que en razón de la brevedad
resumimos a simples proposiciones:
1) ¿Qué fin tienen esas penas?-Purificar y limpiar total mente al alma, cual se
requiere para la visión beatífica. Eso se consigue mediante la expiación de la
culpa de los pecados veniales y la eliminación de los rastros y reliquias del
pecado mortal, perdonado ciertamente, pero todavía con la carga de la pena
temporal.
Es sentencia cierta también en teología que las penas del purgatorio son de suyo
de una intensidad enorme, y que no son para todos iguales por lo que se refiere
a su duración; es opinión común entre los teólogos que ninguna se diferirá más
allá del juicio final y que está en proporción al diferente reato de pena que
corresponde a cada alma.
2) ¿En qué estado están esas almas?-Dentro de las penas descritas, tienen el
inefable consuelo de sentirse confirmadas en gracia; no la pueden perder jamás.
León X condenó esta proposición de Lutero: "Las almas del purgatorio pecan
continuamente deseando el descanso y la liberación de sus penas" (D 799).
Precisamente por estar confirmadas en gracia y no poder apartarse de Dios, el
pueblo cristiano las designa con el nombre de benditas almas del purgatorio. A
esto se añade la certeza de su salvación, la plena conformidad con la voluntad
de Dios (en ellas no existe la aversión propia del pecado), el gozo de la
progresiva purificación, etc.
3) Por último, con relación a nosotros - y ésta es una derivación muy práctica
de la verdad del purgatorio - digamos que nuestra actitud con esas almas ha de
ser la de ayudarlas mediante los sufragios. La posibilidad y existencia de tales
sufragios por los difuntos ha sido definida por la Iglesia en el Concilio
Florentino (D 691-693), como lo hiciera antes el C. II de Lyón (D 464) y después
el de Trento (D 950-983). Por lo demás, lo afi - ma claramente la Sagrada
Escritura (2 Mac. 12,46: Obra santa y piadosa es orar por los muertos. Por eso
hizo que fuesen expiados los muertos para que fuesen absueltos de los pecados).
La obligación de ayudarlas proviene de la caridad, de la piedad y hasta de la
misma justicia, pues puede ocurrir muy bien que algunos conocidos y familiares
nuestros estén en el purgatorio por culpa nuestra.
Por lo que se refiere al modo de avudarlas, los teólogos están de acuerdo en que
reviste una triple forma: la impetración u oración, el mérito (de congruo o
conveniencia, claro está, porque en sentido estricto sólo Cristo lo mereció para
los demás^ y la satisfacción o compensación por la pena temporal.
Finalmente, cuáles sean los principales sufragios, está en el ánimo de todos los
lectores: la santa misa, la comunión, la oración, las penitencias y
mortificaciones, las llamadas indulgencias.
Por la especial dificultad, confusión y hasta desorientación que en torno a las
indulgencias existe en muchas mentes cristianas, nos detendremos un poco en
explicar su sentido, naturaleza y utilidad.
DOCTRINA DOGMÁTICO - ASCÉTICA SOBRE LAS INDULGENCIAS
I. Fundamento dogmático
Sobre las indulgencias hay dos verdades de fe definidas por el Concilio de
Trento: 1) que la Iglesia tiene potestad para concederlas; 2) que son útiles al
pueblo fiel. Hay otras verdades no definidas, que luego se dirán, que pertenecen
al acervo de la doctrina católica.
Conviene recordar dos dogmas en los cuales se basa toda la doctrina de las
indulgencias: a) el dogma de la comunión de los santos, y b) el dogma del poder
de la Iglesia jerárquica sobre los miembros y los bienes del Cuerpo mstico de
Cristo. Del primero de estos dogmas se desprende: 1) que cada uno de los
cristianos puede ayudar con sus sufragios a todos aquellos -vivos o difuntos -
que forman con él parte del cuerpo místico; 2) que existe en la Iglesia un
tesoro espiritual y social, integrado por los méritos de Cristo y de los santos,
del que pueden participar, con las debidas condiciones, cuantos son miembros de
la Iglesia. Del segundo dogma se sigue que la Iglesia jerárquica, que por otra
parte sabemos que puede perdonar los pecados, puede también distribuir aquel
tesoro social a cada uno de los miembros de la grey cristiana, según lo
considere oportuno.
