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PROLOGO
Es innegable
que el hombre puede llegar, mediante una laboriosa y atenta indagación racional,
a la conquista de muchas de las verdades que se refieren a Dios. Pero no es
menos cierto que, dada su actual condición natural, no puede absolutamente, con
las solas luces de la razón, alcanzar y comprender la mayor parte de las
verdades y de los medios necesarios para conseguir la eterna salvación, último
fin para el que fue creado a imagen y semejanza de Dios (1).
San Pablo afirmó que las realidades invisibles de Dios, su eterno poder y su
divinidad, son conocidos mediante las criaturas (Rm
1,19-20); pero él mismo nos dirá que el misterio escondido desde
los siglos y desde las generaciones (Col
1,26) supera de tal modo la capacidad de la inteligencia humana,
que habría quedado perpetuamente oculto a todos nuestros esfuerzos
investigadores, si Dios no hubiera querido manifestado a sus santos, a quienes
de entre los gentiles quiso dar a conocer - mediante la fe - cuál es la riqueza
de la gloria de este misterio, que es Cristo (Col
1,27) (2)
La fe - dice
el Apóstol - es por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo (Rm
10,17). De aquí la constante necesidad en la Iglesia de un
Magisterio, auténtico y fiel intérprete de los medios de salvación. Porque ¿cómo
oirán, si nadie les predica? ¿Y cómo predicarán, si no son enviados? (Rm
10,14-15) (3).
Por esto, desde el principio del mundo, Dios, en su infinita bondad, no faltó
jamás a los hombres, sino que muchas veces y en muchas maneras habló a nuestros
padres por ministerio de los profetas (He
1,1), mostrándoles, según las exigencias de los tiempos, el
camino seguro del cielo.
Habiéndonos prometido que enviaría un Maestro de luz y de santidad para llevar
la salvación hasta los confines de la tierra (Is
49,6), últimamente nos habló por su Hijo Jesucristo (He
1,2). Y con voz venida del cielo, desde el trono de su gloria (2P
1,17), nos mandó Dios que todos le escuchásemos y obedeciéramos
sus preceptos.
Más tarde, Jesucristo enviará por el mundo a sus discípulos - constituyendo a
los unos apóstoles, a los otros profetas; a éstos evangelistas, a aquéllos
pastores y doctores (Ep
4,14) - para que anuncien la doctrina de la Vida y no seamos los
hombres como niños que fluctúan y se dejan llevar de todo viento de doctrina (Ep
4,14), sino enraizados con fuerza en el fundamento de la fe,
hasta formar todos juntos el templo de Dios en la gracia del Espíritu Santo (4).
Y para que
nadie tomase como palabra humana - cuando es verdadera palabra de Dios (1Th
2,13) - la doctrina divina anunciada por los ministros de la
Iglesia, quiso el mismo Señor autorizar su magisterio: El que a vosotros oye, a
mí me oye, y el que a vosotros desecha, a mí me desecha (Lc
10,16) 5. Palabras que indudablemente re refieren no sólo a los
Doce, sino a todos aquellos que, por legítima sucesión, habrían de tener misión
docente en la Iglesia; a todos promete Cristo asistirles con su presencia todos
los días y por todos los siglos (6).
Y si siempre
fue misión y deber esencial de la Iglesia el predicar la verdad revelada, hoy
más que nunca representa una necesidad urgente, a la que debe dedicarse todo el
posible interés y cele, porque los fieles necesitan, como nunca, nutrirse con
auténtica y sana doctrina, que les dé fuerzas y vida.
Nuestro mundo conoce demasiados maestros del error, falsos profetas, de quienes
un día dijo Dios: Yo no he enviado a los profetas, y ellos corrían; no les
hablaba, y ellos profetizaban (Jr
23,21). Pseudoprofetas que envenenan las almas con extrañas y
falsas doctrinas (7).
La propaganda de su impiedad, montada con la ayuda de artes diabólicas, ha
penetrado hasta los más apartados rincones.
Si no tuviésemos la certeza - basada en una luminosa promesa del Señor - de una
Iglesia apoyada en fundamento tan firme e inconmovible que las puertas del
infierno no prevalecerán contra ella (Mt
16,18), llegaríamos a temer seriamente verla sucumbir hoy. ¡Tan
asediada la vemos de enemigos y tan peligrosas y satánicas nos parecen las armas
con que se la tirotea!
Sin referirnos al caso de naciones enteras que hoy, separadas del verdadero
camino, viven en el error y hasta blasonan de poseer un cristianismo, tanto más
perfecto cuanto más distante de la doctrina tradicional de la Iglesia y de sus
antepasados, es fácil constatar que en nuestros días las doctrinas erróneas se
han infiltrado y se siguen infiltrando subrepticiamente en los más insospechados
rincones de la catolicidad.
Estos corruptores del espíritu cristiano, ante la imposibilidad de llegar a cada
una de las almas con la sola propaganda oral de sus doctrinas venenosas, han
ideado nuevos y refinados métodos de infiltración, que les permiten hacer llegar
los errores de su impiedad a vastísimas masas del pueblo fiel. Y así, junto a
los gruesos volúmenes escritos contra la revelación católica y contra la Iglesia
- cuyo espíritu herético es tan evidente que no son precisos grandes esfuerzos
para desenmascararlo -, estamos presenciando la sistemática aparición de
opúsculos de gran tirada y difusión popular, en los cuales, a veces bajo capa de
piedad, se procura y fácilmente se consigue llevar el engaño a innumerables
almas sencillas e incautas.
Frente a esta lamentable situación, los Padres del Concilio ecuménico de Trento
juzgaron necesario contraponer algún antídoto eficaz al mal tan peligrosamente
difundido. Por esto, junto a la gigantesca obra de exactas definiciones de los
principales artículos de la fe católica, acordaron redactar un formulario seguro
y un método de fácil y eficaz presentación de las doctrinas elementales del
cristianismo.
A él deben conformarse y uniformarse cuantos tengan alguna misión docente en la
Iglesia.
En realidad, no se trata de una obra enteramente nueva. Otros muchos se habían
dedicado ya anteriormente a trabajos parecidos y nos habían legado obras
similares, excelentes por su espíritu de piedad y por la seguridad de su
doctrina.
No obstante esto, consideraron los Padres de máxima importancia el publicar,
bajo la autoridad misma del Concilio, un nuevo Catecismo en el que los párrocos
y cuantos se dedican a la enseñanza de la religión pudieran encontrar normas
seguras para la cultura cristiana y para la edificación espiritual de los
católicos. Porque así como uno solo es el Señor y una la fe (Ep
4,5), una y universal debe ser también la norma directiva en la
enseñanza religiosa y en la formación cristiana de las almas.
Siendo vastísima la materia, no puede pensarse que el Concilio intentara recoger
y explicar ampliamente en un solo volumen todos los dogmas de la fe. Semejante
tarea - más propia de quien se dedica específicamente a la enseñanza superior de
la teología - habría requerido un esfuerzo gigantesco y, evidentemente, de menos
utilidad para el fin que se pretendía.
La intención del Concilio fue, sencillamente, salir al paso de las exigencias
prácticas de los sacerdotes y pastores de almas, facilitándoles la cultura
necesaria para el ministerio de su apostolado, y en la forma más adaptada a la
capacidad receptiva de los fieles. Comprende, pues, el Catecismo únicamente
aquellos puntos que puedan ayudar - en este orden práctico y apostólico - al
celo pastoral de los sacerdotes, no siempre excesivamente versados en sutiles
disquisiciones teológicas.
Y antes de
pasar a exponer cada uno de los capítulos que integran esta síntesis de la
doctrina católica, exige el orden lógico anteponer algunas nociones que deben
ser consideradas atentamente y nunca olvidadas por los sacerdotes. Ellas les
ayudarán a descubrir mejor la única meta de todos sus afanes y trabajos
apostólicos y el camino más recto para alcanzarla.
1) Recuerden, en primer lugar, que toda la ciencia cristiana y - en frase de
Cristo - la misma vida eterna consiste en esto: Que te conozcan a ti, único Dios
verdadero, y a tu enviado Jesucristo (Jn
17,3). A esto debe tender, en último término, toda predicación y
enseñanza en la Iglesia: a que los fieles deseen vivamente conocer a Jesucristo,
y a Jesucristo crucificado (1Co
2,2); a persuadirles con certeza y con un íntimo sentimiento de
religiosa piedad en el corazón de que ningún otro nombre nos ha sido dado bajo
el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos (Ac
4,12), siendo Él la propiciación por nuestros pecados (1Jn
2,2).