De aquí dos tesis fundamentales en esta materia: una, que se refiere a los
sufragios, y otra, al tesoro espiritual que puede ser dispensado por la Iglesia:
A) El cristiano en gracia, mientras vive, no solamente puede satisfacer por otro
cristiano en gracia vivo, de suerte que éste se libre del resto de pena temporal
que merecía por sus pecados xja perdonados, sino que puede también ayudar con
sus sufragios a las almas del purgatorio.
Como se ve, sólo puede satisfacer un cristiano en gracia por otro que esté
también en gracia. La razón es obvia: sin vivir en gracia no se puede merecer ni
satisfacer; y, por otra parte, no se puede perdonar la pena temporal, sino de
pecados perdonados en lo que tienen de culpa.
Se puede satisfacer por otro, pero no se puede merecer por otro. Los méritos son
personales e intransferibles. Ciertamente el justo, cuanto mayores sean sus
méritos personales, más eficazmente podrá interceder por los demás y ayudarles
de esta manera con su oración; pero esto no es merecer por los demás. En cambio,
sí se puede aceptar o tomar voluntariamente un sufrimiento o un trabajo para
compensar la pena temporal de sus propios pecados o de los de otro, siendo esto
último un acto de caridad grato a los ojos de Dios. Dios ha prometido aceptar
estas satisfacciones.
B) Existe en la Iglesia un tesoro constituido por las satisfacciones de Cristo y
de los santos, que la Iglesia puede distribuir a los miembros de Cristo, vivos y
difuntos.
II. Naturaleza de las indulgencias
Las indulgencias son:
a) remisión de la pena temporal. Por tanto, no de la culpa ni de la pena eterna;
b) de la pena temporal que iba a exigir Dios en la otra vida.
No solamente de la pena eclesiástica que se pudiera imponer.
Conviene aclarar este punto. La Iglesia imponía antiguamente, según la gravedad
de las culpas, unas penas eclesiásticas, que tenían, por una parte, un valor
exterior jurídico (vindicativo, medicinal), y por otra un valor interior
espiritual (verdadera satisfacción dolorosa y voluntaria ante Dios). La Iglesia,
al conceder la indulgencia, no solamente remitía la pena eclesiástica exterior,
sino también la pena temporal merecida ante Dios, supliendo con el tesoro
espiritual de la Iglesia la satisfacción per* sonal del pecador. De lo
contrario, como dicen Santo Tomás y otros teólogos, si la Iglesia perdonara
solamente las penas eclesiásticas, con ello más dañaría que aprovecharía, pues
impediría poner unos actos que tendrían un valor satisfactorio ante Dios y, por
tanto, habría que pagar con las penas más graves del purgatorio lo que aquí pudo
satisfacer más fácilmente.
De lo dicho se entiende qué significan las expresiones siete, treinta, cien
días, semanas, años de indulgencia. Significa que se perdona la pena temporal,
que se remitiría con una pena eclesiástica de aquella duración. La indulgencia
plenaria supone remisión de toda pena temporal y de toda la pena eclesiástica
que la Iglesia hubiera impuesto.
c) Es remisión de la pena ex opere operato, aunque no en virtud de un
sacramento. Esto quiere decir que la tal remisión de la pena temporal no depende
ex opere opecaníis, o del valor satisfactorio o meritorio de la obra que se pone
por el que gana . la indulgencia (tantos padrenuestros, un víacrucis, etc.),
sino que es independiente del fervor o del mérito subjetivo. Quien j pone las
condiciones exigidas, recibe la indulgencia en la medida que la da la Iglesia. Y
todos los que ponen dichas condiciones reciben ex opere operato la misma
indulgencia.
Se entiende que es distinta la remisión de la pena temporal que se consigue en
virtud de la recepción del sacramento de la penitencia y la que se consigue por
la indulgencia. En la penitencia se remite la pena temporal tanto por la
absolución como por la satisfacción sacramental o penitencia; pero en uno u otro
caso la remisión de la pena temporal es proporcionada a la disposición sujetiva
del penitente. Pero en el caso de la indulgencia, con tal que el que la va a
ganar esté en estado de gracia, la remisión de la pena es independiente de su
disposición personal y es proporcionada solamente a la voluntad del que ha
concedido la indulgencia.
d) Es remisión por legítima disposición del tesoro de la Iglesia.-Esto es común
a toda clase de indulgencias, tanto para vivos como para difuntos.