2) Y puesto que sólo sabemos que hemos conocido de verdad a Jesucristo cuando
observamos sus mandamientos (1Jn
2,3), lógicamente se sigue que la vida del cristiano no puede
vegetar en el ocio o en la inercia, sino que es necesario andar como Él anduvo (1Jn
2,6), siguiendo, con todo el amor posible, la justicia, la
piedad, la fe, la caridad y la mansedumbre (1Tm
6,11). Cristo Jesús, Salvador nuestro, se entregó por nosotros
para rescatarnos de toda iniquidad y adquirirse un pueblo propio, celador de
obras buenas (Tt
2,14). Esto hemos de enseñar y recomendar, conforme al mandato
del Apóstol.
3) Jesucristo nos enseñó, además, con palabras y con el testimonio práctico de
su vida, que la ley y los profetas penden del amor (Mt
22,40). Y San Pablo nos repite que la caridad constituye el fin
de los mandamientos y que en ella está la plenitud de la ley s. Nadie dudará,
por consiguíente, que éste debe ser también empeño especial de todo pastor de
almas: suscitar en ellas el amor hacia la bondad inmensa de Dios, para que,
encendidas en ese divino ardor, i se sientan atraídas hacia aquel sumo y
perfectísimo Bien, pues sólo en la unión con Él encontrarán la auténtica y
segura felicidad. Por propia experiencia lo conocerá quien pueda decir con el
profeta: ¿A quién tengo yo en los cielos? Fuera de ti, nada deseo sobre la
tierra (Ps
72,25). Este es, sin duda, el camino mejor (1Co
12,31), que señalaba San Pablo, cuando orientaba todo el
contenido de sus enseñanzas y de sus trabajos apostólicos a aquella caridad que
no pasa jamás (1Co
13,8).
Ya expongamos las verdades de la fe, o los motivos de la esperanza, o los
deberes de la actividad moral, recalquemos siempre y en todo el amor de nuestro
Señor, hasta hacer comprender a los fieles que todo ejercicio de perfecta virtud
cristiana no puede nacer más que del amor, ni puede tener otra finalidad que el
amor.
Si en toda
disciplina es de supremo interés la elección y observancia del método, de manera
especialísima debe serlo cuando se trata de la formación espiritual de las
almas.
Es preciso tener en cuenta la edad, ingenio, mentalidad y condiciones de vida de
cada uno de los oyentes. Quien enseña debe conseguir efectivamente hacerse todo
para todos, a fin de ganarles a todos para Cristo (1Co
9,22); debe ser ministro de Cristo y fiel dispensador de los
misterios de Dios (1Co
4,1-2) y hacerse digno de ser colocado un día por el Señor sobre
todos sus bienes como siervo bueno y fiel (Mt
15,23).
Piensen los sacerdotes que son maestros de muchos, de todos sus fieles, y que no
todas las almas se encuentran al mismo nivel. No es posible medir a todos por el
mismo rasero, ni someterles a un mismo método de instrucción. Porque algunos
serán como niños apenas recién nacidos a la vida de Dios (1P
2,2); otros habrán comenzado ya a crecer en Cristo; algunos,
finalmente, habrán llegado a la madurez espiritual. Es preciso saber distinguir
discretamente quiénes necesitan de leche y quiénes de alimento más sustancioso9,
para poder dar a cada uno el alimento de verdad, que desarrolle las fuerzas de
su espíritu, hasta que todos alcancemos la unidad de la fe y del conocimiento
del Hijo de Dios, cual varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo (Ep
4,13).
Esto testimoniaba San Pablo de sí mismo cuando se decía deudor a los griegos y a
los bárbaros, a los sabios y a los ignorantes (Rm
1,14), significando asila necesidad de adaptación de todo
predicador y educador espiritual a la inteligencia y facultades de sus oyentes y
dirigidos.
No sería prudente saciar de alimento espiritual a las almas ya maduras, dejando
morir de hambre a /05 pequeñuelos, que piden pan y no hay quien se lo parta Lam.
4,4).
Ni debe debilitarse jamás en ninguno el celo de la enseñanza, aunque a veces sea
necesario detenerse, para instruir a las almas sencillas, en los más elementales
y rudimentarios preceptos - cosa siempre molesta para espíritus refinados,
acostumbrados a reflexiones más sublimes -. Si la eterna Sabiduría del Padre no
se desdeñó de encarnarse en la humildad de nuestra carne terrena para
instruirnos a todos en las verdades de la vida celestial, ¿quién no se sentirá
constreñido por la caridad de Cristo (2Co
5,14) a hacerse pequeñuelo con sus hermanos y, llevado de amor
por ellos u por su salvación, como nodriza que cría a sus niños? (1Th
2,7).
Esto al menos proclamaba San Pablo: Llevados de nuestro amor por vosotros,
querríamos no sólo daros el evangelio de Dios, sino aun nuestras propias almas;
tan amados vinisteis a sernos (1Th
2,8).
Toda la
verdad católica que debe enseñarse a los fieles está contenida en las fuentes de
la Revelación: la Sagrada Escritura y la Tradición (10).
Procuren, por consiguiente, los sacerdotes gastar todas las horas posibles en su
estudio y meditación, fieles al consejo paulino a Timoteo: Aplícate a la
lección, a la exhortación y a la enseñanza (1Tm
4,13); porque toda la Escritura es divinamente inspirada y útil
para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de
que el hombre de Dios sea perfecto y consumado en toda obra buena (2Tm
3,16-17).
Siendo
innumerables las verdades reveladas por Dios, no será fácil retenerlas todas y
siempre, de manera que nos resulte pronta y fácil su exposición en el momento
oportuno.
Por esta razón decidieron acertadamente los Padres del Concilio distribuir todo
el conjunto de la materia en cuatro grandes secciones: Credo, Sacramentos,
Mandamientos y Padrenuestro.
El Credo contiene todas las verdades de la fe que se refieren al conocimiento de
Dios, a la creación y providente gobierno del mundo, a la redención y a los
destinos eternos del hombre.
En los Sacramentos se resume toda la doctrina de la gracia y de los medios para
conseguirla.
El Decálogo contiene las leyes, cuyo fin es la caridad (1Tm
1,5).
La Oración Dominical comprende, por último, todo lo que los hombres pueden
desear, esperar y pedir para utilidad del alma y del cuerpo.
La explicación de estos cuatro apartados - síntesis fundamental de la Revelación
- proporcionará a los fieles el conocimiento de las principales verdades que
deben conocer.
Nos parece oportuno advertir a los párrocos que, siempre que expliquen textos
del Evangelio y en general de la Sagrada Escritura, sepan referirlos a la
materia relativa contenida en estas cuatro secciones, como a fuentes
fundamentales de la doctrina. Así, por ejemplo, el evangelio de la primera
dominica de Adviento: Habrá señales en el sol y en la luna..., etc. (Lc
21,25), debe referirse al artículo del Credo: Ha de venir a
juzgar a los vivos y a los muertos, en que encontrarán materia oportuna para
hacer el comentario homilético. Con ello enseñarán a los fieles, a un tiempo, el
Evangelio y el Credo.
Por lo que se refiere al orden de preferencia de cada uno de los capítulos,
obsérvese el más adaptado tanto al momento como al auditorio. Aquí respetaremos
la autoridad de los Padres, quienes para iniciar a las almas en la vida de
Cristo y formarlas en su doctrina, comenzaron siempre por la exposición de las
verdades de la fe.
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En la Sagrada
Escritura la palabra fe tiene múltiples significados x. Aquí nos referimos a
aquella en virtud de la cual el hombre asiente firmemente a las verdades
reveladas por Dios.
Es innegable que se trata de una fe necesaria para conseguir la salvación,
cuando el mismo Espíritu Santo afirma categóricamente por boca de San Pablo: Sin
la fe es impo* sible agradar a Dios (He
11,6).
La eterna felicidad, propuesta por Dios al hombre corno fin, trasciende de tal
manera la capacidad de la naturaleza humana, que jamás hubiéramos podido
descubrirla con las solas fuerzas de nuestra inteligencia. Fue preciso que el
mismo Dios nos lo revelara. Y en la firme adhesión de la mente a este
conocimiento, obtenido por la Revelación, consiste precisamente la fe. En virtud
de ella tenemos como infalible todo cuanto la autoridad de la santa madre
Iglesia propone como revelado por Dios (2).