III. Condiciones para lucrar las indulgencias
a) Para concederlas válidamente se requiere:
1) Legítima autoridad. Solamente pueden administrar el tesoro de la Iglesia
quienes tienen legítimo poder.
2) Una causa justa y razonable; el que da las indulgencias es administrador, no
señor de las mismas.
b) Para ganarlas fructuosamente: 1) Poner diligentemente la obra prescrita; 2)
intención de ganarlas (basta una intención habitual); 3) estado de gracia en
aquel a quien se aplica la indulgencia, y también en aquel que la gana, si se
exige para ganarla "tener el corazón contrito". La devoción o el fervor de la
caridad no se requieren propiamente para ganar las indulgencias ni, como se ha
dicho, aumentan el fruto que se percibe de las mismas. Indirectamente influyen
en cuanto con ese fervor se perdonan los pecados veniales, y, por tanto, se da
lugar a que se remita la pena temporal debida por estas faltas veniales.
Por lo que a los difuntos se refiere, es cierto que el Romano Pontífice cuando
concede una indulgencia plenaria aplica del tesoro de la Iglesia todo lo que es
necesario para una plena remisión de la pena temporal; de parte de Dios no es
cierto en (qué grado aplica al alma del difunto esta remisión. Pero, teniendo en
cuenta la doctrina de la Iglesia, que ha condenado como falsa, temeraria,
perniciosa y ofensiva para la misma Iglesia la opinión contraria, hay que
afirmar que los sufragios que se aplican por las almas del purgatorio aprovechan
primaria y principalmente a aquellos por quienes se ofrecen, y aun se podría
decir que siempre e infaliblemente, sin excepción.
IV. Utilidad de las indulgencias
Absolutamente: las indulgencias son un gran beneficio de la misericordia divina,
con que se completa la remisión del pecado.
Además, por las indulgencias se promueven eficazmente muchas buenas obras tanto
en la Iglesia universal como en cada uno de los fieles. En concreto:
1) Es una afirmación práctica de los dogmas en que se basa la concesión de las
indulgencias: justicia de Dios, que exige plena purificación aun de los pecados
ya perdonados; necesidad de satisfacer por los pecados; existencia del
purgatorio; comunión de los santos, con sus mutuos deberes y vínculos de
caridad; bienes que se derivan de pertenecer a la Iglesia; potestad grande de la
Iglesia y del Romano Pontífice.
2) Invitación a cultivar determinadas virtudes y devociones a las cuales van
anejas las indulgencias, y que son de gran valor o para remedio de la flaqueza
humana o para llenar las almas del espíritu de Cristo. Tales, por ejemplo, la
comunión frecuente, la memoria de la pasión por el viacrucis, la medita ción de
los misterios de la vida de Cristo por el rosario, etc.
b) Relativamente: de todos modos, no hay que exagerar de tal suerte la utilidad
de las indulgencias, que se consideren como necesarias para la perfección o que
lleven a los fieles a tener en tanto el conseguir una indulgencia, que por ello
abandonen el cuidado de mortificarse para evitar pecados futuros o abandonen sus
deberes de estado y otras obras con las cuales adquieren méritos para la vida
eterna. Las indulgencias de sí no tienen valor medicinal, y, por lo mismo, dejan
a los fieles con toda la entereza de sus pasiones; de suerte que puede uno ganar
muchas indulgencias y no obrar eficazmente contra el pecado, del cual viene
luego el débito de la pena temporal a remitir por nuevas indulgencias. Santo
Tomás, a quienes, dejadas todas las demás obras, se afanan en ganar
indulgencias, con las cuales se quita la pena temporal, que retarda la visión de
Dios, les dice que, "aunque las indulgencias sean de mucho valor para la
remisión de la pena, sin embargo, hay otras obras satisfactorias de más mérito
respecto al bien esencial o visión beatífica de Dios, el cual es mucho mejor que
la remisión de la pena temporal". Y así saca esta conclusión para los
religiosos: "Por causa de conseguir indulgencias no debe abandonarse la
observancia de las reglas, porque los religiosos consiguen más cielo cumpliendo
sus deberes de estado que no ganando indulgencias, aunque pueden obtener menor
remisión de la pena temporal, que, por otra parte, es un bien menor comparado
con el cielo". En una palabra, es preferible un grado mayor de gloria, aunque
sea después de algún tiempo de purgatorio, que un grado menor sin pasar por él
(c, GALTIER, De paeniteníia).