Nadie se atreverá a poner en duda las cosas divinamente reveladas, siendo Dios
la verdad por esencia. Aquí precisamente radica la diferencia sustancial entre
la fe que prestamos a Dios y el crédito humano que damos a la narración
histórica de acontecimientos pasados hecha por los hombres.
Es verdad que la fe puede variar notablemente en la extensión, en la intensidad
y en la dignidad (en la Sagrada Escritura se afirma de hecho: Hombre de poca fe,
¿por qué has dudado? (Mt
14,31); ¡Oh mujer!, grande es tu fe (Mt
15,28); Acrecienta nuestra fe (Lc
18,5); La fe sin obras es estéril (); La fe actuada por la
caridad (Ga
5,6)...), pero no es menos cierto que la fe es siempre
sustancialmente la misma; su naturaleza y definición no varían por los diversos
grados o aspectos que pueda asumir.
En seguida veremos - al explicar cada uno de los artículos del Credo - cuan
grande sea su eficacia y cuan optimos los frutos que la fe nos reporta.
Las principales verdades que todo fiel cristiano debe creer están contenidas en los doce artículos del Símbolo.
Los apóstoles
- guías y maestros de la fe -, inspirados por el Espíritu Santo, precisaron con
claridad, en estos doce artículos, los dogmas fundamentales que todo cristiano
debe creer. Habiendo recibido de Cristo el mandato de ir por todo el mundo como
embajadores suyos 3 para anunciar el Evangelio a todos los hombres, juzgaron
necesario preparar un formulario de la verdad cristiana, para que todos
creyéramos y profesáramos lo mismo, para que no hubiera cismas entre los
llamados a la unidad de la fe, para que todos fuésemos concordes en el mismo
pensar y en el mismo sentir (4).
Los apóstoles dieron el nombre de Símbolo a esta profesión de fe y esperanza
cristiana compuesta por ellos, por una doble razón :
1) por ser el resultado de las distintas sentencias aportadas por cada uno de
ellos,
2) y porque simbólicamente habría de servir como señal y piedra de toque para
distinguir a los genuinos discípulos que militan bajo la bandera de Cristo, de
los traidores y falsos hermanos, introducidos solapadamente para adulterar la
doctrina evangélica (5).
En el
conjunto de verdades cristianas - a las que todo cristiano debe prestar,
universal y particularmente, la adhesión de su fe - ocupa, sin duda, el primer
lugar, como fundamento y síntesis de todas las demás, la revelación del
misterio de la Santísima Trinidad: unidad de esencia, distinción de Personas y
operaciones particularmente atribuidas a cada una de ellas. Verdad fundamental
del cristianismo maravillosamente sintetizada en el Credo.
Los Santos Padres y teólogos distinguieron siempre tres grandes apartados en
el Símbolo de los Apóstoles:
1) El primero comprende el estudio de Dios Padre y de la obra admirable de la
creación.
2) El segundo comprende el estudio de Dios Hijo y del inefable misterio de la
redención.
3) El tercero comprende el estudio de Dios Espíritu Santo, principio y fuente
de nuestra santificación.
Cada una de estas partes se subdivide e n una serie de fórmulas variadas y
exactas. Utilizando un a comparación frecuentemente repetida en las obras de
los Santos Padres, llamamos artículos a cada una de estas fórmulas del Símbolo
que clara y distintamente hemos de cireer, lo mismo que llamamos artículos
(articulaciones) a las - distintas partes en que se divide cada uno de los
miemfcros del organismo humano.
_____________________
NOTAS
(1) La
palabra fe, correspondiente a muchos vocablos griegos y hebreos, presenta
múltiples significados en los textos escri - turísticos :a) Significa unas
veces la fidelidad en el cumplimiento de las promesas para con Dios o para con
los hombres (2R
12,15
2R 22,7
1Co 9,22
Ps 32,4
Si 6,15
Si 22,28
Si 27,18
Si 40,12
Si 45,4
Si 46,17
Is 11,5
Is 33,6
Jr 5,1
Lm 3,23
Os 2,20
Os 5,9
Ha 2,4
1MC 10,27
1MC 10,37).b) Otras, la
credulidad o asentimiento de la mente a los dichos de los demás (Gn
15,6
Si 25,16
Si 27,17
1MC 15,11
2MC 9,26
2MC 11,19
2MC 12,8).c) Otras, la
persuasión firme del poder, benignidad, etc., de Dios (Mt
8,8-13
Mt 9,20-22
Mt 15,28
Rm 4,3
He 11,1-4).d) Otras se emplea
en vez de la revelación divina, que es objeto de la fe (Mc
11,22
Jn 14,1).e) Otras,
finalmente, se emplea en lugar de la misma conciencia (Rm
14,23).
(2) El acto de fe es psicológicamente complejo y teológicamente dificultoso,
porque es oscuridad por esencia, aunque también seguridad y certeza
inamovibles.La teología católica, basada primordialmente en los Concilios
Tridentino y Vaticano - cada uno enfoca el problema por distinto ángulo:
Trento lucha contra la preocupación protestán - tica de la justificación; los
Padres del Vaticano, contra el racionalismo imperante en el siglo xix-, nos lo
presenta así:"Un asentimiento de la razón (aunque intervenga también la
voluntad), cuyo objeto son las verdades reveladas, y cuyo motivo es, no su
intrínseca claridad captada por la luz natural de la razón, sino /a autoridad
del mismo Dios que revela, que nos merece crédito absoluto, porque ni puede
engañarse ni engañarnos" (Trid., ses.6 c.6:
DS 498; Vat., ses.3 c.3:
DS 1789; cn. 2 de fide:
DS 1811).De esta definición,
o mejor, descripción, brotan espontáneamente todas las propiedades de la fe:1)
El acto de la fe es esencialmente oscuro, porque es un asentimiento
intelectual, sin evidencia; no vemos con claridad, como cuando nos dicen que
dos y dos son cuatro o cuando se nos ofrece un aserto científico.2) Es, no
obstante, infaliblemente cierto, sin posibilidad de equivocación. Con certeza
subjetiva de adhesión (nunca el entendimiento asiente tan convencido y tan sin
temor a equivocarse) y con certeza objetiva de infalibilidad (nunca existe una
garantía tan segura: la misma omnisciencia y veracidad de Dios).3)
Consiguientemente, el acto de fe, aunque sea un asentimiento de la razón, debe
ser imperado por la voluntad. Porque el entendimiento sólo puede asentir ante
la evidencia (es el caso de la ciencia), y ni el objeto ni el motivo de la fe
le ofrecen esa evidencia. ¿Cómo actúa entonces el motivo, es decir, la
autoridad de Dios, en el entendimiento? ¿Qué hace? No determinarlo a prestar
su asentimiento, que es imposible, sino moverlo suficientemente en su línea
intelectual para que, determinado por la voluntad, pueda dar su asentimiento.
En otras palabras: el entendimiento ve razonable dar un sí, porque la
autoridad de Dios le ofrece plena garantía, pero no puede darlo si no se lo
manda la voluntad, porque por sí mismo el entendimiento sólo cede ante la
evidencia.Es importantísimo el papel que la voluntad desempeña en la fe. Una
voluntad sincera, despojada de pasiones, prejuicios y respetos humanos.
Muchos* son incrédulos, no por cuestiones de entendimiento, sino porque anda
por medio el corazón con sus pasiones: prefieren vivir a sus anchas antes que
someterse al yugo de la obediencia.4) Como lógica consecuencia, el acto de fe
ha de ser y es esencialmente libre (Vat., ses.3 c.3:
DS 1791; ses.3 c.4:
DS 1798); porque, aunque sea
acto del entendimiento - y éste es faoultad que se mueve necesariamente ante
su objeto-, como no se determina por sí mismo, al no haber evidencia, sino por
el imperio de la voluntad, ésta puede imperarle o no, porque es libre de
hacerlo. Por eso, si ese asentimiento no se prestara libremente, de ninguna
manera podría ser un acto de fe.
(3) Al fin se manifestó a los once... Y les dijo: Id por todo el mundo y
predicad el Evangelio a toda criatura (Mc
16,14-15). Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os
exhortase por medio de nosotros (2Co
5,20).