88 Como cadáver de un reo, el cuerpo de Cristo estaba en poder del juez, que no
le entregó hasta haberse certificado de eme estaba ya muerto. Cf. Mt 27,57-58;
Mc 15,42-47; Lc 23,50-56; Jn 19,38-42.
(89) Pasado el sábado, va Dará amanecer el día primero de la semana, vino María
Magdalena con la otra María a ver el sepulcro. Y sobrevino un gran terremoto,
pues un ángel del Señor bajó del cielo y, acercándose, removió la piedra del
sepulcro y se sentó sobre ella... El ángel, dirigiéndose a las mujeres, dijo: No
temáis vosotras, pues sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí, ha
resucitado, según lo había dicho. Venid y ved el sitio donde fue puesto (Mt
28,1-6). Cf. Mc 16,1-8; Lc 24, 1-11; Jn 20,1-18.
(90) Pero Dios, rotas las ataduras de la muerte, le resucitó, por cuanto no era
posible que fuera dominado por ella (Ac 2,24).
Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos
habita en nosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará
también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu, que habita
en vosotros (Rm 8,11).
(91) Él es la cabeza del cuerpo de la Iglesia; Él es el principio, el
primogénito de los muertos, para que tenga la primacía sobre todas las cosas
(Col 1,18).
Jesucristo, el testigo veraz, el primogénito de los muertos (Ap 5).
(92) ¡Oh Yavé, mi Dios! ¿Vas a afligir a la viuda que en su casa me ha hospedado
matando a su hijo? Tendióse tres veces sobre el niño, invocando a Yavé y
diciendo: ¡Yavé, Dios mío, que vuelva, te ruego, el alma de este niño a entrar
en él!
Yavé oyó la voz de Elias y volvió dentro del niño su alma, y revivió (1R
17,20-24).
Mientras les hablaba, llegó un jefe, y acercándose se postró ante Él, diciendo:
Mi hija acaba de morir, pero ven, pon tu mano sobre ella y vivirá...
Cuando llegó Jesús a ¡a casa del jefe, viendo a los flautistas y a la
muchedumbre de plañideras, dijo: Retiraos, que la niña no está muerta, duerme. Y
se retan de Él. Una vez que la mu chedumbre fue echada fuera, entró, tomó de la
mano a la niña, y ésta se levantó (Mt 9,18-26).
Joven, a ti te hablo, levántate. Sentóse el muerto y comenzó a hablar (Lc 7,14).
Dijo Jesús: Quitad la piedra. Díjole Marta, la hermana del muerto: Señor, ya
hiede, pues lleva cuatro días...
Jesús gritó con fuerte voz: ¡Lázaro, sal fuera! Salió el muerto ligado con fajas
pies y manos y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: Soltadle y
dejadle ir (Jn 11,39-43).
La cortina del templo se rasgó de arriba abajo en dos partes, la tierra tembló y
se hendieron las rocas; se abrieron los monumentos y muchos cuerpos de santos
que habían muerto resucitaron (Mt 27,51-52).
Pedro les hizo salir fuera a iodos y, puesto de rodillas, oró; luego, vuelto al
cadáver, dijo: Tabita, levántate. Abrió ella los ojos, y, viendo a Pedro, se
sentó (Ac 9,36-43)
(93) Pues a la verdad os he transmitido, en primer lugar, lo que yo mismo he
recibido: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras (1Co
15,3).
(94) SAN AGUSTÍN, Comentario al salmo 120: ML 37,1609.
(95) Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir
a Jerusalén para sufrir mucho de parte de los ancianos, los principies de los
sacerdotes y los escribas, y ser muerto, y al tercer día resucitar (Mt 16,21).
Al bajar del monte les mandó Jesús, diciendo: No deis a conocer a nadie esta
visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre ¡os muertos (Mt 17,9).
Y le entregarán a los gentiles para que le escarnezcan, le azoten y le
crucifiquen, pero al tercer día resucitará (Mt 20,19).
Pero después de resucitado os precederá a Galilea (Mt 26,32).