(4) Llámase Símbolo Apostólico por decir relación a los apóstoles. Cómo deba
entenderse esta apostolicidad, ha sido y sigue siendo tema de muchas
discusiones, aun en el campo católico,Rufino de Aquileya reseña una tradición
antigua, según la cual el Símbolo Apostólico era atribuido a los mismos
apóstoles. Conviene también en ello San Ambrosio, si bien se refieren los dos
a una forma anterior a la redacción definitiva. Más tarde, en el siglo vi,
nació la hipótesis de que cada apóstol había compuesto un artículo del
mismo.Durante mucho tiempo, en Occidente se admitió sin réplica dicha
apostolicidad. En Oriente, en cambio, según testimonio de Marco Efesino en el
Concilio de Ferrara - Florencia (1348)-, se ignoraba la existencia de un
Símbolo de filiación propiamente apostólica. Por fin, el humanista Lorenzo
Valla (f 1457) refutó la apostolicidad estricta de dicho Símbolo.Recientemente,
los historiadores se inclinan en general a negar el origen apostólico
estricto, conformándose con la admisión de una apostolicidad entendida en
sentido lato. Desde luego, católicos y no católicos rechazan de plano la
creencia histórica popular de que cada apóstol compusiera su artículo. Están
de acuerdo igualmente en suponer que ninguna de las redacciones transmitidas
provenga de los apóstoles mismos.Sin embargo, todos opinan también que debe
defenderse una verdadera apostolicidad en cuanto a la materia, por coincidií
ésta plenamente con la predicación apostólica, y aun en parte en cuanto a la
forma, que, sin duda, denuncia una remotísima antigüedad por su Sencillez y
concisión notables y por su estilo, eminentemente lapidario.La redacción
completa del texto hoy en uso aparece por vez primera en Cesáreo de Arles, a
principios del siglo vi. En los siglos iv y v constaba solamente de nueve
artículos. Hacia el año 400, Rufino y Nicetas de Remesiana transmitían en
latín una fórmula idéntica a la que Marcelo de Ancira enviaba en griego al
papa Julio hacia el año 310. Y ambos textos, griego y latino, reflejaban el
Símbolo de la antigua liturgia bautismal romana, testimoniada por Tertuliano e
Hipólito.Es muy probable que en su primer estadio se trate de la reunión de
dos fórmulas de fe antiquísimas : una trinitaria (Padre - Hijo - Espíritu
Santo) y otra cristológica (nacimiento, pasión, muerte, resurrección...),
ambas del tiempo apostólico (las dos primeras generaciones cristianas),
enseñadas con insistencia por el catequista a sus catecúmenos y exigidas
ritualmente corno profesión de fe al recibir el bautismo.También es muy
probable que la Iglesia romana tuviera muy pronto un texto determinado, basado
en la predicación de Pedro y Pablo. En este sentido, algunos autores católicos
han opinado que la apostolicidad le viene por esta parte de Pedro y Pablo,
como fundadores de la Iglesia romana.Sea de ello lo que fuere, lo que siempre
queda seguro es que al Símbolo Apostólico en su contenido podemos aplicarle la
idea de apostolicidad que refleja el título del primer catecismo cristiano, la
Didajé: "Doctrina del Señor a las gentes por medio de los doce apóstoles".
(5) El Símbolo Apostólico es el más antiguo, pero no el único de la Iglesia.
Recordemos junto a él, por su particular importancia, los siguientes:1 ) El
Símbolo Niceno - Constantinopolitano, compuesto para aclarar la doctrina sobre
la divinidad de la segunda y tercera Persona de la Santísima Trinidad (Nicea,
a.325; Constantino - pla, a.381). Este Símbolo es el que recitan actualmente
los sacerdotes en la santa misa (D 86).2) El Símbolo Atanasiano, atribuido a
San Atanasio de Alejandría (). Es una amplia profesión de fe sobre los dogmas
trinitarios y cristológicos. Probablemente fue compuesto en Francia hacia la
segunda mitad del siglo v. Aunque los autores modernos sigan disputando sobre
el verdadero autor de este Símbolo, todos coinciden, sin embargo, que llegó a
alcanzar tanta autoridad en la Iglesia, lo mismo Occidental que Oriental, que
entró en el uso litúrgico y ha de tenerse por verdadera definición de fe (D
39).3) Otros Símbolos importantes son: el Toledano (); el de León IX
(1049-1054), usado en la consagración de los obispos (D 343); la profesión de
fe propuesta por Inocencio III a Durando deHuesca y a sus compañeros valdenses
() ; el Símbolo Lateranense (), etc.4) El último de los grandes Símbolos de la
Iglesia es la profesión de fe tridentina, síntesis de la doctrina del Concilio
de Trento ().5) Tiene también carácter de verdadera profesión de fe el
Juramento contra los errores del modernismo ().