(96) Os traigo a la memoria, hermanos, el Evangelio que os he predicado, que
habéis recibido, en el que os mantenéis firmes, y por el cuál sois salvos, si lo
retenéis tal y como yo os lo anuncié, a no ser que hayáis creído en vano...
Pues si de Cristo se predica que ha resucitado de los muertos, ¿cómo entre
vosotros dicen algunos que no hay resurrección de los muertos? Si la
resurrección de los muertos no se da, tampoco Cristo resucitó...
Pero no. Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primicia de los que
mueren... Y como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo somos
vivificados... Como llevamos la imagen del terreno, llevaremos también la imagen
del celestial... Así, pues, hermanos míos muy amados, manteneos firmes,
inconmovibles, abundando siempre en la obra del Señor, teniendo presente que
vuestro trabajo no es vano en el Señor (1Co 15,1-58).
(97) No queremos, hermanos, que ignoréis lo tocante a la suerte de los muertos,
para que no os aflijáis como los demás, que carecen de esperanza. Pues, si
creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios por Jesús tomará consigo a
los que se durmieron en Él (1Th 4,13).
Tanto en esta Epístola como en la de los Corintios eis claro el pensamiento
paulino. A los Colosenses les decía que Cristo es el primogénito de los muertos
(Col 1,18), no sólo en cuanto que fue el primero que resucitó, sino en cuanto
que es fuente y razón de ser, causa eficiente y ejemplar de nuestra
resurrección: todos los demás resucitaremos por su virtud.
Por eso le llama también primicias de los que mueren (1Co 15,20). Las primicias
son la promesa y la prenda de otros frutos que las siguen. La resurrección de
Cristo lleva consigo la nuestra. Y esto no sólo en cuanto que mereció nuestra
resurrección, sino porque en la suya está ya efectivamente la nuestra. Jesús
resucitó el primero en el orden de tiempo y de dignidad. Ya están recogidas las
primicias, pero su resurrección no será única; al fin de los tiempos resucitarán
todos los muertos, siguiendo las primicias.
Ya comprenderemos las palabras de San Pablo cuando afirmaba la relación
existente entre la resurrección de Cristo y la nuestra: Si la resurrección de
los muertos no se da, tampoco Cristo resucitó (1Co 15). Y es que la resurrección
de Cristo y la nuestra están tan íntimamente unidas, que la negación de la
nuestra llevaría consigo la negación de la de Cristo, tan claramente atestiguada
por los apóstoles.
¿Dónde pone el Apóstol la fuerza de ese razonamiento? En la unión que el
bautismo establece entre Jesucristo y los fieles. Por el bautismo los fieles
somos incorporados a Cristo, somos íntimamente unidos a Él, como los miembros a
la cabeza, y venimos a formar con Él un cuerpo místico, del que Él es la Cabeza.
Ahora bien, cabeza y miembros tienen que seguir unas mismas leyes de vida o
muerte. Si la cabeza resucitó, también los miembros tienen que resucitar. No
está bien que un cuerpo tenga la cabeza viva y los miembros muertos.
La resurrección de Jesucristo es prenda y modelo de nuestra resurrección. Pero
para que un día resucitemos con Cristo para la vida eterna del cielo es preciso
que ya en esta vida resucitemos del pecado y, una vez resucitados del pecado
todos, vivamos la vida de Cristo por la gracia, que es como la semilla de la
vida que eternamente viviremos con Cristo en la patria celestial.
(98) Pues así es la resurrección de los muertos; se siembra en corrupción y
resucita en incorrupción. Se siembra en ignominia y se levanta en gloria. Se
siembra en flaqueza y se levanta en poder. Se siembra cuerpo animal y se levanta
un cuerpo espiritual. Pues, si hay cuerpo animal, también lo hay espiritual (1Co
15,42-44).
(99) Con Él hemos sido sepultados por el bautismo, para participar de su muerte,
para que, como Él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así
también nosotros vivamos una vida nueva. Porque, si hemos sido injertados en Él
por la semejanza de su muerte, así también lo seremos por la de su resurrección
(Rm 6,4-5).
(100) por lo demás, hermanos, atended a cuanto hay de verdadero, de honorable,
de justo, de puro, de amable, de laudable, de virtuoso, de digno de alabanza; a
eso estad atentos, y practicad lo que habéis aprendido y recibido, u habéis oído
y visto, v el Dios de la paz será con vosotros (Ph 4,8-9).